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ArribaNo sólo de confesar a Sor Juana vivió Antonio Núñez de Miranda349

Para José Pascual Buxó

La relación del jesuita Antonio Núñez de Miranda con Sor Juana ha sido estudiada y descrita ampliamente. Por una parte, se han considerado los años en los que llevaron una afinidad -asaz relativa- como la conjunción de dos «temperamentos opuestos», contraponiendo el «factor dominante» del padre al «genio independiente»350 de la monja. Se ha descrito la persona del confesor como «el tirano, la imagen venerada y el fantasma aborrecido»351, o «la figura más compleja y oscura de las que constituyeron el entorno de la Décima Musa»352.

Por la otra, y en el mismo tenor, se ha reparado en el papel que desempeñó la Iglesia durante los siglos XVI y XVII: un ejército en «campaña contra la Reforma», cuyos soldados jesuitas en general, y Núñez en particular, exigían de sus subordinados que acataran ser tratados como meros «instrumentos del superior», pues estaban, simple y llanamente, para obedecer353.

Además, se ha tratado sobre los dos votos más caros a Núñez, la obediencia   —212→   y la pobreza. Hasta se ha comentado sobre su aspecto físico y atuendo, despojando a este último de la edulcorada descripción de su hagio-biógrafo Oviedo354, cuando se dice que el caballero de la delgada figura y negra sotana

en vida y muerte tuvo fama de humilde. Esa humildad se exhibía (literalmente) en sus ropas trufadas de remiendos y agujeros, y plagada de «animalillos»; eufemismo usado por el padre Oviedo para designar a los piojos, llamados así directamente por el padre Núñez355.


Estas mismas virtudes, aunadas a la humildad que al parecer a los ojos de Oviedo era la que de verdad caracterizaba a Núñez, las ensalza su correligionario repetidamente en su escrito y le permiten, a su vez, prevenir a sus lectores de interpretaciones que él considera falsas, al incluir el siguiente comentario sobre la relación entre la jerónima y el jesuita,

Y aunque se han engañado muchos, persuadidos, a que el Padre Antonio le prohibía a la Madre Iuana el exercicio decente de la Poesía santificado con los exemplos de grandes siervos, y siervas de Dios, estorvábale, si quanto podía la publicidad, y continuadas correspondencias de palabra, y por escrito con los de fuera, y temiendo también que el affecto a los estudios por demasiado no declinarse al extremo de vicioso, y le robasse el tiempo que el estado santo de la Religión pide de derecho para las distribuciones Religiosas, y exercicio de la oración, le aconsejaba con las mejores razones que podía, a que agradecida al cielo por los dones conque [sic] la avía enriquecido olvidada del todo de la tierra pusiera sus pensamientos, y amor en el mismo Cielo356.


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Lo anterior no le impidió al autor, una vez ventilado el asunto en las dos páginas subsecuentes, añadir una explicación que a la luz del hallazgo de la carta que Sor Juana escribe a Núñez357, resulta significativa, pues puede prestarse o conducir a más de una interpretación358 de las actitudes y formas de actuar de su hermano de orden,

Ha me [sic] parecido conveniente esta advertencia, porque parece no ha faltado quien califique de demasiado severo, y aun pagado de su propio juicio, y dictamen al Padre Antonio por aver procurado contener el natural affecto, e innata inclinación a las letras de la Madre Iuana en los límites de vna decente, y moderada ocupación, para que del todo se dedicasse al estudio de la perfección. Y porq se conosca que hizo en esto lo que qualquier prudente, y acertado Padre de espíritu debía hacer359.


Por último, y como la confianza engendra desencanto, en la Carta a su confesor -«amarga despedida llena de reproches, la cual manifiesta la persistente censura y la acre hostilidad con que Núñez acosó durante catorce años a la monja»360-, Sor Juana «con cruel ironía le había insinuado que el soldado de Cristo, a pesar de estar "cargado de letras" [...] no había alcanzado   —214→   auténtico renombre literario» y el padre, a su vez, la había tildado «públicamente» de «monja mundana»361.

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Como se sabe, sólo una de las múltiples ocupaciones362 de Núñez era la de ser confesor de Sor Juana Inés de la Cruz; sin embargo, es la que más impacto ha tenido en la mayoría de los estudiosos modernos363. Para ser justos con la figura nada desdeñable del jesuita, dejando de lado las interpretaciones maniqueas y con la firme intención de no seguir considerándolo como una especie de apéndice de nuestra jerónima, habría que estudiarlo a él mismo, en su ambiente, como el personaje influyente que fue en más de un ámbito y empezar a darle el lugar que de suyo merece en nuestra Historia y Letras364. Sus actividades como miembro de las filas del Santo Oficio son las que interesan aquí.

Núñez fue calificador del intolerante Tribunal durante treinta y cuatro   —215→   años365; muy poco más se ha dicho a este respecto, que en general se ha asumido sólo como un dato aislado, sin suscitar mayores lucubraciones366. Los calificadores idealmente tenían que ser teólogos y catedráticos reconocidos, «encargados de emitir su veredicto respecto a la presente peligrosidad de un texto o una determinada expresión verbal»367, tarea que se ha descrito como desabrida y de poco lucimiento368.

Habría que empezar por recordar la seriedad que implicaba todo cargo en el Tribunal, ya que uno de sus primeros dicta previene que

el dicho Santo Oficio se vse y exerza, con la libertad y authoridad, que siempre a tenido, y yo deseo tenga y no hagáis ni permitáis que se haga cosa en otra manera alguna: que demás que cumpliréis con lo que sois obligado como Cathólico Christiano, y con el cargo que tenéis en este Reyno, y que a vuestro exemplo harán otros lo mesmo369.


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En seguida, cabría y sería lícito preguntarse cómo fue que el padre Antonio llegó a formar parte de las huestes inquisitoriales, ya que la biografía del padre Oviedo parece sugerir e indicar que su trayectoria sería la de un brillantísimo hermano de la Compañía, sin puestos que lo distrajeran de sus prédicas, la enseñanza, sus escritos, sus meditaciones y oraciones370 o del encauzamiento de las almas y vidas de religiosas371. Resultan interesantes, por tanto, los pasos que tuvo que seguir para ello y a qué se dedicaba, pues, como veremos, evidentemente su labor no se redujo a la de ser un simple censor de dichos o de libros ya prohibidos, ya con posibilidades o en vías de serlo.

Desgraciadamente no nos ha sido posible rastrear el Despacho de Título de Calificador del respetado juez de conciencias. Por ello, tendremos que basarnos en un legajo con documentación similar a la que debió presentar Núñez, que se refiere al también jesuita Juan de Burgos (n. 1595-m. 1682), de 1636372, cuatro años después de que se inició la petición para su posible aceptación e ingreso como miembro del temido Tribunal373.

Para ser calificador del Santo Oficio había que pasar por varias pruebas y someterse al escrutinio de la burocracia inquisitorial; trámites que -como hemos señalado- podían llevar varios años374. Primeramente, se necesitaba de alguien que ya formara parte del aparato eclesiástico-estatal para que hiciera la petición por escrito en nombre del candidato375 y que se incluyera su genealogía. Si bien Núñez ingresó como calificador a la edad de cuarenta y dos   —217→   años, ya para entonces se había ganado el respeto de los que te rodeaban376 y es muy probable que haya obtenido su «carta de presentación»377 sin mayores dificultades. Una vez recibida la carta, el Tribunal sigilosamente respondía dando su permiso para que se iniciaran los trámites:

Y vista y conferida en el Secreto [...] y no hallando de presente ympedimento alguno, dixeron que admitían y admitieron al dicho padre Juan de Burgos para ministro deste Santo Oficio y mandavan y mandaron se hagan las ynformaçiones de limpiesa en los lugares de sus naturales y en la forma acostumbrada, conforme a la genealogía que presentó378.


Por otra parte, y para obtener tal autorización, el interesado tenía que enviar un escrito en el que solicitaba ser admitido. En él mencionaba la «carta» aludida y, en el caso de los jesuitas, otra en la que el padre provincial de la Compañía diera su aprobación379, además de ofrecer sufragar los gastos que el papeleo requiriera. Los inquisidores, entonces, echaban a andar su poderosa maquinaria de indagación.

Acto seguido, se revisaba cuidadosamente la genealogía presentada para probar la limpieza de sangre de todo el que solicitaba pertenecer al Tribunal. En cuanto a Burgos, se habían hecho las pruebas con anterioridad (1616-1617) a Catalina Rodríguez, «hermana de padre y madre del dicho padre Juan de Burgos» por petición de su marido, cuando ingresó como familiar, en 1618 (fol. 4v). No podemos más que suponer que algo similar debe de haber hecho, en el caso de Núñez, su hermano mayor, Joseph Núñez de Miranda.   —218→   Es decir, ya que era calificador en Zacatecas380 la Inquisición -que todo guardaba cuidadosa y ordenadamente381- muy probablemente tenía la documentación de antemano. Asimismo, la rama correspondiente la debió proporcionar al Tribunal en la ciudad de México. Con los papeles probatorios en mano, y como era costumbre, se citó a audiencia, en la que se votó y envió el testimonio del resultado, por duplicado, «a los Señores del Conssejo de Su Magestad de las Santas Inquisiciones» (fol. 7r). Asimismo, se remitió «el testimonio de las informaciones de las genealogías y limpieça», amén de que se ordenó «se le despache [al interesado] el recado acostumbrado para ser calificador», recalcando que antes de entregarle tal documento debería de pagar una suma previamente estipulada para cubrir los gastos que el trámite causaba (fol. 5v).

A continuación, se incluía el acta de nacimiento del candidato y, por medio del representante del Santo Oficio de su lugar de procedencia, se mandaba   —219→   entrevistar a una docena de habitantes del lugar para que constatara que efectivamente la información era fidedigna, en una especie de pequeño juicio de residencia382 para así poder legitimar la documentación. En las testificaciones a los interrogatorios -como era requerido- los testigos juraban decir verdad y se les preguntaba si conocían al sujeto en cuestión. Se incluían los datos que los inquisidores consideraban pertinentes, tales como si lo habían visto criar y alimentar, si era hijo legítimo, y, en el caso de Burgos, si había «visto tratarse de hermanos legítimos al dicho padre Juan de Burgos y Catalina Rodrigues [...] y por tales eran avidos, tenidos y comúnmente reputados» todo lo cual debería de ser «público y notorio» en aquella ciudad. Además, si el padre «les llamaba a ellos de padre y ellos a él de hijo» y «sin aver oído jamás cossa en contrario y, si la ubiera, este testigo la supiera por ser persona que conoció y trató a los referidos en la pregunta». Finalmente -como era de rigor- previo compromiso de guardar secreto, y por el juramento que había hecho, el entrevistado ratificaba su dicho como verdadero (fol. 13r) y firmaba su declaración.

Con los documentos anteriores se armaba un expediente que constaba de carátula (la carta de los «señores del Consejo de Su Magestad de la Sancta General Inquisición» que requerían la información), la fe de bautismo y las «informaciones [de los que los conocían] y demás autos» para que se le dieran al promotor fiscal inquisitorial (fol. 19r). El fiscal a su vez revisaba el expediente y lo enviaba a la Ciudad de México donde una vez más, en una audiencia citada ex profeso, se daba fe de la documentación, se aprobaba «por buena», se asentaba el auto correspondiente y se pedía que se le despachara «título en forma» al interesado (fol. 19v). Después se le mandaba llamar383, se le recibía   —220→   juramento in verbo sacerdotes, exigiendo y haciéndole prometer ejercitara «bien y fielmente» el cargo conferido en el Tribunal, que guardare secreto de todo lo que se le encargara y «que bien y deligentemente con todo cuidado acudirá a ello, y que favoreserá en quanto fuere posible a los ministros» (loc. cit.). Un par de días después se le entregaba el título al flamante calificador384. Por último, se le instaba a pagar veinticinco pesos que iban directamente como una especie de limosna de ingreso a la Cofradía de San Pedro Mártir a la cual pertenecían todos los inquisidores nombrados, para el mantenimiento de la misma, el lucimiento de la fiesta anual del santo patrono y los gastos de entierro de los miembros del Tribunal385.

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Por lo anterior, resulta bien claro que llegar a ser calificador del Santo Oficio no era un procedimiento sencillo ni expedito, amén de que entrañaba una rigurosa preparación previa al cargo y una gran responsabilidad posterior al haberlo recibido. Su tarea no era nada fácil, pues recaía en los calificadores una práctica que implicaba seriedad académica -sobre todo, teológica- y claridad de juicio. Con sus censuras, pareceres, sentires y demás dictámenes podían hacer que cualquier obra que cayera en sus manos fuera -en el mejor de los casos- aprobada sin mayores cambios o editada con enmiendas. Asimismo, cabía la posibilidad de que, por los veredictos de estos celosos cuidadores de la rectitud y propiedad de las letras, algunos escritos fueran requisados o que no vieran la luz jamás.

Por otra parte, los calificadores también podían verse inmiscuidos de cerca con los seres procesados por la Inquisición, ya indirecta y eventualmente en una especie de cuerpo colegiado en las llamadas «Juntas de Qualificación»386, ya de manera directa con los que tenían la desgracia de ser enjuiciados por el temible, y por muchos años poderoso e incontrolable, Tribunal.

Por el respeto que inspiraba a su paso, su seriedad y pensamiento lógico, tocó al padre Núñez estar presente en muchas de tales reuniones de expertos, por así llamarlas. Tenemos noticia de varias de ellas, aunque mencionaremos sólo un par a manera de ejemplo. En 1680 se acusó a la viuda española Juana de Tobar que siendo «christiana bauptisada» había «dicho y echo diferentes supersticiones», lo cual hacía sospechar que tenía pacto con el demonio387. Después de encarcelarla y de pasar por muchos testimonios de testigos en que se le acusaba de hechicera (por usar unos «palitos benditos» para encontrar cosas perdidas, mientras rezaba el Credo, o de repartir a varias   —222→   mujeres polvos o colibríes disecados388 con fines amatorios), los inquisidores Juan Gómez de Mier y Joseph de Omaña Pardo y Osorio convocaron a una junta de calificación a los padres Francisco de Pareja, mercedario, a fray Antonio Leal, dominico, y a los jesuitas Francisco Rodríguez de Vera y Antonio Núñez, el 16 de junio de 1684. Se les leyeron los hechos y dichos de la acusada a lo cual «dixeron que, según las censuras dadas, este sugeto parece ser supersticioso, sacrílego, heretical, con pacto implícito con el Demonio y sospechoso del trato explícito y en la fee» (fol. 35v) y firmaron su escrito ante el secretario Pedro de Arteeta. El 27 de octubre del mismo año se le sentenció a ser reprehendida y que se le hiciera auto de fe «en forma de penitente, con una vela de çera ençendida en las manos, una soga al pescueso y una coroça con insignias de superstiçiosa». Y al día siguiente se le paseara por las calles, desnuda hasta la cintura, con pregonero par a que se publicara su «delicto a vergüença pública» (fol. 41v), amén de que fuera recluida en un hospital para ayudar y trabajar con los enfermos por espacio de seis años. Pasado este tiempo, sería desterrada de la ciudad de Querétaro donde residía.

En otro momento, y con motivo de un sermón sobre Santa Catalina de Siena predicado por el dominico fray Juan Pimentel el 4 de mayo de 1681, se mandó llamar al doctor Ignacio Santillana Hoyos, al también doctor Isidro de Sariñana, chantre de la Santa Iglesia de la ciudad de México, al jesuita Antonio Núñez, a los dominicos Augustín Dorantes, Joseph de Herrera y Antonio de Huerta y a los agustinos Antonio Gutiérrez y Bartholomé Gil Guerrero para formar parte de una concurrida junta de calificación que se llevó a cabo el 7 de octubre del mismo año. Después de revisar las censuras que había ocasionado tal sermón, los miembros de la junta

dixeron conformes no ser combeniente que dicho sermón se dé a la estampa ni salga impreso ni manuscripto en público por los incombenientes que de   —223→   ellos puede resultar. Aunque pareçe no contener dicho sermón propossizión zensurable (excepto que dicho señor doctor don Ysidro de Sariñana fue de parecer devía modificarse la proposizión en que el predicador, exponiendo el lugar de los Cantares dice: una es sola mi amor y una es mi espossa, porque al registrarle el pecho, allí que sola es ella en la charidad la perfecta, y esto dice de Santa Cathalina). Y, más abajo, hablando en persona de la Santa: Y assí de mí sola canta que soy yo sola en espossa, que soy en su amor la única porque sola soy en la charidad la perfecta, contra la doctrina cathólica y buenas costumbres389.


Asimismo, y por unanimidad, fueron del parecer «que de publicarse dicho sermón y andar libremente en el bulgo, se debe y puede temer prudencialmente perturbaziones y sediziones en la República» (loc. cit.), por lo que el escrito se quedó inédito y fue retirado para evitar su posible circulación. Es muy posible que los calificadores tuvieran en mente que en el Cantar de Salomón no se nombra a Dios, siendo que en los demás libros de la Biblia se le menciona constantemente. Quizá también temieran que la gente pudiera trastrocar los verdaderos sentidos del libro: el diálogo de amor de Yavé con su pueblo que expresa las inquietudes y alegrías del que busca a Dios y ansía experimentar su presencia ya en esta vida: «el Cantar entrega el mensaje religioso de toda la Biblia al expresar en forma poética la búsqueda del amor»390. Sin olvidar que la misma Sor Juana mostró reticencia hacia su lectura, pues

el ver que aun a los varones doctos se prohibía el leer los Cantares hasta que pasaban de treinta años, y aun el Génesis: éste por su oscuridad, y aquéllos porque de la dulzura de aquellos epitalamios no tomase ocasión la imprudente juventud de mudar el sentido en carnales afectos. Compruébalo mi gran Padre San Jerónimo, mandando que sea esto lo último que se estudie391.


lo cual nos indica muy a las claras el ambiente circundante al Cantar en la época.

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Pero, asistir a juntas de calificación no era la única manera en la que se reunía a varias autoridades eclesiásticas para discernir sobre un caso. Existían además las audiencias con los calificadores, en las que el reo testificaba o respondía a las preguntas de varios de ellos, en su presencia, para que pudieran tomar su decisión.

Sucedió así a Fernando (alias Isaac) de Medina en la última década del siglo XVII cuando se le mandó apresar por «delitos de judaísmo y observancia de la ley de Moysés»392. Este personaje hacía toda suerte de gesticulaciones, a todas luces fingía demencia, declaraba a tontas y a locas y parecía no tomar su precaria situación muy en serio. Lo anterior le valió un castigo, pues

atento al desaogo y menospreçio que este reo a tenido y mostrado en las dos audienzias antezedentes de todo lo que al Tribunal él a dicho, sin querer responder con la reverençia y atençión que deve, que se ponga en el zepo de pies y esté en él hasta que dicha cosa se mande.


(ibid., fol. 114r)                


Dado que Medina seguía en las mismas, los inquisidores González de Mier y Armesto y Ron decidieron «por el estado de la causa y perseverancia en que continúa este reo en su pertinacia [...] mandar llamar a los padres calificadores para que le reduzgan [sic] a la ciencia de la Fee Cathólica y Ley Evangélica» (fol. 115r). Así, el 6 de septiembre de 1692 se pidió al franciscano fray Juan de Luzurriaga, al padre Núñez y al agustino fray Antonio Gutiérrez que se reunieran en el Tribunal, pues «están vastantemente informados para reduzirle de sus errores y así que los oyga y responda a lo que le dijeren y propusieren» (fol. 115v). Medina volvió a las andadas, respondiendo a las preguntas que se le hacían «con afectados despropósitos y estudiadas locuras», sin responder en forma a «cossa fija ni que hiziese sentido a lo que se le dezía y preguntava, de lo qual infieren afectava la locura» (fol. 116v). ¿Sería ésta una estratagema del acusado para no recibir el temido castigo? Así lo consideraron los calificadores cuando declararon que su forma de proceder se debía a la intención de «ver si le valía para salir fuera, fundados también en sus primeros dichos de las primeras confesiones» (loc. cit.).   —225→   Dictaminaron que tendría que confesar sus errores, y arrepentido ser instruido en la fe «en todo lo qual daría este Santo Tribunal como tan asistido del espíritu de Dios, la más eficaz y combeniente Providencia» (fol. 117v).

Aun en otras ocasiones, el discernimiento de estos determinadores de la conducta -sobre todo al aprovechar su calidad de confesores- podía incidir en que la severidad del castigo previsto para algún inculpado fuese moderada. En tales casos, se recurría a pedir su ayuda por separado.

Sabido es el hecho de que el padre Núñez impartió el sacramento de la penitencia a muchas figuras importantes y, también, a muchas otras que no lo fueron tanto. Entre éstas últimas, hay documentación de que confesó y dio la absolución a un tal Alberto Enríquez (o Rodríguez) que se hacía pasar por franciscano -bajo el alias de fray Francisco Manuel de Cuadros- y que llamó la atención del Santo Oficio por proposiciones heréticas393. De este proceso, tenemos noticias divergentes: Robles en su Diario hace mención de este personaje, a raíz de un Auto del 20 de marzo de 1678: «hubo 14 penitenciados; un sacerdote relajado, religioso del orden de San Francisco, Fray Francisco Manuel de Cuadros, que lo quemaron vivo por heresiarca»394. El padre Mariano Cuevas indica que el acusado «a última hora no fue quemado vivo, por señales que tuvo de arrepentimiento, y haber sido absuelto por el padre Núñez»395, pues la Inquisición, siempre magnánima, y como apunta Toribio Medina, primero le dio garrote y después «fue quemado en cuerpo y huesos hasta que se resolvieron en cenizas»396.

De una revisión somera de este expediente se pueden aclarar las diferencias de información. El corregidor, capitán y sargento mayor, don Alonso Ramírez de Valdés, caballero de la Orden de Alcántara,

le dijo al dicho alguazil mayor que, sin embargo que la dicha sentençia se manda sea quemado bivo, si se redujese y pidiese misericordia, se le diese   —226→   garrote y después de muerto se le pegare fuego. Y después, entre las dose y la una del mediodía, por demostrar el dicho reo -por palabras que pronunciava-, tener arrepentimiento de sus culpas y averle absuelto el reverendo padre Antonio Nuñes de la Compañía de Jesús, y estar pidiendo misericordia a voces, mandó el dicho alguaçil mayor a los berdugos, que estaban detrás del dicho reo, apretasen el cordel y le diesen garrote hasta que naturalmente muriese.


(fol. 585r; yo subrayo)                


Por otra parte, también se daba el caso de que algún calificador (como por lo demás podía hacer cualquier habitante de la Nueva España y, de hecho, se les instaba a hacerlo) denunciara a algún sospecho de actos o dichos considerados ilícitos ante el Tribunal. Como se sabe, las sospechas o cargos podían hacerse en persona o por escrito. Así, en una suerte de denuncia y carta de presentación conjunta el 10 de octubre de 1671, desde el Colegio de San Pedro y San Pablo envía el padre Núñez a un individuo de no muchas luces con una nota suya en la que informa de un instrumento de adivinación del que visiblemente no está muy enterado y se disculpa por la forma en que lo ha hecho:

El portador de éste es del Ingenio de Syripitío, que es hazienda de la Compañía. Parece traer algunas noticias de no sé qué rueda de fortuna divinatoria de efectos contingentes futuros, que dice corre por aquellos mal instruidos países, que puede tener graves inconvenientes y parece pertenecer al Santo Tribunal. Vuestra Ilustrísima lo examinará y él lo dirá si es que de turbado acierta y porque el pobre es tan [...]397 como verá Vuestra Ilustrísima, a quien suplico me perdone la grosería del papel, que por estar en exercicios no voy en persona398.


Por último, y para no rebasar los límites de este estudio, también se podía llamar a los calificadores a declarar o testificar en cualquier asunto. Sucedió así en unos autos para probar la «limpieza de linaje» de María Theresa de Velasco399, casada con Antonio Sagade Varela, alguacil mayor del Supremo Consejo de la Inquisición, en Madrid. Resulta que este personaje era nada   —227→   menos que el «patrón unido de las memorias, capellanías, cáthedras y obras pías que mandó fundar y fundó el illustríssimo señor don Matheo Sagade Bugueyro400 arzobispo de la ciudad de Cartagena» (fol. 565v). Sagade Varela otorga un poder a Fernando de Velasco Altamirano y Castilla, conde de Santiago de Calimaya y adelantado de Philipinas y al licenciado Juan de Sagade Villar, presbítero, cura de la Cathedral de la Ciudad de México para que puedan llevar a cabo algunos negocios (fols. 566r-567v). Entre el listado de testigos aparece el nombre del padre Núñez (fol. 595v), pero no hay más información al respecto.

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Este somero asomo a las actividades de un ilustre calificador del Santo Oficio como fue el padre Núñez permite comprender un poco mejor las actividades del Tribunal y deshacerse de algunos estereotipos de las acciones que encerraban las gruesas paredes de su vasto edificio. Vemos, así, que los calificadores no sólo estaban dedicados en cuerpo y alma a la tarea de dar su docta opinión, en sus residencias y colegios -como si de una especie de atalaya se tratara- sobre los escritos que pasaban por las manos de los inquisidores. Podemos observar también que lejos de ser apéndices del Tribunal, éste se basaba en ellos para muchas de sus sentencias, pues tomaban sus dictámenes muy en serio. Además, salta a la vista que llevaban sobre los hombros tareas difíciles y de gran responsabilidad que, por lo mismo, también les otorgaba su dotación de poder dentro de la escala jerárquica de las personas y personalidades que ejercían su influencia en el ámbito político,   —228→   eclesiástico y cultural novohispano. De ahí que tuviera gran importancia su labor en cuanto a la manera en que se relacionaban con las figuras que vigilaban y controlaban muy de cerca las actividades de los individuos y de las instituciones. Evidentemente, ello incidía en su vida diaria y en sus tratos con los demás.

Por otra parte, se puede afirmar que en muchos de los procesos se requería de los servicios de tal o cual calificador según el tema a discutir. No se pone en duda, sin embargo, que si se trataba de procesar a alguna personalidad destacada (nadie se escapaba del aplastante brazo eclesiástico-estatal) se consideraría el juicio de alguno en especial, lo que en general se hacía delante de un solo inquisidor y no de dos, como era común. Lo que sí es evidente es que a veces sólo representaban una opinión entre muchas; otras, en cambio, la suerte final del reo dependía de la de uno de ellos como única a considerar. Así, en nuestro jesuita debieron influir sus relaciones jerárquicas en su personalidad como juez de conciencias, pues era un calificador que confesaba y un confesor que calificaba por ser miembro de un ambiente de dominio, fuerza y autoridad en que se dirigía el albedrío y condicionaba la libertad del individuo.