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García de la Huerta y la tragedia neoclásica

Jesús Cañas Murillo


Universidad de Extremadura




ArribaAbajo1. La tragedia neoclásica


1.1. Antecedentes y génesis de la tragedia neoclásica española

De entre los géneros dramáticos neoclásicos españoles, la tragedia fue el primero cronológicamente en aparecer. Los primeros textos surgen a mediados del siglo XVIII. En el año 1750 Agustín Montiano y Luyando difunde Virginia, dentro de su Discurso sobre las tragedias españolas (Madrid, Joseph de Orga, 1750). Poco después, en 1753, el mismo autor publica Ataúlfo, al final de su Discurso II. Sobre las tragedias españolas (Madrid, Joseph de Orga, 1753).

Antes se había intentado ir dando a conocer el género a través de versiones, llamadas traducciones, de piezas extranjeras que a veces habían sido principalmente destinadas a representaciones de carácter cortesano. Algunas ni siquiera llegaron a montarse sobre las tablas. Tal acontece con la Cinna de Corneille, traducida en 1713 por el marqués de San Juan. Iniciaban todas estas obras una costumbre que no se perdería en todo el siglo XVIII, y que dejó muestras de reconocido prestigio como El Británico, de Racine, traducida, en 1752, por Juan de Trigueros; la Atalía, de Voltaire, de 1754, traducida por Eugenio Llaguno; la Semíramis, de Voltaire, traducida por Clavijo y Fajardo; la Zaira, traducida, en 1765, por Francisco Postigo con el título de Combate de amor y ley...

Los orígenes de este género aparecen muy ligados, como los orígenes de todos los géneros neoclásicos, a la gran polémica sobre el teatro que se fue desarrollando a lo largo de todo siglo XVIII. En concreto, en este caso, hay que recordar las contestaciones al francés Du Perron, quien, en el prólogo a su antología de teatro español (Extraits de plusieurs pièces du théâtre espagnol, avec des réflexions, et la traduction des endroits les plus remarquables, publicada en París en 1738), había afirmado la incapacidad histórica de los españoles de componer tragedias y comedias clasicistas. Montiano quiso demostrar la falsedad de tales aseveraciones. Escribió sus dos Discursos sobre las tragedias españolas con el deseo de recopilar noticias históricas sobre tragedias clasicistas hechas en España, con el deseo de difundir la preceptiva neoclásica y con el deseo de ofrecer un ejemplo de texto reglado compuesto por él mismo para demostrar que un español sí puede escribir tragedia clasicista y animar a otras personas, afirma, mejor dotadas que él, a seguir su ejemplo y contribuir a la renovación de la escena española del momento. Así surgen Virginia (1750) y Ataúlfo (1753), las dos primeras tragedias neoclásicas españolas originales, textos ambos repletos de buena voluntad pero claramente producto de un crítico lleno de buenas intenciones y no de un consumado dramaturgo. No es extraño que sólo fuesen difundidos por la imprenta y que nunca llegasen a ser montados en un escenario [Cook, 1974: 80-83 y 107-137].

Quedan, pues, los orígenes del género enmarcados en los círculos de intelectuales que pretenden introducirlo, ex novo, en el panorama teatral del momento. La tragedia neoclásica española no es, pues, producto de una evolución o transformación de un género histórico preexistente. A diferencia de otros géneros del momento, como la comedia de espectáculo, tal y como expliqué en otro lugar [Cañas, 1990].




1.2. De la poética y sus constituyentes


1.2.1. Las definiciones teóricas como base

No careció la tragedia neoclásica española, como aconteció, igualmente, con el resto de los géneros neoclásicos de su época, de definiciones teóricas. Dejando a un lado los trabajos más específicos de Agustín Montiano y Luyando antes mencionados, recordemos los rasgos que Ignacio Luzán, en su celebérrima e importantísima Poética, destaca como peculiares de la misma. Afirma [1977: 433]:

la tragedia es una representación dramática de una gran mudanza de fortuna, acaecida a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad, cuyas caídas, muertes, desgracias y peligros exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y los curen y purguen de estas y otras pasiones, sirviendo de ejemplo y escarmiento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor autoridad y poder.



En esas líneas se hallan encerradas características básicas de la tragedia neoclásica española:

Se insiste en que es una «representación dramática», es decir una obra destinada a ser montada sobre un escenario para un público ante el cual los personajes van a exponer sus cuitas y preocupaciones.

En su argumento se incluye «una gran mudanza de fortuna», es decir, se escenifica el paso de la infelicidad a la felicidad y viceversa. La alternancia entre fortunas y adversidades y el paso de la dicha a la desdicha es consubstancial a la tragedia.

Se cuentan hechos acaecidos «a reyes, príncipes y personajes de gran calidad y dignidad», no a personajes de clases inferiores, que son los protagonistas de la comedia y que no deben ser mezclados, a diferencia de lo que acontece en el teatro barroco, en la comedia nueva, y en sus derivados dieciochescos, como la comedia de espectáculo, en papeles principales, con los primeros, con los nobles y los reyes (el constituyente «tragicomedia» de la comedia nueva queda, así, completamente rechazado).

La tragedia debe contribuir a liberar al público de sus pasiones. De ahí que se indique que las «caídas, muertes, desgracias y peligros» de los personajes «exciten terror y compasión en los ánimos del auditorio, y los curen y purguen de estas y otras pasiones». Es decir, se reafirma que debe producirse la catarsis defendida en la poética clásica y clasicista tradicional.

Y todo tiene una intencionalidad didáctica, debe servir «de ejemplo y escarmiento a todos, pero especialmente a los reyes y a las personas de mayor autoridad y poder».

Otros rasgos de definición son identificables en la práctica dramática de los autores, en los textos concretos compuestos por ellos.




1.2.2. Sobre los constituyentes esenciales


1.2.2.1. Caracteres de la acción

La tragedia debe ser respetuosa con las unidades dramáticas tradicionales. El argumento debe contener una sola acción, si bien entendida como unidad de intención. Puede haber varias líneas argumentales, no varias acciones, siempre y cuando todas confluyan en un mismo fin. Todos los hechos deben situarse en un solo lugar, aunque los tratadistas discrepen de cuál debe ser éste. Según los más estrictos, una única habitación de una misma casa (un salón, la estancia de un palacio...). Según otros, varias estancias, varios cuartos, habitaciones, de una misma mansión. Según otros, lugares próximos de una misma ciudad. Y todo debe transcurrir en una misma unidad temporal, sea ésta el tiempo que dura la representación (entre dos y cuatro horas), el tiempo transcurrido desde que sale el sol hasta que se oculta (unas doce horas), o desde que sale hasta que vuelve a salir (veinticuatro horas).

Los argumentos deben ser históricos, aunque los hechos que en ellos se incluyen no necesariamente han de ser tomados de la realidad. Pueden ser inventados, pero situados en épocas del pasado, no en la realidad contemporánea. Con ello se evita el apasionamiento que produce en el espectador la contemplación de acontecimientos temporalmente próximos a él. Con ello se pretende que el público observe los sucesos con más imparcialidad, con lejanía, y pueda así recibir mejor la enseñanza, ésta sí aplicable a la realidad contemporánea, que a través de ellos se transmite.

En los argumentos se pueden utilizar diversas fuentes de inspiración. Los hechos que se escenifican son ubicados en la antigüedad, a veces bíblica, casi siempre clásica (Virginia, de Montiano; Lucrecia, de Nicolás Fernández de Moratín; Agamenón vengado, de García de la Huerta...); en la época medieval (Hormesinda, de Nicolás Fernández de Moratín; Raquel, de García de la Huerta; Don Sancho García, de Cadalso; La muerte de Munuza, de Jovellanos; Pelayo, de Quintana...); en paises exóticos, orientales (Xayra, o La fe triunfante del amor y cetro, de García de la Huerta; Solaya, de Cadalso...); en América (Motezuma, de Juan Pablo Forner; Atahualpa, de Cristóbal Cortés...). Se da así paso a los diferentes tipos de argumentos detectables en la tragedia neoclásica española: de historia antigua, bíblica o clásica, de historia medieval, de tema oriental, exótico, de tema americano.

En la construcción de los argumentos debe respetarse la norma de la verosimilitud. La realidad no ha de ser presentada como tal (hay hechos reales que pueden resultar inverosímiles y que, por lo tanto, deben ser rechazados), sino como suele ser, e, incluso, como es conveniente que sea.




1.2.2.2. Recursos de composición

Varios son los recursos dramáticos que encontramos más reiteradamente usados en las tragedias neoclásicas españolas.

Así, la introducción «in medias res», necesaria dado el uso de la unidad de tiempo que se impone. Los dramaturgos no pueden escenificar la historia completa que presentan. Tiene que dar paso a la tragedia con los hechos iniciados y luego, mediante el recurso de la retrospección, narrar los antecedentes, la «prehistoria» de los hechos. Así consiguen que sea verosímil el desarrollo de unos sucesos determinados en tan corto espacio de tiempo.

El paso de la fortuna a la adversidad, antes mencionado y juzgado consubstancial al género por los tratadistas. Sirve para estructurar el argumento, generar tensión y marcar la evolución de la vida de los personajes.

La anticipación de sucesos, el anuncio previo de acontecimientos que luego pueden tener lugar o que se teme que puedan tener lugar. Con ella se genera tensión y se capta la atención de auditorio. Es medio, también, para hacer surgir la expectación.

Los largos parlamentos, y soliloquios que facilitan a los personajes, aparte de relatar sucesos no escenificados (importante función debido al uso de las unidades clásicas que impiden la presentación es de todos los hechos importante para el argumento), la transmisión al espectador de sus propios análisis de la realidad en unos casos, o el análisis, por medio de un monólogo interior, -de una conversación del agonista consigo mismo-, de la situación en la que se encuentran, o los sentimientos entre los que se debaten, de sus dudas, de sus padecimientos. A veces tal análisis puede ser efectuado por medio de una conversación entre varios de los agonistas. Pueden generar expectación, intriga ante la actitud definitiva que el agonista puede adoptar.

Los enfrentamientos duales y las oposiciones binarias establecen grupos contrapuestos de hechos y, sobre todo, de personajes, habitualmente divididos en bloques que chocan entre sí, como veremos. Permiten conocer mejor sucesos y tipos de actuación, y caracterizar más claramente a los agonistas, con el fin de, a través de ellos, ensalzar unas formas de comportamiento y rechazar otras. Es función similar a la que cumple el contraste (enfrentamientos duales y oposiciones binarias son una forma más concreta de contraste), que puede darse entre varios elementos (no sólo dos) a la vez [Narciso García-Plata, 2000].

La perspectiva múltiple puede ser utilizada para caracterizar personajes o realizar un determinado planteamiento de un tema o de varios temas. Consiste en presentar tema o personaje desde diferentes puntos de vista, -expuestos, en ocasiones, por agonistas distintos-, que pueden contrastar entre sí, pero que también pueden ser complementarios. Con ella se proporciona una visión más completa de tema o personaje al espectador, que recibe así más elementos de juicio, mayor información. Con ella, si se trata de un personaje, se proporciona a éste una más amplia caracterización, con lo cual es mejor conocido por el auditorio; si se trata de un tema se proporcionan más datos sobre él o más facetas, con el fin de transmitir un más cabal conocimiento del mismo y permitir, si aparece el contraste, que una de las visiones prevalezca sobre todas las demás y entre a formar parte del significado, del mensaje que se quiere trasladar al espectador.

Análoga función cumple el paralelismo, ya que permite presentar varias visiones de una misma realidad (un tema, unos hechos, un personaje...) para que sea mejor conocida por el público. Con él los agonistas reciben una caracterización más redonda. La acción queda más completa. Los temas presentan una multiplicidad de facetas que los enriquecen y van a servir de base, al elegirse una de las posibles opciones, si se insertan, para la transmisión de una enseñanza.

La anagnórisis tiene en la tragedia neoclásica española una especial intervención. Es entendida, como bien lo explica Luzán en su Poética [1977: 469-477], en sentido amplio, como el paso de lo desconocido a lo conocido:

Agnición o reconocimiento [...] es pasaje improviso del desconocimiento al conocimiento de una persona, o de alguna especial calidad suya, o de algún hecho, de donde resulte la amistad o enemistad de las personas que son destinadas a ser felices o infelices en el drama [Luzán, 1977: 470].



No consiste, pues, sólo en el descubrimiento de la verdadera identidad de un individuo. Puede afectar a sucesos, a contenidos, -a temas-, a personajes. facilita el desarrollo de los sucesos. Puede contribuir al advenimiento del desenlace. Completa la caracterización e un agonista. Permite el correcto conocimiento de un tema. Crea tensión y expectación.

El simbolismo convierte a objetos y personajes en representantes de determinadas nociones abstractas, o determinados ejemplos de comportamiento o de papeles sociales. Guzmán el Bueno, en la tragedia del mismo título escrita por Nicolás Fernández de Moratín, por ejemplo, simboliza al buen vasallo.

Resúmenes didácticos condensan contenidos o partes de la acción con el fin de facilitar al espectador el seguimiento del argumento y la recepción de la enseñanza que a través de él se desea transmitir.

El destino trágico justifica la actuación de algunos agonistas que padecen sus consecuencias, crea momentos de tensión, y provoca la aparición de una corriente de simpatía, en sentido etimológico (sentir en común), entre espectador y personaje y siembra un sentimiento de compasión en el primero por el segundo.

La justicia poética pone de manifiesto que, en todo caso, cada agonista ha de recibir su merecido, premio o castigo, al final de la pieza según haya sido su actuación, con lo cual se refuerza claramente el didactismo de la obra.

Son todos, y otros que podrían estudiarse, -no pretendemos hacer una relación exhaustiva-, recursos de marcado carácter didáctico, que favorecen la transmisión al público de unos determinados contenidos, de una tesis que el autor pretende defender en su creación.




1.2.2.3. Construcción de personajes

El número de personajes que aparece en las tragedias neoclásicas españolas, no es, en términos generales, muy elevado. Suele girar en torno a ocho. Con ello se cumple con uno de los preceptos que con más frecuente insistencia figura en los textos dieciochescos de preceptiva, empezando por la Poética de Luzán [1977: 514-515]. Para los neoclásicos es importante esta, aparentemente, simple cuestión numérica, debido a que la restricción acaba con una de las características más generalizadas en los géneros barrocos decadentes, epigonales, la comedia nueva, el auto sacramental, el entremés, y en los géneros dramáticos populares de la ilustración, la que en otro sitio denominé comedia de espectáculo [Cañas, 1990] (de magia, heroica, militar...), el sainete... En todos estos se tiende a la acumulación de personajes. La reducción supone un duro golpe a las prácticas dramáticas de los mismos, que así se ven sustituidas por los usos de los nuevos géneros neoclásicos que los ilustrados desean implantar y generalizar.

La inclusión de los personajes en las escenas se hace también con especial cuidado de evitar la acumulación. Es, también, consecuencia del respeto a la preceptiva neoclásica que recomienda que en las tablas no aparezcan más de cuatro personajes, y evitar que, incluso en esos casos, hablen a la vez más de dos o tres de ellos,

Porque en pasando de tres que hablen, es confusión y embarazo para la representación [Luzán, 1977: 514].



Se busca, con todo, la claridad que permita conocer más a los agonistas y facilite la transmisión de una enseñanza concreta. Tan sólo en momentos especialmente relevantes del argumento, y con el fin de destacarlos por contraste con la situación general, se rompe esta tendencia y se tiende a la acumulación. Tal acontece, especialmente en los desenlaces de las piezas.

La presentación de los agonistas ante el auditorio es especialmente cuidada. Sus caracteres deben ser perfectamente delimitados ante el espectador, para que éste pueda comprenderlos bien. Se considera ello especialmente importante debido a que los personajes se convierten en medio esencial de transmitir una enseñanza, una tesis concreta. Son vistos como representantes de cualidades morales o patrióticas, representantes, -incluso símbolos, como afirmábamos-, de una ideología o de una línea determinada de comportamiento. Por ello de los personajes no interesa tanto la actuación, como sus reflexiones racionales acerca de sus sufrimientos, de sus padecimientos reales o posibles.

Los personajes se suelen debatir entre sentimientos contrapuestos. Se defiende a los que anteponen la razón a la pasión, el deber a las apetencias. Sobre esta actitud se monta el significado de las obras, el mensaje que contienen. Por eso pueden resultar a veces fríos, calculadores, alejados de sentimientos auténticamente humanos, preocupados por su deber, del cual se convierten en auténticas víctimas.

De los personajes se destaca su papel aleccionador. Se ven convertidos en modelos de conducta, que son propuestos ante el auditorio como rechazables o como dignos de imitación [Mendoza, 1981: 382]. El lenguaje que utilizan es en todo momento elevado, tal y como exigía la preceptiva neoclásica. Ya Luzán en su Poética afirmaba [1977: 509]:

como la tragedia no admite sino personas ilustres y grandes, como reyes, príncipes, héroes, etc., su estilo ha de ser alto, grave y sentencioso.



Y similares asertos podemos encontrar en textos de Montiano, Nicolás y Leandro Fernández de Moratín... Existe, no obstante, una adecuación entre lenguaje y situación. Si se desarrolla el tema del amor, el lenguaje se torna más lírico. Si aparece el tema de la muerte, el lenguaje se hace más dramático. Si se ponen de manifiesto torturas interiores, el lenguaje se llena de exclamaciones y lamentos. Con tal adecuación se persigue y consigue que el texto gane en verosimilitud, una de las preocupaciones básicas de los neoclásicos, como antes hemos afirmado y como bien queda reflejado, por ejemplo, en La Poética de Luzán.

La construcción de los personajes concretos se realiza a partir de un conjunto de tipos específicos. Tipo y personaje constituyen realidades distintas, aunque en los textos pueden coincidir. El tipo es general, abstracto, pertenece a la poética. El personaje es concreto, pertenece a la obra particular; y puede estar diseñado, o no, sobre la base de un tipo o de varios tipos diferentes que en él pueden confluir. El tipo queda definido por una serie de rasgos generales de caracterización y una serie de funciones recurrentes, en las que todo un grupo de agonistas similares llegan a coincidir. El personaje creado sobre el tipo tiene las características y las funciones de éste último, pero puede tener también otras específicas que no se identifican con las de aquél, distintas a las suyas, que no son necesariamente recurrentes, que son propias y peculiares del agonista que figura en cada texto en particular. El personaje tiene sexo concreto. Es masculino o femenino. El tipo no siempre. El sexo puede conferirse en el proceso de conversión del tipo en personaje. El personaje tiene, o puede tener, nombre propio. El tipo tiene sólo nombre genérico y generalizador.

Los tipos funcionales que detectamos en la tragedia neoclásica española son los que detallamos a continuación [Cañas, 1988 y 1999].

El héroe. Se convierte siempre en personaje principal, protagonista de la acción, encargado de una buena parte del desarrollo del argumento. Es valiente, esforzado, deseoso de cumplir su obligación. Puede debatirse en dilemas que le acarrean torturas interiores (amor/obligación; amor/celos; obligación/dificultades de cumplirla...). Es parte fundamental, pues lo provoca, para el advenimiento del desenlace, negativo, con víctimas, de la tragedia. Sobre este tipo se crean Guzmán el Bueno, en Guzmán el Bueno, de Nicolás Fernández Moratín; Alfonso VIII en Raquel, de García de la Huerta; Pelayo, en La muerte de Munuza, de Jovellanos...

La heroína. Se transforma igualmente en personaje principal, protagonista, encargado del desarrollo básico de la acción. Da vida a un personaje fuerte, aunque flaquee a veces atormentado, que se debate en dudas internas (amor/deber; amor/ansias de poder...) o sufre conflictos (obligación/impedimentos...) que le producen desasosiego y malestar. Con sus hechos o con su muerte contribuye al advenimiento del desenlace trágico. Heroína es Hormesinda y Lucrecia en Hormesinda y Lucrecia, respectivamente, de Nicolás Fernández de Moratín; Raquel, en Raquel, de García de la Huerta; Doña Ava, en Don Sancho García, de Cadalso...

El poderoso. Suele transformarse en personaje principal, desencadenante de los hechos o determinante fundamental de su desarrollo. No es habitualmente ni positivo ni negativo, aunque hay excepciones. Se incluirían aquí Alfonso, en Raquel, Orosmán, en Xayra, Clitemnestra, en Agamenón vengado, todas de García de la Huerta...

El caballero. Recibe pocos rasgos de caracterización. Puede convertirse en protagonista o, habitualmente, en personaje secundario. Puede ser positivo, y entonces es sensato, fiel, desinteresado; o negativo, con lo que es egoísta, servil... Es el encargado de transmitir una doctrina o una concreta visión de, o toma posición ante, la realidad. Nerestán, Lusiñán en Xayra; Cilenio en Agamenón;yGarcía, Manrique y Alvar Fáñez en Raquel, todas de García de la Huerta, encarnarían este tipo.

El consejero. Aparece como personaje generalmente secundario. Hace las funciones de confidente, fiel casi siempre, y de acompañante. Es un personaje de diálogo. Puede determinar la actuación de los protagonistas y explicar las acciones que emprenden. Fátima, Corasmín y Chatillón, en Xayra; Cilenio, Pílades, Fedra, Chrisótemis y Egisto (menos, pues no actúa como tal en la tragedia, aunque se alude a que desempeñó ese papel) en Agamenón vengado; y Garcerán, García, Álvar Fáñez y Rubén en Raquel, toman cuerpo sobre este tipo, sobre esta función.

El mensajero. Se convierte en personaje secundario y, en ocasiones, puramente accidental. No recibe caracterización. Da a conocer determinados hechos o pone en contacto a algunos de los agonistas principales. Un soldado en Raquel, que anuncia la llegada de García y Álvar Fáñez a la protagonista en la segunda jornada; Chrisótemis y Cilenio en Agamenón vengado; Lusiñán, Meledor y Esclavo en Xayra se incluyen en este tipo.

El galán. Tipo secundario que nunca aparece exento sino adosado a otro principal. Es el encargado de desarrollar el tema de las relaciones amorosas. Alfonso y Orosmán serían galanes en sus respectivas tragedias, Raquel y Xayra.

La dama. De igual característica y función al anterior, lo encarnarían Hormesinda y Lucrecia en las tragedias homónimas de Nicolás Fernández de Moratín; Raquel y Xayra en las tragedias homónimas de García de la Huerta; Solaya, en la tragedia homónima de Cadalso...

Junto a estos tipos base aparecen en algunos textos, como acontece en Raquel en concreto, otros personajes carentes de tipificación funcional. Son personajes accidentales, grupos, personajes colectivos, o colectivizados, que no tienen ninguna individualidad, que forman parte del decorado de la tragedia, e incluso tienen una intervención muda en ella. Son meros comparsas de los agonistas principales. Son la Guardia del Rey, los Castellanos y el Acompañamiento de Judíos y Judías.

En la tragedia neoclásica española observamos una tendencia bastante generalizada hacia el sincretismo. Los autores no siempre integran en cada agonista a un tipo funcional distinto. Varios de ellos pueden, e incluso suelen, confluir en un mismo personaje. Así, por citar sólo casos extraídos de las tragedias de García de la Huerta, Alfonso Octavo (Raquel) es poderoso, héroe y galán. Orosmán (Xayra) es poderoso, héroe y galán. Raquel (Raquel) es heroína, poderoso y dama. Clitemnestra (Agamenón) es heroína y poderoso. Xayra (Xayra) es heroína y dama. Egisto (Agamenón) es poderoso y consejero. Lusiñán (Xayra) es caballero y mensajero. Cilenio (Agamenón) es caballero, consejero y mensajero. García, Garcerán y Álvar Fáñez (Raquel) son caballeros y consejeros. Chrisótemis (Agamenón) es consejera y mensajera.

No obstante, en ocasiones existe una casi total correspondencia entre tipo funcional y personaje concreto. Rubén en Raquel es consejero. En Agamenón vengado,Orestes es héroe; Electra, heroína; Fedra y Pílades, consejeros. En Xayra, Nerestán es caballero; Fátima, Corasmín y Chatillón, consejeros; Meledor y el Esclavo, mensajeros.

Hallamos sincretismo funcional generalmente en los personajes principales y, como mucho, en los secundarios. No es habitual encontrarla en los accidentales. Con ese sincretismo los autores consiguen simplificar la composición de sus tragedias, cumpliendo así uno de los preceptos de la estética neoclásica que pedía pocos personajes y funcionales, tal como antes afirmábamos y como queda recogido en La Poética de Luzán [1977: 514-515]:

[...] Debe, pues, el poeta arreglar con juicio el número de actores y reducirlos a los menos que se pueda, para facilitar la representación, pues de otra suerte sería preciso hacer levas de farsantes como de soldados. A mí me parece que el número de ocho u diez personas será bastante y tolerable; lo que pase de ahí, será exceso y confusión.



Con ello se facilita, en consecuencia, al espectador la labor de seguir el argumento de la pieza y el contenido que en él se incluye.

En muchas ocasiones los dramaturgos limitan la inclusión de tipos en los personajes principales de sus obras. Insertan, por ejemplo un solo héroe, una sola heroína (si aparecen dos, como en Agamenón vengado,una de ellas es secundaria -Clitemnestra en este caso-), un solo poderoso (si figuran dos, como en Agamenón, uno es accidental -Egisto frente a Clitemnestra-). Los autores parecen no desear dispersar el protagonismo en las tragedias. Querer que ese papel principal lo asuma un número reducido de agonistas con el fin de mantener en el desarrollo del argumento una claridad expositiva general. En los personajes secundarios la situación varía. Un mismo tipo se puede multiplicar. Hallamos, por ejemplo, en García de la Huerta, varios caballeros y consejeros en Raquel;varios caballeros y consejeros en Xayra; varios consejeros en Agamenón.

Para contribuir al desarrollo del argumento y facilitar la transmisión del significado, del mensaje, de la enseñanza, los personajes suelen ser divididos en dos grupos antitéticos, los buenos y los malos, los racionales y los irracionales, los que saben cumplir con su obligación y los que hacen dejación de la misma, en definitiva, los positivos y los negativos, los portadores de conductas defendidas y dignas de imitación y los que encarnan conductas vituperables y dignas de rechazo. Se utiliza para ello, aparte de paralelismos y antítesis, los recursos básicos de las oposiciones binarias y los enfrentamientos duales a los que antes nos referimos. Con todo se efectúa el diseño del plano del contenido de la tragedias, de los temas que se plantean y sobre los que se desea adoctrinar al espectador.




1.2.2.4. El tema y los temas

Diversos contenidos se insertan en las tragedias neoclásicas españolas. Así, el amor, el honor, las relaciones paterno-filiales, la libertad, la patria, el estado, la monarquía, el destino...

Cada uno de los temas no suele incluirse aislado de los demás. Suelen aparecer relacionados, incluso formando dos de ellos parejas antitéticas. Así, amor frente a obligación; amor frente a patria... Ellos, así diseñados, son la fuerza que se superpone a los personajes y los hace llevar una determinada línea de actuación, los hace debatirse, los hace sufrir, consiguiendo, así, que aparezca la auténtica tragedia.

El amor se presenta como un sentimiento racionalizado, no impulsivo. La falta de racionalidad lo convierte en sentimiento negativo, conflictivo, fuente de desventuras, como acontece en Don Sancho García o en Solaya de Cadalso, o en la propia de Raquel, de Vicente García de la Huerta. Debe ceder paso siempre ante nociones consideradas superiores, como la patria, el estado, la institución monárquica, o, en definitiva, la obligación.

El honor es uno de los valores que forman parte de la personalidad del héroe o la heroína trágicos. Provoca y justifica su comportamiento. Se une a conceptos como el patriotismo. Así, en Hormesinda, la heroína se vale de honor y patriotismo para vencer a Munuza. Por otro lado, el honor no queda, en las tragedias neoclásicas españolas, ligado exclusivamente a la persona individual. Es concebido, como explica Antonio Mendoza [1981: 384], como «una virtud de proyección social, con finalidad en el pueblo mismo», que se ve también afectado y beneficiado por él.

Las relaciones paterno-filiales son opuestas a nociones de hondo calado, como patria, obligaciones de vasallaje, responsabilidad de un gobernante. La gran noción, como no podría ser menos, prevalece sobre el aspecto más personal que supone las propias relaciones paterno-filiales. Tal sucede en Guzmán el Bueno, de Nicolás Fernández de Moratín, o en Idomeneo, de Cienfuegos, en las cuales en los héroes su deber y su responsabilidad como padre cede paso ante su deber y su responsabilidad como gobernante.

La libertad recibe un enfoque social, nacional, no individual al estilo romántico. Se lucha por la libertad colectiva, por la independencia nacional, presentando, incluso, como en Numancia destruida de López de Ayala, casos de resistencia ante el invasor. Queda, pues, en muchas ocasiones, ligada al tema de la patria y del estado.

La patria, el estado, son presentados como valores absolutos ante los cuales ningún otro puede prevalecer. Se muestra cómo el hombre debe ser útil a la sociedad, cómo debe siempre anteponer sus deberes como ciudadano a cualquier otro impulso o interés personal. En este sentido puede hablarse, como ha hecho Andioc, de la tragedia neoclásica española como literatura comprometida [1976: 381-418]. En los textos se suele mostrar cómo la patria sufre algún tipo de agresión. El héroe debe entonces intervenir en favor y defensa de la misma, dejando a un lado cualquier otro tipo de consideraciones.

La monarquía se halla en el centro de muchas de las piezas. Se hace una exaltación de la monarquía absoluta, pero entendida tal como lo hace el despotismo ilustrado. El monarca es presentado como un gran padre de familia, cuyo poder viene de Dios, y que se preocupa por sus hijos (súbditos) y procura su bienestar. El rey puede tener comportamientos equivocados. Pero se explican por intervenciones, como en Raquel, de agentes externos. La eliminación de tales intervenciones provoca que el monarca asuma de nuevo su papel con absoluta normalidad.

El destino se convierte en muchos casos en el justificador de los sucesos. Se une al tema de los cambios de fortuna. Puede ser el responsable del final trágico de los personajes. Pero tiende siempre a racionalizarse, no a convertirse en la fuerza ciega que figura en la tragedia clásica.

En definitiva todos los temas no son sino un instrumento usado por los neoclásicos para impulsar el nuevo modelo de sociedad y de ciudadano que defiende en España la Ilustración. El enlace, ante ello, con el significado es más que evidente.




1.2.2.5. Significado

La tragedia tiene un fin utilitario. Es evidente, tras lo expuesto. Pretende impulsar la idea de que la pasión, -el instinto-, debe siempre ser sometida a la razón y la obligación. Pretende enseñar ejemplos de comportamiento, con implicaciones muchas veces políticas, para el gobierno de los pueblos (enseñan a ser buen gobernante, a ser buen súbdito, buen ciudadano, a ser buen servidor del país...). Mostrar las consecuencias, de todo tipo, que pueden derivarse de determinadas líneas de actuación. Pretende utilizarse como medio de impulsar la transformación, en un sentido u otro (depende de la postura sustentada por cada autor) del país. Los hechos y los personajes son convertidos en modelos que indican cómo se debe o no se debe obrar. El didactismo es una de las bases de construcción de las obras. Las tragedias son textos de tesis cuyo proceso de construcción suele ir de la definición a lo definido. Se parte de una idea que se quiere transmitir. Esa es la definición. La composición del texto se orienta a conseguir ese objetivo y el argumento, lo definido, se convierte en ejemplo, en ejemplificación, de la idea que se procura trasladar al espectador.








1.3. La varia fortuna de una poética: en torno a la trayectoria y evolución del género

Es la tragedia neoclásica española uno de los géneros neoclásicos que produjo un mayor número de textos. Menos, tal vez, que la comedia sentimental, largamente cultivada debido al proceso de popularización al que se vio sometida y que en otro lugar estudié [Cañas, 1994]. Más que la comedia de buenas costumbres dieciochesca. En su historia, en su trayectoria, podríamos distinguir tres etapas fundamentales.

La primera de ellas sería la de la fundación del género, la de los orígenes. Comienza en 1750, 1753, fecha en la que se inicia la poética en las dos piezas que Agustín Montiano incluye como ilustración a sus dos Discursos sobre la tragedia, Virginia (1750) y Ataúlfo (1753). Es una época en la que el género aparece en manos de críticos bienintencionados, no de dramaturgos, y los textos reflejan esta circunstancia. Son frecuentes las imperfecciones en la composición de las piezas, que no acaban de aquilatar completamente la preceptiva que pretenden extender. Las obras se difunden por la imprenta, pero no llegan nunca a ser representadas.

La segunda etapa transcurriría entre 1753 y los primeros años del siglo XIX (podemos elegir, convencionalmente, el año 1808, inicio de la guerra de la Independencia, como tope). Es el momento de consolidación del género. Los textos empiezan a sucederse, debido al impulso que recibe su serie, el género, por parte de los intelectuales del periodo, que emplean todos los medios que tienen a su alcance -tertulias (recordemos el importante papel que desempeñó la de Olavide, para la cual Jovellanos compuso su Pelayo), academias...- para difundirlo y extenderlo. Así, a través de la producción dramática de Nicolás Fernández de Moratín, en primer término; a través de las piezas de Cándido María Trigueros, López de Sedano, Jovellanos, Cadalso, López de Ayala, Cienfuegos, Quintana o el propio García de la Huerta. Es el momento en el que Aranda accede al poder y pone en práctica un plan de renovación de la dramaturgia de la época. Es el momento en el que, gracias a la sucesión de textos, se perfila la poética, se fijan definitivamente los constituyentes, se llevan a las tablas un buen número de creaciones que ya no sólo de difunden a través de la imprenta. Es el momento en el que las piezas se convierten en medio de extender la ideología ilustrada, de realizar una defensa de la obligación frente al deseo, de la razón frente al sentimiento, del interés público frente al privado. Es el momento en el que se estrena Raquel, considerada la obra cumbre de la tragedia neoclásica española.

La tercera etapa transcurre en los primeros años del siglo XIX, a partir de 1808, hasta poco antes de su mitad. Es el periodo de decadencia de un género que cada vez va progresivamente contando con menos cultivadores. Los textos dejan, en ocasiones, sentir el influjo de la guerra de la Independencia, y presentan una España en lucha contra el invasor. La poética va sufriendo transformaciones que terminan por adulterarla gravemente. La normativa neoclásica se va incluyendo cada vez con más laxitud (en el uso de las unidades...). Los textos se apartan de los modelos iniciales y van cada vez más desembocando en un nuevo género, el drama romántico, que progresivamente cuenta con mayor aceptación y cuya poética, junto con elementos tomados de la comedia sentimental o de la comedia de espectáculo [Cañas, 1990], hereda rasgos de la tragedia. La obra dramática de Francisco Martínez de la Rosa (recordemos sus piezas La viuda de Padilla, de 1814; Aben Humeya, de 1830; o, su texto más famoso, La conjuración de Venecia, de 1830, a veces considerado ya drama romántico, -pese a las innegables deudas que tiene con la tragedia neoclásica-, o, al menos, obra de transición) es perfecta muestra del momento que estamos comentando. Con todo la tragedia neoclásica española se extingue y termina por desaparecer. Su poética se adultera y se disuelve, aunque no sin dejar rastros y restos en el nuevo género, el drama romántico, al que se encomienda la misión histórica de sustituir y suceder a los géneros dramáticos del neoclasicismo español, y, en general, de la época de la Ilustración.






ArribaAbajo2. Los trágicos españoles del siglo XVIII


2.1 Trágicos y tragedias de la Ilustración

El número de dramaturgos que en el siglo XVIII español se dedican a componer tragedias no es excesivamente elevado, en comparación con los que se encargan de engrosar la nómina de autores de otros géneros históricos del momento, como la comedia de espectáculo, como el sainete, como la comedia sentimental [Cañas, 1990]. Ninguno se ocupa de componer obras encuadrables en ese género, la tragedia, con exclusividad. Por el contrario, el número de textos de esta índole que ven la luz en el siglo XVIII es relativamente abultado. Puede ello comprobarse consultando la relación de los mismos que se inserta en las páginas de la clásica obra de Ivy L. McClelland [1970] Spanish Drama of Pathos. 1750-1808. A partir de 1750, fecha de aparición del primero de los discursos de Montiano, y de su tragedia Virginia, las obras originales se suceden sin interrupción. Aparte quedan las traducciones y versiones de tragedias extranjeras.

Entre los escritores que realizan aportaciones al género cabría recordar, además de a Agustín Montiano y Luyando, a quien acabamos de mencionar, y sus tragedias Virginia, de 1750, y Ataúlfo, de 1753, y a aquellos que estudiaremos algo más pormenorizadamente en apartados inmediatamente posteriores, a los creadores que detallamos a continuación. José López de Sedano, autor de Jahel, de 1763. Cándido María Trigueros, autor de La Necepsis, representada en 1763, Los Bacanales o Ciane de Syracusa, anterior a 1767, Viting, de 1768, El cerco de Tarifa o Los Guzmanes, de 1768, Egilona, de 1768, Los Theseides, de 1775, Electra, de 1781, Ifigenia en Aulide, de 1788, El zar Pedro III de las Rusias, de fecha desconocida. Pedro de Silva, autor de Astianacte, de 1764. Tomás Sebastián y Latre, autor de Británico, de 1764, Progne y Filomena, de fecha desconocida. Ignacio López de Ayala, autor de Numancia destruida, de 1775. Ignacio García Malo, autor de Doña María Pacheco, de 1788. Juan Pablo Forner, autor de Motezuma y Francisco Pizarro, de fechas desconocidas. Nicasio Álvarez de Cienfuegos, autor de Pítaco, de 1792, Zoraida, estrenada en 1798, Idomeneo, de 1799, La condesa de Castilla, estrenada en 1803. Ignacio de Merás Queipo de Llano, autor de Teonea, de 1797. Manuel José Quintana, autor de El Duque de Viseo, de 1801, Pelayo, de 1805.

El considerado más significativo de todos los trágicos españoles dieciochescos es Vicente García de la Huerta, autor de Raquel, de 1778, Agamenón vengado, de 1779, Xayra o La fe triunfante del amor y cetro, de 1784. Su producción va a ser objeto, más adelante, de nuestro estudio con mayor detenimiento.




2.2. Nicolás Fernández de Moratín en los inicios del género


2.2.1. Obra dramática

La preocupación de Nicolás Fernández de Moratín por la dramaturgia es una constante que se puede identificar en toda su producción literaria. Es autor de escritos teóricos y de polémica que giran en torno al mundo del teatro. Es autor de una comedia, La Petimetra (1762), iniciadora de un género que había de contar con importantes aportaciones a lo largo de los años de la Ilustración, la comedia de buenas costumbres, la comedia neoclásica. Es autor de tres piezas que se cuentan entre las primeras muestras que vieron la luz en su momento de otro de los géneros esenciales del neoclasicismo, de la estética ilustrada, la tragedia neoclásica: Lucrecia (1763), Hormesinda (1770), Guzmán el Bueno (1777).

En él se une siempre una doble faceta: la del teórico capaz de explicar las bases para construir buenos textos dramáticos ajustados a la preceptiva neoclásica, y de censurar las piezas que no se muestran permeables a esa normativa; la del escritor capaz de proporcionar con sus obras ejemplos concretos de cómo poner en práctica los principios previamente expuestos. Sus obras dramáticas, de hecho, no son ofrecidas por él sino como ejemplificaciones específicas de ideas explicadas en los escritos de doctrina, como propuestas de una nueva forma de hacer teatro, más apropiada para la época en la que le había tocado vivir, como muestras de que es posible llevar a la práctica las explicaciones que se proporcionaban en los escritos teóricos.

Sus textos de crítica y teoría teatral son fundamentalmente tres, los prólogos a La Petimetra (1762) y Lucrecia (1763), y Desengaños al teatro español, publicados en tres partes impresas en noviembre de 1762 y en septiembre y octubre de 1763. En ellos siempre aparecen unos mismos ingredientes: una doctrina positiva, un conjunto de explicaciones sobre el modo de componer buenos textos dramáticos; un análisis del teatro de su época, con fuertes ataques contra los que se empeñan en aferrarse al modo antiguo de hacer comedias, contra los que se niegan a entrar de pleno en la reforma, a aceptar los principios del buen gusto y, así lo considera él, de la razón.




2.2.2. Las tragedias

La producción trágica de Nicolás Fernández de Moratín queda reducida a tres obras, Lucrecia, de 1763, Hormesinda, de 1770, Guzmán el Bueno, de 1777. Todas ellas han sido escritas respetando los principios de la nueva estética, de la preceptiva neoclásica. Las dos primeras tienen protagonista femenino. La tercera cuenta las hazañas de Alonso Pérez de Guzmán, llamado el Bueno por los grandes servicios que prestó a la monarquía de su época, y los conflictos que hubo de padecer al verse obligado a elegir entre su deber, la defensa del castillo y el sitio de Tarifa que le habían sido encomendados por su rey, y el amor que sentía por su hijo, hecho prisionero y ajusticiado por los moros que pretendían arrebatarle, con chantajes, a cambio de la vida de su vástago, la plaza bajo su mando. Lucrecia aborda un asunto extraído de la antigüedad clásica, la historia de una mujer honesta que sufre un intento de violación por parte de Tarquino, destinado a ser rey de Roma. Plantea el tema de la fidelidad conyugal. Hormesinda es la única de la piezas que consiguió ser montada sobre las tablas. Aborda el asunto de las relaciones de don Pelayo con su hermana Hormesinda, que ha de sufrir los ataques y amenazas del malvado Munuza. Se estrenó en Madrid, con gran éxito de público, a juzgar por las recaudaciones, en el teatro del Príncipe, el 12 de febrero de 1770. El papel principal fue encomendado a María Ignacia Ibáñez, la famosa actriz amante de Cadalso, amigo del propio Moratín.

En términos generales la producción dramática de Nicolás Fernández de Moratín es la propia de un momento de iniciación de los nuevos géneros neoclásicos que paulatinamente se van introduciendo en el siglo XVIII español. Conservan, junto con buenos aciertos, algunos de los defectos que su creador achaca al teatro precedente [Cañas, 1982]. Don Nicolás era un gran intelectual buen conocedor de la teoría dramática innovadora, que él se encarga de contribuir a difundir de forma definitiva. Pero como dramaturgo predominan en él las buenas intenciones sobre la excelsitud de los resultados. Es más preceptista que escritor. Sus textos muestran la obra de un intelectual lleno de buenas intenciones y de conocimientos teóricos, pero, a diferencia de su hijo Leandro, falto de las habilidades profundas de un verdadero dramaturgo profesional. No obstante la importancia de su figura, y de su obra, como innovadores, como introductores de nuevos modos de escribir literatura, es absolutamente incuestionable.






2.3. El Pelayo de Gaspar Melchor de Jovellanos


2.3.1. Jovellanos y el teatro

El interés de Gaspar Melchor de Jovellanos por el teatro queda perfectamente plasmado en el conjunto de su producción. Fue un importante introductor de nuevos géneros dramáticos, como lo pone de manifiesto su aportación a la comedia sentimental, cuyo verdadero asentamiento en España fue debido esencialmente a su pieza El delincuente honrado, de composición ligada a la tertulia sevillana de Pablo Olavide [Cañas, 1994: 33]. Fue un estudioso de la situación en la que se encontraba el teatro, como literatura y como espectáculo, en los años españoles de la Ilustración, situación que refleja en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas y sobre su origen en España, informe elaborado por encargo, hecho en 1790, de la Real Academia de la Historia y concluido en 1796. Fue un cultivador de la tragedia neoclásica, género dentro del cual realizó la creación de su Pelayo o La muerte de Munuza, concluida, en primera redacción, en 1769.

Especialmente destacable, por su relevancia, es Espectáculos y diversiones públicas, como se conoce en la actualidad a la Memoria de 1796 a la que nos acabamos de referir. Se trata de uno de los más importantes planes de reforma del teatro propuestos en ese periodo. En él incluye dos ingredientes básicos: una exposición de principios sobre el modo de componer buenos textos, y un análisis externo del teatro de su época. Su doctrina positiva coincide con la de otros escritores de su siglo, como Luzán, como Nicolás Fernández de Moratín, como Leandro Fernández de Moratín. Se convierte en defensor de la estética neoclásica, en perfecta consonancia con su intento de realizar, por otro lado, dentro de ella todas sus aportaciones a los distintos géneros dramáticos de la Ilustración. Su radiografía del teatro de su siglo es fundamental. Estudia las obras, los locales, el montaje de las piezas, el público. Y, en todos los casos, propone medidas concretas para resolver la situación, para modernizar el mundo de la farándula, para sacarlo de la postración en la que se hallaba en esos instantes y llevarlo definitivamente a la modernidad.




2.3.2. La muerte de Munuza o Pelayo

Pelayo o La muerte de Munuza es la única tragedia redactada por Jovellanos. Aborda el mismo asunto tratado por Nicolás Fernández de Moratín en su Hormesinda. Es obra de juventud, compuesta en Sevilla, en 1769, cuando su creador contaba con veinticinco años de edad, si bien fue corregida entre 1771 y 1772 [Jovellanos, 1984: 353 y 359]. La obra fue objeto de una reelaboración que dio lugar a una versión nueva, hecha entre 1782 y 1790, y que José Caso llamó La muerte de Munuza [Jovellanos, 1984: 353-358]. Pensó editarla pronto, aunque no fue ello posible de momento, y la preparó, con prólogo, notas y una disertación, para tal fin. Se debió de transmitir en manuscrito. Sólo en 1792 apareció una impresión, y ésta de carácter pirata. Su representación no tuvo lugar hasta trece años después, hasta 1782, año en el que se estrenó en Gijón, en montaje de aficionados dirigidos por el propio dramaturgo. A principios de octubre de 1792 tuvo lugar su presentación oficial en Madrid, su estreno en la corte. Recibió el título de Munuza en esa ocasión.

En la pieza la acción queda situada cronológicamente en los momentos anteriores a la batalla de Covadonga. Los sucesos que recoge su argumento presentan una mezcla de elementos históricos y acontecimientos inventados. Pelayo es protagonista fundamental. Pero no es el único protagonista. Junto a él se sitúan Munuza, traidor que debe su cargo de gobernador de Gijón a los sarracenos, Dosinda (Hormesinda), hermana de Pelayo que es pretendida por el anterior, a quien rechaza, y Rogundo, prometido de la heroína, que terminará derrotando al villano, al lado de Pelayo, e impidiendo la boda de ése con su enamorada. Y todos se utilizan como medio para insertar en la pieza diversos temas. Como el contraste entre el amor y la obligación. Como el honor. Como el patriotismo y la religión, conceptos estos que son tremendamente defendidos en la tragedia, hasta constituir la base del mensaje, de la tesis, que se intenta transmitir al espectador.






2.4. El teatro del Coronel Cadalso

Las obras dramáticas compuestas por José Cadalso no son excesivamente numerosas. Se encuadran exclusivamente en el género trágico. A su pluma se deben Solaya o Los Circasianos, de 1770, Don Sancho García, de 1770 aunque publicada y estrenada en 1771, La Numantina, de fecha desconocida. La primera estuvo perdida hasta que Francisco Aguilar Piñal localizó, en julio de 1980, un manuscrito suyo en Sevilla y la publicó en 1982. Su autor intentó estrenarla en el teatro de los Reales Sitios sin éxito. Obtuvo una censura negativa por incluir en su argumento el motivo del tiranicidio, considerado inconveniente por muchos de los críticos e intelectuales del momento. Don Sancho García fue representada en casa del Conde de Aranda, protector de Cadalso, en primer lugar. Fue estrenada para un público amplio en el teatro madrileño de la Cruz, el 21 de enero de 1771, por una compañía de la que formaba parte M.ª Ignacia Ibáñez, quien asumió el papel de la protagonista Doña Ava. No tuvo un gran éxito. De hecho, el empresario perdió bastante dinero, sobre todo las dos últimas fechas de representación, y la pieza fue sustituida por otra a los cinco días de permanecer en cartel. Se dio a conocer firmada con el pseudónimo Juan del Valle. La Numantina nunca fue objeto de publicación y su texto es desconocido y se da por perdido en la actualidad.

De todas estas piezas Solaya puede, y suele, ser considerada su texto más acabado. Se inserta en la línea orientalizante y exótica propia de la tragedia neoclásica española. En ella se presenta el conflicto grave que ha de vivir una mujer, Solaya, enamorada del príncipe Selin, embajador de Tartaria en Circasia, su país, entre su pasión, su amor, y su obligación, el honor que debe a su pueblo. Solaya ve escindidos sus sentimientos entre su querer y su deber; y ha de sufrir todo tipo de presiones por parte de sus allegados, su padre, el senador Hadrio, y sus hermanos, Heraclio y Casiro, que pertenecen, todos, a la clase dirigente de su patria. Solaya escoge el amor, y esa elección la ha de conducir, junto a su amado Selin, al final trágico, a la muerte que penaliza su sentimientos, considerados culpables por el resto de los agonistas. Con todo ello, la obra muestra una línea, ofrece ya unos caracteres, la presentación de la supremacía del amor sobre otro tipo de consideraciones, que serán posteriormente heredados por y desarrollados en el drama romántico de la primera mitad del siglo XIX.

Don Sancho García incluye la historia de doña Ava, condesa de Castilla, que se debate entre la gran pasión que siente por su enamorado, Almanzor, ambicioso rey de Córdoba que busca dominar Castilla, y el amor que, como madre, profesa a su hijo Sancho García. Su lucha interior la lleva a plantearse, y consentir, el asesinato, por envenenamiento, de su propio vástago. El final trágico supone la desaparición de los dos amantes, el negativo Almanzor y la condesa doña Ava. Es una tragedia que ha sido acusada de inverosimilitud, por no haber sabido, se explica, su autor justificar con claridad los móviles que pueden llevar a una madre a procurar y aceptar el asesinado de su propio hijo.




2.5. La tragedia de las mujeres: M.ª Rosa Gálvez de Cabrera


2.5.1. Obra dramática

María Rosa Gálvez es considerada uno de los más importantes dramaturgos de la Ilustración, muestra ilustre, y bien representativa, de la presencia femenina en la letras dieciochescas. Su aportación al arte dramático abarca varios géneros. Escribió zarzuelas. Escribió melólogos. Escribió comedias, como Un loco hace ciento, de 1801, Los figurones literarios, de 1804, La familia a la moda, de 1804, El egoísta, de 1804, Las esclavas amazonas o Hermanos descubiertos por un acaso de amor, de 1805. Escribió tragedias como Alí-Bek, de 1801, Safo, Florinda, Blanca de Rossi, Amnón, Zinda, La Delirante, todas estas publicadas en 1804.

Consiguió la protección de Manuel Godoy, en la época del apogeo de su poder, quien ordenó costear, con cargo a las cuentas del estado, la publicación, en 1804, de sus Obras poéticas, impresas en Madrid, en la Imprenta Real, en tres volúmenes, el segundo y tercero de los cuales dan cabida a sus tragedias.




2.5.2. Los textos trágicos

Muchas de las tragedias de M.ª Rosa Gálvez tienen protagonista femenino que da nombre a la obra correspondiente. Incluso en aquellas en las el título procede de uno de los personajes masculinos, Alí-Bek y Amnón, se acentúa considerablemente el protagonismo de uno de los personajes femeninos, Amalia y Thamar respectivamente, en torno al cual termina girando toda la acción de su argumento.

De sus textos cabe destacar Alí-Bek, cuyo estreno se efectuó en el Teatro del Príncipe, de Madrid, el 3 de agosto de 1801. Fue alabada, como recuerda Andioc [Gálvez, 2001: 18], por Santos Díez González en su censura de 1 de mayo de 1801. Se publicó (aparte de suelta, por Benito García, en 1801) en el tomo quinto de la colección Teatro Nuevo Español, promovida por la Junta de Reforma de Teatros, instaurada en España, a instancias del Gobierno central, en 1799. Safo, compuesta en un acto, fue estrenada el 4 de noviembre de 1801 en el teatro de la Cruz de Madrid. En ella sobresale el tratamiento de la protagonista, la poetisa Safo, «modelo de mujer independiente que defiende el amor libre, sin las ataduras del matrimonio» [Fernando Doménech, en Gálvez, 1995: 25], que buscó el suicidio tras ser su amor rechazado por Faón. Florinda aborda, en tres actos, el asunto de la pérdida de España. Tiene como protagonista a la Cava. Se sitúa en la misma línea argumental en la que se hallan Hormesinda de Nicolás Fernández de Moratín, La muerte de Munuza de Jovellanos y Pelayo de Quintana. Blanca de Rossi, en cinco actos, incluye el motivo del suicidio de la heroína, consistente, como explica Andioc, «en inclinarse dentro del sepulcro en que yace el marido y apartar el puntal que mantiene levantada la losa» [Gálvez, 2001: 43]. En Zinda, en tres actos, se aborda el problema de la licitud de someter a esclavitud a personas africanas para así encontrar los europeos mano de obra barata, muy en la línea de otros intelectuales de la Ilustración, españoles y de otros paises de Europa, como Voltaire, Montesquieu... En La delirante, escrita en cinco actos, la protagonista, Leonor, ha de padecer el chantaje de su marido, un negativo Lord Arlington, un chantaje que le provoca grandes padecimientos.

Pocas de las tragedias de M.ª Rosa Gálvez de Cabrera se llegaron a estrenar en su época. Sólo lo hicieron Alí-Bek y Safo, y ésta última con buena entrada de público, como explica Andioc [Gálvez, 2001: 26]. Por ello no se sabe si en su conjunto hubiesen sido, o no, bien aceptadas por el público del momento. No obstante, vistas con las perspectiva del historiador actual de la literatura, no puede negarse que ofrecen un nivel de calidad, situadas en el contexto en el que se compusieron, absolutamente resaltable.








ArribaAbajo3.Vicente García de la Huerta


3.1. Producción dramática

Vicente García de la Huerta se ha visto convertido en uno de los dramaturgos más reputados de todo el siglo español de la Ilustración. Su producción literaria abarca textos encuadrables en diversos géneros. Compuso escritos en prosa, obras de erudición, poemas y piezas de teatro, difundidas a través de la transmisión oral, el manuscrito y el impreso, medios todos en vigor en esa época [Cañas, 2001]. El conjunto resulta relativamente amplio, aunque no alcance la magnitud de la producción de otros autores del siglo XVIII. Tal vez las azarosas circunstancias que rodearon su vida expliquen esta circunstancia, le restaran el sosiego preciso para redactar un corpus de textos de mayores dimensiones.

Tres tragedias y una comedia pastoril forman la totalidad de la obra dramática conservada de García de la Huerta. En las tres primeras podemos detectar tres de las posibilidades que ofrece el género en la España del siglo XVIII: la versión de piezas francesas, en La Fe triunfante del amor y cetro o Xayra; textos que incluyen asuntos tomados de la antigüedad clásica, en Agamenón vengado; y composiciones que utilizan como fuente de inspiración la historia española, en Raquel.

La comedia pastoril Lisi desdeñosa,aún inédita, conservada en manuscrito, fue descubierta por Juan Antonio Ríos Carratalá. Ofrece la peculiaridad de coincidir en más de ochocientos versos con la obra poética de carácter amoroso compuesta por nuestro autor. Ríos [1987: 174-178] ha señalado que esta pieza pudo haber sido escrita entre 1780 y 1785, debido a esa coincidencia que acabamos de apuntar con poemas publicados entre 1779 y 1786.

Lisi desdeñosa nos presenta los idealizados amores pastoriles de Fabio y Lisi, y de Anfriso -que ha de competir en su empeño con Lauso- y Belisa, felizmente resueltos tras las vicisitudes tópicas de este tipo de obras. Junto a la acción principal, Huerta desarrolla una trama paralela por la que discurren los amores de otros pastores, presentados con rasgos cómicos, que, como ha señalado Ríos, facilita y aligera la pesada idealización de la poesía pastoril al uso. Esta exposición paralela de las acciones constituye, tal vez, el mayor acierto de esta obra, debido al uso simultáneo en ellas del recurso del contraste. Sin embargo, nuestro autor no consigue una comedia con unas señas de identidad propias que nos permitan considerar que posee una calidad similar a la que tiene el resto de su producción literaria. A algunos fallos destacados hay que añadir la trasposición a la pieza de gran parte de sus versos líricos, publicados como poemas sueltos en las dos primeras ediciones de sus obras poéticas, con lo que esto supone de anulación de la espontaneidad en algunas escenas. García de la Huerta, probablemente, tuvo conciencia de estar escribiendo un texto menor, conciencia acentuada por el éxito y el prestigio conseguidos por su tragedia Raquel. Sólo puede servirnos esta comedia para conocer los gustos teatrales de la época y como aportación de su autor en un momento en que el género poético pastoril se encontraba reavivado [Cañas y Lama, 1986: 16].




3.2. Las tragedias

Las tragedias forman la parte más importante de la producción dramática de Huerta. Raquel fue publicada por vez primera en el tomo I de las Obras poéticas de 1778, y Agamenón vengado en el tomo II de esa misma colección en 1779. La Fe triunfante del amor y cetro apareció suelta, precedida de un prólogo de su autor, en Madrid, el año 1784. Las tres juntas fueron incluidas en Obras poéticas de Don Vicente García de la Huerta. Segunda edición, tomo I. Tragedias. Suplemento al Theatro Hespañol (Madrid, Pantaleón Aznar, 1786).

La Fe triunfante del amor y cetro, o Xayra es simplemente mencionada por la crítica como la traducción de Zaire de Voltaire, pero Huerta, como él mismo apunta en el prólogo a su edición, reelabora una traducción anterior publicada anónima en Barcelona y reimpresa en esa misma ciudad en 1782. Su objetivo es servir de punto de referencia a los traductores españoles, mostrarles, con su ejemplo, cómo debían realizar correctamente su trabajo, juzgado deficiente por el escritor. Ni el público ni la crítica dispensaron una destacada atención a esta obra, que no fue representada hasta 1804, tras lo cual no vuelve a montarse hasta 1806, y aquí sólo en cuatro ocasiones.

No contamos con datos sobre Agamenón vengado que permitan afirmar que fue escenificado en alguna ocasión. Esta obra es una reelaboración de la versión realizada en España en el siglo XVI de la Electra de Sófocles por Fernán Pérez de Oliva, con el título de La venganza de Agamenón. Huerta conoció el original de Pérez de Oliva incluido por José López Sedano en el tomo seis de su Parnaso Español. Colección de poesías escogidas de los más célebres poetas castellanos (Madrid, Sancha, 1772). La obra nos refiere la muerte de Egisto a manos de Orestes, deseoso de vengar el asesinato de su padre, Agamenón, ejecutado por aquél y Clitemnestra, su madre. García de la Huerta introduce en su versión una serie de modificaciones. Además de poner en verso el argumento de Pérez de Oliva, transforma el coro en un personaje individual, Fedra, la confidente de Electra, cambia la caracterización de Orestes, convirtiéndolo en un héroe de comedia; modifica igualmente el final de la tragedia, dándole un tono moralizador ausente en las obras que le sirven de base (el propio Egisto reconoce la justicia de su castigo). Con ello pretende conferir una mayor verosimilitud a la pieza y un carácter didáctico a ella muy en consonancia con los gustos literarios propios del siglo XVIII español.

La obra principal y más conocida de García de la Huerta, dentro de sus textos trágicos, es Raquel, habitualmente juzgada como la más importante tragedia neoclásica española, obra cumbre del género en la época de la Ilustración.




3.3. Raquel

En el año 1778 se sitúa el estreno en Madrid de Raquel. Su composición puede ser anterior, quizá se efectuó en torno a 1772, año de su representación en Orán (tuvo lugar el 22 de enero), aunque pudo iniciarse, según explicó Andioc en su momento [García de la Huerta, 1993: 20-22], alrededor de 1766 y durar varios años. Es la primera de las tragedias salidas de la pluma de Vicente García de la Huerta. Aparece en el momento de consolidación de la tragedia neoclásica española como género. Es una de las obras que contribuye decisivamente a la propia consolidación.

En la capital de España, Raquel obtuvo un éxito absoluto, se escenificó en el Teatro del Príncipe ininterrumpidamente durante cinco días y, en plena afluencia de público fue retirada de cartel con el pretexto de la llegada a la corte de otra compañía, siendo sustituida por una comedia de Matos Fragoso, Ver y creer, que, según René Andioc, no figura entre las más celebradas de la época. Fue un texto de gran aceptación, como lo prueba el hecho de que poco antes de imprimirse ya circulasen más de dos mil copias manuscritas de ella, y el que, posteriormente, en 1782, fuese representada por aficionados en cinco casas distintas en la noche de Carnaval.

Durante un tiempo se llegó a negar que fuese realmente una pieza neoclásica. Algunos críticos, llevados por los prejuicios antidieciochescos que fueron en su momento sembrados por Marcelino Menéndez Pelayo, y, casi, asombrados por su calidad, se dedicaron más a buscar concomitancias con el teatro barroco español que a analizar los rasgos que entroncaban la pieza con los nuevos géneros de la Ilustración. Hoy en día, gracias a las más recientes aportaciones de la crítica, las corrientes han tornado a su cauce correcto. Tenemos constatado que nos hallamos ante una auténtica tragedia neoclásica, una, insistimos, de las mejor compuestas incluso, si no la mejor. Una obra que respeta la preceptiva, aunque, como es habitual en la producción literaria de Vicente García de la Huerta, también ha sabido no renegar, sino aprovecharlas, de las mejores aportaciones de la tradición dramática española. Una pieza que respeta el principio de renovar desde la tradición [Cañas, 2000].

La pieza relata la historia de los amores del rey Alfonso VIII con una judía de Toledo, Raquel, famosa por su hermosura y por su ambición de poder, que provocan el desorden político y, consiguientemente, el disgusto y malestar de todos por la pérdida de autoridad del monarca. Asistimos a la sublevación popular ante el catastrófico estado en que se ve sumido el reino. Los nobles y el pueblo se unen en contra de Raquel y en defensa de su soberano. El final se resuelve con la muerte de la hermosa judía a manos de su consejero Rubén durante la ausencia del rey, consejero que es ajusticiado por el monarca cuando se produce su regreso a la corte.

Se escenifica en Raquel una historia que había tenido ya amplio tratamiento en el teatro español precedente. Desde Lope de Vega, iniciador de la tradición dramática, como en tantas otras ocasiones, en su obra Las Paces de los Reyes y Judía de Toledo, de 1617, estudiada por mí en otra ocasión [Cañas, 1989]. El asunto fue retomado por Antonio Mira de Amescua en su obra La desgraciada Raquel, de 1625; por Juan Bautista Diamante en La Judía de Toledo, publicada en 1667 (según algunos críticos, esta obra no es sino la pieza de Mira de Amescua, cambiada de título, que sufre unas correcciones debidas a la censura y que fue indebidamente atribuida en la impresión a un autor incorrecto, el mencionado Juan Bautista Diamante [Martín Largo, 2000: 165-168]); por Pedro Francisco Lanini Sagredo en El rey don Alfonso el Bueno, de 1675, y en La batalla de las Navas y rey don Alfonso el Bueno, de 1701. Incluso escritores posteriores a García de la Huerta, continuaron abordando la misma historia en piezas como La Judía de Toledo o Alfonso VIII, de Eusebio Asquerino (1842); Raquel, o los amores de Alfonso VIII rey de Castilla, de Pedro Pardo de la Casta (1859); Raquel, de Ángel Lasso de la Vega y Argüelles (1891); Raquel, de Mariano Capdebón (1891, ed.).

En todas estas obras se relata la misma historia legendaria, la de los amores del rey castellano Alfonso Octavo, casado con Leonor de Inglaterra, -también personaje de algunas de las piezas que escenifican el asunto (es el caso de Las Paces de los Reyes y Judía de Toledo, de Lope)-, con una hermosa judía de Toledo llamada Raquel, historia a la que antes hemos aludido, y que es recogida por vez primera en la Estoria de España, o Primera Crónica General, de Alfonso X el Sabio, si bien el protagonista femenino, la judía, es llamada allí Fermosa. A Lope se debe el bautizo del personaje literario con el nombre de Raquel, respetado en todas las versiones posteriores.

Vicente García de la Huerta toma en particular consideración el texto atribuido a Juan Bautista Diamante, muy representado en la última parte del siglo XVII y durante todo el XVIII, especialmente en su primera mitad, y el poema de Luis Ulloa de Pereira titulado Raquel, para componer su propia creación [García de la Huerta, 1993: 18-20; Ríos, 1987: 79-90]. En ella modifica la versión de la leyenda con respecto a sus modelos. Convierte en el centro de la obra a Raquel, a quien otorga mayor fuerza trágica, y diseña el resto de los personajes en función de la defensa de una ideología dominada por una concepción de la monarquía de tipo aristocrático y antiabsolutista. Otorga, según ha explicado Andioc [1976: 259-344], un carácter político a su tragedia, al ponerla en relación con los sucesos acaecidos en marzo de 1766, con el motín de Esquilache, pues establece una gran correspondencia entre las ideas políticas en la obra y las reivindicaciones de los sediciosos del 66.

Raquel, como tragedia neoclásica que es, pretende transmitir una ideología, una determinada visión de la realidad al espectador. Su texto es utilizado por García de la Huerta como medio de hacer reflexionar al espectador sobre la monarquía que sería apta para su época. Y lo hace, acudiendo al recurso de la perspectiva múltiple y al del paralelismo, presentando varias posibilidades, varias concepciones defendibles, a través de diferentes personajes. Ofrece, a través de Garcerán, una concepción arcaica de la monarquía, entroncada con la propia del barroco y, en concreto, con la que aparece en el teatro barroco, en la comedia nueva específicamente, que tenía como pilares básicos la defensa del origen divino del poder real y de la potestad del rey para ejercer dicho poder a su antojo, sin que exista posibilidad de enmienda, ni siquiera de críticas negativas, por parte de sus súbditos. Expone, a través de Hernán García, una concepción de la monarquía más acorde con los tiempos del autor, una defensa del despotismo ilustrado moderado, según el cual el rey debe gobernar junto a los nobles, y los nobles deben intervenir, guardando siempre el honor del rey y el decoro regios, para rectificar los errores y actos equivocados del monarca. Presenta, a través del personaje de Álvar Fáñez, una concepción de la monarquía propia del siglo XVIII, pero más radical que la propugnada por Hernando, una concepción que defiende la intervención de la nobleza para rectificar al rey incluso en momentos en que el decoro regio puede padecer. Al lado de todo quedaría la instrumentalización de la monarquía que hace Raquel, y Rubén a través de ella, para conseguir el poder absoluto y ejercerlo a su antojo en beneficio propio y de sus amigos y aliados. En todos los casos se destaca el papel, y se debate sobre el papel, que deben cumplir los nobles en el gobierno del país. Un papel que debe ser siempre activo, pues se resalta la importante misión que han de desempeñar y de la que no deben nunca hacer dejación, so pena de que sus funciones hayan de ser asumidas por otros.

Todo forma el contenido ideológico de la tragedia. Pero no su significado. El significado es mucho más concreto. Supone la defensa de una tesis. La aceptación de una de las visiones de la monarquía que se incluyen en la obra como la única válida y adecuada para los tiempos en que vive el autor. Precisamente aquella que representa Hernán García, el despotismo ilustrado moderado, respetuoso con el decoro regio y el honor del rey. Tal es la tesis de Raquel, el mensaje que se desea transmitir al espectador.

Junto a ello, se sitúa una enseñanza moral, una moraleja, que se explicita en los últimos instantes de la obra. Hace referencia, como era habitual en el teatro neoclásico, y no sólo en él, a los comportamientos de los personajes a lo largo del argumento. Para hacerla más efectiva se hace uso del recurso de la justicia poética. Y se declara públicamente la enseñanza. Poniéndola en boca de personajes como Rubén [Jornada II, vv. 241-248] o García [Jornada III, vv. 783-785].

La existencia de tales contenidos, de tales enseñanzas y, sobre todo, de tal tipo de mensaje, de tesis, en la tragedia no supone el rechazo de las explicaciones, a las que antes nos referimos, de Andioc sobre la relación de la composición de Raquel con el motín de Esquilache que tuvo lugar en los años del reinado de Carlos III [Andioc, 1976: 259-344; Deacon, 1976]. La obra pudo estar originada en tales acontecimientos históricos, y pudo apoyar las razones de los sublevados. Pero un escritor neoclásico no iba a conformarse con plantear simplemente algo puramente coyuntural. Aprovecha su creación para hacer un planteamiento ideológico general a través del cual pueda presentar una tesis. Es lo que acontece con Raquel y su defensa de una visión particular y específica de la monarquía, o, más concretamente, de la monarquía que podría juzgarse adecuada para la época. Se cumple así uno de los postulados de la tragedia neoclásica española, aprovechar los textos para plantear problemas de actualidad y ofrecer soluciones al auditorio.

Por lo demás, la composición que encontramos en Raquel, la construcción de la misma que ha realizado su creador, -y pese a opiniones previas, antes recordadas, que la juzgaban comedia barroca o comedia heroica-, la confirman como una pieza perfectamente neoclásica [Cañas, 2000]. Los principios básicos defendidos en las poéticas y preceptivas neoclásicas son escrupulosamente respetados. Así, la norma de la unidades, lugar, tiempo y acción. Así, la búsqueda de la verosimilitud, que haga creíble el argumento y facilite la transmisión de una enseñanza. Así, el número de personajes, que son seis más tres colectivos (castellanos, guardia del rey, judíos y judías). Así, los debates internos que algunos personajes han de sufrir, como el conflicto entre razón y sentimiento padecido por Alfonso Octavo. Así, el planteamiento, -bajo el cobijo de una ambientación histórica, de unos hechos situados en épocas pasadas de la humanidad-, de problemas de actualidad, de preocupaciones que los hombres de la época podían sentir, de asuntos que les podían interesar e incluso inquietar. Así, -y no quiero ser exhaustivo sino destacar algunos rasgos especialmente notables-, la inclusión de una tesis desde la cual se escribe la pieza, -siguiendo un proceso que va de la definición a lo definido-, y una moraleja, una enseñanza ejemplar explicitada en el texto.

En Raquel, no obstante, se mantienen determinados usos y rasgos barrocos, propios del teatro del siglo anterior, del siglo XVII. No la inclusión del tema del honor, que aparece, pero con caracteres distintos a los propios de la comedia nueva (es ahora entendido como un atributo más íntimo, espiritual, de la persona, -desligado más bien de esas connotaciones sociales, de esa faceta de reconocimiento externo, social, propios del drama áureo español-, aunque repercute sobre la sociedad, pues ésta lo refleja y solidariamente lo comparte). Sí la distribución del argumento en tres actos, innovación aportada por el Barroco y que se va a respetar en el Neoclasicismo con una gran frecuencia. Sí el propio nombre que se proporciona a tales actos, llamados jornadas, como en el teatro del siglo anterior. Sí determinados registros lingüísticos, llenos de imágenes recargadas, usados para caracterizar a ciertos personajes, presentados como propios de momentos anteriores de la historia, como acontece con Garcerán.

Todo ello, lejos de ser contradictorio (la mezcla de Barroco e Ilustración), no hace sino confirmar la forma habitual en que se produce la renovación y evolución de los géneros en la época de la Ilustración. Los géneros, como expliqué en otro lugar [Cañas, 1996], no surgen de la nada ni desaparecen en la nada. Aunque así parezca declararse, incluso, en manifiestos programáticos (pensemos en el Romanticismo con respecto al Neoclasicismo) o en preceptivas y poéticas específicas (pensemos en el Neoclasicismo con respecto al Barroco). Parten de unos principios compositivos determinados, que, como sucede con el neoclasicismo, pretende romper con la situación literaria, en nuestro caso con la dramaturgia, previa. Pero toman como base referentes literarios anteriores. Para modificarlos. Pero, también, para utilizarlos como basamento esencial, como punto de partida. De ahí que puedan quedar restos de los mismos.

En el caso de Vicente García de la Huerta, la situación es todavía más compleja y clara a la vez. El escritor zafrense es defensor de una determinada forma de hacer la renovación [Cañas y Lama, 1986]. Él pretende ser ilustrado. Pretende respetar los principios de neoclasicismo literario. Pero sin renegar, por ello, de la tradición española. No es rupturista. Es reformador. Pretende innovar, reformar. Pero partiendo de la tradición, tomándola como base, como punto de partida, como obligado referente.

Usos literarios, ideología personal de su autor nos explican, de tal modo, la creación de Raquel, su composición y configuración como tragedia.








ArribaBibliografía Selecta


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