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La fiesta de San Pedro Mártir: preparativos y vicisitudes de la Inquisición novohispana dieciochesca21
Para Georgina García-Gutiérrez
Como es bien sabido, la Iglesia novohispana hacía uso de la prédica para mantener la fe y de la disciplina que conllevaba el sacramento de la penitencia para conservar y practicar la religión cristiana, amén de que parte de la influencia y labores propagandísticas de las instituciones eclesiásticas se llevaba a cabo por medio de celebraciones de actos comunitarios. Así, el Santo Tribunal de la Inquisición propiciaba y auspiciaba actos conmemorativos cuando, por ejemplo, algún monarca dejaba de existir. Baste sólo la mención del Túmulo a Felipe IV que encargó en el siglo XVII a los jesuitas Núñez de Miranda y Uribe22. Además, era partícipe del importante y fervoroso elemento público que significaban las procesiones de las cofradías23 las que asimismo —28→ -y en el caso del tribunal- significaban la manifestación de su compromiso con la propagación de la fe y con las fiestas que la Iglesia consideraba importantes.
Es lícito preguntarse sobre la manera en que el Santo Oficio -aparato eclesiástico-estatal principalmente conocido y estudiado en su aspecto de infatigable perseguidor y represor de todo acto o dicho que no fuera de acuerdo con la ortodoxia establecida y permitida- tomaba parte en tales actividades.
* * *
No es desconocido el hecho de que la Inquisición fue instituida en sus orígenes con el propósito primordial de rescatar al ser humano de la perversión de «Luzero, émulo sacrílego y obstinado de su Creador» que «aprovechando la fragilidad humana» lo ha pasado -e insiste en hacerlo- «a su maldito séquito y dominio, haziéndola partícipe de su miserable condenación y penas que nunca tendrán fin»24:
(fol. 1r-1v) |
y así perseguir a los «malditos hereges y demás enemigos de la Santa Fe Cathólica» (fol. 7v). Era natural, entonces, que se encomendara, tanto a la Institución y sus integrantes como sus acciones, a un santo patrón como tutelar. Evidentemente, era necesario poder acudir a un personaje que fuera «incontrolable en la fe y siempre vencedor y triunfador de la heregía» (loc. cit.).
Tocó a San Pedro Mártir de Verona (1205-1252) ser el santo titular del Santo Oficio. La elección era casi natural, ya que el santo era hijo de cátaros; desde muy joven ingresó en la orden de Santo Domingo, además, entregó su vida al estudio, la lectura, la oración, la prédica, pero sobre todo, a la defensa de la fe. Muy popular en su tiempo, recorría los pueblos para «sacudir a los negligentes, convertir a los pecadores y reconquistar a los que habían abandonado la religión», amén de que a sus sermones acudía gran número de oyentes y seguidores, y aun llegó a ser inquisidor general de los territorios milaneses en 1234. Atacado por dos maleantes en 1252 y gravemente herido, alcanzó a escribir con su sangre «credo in Deum», justo antes de morir25.
Ante tal ejemplo enaltecedor y edificante -además de totalmente coherente con los propios fines con que fue instituida la Inquisición-, se declaró que:
—30→Por ello, para unir a los padres en su celoso resguardo de la fe católica y animarlos en su devoción y servicio del glorioso y escogido santo y mártir,
(ibid., fol. 8r) |
Como toda cofradía, la de San Pedro Mártir de Verona era una asociación de individuos vinculados por la hermandad, con «espíritu y finalidad» originariamente religiosos y benéficos26, que debían de contribuir con una cantidad estipulada para su ingreso en ella (Reglas y constituciones... fol. 16r).
—31→Por lo demás, los miembros eclesiásticos del Tribunal tenían las mismas necesidades que los que no lo eran y pertenecer a esta agrupación ofrecía a sus agremiados -independientemente de su condición o cargo- protección espiritual y material27. Así, la cofradía
(ibid., fols. 10v-11r)28 |
Además, entre otras prebendas espirituales, se añadía
que los dichos Ministros [del Santo Oficio], que penitentes, y confesados, y con la Sagrada Comunión refeccionados, en la Vísperas, y Días del Glorioso San Pedro Mártyr, y la Exaltación de la Santa Cruz, o en alguno de ellos visitaren devotamente alguna de las Iglesias, Capillas, u Oratorios de dicho San Pedro Mártyr, o su Cofradía, y allí hicieren oración a Dios por el feliz estado, y exaltación de la Santa Iglesia Romana, y de nuestra Fe Católica, y por la extirpación de las heregías, salud del Pontífice Romano, y por la paz, concordia, y unión entre los Príncipes Christianos, en cada un año, y qualquiera de las referidas dos Festividades, ganen Indulgencia plenaria, y remisión de todos sus pecados; Paulo V. Dicho año de 1611, en la citada Bula, que empieza: Cum inter caeteras29. |
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Asimismo, se tenía contemplado ayudar a los parientes de los agremiados que estuvieren en mala situación económica:
crear y fundar capellanías para consuelo de los individuos enfermos, socorrer a las viudas y huérfanas de los ministros y familiares pobres, dotar también médicos y cirujano para la asistencia de los mismos y últimamente el de igualar y costear las medicinas que necesitaren y algunas otras limosnas que aquí se omiten30. |
Y, cuando alguno de sus asociados moría, se cubría su féretro con el paño con insignias que la cofradía tenía para tales menesteres,
(Reglas y constituciones..., fol. 16v; yo subrayo) |
En las demás cofradías se cuidaba mucho quienes ingresaban en ellas; en la de San Pedro Mártir de Verona, como había sido fundada por y para miembros del Santo Oficio, este requisito estaba cumplido con creces (en cuanto a los miembros que podríamos llamar «numerarios», si se nos permite el anacronismo) en la cuidadosa selección que de suyo hacía el tribunal con testificaciones —33→ de quienes conocieren o hubieren sabido de la familia del candidato, pruebas de limpieza de sangre, etcétera31. En sus filas se contaba con todos los inquisidores, fiscales, secretarios, calificadores, consultores, abogados, comisarios, notarios, honestas personas, capellanes, familiares «y otros qualesquiera ministros que con qualquier título o causa, y en qualquier ministerio, sirven al Santo Officio» (ibid., fol. 12r).
Por último, cabe preguntarse quién o quiénes se encargaban de vigilar y coordinar la buena marcha de tal agrupación. Había necesidad, en toda congregación eclesiástica, de una «cabeza que lo adorne, govierne, ampare y defienda [...] en todos los Tribunales de los Reynos de España y de éstos de Indias» (ibid., fol. 12v). Para tal fin, anualmente se elegía a un «Hermano Mayor», por voto secreto32 de los inquisidores, fiscales, secretarios oficiales y ministros que se hallaren presentes en la lectura de las Reglas y Constituciones. Tales miembros tenían voto «activo» y «pasivo», es decir, podían elegir y a su vez ser electos para tal cargo, «sin exempción de personas, officios, antigüedad ni otra alguna». Quedaban con voto activo solamente los inquisidores, fiscales y secretarios que no pudieran «acudir a las funciones y obligaciones que han de ser a cargo del Hermano Mayor [...] por sus continuas y forçosas obligaciones» (ibid., fol. 13r).
Las funciones del Hermano Mayor consistían en: salir en la procesión de la fiesta de San Pedro Mártir, como veremos, registrar en el libro correspondiente a cualquiera que fuere recibido por ministro y se le despachara título, encargarse del culto del Santo Patrón, llevar un registro de ingresos y egresos, de tener el libro bajo su cuidado y de hacerse cargo de la asistencia de miembros a los entierros de los cofrades y sus familias (ibid., fols. 15r-16v).
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—34→Era costumbre de las cofradías celebrar la fiesta de su Santo Patrón en su día. En el caso de San Pedro Mártir de Verona, canonizado en 1253 por el papa Inocencio IV, tocaba hacerlo el 29 de abril y en tal ocasión se consagraban ramos de palmas y olivos contra las tempestades33. En 1604, por ejemplo, se «concertó con Gonzalo de Riancho y Juan Corral, autores de comedias», la puesta en escena de La comedia de San Basilio34. Además, el mismo día pero de 1616, «a la tarde hubo comedia de Santiago el verde de Queto, que todos quedaron muy gustosos»35.
En el día de la festividad del Santo Patrón de la Cofradía, tocaba al Hermano Mayor, como parte de sus obligaciones, la de
(Reglas y constituciones..., fol. 15r) |
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Por otra parte, también a su cargo estaba
(ibid., fol. 15v) |
La situación y acciones de la Cofradía se fueron dando en este tenor desde su fundación, suponemos que sin mayores complicaciones. En el siglo XVIII, sin embargo, apareció un auto inquisitorial en el que los inquisidores, licenciado Francisco de Gazarón y doctor Francisco Antonio de Palacio y del Hoyo, se quejaban del
(AGN, Archicofradías..., vol. y exp. citados, fol. 1r) |
Anotaban, además, que debido a lo anterior muchos no sólo se defendían o excusaban de aceptar el puesto de Hermano Mayor, sino también de ser calificados como familiares u otros ministros «por no sugetarse al gravamen de dichos gastos», pues tenían que pagar «los gastos de sus pruebas» que se destinaban a la Cofradía. La razón era bien sencilla, los que entraban como interinos gozaban «sin los gastos de pruebas de pribilegio del fuero, como si fueran calificados» (ibid., fol. 1v).
La estrategia de Gazarón y de Palacio, para subsanar tales actitudes, fue mantener que era «justo y razonable» que cooperaran como hacían los demás -aunque fuera «con alguna porción para el lustre y mantención de dicha Cofradía, pues de ella depende en parte la estimación del Santo Oficio y sus ministros»-, por lo que ordenaron
(ibid., fols. 1v-2r) |
quedando previsto que si
(ibid., fol. 2r-2v) |
Dado lo anterior, no era de extrañar que nadie quisiera aceptar ser Hermano Mayor. Por otra parte, se tenían antecedentes de renuncias. El 27 de enero de 1711, los mismos inquisidores revisaron una relación jurada que «con recaudos para su justificación presentó en seis de febrero de setecientos y quatro, el tesorero don Diego José de Busto», de lo que importaron los gastos
(ibid., fol. 3v) |
Gazarón y de Palacio nuevamente salieron al rescate de la situación, pues
(ibid., fols. 3v-3 bis v; yo subrayo) |
Pero, también se notó que en 1707 todavía seguían poniéndose difíciles los miembros del Tribunal, en todo cuanto se tratara de aceptar el alto cargo de la Cofradía. De nuevo, se tuvo que hacer una concesión para hacer más atractivo el puesto. Se dio el caso que había sido nombrado Hermano Mayor el padre maestro Bartolomé Navarro de San Antonio que a la sazón, además de calificador de la Inquisición, era provincial de la orden de Santo Domingo. El asiento que se tenía destinado era el «último del banco cubierto de oficiales» lo cual no iba con la posición de tan «alta persona eclesiástica condecorada» (ibid., fol. 4r), pues era «disonante que en la Yglesia de su mismo convento y con la representación de tal Hermano Mayor y de sus prendas personales, tuviese el asiento vecino, después de todos los oficiales». Para subsanar tal agravio, «se le dio el asiento inmediato a la Vara por orden verbal del Tribunal y de consentimiento de los oficiales» para que así cesara «la desestimación en que hasta ahora se ha tenido experimentándose muchas veces que ha sido necesario el apremio y compulsión para que lo acepten» (ibid., fol. 4v) y el 28 de abril de 1711 se dictaminó,
(ibid., fols. 4v-5r) |
Pero no todo quedó en eso. Si bien los candidatos a Hermano Mayor ya no daban problemas en cuanto a su elección, el 2 de mayo de 1711, apareció —38→ otro auto de los mismos inquisidores que, en su audiencia de la mañana,
(ibid., fol. 6v) |
Para lograr tales fines, se citó a todos los miembros que residían en la Ciudad de México y se les leyeron los tres autos. Además, se enviaron cartas a los que vivían fuera, exhortándolos a contribuir «con lo que pudieren cómodamente» (ibid., fol. 7v) o «con la cantidad que sin desacomodarse pudieren por vía de limosna» (ibid., fol. 13r). La respuesta no se hizo esperar. En general, aportaron la cantidad de veinticinco pesos, otros dieron una menor cantidad, los menos no hicieron aportación alguna, pero los hubo que dieron hasta cien. Asimismo, contribuyeron algunos que no eran ministros del tribunal (ibid., fol. 9v y exp. [2], fols. 3v-6v). Los gastos fueron muy altos, pues hubo que contratar, entre otros, a maestros plateros y bordadores expertos (exp. [1], fols. 13v-18v), amén de que se trajeron algunos ornamentos (casullas, bordados, galones, etc.) de Manila en la Nao Nuestra Señora de Begoña (exp. [2], fols. 1r-2v), menos los cíngulos «que acá no se hacen buenos y que suelen embiar de México» (loc. cit.). Finalmente, se hizo frente a la situación, para darle el lustre y valor de antes a la importante fiesta de celebración, tanto de San Pedro Mártir como del Santo Oficio, tan íntima y estrechamente ligados.
Y así, con los altos y bajos expuestos y con todas las seguridades del caso, se dio la conmemoración del Santo Patrón de la Cofradía en la Nueva España —39→ dieciochesca. Se cuidaba del ambiente exterior de la celebración, como la limpia y embellecimiento de las calles y se daban refrigerios a los espectadores, amén de que había juegos pirotécnicos desde la noche antes y durante el día del santo patrón, así como gran celebración con música36. También se llenaban de velas, tanto la capilla del santo como la Catedral, se ponían «blandones de palo dorados y de plata»37 en los altares, se gastaba en las chirimías que se proporcionaban a los indios, se ponían arcos de tules, se adornaban los altares y las paredes con gran cantidad de flores, se ponían ramos para el ornato de la fiesta y palmas. Además, «a los religiosos que asistieron a la misa mayor y a los padres sacristanes mayor y menor y a los sirvientes de la sacristía se les hiço regalo de chocolate» (fol. 368v).
Como hemos visto, el rito sin duda se sujetó al ceremonial establecido con los símbolos sagrados a los que debía de adherirse el protocolo oficial eclesiástico38; se celebraban tres misas acompañadas de música desde la víspera39. En esta fiesta, los miembros de la Inquisición se dividieron los gastos en aras del mejor lucimiento y veneración del Santo Mártir, y los asistentes quedaron debidamente impresionados y edificados en un intercambio recíproco y comunitario. El Hermano Mayor, con su puesto honorífico, con las atribuciones especiales que hemos descrito, y muy probablemente trabajando más que ninguno, cuidó del éxito y brillo de la fiesta, amén de que los invitados importantes tuvieran los lugares que exigía su puesto o posición social, en este devaneo de jerarquías con visos de igualdad, reconocimiento social y prestigio colectivo.
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Ilusas y alumbradas: ¿discurso místico o erótico?40
En el discurso poderoso y normativo, tanto del Estado como de la Iglesia, se crea un ritual al que todos deben conformarse; transgredirlo supone un ataque y una desobediencia al precepto establecido, al orden social. Ésta es la situación que se impone a la pujante realidad americana por medio de la Conquista y posterior evangelización. Se da un apelativo a la tierra tomada: Nueva, que, contrariamente a lo que parecería indicar, implanta y trata de preservar todo lo que representa la España que le ha dado su nombre, pues le instituye su contexto, sus códigos, su ideología.
La influencia del cristianismo se deja sentir en todos los ámbitos, marcando rigurosos patrones de conducta y culto; se predica y alienta la elevación de cuerpo y alma: la sublimación en la virtud, en Dios. Hay quienes acatan estos preceptos, quienes los atacan y pervierten y quienes -indebidamente- muestran una inquietud espiritual que, si bien es producto de la exaltación religiosa -lejos de enaltecerla y glorificarla-, la confunde y perturba. Tal es el caso de las ilusas y alumbradas.
Convendría asomarse a sus orígenes. Las alumbradas, que semánticamente denotan a seres que se acercan a la entidad divina irradiante41, son iluminadas por la llama y el esplendor de la deidad, por la legítima razón del bautismo. Individuos elegidos y afortunados que reflejan, a todas luces, su compenetración con Dios; personae que merecen ser honradas y seguidas y, por ende, sospechosas a los ojos de los propiciadores y mantenedores del equilibrio de la comunidad.
—42→Se podría preguntar, y con justificada razón, el porqué de la desconfianza de las autoridades. Si hay un razonamiento alumbrado que se ciñe a los cánones y que con su lustre limpia y depura a los que se encuentran en posibilidad de dejarse llevar por una línea equivocada, conduciéndolos por el camino recto ¿cabe dudar de él? Se hace preciso, entonces, recordar que hay una gran diferencia entre propagar la palabra divina, cuando se es depositario fidedigno de ella, y difundir una opinión o, lo que es peor, una interpretación no autorizada de la misma. La transmisión de dicho parecer puede resultar sumamente peligrosa, pues lejos de justificar y afirmar a la sacra organización imperante, puede hacer que algunos sujetos -en su sed y necesidad de enaltecimiento, y deslumbrados por la falsa noción de poder disfrutar y disponer de la sensación de lo intangible e inefable-, la desvirtúen y la vuelvan ilegítima.
Los alumbrados han constituido, a través de los tiempos, un grupo minoritario pero no por eso -no hay que engañarse- poco efectivo. Es posible hacer una especie de clasificación de ellos, pues sus síntomas y conductas difieren entre sí. En primer lugar, están los que se conforman a los moldes establecidos por la ortodoxia, la cual siguen, proclaman y comparten, como Ignacio de Loyola o Teresa de Jesús, los místicos santificados por la Iglesia. Por otra parte, los que con alma henchida de pasión mística se encierran en sí mismos para salir de los lineamientos dogmáticos y desembocar en la disensión. Finalmente, hay una tercera manifestación de este fenómeno que, no contenta con transgredir la preceptiva fija e instaurada, la degenera42. Es este último grupo el que interesa aquí.
El vehículo ideal para este tipo de exteriorización desviado y falso lo constituían las beatas que, por estar habitualmente metidas en las iglesias, eran campo fértil para tales herejías. Devotas, solitarias y pobres componían un grupo peculiar y, en general, honrado y respetado por los demás -de otra manera, habrían quedado reducidas a la inmovilidad. Inmersas en una sociedad en que las mujeres ocupaban lugares estacionarios, no estaban destinadas, como las demás, a ser esposas, madres, prostitutas o religiosas, opción, —43→ la postrera, que habría sido deseable pero, desgraciadamente para ellas inalcanzable, por falta de recursos pecuniarios suficientes para reunir la dote necesaria y así poder ingresar en un convento. La beatitud les proporcionaba una manera de atraer la atención en y por sí mismas, pues gozaban de reputación de santidad, lo cual las ponía en una situación privilegiada. Eran «mujeres que, bien en sus casas, solas o en comunidad con otras, emparedadas o no, dedicaban el resto de sus días a la religión»43. Llevaban indumentaria distintiva y, las que pertenecían a alguna orden, hábito. Estas últimas respetaban las reglas pero no tenían obligación de clausura, no hacían los votos y estaban subordinadas a la autoridad de las parroquias44. También se daba el caso de que vivieran solas o con alguna persona o familia que les proporcionaba manutención. Muchas de ellas se dedicaban a la caridad y asistencia.
Sea cual fuere su condición, es de suma importancia destacar que ya fuese por su modo de vida o por su estado, todas se sentían enlazadas con Dios porque así lo deseaban45. Llevaban, en general, una vida de sacrificio y caían en estados de sueño o privación en los que, según decían, tenían revelaciones divinas, además de haber alcanzado un nivel superior de espiritualidad. Se podría argüir lo mismo de Teresa de Jesús, mujer favorecida por Dios, pero la santa jamás expresó en sus textos místicos nada que probara no estar de acuerdo con la ideología preceptiva eclesiástica.
Surgió en este ambiente el fenómeno de las ilusas que eran una suerte de beatas víctimas de sus esperanzas, afanes y hasta ensoñaciones. Algunas de ellas, como se verá enseguida, confundían sus deseos, por lo que el Tribunal del Santo Oficio las calificaba con ese apelativo. La desconfianza del sector eclesiástico hacia ellas era natural, pues hubo una proliferación importante «de casos de mujeres que se pretendían espirituales y que utilizaban su fama en provecho personal, o para divulgar ideas bastante estrafalarias»46.
—44→En 1803 se anexa a los anales del Tribunal una relación de causa en contra del capellán Antonio Rodríguez Colodrero, por aprobar, entre otras cosas, falsas visiones y revelaciones de una de sus confesandas, María Rita Vargas47, quien a pesar de sus cincuenta años y de haber llevado una vida de penitencia «estaba como una rosa»48, según reza el texto que el padre escribió sobre ella. En él relata también que sufría de intensos dolores de cabeza, que él calificaba de sobrenaturales, pues «conocía que estaba pasando la pasión»49. Vaticinó que le darían al padre la sacristía y por ello la juzgó de «buena alma». En una de sus pláticas con el Niño Jesús, la beata le dijo que era «su negrito, su chinito, su guapo» a lo que Él respondió que era «su chulo» (ibid., fol. 236v), al tiempo que la acariciaba, y cuando ella sintió celos de otra de las confesandas del capellán, el Niño le aconsejó que le había de «hablar con afabilidad y [...] acariciar», arguyendo que le podría dar otro confesor pero que no permitiría que la abrazara, porque Él era un «amante mui zeloso» (fols. 236r-238v), y ella estaba «mejor que los ángeles» (fol. 239r).
Estos ejemplos entresacados del escrito del capellán son una muestra clara de la confusión de sentimientos de la Vargas, pues le adjudica a Jesucristo niño palabras y acciones que corresponderían a un lenón. Los calificadores del Santo Oficio, iracundos, convinieron en que eran embustes de la confesada, —45→ que por su parte era malicia para fingir «las rebelasiones, visiones y locuciones» (fol. 234) y el comisario, por la suya, la tachó de «embustera, fingidora y olgasana que, con el pretexto de virtuosa, lograba verse con casa pagada, comida, vestuario, médico y medicinas» (fol. 298r).
Tanto María Rita como el padre Rodríguez fueron encarcelados y desterrados. Curiosamente, la beata oyó su sentencia en día festivo en la iglesia del Convento Imperial de Santo Domingo, con insignia y vela verde; fue destinada al hospital de San Andrés «a razón y sin sueldo», después de haber sido sujeta «salir a la vergüenza pública en vestia de albarda» (fol. 327r; yo subrayo). El padre Rodríguez, en cambio, fue censurado por ignorante, ya que sus errores procedían «no de malicia, sino de sencillez de razonamiento» (fol. [309r]); le fue leída su sentencia a puerta cerrada y sólo en presencia de los ministros del secreto y se le privó de administrar la confesión (fol. 326v; yo subrayo).
En 1791 se abre proceso contra la beata Agustina Josefa de Jesús Vera Villavicencio Palacios50, de treinta y cuatro años, que había pasado por varios confesores y llevado a cabo actos de penitencia, pero que no dejaba «de ser fatigada y combatida de las sugestiones y tentaciones de la carne» (ibid., fol. 3v) que a veces era «sugestión del Diablo, que sin poner [ella] motivo alguno de su parte, la avibava en su imaginación» (fol. 4r). Por otra parte, hacía predicciones y hallaba gusto en los «exercicios devotos, pero se encontraba, quando executaba alguna cosa buena, con las tentaciones de soberbia y vanagloria» (fol. 5v). Tuvo visiones en las que contemplaba
(fol. 10r; yo subrayo) |
Hablaba con un ángel y éste se «quexaba de que no le tratase con palabras de cariño» y al Señor le decía «pon tus ojos en los míos, y tus labios en mis —46→ labios» (fol. 19v), a lo que Él respondía «llamándola Niña de mis ojos, mi Ministro Santo, Relicario donde se guarda el Agnus Dey [...], carne de mi carne» (fol. 20r).
Nueva muestra de enredo de sentimientos, pues pone en boca de los ángeles resabios impropios de su condición, y a Dios como un solícito y sensual amante. Como es natural, el Santo Oficio consideró blasfemas e indecentes a la pureza del amor de Dios y ajenas a las divinas locuciones (fol. 19v) estas expresiones «carnales» que atribuían a Dios lo que sólo podía ser obra del demonio (fol. 20v). La fama de la beata Palacios era tal, que uno de sus confesores, fray Eusebio de Villarejo, le dijo que se hablaba mucho de ella y que sus cosas «eran de engañadora», lo cual quizá lo haría ir a dar a la Inquisición (fol. 9v).
En 1761, la religiosa profesa de Santa Clara, sor Josepha de Jesús María envía una carta al Tribunal de México, por no haber comisario en Querétaro, donde reside51. En ella expresa su inconformidad con unas proposiciones halladas en el libro Reglas del buen vivir de Miguel de Molinos, asunto que no interesa aquí. Lo que sí llama la atención es un papel pegado a la carta que contiene una oración que presenta una fuerte carga erótica. Se reproduce aquí sólo la primera parte.
(fol. 354r; yo subrayo) |
La oración podría ser una plegaria suplicante e impaciente de la inquietud, aspiración y necesidad de llegar a una elevación del espíritu que no incluyera más que el gozo sublime, abstracto y puro; aunque no se puede negar que el léxico escogido y empleado es por demás sugerente de apetitos profanos.
Se presenta ahora una última muestra de esta somera y primera incursión en tal tema interesante, sugestivo y revelador. En 1779 se acusa a Ana Rodríguez de Castro y Aramburu52 de cincuenta años, que hace milagros, profecías, vaticina —48→ muertes, hace levitaciones, cae en éxtasis, raptos y visiones celestiales frecuentes, durante las cuales habla con Dios; que tiene impresas las llagas de Jesucristo, por las que sangra, en especial por las de la cabeza y corazón, amén de interceder por las almas del Purgatorio (fol. 272r). Curioso caso el de doña Ana, que cambió muchas veces de confesores y tenía un bien nutrido grupo de seguidores, que la creían santa. Asimismo, se mudó muchas veces de casa, rara vez hacía penitencia, no ayunaba y era muy afecta a la mistela53.
Caía enferma cada dos meses -poco más o menos-, arrojaba sangre o agua por la boca, tenía convulsiones, fortísimos dolores de cabeza y a veces se quedaba tan privada que parecería que había pasado a mejor vida. Cabe notar que no presentaba tales síntomas cuando se encontraba a solas. Por si todo esto fuera poco, hacía «paráfrasis de oraciones, como el Padre Nuestro y el Ave María»54. En uno de sus raptos, transcrito en el proceso, describe a Jesucristo con palabras más que sugerentes:
Tienes un color hermoso [...] rosado aguileño [...] roban los corazones tus ojos, Señor [...] tu boca de coral tienes, y qué hermosa y qué chica [...] buen talle tienes mi bien, eres delgado [...] ¿Habrá quién no te ame? [...] dichoso el que te goza. |
(fols. 301v-302v; yo subrayo) |
que ofrecen una descripción de atributos físicos que connota un interés más mundano que espiritual. Otro tanto de lo mismo se atisba en los versos siguientes,
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(fol. 305r; yo subrayo) |
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Una vez más, la elección de palabras como solicitar -que recuerda a los eclesiásticos con desmedidos intereses carnales-, recrear, que implica deleitarse, solazarse, retozar, folgar y a mí gozar no parece la más acertada para la glorificación y enaltecimiento espirituales. Y qué decir de esta parodia de una de las oraciones fundamentales del cristianismo:
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(fol. 306v) |
manifestación que hace uso de una fórmula ritual eclesiástica que, aunque dirigida a Dios, es ejemplo de una oración pervertida55, que por ser fácil de recordar y repetir tiene que ser sacada de la circulación, pues es una versión trastrocada, que desvirtúa su objetivo principal y puede ejercer influencias reprobables y perturbadoras, a los ojos de la Iglesia, en los seguidores de la Aramburu.
—50→No es de extrañar, por tanto, la suerte que corrió este personaje. Es el suyo uno de los muy pocos procesos completos que subsisten. Doña Ana fue enviada a «cárceles secretas» el 27 de enero de 1803 y sus bienes fueron confiscados56. Pasó temporadas enferma, entrando y saliendo de hospitales. La última noticia que se tiene de ella es una petición de un nuevo traslado que fue denegada con una lacónica comunicación: «Respecto al poco tiempo que le queda cumplir, no ha lugar a su pretensión» (fol. 487v).
El fenómeno de estas mujeres «en el siglo» era frecuente; el Archivo General de la Nación conserva más de una treintena de casos del siglo XVIII. En algunos se alude a pactos o influencias satánicas, en otros, a la inestabilidad mental de las acusadas pero, en la gran mayoría de ellos, impera la acusación de naturaleza sexual. De alguna manera las ilusas cumplían una función social, pues a ellas se volcaba la gente en busca de recetas para la propia salvación, o para pedir intercesión o información sobre sus seres queridos ya desaparecidos; asuntos de los cuales el aparato eclesiástico no estaba en disposición ni en situación de ocuparse. El constante cambio de confesores, y el que la mayor parte de las beatas no tuviera compromiso de obediencia con las órdenes religiosas, las ponía en situación de ventaja, pues no se podía ejercer ningún ordenamiento normativo efectivo sobre ellas; el Santo Oficio se limitaba a vigilarlas, encarcelarlas y desprestigiarlas, dadas su popularidad y reputación de santidad. No se perseguían tanto sus hechos como sus dichos, que podían influir en sus adeptos y así hacer que se afianzaran y propagaran la superstición y la herejía y, lo más peligroso, que se confundieran con la fe. La libre circulación de esta clase de mujeres daba rienda suelta al desquiciamiento del orden establecido57 que tan celosamente guardaban y trataban de mantener las autoridades, en un siglo plagado de calamidades sociales e ideas nuevas.
Con el tiempo, su discurso trastornado sufrió un vuelco también; la gente que tan fervientemente las seguía cayó en el desencanto y empezó a enterarse de comentarios como: «sin embargo [...], en esta tragicomedia no haya otra cosa que tramoya, y aparato de virtud, y el asco y fetidad de la luxuria —51→ de esta muger»58, para caer en el proverbio común: «que tiene más amor propio que una beata»59.
¿Misticismo o erotismo? La respuesta se antoja, ahora, factible y clara; en tal ambiente de restricción estatal y eclesiástica, en el que surge esta especie de «mística picaresca»60 que mezcla los apetitos físicos con la unión con Dios. El deseo pasa de una latitud a otra, se amalgama, y las alturas inalcanzables e inefables se pervierten, se profanan, se humanizan y se vuelven una complicidad de discursos que difícilmente se distinguen en este constante delirio que se retroalimenta.