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Relaciones humanas

Antonio Rodríguez Huéscar



(Las siguientes páginas -inéditas hasta hoy- constituyeron el contenido principal de una conferencia con la que se abrió el ciclo organizado por el Instituto «Rey Pastor» de Madrid, bajo la dirección de don José María Martínez del Val, en enero de 1976. Las he elegido para este homenaje a mi querido y admirado amigo y condiscípulo don Luis Díez del Corral, porque creo que quizá puedan consonar, mejor que otras posibles contribuciones mías, con el sentido profundamente humanista que impregna toda su selecta y equilibrada obra, así como su entera personalidad).





Comenzaré con tres afirmaciones un tanto abruptas sobre el tema de este escrito -que luego intentaré justificar-. La primera es que ofrece una amplitud de perspectivas casi inabarcable, por lo que habremos de resignarnos a dar de él una visión sumamente esquemática. La segunda, que no hay otro, quizá, que tenga mayor actualidad e importancia -y eso es lo que me ha decidido a hablar de él-. Lo tercero, que tal vez tampoco haya otro del cual sepamos menos -por lo que, dadas las dos primeras circunstancias, resulta un tema azorante como pocos-. Pero, por eso mismo, conviene, y aún urge, tomar conciencia clara de esta situación.

Sería necesario explicar, y sobre todo matizar, estas tajantes afirmaciones iniciales, y más que ninguna la tercera, que es la que puede parecer más sorprendente. Trataré de hacerlo, en la medida, muy exigua, en que nos lo permita el limitado espacio disponible.

Es elemental que, para entender lo que son las relaciones humanas, sería inexcusable que estuviéramos previamente en claro acerca de qué es lo humano, y, por tanto, de qué es el hombre mismo. El tema de las relaciones humanas nos transfiere, pues, sin remedio, al tema más amplio del hombre. Ahora bien, todos sabemos, aunque sólo sea de oídas, que este es el gran tema de nuestro tiempo, lo cual significa que ocupa el lugar central entre los propuestos a nuestra reflexión y que ofrece el más amplio y hondo problematismo. Esto se cumple en las dos vastas vertientes del conocimiento reflexivo, es decir, en la ciencia y en la filosofía. En efecto, en la filosofía, desde que Kant, haciéndose conciencia de su época y anticipándose desde ella al futuro (misión consustancial a todo gran filósofo), redujo las tres cuestiones básicas de la filosofía a la pregunta por el hombre, no sólo la antropología filosófica se ha constituido en disciplina filosófica fundamental, sino que la propia metafísica se ha hecho crecientemente -cuando se ha hecho- en íntima conexión con ella. En el campo de la ciencia hay que distinguir entre lo acontecido en el área de las ciencias naturales -y ante todo en la ciencia modelo de este sector: la física- y lo sucedido en el ámbito de las llamadas por antonomasia ciencias humanas (con otros nombres: ciencias noológicas o del espíritu, culturales, históricas, etc.). La peripecia principal de las ciencias naturales (en la que se vieron también envueltas las ciencias formales -lógica y matemática-), nos remite, en definitiva, a la famosa «crisis de los fundamentos», de comienzos de siglo, una crisis, ciertamente, de crecimiento de la ciencia, pero que tuvo la virtud, entre otras cosas, de rebajar los humos, de procedencia novecentista, de los científicos y de obligarles a ser un poco filósofos. En suma, lo ocurrido en el campo de esas ciencias modélicas -para decirlo de un modo simplista e intuitivo, y sólo a los efectos de lo que ahora me importa subrayar- fue que en su aséptico recinto, hasta entonces considerado como el dominio de la más pura y estricta objetividad, de pronto, irrumpió el hombre, haciéndose de nuevo, en alguna proporción y de modo imprevisto, «medida de las cosas», según el viejo y desacreditado apotegma de Protágoras, que cobra así una inesperada y casi escandalosa actualidad (mencionaré, sólo titularmente, unos cuantos hechos que, en uno u otro sentido, y más o menos directamente, ilustran esta importante vicisitud: relatividad, mecánica cuántica, principio de indeterminación de Heisenberg, imposibilidad de observación puramente «objetiva» -alteración del fenómeno observado por la intervención ineludible del observador-, significado estadístico de las leyes físicas y valor probabilitario de la «verdad» científica...). Estos hechos revelaron súbitamente al científico la dimensión utópica de su ciencia -cuando se la entiende como absoluto conocimiento-, poniéndole en condiciones de corregir su punto de vista, en beneficio de la ciencia misma, que quedó ipso facto, y en un doble sentido, «humanizada».

En cuanto a las ciencias humanas, cuyo «objeto» es, desde diferentes puntos de vista, el hombre mismo, el hecho más notorio, desde mediados del siglo XIX hasta hoy, es el de su impresionante proliferación. Pero ahí radica justamente uno de los aspectos más decisivos de nuestro problema, porque a través de esta inquietante multiplicación de disciplinas y de estudios (que incluyen desde las ciencias también naturales del hombre, integrantes de la llamada antropología física -biología, embriología, genética, paleontología humana-, pasando por la psicología, la sociología «científica» y demás ciencias del grupo de las denominadas «sociales», hasta las que caen bajo el título genérico de «antropología cultural», hoy en plena expansión -lingüística, etnografía y etnología, arqueología y prehistoria, y hasta la historia misma-, a través de este enorme cúmulo de presuntos, o efectivos, saberes del hombre, digo, aún estamos muy lejos de haber alcanzado un saber esencial, o por lo menos un saber unitario sobre él, que goce de suficiente consistencia y fundamentalidad como para poder suministrar una base común a todos los estudios antropológicos particulares. Por el contrario, parece como si esta profusión creciente, casi «explosiva», de saberes particulares sobre el hombre crease, paralelamente, una también creciente confusión en torno a esa idea unitaria del mismo, universalmente postulada, y a la que no se quiere (quizá porque no se puede) renunciar. A este respecto, el caso de la moderna Antropología cultural resulta -negativamente- ejemplar. En efecto, casi todos sus representantes de relieve coinciden en asignarle -al menos, como meta- la función de «integrar» o «unificar» las diversas disciplinas que tratan del hombre. Esta integración parece ser exigida por la pretensión de «unidad fundamental» que la Antropología encierra, en cuanto «estudio del hombre en su totalidad». Ahora bien, cuando nos acercamos a la realidad de lo que están haciendo los antropólogos (sin que esto empañe para nada los grandes méritos y el enorme interés de su paciente y rigurosa labor), encontramos que en esa pretensión -jamás cumplida- yacen varias ambigüedades o equívocos, además de un generalizado y peligroso prejuicio. Primera ambigüedad: cuando la Antropología se atribuye esa misión unificadora de las ciencias del hombre, ¿qué debemos entender por «Antropología»? ¿Alguna de esas ciencias en particular? Esto sería contradictorio. ¿El conjunto de ellas? Entonces habríamos regresado a la misma situación del punto de partida. No queda más que una posibilidad: que se trate de una nueva disciplina sintetizadora, aún inexistente, y que debería culminar el proceso investigador (así, la postulada «tercera etapa» de Lévi-Strauss). En suma, que esto es hoy por hoy, un mero desideratum, y la posibilidad de llevarlo a cabo, sólo una vaga hipótesis. Segunda ambigüedad (aún más fundamental, pues en ella radica la razón de la primera): se refiere a la confusión de conceptos que envuelve el uso indiscriminado del término «hombre» para designar tanto al ser natural o animal biológico como al ser histórico y cultural así denominados. Mientras se busque la unificación de la antropología o de las ciencias del hombre sin haber aclarado suficientemente este equívoco, no sólo no se podrá alcanzar la meta apetecida, sino que se corre el peligro de alejarse cada vez más de ella. Y aquí incide también, por último, el prejuicio a que antes me referí, y que consiste en la todavía extendida aceptación (sin crítica adecuada) de que lo histórico-cultural del hombre debe encontrar su fundamentación última en lo biológico-natural, e incluso en lo físico-material (ejemplo del mismo L. Strauss). Con estas ideas directrices, quizá se pueda fingir una vía abierta hacia la suspirada síntesis integradora, pero en realidad se trata de una vía muerta.

En tal situación de incertidumbre acerca de los posibles principios conducentes a una verdadera unificación de los saberes sobre el hombre, de falta de ajuste en los resultados de unas y otras disciplinas, de diversidad (y aún oposición) de tendencias, de ausencia de una clara y rigurosa conceptuación, tanto en el seno de cada disciplina particular como, aún más, en el ámbito interdisciplinario, ¿no parece obligado, o al menos muy indicado, que las ciencias del hombre concedan una más amplia audiencia, e incluso soliciten su colaboración orientadora, a los «especialistas en generalidades», es decir, a los filósofos: a la epistemología, a la teoría de la ciencia, a la filosofía de la cultura, a la filosofía de la historia, y desde luego -y sobre todo- a la antropología filosófica?

Esta somera mirada a la situación actual del problema del hombre en el campo de la ciencia nos ha remitido, como vemos, al terreno de la filosofía: la «antropología científica» a la «antropología filosófica». Ahora bien, ¿cuál es, a su vez, el «estado de la cuestión» en este terreno? Si partimos del momento kantiano, en que se le reconoce de pleno derecho a la antropología filosófica el papel de investigación fundamental, encontramos ante nosotros las diversas corrientes que van desde el idealismo alemán hasta nuestros días. Pero aquí me limitaré a reducir a unos cuantos tipos las que aún tienen algún modo de presencia (o vigencia) en nuestro tiempo (y partiendo ya de la segunda mitad del siglo xix). A mi juicio, las principales son las siguientes (sólo voy a nombrarlas, y espero que despierten resonancias suficientes para hacernos cargo de su diversidad):

  1. El tipo de explicación naturalista, fundado en ideas procedentes del campo de las ciencias naturales, especialmente de la biología y de la psicología. Dentro de él incluiríamos desde el evolucionismo clásico (Darwin, Spencer...) hasta las filosofías de la vida de orientación biologista (pragmatismo, Nietzsche, Spengler, Bergson...) y, en fin, el psicoanálisis (Freud, Adler, Jung...). (Con un criterio muy amplio, cabría hasta el evolucionismo cristiano de Teilhard de Chardin).
  2. El sociologismo (Durkheim, Levy-Brühl...).
  3. El modelo marxista.
  4. El modelo simbolista (Cassirer, Spranger...).
  5. El historicismo (Dilthey...).
  6. El personalismo (E. Mounnier, R. Le Senne...).
  7. «El modelo ontológico «estratificado» (que ve en el hombre una síntesis jerarquizada de «capas» de realidad, culminada en el «espíritu»), (Scheler, Hartmann, A. Müller, F. Romero...).
  8. El modelo existencial (Kierkegaard, Unamuno, Heidegger, Jaspers, Sartre, Marcel...).
  9. El estructuralismo (Lévi-Strauss, M. Foucault, J. Lacan -Psicoanálisis- Althusser -marxismo-...).
  10. «El modelo orteguiano, que podríamos llamar metafísico, porque se funda en la metafísica de la vida humana como realidad radical (Ortega, Graneil -La vecindad humana-, Marías -Antropología metafísica-...).

(Los «modelos» o «tipos», por supuesto, a veces se combinan o entrecruzan).

Esta breve tipología, en la que yo resumiría las tendencias más significativas de la antropología filosófica contemporánea, unida a nuestra ojeada anterior al grupo de las «ciencias humanas», muestran, a mi juicio, con toda claridad, varios hechos que corroboran mis afirmaciones iniciales. Muestran, por lo pronto, la enorme vaguedad, amplitud y aun equivocidad del concepto de «hombre» (y, correlativamente, de las expresiones «ciencia del hombre» y aún «teoría del hombre»). Muestran, pues, que es este un concepto híbrido, formado por acumulación y mezcla de otros, procedentes de sectores muy diversos y de interpretaciones muy dispares de la realidad. Concepto, pues, carente de unidad interna y externa (es decir, lo contrario de lo que hubiera llamado Descartes una idea clara y distinta). (Este no es, por lo demás, un hecho reciente, sino la tradición misma de esta noción, desde que en Grecia se la comienza a escudriñar con propósitos definitorios). Lo que sí podemos ver hoy con alguna mayor claridad, creo yo, son las razones de este hecho, o al menos algunas de ellas, entre las que se me ocurren, como más obvias, las siguientes: a) El hombre está implicado de alguna manera en todo aquello que ante él aparece o puede ser objeto de su pensamiento o de su acción (este es uno de los descubrimientos más trascendentales de la filosofía y de la ciencia contemporáneas); b) En el hombre parecen conjugarse todos los modos fundamentales de ser del universo: materia corpórea, vida, psiquismo, conciencia, espiritualidad, historicidad (esta es la raíz de la vieja idea del hombre como «microcosmos»); c) El conocimiento del hombre, y más aún el intento de hacer una ciencia o teoría del hombre (es decir, un saber unitario y sistemático acerca de una realidad unitaria) es un producto muy tardío -casi de hoy- en la evolución del pensamiento occidental. Por tanto, contra lo que muchos piensan, creyéndose ya de vuelta, estamos sólo en los comienzos de él -y, lo que es más grave, aún no sabemos si ello es posible, ni siquiera si está últimamente justificado.

Bien. Creo que bastará esta brevísima panorámica sobre el estado actual de la cuestión -la gran cuestión del hombre- como justificación mínima de mis tajantes afirmaciones iniciales. En sustancia, la situación sigue siendo la misma que reflejaba el título de un libro muy difundido por los años treinta y cuarenta: Man the Unknown (La incógnita del hombre, en la traducción española), de Alexis Carrel. Cuesta trabajo pensar -y hasta parece una paradoja- que, habiendo hecho nuestra época del tema del hombre motivo central de su reflexión, y pudiéndose formar hoy bibliotecas enteras, enormes bibliotecas, con lo que sobre él se ha escrito, nuestra situación con respecto a él pueda describirse como de ignorancia. Aquí vendría pintiparado el viejo tópico de la docta ignorantia, pues se trata efectivamente de una ignorancia, no ya docta, sino doctísima. Pero toda esa acumulación de doctrina -degradada a veces en el doctrinarismo- y todo ese acarreo de datos -degenerado con frecuencia en fárrago indigesto-, lejos de servir para ocultarnos el hecho último y radical de nuestra ignorancia del hombre, contribuyen, por el contrario, a ponerlo más enérgicamente de relieve. En otra forma: disponemos de abundantes saberes parciales sobre el hombre, o mejor dicho, sobre cosas que tienen directamente que ver con él -por ejemplo, sobre su cuerpo, o sobre sus mecanismos psíquicos, o sobre sus comportamientos o modos de conducta externos-; pero todo eso no roza siquiera la cuestión fundamental, porque se trata en ella de un caso límite, en el que quien hace la pregunta se encuentra implicado personalmente en ella, y esto es notorio -pese a todos los ocultamientos y desvíos antiguos y modernos- desde que San Agustín proclamó: Mihi quaestio factus sum. Julián Marías, en su Antropología metafísica (uno de los libros más importantes de su autor -por no decir el más- y de toda la producción filosófica española actual), refiriéndose a la mencionada reducción kantiana de todo preguntar filosófico a la pregunta por el hombre, escribe: «Creo que se podría reducir todo a dos preguntas radicales e inseparables, cuyo sentido está en intrínseca conexión mutua: 1) ¿Quién soy yo?; 2) ¿Qué va a ser de mí?». Claro que aquí, según señala el mismo Marías, ya «no se trata de 'el hombre', ni de 'qué', sino de 'yo' y 'quién'. Y a esa pregunta no se puede contestar más que viviendo, con una respuesta ejecutiva» (47-48). Pero, aún tratándose del hombre, y no sólo de , la pregunta plena -y, por tanto, la respuesta- no puede limitarse a indagar un qué o esencia, sino que complica siempre un quién. El hombre es, ciertamente, como ha precisado Marías originalmente en su libro, «la estructura empírica de la vida humana», pero es también quien ha hecho... todo lo que ha hecho -y aquí habría que contar la historia universal entera, pero no de cualquier modo, sino penetrando en sus entresijos hasta hacerla inteligible y transparente en toda su extensión y espesor (lo cual es, ni que decir tiene, imposible, no sólo por lo que se refiere al pasado, sino además, porque la historia no ha terminado todavía, porque el hombre es un ser in via - homo viator), etcétera.

Véase, pues, si no hay buenas razones -y las expuestas son sólo algunas- para desconfiar de quienes, desde cátedras o libros se esfuerzan por mostrarnos su segura posesión de un saber del hombre realmente «científico» y no excesivamente problematizado. Por mi parte, prefiero acogerme en este punto al venerable antecedente de Sócrates, que fue el iniciador genial de esta larga y azorante pesquisa y el primero que supo conjugar, ejemplar y definitivamente, estas dos cosas: la profunda necesidad que tiene el hombre de conocerse a sí mismo y la no menos profunda conciencia de su ignorancia, como condición radical para poder llevar adelante tan ardua tarea. Todo hace pensar que Sócrates acertó a definir con ello los ingredientes básicos de una situación que se repite -con todas las variantes que se quiera- en cada encrucijada crítica de la historia, y que son, por tanto, los de nuestra propia situación pues nadie dudará de que nos hallemos en una de esas encrucijadas (probablemente la más dramática y difícil con que se haya enfrentado jamás el hombre en nuestra civilización).

Es por consiguiente una frivolidad, cuando no es algo peor, el pretender que poseemos ya una verdadera ciencia de lo humano en cuanto tal. Y la prueba más contundente de ello -aparte de todo lo dicho y de lo que aún se podría aducir- está al alcance de cualquier observador: compárese lo que es capaz de hacer la física en su propio dominio con lo que pueden lograr en el suyo las llamadas «ciencias humanas». Las técnicas de base física nos hacen asistir todos los días a nuevas maravillas de precisión y de eficacia; en contraste con ellas las técnicas reguladoras de la vida moral y social, de la política y la economía, son de una torpeza y tosquedad, de una inseguridad e ineficiencia (no importa su creciente complicación, siempre desajustada a la complicación real de la vida humana sobre el planeta), que más bien parecen haber retrocedido que progresado, habiéndonos puesto al borde de las peores catástrofes de la historia, aparte de no haber sido capaces -si miramos la situación en su conjunto- de darnos ni un ápice de felicidad, lo cual sería uno de sus fines esenciales.

Mi maestro, Ortega, el pensador que con mayor clarividencia ha abordado hasta hoy el problema de la vida humana (y a quien debo todas las ideas que en esta disertación pueden valer como principios), ensayó hace ya casi treinta años, con la colaboración de Julián Marías, la creación de un Instituto de Humanidades en Madrid totalmente al margen de la vida oficial. Fue más que nada un simple sondeo (pues no podía ser otra cosa en aquel clima político, como pronto se encargaron de demostrar los hechos). Tuvo, pues, brevísima vida y, sin embargo, ya óptimos frutos. (Algún día habrá que hacer la historia de aquel acontecimiento -y, sobre todo, de lo que «pudo» haber sido). En el folleto que anunciaba su apertura escribió Ortega:

...«al alzarse de nuevo en el horizonte, como un cometa pavoroso, la urgente duda del hombre respecto a sí mismo, fue menester desentenderse de meras ejemplaridades» [se refiere a las "Humanidades" clásicas] y ponerse a estudiar los hechos de la multiforme realidad humana. Hízose esto primero empleando, con algunas modificaciones, el mismo instrumento de conceptos que tan fértil rendimiento había dado en las ciencias naturales. El empeño, como no podía menos, fracasó y entonces hubo que postular un tipo nuevo de ciencias que estudiasen al hombre por su lado más peculiar, el cual escapa a cuanto se había llamado 'naturaleza' y le diferencia específicamente del animal, la planta y el mineral»1...



Y después: «Cuando en tiempos recientes se hizo por primera vez, con energía y perentoriedad, la pregunta: ¿Qué es el hombre?, se descubrió muy pronto que no era nada de lo que hasta ahora se había presumido. La consecuencia de este descubrimiento debió ser la admisión de que no sabemos lo que es el hombre, y un animoso empeño en ir averiguándolo. Pero el tipo de hombre que hoy predomina está poseído por la básica creencia de que él lo sabe ya todo -es, por definición, no 'el hombre de la calle', sino el hombre 'al cabo de la calle', el hombre que no sabe no saber, el fanático. De aquí que en su mente la averiguación de que el hombre no era nada de lo que se había creído hasta ahora se transubstanció, sin más, en la firme doctrina de que el hombre no es nada, y se desembocó con velocidad inoportuna, con injustificado atropellamiento, en un nihilismo tan radical como arbitrario. Frente a ello, el Instituto de Humanidades siente el orgullo de su propia ignorancia, la cual es incuestionable privilegio del hombre y máximo aperitivo que nos mueve a emprender una serie de esfuerzos en común para intentar ir respondiendo a aquella desesperada pregunta»2.

Desde que estas palabras fueron escritas hasta hoy se han hecho en efecto diversos esfuerzos en este sentido, pero por desgracia la mayoría de ellos mal orientados y algunos de los más recientes y celebrados, tan alejados del verdadero camino, que parecen tener la misión de mostrar precisamente el inevitable absurdo a que se llega siguiendo tales senderos extraviados. Ejemplo máximo de ello lo tenemos en la flamante -y sin embargo ya un tanto ajada- antropología estructural. Lévi-Strauss, su más genuino y valioso representante, escribe: «El fin último de las ciencias humanas»... «es reintegrar la cultura en la naturaleza, y finalmente la vida en el conjunto de sus condiciones físico-químicas»3. Este fin no es, por tanto, «constituir al hombre, sino disolverlo» (Ibid.). Y Michel Foucault, el «filósofo» de la grey estructuralista, proclama: «Por extraño que parezca, el hombre -cuyo conocimiento es considerado por los ingenuos como la más vieja búsqueda desde Sócrates- es indudablemente sólo un desgarrón en el orden de las cosas»... «De ahí nacen todas las quimeras de los nuevos humanismos, todas las facilidades de una antropología entendida como reflexión general, medio positiva, medio filosófica, sobre el hombre. Sin embargo, reconforta y tranquiliza» (¡!) «el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber, y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva»4. Y también: «Actualmente sólo se puede pensar en el vacío del hombre desaparecido»... «A todos aquellos que quieren hablar aún del hombre, de su reino o de su liberación, a todos aquellos que plantean aún preguntas sobre lo que es el hombre en su esencia»... «que quieren partir de él para tener acceso a la verdad»... «a todas estas formas de reflexión torpes y desviadas no se puede oponer otra cosa que una risa filosófica -es decir, en cierta forma silenciosa»5. Podríamos proseguir las citas. No hace falta. Es un hecho que la antropología estructural desemboca en una disolución o supresión del hombre. Y hay que reconocer que en esto es consecuente con su propio principio, pues no se puede llegar a otro resultado cuando se consideran los hechos humanos -y por tanto al hombre mismo- como simples efectos de la causalidad material, de las «condiciones físico-químicas de su organismo», o de unas supuestas estructuras básicas invariantes y susceptibles incluso de formalización matemática. Pero hablar de una antropología sin hombre ¿no es como hablar del «cuchillo sin mango ni hoja»? Toda esta quimérica deshumanización, toda esta inspiración «misantrópica» del estructuralismo, revela bien a las claras a qué grotescos desvíos puede conducir la dogmática mentalidad «cientifista» del hombre contemporáneo. El intento de entender los hechos humanos -o de «explicarlos»- con el instrumento conceptual de los esquemas o «modelos» físicos y matemáticos -que ya denunciaba Ortega en 1948, y aun mucho antes- es condenarse a ceguera perpetua para lo más peculiar y significativo de estos hechos. No es, pues, extraño que con tales métodos, con tal «óptica» anacrónica, sólo se pueda hacer hoy una antropología, una teoría del hombre, de la que el hombre mismo haya sido desalojado.

Pero dejemos a estos buenos estructuralistas querían cuanto y cuan silenciosamente les plazca y tornemos a nuestro propio terreno, que era el de la ignorancia consciente, pero no desesperada. Para nosotros, la disolución del hombre puede que sea, efectivamente, un peligro del mundo actual -de hecho, hay síntomas alarmantes de ello-, pero por eso mismo no puede ser la meta de nuestro esfuerzo cognoscitivo sobre él. Todo lo contrario: necesitamos orientar ese esfuerzo hacia la consecución de un concepto del hombre que nos permita entenderlo sin negarlo, y ese concepto -se puede afirmar a priori-, lejos de conducirnos a una «disolución» del hombre, será tanto más certero cuanto más contribuya a su edificación y corroboración. ¿Cómo alcanzar ese concepto riguroso, ese saber esencial del hombre? Naturalmente yo no voy a resolver aquí esa magna quaestio. Pero sí indicaré las tres instancias o vías que, debidamente conjugadas, pueden encaminarnos, creo yo, hacia él. Hay, en primer lugar, una instancia de saber del hombre de la que todavía no he hablado y que constituye, sin embargo, la base misma de que debe partir -más aún: de que, conscientemente o no, tiene forzosamente que partir- todo intento serio de conocimiento del hombre: es el saber que nos da la vida, la experiencia propia, y la de los demás en la medida en que nos es accesible en el trato y en la convivencia. De este saber encontramos depósitos abundantes y perdurables en la literatura, en el arte y, por supuesto, en el legado histórico-cultural entero. Una segunda instancia es la de la ciencia, a través de una adecuada interpretación de sus datos -comenzando, pues, por despojarse del pertinaz prejuicio absolutista que suele presidir la apelación a ella-. Por último, la instancia filosófica, sobre todo la que hallamos en la línea de aquellas filosofías de nuestro tiempo que se han centrado con plena conciencia sobre este problema. Entre ellas la que, en mi opinión, ha llegado más lejos en esta exploración ha sido la de Ortega, y no por especiales genialidades carismáticas de su autor (aunque no le faltasen), sino simplemente porque tuvo el acierto de descubrir muy tempranamente que la vida humana era un hecho radical e irreductible a cualquiera de los comprendidos en las categorías tradicionales y porque, dándose cuenta de la importancia de este descubrimiento, decidió concentrar sobre él toda su capacidad reflexiva -que era, desde luego, extraordinaria.

Pero nuestro espacio disponible se acorta alarmantemente y aún no hemos dicho nada, o casi nada, sobre el tema específico de las «relaciones humanas». Intentaré decir algo sobre él, algo que tendrá como supuesto o trasfondo todo lo dicho hasta aquí y que habrá de ser ya forzosamente esquemático y limitado a un sólo aspecto, de los muchos que el tema ofrece, a saber: el estado general de las relaciones humanas en nuestros días.

Tomaré la expresión «relaciones humanas» en su más amplio sentido, esto es: cualesquiera relaciones entre los seres humanos, y no sólo las de tipo «social» -sobre las que suelen centrar su atención preferentemente los que de este tema se ocupan.

Pues bien, lo primero que se advierte al echar una ojeada a lo que constituye el ámbito dé la vida de relación del hombre medio actual, es su fabuloso ensanchamiento. Ese ámbito se extiende hoy ya nada menos que al mundo entero, puesto que entran en él, desde las relaciones más modestas de cada hombre con su inmediato contorno, hasta las relaciones entre individuos o comunidades de radio planetario -e incluso, ya en ocasiones relativamente frecuentes desde que se inició la conquista del espacio, extraplanetario-. Las mismas relaciones entre naciones que trascienden amplísimamente las tradicionalmente llamadas «relaciones internacionales» (limitadas casi exclusivamente a lo político y mantenidas sólo entre pequeños grupos de Estados) se han fluidificado y complicado en grado tal que no hay ya ninguna de ellas -sean políticas, económicas, técnicas, culturales, etc.-, que no tenga dimensión mundial y que no se traduzca en correspondientes foros, asambleas, parlamentos organizaciones e incluso instituciones permanentes. Y por encima, o por debajo, de esta tupida red de relaciones, o entremezclándose con ella para hacerla más y más compleja, se multiplican de día en día toda suerte de sociedades o asociaciones infranacionales nacionales o supranacionales, cualificadas por un orden de actividad determinado -sociedades científicas, económicas, técnicas, deportivas, filantrópicas, artísticas, etc., etc.-, que no tienen carácter oficial y que celebran innumerables reuniones, congresos, conversaciones, convenciones, mesas redondas, coloquios, etc., cuya proliferación está rayando ya en manía -y cuya efectividad es tan desproporcionada a los medios puestos en juego para sostenerlas-. Agreguemos a ello el tipo o tipos de relaciones determinados por los medios mecánicos o técnicos de comunicación de que el hombre actual dispone: facilidad, frecuencia y amplitud de los viajes, prensa diaria, libros y revistas de toda especie, grabaciones -discos, cassettes...-, radio, cine, televisión -los famosos mass media-, técnicas de información mediante ordenadores, etc. (cada uno de estos capítulos merecería por sí sólo un estudio sociológico -y muchos se están efectivamente realizando-). El balance que ostensiblemente salta a la vista como resultado de este elemental recuento es el de una aplastante multiplicación y extensión de las relaciones humanas. Pero, por otra parte, y con no menor inmediatez, advertimos también que tal vez nunca han sido las relaciones entre los hombres tan someras, tan livianas o faltas de «peso» como en nuestros días. ¿Qué ocurre, pues? ¿No se estará cumpliendo aquí -bastante inquietantemente, por cierto- una especie de ley de «física social», según la cual, en las relaciones humanas, como en otros órdenes de realidades, lo que se gana en extensión se pierde en profundidad o en intensidad? (Nuestra sabiduría de refranero lo habría expresado desde hace tiempo en el más paladino romance: «Quien mucho abarca, poco aprieta»). ¿No resultará que cuanto más se multiplican y dilatan estas relaciones más se trivializan y, por tanto, menos «humanas» se tornan? Representémonos, sin ir más lejos, la odisea cotidiana del hombre de hoy, especialmente en las ciudades (no es difícil, porque todos, más o menos, somos protagonistas de ella). Desde que abre los ojos por la mañana se encuentra ya irremisiblemente apresado en la red de mil hilos de estas relaciones, y esto no cesará ya hasta la hora nocturna del sueño. Mientras se asea o se viste, abrirá el «transistor» para oír noticias. Desayunará ojeando la prensa. Luego, el traslado al trabajo -otra vez radio, si va en coche, o prensa, si en autobús o metro, o acaso algo peor: colisiones con otros asendereados ciudadanos, que se afanan como él por arribar a puerto. Pero no hay tal puerto. En el lugar de trabajo seguirá la navegación en agua, si cabe, aún más procelosa: allí se convertirá durante una serie de horas -todo el hueco del día- en pieza, más o menos anodina, de un mecanismo. Y cuando, en fin de jornada, sobreexcitado, cansado y maltrecho, retorna al que debería ser verdadero puerto de refugio, al «hogar, dulce hogar», ¿qué encuentra?... No me demoraré en describirlo. Que cada uno meta la mano en su pecho y se responda. En fin de cuentas, el anhelado reposo, la soñada «relajación», en el mejor de los casos, consistirá en derrumbarse... ante la pantalla del televisor. Sólo el sueño, cuanto más mineral mejor, le redimirá por unas horas de tanta «relación humana». Todas estas «relaciones», en cuyo océano cotidiano el hombre actual bracea como un náufrago, son típicamente «sociales», pero la verdad es que de «humanas» tienen muy poco. Más bien las sentimos como bastante «inhumanas». Lo «humano», en cuanto es algo más que una cualidad neutra, es decir, en cuanto alude a un valor, se da -como todo lo valioso- en formas positivas y negativas, y también en formas plenas y deficientes. Pues bien, yo diría que en las relaciones hasta ahora descritas predomina lo negativo y lo deficitario. Y ocurre preguntar: ¿dónde están, cuáles son entonces las otras, las presuntamente positivas y plenificantes? Para contestar a esta pregunta necesitamos referirnos previamente a algunos caracteres de la vida humana en función de los cuales podremos entender la respuesta.

La vida humana es primariamente soledad, radical soledad; pero también es, no menos primariamente, convivencia y anhelo de compañía. Estas dos dimensiones de la vida, complementarias y mutuamente condicionantes, tienen funciones constitutivas (son, pues irrenunciables), pero su significado respectivo puede variar según los modos y las «proporciones» de su articulación o conjugación. Ahora bien, de estas dos dimensiones de la vida brota el caudal entero de las relaciones humanas, y del signo que tenga su mutuo juego dependerá el «estado» y la cualificación de estas relaciones en cada momento. (Compárese el alcance y el sentido de las relaciones humanas en la vida de un monje de la Tebaida y en la del ciudadano medio de una gran urbe contemporánea, y se tendrá un ligero atisbo de lo que esto quiere decir).

La vida es soledad, por lo pronto, en el sentido elemental de que no podemos recurrir a nadie para hacer nuestra vida, esto es, para decidirla en cada instante, y no podemos renunciar tampoco a esa autodecisión, por constituir ella el momento estructural que podríamos llamar «absoluto» del vivir. En la autodecisión estamos, pues, atenidos a nosotros mismos y ese es el sentido más hondo de la palabra «responsabilidad». Por eso, es decir, por ese rasgo o carácter inexorablemente solitario de la decisión, es por lo que en ella se revela en su última verdad quién es cada cual. En la soledad, en efecto, el hombre vaca a sí mismo, esto es, a ser sí mismo, a ser el que de verdad es; en ella se encuentra consigo mismo cara a cara, allá en los últimos hondones de su conciencia, donde no cabe ya engaño ni enmascaramiento. Pero lo que sí cabe son múltiples grados de acendramiento y de profundización de la soledad, y es sumamente difícil alcanzar ese último fondo en el encuentro consigo mismo. En cualquier caso ahí tenemos el primer tipo de relación humana: la de cada uno consigo mismo, extrañísima relación, exclusiva del hombre y posibilitada, a la vez, por su conciencia y por su libertad. Y hay que decir ya que de la índole de esta relación primaria, de su estado, grado, frecuencia, profundidad e intensidad, dependerá la suerte de todas las demás relaciones humanas.

Esas otras relaciones son las de convivencia -decíamos- y las de la compañía -esto es, dicho en toda su generalidad, las relaciones con los otros-. Pero la convivencia tiene dos vertientes, dos formas, está integrada por dos tipos de relación irreductibles: la relación «social» y la «interpersonal» o interindividual. Y sólo en esta última se da propiamente la compañía. En la compañía, cuando de verdad lo es, y no solamente un remedo o un Ersatz, este hombre que es sí mismo se siente corroborado en su «simismidad» por la del «prójimo», intercomunica con éste, justo en cuanto le es «próximo», es decir, en cuanto individuo o persona, en cuanto es también un yo irreductible, un sí mismo con el que, en definitiva, podemos intercambiar, en algún grado, intimidad.

Todas estas relaciones transcurren, pues, en el ámbito estricto de lo que podemos llamar vida personal. Y esta es la única que, en sentido pleno y primario, puede llamarse «humana». Se da, como vemos, esta «vida personal» en las dos formas de soledad y de compañía.

Pero junto a ella -es decir, entremezclada inextricablemente con ella- hay un género de vida y de convivencia -y, por tanto, de relación humana- que es la puramente social (con la relatividad que todo lo «puro» tiene en la vida), y en la que podríamos decir que ni estamos solos ni acompañados. Lo «social» tiene, en efecto, una extraña índole fronteriza, ambigua (Ortega lo puso enérgicamente de relieve, frente a toda la sociología habida hasta él) que hace sobremanera difícil su aprehensión en conceptos. Esa su condición ambivalente se manifiesta también en este hecho: lo «social» es y no es «humano» -esto último, en la medida en que ya es extrapersonal-; de ahí que en la vida puramente social el hombre viva como enajenado y fuera de sí, pues por un lado le falta el hacer pie en sí mismo, el ensimismamiento de la soledad, y, por otra parte, tampoco se siente acompañado, ya que en la relación puramente «social» los otros no nos son nunca «próximos», en el sentido indicado -como pueden sérnoslo el familiar, el amigo, la esposa, la amante-, sino que nos son gente, o público, o, a lo sumo, meros representantes de funciones genéricas, de esquemáticas figuras llamadas por antonomasia justamente «sociales» (o «roles», según la terminología de importación anglosajona): el colega de profesión, de asociación, de asamblea o de club deportivo, el correligionario de partido político, el funcionario, el vecino, el conciudadano, el peatón, etc., etc. -siempre encarnaciones neutras de funciones sociales, nunca «hombres de carne y hueso» (según la enérgica expresión unamuniana), es decir, personas incanjeables-. Vida social o colectiva es, pues, siempre, en una u otra medida, vida pública, por tanto, no privada, no íntima, no personal, y, en este sentido concreto, no «humana». Lo cual no le resta, bien entendido, ni un ápice de necesidad, de relevancia ni de esencialísima significación en la vida íntegra del hombre. Lo social, justo gracias a su condición anónima, es el medio mismo en que la vida humana, como en un caldo de cultivo, puede desarrollarse, desplegarse histórica y aun personalmente (como se ve sin más que echar una mirada a la función y al enorme volumen que en ella ocupa el hecho social por excelencia, que son los usos -de los que sólo uno, aunque destacadísimo, es el lenguaje-). No se trata, pues de descalificar la dimensión social de la vida -lo que sería estúpido-, pero sí de verla, en cuanto a las relaciones humanas se refiere, en su verdadera perspectiva.

Ahora bien, a este respecto, hay que decir que la ocupación del hombre con el hombre -que es en lo que, en definitiva, se resumen las relaciones humanas-, como toda ocupación en la vida humana, está sometida a la ley inexorable de la limitación temporal de ésta. No disponemos para vivir más que de días y horas contados, y es de la máxima importancia saber calcular con acierto la cantidad de tiempo y de esfuerzo que debemos dedicar a cada ocupación. De ahí la gravedad de la vida y la trascendencia de cualquier error en este cálculo. Y esto vale para la ocupación del hombre con el hombre -o sea, para las relaciones humanas- más dramáticamente que para cualquier otra. Pues bien, recordemos que esta ocupación reviste siempre -en toda vida- tres formas fundamentales: 1.ª: ocupación del hombre consigo mismo en lo que hemos llamado vida como soledad; 2.ª: relación del hombre con otros individuos como tales (relaciones interpersonales o interindividuales); 3.ª: relaciones «sociales» en sentido estricto. La extensión temporal y la intensidad con que el hombre, cada hombre, pueda vacar o dedicarse a esas diversas ocupaciones con el hombre varía considerablemente (aparte de las diferencias individuales) de unos tipos de hombre a otros, de unas épocas a otras y de unos tipos a otros de estructura social. Sin embargo, para que todo marche bien en la economía vital humana, es menester conseguir un cierto equilibrio en la distribución de esas tres direcciones de nuestra conducta ad hominem. Yo diría que hay aquí también una especie de regla aúrea (de aurea proportio) de cuyo justo hallazgo y observancia dependen en gran escala muchas cosas, quizá todas las cosas fundamentales y decisivas para el ser humano, y en primer lugar esa cosa de primerísima necesidad e importancia que llamamos felicidad. Pero ahí está: no es nada fácil, y menos hoy, dar con el secreto de esa regla aúrea -que, por supuesto puede y debe variar, pero siempre dentro de ciertos límites, para cada cual-. Hay fuerzas, presiones e impedimentos de muchas clases -y hay que decirlo, principalmente sociales- que se oponen a ello y hace falta buena dosis de valor y de autodisciplina para resolverse a encontrarlo y, sobre todo, a ponerlo en práctica. La razón de ello hay que buscarla en ciertos aspectos de nuestra situación que seguramente todos percibimos, que todos sin duda sentimos, pero que, de puro sernos obvios y presentes, pocas veces reparamos en ellos con conciencia plena y aparte -como suele acontecer con todo lo que nos es demasiado inmediato-. Se trata de lo siguiente: en la actualidad casi todas las formas de relación humana -y dejo el «casi» por pura fórmula rutinaria de cautela- están afectadas de una peculiar dislocación o desequilibrio, con frecuencia grave, procedente de una mala distribución o reparto de las tres mencionadas dedicaciones. Se puede precisar el diagnóstico general del mal señalando dónde está la hipertrofia -pues de esto se trata- y dónde la atrofia causantes de ese desajuste. La hipertrofia está -después de todo lo dicho parecerá evidente- del lado de las relaciones puramente sociales, cuyo desarrollo en el hombre actual es a todas luces anómalo, sobre todo si se compara con la correspondiente reducción sufrida por las otras dos dimensiones de su vida íntima y de relación interpersonal. Estamos, en una palabra, ante el gran fenómeno de nuestro tiempo que se suele llamar la «colectivización» o «socialización» del hombre, fenómeno que se extiende sin cesar, como una pandemia, por toda la superficie del planeta. Pero, si nuestro esquema interpretativo es acertado, colectivización significa deshumanización. Y la forma extrema de ésta la encontramos en la masificación, igualmente progresiva, que aqueja a nuestras sociedades. Y llegamos así a un resultado en apariencia paradójico: decíamos al principio que es la nuestra una época de humanismo; afirmo ahora que es también una época de extensa deshumanización (recuérdese la paradigmática «antropología sin hombre» del estructuralismo -por no hablar de otras «deshumanizaciones», como la del arte, etc.). Pero no hay contradicción; antes bien, ha sido el proceso de deshumanización el que ha provocado -al menos con ese carácter de súbita necesidad y urgencia- el interés central por el tema del hombre.

(Estoy lanzando ideas a la carrera y como a voleo. Cada una de ellas requeriría una larga exposición y fundamentación. Pero no hay otro remedio, dado el carácter casi programático de esta disertación y dadas también las exigencias del tema, que no necesita menos para una visión, aunque sea muy sinóptica, del núcleo de problemas que su simple apertura plantea. Y no pretendo otra cosa -conste- que desplegar un poco el panorama de esta problemática.)

Pero volvamos, aunque ya muy brevemente, a lo que he llamado regla aúrea de las relaciones humanas y a la dificultad de encontrar su norma para el hombre actual. Esta dificultad -acabamos de verlo- es considerable. Sin embargo, si nuestro diagnóstico es certero, de él pueden desprenderse algunas indicaciones generales que sirvan al menos como primera guía u orientación para la búsqueda de dicha norma. Yo las resumiría, un poco en cifra, pues ya no hay tiempo para más, del modo siguiente:

Le es necesario al hombre de hoy dedicar más espacio y más esfuerzo a intensificar su vida privada: en primer lugar, a edificar y cultivar su intimidad frecuentando más sus «soledades» -como decía el poeta-, condición indispensable para forjarse una fuerte y diferenciada personalidad; en segundo lugar, a construirse también ricas, jugosas relaciones interpersonales. Ello lleva consigo, naturalmente, un activo, enérgico, sustraerse a algunas de sus actividades y dedicaciones puramente sociales.

En el primer aspecto, es indudable que el hombre actual vive en precario consigo mismo, se huye a sí mismo y teme quedarse sólo. Han sido abandonados, como consecuencia, o sumamente descuidados, los «últimos planos» de la vida -sin los que no hay vida humana completa y llena- las ultimidades. Porque no hemos dicho aún -el tema es grave y vidrioso- que es en esa soledad consigo mismo donde el hombre puede encontrar un tipo de relación personal sin el que no será plenamente hombre: el contacto con lo trascendente (si se quiere, con Dios) y el enfrentamiento con el hecho ineludible de la muerte. Y los elude -intenta eludirlos-, tal vez porque carece de convicciones radicales sobre estos tremendos asuntos, y, por tanto, también de los consiguientes modos de abordarlos. Pero esa fuga de sí que aqueja al hombre de hoy es, como toda actitud irresponsable, puro espejismo y un pésimo expediente para lo que verdaderamente necesita, que es salvarse del perdimiento (si la palabra no estuviese tan desacreditada, diríamos también de la «angustia») en que se siente vivir -por más que trate de ocultárselo-. El anegamiento de la personalidad en el océano de las relaciones sociales no es una solución, sino justamente eso: una disolución.

En cuanto a las relaciones interindividuales, nadie ignora que sus formas más importantes están atravesando en todas partes por una crisis igualmente «disolutoria» o desintegradora (que se inscribe, por supuesto, dentro de la crisis histórica general que estamos viviendo): el matrimonio, la familia, la amistad, las modalidades del amor (palabra que, por cierto, está cayendo en desuso, sustituida por otras -«erotismo», «sexo»...- o, si se sigue usando, se hace como residualmente y con notorios cambios de significado). Todo esto está desvirtuándose día a día, perdiendo cohesión, vigor -vigencia- y densidad humanas. No pretendo que se deba retroceder a módulos tradicionales, ya definitivamente obsoletos, para revalorizar estas dimensiones tan importantes de la vida de relación, pero sí podría recomendarse que cada cual se esfuerce por concederles mayor atención y solicitud, que se intente al menos inventar nuevos módulos, más adecuados a nuestra situación, pero en los cuales se conserven su esencia y su valor genuinos. También sin estas formas plenamente desarrolladas y finamente cultivadas de la convivencia personal, la vida del hombre adquiere un aspecto bastante torvo y vacío, y como de primitivismo, por más que se prodigue en actividades «sociales» -o justamente por ello-. Pero sin lo primero, sin un acendramiento suficiente de la personalidad, este segundo objetivo -que se daría «por añadidura» y que se reduciría ya a una cuestión de inventiva- no podría alcanzarse.

Y basta ya. Sólo unas líneas más para resumir en varios puntos todo lo expuesto:

  1. En el orden puramente teórico -científico y filosófico- es la nuestra una época de humanismo. Pero el signo de ese humanismo es, hasta hoy, el de la ignorancia (si bien docta). Consecuencia: hay que estar bien alerta a la realidad de esta situación y no caer -como se hace con demasiada frecuencia- en el mayor de los peligros, que es el de hacerse ilusiones, creyendo que «se ha llegado», y aún que «se está de vuelta», cuando apenas se ha comenzado a caminar.
  2. Tenemos ya, sin embargo, ciertos saberes sobre el hombre -de diferentes tipos- que nos permiten abordar desde ellos el tema de las «relaciones humanas».
  3. No todas las llamadas «relaciones humanas» lo son en sentido pleno y positivo. Y es común un quid pro quo que hay que combatir, y que consiste en tomar por tales las que menos lo son, a saber, las puramente sociales.
  4. Las relaciones humanas hay que entenderlas en tres planos o dimensiones fundamentales, a saber:
    1. Relaciones del hombre consigo mismo en el plano radical de su soledad.
    2. Relaciones interindividuales.
      • (Estas dos constituyen lo que podemos llamar vida personal).
    3. Relaciones puramente sociales.
  5. Es necesario un funcionamiento armónico de esas tres direcciones de la humana vida de relación. (Regla aúrea).
  6. Esa armonía ha sufrido una peculiar dislocación en el hombre actual -es uno de los aspectos más inquietantes de la crisis histórica que estamos viviendo-, traducida en el gran fenómeno de la creciente socialización y masificación del hombre.
  7. Esa socialización es una deshumanización.
  8. Es urgente y de la máxima importancia restablecer la armonía. Para ello hay que procurar:
    1. Una nueva y enérgica interiorización del hombre.
    2. Un reforzamiento y recualificación de las relaciones interindividuales o interpersonales, a costa de las puramente sociales.

En suma: es menester una restauración del peso y dignidad, del poder vinculatorio y comunicativo de las relaciones humanas propiamente tales.

Este es el repertorio de las cuestiones más importantes que, a mi juicio, habría que desarrollar en torno al enorme tema de esta disertación.





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