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Presencia y latencia de Ortega

Antonio Rodríguez Huéscar





La reciente celebración del centenario del nacimiento de Ortega ha traído su figura al primer plano de la atención pública. Este hecho, evidentemente externo, puede tener, sin embargo, un valor de síntoma, si atendemos a una justa estimación de las actitudes adoptadas ante nuestro máximo pensador. Y, si se juzga por la extensión de los homenajes, puede quizá decirse ya, sin más, y hablando en términos generales, que es un hecho de aspecto promisor, Pero, mirando las cosas más de cerca, pueden advertirse también, bajo esta capa de publicidad invasora, posibles peligros, y hasta actitudes que sugieren una impresión menos halagüeña. No hay en ello nada de sorprendente: el peligro, el riesgo, lo mismo que la promesa, son constituyentes esenciales de la vida humana, y están presentes, por tanto, en toda situación vital. «La sustancia de la vida es peligro» -dice el propio Ortega-, y califica por eso de redundante y superfetatorio el famoso imperativo del vivere pericolosamente -ya lo hacemos, queramos o no-. Pero a la vez, y con la misma necesidad, la vida es también promesa: ambos son los ingredientes que posibilitan, y a la vez cualifican internamente, la futurición -otra definición orteguiana de la vida-. Riesgo y promesa se combinan y asumen en cada instante diversas especificaciones concretas, pero se resuelven siempre, en última instancia, en un riesgo de pérdida y en una promesa de ganancia, porque la vida es un juego serio que, en cada una de las decisiones que van tejiendo su curso, momento a momento, se pone en juego a sí misma -en cada decisión, pues, nos jugamos la vida -, y como ésta está hecha de posibilidades, lo que arriesgamos perder o nos prometemos ganar en este juego son siempre eso: posibilidades. De acuerdo con ello, nuestra actitud ante Ortega -como ante cualquier hecho que entre a formar parte de nuestra vida- se moverá dentro de este esquema bipolar del peligro y la promesa: el peligro de perder las posibilidades que Ortega encierra o la promesa de ganarlas para nuestro propio vivir. Pues bien, volviendo a nuestra observación inicial, al hecho externo de la atención pública a la figura de Ortega suscitada por el centenario, hay que decir que los efectos de la publicidad, especialmente con los medios de comunicación de que actualmente dispone, pueden engendrar -y de hecho engendran, con creciente y terrible eficacia- toda suerte de espejismos. (No olvidemos el recelo que a Ortega le inspiraban el exceso de publicidad y la «buena prensa»). Por eso, la cuestión sobre la que les propongo que reflexionemos juntos hoy aquí durante un rato -al hilo de mi propia reflexión- es ésta: ¿Hasta qué punto y en qué sentido o sentidos, y en qué nivel o niveles, goza Ortega efectivamente de esa amplia presencia sugerida por la extensión de las celebraciones conmemorativas?

Tal cuestión me parece, por lo menos, pertinente, porque creo que es ésta, quizá -o debería serlo-, la ocasión, es decir, la coyuntura histórica oportuna, para marcar nuevos rumbos en el conocimiento de Ortega, nuevas actitudes ante él y, en definitiva, para que se produzcan nuevos avances en su muy necesaria vigencia.

Esto significa, entre otras cosas y en primer lugar, que es la hora de ir estableciendo con pulcritud, no ya ciò che è vivo e ciò che è morto en su pensamiento -puesto que su proximidad histórica y el carácter anticipador del mismo no permiten que haya en él todavía nada muerto-, pero sí los grados y las modalidades de su efectiva presencia o actualidad, como condición previa -o en todo caso simultánea- para que aquellas actividades de conocimiento puedan producirse, sin incurrir en la fuente de error que Ortega consideraba más peligrosa: el error de perspectiva. Porque de esto se trata, ante todo: de establecer la perspectiva adecuada para la visión de esa gran realidad española y humana que es Ortega. Para lo cual, nada mejor que atenerse a las normas formuladas por él para esa óptica «perspectivista» de la que fue pleno instaurador y que constituye su máximo hallazgo filosófico, en esencial conexión con el descubrimiento de la vida. Según esa normativa, cuanto más se multipliquen los puntos de vista sobre él, tanto más se irá enriqueciendo su comprensión y vigencia. Sí, pero siempre que esas visiones múltiples cumplan con estas otras exigencias: a) Que la realidad vista sea la misma, aunque los aspectos de ella sean diferentes -como deben serlo- en cada visión; es decir, en nuestro caso, que se trate siempre de Ortega, del verdadero Ortega, y no de cualquier suplantación de él -fenómeno, por desgracia, demasiado frecuente-. b) No confundir o trastocar los planos de la perspectiva, sino ser fieles a su real ordenación y jerarquía, c) No mutilar la perspectiva por la supresión de algunos de estos planos. (Sería fácil poner ejemplos concretos de infracciones de estas normas con respecto a Ortega, pues abundan, incluso en la inmediatez del centenario mismo). Ello supone que puede haber muchas visiones de Ortega inadecuadas, dislocadas, deformantes, y, en suma, falsas o inauténticas, y hasta, in extremis, completos enmascaramientos. Las más toscas -y, por lo demás, las más laboriosas- de estas deformaciones y suplantaciones no es ya fácil que se produzcan hoy. Tuvieron su época. Fueron las de los «antípodas», según la certera denominación de Julián Marías, quien a su vez fue, no diré el único, pero sí el primero y, con mucho, el más esforzado «desfacedor» de tales entuertos. Pero siguen apareciendo aún diversas formas de ocultamiento o de visión aberrante de Ortega, algunas simples y elementales -y por ello más inocuas-, pero otras más sutiles y complejas, y tanto más insidiosas cuanto que pueden proceder, incluso, de intentos de buena fe de acercamiento a él (una buena fe, por supuesto, «distraída», como dijo el propio Ortega en cierta ocasión, refiriéndose a algunos «involuntarios» ignoradores de su pensamiento). (Sería un ejercicio aleccionador ensayar una cuidadosa filiación y clasificación de estas diversas actitudes de intención deliberada o indeliberadamente «anuladora» ante Ortega, porque ellas iluminarían ciertas secretas lacras y anomalías de la vida española causantes de muchos de nuestros males colectivos.) Creo, pues, que conviene ir precisando sine ira et studio, sin apasionamiento, pero con amor intelectual, las necesarias distinciones entre las formas, ciertamente abigarradas, de auténtica y de falsa presencia -y, correlativamente, también de auténtica y de falsa latencia- de Ortega, sobre todo dada la creciente proliferación de comentarios, citas, artículos, más o menos irresponsables, y hasta largos ensayos y libros enteros sobre él, si no irresponsables, sí inertemente expositivos o repetitivos, cuando no torpemente polémicos; y dada también la escasez de verdaderos estudios en profundidad o de desarrollos solventes de su pensamiento. No se trata de echar de menos estudios u obras geniales -lo que no tendría sentido-, ni de dejar tampoco de reconocer el valor positivo de muchos trabajos, más o menos modestos pero bien orientados. Se trata sólo -no más, pero no menos- de que, cualquiera que sea el formato, el enfoque o la envergadura del trabajo realizado, éste se construya sobre una visión real de Ortega, y no sobre cualquier género de falsificación del mismo. O, dicho de modo más amplio: se trata de exigir, como requisito mínimo para la aceptabilidad de cualquier intento de acercamiento a Ortega, algo tan sencillo -pero, por lo visto, para algunos tan difícil- como es una actitud de respeto intelectual hacia él y hacia su obra. Lo cual implica sin duda, por ser el suyo un pensamiento esencialmente filosófico, una voluntad de crítica cuanto más radical mejor, pero a la vez, y para que ésta sea posible, un conocimiento efectivo, una comprensión suficiente, del pensamiento criticado.

Esta tarea que propongo es larga, compleja, delicada, nada fácil y propia para ser llevada a cabo no por una sola persona, ni en un solo esfuerzo, sino por todo el que se interese de verdad por la obra de Ortega y en un movimiento prolongado a lo largo de todo su trato con ella. Yo aquí voy a limitarme a ofrecer unas líneas muy generales de posible orientación, y aun casi, casi, sólo de llamada de atención en este sentido, según mi leal saber y entender, y a invitar a ustedes a una reflexión personal sobre el mismo asunto.

En las Meditaciones del Quijote de Ortega hay precisamente, entre otras muchas ideas seminales de excepcional riqueza intuitiva y potencial fecundidad -como suelen serlo la mayoría de las de su autor-, una teoría de la presencia y de la latencia -conceptos traducibles en los de «superficie» y «profundidad»-, que atraviesa en ágil vuelo todo el proceso del pensamiento orteguiano hasta rizar el rizo -uso esta metáfora aviatoria que a él le gustaba- en El hombre y la gente. Pues bien, esta doctrina quisiera yo aplicarla hoy a esa ingente realidad española que es el propio Ortega. Según esto, el título de esta conferencia podría haber sido también «Ortega en escorzo» o «Escorzo de Ortega»; porque, en efecto, si, como he dicho, presencia y latencia equivalen en la mencionada teoría a superficie y profundidad, la noción de «escorzo» funciona en ella como la síntesis de ambos conceptos, pudiéndose definir como la profundidad dada u ofrecida en la superficie, o, lo que es igual, la latencia como fondo o trasfondo de toda presencia, esto es, como el término -plural y en principio indefinido- a que toda presencia nos remite. Ahora bien, ésta es nada menos que la primera ley estructural de toda realidad, empezando por la radical, que es la vida humana, y siguiendo por cualquiera de las radicadas en ella: mundo o parte de él, cosas, personas, obras. Es también requisito y expresión esencial de toda perspectiva. Por eso pudo decir Ortega en ese mismo lugar: «¿Cuándo nos abriremos a la convicción de que el ser definitivo del mundo no es materia ni es alma, ni es cosa alguna determinada, sino una perspectiva?». Y líneas después: «Hemos de buscar a nuestra circunstancia, tal y como ella es, precisamente en lo que tiene de limitación, de peculiaridad, el lugar acertado en la inmensa perspectiva del mundo» (Meditaciones, página 42)1. «En suma: la reabsorción de la circunstancia es el destino concreto del hombre». «Mi salida natural hacia el Universo se abre por los puertos del Guadarrama o el campo de Ontígola. Este sector de realidad forma la otra mitad de mi persona: sólo al través de él puedo integrarme y ser plenamente yo mismo» (Op. cit., 43)... Porque: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo» (Ibid., 43-44).

Si hacemos una primera traslación de este texto capital -y ya tan difundido como generalmente mal entendido- a nuestra situación con respecto a Ortega, habríamos de decir, en paráfrasis: «Nuestra salida natural hacia el Universo intelectual se abre por el pensamiento de Ortega»... etc. Ortega es, pues, nuestra más próxima, y máxima, circunstancia -nuestro Guadarrama o nuestro Ontígola- intelectual. Y el «destino concreto» de todo intelectual español, por lo menos de todo intelectual vocado a la filosofía, es entonces sin duda, muy primordialmente, la reabsorción de Ortega. Claro está que se puede ser infiel a ese destino -aquí incide otra vez lo del riesgo y la promesa-, pero esta suerte de infidelidad no se comete impunemente; reobra siempre sobre quien la comete con la más grave de las sanciones, la de esterilidad por autofalsificación.

Para hacer intuitiva esa idea de la superficie y la profundidad -o de la presencia y la latencia-, Ortega nos describe, en páginas antológicas, la realidad que ante sí mismo tiene mientras medita: el bosque en los aledaños de El Escorial. De esas páginas ha dicho Marías que representan «una innovación metódica esencial» y que son «la primera muestra de lo que va a ser el núcleo mismo de la filosofía de Ortega: el método de la razón vital» (Ibid., Comentario, pág. 285). Yo mismo las he comentado también ampliamente en mi libro Perspectiva y verdad, de donde extraigo el siguiente párrafo: «Comienza [Ortega] con una aplicación de la doctrina expuesta en la Introducción a una realidad concreta: el bosque o, mejor dicho, este bosque de El Escorial donde ahora se encuentra meditando. Pero de este bosque pasa pronto a describir la esencia o consistencia del bosque, de tal modo que a primera vista parecería tratarse de una descripción fenomenológica. Mas pronto se ve que no es así, que aquí ha superado ya Ortega el punto de vista de la fenomenología y que lo que está realizando es ya una aplicación de su "método de Jericó" [todavía informulado] estrechamente ligado al "perspectivismo". Más aún, apoyándose en la "descripción" del bosque, lo que Ortega hace es una "teoría de la profundidad" y, bajo la especie de ésta, una teoría de la realidad misma»... etcétera2.

Ortega parte, en efecto, de una comprobación in situ de la verdad del adagio alemán: «Los árboles no dejan ver el bosque». Estos pocos árboles que veo en torno mío no son el bosque: éste «se compone precisamente de los árboles que no veo», pero que iría viendo, poco a poco, si me fuese desplazando dentro de él: «Se irá el bosque descomponiendo, desgranando en una serie de trozos sucesivamente visibles. Pero nunca lo hallaré allí donde me encuentre» (Meditaciones, 70). Lo que llamamos el bosque es, pues, «una suma de posibles actos nuestros». Lo que de él nos es inmediatamente presente «es sólo pretexto para que lo demás se halle oculto y distante» (Ibid., 71)... «El bosque es lo latente en cuanto tal» (Ibid., 72). «Ahora bien, esto mismo sucede con toda realidad». De este modo tan simple Ortega ha formulado ya nada menos que una ley básica de lo real: «toda realidad se da en forma de presencia y latencia, de superficie y profundidad» (Perspectiva y verdad, 75). Dos dimensiones o, si se quiere, dos vertientes de toda realidad que se requieren, que se necesitan mutuamente. No hay profundidad (o latencia) si no es encubierta y «aludida» por una superficie (o presencia). Y viceversa: no hay superficie si no es encubriendo y a la vez aludiendo, o remitiendo, a una profundidad. Ahora bien, la dimensión de profundidad o latencia tiene también una cierta presencia: una presencia «com-plicada» por la inmediata o presencia primo sensu, o, como la llamará Ortega en El hombre y la gente -con un término husserliano pero con acento propio-, una com-presencia. Pero esa paradójica presencia de lo latente es una presencia potencial, tiene una «actualidad» que es, en rigor, como hemos visto, una «futuridad» -una «suma de posibles actos nuestros»-: tiene, pues, la «actualidad de lo posible» -que es, como se sabe, la definición aristotélica del movimiento, si bien aquí tiene un sentido casi opuesto al de Aristóteles-. Es decir, que esa esencial dimensión de la realidad que es la latencia hace de toda realidad algo dinámico, esencialmente proyectivo, referido al futuro. O, de otro modo: que toda auténtica realidad está dada como una tensión hacia el futuro, «que le es conferida por la radical condición temporal de la vida, en la que la realidad del mundo», y la de toda cosa, «va inmersa como parte y función suya» (Perspectiva y verdad, 76). Pero no puedo seguir exponiendo esta doctrina, fundamental en el pensamiento de Ortega, de la que estoy seleccionando los puntos más estrictamente indispensables para que se entienda por qué propongo aplicarla a la realidad que es el propio Ortega. Diré sólo que, ya en las Meditaciones, la teoría de la presencia y la latencia se prolonga en la de la verdad, entendida como actividad desveladora o des-cubridora, es decir, como a-létheia, anticipándose mucho a Heidegger, y relacionándola con la noción de apocalipsis o revelación, por una parte; pero también, por otra, entendiéndola ya en el sentido más originalmente orteguiano, que es el de ver en ese des-cubrimiento un quitar la costra de opiniones o de interpretaciones que encubren la realidad, idea con la que Ortega cree «repristinar el sentido de la palabra alétheia en su momento originario mismo, es decir, en Parménides, para quien también eran las doxai, las "opiniones de los mortales"» -nosotros diríamos los «tópicos»-, «el velo encubridor» (Perspectiva y verdad, 78). Son, pues, estas dos parejas de conceptos, presencia y latencia, superficie y profundidad, las que conducen a Ortega, por un proceso de perfecta coherencia lógica, a la utilización, tan personal en él, de la idea de alétheia, idea que, en textos posteriores, aparece como manifestación -que es la función esencial del lógos- (¿Qué es filosofía?, 1929), y acentúa este carácter de traer algo de la profundidad a la superficie, de la latencia a la patencia, subrayando (en otro lugar: Idea del teatro, 1946) que «latente» es de la misma raíz que alétheia y proponiendo, como la traducción más literal de esta palabra griega, el verbo «des-latentizar». La noción de presencia, por otra parte, es tan absolutamente fundamental en el pensamiento de Ortega que la identificará (¿Qué es filosofía?) nada menos que con la «primera categoría» de la vida, y con la evidencia primaria, por donde vuelve a conectar con la verdad. Las conexiones entre verdad y vida son en Ortega, como es sabido, múltiples, y se fundan todas ellas en un carácter metafísico de la vida misma, que hace de la verdad una exigencia radical de la libertad: la necesidad absoluta de hacer, y por tanto de decidir, nuestra propia vida, esto es, la libertad forzosa en que la vida consiste, exige, con pareja necesidad, un «saber a qué atenerse sobre ella», exigencia que funda todas sus estructuras veritativas.

Valga este mínimo internamiento en el pensamiento de Ortega, por lo menos; como muestra, o ejemplo sobre la marcha, del tipo de operación que postulo, entre otras posibles, para «deslatentizar» a Ortega, y a la vez, como comprobación -por leve y breve que ésta sea- del carácter estrictamente sistemático de este pensamiento, es decir, de cómo, partiendo de cualquier concepto del mismo, nos vemos conducidos paso a paso, en conexiones sucesivas e ininterrumpidas, a otros conceptos complicados con el primero, hasta llegar, si no nos detenemos voluntariamente, a los que podemos considerar fundamentos de su filosofía.

Según lo que hemos visto hasta ahora, «deslatentizar» a Ortega equivaldría, pues, a poner de manifiesto, a expresar (función del lógos) lo que en él hay de implícito o tácito, a veri-ficarlo, a traer al primer plano de la presencia inmediata lo mucho que todavía hay en él de recóndito, a descifrarlo; pero también a eliminar, a romper la costra de tópicos que ya empieza a depositarse sobre él como una formación calcárea, y a penetrar, con auténtico ánimo exploratorio, en ese tupido bosque de ideas vivas que constituye el conjunto de su pensamiento tratando de atender a todas sus posibilidades o «senderos» -sus Holzwege-, y a hacerlo según su propio método «del hilo» o de las «series dialécticas», es decir, en «vistas» sucesivas pero articuladas, dejándonos guiar por la «cosa» misma, que en este caso resulta ser... eso: una selva de ideas, pero de ideas vivientes. La imagen del bosque que el propio Ortega nos depara, nos conviene, pues, para caracterizar su pensamiento a efectos de nuestro propósito actual. Él utilizó repetidamente metáforas silvanas o forestales para facilitar la intelección de diversas realidades, empezando ya, como dije, por la vida misma, a la que llama a veces con expresión dantesca «esa selva selvaggia», la más intrincada y complicada de todas, puesto que es, como decía el Cusano del universo, complicatio omnium -por lo que no es extraño que la situación originaria del hombre en la vida sea la de «encontrarse perdido»-; y también el mundo es selva, esencial «extranjería» y lugar de perdimiento -los cristianos preferían decir «de perdición»-; y la cultura lo es igualmente cuando prolifera y se «tropicaliza», y nos extraviamos o perdemos también en ella. Incluso aplica la imagen a ciertos libros, por ejemplo al Quijote, al que en las Meditaciones llama «esa selva ideal», y también, por cierto, «libro-escorzo por excelencia», es decir, libro provisto de máxima profundidad -el escorzo es el órgano de la profundidad-, en la cual es menester «adentrarse» para entenderlo, pues eso es lo que significa etimológicamente «entender»: intelligere, intus-legere, «leer por dentro» o leer «adentrándose». «Del mismo modo que hay un ver que es un mirar -un ver interpretativo-, hay un leer que es un intelligere, o "leer lo de dentro", un leer pensativo» (Meditaciones, 89) -escribe-. Con ello nos da Ortega una clave hermenéutica para su propia lectura, porque ésta es la clase de selva o bosque que él representa para nosotros: una «selva ideal», un intrincado bosque -como corresponde a una teoría que pretende ser trasunto conceptual de la vida misma- de ideas, de intuiciones, de vivencias. Y sucede que, cuando entramos en él, solemos encontrarnos, por lo pronto, en un ameno y deleitoso «claro», como el que él describe en el lugar de su meditación escurialense. Ortega nos facilita así la introducción a sí mismo ofreciéndonos un atractivo viático de inmediata «claridad»: grata situación suscitada por la virtud como mágica de su palabra para mostrarnos -repito que «por lo pronto», o «de entrada», como se dice ahora- la «superficie» destellante de las cosas, la irisada visión «impresionista» de sus «carnaciones» o «encarnaciones». Pero lo hace así, no para que nos quedemos en ella sesteando en perezosa contemplación fruitiva, sino porque es desde ella desde donde podemos más eficazmente, más «naturalmente», proyectarnos hacia su profundidad: la «carne» de las cosas, dada por las «impresiones» sensibles, es sólo su primer plano, su superficie, que nos invita a sumergirnos, pensándolas, en su profundidad -porque si el «órgano de las superficies» es la sensoriedad, «el órgano de la profundidad» es el concepto (por eso no hay escorzo sin concepto, ni, por tanto, visión pura y absolutamente superficial)-. Pero, en cuanto intentamos avanzar en ese bosque, adentrarnos en él, en sucesivos actos exploratorios que marquen el despliegue de sus posibilidades, muy bien podemos sentimos también perdidos ante la riqueza de ellas que ese bosque ideal encierra en su seno. Ortega lo sabía muy bien, y por eso empleaba constantemente sus poderosas artes de seducción para no espantar al lector o al oyente. Pero en esos espléndidos valores literarios de su estilo no todo es lírico artifìcio para seducir hacia la más estricta y «profunda» filosofía a lectores in partibus infidelium: hay también en ellos una esencial cualidad o condición de su pensamiento de índole internamente veritativa: la metáfora no es sólo «la célula estética», como la llama alguna vez, sino también riguroso y, para ciertas verdades o aspectos de la realidad, insustituible instrumento de conocimiento. Ortega logra así incorporar en su personalísimo estilo o «modo de pensar» -y éste es uno de los rasgos más destacados de su originalidad filosófica- la más feliz integración de la refulgente «superficialidad» -o claridad- mediterránea con la más austera «profundidad» germánica. Alcanza una síntesis armónica de ambos tipos de visión como nunca se había producido en Europa. En este sentido, puede decirse sin hipérbole que aporta al pensamiento filosófico occidental una absoluta primicia. Y lo logra por la decisión de mantenerse «insobornablemente» fiel al doble imperativo de plenitud y de libertad que presidió toda su vida, y que a veces aflora a su palabra o a su pluma en fórmulas tajantes. Por ejemplo: «La vida cobra sentido cuando se hace de ella una aspiración a no renunciar a nada». O esta otra de las Meditaciones alusiva al hecho que ahora comento: «No me obliguéis a ser sólo español, si español sólo significa para vosotros hombre de la costa reverberante. No metáis en mis entrañas guerras civiles; no azucéis al ibero que va en mí con sus ásperas, hirsutas pasiones contra el blondo germano meditativo y sentimental que alienta en la zona crepuscular de mi alma. Yo aspiro a poner paz entre mis hombres interiores y los empujo hacia una colaboración» (Meditaciones, 121-122). Busca, pues, y encuentra, un equilibrio dentro de sí entre las dos «gravitaciones» -como las llamará en Kant. Reflexiones de centenario (1924)-: la del «alma meridional o mediterránea» y la del «alma germánica», o, también, entre la del «alma antigua» y la del «alma moderna». Y el fruto de todo ello, repito, es una filosofía de nuevo gálibo, una versión inédita de la filosofía que sólo un hombre de las cualidades y de la oriundez de Ortega hubiera podido encarnar. Y todo esto, es decir, no sólo que la filosofía de Ortega represente una nueva tesis u opción metafísica de las que marcan un giro esencial del pensamiento, sino también que ofrezca una versión original, nueva, de la filosofía misma, en su doble e inseparable condición de «teoría» y de «modo de vida», un nuevo paradigma, por tanto, qué agregar a los grandes modelos que se han ido sucediendo desde Grecia, todo eso -lo adelanto desde ahora- es todavía, para la conciencia filosófica europea y americana -incluyendo en la primera también la española, por supuesto, salvo en sus reductos discipulares- casi pura latencia de Ortega. De ello sólo hay todavía en esas áreas culturales meros vislumbres o entrevisiones.

Hasta ahora vengo aplicando la imagen del bosque al pensamiento de Ortega, aprovechando que nos la brinda el propio Ortega para introducirnos en su teoría de la presencia y la latencia, y, a través de ella, en su teoría de la realidad. Es sabido que se han usado otras, más o menos felices, para caracterizar sus escritos. Por ejemplo, Marías ha difundido la de los icebergs: una pequeña parte visible o presente de su pensamiento y una enorme mole sumergida o latente; otros -por ejemplo, Granell y yo mismo-, la de una rica mina o filón, apenas empezado a explotar; Ferrater propuso hace unos años la de «una enorme cordillera de pensamientos», que nos acompaña a lo largo de nuestro viaje intelectual, sin que a veces lo advirtamos; yo también he propuesto en alguna ocasión trasladar a los escritos orteguianos, ampliada, la idea averroísta de los distintos niveles posibles de intelección -o de lectura- de los textos alcoránicos. Y aún podríamos espigar otras. (Adviértase que en todas ellas se atiende al contraste presencia-latencia y se subraya el poderoso predominio de la última.)

Y se me ocurre ahora una, muy próxima a la forestal, y que tiene una ilustre prosapia filosófica: la del árbol: la «superficie», lo «visible» del árbol es su follaje, su ramaje y, al menos parcialmente, su tronco; pero su profundidad, su máxima y vital latencia, está soterrada, en sus raíces. Recordemos el uso que hace Descartes de esta vieja metáfora arbórea en el Prefacio de Los principios de la filosofía para representar el todo orgánico del saber: las raíces de ese «árbol de sabiduría» correspondían a la metafísica, luego venía el tronco -la física- y las ramificaciones con su pompa vegetal que eran las demás ciencias. Pues bien, en un mutatis mutadis que debería salvar grandes distancias, la parte de la metáfora referente a las raíces seguiría siendo válida para Ortega -en el resto habría que introducir cambios considerables, naturalmente-, quien ha definido precisamente la metafísica como un saber radical de la realidad radical (las «raíces» funcionan, pues, en la definición por partida doble) e incluso, jugando un poco con el vocablo -menos, sin embargo de lo que a primera vista parece-, ha llamado a la filosofía «hambre de saber a raíces». Es conocida la frecuencia con que, en los más diversos contextos, aparece y funciona en Ortega la palabra «radical» -verdadero término técnico de su filosofía cuya polivalencia semántica no está todavía suficientemente estudiada- y sus derivados: «radicalidad», «radicalismo», etc. (Por cierto, también esta imagen de las raíces tiene viejísima genealogía filosófica, remontándose a Empédocles, para quien los principios elementales de todas las cosas son rizómata -ta rizómata panton, «las raíces de todas las cosas»-; más cerca de nosotros, Leibniz nos habla también de esa infinita latencia de racionalidad en que se apoya lo real, llamándola radix contigentiae, la «raíz de la contingencia»). La imagen del árbol nos permite advertir que, hasta ahora, la mayor parte de los que se han acercado al frondoso árbol del saber orteguiano, incluso muchos de los que lo han hecho con ánimo filosófico, se han andado demasiado «por las ramas», quizá legítimamente atraídos por su espléndida profusión de hojas, flores y hasta incitantes frutos, sin buscar el manadero de la savia que vivifica y sustenta toda esa riqueza y le da, en definitiva, último sentido: sus raíces metafísicas.

Este examen que venimos haciendo de la realidad «Ortega» va dibujando y destacando, creo yo, el área de su latencia más que la de su presencia, y aunque es cierto que no se puede hablar de la una sin referencia a la otra, pues son variables de sentido inverso, quizá convenga que dirijamos ahora la atención preferentemente hacia las áreas y los modos de la segunda. Si nos atenemos a la señalada correspondencia entre los conceptos de presencia y latencia y los de superficie y profundidad, no parece dudoso afirmar que, hasta hoy, la más amplia presencia de Ortega es la que corresponde a los aspectos que podríamos llamar periféricos de su pensamiento -o, en general, del significado de su figura-, advirtiendo inmediatamente que esta denominación no encierra intención alguna peyorativa, puesto que la periferia es también parte esencial de la realidad y, por tanto, en dichos aspectos hay una efectiva presencia del verdadero Ortega -creo que esto quedó claro desde el principio-. Naturalmente, dentro de esa visión periférica habría que distinguir capas, especies y calidades muy diversas, desde la cita ocasional u ornamental o el influjo «meramente» literario, hasta la muchedumbre de trabajos, más o menos extensos y más o menos precisos, sugerentes, originales, etc. -incluyendo entre ellos libros enteros, y, por supuesto, excluyendo otros-, algunos de los cuales pueden ser muy valiosos, pero que no logran, o no pretenden, penetrar hondamente en los entresijos de su pensamiento; y, por otro lado, desde los efectos reales, pero difícilmente detectables, que su acción o su influencia personal, o la de su lectura, puedan haber producido en personas todavía vivas, hasta los que revela el vasto testimonio expreso, incluso escrito, de tantas y tantas otras personas, muchas de ellas ilustres, que le conocieron, trataron o le fueron de alguna manera próximas en vida. Testimonios con frecuencia preciosos, de inestimable valor para la conservación o reconstrucción de la compleja figura de un auténtico Ortega vivo -y, por tanto, insustituibles para su imagen biográfica, la que, en el caso de Ortega más que en ningún otro, es esencial para la entera comprensión de su obra intelectual-, pero que, en la mayoría de los casos, tampoco pretenden calar en las zonas profundas de su pensamiento. Pero hay también, claro está, una presencia de Ortega que es la que corresponde a esa «visión profunda», y siendo su pensamiento, como es, esencialmente filosófico -lo que en él quiere decir fundamentalmente metafísico-, esta presencia orteguiana habrá que buscarla entonces en el campo de la filosofía. Y aquí nos encontramos con un hecho que hay que tratar de entender, y es que el área de esta presencia filosófica hasta hoy ha sido mucho más reducida que las anteriormente aludidas, aun teniendo en cuenta la debida proporcionalidad aneja a la distinta naturaleza de una y otras, hasta el punto de que se limita, con muy pocas ampliaciones, casi al ámbito discipular, como creo que ya indiqué al comienzo de estas reflexiones. Aunque, por supuesto, el ámbito discipular orteguiano es mucho más amplio que el puramente filosófico, y entre los trabajos y testimonios más valiosos anteriormente aludidos ocupan desde luego el primer lugar los que proceden de él. Pero ahora quiero referirme al discipulado estrictamente filosófico.

La primera generación discipular de Ortega es la suya propia, representada por García Morente, el cual, como es obvio, hubo de recibir también en su período de formación otras influencias. La segunda es la de Zubiri, Gaos, Recasens Siches, condicionada también en la recepción de Ortega por otras influencias habidas en su período formativo -escolástica, fenomenología, algo de filosofía existencial, etc.-. Es ya la tercera la que recibe directamente, y de un modo primordial en ese período de formación, la influencia de Ortega, que por esas fechas (1931 a 1936) está en la plena madurez de su pensamiento y en la etapa de su más intensa dedicación académica. Esta generación, por añadidura, recibe también la influencia orteguiana a través de los citados maestros pertenecientes a las otras dos generaciones discipulares. Por eso, los orteguianos quizá más estrictamente caracterizados como tales -me refiero siempre al campo de la filosofía- pertenecen a esa generación o, al menos, a esa promoción discipular, o están en sus aledaños. Así, María Zambrano, Manuel Granell, Julián Marías, Paulino Garagorri y yo mismo. Es en la obra -o en la docencia- de estas tres generaciones discipulares donde, sobre todo -no digo exclusivamente- hay que buscar una presencia filosófica de Ortega correspondiente a eso que he llamado su «visión profunda». Y claro está que, en un estudio adecuado, habría que distinguir dentro de esa obra distintos modos y grados de tal presencia. Sin ánimo de valoración cualitativa, y ateniéndonos sólo a la extensión y difusión de la obra escrita consagrada a este menester -y no me refiero sólo al expositivo, sino también al de un desarrollo personal y una continuación-, creo que no es dudoso reservar, en este aspecto, la primacía a la obra de Julián Marías.

Las generaciones posteriores ya no han conocido directamente a Ortega, o por lo menos no han recibido directamente su enseñanza, y, además, tampoco han podido recibirla, en condiciones normales, a través de sus discípulos directos -sobre ello volveré en seguida-. Creo que con esto queda señalado el alcance de la presencia filosófica de Ortega, una presencia que va dilatándose poco a poco, ciertamente, dentro y fuera de España, pero que hasta ahora, hay que decirlo sin ambages, ofrece un saldo que podemos calificar de deficitario, habida cuenta de la importancia y rango de primerísimo orden que sin duda tiene su pensamiento. Y parece elemental preguntarse por qué una filosofía de tales egregias características no ha suscitado hasta hoy -a los veintiocho años de la muerte de su autor- más amplios y, sobre todo, más fundamentales exploraciones, desarrollos e incluso adhesiones; por qué su semilla intelectual no ha fructificado en proporción adecuada a su potencial fertilidad. En suma, por qué sigue todavía en tan gran medida en estado de latencia, aunque totalmente viva y en plena posesión de sus virtudes germinativas. Intentaré apuntar, aunque sea a la carrera, las que considero principales causas de este hecho, a primera vista sorprendente, pero en realidad nada insólito en la historia de la filosofía.

Yo reduciría esas causas a tres grupos de condiciones -personales, doctrinales e históricas- que concurren en Ortega, y que no son en absoluto separables. Con ellas a la vista, un plazo de veintiocho años, y hasta si queremos ampliarlo, uno de cincuenta o más, no sólo no son muy largos, sino que, por el contrario, me parecen bastante cortos para que un pensamiento como el suyo alcance plena vigencia.

Veamos un poco esas tres clases de condiciones. Primero, las personales, que incluyen, por supuesto, esencialmente toda la peripecia biográfica en que la doctrina de Ortega fue siendo elaborada y «entretejida», y que determinaron en gran parte ese carácter «deliberadamente circunstancial» de su pensamiento y los modos de expresión literaria del mismo. Manuel García Pelayo, oriundo también del ámbito discipular orteguiano, en un magnífico artículo publicado hace poco en La Vanguardia caracteriza a Ortega, ante todo y sobre todo, como un «espíritu libre», fórmula que constituye, en su aparente sencillez, un total acierto, pues, si se entiende bien, puede valer como expresión quintaesenciada de su compleja personalidad, y orientarnos tanto sobre la índole originalísima de su filosofía como sobre el estilo entero de su vida y de su acción intelectual. Pues ese fue en verdad, para decirlo con sus propias palabras, su «fondo insobornable», al que se atuvo con ejemplar fidelidad, y al que sacrificó, por tentador que fuese, todo aquello que hubiera podido vulnerarlo. La consagración de la vida a la verdad exige esa plenaria libertad de espíritu -ya señalé cómo en la raíz de la verdad están la libertad radical y, por tanto, la opción ética del hombre-. Un «espíritu libre» es, pues, el que decide atenerse, deliberada y responsablemente, a la propia visión de las cosas, sin otro compromiso ni restricción alguna, es decir, a ser el que es, a ser él mismo. Un «espíritu libre», así entendido, es la definición misma del filósofo. Pero no es éste un don gratuito, sino una difícil conquista, que exige un permanente y disciplinado esfuerzo: es, pues, un espíritu liberado -autoliberado- de todas las servidumbres inerciables de la mente, de todos los idola o prejuicios -resuenan fuertemente Descartes y Bacon-. Ortega concibe, así, la verdad como un proceso de «liberación del hombre hacia sí mismo», mediante el pensamiento y guiado por la realidad. Pero para alcanzar ese máximum de libertad espiritual no basta tampoco con la voluntad -aunque ésta sea su núcleo y su fermento-; hace falta también el concurso de circunstancias históricas, biográficas y personales propicias. En Ortega se dio una feliz -y difícil- constelación de todas ellas, y por eso pudo reaccionar ante la situación filosófica de su tiempo con la desconcertante libertad con que lo hizo, lo cual le permitió llegar a su fundamental descubrimiento, pero al precio de renunciar a un rápido prestigio de filósofo «sistemático», «técnico», «profundo» -según el estereotipo tradicional europeo-, y hasta a pasar por «no filósofo». Renunció, pues, a ser entendido a fondo, para poder ser entendido a niveles más «superficiales», pero más asequibles a grandes sectores de lectores u oyentes y, por tanto, más eficaces para la obra de reeducación de su pueblo, o de «salvación de su circunstancia», que para él era, no sólo un deber impostergable, sino también un requisito esencial -el requisito o componente ético- de la verdad misma. Ortega no se hacía ilusiones a este respecto: «No hay grandes probabilidades» -nos dice- «de que una obra como la mía, que, aunque de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusiones y elisiones, muy entretejida con toda una trayectoria vital, encuentre el ánimo generoso que se afane de verdad en entenderla. Obras más abstractas, desligadas por su propósito y estilo de la vida personal en que surgieron, pueden ser más fácilmente asimiladas, porque requieren menos faena interpretativa. Pero cada una de las páginas aquí reunidas resumió mi existencia entera en la hora en que fue escrita y, yuxtapuestas, representan la melodía de mi destino personal» (Obras, VI, 349)... Y: «Lo que yo hubiera de ser tenía que serlo en España, en la circunstancia española» (Obras, VI, 350)... «En nuestro país, ni la cátedra ni el libro tenían eficiencia social. Nuestro pueblo no admite lo distanciado y solemne»... «Las formas del aristocratismo "aparte" han sido siempre estériles en esta península. Quien quiera crear algo -y toda creación es aristocracia- tiene que acertar a ser aristócrata en la plazuela. He aquí por qué, dócil a la circunstancia, he hecho que mi obra brote en la plazuela intelectual que es el periódico» (Obras, VI, 354-355). Esto escribía Ortega en 1932, cuando, según sus propias palabras, comenzaba su «segunda navegación».

En cuanto a las condiciones o peculiaridades doctrinales, es decir al contenido mismo de su filosofía, la novedad, y su consiguiente dificultad intrínseca, cosas que suelen ir unidas en las filosofías creadoras, acentúan y prolongan, en el caso de Ortega, sus efectos de relativa «hermetización», paradójicamente, justo por los peligrosos -aunque inevitables- espejismos a que su proverbial y no mentida «claridad» da lugar. Ya he aludido antes a los diversos niveles de intelección que una obra de las peculiaridades de la suya ofrece. El peligro consiste en confundir esos niveles, creyendo que ya se ha llegado al fondo cuando aún flotamos plácidamente en la superficie o buceamos entre aguas. Creo que todos los que hemos tenido un largo y sostenido contacto con el pensamiento de Ortega, tratando de hacerlo nuestro, hemos hecho repetidamente esta experiencia casi fascinante: cuando uno cree haber tocado fondo, o haber agotado la comprensión de un concepto, descubre con renovado asombro o admiración que todavía hay que descender a un estrato más profundo, que nos conduce a conexiones nuevas y aún inéditas. Aquí podríamos aplicar a Ortega, una vez más, sus propias palabras, suscitadas por la «profundidad» del Quijote. Dice: «Hay, sí, incomprensión en la raíz del acto admirativo, pero es siempre incomprensión positiva: cuanto más comprendemos del genio más nos queda por comprender» (Meditaciones, 88).

Unas palabras ahora sobre las condiciones que he llamado históricas -y que no son, repito, independientes de las anteriores-, condiciones que han dificultado la normal recepción del pensamiento de Ortega y contribuido, por tanto, en mi opinión más que ningunas, a que no haya podido alcanzar aún en el mundo filosófico contemporáneo la implantación y vigencia, y por tanto el extenso despliegue, a que sin duda está destinado. Me referiré primero a las españolas y después a las generales del mundo occidental, y en un caso y en otro mencionaré sólo las de más relieve. De las españolas ya he adelantado algo al decir que Ortega se encontró teniendo que hacer filosofía en un país sin apenas tradición filosófica inmediata, y, por tanto, carente de un ámbito de recepción intelectual, social y hasta institucional como el de los países donde tal tradición existía. Y aunque este hecho tuvo el lado positivo de favorecer la libertad de reacción de nuestro filósofo, y quizá por ello de arrojar un saldo final favorable, supuso también un plus de dificultades para su adecuada intelección. Pero mucho más grave fue que en 1936 se produjese en nuestro país la gran convulsión -la guerra civil- y, como consecuencia de ella, el gran veto histórico de cuarenta años a la presencia intelectual de Ortega en España. Y cuando digo Ortega me refiero también a su descendencia discipular. Hace pocos días, en un artículo en ABC, decía Marías: «Se habla, lo cual es un poco divertido, de "recuperación" de Ortega, como si no se hubiese estado hablando y escribiendo sobre él contra viento y marea, sin interrupción, arrostrando la hostilidad de los que imperaban y de muchos "recuperadores" de hoy. Se omite casi siempre la prueba de la fecundidad de Ortega, lo que ha brotado incluso más allá de él, de tal manera que sin él no hubiese sido posible». Todo esto es verdad, y yo lo dije ya hace dieciocho años, con motivo del decenario de la muerte de Ortega, y con especialísima mención de la obra y del ejemplo de Marías -y he venido repitiéndolo luego-. Pero esto no invalida -antes confirma- lo que intento ahora destacar, que es solamente -y nada menos- la grave anomalía en las condiciones de la recepción de Ortega y del orteguismo que representaron la guerra y sus secuelas. Porque no sólo estuvo oculto y deformado Ortega, sino que también se puso toda clase de obstáculos a la normal función transmisora y continuadora de las generaciones discipulares, y cuando a pesar de todo, y con un tesón admirable, alguien lo intentó y en buena medida lo logró -caso ejemplar de Marías-, fue precisamente «contra viento y marea» y «arrostrando la hostilidad de los que imperaban». Piénsese solamente en lo que podía haber representado esa continuidad en la universidad española: imagínese, si se puede, una universidad en la que hubieran podido enseñar normalmente, ocupando el rango y la autoridad intelectuales que les correspondían, el propio Ortega -¡ahí es nada, casi otros veinte años de docencia de Ortega!- y junto a él -y después de él- todos esos maestros del exilio exterior e interior de su discipulado, y también otros que, aunque no propiamente orteguianos, también hubieran contribuido a integrar un clima filosófico dentro de España en el que el diálogo, la crítica, incluso la polémica, normales con el orteguismo, hubieran sido posibles: hombres como Xirau, Ferrater, García Bacca, etc. Y, por supuesto, no sólo dentro, sino fuera de la universidad, en la prensa, en la calle, en el mundo editorial... En fin, es éste un triste tema sobre el que se ha machacado mucho en términos generales, pero quizá no lo suficiente en esta perspectiva concreta y particular de buscar las verdaderas proporciones, y las razones que pueden hacerlas inteligibles, de la presencia y, correlativamente, de la latencia de Ortega en estas fechas centenarias.

Por último, hay que decir algo también -y no menos importante a este respecto- de las condiciones histórico-filosóficas generales del mundo occidental y de sus efectos para la recepción de Ortega, y, por supuesto, del orteguismo, tanto dentro como fuera de España. Desde poco después de la muerte de Ortega -en la década de los sesenta- se produce en el campo de la filosofía occidental una serie de hechos, complejos y de no fácil filiación, pero que revelan una situación de profunda crisis en la que, junto a algunas cosas positivas, domina -como en toda crisis- un clima de gran desorientación y desconfianza de la filosofía en sí misma, disfrazada con frecuencia de lo contrario, como es también sólito en tales sazones. Reaparece una vez más, con efectos multiplicativos, pero celados bajo diversas máscaras, el viejo tropo de Agripa: la diafonía ton doxon o «discordancia de las opiniones». Reina un babelismo que hace que la filosofía llegue a convertirse en algo quizá más equívoco que nunca y de más incierto futuro. Y, como siempre también en situaciones semejantes, se produce una extraña discontinuidad, una pérdida de contacto con lo más valioso y promisor del inmediato pasado, para recaer en posiciones anteriores a él y ya superadas por él pero presentadas ahora con los arreos más o menos espectaculares de la novedad y del rigor crítico. Estas tendencias y subtendencias difieren mucho entre sí, pero todas tienen un denominador común, que es el rechazo o el desdén por la metafísica, aunque lo que sus representantes llaman metafísica tenga poco que ver con la verdadera metafísica que se ha hecho en Europa en lo que va de siglo, pues la que ellos dicen combatir o desdeñar suele ser la misma contra la que se alzó ya el positivismo, y con frecuencia incluso la prekantiana. La filosofía ha solido ponerse estas anteojeras misometafísicas con diversos grados de conciencia y bajo distintas «advocaciones» -según la época-, siempre que ha sobrevenido una etapa de fatiga del sostenido esfuerzo especulativo, desde el helenismo hasta hoy pasando por el Renacimiento, la Ilustración y los tres últimos tercios del siglo XIX. Al ponérselas ahora de nuevo, ha reducido por lo pronto a un estado de relativa inefectividad, latencia o hibernación, no sólo a Ortega, sino a casi todo lo resultante del gran esfuerzo intelectual llevado a cabo en la primera mitad de nuestro siglo en dirección metafísica u ontológica, desde Husserl hasta el propio Ortega, pasando por lo más constructivo y profundo de las corrientes existencia!, personalista, etc., y por pensadores de la genialidad de Scheler o de la solidez de Hartmann -para no mencionar más que unos pocos nombres entre los más notables-. Las filosofías más en boga desde los sesenta pretenden haber superado todo ese vigoroso movimiento -por supuesto, sin haberlo asimilado ni apenas conocido-, para entregarse a toda suerte de menesteres ancilares de diverso signo y de corto aliento (aunque, eso sí, con grandes pujos de rigor y de minuciosa precisión y exactitud en tales tareas subalternas), principalmente a servidumbres seudocientíficas, y a veces también «políticas», de escasa originalidad y con implicaciones precisamente metafísicas de un tosco anacronismo. Ahora bien, Ortega es, no sólo un gran metafísico, sino el filósofo en quien la metafísica alcanza históricamente su nivel más avanzado. No es, pues, extraña su relativa latencia, cuando al sobrevenir el nuevo giro antimetafísico apenas se le había comenzado a conocer a fondo por muy pocas personas.

Todo lo expuesto diseña un panorama en el que resalta, creo yo, con bastante nitidez hasta qué punto ha sido adverso el destino inmediato del pensamiento filosófico orteguiano y desfavorables las condiciones para su normal recepción y continuación. Es un iniciador. Abre nuevas rutas posibles a la filosofía, por las que apenas se ha comenzado a transitar. Por eso, volviendo a las imágenes iniciales, la amplia latencia del «bosque» orteguiano promete una no menos amplia presencia futura, a medida que se vayan desplegando, es decir, actualizando, sus posibilidades, en una larga serie de sucesivos actos de intelección. Ese es el «escorzo» y la perspectiva en que veo a nuestro gran filósofo. Todo ello, dando por supuesto que vaya a seguir habiendo en el mundo eso que ha venido mereciendo desde Grecia hasta hoy el nombre auténtico de filosofía.



Conferencia pronunciada en el Centro Ortega y Gasset el 25 de mayo de 1983.





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