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ArribaAbajoAccidentes y enfermedades peculiares de Lima y del Perú. Experiencia sobre la salubridad y humedad del aire. Comprobaciones del barómetro y termómetro

La halagüeña pintura que hemos hecho hasta aquí de la ciudad de Lima, excitaría sin duda deseo de habitar aquella región feliz, si la prudencia para no preferir a este país sobre todos los demás no hubiese equilibrado sus delicias con otras incomodidades que hacen penosa su morada. Una de las más notables y espantosas son los violentos terremotos a que está expuesta, y que causan las más veces terribles estragos, siendo tal la propensión natural de aquel país a ellos, que viven sus habitantes en continuo sobresalto, habiendo ocasiones que se repiten muy frecuentemente, aunque no siempre causando iguales daños. Entre los muchos temblores que han arruinado a aquella hermosa capital, hacen época los de los años 1586-1630-1655-1687 y 1746. Del primero hace conmemoración la ciudad el día de la Visitación de Santa Isabel; y el del año de 1687 dejó arruinada toda la ciudad, en dos sacudidas que se experimentaron a las cuatro y a las seis de la mañana del día 20 de Octubre, saliendo al mismo tiempo el mar de madre e inundando el Callao, con muerte de muchas almas; pero entre todos el más horrible fue el del año 1746, que redujo la ciudad a un montón de escombros, llevándose el mar en una noche al Callao, casi sin dejar vestigios de él. Muchas son las opiniones que se han dado y expuesto para dar razón de la mayor disposición de aquel país a padecer este accidente, y una de las   —81→   más probables y que da don Antonio Ulloa en su Viaje a la América Meridional, es la de los muchos volcanes que contienen las cordilleras que atraviesan todas aquellas regiones.

Sin entrar, por ahora, en estas discusiones, concluiremos este punto dando noticia de las señales que vaticinan estos fenómenos asoladores y dan lugar a los vecinos para libertarse de sus terribles efectos. La principal es un intenso ruido formado en las concavidades de la tierra, que se deja sentir como cosa de un minuto antes que se experimenten las concusiones, y parece que un flujo, en la parte donde se forma, corre subterráneamente. Siguen a ésta otras, como la de las aves que aturdidas revolotean de una a otra parte sin tino ni dirección; la de los perros que, siendo los primeros que lo perciben, empiezan a ladrar con desaforados aullidos; y la de las bestias que andan por las calles, que se paran y con natural instinto se abren de piernas, precaviéndose así de los vaivenes para no caer. Al primero de estos anuncios que la gente llega a sentir sale despavorida a la calle, y (por la precipitación con que lo ejecutan) se dejan ver en la calle en la forma en que les encuentra el aviso. Entonces el llanto de los niños, el lamento de las mujeres, y en fin el trastorno de la naturaleza presentan el espectáculo más horrible y lastimoso.

A esta principal se agregan otras varias incomodidades a que está sujeto el morador de Lima. Tales son las muchas enfermedades que afligen a la naturaleza, como las fiebres malignas, intermitentes y catarrales, pleuresías, constipaciones y otras; pero tan frecuentemente que parece estuviera infestada la ciudad. Todos los años se experimentan unas enfermedades epidémicas de garrotillos, sarampiones, tercianas &, a las cuales suele dar el vulgo apelativo particular, tal como el de Abrazo del Gigante o Despedida de las Corbetas, con cuyo nombre distinguieron el año de 90 a las que padecían entonces, con alusión a las corbetas Descubierta y Atrevida que acababan de salir del Callao en continuación de su viaje.

Una enfermedad peligrosísima, y muy común, es la del pasmo. Lo hay de dos especies: uno es pasmo común, y consiste   —82→   generalmente en una total inacción de los músculos, restricción de los nervios y un humor punzante que se esparce por las membranas causando al paciente dolores intensos, que se avivan al tocarlo para moverlo de un lado a otro; las fauces se cierran, y en ocasiones no basta fuerza alguna para abrirle las quijadas. Acompañan por lo ordinario a este accidente convulsiones generales en todo el cuerpo, que privan del sentido al enfermo; y últimamente acaba al cuarto o quinto día cuando el pasmo es común; pero a los que les acomete el maligno duran sólo dos o tres días, siendo raro el que escapa con vida. Por esta razón se aplican algunos remedios en el principio de la enfermedad; pero pasado este término todos ellos son ineficaces.

Los negros han introducido allí la lepra, la sarna y una enfermedad muy contagiosa e incurable que es el cancro. La padecen las mujeres, sufriendo interiormente dolores vivísimos; evacua la paciente unos humores corrompidos que la van enflaqueciendo y aniquilando; y aunque en este estado suele pasar muchos años, es sin embargo esta enfermedad la lima que va acortando los días de su vida. Extiéndese el contagio a otras mujeres sólo con usar la ropa y los asientos que sirven de continuo a las infestadas; pero hasta ahora no se ha comunicado a los hombres, a pesar del incremento rápido que ha tomado, en estos últimos años, por el peso que, movidas del lujo, llevan las mujeres sobre la cintura, creciendo la infecundidad al paso que se propaga el mal.

El gálico, llevado por los negros de la costa de África, causa igualmente muchos males; pero ninguno tanto como las viruelas y el sarampión.

Las convulsiones arrasan millares de niños, y las fiebres eruptivas extendidas por todo el reino son perjudicialísimas, tanto más en un país poblado todo de bosques de cascarilla.

A más de estas enfermedades peculiares a la ciudad de Lima, y cuyo origen de algunas de ellas es debido a las exhalaciones mefíticas y nocivas de las inmundicias esparcidas por las calles, y a los muchos corrales que contribuyen a la insalubridad del aire, hay otras en todo el Perú que proceden de la clase de trabajo y método de vida de sus naturales.   —83→   Los que trabajan en los asientos de minas, por ejemplo, respiran continuamente una atmósfera cargada de partículas metálicas, y los vapores que éstas despiden en la fundición, además de las particulillas de azogue que se les introducen por la planta de los pies en los ensayos por crudo, causa frecuentes parálisis, esputos sanguíneos y cólicos. También las frías impresiones del ambiente exterior, al salir abochornados con el trabajo de las labores subterráneas, producen en el trabajador frecuentes pasmos, que arrastran a la sepultura a muchos centenares de operarios.

Las enfermedades ordinarias de que mueren los indios son tabardillos y dolores al costado. En las costas y valles padecen mucho de lue venera; no hallándose tan extendida en lo interior de la Cordillera ni en los parajes fríos; pero el principal destructor de los indios es el aguardiente, a cuya bebida se entregan sin freno ni discreción; y aunque el estanco de este ramo y su prohibición, principalmente el de la caña, haya sido un medio para cortar muchos abusos, queda no obstante harto que desear, por cuanto su absoluta prohibición acarrearía la destrucción de muchas viñas de que están sembradas las costas, y el que se suprimiese este artículo medicinal en las muchas enfermedades a que se aplica con utilidad.

Por otra parte, la impericia de las comadres o parteras causa en el Perú daños incalculables, y la población se resiente de sus funestos efectos que roban al Estado una parte considerable de los individuos. Y si la falta de profesores peritos en los asientos de minas es perjudicialísima, puede asegurarse que no es menos dañosa la multitud de charlatanes y curanderos esparcidos por todo el Perú, y que eran, hasta poco hace, los únicos disponedores de las vidas de sus conciudadanos. Había llegado al último punto la falta de profesores hábiles, tanto de medicina como de cirugía, que hasta el año de 1744 que pasó al Perú don Manuel Melgar puede decirse que no se conocía allí la cirugía. Don Cosme Bueno fue el primero que introdujo el estudio hipocrático de las obras de Boherave y otros autores clásicos, y de él han salido discípulos aprovechados, que desterrando las antiguas prácticas van difundiendo los buenos conocimientos que ha   —84→   adquirido posteriormente la medicina. Mucho contribuirá a este feliz trastorno la cátedra de Anatomía que se acaba de establecer en Lima.

Como la humedad y salubridad del aire tienen una relación tan inmediata con el estado de la salud pública, expondremos a continuación el resultado de las experiencias practicadas en Lima sobre la salubridad del aire con el eudiómetro del abate Fontana, a saber:

Experiencia. -Habiéndose echado dos medidas de aire, del de un jardín, y una del nitroso sacado del ácido concentrado, y de cuerdas delgadas de latón que servían para clave, fue la absorción al cabo de quince días 34/100 quedando ocupado con ambos aires 66/100.

Otra ídem. -Se echaron 200 partes de aire del mismo pasaje y 100 de nitro, sacado de limaduras de cobre de España, que emplean los caldereros, en el cual habla alguna mezcla de estaño, y hubo una absorción de 88 partes.

Otra ídem. -Habiendo echado una medida de aire cogido a las siete de la mañana en la plaza de Lima, y otra de nitroso, hubo al cabo de cuatro horas una absorción de 76/100.

Otra ídem. -Echado una medida de aire del jardín, cogido a las cuatro de la tarde, y otra medida del nitroso absorbió las cuatro horas 50/100.

Experimento sobre la humedad del aire. -Se pusieron a las cuatro de la tarde, en la galería de la Buena muerte, 29 granos de sal álcali mineral en la balanza del higrómetro. El tiempo era seco por la tarde, y por la noche hubo garúa, y a las siete de la mañana siguiente se encontraron siete granos más de agua por exceso del peso mayor que contrajo; esto es casi una tercera parte más.

Las experiencias del barómetro y termómetro, hechas en los meses de mayo, junio, julio y agosto, hasta el de setiembre, dieron los resultados que siguen:

Altura media del barómetro 30.19

Mayor altura a que subió en todo el tiempo 30.88

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Ídem menor, observada en la misma época 29.65

Altura media del termómetro 69.7

Mayor altura a que subió en todo el tiempo 70.5

Ídem menor, observada en la misma época 56.1

Para completar las noticias relativas a poder formar juicio del estado de la salud pública en Lima, damos a continuación el estado de los muertos, nacidos, etc. en aquella capital, desde el 1.º de diciembre de 1794 hasta 30 de Noviembre de 1795.

Hospitales y parroquias N. de enfermos Íd. matrimonios Íd. nacidos Íd. muertos
Hospital de San Pedro 24     3
Hospital de San Andrés de españoles    4.683 285
Ídem Espíritu Santo de Marineros 902    102
Ídem Caridad de españoles 1.440    120
Refugio de incurables 74    12
Camilas, de mujeres 89     26
San Lázaro 25    2
Santa Ana, de indios 4.024     541
San Bartolomé, de negros 1.583    163
Parroquias: Catedral   113 465 533
Su anexa: Corazón de Jesús    197  
Ídem Santa Ana  60 357 391
Ídem San Marcelo   30 189 140
Ídem San Lázaro   66 253 151
Ídem San Sebastián  54 196 160
Ídem Santiago del Cercado   40 180 153
Total 12.264 363 1.837 2.735

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Comparado este estado con los del año anterior de 1794, resulta que hubo en él 192 nacidos y 12 muertos menos que en el que publicamos; y subiendo la población de aquella capital a 52.956 personas, corresponde la total mortandad a cerca de un 6 por ciento.



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ArribaAbajoIdea general del Reino del Perú, su Población, y sistema de gobierno

El imperio del Perú fundado por el emperador Inca Manco Capac, a mediados del siglo undécimo, según la opinión más prudente, descubierto y denominado con el nombre que hoy tiene el año de 1515, por una de las naves de Vasco Núñez de Balboa, Adelantado del Mar del Sur, y sometido a la dominación española en 1583 por el marqués don Francisco Pizarro, ha perdido mucho de aquella grandeza local que tenía en la época de la conquista y en el siglo siguiente. El año de 1718 se le separaron, por el Norte, las provincias del Reino de Quito, con el designio de erigir en virreinato la provincia de Santa Fe; y en el año de 1778 se le segregaron, por el Sur, todas las provincias interiores de la Sierra, desde la cordillera de Vilcanota, para formar el de Buenos Aires.

Por estas desmembraciones se halla hoy reducido el Perú a una extensión de 365 leguas NS desde los 3º 35'' hasta los 12º 48" de latitud meridional, y de 126 EO por la parte que más, entre los 68º 56" y 70º 18" de longitud del meridiano de Cádiz. La ensenada de Tumbes lo separa, por el Norte, del Nuevo Reino de Granada; el río Loa lo divide, por el Sur, del desierto de Atacama y Reino de Chile. Por el mismo rumbo la cordillera de Vilcanota, en la altura de 14º, lo divide del Virreinato de Buenos Aires, de cuyas provincias lo aleja, por el Oriente, un desierto inmenso; y por el Oeste baña sus riberas el mar Pacífico.

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Todos los terrenos comprendidos entre los límites enunciados es muy desigual; y su singular forma la causa de su mucha fertilidad y variedad de temperatura que reúne, pudiendo decirse que se hallan en él todas las modificaciones que se experimentan en el globo.

En los altos de la cordillera llamada la Sierra, reina un invierno perpetuo, y los habitantes de la Siberia y Kamshatka no tienen que envidiar a los del Alto Perú hasta donde se entiende el cuerpo inmenso de aquel mundo sobrepuesto, sin excepción de la parte situada dentro de la zona tórrida. Las entrañas de esta cordillera son una mole inmensa metálica de todo género, y sus llanuras y declives derraman con profusión toda especie de producciones minerales, salinas y terrestres. Sus lagunas son unos manantiales inagotables de sal común que, en los meses lluviosos, disuelve y extrae cantidad de sus aguas del fondo de sus terrenos, y se cristaliza en los meses de la estación seca por la falta de menstruo que se evapora en aquella elevada región de la atmósfera. En otros sitios cubren llanuras dilatadas el álcali mineral, la sal mirable y la magnesia vitriolante; y en su descenso brotan sobre escarpadas serranías el vitriolo y el alumbre conocidos allí con los nombres de cachino y mito, y cuyas vetas descompuso y sigue descomponiendo la poderosa mano del tiempo. En aquellas elevadas alturas, donde la suma delgadez y rarefacción del aire impiden la respiración de los animales, habitan sin embargo las diferentes especies de camello peruano: el guanaco, la llama, la alpaca y la vicuña, cuyas exquisitas lanas, especialmente la de las dos últimas, se comprenden entre las más preciosas del mundo. Y no obstante la suma elevación de esta cordillera sobre el nivel del mar, vistió la naturaleza sus alturas y precipicios de muchísimos vegetales de muy pequeña altura, pero de singular virtud y eficacia en la medicina. Tales son la yaceta, muchas especies de valeriana, geniana, polipodio, y otros géneros; y en los meses de las aguas, que es cuando se templa algo el rigor de los fríos, llega a madurar la quinua, la papa y la oca, que son propiamente los únicos frutos que producen aquellos parajes elevados.

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Bajando un escalón de los altos de esta Cordillera a los valles contiguos y quebradas, se experimenta el influjo de un temperamento sumamente benigno y tal vez el mejor de este globo. Allí equilibró la naturaleza los grados de frío y de calor, y templó con la proporcionada elevación y formación particular del terreno los ardores de la zona tórrida, igualmente que las heladas de la región suprema de la atmósfera.

Este temperamento, semejante al de la primavera de Europa, es allí un verano perpetuo, y tan corta toda la diferencia, en los grados de calor del termómetro, entre la estación lluviosa y seca del año, que el tránsito de una a otra es casi imperceptible. Producen todos aquellos terrenos con igual fertilidad el maíz, el trigo, la cebada, la uva, el olivo, y los demás árboles frutales del continente europeo; y en las angostas quebradas que han profundizado los rápidos ríos que bajan por la cordillera, aumenta el calor la refacción de los rayos solares, y ambos lados se ven poblados de hermosas arboledas, que toman más y más incremento a proporción del descenso de los ríos y de la temperatura del calor.

La extensa montaña real de los Andes, que verdaderamente es el fondo de la América meridional, tiene por límites la misma cumbre de la otra cordillera, y es otra modificación del terreno y temperamento propio a las provincias del alto Perú. En pocas partes ha penetrado el influjo humano a lo interior de sus inmensos y casi impenetrables bosques desde la conquista del Reino. Las innumerables plantas, arbustos y árboles que cubren con vicio y malezas aquellos terrenos, llenan la atmósfera de aire vital, a tal grado que en pocas partes del mundo hay ejemplo de mayor grado de salubridad y pureza. Desde allí propiamente empiezan los terrenos y los temperamentos de la zona tórrida.

La fecundidad de la naturaleza se presenta aquí en su mayor vigor y hermosura; tanto los vegetales como los animales de toda clase y órdenes atraen la curiosidad y atención del filósofo; su gran número, variedad y hermosura exceden con asombro todos los términos de lo ordinario. Un grado subido   —90→   e igual de calor, junto a una perenne humedad, son los grandes resortes que promueven allí las operaciones de la naturaleza, y nacen en aquellos fértiles terrenos la palma, la piña o ananá, el plátano tan vario, el algodón, el benéfico árbol de la quina y el cacao. De las vertientes de esta vasta y majestuosa serranía se junta el inmenso caudal de aguas del Amazonas, y desde su pie empiezan a extenderse unas dilatadas llanuras cuyos límites todavía ignoramos, tal vez porque la carencia de minerales de oro y plata, desconocidos hasta este tiempo sin duda por los misioneros apostólicos, únicos ocupados en aquellas regiones, no han podido atender a este objeto, dedicados a la civilización moral y política de las tribus de infieles que habitan las fronteras, de lo que se tratará más adelante.

Por estas modificaciones de temperamentos y de terrenos de que goza el Reino del Perú, será fácil inferir su fertilidad y la multitud de sus producciones.

Su población, según el censo formado en el año de 1791, consiste en un 1.076.102 personas, de todos sexos y edades, repartidas en diez ciudades, doce villas, novecientos sesenta y tres pueblos y cuatrocientas ochenta y una doctrinas, en las que se incluyen algunas haciendas, que por el número de los que la componen parecen pequeñas poblaciones y se hallan esparcidas por todo el Reino. Debe sin embargo advertirse que la enumeración del censo no es del todo exacta, pues las matrículas posteriores de algunos partidos muestran un aumento considerable al que numera el censo citado; y desde luego puede asegurarse, sin temor de errar, que asciende a 1.20.000 almas la población de aquel Virreinato.

En los lugares correspondientes daremos noticia de lo perteneciente a cada provincia, con la distinción de las clases que la componen. Por ahora, baste decir que una gran parte de esta población debe considerarse ambulante, y que va con las minas andando continuamente de una a otra parte. Ya se halla en Huarochirí, ya en Pasco, y últimamente, donde se descubren nuevas vetas. Tampoco hay proporción   —91→   en la población de las provincias, porque aumenta o disminuye según la extensión de éstas y la calidad de su terreno. Generalmente las de costa son las menos pobladas, y hay en ellas más españoles que indios. Por el contrario, en la Sierra el número de indios es muy superior al de los españoles, y también son las más pobladas.

En cuanto al aumento o disminución que se nota en la población, es punto demasiado interesante para que dejemos de tratarlo. Todas las poblaciones de españoles, que no son minerales, en que la población es vaga, precaria y casual, como en Lima, Arequipa, Trujillo y otros pueblos de menos nombre, van en conocido aumento; y desde mediados del siglo próximo habrá subido una mitad o una tercera parte lo menos el número de su vecindario.

Las causas de este adelantamiento son bien conocidas. Primera, lo que se ha facilitado la navegación por el Cabo de Hornos; segunda, las frecuentes expediciones de tropa veterana, que los más se quedan; tercera, la libertad de comercio; y cuarta, la continua introducción de negros. De manera que dos partes del mundo, la Europa y el África, concurren a porfía para poblar la América.

A estas causas generales y positivas del aumento de la población, se deben añadir otras negativas. No se experimentan hambres en aquellos países, porque el terreno es muy grande relativamente a la población; tampoco hay guerra, y en una palabra, la América es un país en que la población continuamente gana y nunca pierde; y si tal vez no se hace demasiado palpable este aumento es porque lo impide la mucha extensión del terreno.

No sucede así con la población india; ésta pierde y nunca gana. Es verdad que por las últimas revistas han resultado más indios contribuyentes o tributarios que los que había antes de la rebelión del indio Tupac Amaru, en los años de 1780 y 1781; pero esto nada prueba contra nuestra opinión.

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Aclararemos esto. Si el aumento o disminución ha de considerarse con respecto a las matrículas que regían antes del levantamiento, hay sin duda hoy más de la mitad de indios de los que entonces había; mas como por otra parte sabemos que en la guerra suscitada con el levantamiento murieron a lo menos diez mil indios, y acaso cuatrocientos españoles y mestizos, y a pesar de esto se cuentan hoy más indios de los que había antes de la sublevación, es preciso convenir en que las matrículas, anteriores a esta época, eran muy diminutas. Detengámonos en su examen. Al entregar el mando de aquel Reino el Conde de Superunda, en 1761, a su sucesor Don Manuel Amat, le dejó en su relación de gobierno seis cientos doce mil setecientos ochenta indios de ambos sexos y de todas edades, desde Lipe hasta Tumbez. El señor Amat, después de quince años de gobierno, dejó el virreinato a Don Manuel Guirior, con seiscientos setenta y seis mil seiscientos noventa y seis indios, de modo que ya se adelantó algo en las matrículas que se hicieron en su tiempo. En revisitas actuales, como la del Superintendente General de Hacienda Don Joseph Escobedo, por los años de 1781, ascendió el número de indios de ambos sexos a seiscientos diez mil ciento noventa, y los contribuyentes a ciento cuarenta y un mil doscientos cuarenta y ocho. En la última razón que pidió el Virrey Sr. Don Francisco Gil y Lemus a su entrada al Virreinato, se numeraron seiscientos ocho mil novecientos doce: y sin duda esta enumeración se hizo muy por encima, puesto que se encuentra en ella menos indios que en la del señor Escobedo. Posteriormente se han ido practicando las revisitas de los varios partidos del Virreinato, y por ellas consta que el ramo de tributos, que a la entrada del señor Lemus importaba 853.000 pesos, asciende hoy a 885.000, lo que prueba que la enumeración hecha en el año del gobierno del señor Lemus es defectuosa y diminuta, por que el aumento de los tributarios es una prueba del aumento de indios pobladores. Resta sólo advertir que los seiscientos doce mil indios que dejó el Conde de Superunda, y los setecientos sesenta y un mil que numeró el señor Amat, se entienden de los que contenían los dos Virreinatos de Lima y Buenos Aires; por manera que en el de Lima sólo hay siete mil almas   —93→   más de las que dejó el Señor de Superunda en una y en otra; cosa a la verdad imposible después de la excesiva mortandad que causó la rebelión y de las causas físicas que contribuyen a su menoscabo. He aquí una prueba evidente de lo defectuoso de las primeras matrículas.

El mismo resultado nos da la cuenta hecha por los tributos. En el año de 1777 importaba toda la masa de ellos 485.999 pesos en ambos Virreinatos; y en el día, en sólo el de Lima, asciende a 900.000 pesos, que es casi una mitad más, en este último, respecto de lo que en otros tiempos producían ambos. Concluyamos, pues, que en realidad había en los dos Virreinatos cien mil indios más de los que se encuentran ahora, en suposición de que murieran otros tantos en el levantamiento; y de aquí que la población india ha perdido efectivamente, aunque haya ganado la contribución de tributos; y que si aquella falla no se hace sentir notablemente consiste en el mejor uso que se hace de los indios que el que se hacía antiguamente.

Concurren también para esta disminución de los indios muchas causas físicas y naturales. Para la procreación de indios es necesario el concurso de dos de su especie; cuando para la de cualquiera otra basta uno. Además los españoles como era natural, han ocupado las mejores tierras, y desde luego puede asegurarse que, dondequiera que se sitúa el español, ya el indio no puede prosperar. Aquél come en un día lo que este no consume en quince, y con lo que el español hace una hacienda regular se mantendrían cien familias de los indios con sus chacarillas. Agréguese lo que arruinó a esta nación la peste de mediados del siglo, lo que consumen sus trabajos en las minas, las violencias que el gobierno no puede remediar porque no las ve, y se conocerá que la población de indios va en una conocida disminución, y que es preciso que se vaya reduciendo a medida que se aumente la de españoles, mestizos y otras castas.

Es de advertir que, aunque en general crezca la masa total de la población, ofrece la mayor atención que este aumento de pobladores es de número, y no de calidad: desertores   —94→   marineros, polizones, vagos, gente sin otra fortuna que su persona, poca distinción y mucho pueblo, de éstos se van llenando las principales poblaciones, lo están ya los minerales, y abunda no poco la capital, siendo verdaderamente los zánganos de la colmena que sirven sólo para comerse lo que otros trabajan y dar que entender a las justicias.

El gobierno político del Reino se compone del Virrey, que como imagen del Soberano goza de la jurisdicción de hacer en él cuanto el Rey haría, exceptuando sólo aquello que expresamente les esté prohibido. Por esta consideración y para desempeñar con acierto la grande confianza que disfrutan del Soberano, tienen los Virreyes los tribunales, magistrados y demás jueces subalternos de que dimos noticia en el primer capítulo, y ha creado el Rey para que, sirviéndoles de auxiliares, puedan expedir con más facilidad y esmero las graves atenciones de su alto mando.

Con semejante intento se crearon también, en los principios de la conquista, los jueces inferiores y los encomenderos; pero abusando éstos de las regalías concedidas por la piedad de los reyes, degeneraron en opresores de los mismos indios, dando mérito justo a que variando de sistema se establecieran corregidores y párrocos, para que por los primeros, en lo temporal, y en lo espiritual los segundos, lograse aquella nación el desagravio de sus justas quejas.

En estos últimos jueces territoriales estaba reunida la obligación de administrar justicia y la de cobrar los reales tributos, de cuyos ramos disfrutan sus respectivos salarios. Varias consideraciones políticas obligaron, con el transcurso del tiempo, a que se les permitiese el comercio y repartimiento de aquellos efectos que parecían útiles y convenientes al provecho y utilidad de los indios. A este fin se formaron tarifas arregladas a las circunstancias locales de las provincias, y S. M. las aprobó en Real cédula de 5 de junio de 1751. No puede negarse el celo y santos fines conque el gobierno autorizó este permiso; pero la experiencia, al toque de los sucesos, dio a conocer con verdad que la vara del mercader es incompatible con la de la Justicia.

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Ésta fue la causa de que S. M., a petición de los principales Jefes y Prelados de todo el reino, y movido por último de las conmociones a que había dado lugar en la desgraciada época de 1780, mándase la abolición de los repartos, estableciendo el nuevo sistema de intendencias, que actualmente rige desde el año de 1784.

Por este sistema se halla dividido el Virreinato de Lima en ocho intendencias, y subdivididas éstas en cincuenta y dos partidos, gobernado cada uno por un jefe que, con el título de Subdelegado, lo rige y administra justicia. A éstos celan sus jefes inmediatos, los Intendentes respectivos, y estos magistrados, vigilados igualmente por los Virreyes, son los órganos por donde éstos expiden sus providencias y se instruye muy cumplidamente del estado del Reino, por la facilidad que les presta a los Intendentes la mayor cercanía de los partidos para conocer radicalmente los vicios, como por el resultado de las visitas anuales que deben hacerse en ellos. Nómbranse los Subdelegados a propuesta del Intendente, con aprobación del Rey; y el tiempo de su gobierno está limitado a cinco años.

Se ha hecho un problema, entre los políticos, lo de si era o puede ser útil o perjudicial a los indios el amplio permiso de los repartimientos, alegando cada uno varias razones en apoyo de su opinión; pero no es este lugar oportuno de detenernos en tales investigaciones. Después que, en el capítulo siguiente, hayamos delineado el carácter particular que constituye al indio, podremos tratar con más acierto está escrupulosa materia. Lo que desde ahora puede asegurarse es que las Intendencias se establecieron en una bellísima coyuntura, y que han producido al Perú beneficio singular. Aún no había respirado el reino de la mortandad y destrozo que le ocasionó el levantamiento del infeliz Tupac Amaru, y siendo sumamente odioso en aquella época el nombre de Corregidor, debía ser muy bien recibido de los indios cualquier género de mudanza en el gobierno. Supieron desde luego que iban a tener magistrados revestidos de mayor autoridad, a quienes acudiesen a pedir justicia en los agravios de sus inmediatos jefes, sin necesidad de emprender   —96→   viaje a Lima a solicitar la protección del Virrey. Luego que se presentaron los Intendentes los recibieron con mil aclamaciones, fiestas y regocijos, como que todos esperaban mejorar de suerte juzgando que había llegado el tiempo de su felicidad. Con efecto, se han mejorado mucho de los males pasados. Es más fácil ahora el recurso de los indios, los Subdelegados no tienen el poder despótico de los Corregidores, y habiéndose actuado en varias provincias la remensura de tierras se les ha dado a muchos indios, que carecían de ellas; se han radicado muchas familias, y no se advierten ya las frecuentes trasmigraciones de indios que antes se notaban.

Los Intendentes, por su parte, han contribuido al remedio y adelantamiento de otros ramos, al reparo de los puentes arruinados, construcciones de otros nuevos, aperturas de camino y a otras diversas particularidades. En fin, a ellos se debe la nueva población del valle de Vitoc en la intendencia de Tarma, el nuevo camino de treinta leguas sobre el Guamuco, y otros muchos para la comunicación de la Montaña Real, valiéndose de los misioneros apostólicos de Ocopa, especialmente del Guardián padre Manuel Sobreviela, cuyos viajes y empresas son de los mejores adornos que tiene el Mercurio Peruano, ya varias veces citado por nosotros.



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ArribaAbajoCarácter, usos y costumbres de los indios, tributos que pagan al Soberano, método de cobranza, estado de este ramo y reflexiones sobre los repartimientos antiguos y modernos

Es el indio un problema que nadie puede resolver porque nadie lo acierta a definir. Tan obscuro en su origen como en sus facultades físicas y morales, ha casi trescientos años que vivimos con ellos sin poder dar razón o idea cabal de su constitución, porque embarazan el discurso para acertar con la propiedad de su definición.

El indio es frugal cuando come de su hacienda, pero no tiene término su apetito cuando es a costa del español: el indio es cobarde, pero muy cruel cuando se ve superior; y parece religioso a fuerza de superstición; y parece de entendimiento porque abunda en malicia.

Digamos que el indio es de endeble constitución física que no puede tolerar grandes trabajos; y por eso se ve que, aún en Lima, donde están más adelantados y racionales, jamás se aplican a oficios de mucho esfuerzo, sino a zapateros, sastres, botoneros, barberos, y otros sedentarios que no piden gran fatiga.

Digamos más: que a esta endeble constitución física corresponde una alma mezquina y de pocas facultades, que no pudiendo comprender ni las cosas que exigen muchas combinaciones, ni las verdades muy elevadas y sublimes, se contenta, en cuanto al entendimiento, con la malicia; en cuanto a la religión con la superstición, así como, en lo material,   —98→   se satisface con los oficios que requieren poca fatiga. De modo que en fuerza de este análisis puede considerarse al indio como un ser de naturaleza y alma débil, y si bien por falta de robustez no se aplica a grandes trabajos, no cabiendo en su alma, por la cortedad del vaso, la ambición ni el entusiasmo, no se afana por ser, no se afana por saber, ni tampoco por tener.

Ésta parece que es la naturaleza del indio, pero puede haber coadyuvado su constitución y la forma de gobierno. Me explicaré. Los Incas, como señores de sociedad naciente, conocían pocos derechos de propiedad en el vasallo, y así no consta por la historia que tuviesen éstos grandes fortunas, ni podía ser en una constitución de gobierno donde se ignoraba el valor del signo, o de la riqueza de convención; por eso, aún en aquella época, trabajaban los indios casi en común sin distinguir, como se ha dicho, los derechos de propiedad. Después de la conquista, aunque varió la cosa de semblante, sin embargo la superioridad natural del español sobre el indio y las circunstancias de los tiempos obligaron el establecimiento del servicio personal. El abuso de éste fundó las encomiendas, y el abuso de las encomiendas abrió el camino para la división del Reino en provincias, la erección de los corregimientos, y el entable de los repartimientos; y últimamente el manejo de aquéllos dio origen a la abolición de éstos y al establecimiento de Intendencias, desde cuyo tiempo no ha podido todavía él indio reconocerse ni persuadirse de que el fruto de sus trabajos sucesivos será para él, y que disfrutará de cuanto adquiera, sin que participe de ello otro alguno ni sirva a formar la fortuna del español.

Es también del caso considerar que el indio no tiene un dominio absoluto sobre las tierras que trabaja, siendo las más del Rey, que se las da en recompensa del tributo que satisface, y en esto se mezcla la buena o mal versación de los caciques, sus odios y predilecciones. De todo lo cual se deduce la consecuencia apuntada de que el indio, así como por la cortedad de sus fuerzas no se afana por trabajar, así tampoco por la cortedad de su espíritu no se afana por ser, por saber, ni por tener.

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No se afana por ser, porque además de que su alma no lo lleva a cosas grandes, conoce que no puede pasar de cacique, de curaca o de mandón; y tan contento está con su bastoncillo de puño de plata gobernando a una docena de indios, como un general a la cabeza de una armada, o un político al frente de un Consejo.

No se afana por saber, porque su alma no alcanza a mayor esfera, y conoce que aunque supiese no le serviría para su adelantamiento.

No se afana por tener, porque siendo frugal por naturaleza, aun no ha llegado a persuadirse que lo que adelanta no serviría a labrar la fortuna del español. Estos principios que constituyen, en nuestro entender, el carácter general de los indios, se harán más evidentes con las ideas que vamos a dar sobre sus usos y costumbres.

Entre la multitud de indios que se cuentan en el extenso Reino del Perú, es otra tanta la de las lenguas que hablan, siendo raro el partido en que no se encuentra alguna variedad. La principal y más general es la llamada quechua, y de ésta, mezclada con otras varias, se derivan la aimará, urus, pampas, Chinchesuyo y otras. Háblase la quechua con más generalidad en el Cuzco; la aimará en La Paz y su obispado, siendo dificultosísimas de aprehender por lo forzado de sus guturaciones; la urus entre los habitantes de la isla de Chucaito; la pampa entre los indios de Buenos Aires y chilenos; y en el obispado de Huamanga, y en Lima la de chinchesuyo; pero es fácil de aprender y hablan las demás sabiendo la quechua y aimará, por la íntima conexión que tienen todas con estas dos.

A las facciones particulares que constituyen la raza de los indios, reúnen los habitantes de la Sierra una mediana estatura, asemejándose mucho a los de las costas o valles, aunque éstos la tienen mayor. También se diferencian en el color, siendo algo más claro el de los últimos, y son de naturaleza enfermiza por su temperamento cálido. Traen los primeros el cabello largo y tendido sin cogerlo, y los de los valles, imitando a los españoles, suelen cortárselo; los más tiene mucho pelo, y aunque grueso no deja de ser largo.

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Componen su traje común de lienzos de algodón y bayeta, groseramente tejidos, que el mismo indio o su mujer fabrica en sus informes telares. En cuanto a su forma ha variado mucho de la de los tiempos primitivos, y apenas se encontrará un indio o india que use el traje de sus abuelos, principalmente las mujeres que procuran remedar a las españolas en sus vestuarios. Los que habitan la Sierra suelen vestir más tosco, por buscar el abrigo; pero unos y otros andan descalzos, sin medias, y con unas alpargatas o llanques de pellejo de toro, a manera de sandalias, que despiden un olor muy malo cuando se humedecen. Los únicos efectos europeos que se advierten en algunos, son la bayeta de Inglaterra para faldellín en las mujeres, y chaleco en los hombres, sombrero de castor, camisa de royal, tal cual cinta, y muy rara media de seda; y esto sólo en funciones y grandes festividades de tal cofradía en que es mayordomo, hermano o alférez, sirviéndose, todo lo demás del año, de ropa de la tierra. Exceptúanse de esta regla los indios moradores de Lima, que visten a la española y según sus facultades.

Sus casas se reducen a unas desaliñadas chozas, y las camas a un pellejo de carnero, y encima una mala frazada o manta, pudiendo asegurarse que no hay en todo el Perú cincuenta indios que usen colchón. Los más no gastan cama, y se echan a dormir sin desnudarse jamás, llegando su desaseo y miseria al punto de no mudarse la ropa hasta que se les cae a pedazos. Es una observación singular que se ha ofrecido repetidas veces sin que podamos dar razón de su origen, que cuando por cualquier accidente o casualidad duermen los casados en la habitación de un español, se mantienen sentados toda la noche en cuclillas (posición que acostumbran mucho) mirándose a la cara uno a otro, pero sin acostarse juntos, callados o hablando. Aquí es de notar que las más de sus conversaciones no tienen otro objeto que las repetidas noticias de sus antepasados, sus agüeros y supersticiones, y sus frecuentes discursos contra los españoles. Se encuentran, con todo, indios de muy bella índole; pero la experiencia muestra que son pocos, y menos sin duda que entre las mujeres.

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Los indios se enamoran de un modo particular, regularmente por señas y a alguna distancia; mueven los dedos, y principalmente el pulgar del pie; y a este movimiento del amante corresponde la india con otro de aprobación o desdén, pero siempre con los dedos de los pies, y sus rostros modestos, de manera que ni los padres ni otros superiores lo noten. Son implacables en sus celos, y castigan atrozmente a sus mujeres cuando sospechan de ellas. Tienen sobre este punto supersticiones singulares. Cuando van de viaje, curiosos de saber las ofensas que su mujer les hace, dejan en un paraje extraviado un montoncito de piedras, las que a la vuelta buscan con cuidado en el sitio que marcaron, cuentan las piedras y, si les faltan algunas, eso les indica otras tantas culpas en la consorte. Otros ponen en algún agujero de pared o piedra un poco de coca mascada o trapo liado con ella, y si cuando vuelven hallan el trapillo fuera de su agujero y desatado, es señal de que les ha ofendido su mujer, y llueven palos y golpes sobre la desdichada. El sujeto autor de esta noticia, que había sido cura en muchos parajes, me aseguró que yendo a caza vio que un indio estaba azotando a una india, su mujer, que tenía amarrada a un árbol. Con la presencia del eclesiástico huyó el azotador, y la azotada en vez de recibir a su libertador con el agradecimiento que debía, le dijo que quién le metía en eso, y llamó a su Julián, diciéndole: azota, azota, Julián, que así se llamaba. Éste es un ejemplo entre otros muchos del grande afecto que profesan a sus maridos y del trato cruel que reciben de ellos; así que toda casada, más que como compañera, sirve a su marido como esclava. Éstos por lo contrario adoran ciegamente a sus comadres, y procuran satisfacer sus antojos y caprichos con un fervor y entusiasmo admirable. Cuando van a caballo, a la mujer propia la llevan a las ancas, y a la amiga en la delantera; y si por casualidad va el indio con una otra, la mujer va a pie, y el galán y su amiga a caballo. Tan constante es esta costumbre, que por ella se infiere qué relación tiene el indio con la mujer que lleva; y la justicia los arrastra por solo esta sospecha, que por lo regular se verifica.

Son infinitas las prácticas supersticiosas, agüeros y otras ridiculeces que conserva el débil espíritu del indio. Cuando   —102→   canta de noche alguna ave nocturna o por el día entre los techos y paredes de su casa, tiene el indio por cierto que ha de morir alguno de su familia. Hállanse varios mochaderos o adoratorios de ellos, a los cuales ofrecen coca mascada y sin mascar, oropel, plata y otras cosillas de lana teñidas, con fines y objetos diabólicos y supersticiosos. De estos mochaderos hay varios en los cerros y quebradas de los caminos más frecuentados. En el de Pasco a la villa de Huariaca se encuentra una oquedad al bajar una cuesta próxima al pueblo, en la cual está colgado un zorro de piedra muy perfecto, al cual llaman Atoc-guara que vale tanto como zorro colgado, y es un mochadero de todos los indios que transitan para Huánuco. Contiguo a éste hay otro carnero de piedra en un cerro, que igualmente les sirve de adoratorio; pero uno particular es el que se halla en una quebrada de la Sierra formado por un pilar de tierra que va disminuyendo en lo alto, y en su extremo descansa una piedra de tal magnitud que parece imposible se sostenga sobre una base tan débil. Últimamente, todos creen en sus sueños, encantamientos, aullidos de perros y otras groseras supersticiones, adquiridas por sus mayores, y que se han trasmitido a la generación presente, con sus cantares y cuentos, a pesar del continuo celo y vigilancia de los párrocos doctrineros, tan poderoso es el influjo de la superstición, y tan cierto que ésta es compañera inseparable de la ignorancia. En cuanto al remedio, el tiempo solamente, acompañado de un celo constante de parte de sus curas, acabará de desarraigar aquellos vicios; y hasta echar una mirada a los tiempos antiguos para conocer lo mucho que ya se ha adelantado. En la visita general que se mandó hacer en 1691, casi un siglo después de la conquista, para destruir de una vez el culto que daban los indios a sus huacas, se hallaron a millares las prácticas supersticiosas y crueles, y no pueden leerse sin horror las que refiere el padre Arriaga, uno de los visitadores, en el libro que imprimió del resultado de esta visita, siendo de notar que habían precedido veinticuatro años al continuo celo apostólico de Santo Toribio, Arzobispo que fue de Lima, que casi siempre anduvo por la Sierra visitando y predicando a sus ovejas. Parece que hasta 1625 no se juzgaron capaces de recibir sacramento,   —103→   puesto que hasta dicho año no se colocó el Santísimo en sus iglesias. Desde entonces ha ganado mucho la humanidad, y no se oyen ya aquellos infanticidios y otras prácticas horribles que se reprimieron y castigaron en la referida visita, quedando enteramente abolidos en dicha época. Por lo demás no hay nación en donde con más tesón y esmero se ejecuten los actos exteriores de nuestra santa religión y se enseñe la Doctrina Cristiana; con este fin pasan todos los niños al patio de la casa del cura, y allí se les repasa la Doctrina, y la repiten también los más adultos.

Ya sea efecto de su situación o de su carácter, se nota en todos los indios una suma malicia y desconfianza. Al comprar algo al español, piensa el indio que le engaña, y cuando vende procura siempre engañarnos, haciéndose el desentendido cuando no lo logra. Si recibe dinero lo cuenta muchas veces; pero rara vez da la plata cabal al pagarla; y por lo regular se queda con un real o medio que saca después, si se le pide, de un trapo anudado, en donde por lo general guardan el dinero. Cuando van de guía con algún pasajero o los nombran los alcaldes para llevar bagajes, piden anticipado el pago de éstos, y siempre se retardan si el interesado no les aviva usando del rigor.

Su morosidad y genio poco activo obligan casi siempre a acompañar las requisiciones con amenazas y aún con hechos, y persuadidos algunos de que el indio podría ser manejado por el bien como los demás hombres, se han visto precisados a contrahacer el tono de amenaza y de rigor. Tan acostumbrados están a él, y tal vez desde sus emperadores, que entra como parte muy esencial en su carácter, siendo cierto que sólo obran a impulso de la amenaza y del miedo. El agradecimiento y el bien operan poco en esta raza de hombres. No conseguimos de ninguno de ellos, aunque se les pagaba con generosidad y se les ofrecía alguna otra recompensa, que nos acompañasen dos leguas más allá del término a que les obligaban sus justicias. Lo mismo experimentamos con varios que parecían dóciles, y lo mismo aseguraron los párrocos y todas las gentes que los tratan, y habiendo hecho intención con las ideas de humanidad y filosofía sacar   —104→   de ellos los servicios que eran necesarios sin vejarlos, había siempre que salir tarde, y por último empezar a reñir. Los extranjeros no deben extrañar que muchos españoles abusen de su superioridad con una gente por una parte acostumbrada al rigor, y por otra la más tímida y cobarde.

Es común en un chapetón apalear y hacerse respetar de una cuadrilla de aquellas gentes que merecen ciertamente la compasión; pero si se embriaga o junta mucha porción son temibles, por la osadía con que irritan al español, aparentando después la más rendida humildad cuando se halla solo o se le pasa la embriaguez.

Sus frecuentes borracheras lo arrastran casi siempre a continuas querellas y discusiones, de tal modo que una nación con otra, un pueblo con otro, aunque sean de una misma doctrina o provincia, jamás se pueden ver; se arman y se matan en piña por la cosa más tenue; pero tal es su inconstancia que, si en el mismo acto se presenta la chicha y beben de ella, se acaba la contienda y se echan todos a dormir. En este estado los llevan sus mujeres o parientes, y cuando despiertan ya se les olvidó lo pasado, quedándoles solo la molestia de enterrar al que murió o de curar al que salió herido.

Los más sienten poco el morir, y cuando un español los castiga lo único que dicen es: mátame, que me has de pagar el entierro, sintiendo sin duda más esto último que la privación de la vida. Se les ve en los hospitales a algunos próximos ya a expirar, que se levantan y empiezan a llamar y llorar pidiendo comida, si la ven pasar para otros enfermos. Cuando se sienten heridos, por leve que sea la herida, toman su sangre en la mano, se enfurecen y exclaman que han de vengarse; pero su pusilanimidad los amilana en la ocasión, y se reputan por muertos con el más corto motivo. Esta misma cobardía los hace alevosos, astutos y tan crueles e inhumanos con los vencidos, que parece no cabe en su pecho la piedad y la compasión. El agravio hecho a uno solo se hace entre ellos causa común.

Los indios todo lo dudan, y son tan incrédulos que a cuanto se les dice o pregunta responden generalmente: así   —105→   será, taita, sin mezclarse a averiguar lo cierto. Por esto, sin duda, juran en falso con la mayor facilidad; mienten y levantan falsos testimonios, con tal serenidad y frescura que causa admiración.

No se puede negar que el indio tiene cierta habilidad para las artes a que se dedica. Éstas son por lo común la escultura, la pintura y todo lo que corresponde a pasamanería. Hasta ahora no ha manifestado ninguno aquel genio inventivo que suele hallarse entre los demás hombres, siendo cierto que no se conocerá otra nación a la que sea más difícil separarse de las costumbres heredadas, y que parece por tanto incapaz de que adelante en sus conocimientos. Sin embargo suelen hacer progresos en aquellas artes de imitación, según las curiosidades que hemos visto de algunos de ellos. En el Cuzco y sus contornos hay buenos pintores y bordadores; los hay también en Trujillo y otros parajes. Hacen en Huamanga unas badanas doradas muy particulares, y varios se aplican a plateros, siendo de notar que la mayor parte de estos oficiales se embriagan frecuentemente, sin que por este defecto pierdan el tino al ejecutar sus labores. Tienen grande pasión por la música y el baile, en el cual cifran todas sus delicias; con él alegran también sus juntas civiles y religiosas.

Sus instrumentos son flautillas, algunos instrumentos de cuerda que tocan y tañen con mucha suavidad, y unos tamborcillos algo parecidos al de los negros de que hemos hablado, aunque mucho más agradables y sonoros. El canto es suave, tierno y dulcísimo y una melancolía lo acompaña, peculiar de sus canciones elegíacas trasmitidas de sus antepasados, y que llevan una ventaja conocida a los cantos de las otras naciones en cuanto a inflamar el corazón humano en los sentimientos de piedad y amor. Las danzas son bastante serias y acompasadas; sólo tienen de ridículo, para nosotros, la multitud de cascabeles que se cuelgan por todo el cuerpo hasta llegar a la planta del pie, y que suenan compasadamente. Los españoles, en tiempo de la conquista, acostumbraron adornar los pretales de sus caballos con cascabeles. Atolondrados con ellos los indios, creyeron al principio   —106→   que eran espíritus maléficos que contribuían a su destrucción; pero, después de su desengaño, los han adoptado como tutelares en todas sus danzas y diversiones. Éstas son continuas; y por lo general principian y acaban en borracheras; entonces se juntan muchos a dormir, sin distinción de clase ni sexo, y esta desordenada comunicación ofrece mucho que trabajar a los que velan en ello, las más veces sin lograr fruto.

A la pobreza y desaliño de sus casas corresponde la de los bienes que componen el ridículo aduar de los indios. Hablando del más acomodado, sólo tiene una yunta de bueyes, un arado y un corto rancho para encerrar su escasa cosecha. Los demás, que componen la parte principal, no poseen la cuarta parte de estos escasos bienes, y viven entregados al ocio y a la embriaguez. Conservan, sin embargo, la buena costumbre de unirse hermanablemente para los trabajos rurales de sus sementeras y mieses, y en la fábrica de sus casas conservan igualmente tan laudable uso. Junta el propietario los materiales, y todos los del lugar se convidan, como para una fiesta, a hacer las tapias juntos; y al otro día llevan sus estacas y hacecillos de yerba para cubrir la casa, y en poco tiempo queda ésta hecha.

Los alimentos más comunes que acostumbran son: las papas, el maíz, el camote y la yuca. Estos cuatro frutos les sirven en lugar de pan: solamente los de la costa compran pan cocido, cuando lo tienen en su mismo pueblo o pasan por alguno donde se amasa. En el valle de Jauja, en Huaylas, Huánuco y otros valles abundantes de trigo, comen también pan; pero por lo regular en estas provincias, como en las de la costa, mantiénense con papas y camotes asados, maíz tostado (que llaman Cancha) o cosido (que llaman Mote). Con éste y su ají o pimientos muy picantes comen el pescado, sea el que fuere, crudo, con un poco de sal y ají, los que viven cerca del mar. Así éstos, como los de la Sierra, consumen igualmente la leche y requesones de sus vacas, y algunas veces el queso; y aunque crían pollos y gallinas, jamás matan una, aunque estén enfermos. Tampoco comen los huevos, y todas estas cosas y los quesos de vaca y cabras   —107→   los guardan para venderlos en la plaza de Lima, Tarma, Pasco, Huánuco, Cajamarca, Huaraz, Trujillo, Lambayeque y Piura, por la parte del Norte; y por La del Sur en Ica, Huancavelica, Huamanga, Cuzco, Arequipa, Puno, Chuquisaca y otras del otro Virreinato. He aquí unos frutos y modo de vida que no conocían en tiempo de sus emperadores Incas, y que les han proporcionado los españoles.

La bebida favorita de los indios son el aguardiente y la chicha: Ésta es como cerveza fermentada de las papas. También la hacen de maíz con raíces, y entonces la llaman Jora. Para esto ponen a podrir el maíz en parajes húmedos, donde cría raíces, lo muelen y echan a hervir; después lo sacan en grandes vasijas, en las cuales permanece tapado el licor, y fermenta dos o tres días, según se quiera más o menos fuerte. También se hace de manzana cosida, cuya agua se fermenta. Pero la más asquerosa es la que se suele hacer en la Sierra, para lo cual se juntan muchos indios y mascan una porción de maíz, y todo junto lo hierben fermentándolo con la jora. Es de admirar la paciencia con que se están mascando días y días y noches enteras, sirviendo sus dientes (que raro indio padece de ellos) de una especie de molino. Esta bebida les preserva también de mal de orina y les sirve de mucho sustento, tanto que con ella y la coca se mantienen toda su vida los pastores de ganados y los que no tienen otra vianda a mano. Los trajinantes suelen caminarse a pie doscientas leguas, sin otro alimento que éste y una taleguilla de coca con un porroncito pequeño a manera de las fuguerinas de los gallegos, con un palito dentro, cuya punta sacan mojada en una masilla suelta que hacen de cal, llamada llipta.

Beben también el guarapo que se hace del zumo de la caña; sabe a limonada, y embriaga si se bebe demasiado; pero no la apetecen tanto como la chicha. Nunca compran vino, aunque si se les da apuran una botija. Lo que más usan es el aguardiente, con preferencia a la chicha, y ésta suple cuando falta aquél. Ningún indio gasta el tabaco, ni de hoja ni de polvo; y esta particularidad se advierte aún en los que viven en Lima, que hemos dicho son casi tan civilizados como los españoles.

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En lugar del tabaco emplean la coca.6 Aquél es otro artículo de que carecían en tiempo de sus Incas, y en cuanto a la coca les estaba prohibida. Los españoles, desde luego, se la concedieron o más bien no pensaron en prohibirla; y es tal el gasto que se hace en las provincias altas, pues en Lima ningún indio usa la coca, que las cuentas del año de 77 comprensivas de los dos virreinatos, asciende el importe de la coca vendida a un millón cuatrocientos y tantos mil pesos, importando sólo la que sale por Huánuco ochenta mil pesos.

Puede ser que suba a otro tanto la que se consume en la Paz. La gastan las señoras con la misma frecuencia y afición que las mexicanas el cigarrillo, y lo mismo sucede en Huancavelica, Huamanga y el Cuzco. No parecerá inoportuno añadir aquí que los hacendados de cocales son los más bien fincados que hay en todo el Reino, y que estas haciendas y ganados, a que dan el nombre de estancias, son mejores fincas que las de casa chácaras, y haciendas como que éstas dependen del trabajo de los negros, y se acaba cuando a estos les entra una peste. Se extienden los sembrados de cocales a uno y otro lado de la Cordillera, desde Oruro y La Paz hasta Quito, y aún en el de Tarija. Por aquí se puede regular el consumo que habrá en todo el país que llaman allí de Sierra. Ya hemos dicho que en Lima no se usa, ni tampoco en los que se denominan valles, a menos que sea por alguno de los indios transeúntes o recién avecindados.

Es, pues, manifiesto que no necesita fatigarse mucho el indio para subvenir a su escasa subsistencia; principalmente cuando, con la dedicación de pocos días al trabajo, adquiere cuanto le basta para vivir y para la paga del suave tributo que satisface, siendo éste más que gravamen una demostración del reconocimiento de la soberanía.

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Comienza el indio a pagar su tributo a los dieciocho años, y finaliza a los cincuenta. Esta obligación es personal, y las viudas nunca pagan tributo, aunque queden con muchos bienes. El método de la cobranza es entregarla a los caciques, quienes la dan al subdelegado, y éste lo entrega en cajas reales cada seis meses. El producto de aquel ramo, según se hallaba a mediados del año de 92, es el siguiente:

Resumen general del ramo de tributos
Número de indios  314.863
Número de indias  304.327
 Suma 619.190
Exentos por edad y privilegios, destinos de alcaldes, lisiados etc. 173.615
Contribución
Tributos  885.586 pesos
Hospital  25.892 pesos 7 reales
 Suma 911.478 pesos 7 reales
Pensiones de este ramo   974.052 pesos 4 reales

Notas

Primera. -Las pensiones que sufre el ramo de tributos se reducen a los sínodos de curas, al cuatro por ciento del subdelegado, porte de las cartas de oficio, y algunas pensiones señaladas a hospitales, colegios u obras piadosas.

Segunda. -En las pensiones de cuatro por ciento a los subdelegados no paga la Intendencia de Lima la de los Subdelegados de Huarochirí, Santa, y el Cercado de Lima, porque a éstos se les da sus sueldos de las cajas Reales: al primero 4.000 pesos, 2.000 al segundo; y 1.562 al tercero.

Tercera. -El tributo que dan los indios para hospital consiste en una pequeña pensión que pagan, aplicada a los   —110→   hospitales en donde se curan. Éstas se entregan a los respectivos administradores, y no sufre el descuento del cuatro por ciento a sus delegados. Sin embargo que este monto total está conforme al estado formado en la Contaduría general de tributos de aquel virreinato en dicha época, debe no obstante advertirse, que por lo que llevamos dicho en el capítulo anterior relativamente al aumento sucesivo de tributarios, y por el resultado de otras revisitas que no estaban practicadas antes y las citadas ya, que corrían por los tribunales para su aprobación, pasa sin duda de novecientos mil pesos el ramo de tributos.

Esta carga lejos de ser gravosa al indio, es la más suave que pueden tener los vasallos que se hallen más aliviados en todo el mundo. No hay indio que, trabajando un par de semanas, no tenga ya completo su tributo. Compárense, pues, con los tributarios de Europa y Asia, y vease si hay nación más aliviada. Siendo lo más que aquéllos tienen siempre trabajo seguro y donde quieran, proporción que no logran fácilmente los jornaleros de Europa más deseosos de trabajar. Los indios pagan un solo tributo, que sin embargo de haber variado tanto los tiempos, el comercio y las proporciones de adquirir permanece todavía, según la cuota señalada por el Virrey don Francisco de Toledo, ha más de doscientos años; y siendo así que el español, y el negro, y las demás castas secundarias contribuyen con la alcabala de los efectos que labran y comercian, los indios se hallan exceptuados por la real piedad de satisfacerla en todo lo que es de su cría, labranza e industria. De forma que en todas las ferias en donde concurren unas y otras castas, con sus especies y frutos, son éstos los beneficiados por dejar de pagar lo que aquellos hacen, trastornándose con esto el equilibrio tan preciso en el comercio. El diezmo no es tal en ellos sino veinteno, por manera que, en solo alcabala y diezmo, ahorran más de lo que importa su tributo.

Lo más a que asciende éste en cada individuo es a nueve pesos; los hay a ocho y a siete y medio, conforme a la más o menos feracidad y producto de las tierras en que se impusieron los repartimientos por el señor Toledo. Los indios   —111→   que no tienen tierras sólo pagan cinco pesos y medio; pero, así estos como los de nueve, quedan todos iguales en los derechos de funeral cuando fallecen, y es otro ahorro que también logran en cuanto a tributarios, de que carecen mestizos y españoles.

A estos indios sin tierras se les da el nombre de forasteros, a diferencia de los originarios. Aclararemos esto. Hace un siglo, por ejemplo, que se estableció un indio en otro pueblo distinto del de su nacimiento; los hijos de éste, sus nietos, bisnietos etc. todos se llaman forasteros en las matrículas, y sólo pagan cinco pesos y medio; distinción ridícula que sólo tiene por apoyo la costumbre, y debería a nuestro entender igualarse ya en el tributo, pues en el día son tan originarios como los que llevan este nombre, y tal vez más acomodados.

Otras reflexiones se ofrecen a primera vista sobre este método que se observa con orden a los tributarios. Es verdad que ninguno, ni el más ínfimo pobre, es perjudicado, y que a todos les es fácil pagar su tributo; pero hay muchos a quienes se puede imponer el de veinte, el de treinta y aún el de cuarenta pesos, sin que pudieran reputarlo por una carga pesada. El indio acomodado y el jornalero salen ahora iguales en el tributo, lo que no parece justo. Cuando en tiempo del señor Toledo se repartieron a todos tierras, no es extraño que a todos los igualasen también en el pago, mucho más cuando entonces, y siglo y medio después, pagaron su tributo en frutas y manufacturas; pero hoy lo pagan en plata y no todos tienen tierras o las tienen desiguales. No parece justo igualarlos en la cuota. En doscientos años han enriquecido unos y empobrecido otros, como sucede en todas partes; pero el señalamiento del tributo permanece en todos como se impuso ha dos siglos. Asunto es éste digno de toda atención, igualmente que el de las viudas; hay algunas que, a la muerte de sus maridos, han quedado respectivamente ricas, y tal vez ellas solas han hecho su caudal por haber sido el marido holgazán, borracho o dado a mujeres. Con todo no se toca a las viudas en el tributo, y parece natural que se comprendiesen también en él siempre que tuviesen ganados y gozasen tranquilamente de sus esquilmos, especialmente si poseían   —112→   y labraban sus tierras, como regularmente sucede con las que tienen ganados. Volvemos a repetirlo, no parece equitativo que un indio, cargado de hijos y pobre, pague lo mismo que otro que se halla desahogado y sin hijos.

Sentado pues que el indio, cuya vida es tan frugal que no admite paralelo con otra nación alguna de las sujetas a sociedad civil, se entrega a una reprensible ociosidad, origen de todos los vicios y sumamente perjudicial al Estado en general, han creído algunos que la natural desidia de esta nación exige el estímulo de la deuda para que, abandonando el ocio, se dedique al trabajo; y he aquí el fundamento de los que opinan ser útil al indio el amplio permiso de los repartimientos, según se hallaban en tiempo de los corregidores. Sienten otros que la autoridad enlazada con el comercio tiene por término preciso la reprobada usura, porque obligados los indios a recibir los efectos, que necesitaban para su agricultura, trajines y ocupaciones, y todos a subidos precios, les resulta un conocido gravamen, contra los principios de la sana moral y de la política que constituyen los sólidos fundamentos de todo buen gobierno.

Hemos llegado ya a este lugar donde nos propusimos tratar con intención este punto interesante. Con efecto: los indios, desde que cesaron los repartimientos, han mejorado de suerte; pero esta mejora debe entenderse en un sentido limitado, pues sólo se ha verificado en cuanto a la opresión que aquéllos les causaban, siendo cierto que en el día trabajan menos, y parece quieren desquitarse de lo que los hicieron sudar los corregidores para el pago de los doce millones de pesos que les repartían. Digo doce millones; pues aunque el reparto por la tarifa del cual pagaban alcabala era de 6.000.215 pesos, se sabe que el abuso de éstos dio origen a su abolición, y que aún los más moderados repartían otro tanto de lo asignado por tarifa, siendo además las ganancias correspondientes a este exceso. Es verdad que estos doce millones los pueden hoy comerciar libremente los particulares y comprarlos los indios también libremente; pero si antiguamente ascendían a doce, hoy no llegarán a seis, y tal vez ni a cuatro, viniendo estos cuatro a componer lo mismo que   —113→   los doce de los corregidores, por quedar los indios aliviados en todo aquel exceso de precio, que aquellos les sobrecargaban, con el desconsuelo de no gozar siquiera lo mismo que les repartían. Llegaba, por ejemplo, un corregidor a unas rancherías de indios, y repartía entre ellos una pieza de terciopelo. Inmediatamente iban a venderla al pueblo más cercano con un mil por ciento de pérdida del precio en que se las habían repartido, o tal vez por lo que les querían dar, y como quedaban obligados al pago por entero, aquí eran los clamores, las prisiones, los azotes, las fugas y trasmigraciones, sin que por eso perdieran nada los corregidores, pues pagaban los parientes de los que se huían o no tenían con qué.

De lo dicho se viene a los ojos la diferencia que hay entre los tiempos antiguos y presentes. Ahora, si trabajan los indios logran el fruto de su trabajo, no hay trasmigraciones, y una constante vigilancia podría impedir la decadencia de su comercio y de su trabajo, entendiéndolo éste a su modo, pues en nuestro juicio el trabajo de los indios no llega a una tercera parte de lo que forma el diario y regular del hombre.

Es también cierto que, en el día, no son más ricos, ni conocen el lujo, ni menos se aplican a ningún ramo de industria, porque en todo caminan paso a paso sobre las huellas de sus antepasados. Tampoco aman los efectos europeos, y ya hemos dicho en otro lugar los pocos que se notan entre ellos, siendo tan visible su escaso consumo en los pueblos de indios que casi se halla reducido a las ciudades, villas y lugares donde habitan españoles. Ellos van ahorrando poco a poco hasta juntar el entero de su tributo, que pagan puntualmente, y hasta que se cumpla el tiempo de la festividad de tal o cual cofradía, que entonces gastan todo cuanto tienen con gran gusto y alegría. Sus gastos en estos días son en los derechos del cura, en cera, en cohetes, en aguardiente y en chicha. Todo lo cual prueba que, a no ser por estas funciones, apenas se vería un indio trabajando. Tan constante es esta verdad y tan notable la diferencia del trabajo de los indios, que además de que confirman nuestras propias observaciones y los informes que adquirimos de sujetos   —114→   imparciales en la materia, se ha visto precisada la Audiencia del Cuzco a conceder una especie de mita a varios hacendados que se la pidieron, representando que los indios se negaban a trabajar en sus haciendas como lo hacían antes; petición que les fue concedida con tanta más gana cuanto que les era notoria la verdad de la representación, y que se hacía patente la ociosidad de los indios. Por otra parte, se advierte que los víveres que venden los indios, la lona, la ropa, que allí llaman de la tierra y la trabajan en sus casas u obrajes, la cascarilla y otros frutos que corren por sus manos, no han subido de precio, ni tampoco los jornaleros. Esto prueba que quien pierde el trabajo es el Estado en general, así como ha perdido con la falta de los cien mil indios muertos en la rebelión. También lo pierden los indios, además de los inconvenientes que les resultan de su ociosidad, y últimamente pierden los hacendados y mineros lo que podían adelantar con el continuo trabajo, y tal vez podría llegar el caso de que suban de precio los víveres y jornales imponiendo la ley los indios, como en el día sucede en Lima con los pescadores del pueblo de Chorrillos.

Estas justas consideraciones hacen preciso buscar un medio que concilie ambos extremos, haga industrioso al indio en beneficio propio y del Estado, y evite al mismo tiempo la antigua opresión que tanto ha fatigado la pluma de los regnícolas, y aún de los extranjeros, para opacar la humanidad española, sin considerar que las repetidas y piadosas leyes dictadas por nuestros soberanos para remediar a la nación india de todo agravio y torsión, prueban de un modo irrefragable que cualquier exceso es contrario a la augusta determinación del Trono y de sus ministros, y que sujetos los jueces inferiores y otros transgresores a las penas impuestas por derecho, los males que haya padecido y padece el indio son los efectos inevitables de una colonia situada a cuatro mil leguas de su metrópoli.

Suficiente prueba nos da de esta verdad la generosa bondad del Rey que, sin reparar en riesgos, gastos, ni ahogos de su erario, mandó dar fiados, de su cuenta, los socorros que fuesen necesarios al indio para estimularlo al trabajo y   —115→   al preciso auxilio de sus labores e indigencias, después de la supresión de los repartimientos. Pero los muchos reparos que se tocarían en la ejecución de esta benéfica resolución, ya de parte del comercio a quién haría falta aquel giro si el rey lo tomaba de su cuenta, ya principalmente de parte del mismo desorden que era de temer viciase tan piadosa disposición, hizo discurrir al Superintendente que fue de Real Hacienda de aquel Virreinato don Jorge Escobedo, que era el mejor medio poner este negocio en manos del Consulado, por la justa confianza que merecía tribunal tan distinguido, y que poseía al mismo tiempo los fondos necesario para las anticipaciones que se pedían.

Con esta idea imprimió en Lima, en el año de 1784, un proyecto sobre la extinción de repartos y modo de verificar aquellos piadosos socorros que mandaba dar la generosa bondad del Rey. Convenía, en resumen, que se auxiliase a los indios cada cinco años con mulas, hierros, arados y otros utensilios para la labranza, y algunas ropas de la tierra, y que su pago había de hacerse por tercios, cobrándose cada año por los ministros de la Real Hacienda en la misma forma que los demás ramos de ésta, concluyendo que para que tuviese efecto la piadosa intención del Rey, de que el producto de esta negociación se diese en alivio a los indios y demás vasallos pobres, se invirtiese la ganancia, que calculaba en un millón de pesos, en favor del ramo de Minería, de establecimiento de colegios y en varias otras obras pías.

No parece tuvo efecto, por entonces, esta propuesta; pero ya fuese del modo dicho o ya congregándose las comunidades de los pueblos para recibir y pagar al contado el todo de las negociaciones, del mismo modo que lo practican hoy con las mulas que se les venden, es indudable, y convienen en ello todos los prácticos de la tierra, que este sistema de socorros produciría grandes ventajas al Estado en general, y al indio en particular; pero deberían reducir precisamente estos socorros a mulas, hierro y ropa de la tierra, obligando al indio a vivir vestido a lo menos con ella, sin forzarlo a recibir los géneros que llaman de Castilla; porque este articulo introduciría insensiblemente el abuso de los antiguos   —116→   repartimientos. Sería sí muy conveniente ir persuadiendo a que gastasen estos efectos, y aun se podría fomentar este ramo con algún género de distinciones en sus usos domésticos; pero deben quedar libres para usarlos o no, sin obligarlos a comprarlos.

Del mismo modo, como nadie dice que socorre a otro cuando le da lo que tiene, tampoco ses les debían repartir otras mulas contra su voluntad, aún al fin del quinquenio, si mantenía todavía buenas y servibles las repartidas anteriormente. Una mula dura veinte años en trabajo incesante como esté bien mantenida; ¿para qué, pues, obligarlos a que las reciban cada quinquenio?

La combinación de estas y otras noticias derramaría bastante luz para conocer lo que debe hacerse con aquella indolente nación. Por nuestra parte, convendremos siempre en que el indio necesita ser estimulado al trabajo con algún rigor, como lo eran en tiempo de los emperadores Incas, según los fastos antiguos de la historia, aunque parezca que se vulnera de algún modo la libertad del hombre, siendo cosa llana que ésta no consiste en que cada uno haga lo que quiera, sino que hagan lo más conforme al cuerpo de la sociedad en que viven. Esto mismo desvanece a nuestro entender las representaciones que han hecho tantos, con una piedad mal entendida, contra la mita del Potosí. Pero este punto va a ocuparnos en el artículo siguiente.



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ArribaAbajoIdea general de las minas del Perú

Método de su laboreo y beneficio de los metales, su producto, gobierno económico, giro de los mineros con los comerciantes de la capital; Minas del Potosí y Huancavelica; noticia de la expedición mineralógica a cargo del Barón de Nordenflith; tentativa de éste para establecer el método de beneficio que se sigue en la Sajonia; su resultado y examen comparativo de las experiencias practicadas con este nuevo método y el antiguo establecido en el Perú.


No hay autor, español o extranjero, que tratando del Perú no se detenga a referir que el oro y la plata son frutos naturales que produce con abundancia su terreno; y aunque por la fertilidad de su suelo tampoco necesitan mendigar cosa alguna de los reinos animal y vegetal, para llenar todas las comodidades de la vida humana, lo cierto es que a faltarles aquellos cuerpos brillantes del mineral, alicientes de la industria y estímulo de las artes, dejaría de ser el objeto de la estimación y del aprecio. Ellos son unos preciosos partos de la tierra que, con su intrínseca excelencia, han merecido la estimación de los mortales. No hay nación que no anhele su posesión, así como hasta las más remotas procuran atraerse con sus efectos mercantiles aquella insignia de la opulencia, siendo al mismo tiempo los antiguos moradores del país los que menos participan de su beneficio, porque,   —118→   desconociéndose entre ellos el lujo y la ambición, viven sumergidos en la indolencia, como porción hereditaria de sus mayores.

Aunque antes del descubrimiento de América eran ya conocidas estas estimables producciones de la naturaleza, sirviendo como en el día para representar y determinar el precio de todas las cosas, puede sin embargo decirse que, desde la época de tan feliz acaecimiento, la abundancia de aquellos metales ha operado una revolución tal en las costumbres, en los usos y subsistencia de todos los pueblos, que casi han civilizado al mundo entero dando impulso al comercio y poniendo en movimiento las artes primitivas. Pero si tan apetecidas riquezas estuvieron reservadas por tantos siglos para la nación española, no las logran con todo sino a costa de los más penosos esfuerzos y de crecidos sacrificios. La Providencia sepultándolas en las entrañas de la tierra y en los parajes más rígidos y despoblados, ha dado a conocer nuevamente que en sus admirables combinaciones equilibra siempre el valor de sus dones con la dificultad para conseguirlos.

No entraremos, por ahora, en el examen de los bienes y males que haya causado a la Península tan rica posesión, y contrayéndonos al estado actual aseguraremos que las minas más opulentas que se conocen han sido y son las del Perú, cuya inmensa cordillera, compuesta de una cadena de elevados montes, encierra, en su seno, con más o menos abundancia, sus preciosas vetas.

Contábanse, por el año pasado de 1790, en toda la extensión del Virreinato, 399 haciendas o ingenios de beneficiar plata, y 121 piruros o chimbaletes de oro, y había entre todas 853 minas de ambos metales, distribuyendose en 784 de plata y 69 de oro, sin incluir los lavaderos.

Los antiguos peruanos conocieron el uso de estos metales, empleándolos para su adorno en formas diferentes pero ya fuese por su rusticidad, ya porque desconocían la moneda o por otras causas cuya aclaración no pertenece a este   —119→   lugar, lo cierto es que no podían adquirirlo sino extrayéndolo del centro de los ríos, o cuando alguna casual excavación de la tierra los descubría.

Desde que España se apoderó de aquellos inmensos países, entabló el laboreo de las minas. Beneficiáronse al principio sus metales por medio de la fundición, mal o menos complicada, o por descomposición en las máquinas hidrostáticas, en cuya forma se continuó hasta 1571, en que Pedro Fernández de Velasco introdujo por la primera vez el uso del azogue para el beneficio por amalgamación o incorporación de este mineral con los metales molidos, sistema que se sigue en el día en todo aquel Virreinato.

Al considerar las crecidas sumas de plata que se extraen anualmente de aquellos países para España, no es fácil concebir la dificultad que cuesta conseguirla en su origen. El ansia de riquezas y la fatigable pasión de los mineros, según se llaman los que se dedican a este ejercicio, puede sólo animarlos al sacrificio de lo que poseen por la remota esperanza de lo que han de adquirir. Lo particular es que, por lo común, la mayor parte de estos hombres son pobres, sin fortuna ni recursos, y se trata nada menos que de desentrañar cerros enteros para extraer la plata.

Ésta, como hemos dicho antes, se produce comúnmente en los páramos y cordilleras de la región fría, a distancia del oro, que por lo regular se halla en los cálidos y serranías inferiores o menos elevadas; y así como aquélla sólo se encuentra en los senos de las montañas, el oro también se halla depositado en la superficie, por cuya razón se encuentra entre las aguas de los ríos o arroyos, mezclado con sus arenas, y más comúnmente en los sedimentos o depósitos que han dejado los aluviones o torrentes, formando capas horizontales o con la inclinación de las superficies por donde han corrido. En algunas partes suele estar tan superficial que forma sobre la tierra una especie de costra, a la cual dan el nombre de mantos, y en Nueva España el de placeres. Sacada esta costra ya no se encuentra señales de oro en el migajón de la tierra, siendo raro el encontrar el mineral de   —120→   donde ha salido, aunque se sigan hasta las cabeceras los ríos de donde se saca; y en donde las aguas hacen remanso suelen hallarse pedazos de muchos gruesos que, por la redondez que tienen, se deja conocer han rodado por largo tiempo entre las demás piedras.

Entre los varios pedazos o pepitas se hallan algunos muy particulares, por su tamaño como por la figura, estando el oro interpolado con la piedra. En unos pedazos sobresale más que en otros, y al contrario; de ellos algunos se remiten a España, y otros se funden allí para hacer la separación.

El modo de buscar este oro consiste en lavar las arenas de los ríos y las tierras de los mantos, con lo cual se separan las partes pesadas de las más ligeras, quedando el oro en hojillas menudas y partículas largas, a manera de pajillas, en granos, y otros pedacillos más o menos gruesos. Con este arbitrio se encuentran, entre las piedras, las pepitas o pedazos gruesos que hacen la fortuna de los que se dedican a tal ejercicio. El Chocó y Chile han producido también prodigiosas cantidades de este mineral. Además de las minas de oro y plata ya referidas, se conocen en el Perú cuatro de azogue, cuatro de cobre y doce de plomo; pero no habiendo aún llegado éstas al incremento que debemos prometernos, nos abstendremos de hablar de ellas, ciñéndonos únicamente a tratar de la plata como artículo principal que constituye la riqueza de aquel Reino.

Las vetas atraviesan el núcleo de los cerros con distintos rumbos e inclinaciones, y ordinariamente se hallan comprendidas por unas paredes laterales que allí llaman cajas. La primera operación que se hace para escavar las minas, es abrir un hueco, al cual llaman el corte, y a su entrada la boca-mina. Éste va siempre en solicitud de la veta siguiendo su misma dirección, que por lo común se inclina al horizonte, siendo rara la vez que se halla exactamente vertical. Su ancho varía no solo en minas diferentes, sino que en una sola veta se hallan partes cuyas dimensiones no guardan proporción con las anteriores o posteriores.

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Al pasó que se va trabajando la veta, sigue también profundizándose la mina; pero siendo natural que aquélla mude su primera dirección o que algún obstáculo particular interrumpa su rumbo primitivo, en estos casos se procura siempre seguir la dirección de la veta, formando con ella vueltas y revueltas en distintas direcciones, o abriendo nuevos conductos u obras muertas que guíen directamente a ella. Ocurre las más veces que, continuando el trabajo, se encuentre alguna rama de la veta cuyo aspecto demuestre ser rica, y en este caso se sigue también sus labores sin abandonar el de la primera mina. De este modo resulta una ramificación de conductos o ramales subterráneos que, procediendo de la mina primitiva, se extienden en distintas direcciones, abrazando un grande espacio de terreno; pero como no siempre es fácil ejecutarlas por las varias calidades de la tierra, las consideraciones que deciden el ánimo del minero para estas operaciones son las cuatro de utilidad, seguridad, comodidad y ventilación.

Carécese de ésta, como es consiguiente, cuando las labores han llegado a cierta profundidad, y para dársela abren algunos conductos de comunicación con otros ramales que ya la tienen, o bien por medio de pozos perpendiculares que salen a lo exterior del cerro, y se llaman lumbreras. Sirven éstas también para la extracción y acarreo de los desmontes que va produciendo el trabajo; pero cuando esto no puede lograrse fácilmente lo conducen a lomo los apires o peones de carga.

Es tan malo el piso que conduce a aquellas mansiones profundas que necesitan los operarios de toda su práctica y agilidad para poder franquearlos, y se encuentran saltos y escalones que apenas con trabajo pueden salvarse, echando el cuerpo sobre las paredes de la mina.

No hay palabras que basten para dar una idea de la tristeza que inspiran tan solitarios lugares al que los pisa por la primera vez. Caminábamos nosotros por aquellas lóbregas cavernas, rodeados por todas partes de la más densa obscuridad, sin otro guía que la débil luz de una vela, y   —122→   de cuando en cuando llegaban a nuestros oídos ciertas grandes voces que lanzaban los pobres trabajadores agobiados, cuando suben, bajo el peso de los metales, y retumbando por aquellas concavidades formaba unos de lo más lúgubres ruidos. La imaginación más apagada no podría resistirse a las sensaciones tristes y desapacibles que inspiran. La nuestra se suspendía tristemente en hacer reflexiones filosóficas sobre la vida agitada y miserable que llevan aquellos infelices, en el seno mismo de la abundancia y de las riquezas.

Estos peones, que se llaman los apires, suben con un capacho de dos a cuatro arrobas a la espalda, y una vela puesta en un palo, a manera de tenaza, que llevan en la mano para ver los precisos puntos en que han de poner los pies en los malos pasos que a cada instante se presentan. Nosotros, expeditos y sin carga, necesitábamos estudiar cómo situar el cuerpo y pies para franquearlos. La economía, tal vez mal entendida, de muchos amos de minas las hace de difícil tránsito, contra su propia utilidad, exponiendo a los peones que salen cargados al inmenso riesgo de perder la vida en el menor desliz.

Debemos advertir aquí que, cuando se entra por primera vez en las minas, se nota cierta descomposición de cuerpo, conocida allí con el nombre de macuraque, y no es otra cosa que una gran compresión de músculos en la violenta dilatación que se sufre, al subir y bajar, principalmente cuando son minas profundas. Dura algunos días, pero se desvanece enteramente al siguiente, si se vuelve a entrar en ella.

El alto de las minas es vario, y lo mismo su ancho. En algunas partes se puede caminar por ellas de pie derecho, y en otras se pasa agachado; pero siempre tienen el ámbito preciso para el desahogado trabajo de los operarios. Los que trabajan y pican las vetas se llaman barreteros; sus instrumentos consisten en unas pequeñas barras de hierro, aserradas por sus extremidades, de varios tamaños, desde doce hasta veinte pulgadas de largo, y una y medio de diámetro, todas con un extremo en figura de prisma piramidal de cuatro caras.   —123→   Con ellos desgajan la piedra o el metal, afirmando el instrumento con la mano izquierda y golpeando con la derecha con un martillo de dieciséis a veinticuatro libras de peso; pero en las durezas en que es preciso usar de pólvora, barrenan la piedra o metal con un instrumento parecido a los anteriores, y que sólo se distingue de ellos en que remata a la manera de los escoplos. La operación es ésta: mueven circularmente el instrumento con la mano izquierda, y al mismo tiempo le dan golpes con la derecha, con martillos pequeños de doce a quince libras. Formado ya el barreno hasta una tercia o media vara, lo cargan después introduciendo la pólvora y acomodando una mecha o estopa dentro de una cajita delgada; sujetan la pólvora con un pequeño taco de lana, y continúan esta carga con una barra atacadora.

Según notamos, en el partido de Huarochirí, acostumbran los barreteros hacer la excavación, tres o cuatro veces al día, a fuerza de martillo o cuña; y dos veces solamente cuando usan de la pólvora, cargándola con más o menos cantidad hasta la de cinco onzas, según la dureza del terreno. Los apires cargan los fragmentos que resultan para extraerlos afuera, y esto lo hacen en unos grandes zurrones o capachos. En una mina de cincuenta estados7 de profundidad extraerán al día de quince a veinte capachos, por lo menos de tres arrobas cada uno.

Siendo así que a proporción de la antigüedad y laboreo de las vetas va aumentándose también la profundidad de la mina, de tal modo que por lo común se llega con el tiempo a paraje donde abunda el agua e imposibilita la continuación de los trabajos; en este caso es preciso desaguarla, lo que se hace por socavones que se rompen en el terreno. Esta operación, sobre ser costosísima, necesita mucho de los auxilios del arte para hacerla con acierto. El socavón es una especie de falsa mina o galería que empieza a abrirse por lo interior del cerro, con un declive que debe ir a parar precisamente   —124→   al punto donde las aguas se reúnen para facilitar su desagüe, y en esto estriba la mayor dificultad del acierto; pero tiene, a más de este, los inconvenientes del largo tiempo que piden estas obras y de lo mucho que es necesario gastar para conseguirlo.

El método particular que emplean para determinar el punto de su abertura es el siguiente: colocan una regla, como de dos varas, en la boca-mina por la parte exterior, con un nivel encima y una aguja para ponerla horizontal y determinar su rumbo; hecho esto, dejan caer por uno de los cantos de la regla un hilo a plomo hasta que toque el terreno, y miden entonces la longitud del hilo; pasan después la regla al punto del terreno que señaló el aplomo en la estación anterior, y repiten allí la misma operación, continuando de este modo hasta el lugar conveniente, según el resultado de la combinación de los rumbos y la suma de las diversas longitudes perpendiculares del hilo en estas varias operaciones, comparadas con el de otras tantas ejecutadas por la parte exterior de la mina.

Hay circunstancia en que la disposición del terreno o la concurrencia de otras causas particulares, impiden la abertura del socavón; y en este caso se desaguan las minas a mano o con norias. Hacen para ello un pozo perpendicular y un torno con una linterna horizontal compuesta de cuatro radios; de ella sale una lanza en la que se pone una mula y un peón (que casi trabaja tanto como ella) quien va guiándola por detrás con la misma lanza para pararla a cada instante. Al rededor de la linterna se lían, en sentido contrario, dos cuerdas de cuero guiadas por garruchas fijas, de las cuales penden unos baldes de cuero, de manera que una sube cuando baja la otra, del mismo modo que los baldes. Luego que éstos llegan a cierto nivel, hay dentro del pozo varios hombres que los derraman en una canaleta que va cerro abajo, y gritan para que pare el torno o noria, lo cual ejecuta el que acompaña a la mula. Es de advertir que la linterna está cerca del suelo, y las dobles cuerdas tan bajas que el hombre y la mula pasan por encima de ellas, lo cual les embaraza necesariamente algunas veces.

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Para afianzar el árbol del tronco se hace una horca; toda la máquina está construida con la mayor rusticidad, y sólo la pobreza y falta de artífices puede disculpar a los que la usan con tan poca ventaja suya.

La concurrencia de varias partículas suele formar cristalizaciones, concreciones opacas, conglutinaciones muy particulares, en las minas de plata, de tal modo que son señales nada equívocas de la existencia de este metal; de forma que en la misma base o raíz de donde nace la cristalización se ve la plata en figura de cabellos muy sutiles, y enroscados como si de intento se hubieran puesto así. Descúbrese la plata, en las conglutinaciones, en forma de glóbulos interpolados con la de aquélla, y en las concreciones se ve como superficie llana en pedazos más o menos grandes, siendo rara la mina donde no se encuentran estas señales. Estas conglutinaciones no sólo contienen plata sino que son indicio seguro de su abundancia: su color es negro y parece materia derretida, formando varios globos de superficie lustrosa. Entre estos mismos sobresalen otros globos de pura plata, en su color blanco natural, y se encuentran también mechones a manera de madejas espesas, de la misma plata, ya tendidos a lo largo y enroscados, ya en forma de cabellos, como si hubiesen nacido y hecho vegetación.

En cuanto a las cristalizaciones varían mucho en la figura. Unas son como diamantes labrados, grandes, pequeños y medianos; tienen otras la figura de agujas, al modo de las que forma el nitro cristalizado; se hallan otras en forma de prismas con diversas superficies; otras tienen bases cuadradas de varios lados terminando en punta de diamante; y en fin las hay de formas muy raras, asemejándose a peras y otras figuras irregulares; las unas blancas, transparentes como el cristal, y otras de color que tira a morado, y es el único que se les reconoce no distinguiéndose los demás.

No parece raro encontrar en el centro de estas cristalizaciones algún cuerpo extraño, aunque sí lo puede ser el que sean vegetaciones, como alguna paja o ramita, respecto a que en lo interior de la tierra, donde falta el calor del sol y   —126→   la ventilación del aire, hay vegetación de plantas; pero lo particular es que en el interior de estas cristalizaciones quedan formadas oquedades, y hay en ellas agua que se mueve con la cristalización como dentro de una redoma. Consérvase esta agua por algún tiempo, aun después de arrancada la cristalización de su matriz, y a proporción de su concavidad permanece, por más o menos tiempo, hasta que al fin se disipa enteramente, debiendo creerse que sale por las porosidades de la misma cristalización.

Fórmanse además otras materias talcosas que hacen hojas circulares blancas como el alabastro, pero sin diafanidad; tienen la figura circular de una pulgada de diámetro más o menos, y el grueso de una linea; se hallan antepuestas las unas a las otras y separadas entre sí. Nacen sobre una base de costra blanca de la misma calidad que las hojas, y según es la de las sustancias que se incorporan, así son también las producciones. Verifícase esto en las pequeñas concavidades que suelen tener las piedras metálicas, siendo común en éstas descubrir una cristalización de puntas muy menudas, brillantes como los diamantes, por entre las cuales se ven salir los filamentos de la plata aún en lo más profundo de las oquedades, penetrando por dentro las mismas puntas de cristales. Cuando las concavidades son algo capaces, lo son también los cristales; y por el contrario se parecen a cabezas de alfileres cuando aquéllas son pequeñas; pero, así en los grandes como en los chicos, se ven en puntas de diamantes de seis faces. Indican estas cristalizaciones, como ya se ha dicho, que la veta en que están es de metales, y si es de plata aseguran su riqueza.

Sacado el metal de la mina se reduce a pequeños pedazos, en cuya operación, que tiene también por objeto separar el metal de ley de la broza o partes inútiles con que está mezclado, se emplean dos o tres peones, con unos combillos o piedras, operación que llaman chancar. De allí pasan a las haciendas de beneficio, donde se hallan las oficinas correspondientes para extraer la plata. La primera operación es echar los metales al ingenio en que se muelen hasta reducirlos a harina. El más común, y a que dan el nombre   —127→   de sutil, es como un molino: consta de una rueda horizontal, que llaman rodezno, de cuatro varas de diámetro, y se mueve por el agua que, descendiendo por un canal en plano muy inclinado, da contra 36 alabes que adornan su circunferencia. El árbol de esta rueda mueve a otra vertical que sujeta a ella por un perno, y esta última gira sobre otra horizontal, plana, afirmada al pavimento como los molinos de aceite; a los que se parece mucho.

Reducido ya a finísimo polvo aquellos fragmentos metálicos, se pasan a unos cedazos de alambre puestos en plano inclinado; y dándoles movimiento, las partes finas enfilan el cedazo y se obtiene la harina pura. Tiene esta pieza del cedazo el defecto de que arrebata el aire muchos metales en sus movimientos.

Hay metales que requieren ser tostados o quemados antes del beneficio. Para esto se ponen, hechos harina, en un horno como el del pan, con la diferencia de que el fuego se coloca en una bóveda lateral y el cenicero se halla al lado opuesto; de lo que resulta un canal que corre bajo el plano del horno. Comunícanse hogar y cenicero, y hay una especie de corriente de aire. Aquí pierde la harina metálica varios semi-metales, azufres etc. que llaman los antimonios, y unos metales exigen la quema más subida que otros, y se distinguen en las tres clases de quema baja, de mediana y de subida.

Pasan luego el hormiguillado, que se reduce a labrar el metal con agua y sal, preparándolo así para el beneficio del amalgama. Éste se hace al día siguiente en una especie de patio o corral, bastante plano y enlozado, a que llaman buitrón de donde toma nombre este beneficio. Sirve la sal para separar del metal los ácidos que contiene y que embarazarían la acción del azogue, a cuyo efecto la mezclan también cuando la necesita con tierra mineral, cieno u otras materias. En esta preparación consiste ciertamente la ciencia del beneficiador, y en dejar la plata en aquellas partículas diminutísimas separadas de las otras con quien ha estado unida, para que entrando después en azogue se una con éste   —128→   y salga convertida en pella. Mezclan luego el azogue proporcionado, y formando unos montones piramidales a que llaman cuerpos, los incorporan o amalgaman pisándolos diariamente, añadiéndole azogue hasta que conocen tener el suficiente, siendo esto efecto de la práctica y de los ensayos en pequeño que hacen; pues si pusiesen más azogue del necesario se malograría el trabajo, y sucedería lo mismo no echándole el suficiente. Tárdase en esta operación, más o menos, según la calidad de los metales; aunque lo común en aquellos países es de ocho a diez días, y se reconoce cuando el beneficio ha llegado al verdadero punto de preparación en la apariencia que manifiesta el azogue amalgamado, y se indica por su color, figura y movimiento en la puruña.8

Los metales de oro, no siendo piritas auríferas, se muelen y amalgaman a un tiempo, para lo cual se ponen ya preparados en los trapiches o máquinas de moler. Éstas que se llaman bimbaletes, o chimbaletes, se componen de una gran piedra redonda enterrada en el suelo, sobre la cual descansa otra igual colocada libremente. Tiene la inferior una canalización, y al medio de la de encima hay dos agujeros, por donde entran dos palos que sujetan a un madero, sobre el cual se apoya el operario y da movimiento al madero hacia uno y otro lado, con cuya operación se logra el beneficio quedando formada la pella en el canalizo. Hay otras máquinas que se llaman piruros; son también muy sencillas y sirven para el mismo efecto; de éstas se valen los indios pobres que no pueden costear otras más complicadas.

Llegada ya la amalgama a su estado de perfección, se llevan las masas del buitrón a las lavas en unos cueros afirmados a cuatro palos que llaman parihuana. Allí se ponen en unas pilas, donde cae el agua en uno o varios chorros, y dándole movimiento a aquel lodo o pasta, va llevándose el agua la tierra o partículas extrañas que contenía pasándola   —129→   a otros depósitos inferiores, en donde las remueven con los pies los operarios, y de allí pasan del mismo modo a otras pilas, hasta que al fin queda la pasta compuesta de azogue y plata, que es la amalgama. A la pila en que ésta se coloca llaman lavadero.

Para separar después el azogue de la plata, hay un horno semicilíndrico, abierto por arriba y por un lado con su reja de hierro, y por debajo una cavidad, donde hay una caperuza o campana cónica de barro, llena de agua, con una espita en el fondo, y ésta apoya sobre un canal de madera que va a dar a una bacinilla de barro barnizado. La operación es ésta: ponen la piña sobre la hornilla, la tapan con una campana de barro de dos tercias de alto y nueve pulgadas de diámetro; la vasija se enloda en el fondo de la hornilla, de manera que no entre nada por la concavidad que forman ella y la campana; y enlodada la base donde se puso la piña, la cubren con combustibles de moñiga; el fuego penetra dentro de la campana, eleva el azogue, y éste se precipita a la vasija que hay debajo con el depósito del agua; y así el azogue sale en gotas y, por el canal que se dijo, va a depositarse en la bacinilla, y queda la plata pura.

Antes de poner la piña se hace la operación de la pella; para esto se mete la amalgama lavada en una manga de lienzo cónica, la aprietan y sale el azogue, y la figura que la da la manga.

Como el beneficio se hace continuamente por cuerpos o montones, según conviene a cada minero, hay muchos de aquéllos en los buitrones a proporción de lo que se trabaja en la mina y del metal que se saca; a este mismo respecto se adelantan también para ponerse en estado de lava, resultando de estas operaciones un continuo trabajo que sigue los trámites mismos que lleva el laboreo de la mina, y se hacen diariamente lavas y fundiciones. Sabido es que el azogue que se emplea en los beneficios tiene, cuando menos, un consumo igual al del peso de la plata que se saca; pero esta pérdida las más veces es mayor, pudiendo computarse en una libra por cada marco de plata.

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Hay metales que necesitan del beneficio por fundición, para lo cual se tienen en los reales de minas los hornos convenientes. En éstos se separan de los cuerpos extraños, antimonios, arsénicos, y otros semimetales de que abunda la plata; pero siendo poca la extracción de estos metales no nos detendremos más sobre este punto. Únicamente añadiremos que por la carencia de leña que hay en aquel país, en las alturas donde están las minas usan en los hornos de lo que llaman taquia, que es el estiércol de las ovejas, endurecido al frío. Dicha materia arde muy bien, y aseguran los mineros que es el mejor fuego para la quema de los metales.

De lo dicho hasta aquí es fácil inferir el ejercicio violento que requiere el continuado laboreo de las minas. Vamos ahora a manifestar el producto que rinden anualmente las que se cuentan en el Virreinato del Perú; pero antes de hablar de esto es preciso aclarar que son tantos los accidentes que a cada paso interrumpen su trabajo, que no basta el que las minas sean de buena ley y se hallen florecientes para producir utilidad a los dueños. La obra de los socavones en unas por haber dado en agua; los mayores gastos que originan la extracción de los metales y escombros en las más profundas; las tapas9 y toros,10 que ocultan y aun desvanecen en otras las vetas metálicas, obligando a buscarlas por nuevos conductos y obras muertas; últimamente los muchos empotrados y otras obras materiales que se necesitan para fortificar los terrenos endebles, y los crecidos gastos que exige el mismo laboreo, son otros tantos obstáculos que impiden los rápidos progresos del minero. Sin ellos el más infeliz y desgraciado acumularía en poco tiempo riquezas considerables; pero en esta aventurada carrera puede asegurarse que es más factible la pérdida que la ganancia, y aun cuando la fortuna favorezca a alguno, tarde o temprano absorbe todas sus riquezas el cerro inmediato a aquel que se las había dado.

  —131→  

Por el estado comprendido en el artículo de comercio relativo a lo amonedado en el Perú de los metales de sus minas, se demuestra que en el quinquenio corrido desde 1790 se han sellado 27.967.566 pesos y 6 reales, que corresponden por año común a 5.593.513 pesos y 2 ½ reales, cantidad que puede mirarse como el producto anual de las minas de aquel Virreinato, y en la cual no están comprendidas las pastas de oro y plata que destinan aquellos moradores para el uso de vajillas y obras de adorno, y son también producto de las minas; por cuya razón se puede computar su rendimiento anual en 412.117 marcos.

El importe de la plata produce el diezmo a favor de S. M.; y cada marco de plata en barra el diezmo de uno y medio por ciento, pagando el oro solamente el tres por ciento. Puede verse en el estado de Real Hacienda a cuánto asciende el total de estos derechos en el quinquenio referido; pero se hace preciso añadir aquí que, en estos últimos años, han crecido mucho estos derechos por el aumento que han tenido las extracciones de las minas. Examinemos esto.

En el decenio corrido desde 1780 a 1789 produjeron aquellas minas 34.152.189, de los cuales satisficieron por reales derechos 3.500.522 pesos 4 reales, lo que corresponde en cada año común a 3.415.219 pesos de producto, y 350.052 pesos de derechos. Expresado en marcos el rendimiento anual en dicho decenio, sale el total de 377.511 marcos en la forma siguiente:

Marcos de plata labrada 10.035
Ídem en barra 363.940
Ídem en oro
3.536
Suma 377.511
Que comparado con el rendimiento actual de 412117
Resulta diferencia o aumento de 34.600

  —132→  

Este mismo aumento se demuestra también por el de los fondos del Real Tribunal de Minería que se componen, como hemos dicho hablando de él, de un real que se exige por cada marco que se quinta.

En los cuatro años corridos, desde el de 1786 a 1789, acopio por aquel derecho 145.246 pesos 7 reales
Y habiendo atesorado 272.582 pesos
En el quinquenio de 1790 a 1794, que corresponden al cuatrienio a 218.066 pesos
Resulta el aumento proporcional de 72.819 pesos 1 real

Todo lo cual prueba los progresos que va haciendo el ramo de minería; y llegarían sin duda a un acrecentamiento incapaz de explicar, si los vicios que en él se mezclan no obstruyesen en su origen los mismos beneficios de que redunda.

Para empezar los considerables trabajos que siguen al descubrimiento de una mina nueva, o cuando éstos han de hacerse en una mina antigua que estuvo abandonada, o bien para poner al corriente las vetas que, estando en labor, no producen lo correspondiente a los gastos que ocasionan, son indispensables grandes fondos que suplan los anticipados gastos que exigen aquellas tareas antes de que produzcan utilidad. Y como ya hemos dicho, los mineros por lo regular son hombres pobres y sin auxilios, incapaces de llevar adelante por sí solos aquellas grandes obras, aquí entra el grande influjo que tienen las riquezas para vencer a los acaudalados comerciantes que, con el título de aviadores o habilitadores, entran por lo común en parte con el minero, anticipándole el caudal necesario. Como este giro se hace de varios modos, y es uno de los principales puntos que contribuyen a la decadencia y precipitado laboreo de las minas, es preciso darlo a conocer con alguna extensión.

En lo general se puede decir que el giro del comerciante con el minero es muy violento, de grande utilidad y mucho riesgo.

  —133→  

Hay dos géneros de habilitaciones: uno por mayor, con principal notable a mineros ricos y de minas en estado de riqueza; y otro, que se hace por aventureros u hombres de corto principal o mineros pobres.

El primero se hace en compañía con el minero, a partir la utilidad, poniendo el comerciante la habilitación y el minero la mina; o poniéndose el comerciante a la habilitación y obligándose el minero a venderle cada marco de plata a seis pesos cuatro reales, seis pesos seis reales &, dejando algo a desquitar por el auxilio, o bien a un tanto por ciento convencional sobre el principal de la habilitación, que es lo menos frecuente.

En todos casos está muy expuesto el comerciante a perder su principal o a no verlo reintegrado por mucho tiempo por la profusión del minero, su poca o ninguna economía, y su propensión a gastar en placeres, galas y convites lo necesario para el trabajo.

Acostumbran al principio a cumplir con la intención de acreditarse, y una buena mina en poder de un minero astuto, como regularmente lo son los más, es como una hipoteca a cuya sombra procuran, si pueden, tener muchos créditos pasivos con los títulos de habilitación. Conseguida ésta, se cuida poco de satisfacerla; antes bien, si puede deslumbrar al acreedor, lo hace, aunque sea tapando o encubriendo alguna veta rica o capa de metal que se halla en su camino, teniéndola reservada para lograr otro habilitador.

Éstos, por su parte, no son menos fecundos en arbitrios para abusar del minero, aprovechándose de su necesidad; porque engañarlo no es posible. Y por esto se dice en aquellos países que los enemigos de las minas son tres, a saber: el agua, porque les imposibilita el trabajo, el minero por sus profusiones y gastos, y el habilitador por lo cara que vende la habilitación.

En ésta le sobrecarga los géneros, porque el minero repara poco en lo que le dan fiado, y mucho menos cuando   —134→   no es a pagar por semana, como suele establecerse, la carga más en los intereses de la plata, pactando comprarle los marcos al precio más ínfimo que puede, de cuya modo tiene varias garantías; una en los géneros que le fía, otra en la plata que le adelanta, y otra en los marcos que le compra. Y el minero, a quien su profusión y poca o ninguna economía lo han puesto en necesidad de aviador, lo tolera todo, y procura desalentarle para que desampare la habilitación, ya sea llevando con lentitud el trabajo, o rescatándole la riqueza de la mina, o armándole pleitos para lograr otro habilitador. En una palabra, sucede con los mineros y los habilitadores lo mismo que se dirá después entre aquéllos y los peones; todos caminan de mala fe, y el mal crédito que con estos manejos ha adquirido aquel gremio entre los comerciantes del Reino, únicos sujetos que pudieran prestarse al fomento de las minas, origina que no se logren los beneficios que se prometían en el descubrimiento, y que si alguno se presenta a la habilitación obligue al minero a que atropelle el buen orden de sus labores, siguiendo así hasta su ruina.

El otro género de habilitación consiste en los que tienen corto principal para habilitar en grandes cantidades. Éstos van a un mineral llevando cuatro o cinco mil pesos, parte en plata y parte en azogues, aguardiente, coca y otros frutos, y con ellos habilitan a busconeros, pallaquires o pucheros, de aquellos que tienen pocos metales o los compran. Estos pequeños habilitadores tienen después que no descuidarse hasta que se coge la piña, y entonces la llevan a Lima, la funden, rescatan y vuelven a repetir el mismo giro.

Hay también otros que no habilitan, sino que llevan o envían su plata a las minas y compran en ellas los marcos con alguna rebaja para conducirlos a Lima, fundirlos y venderlos en la Casa de Moneda. Este giro, sobre ser libre de riesgos, deja también muy buenas utilidades.

Tales son, en resumen, los débiles fundamentos con que se da principio al trabajo de las minas. En ellas, como se deja comprender, hay un numeroso gentío ocupado en las numerosas faenas que exige su trabajo. Empléanse unos en   —135→   seguir las vetas, buscar los metales y sacarlos; llevan otros la cuenta y razón; y a proporción que se adelantan las excavaciones se ocupan otros en las obras correspondientes para la seguridad y sostenimiento del terreno, en caso de que éste falte, lo que no es común en el Perú ni en Chile, los sostienen con maderos en forma de N apoyados sobre bases de piedra.

Después del minero que dirige los trabajos interiores, hay un mayordomo que cuida y cela a los trabajadores. Éste tiene de sueldo trescientos pesos anuales. Los demás operarios, de cualquier clase que sean, ganan sólo cuatro reales diarios, aunque en algunas partes únicamente los barreteros tienen cuatro reales, y todos los demás trabajadores tres. A unas mujeres que ceban los hornos con la taquia o estiércol endurecido de las ovejas, dan tres reales; y últimamente al caporal, cuyo oficio es juntar a los indios, reconocer los cuerpos con la puruña etc. seis reales. Estos salarios, parte se dan en comestibles y ropa, y parte en especie, a razón de un peso por semana al barretero, y medio peso a los demás.

El método y horas de trabajo es el siguiente: sale el indio de su rancho a las ocho de la mañana, y entra a la labor a las nueve, empleando este tiempo en chacchar11 a la boca de la mina. Luego que entra repite esta chaccha, y dicen ellos que es para tomar valor; en lo cual gastan como media hora más o menos, según la vigilancia del mayordomo, dando principio al trabajo a las nueve y media y concluyendo a las doce, volviendo a su chaccha que dura lo menos una hora, al fin de la cual empiezan otra vez el trabajo por dos horas seguidas. Entonces repiten otra chaccha por espacio de media hora, y salen a las cuatro de la tarde, regresando a sus ranchos con una porción de metal escogido con el nombre de guachaca; y el sábado con un capacho bien colmado como de cuatro arrobas, del que sacan dos terceras partes de más ley que el dueño de la mina, por escogerlo piedra a piedra en el discurso de la semana, además de   —136→   la guachaca diaria. Este metal lo venden luego, como pueden, o lo benefician de su cuenta en los ingenios que hay con este destino.

La noche del lunes doblan la tarea hasta la una de la mañana, con el descanso de las chacchas, como se expresa arriba, en cuyo tiempo vendrán a trabajar unas tres o cuatro horas a lo más, y cinco en el día.

Todos estos indios son voluntarios que entran a trabajar por convención con el dueño de la mina. En otros parajes, como Potosí y Huancavelica, hay indios forzados que se llaman de mita.

Es la mita un residuo del servicio personal, y por lo mismo se halla muy ventilada la opinión de si se debe o no permitir, porque quita la libertad natural.

En lo general puede decir que no la hay o tiene muy poca fuerza en Potosí y Huancavelica, bien que en esta última se trabaja poco, y siempre sobran indios voluntarios. El origen de este servicio en Huancavelica no es otro que el asiento celebrado por el Virrey D. Francisco de Toledo, por los años de 1577, con el gremio de mineros de aquella villa, en él les ofreció para su trabajo seiscientos veinte indios en nombre de Su Majestad y se hallan autorizados por las últimas contratas aprobadas por los señores condes de Chinchón, marqués de Mancera, duque de la Palata y el gobernador don Gerónimo de Sola, en los años de 1630, 1645, 1683, 1744, sin que jamás haya ido el número pactado con el gremio, pues cuando más llegaron a conseguir cuatrocientos cuarenta y siete indios, como lo afirma el marqués de Casaconcha en el capítulo 60 de su cartilla, en el año de 1726.

Son mil doscientos obligados a mita para Huancavelica, y de estos solamente Cotabamba y Chumbivilcas contribuyen ahora con sesenta y cinco hombres el primero, y cien el segundo, dirigiéndolos de seis en seis meses, o en su defecto cincuenta pesos por cada uno de los que faltan, de   —137→   cuya cantidad, que regularmente es relativa a diez y doce mitayos, se contribuyen al capitán enterador de la primera provincia cincuenta pesos, y veinticinco al de la segunda, bajo el título de prisma, que significa conducción por legua.

Los demás partidos de Parinacochas, Castrovirreina, Aymaraes, Andahualilas, Yauyos, Lucanas, Vilcahuaura, Huanta y Jauja (que hoy disputan su excepción) contribuyen en dinero con diversidad de asignaciones; y aunque desde el año de 1551 se han repetido providencias, estimándose por las últimas más necesarias las gentes, lo formal es que se observa lo dicho; punto que exige arreglo, porque siendo preciso que los indios para satisfacer esta obligación arrienden las tierras de sus comunidades, se interesan en el ingreso de esta recaudación los caciques y cobradores.

La que introdujo en Potosí el mismo Virrey D. Francisco de Toledo se reduce a dieciséis provincias, y asignó que para aquellas minas fuese cada año la séptima parte de los indios, que estuviesen un año, y vueltos a sus casas descansasen, y que el indio tuviese obligación de mitar desde los dieciocho años hasta los cincuenta. Que el año de su servicio trabajase una semana y descansase dos, de que se sigue que, en los treinta y dos años que le toca el servicio, va a Potosí cuatro años y medio, y descontando los descansos sólo trabaja dieciocho meses en el transcurso de treinta y dos años.

También mandó que los sábados se les pagase, en mano propia, a razón de cuatro reales al día, y los leguajes de ida y vuelta a medio real por legua.

Con corta alteración se sigue esta práctica en Potosí; se les paga su jornal en dinero y lo mismo los leguajes de vuelta, pero no los de ida; porque ni el minero puede anticipar este dinero, a riesgo de que el indio deserte y se quede con él, ni éste tiene en las provincias de donde van quien le haga estos suplementos.

Estos servicios los introdujo allí dicho Virrey con urgentísimas razones y parecer de hombres muy sabios, por el   —138→   fundamento potísimo de que no se podría mantener el gobierno espiritual y temporal del Reino, ni sostenerse éste sin el trabajo de las minas, ni las minas trabajarse sin la mita, por falta de operarios de otras castas. Y se halla tan menudamente deslindado este servicio, que el indio sabe las botas o capachos de metal que debe sacar, según la mayor o menor profundidad de las minas, los cajones de metal que ha de moler, según su dureza o blandura, y los que ha de beneficiar, según la calidad de la harina, seca o mojada.

Tiene la mita sus vicios. Primero, que muchos dueños de ingenios tuvieron favor al tiempo de hacerse los repartimientos, y por habérseles asignado más número de indios del que necesitan o pueden ocupar en las minas, redimen su trabajo por dinero, convirtiéndolo en ramo de utilidad, contra la intención de las leyes.

Segundo. No pagarles los leguajes de ida a que se excusan los azogueros, por la razón que se indicó al principio.

Tercero. Que el año que vuelven a sus casas les cuesta mucho más trabajo satisfacer el tributo, y es una de las razones porque más repugnan este servicio.

Cuarto. La gran distancia a que se hallan de Potosí, doscientas y más leguas, algunos de los partidos sujetos a la mita, como Tinta y Quispicanchi, y otros que caen en las inmediaciones del Cuzco.

Lo demás que se dice de violencia, tiranías, maltratamiento y falta de paga, son patrañas y ponderaciones de indios que no se deben creer.

Como el indio mitayo gana cuatro reales al día, y el alquilado o minga seis, esta diferencia y la seguridad de quien trabaje son las dos razones que hacen se desee con ansia la mita por todos los mineros de Potosí, mita que como ya hemos dicho es muy poca; y aunque el trabajo de las minas se hace regularmente con indios, éstos son voluntarios y se les paga según se estipula.

  —139→  

Bien es verdad que hay en esto muchos fraudes de unos y otros: los hay de mineros, porque procuran pagar los jornaleros en ropa de la tierra, ají, coca, aguardiente, recargando estos efectos un ciento o doscientos por ciento, y procurando que estén siempre empeñados con el amo para tener un título con que sujetarlos al trabajo; y los hay de parte de los peones, porque toman en desquite cuanto pueden, particularmente cuando están en boya o en riqueza.

La comodona o socorro que se da a la gente,
cada quince días, consiste en una libra de coca a 6 reales   6 reales
2 arrobas de maíz, a 8 reales 2 pesos  
1 carnero en 1 3
Y en efectivo  4
Total 4 5
Que corresponden al mes 9 2
El salario perteneciente a 28 tareas que hace el más asistente, a 4 reales, componen 14
Quedan a favor del operario 4 6

De estos artículos, la coca cuesta a los amos desde cinco a ocho pesos arroba, y suponiendo merma saldrá cada libra a tres reales. La arroba de maíz, que les cargan a ocho reales, cuesta en el valle a cuatro y los carneros valen de ocho a nueve, verdad es que en este ramo utilizan poco por los muchos que mueren por la falta de pasto, y los que dan por perdidos los pastores

Además de estos socorros, les franquean los mineros cuanto piden en el intermedio del año; en lo cual se comprende   —140→   no sólo lo útil sino lo inútil y aún perjudicial, como son bayetas, pañetes, aguardientes y otras especies, a precios excesivos, empeñándolos en cantidades de quinientos o seiscientos pesos, de que resulta que el minero tiene un caudal inutilizado, y el indio una deuda, y conociendo que no puede satisfacerla toma el partido de ausentarse, como lo verifican todos los días, o de no ejecutarlo se hace enfermo y trabaja con mucha flojedad, porque sabe lo han de mantener, trabaje o no trabaje. En la hacienda de Vizca-machay, en poco más de seis años, empeñaron a los operarios en cerca de cincuenta y cinco pesos, de los cuales no encontraron cómo cobrarlos ni aún los cinco. De este modo el hacendado no solamente pierde el principal y ganancias, sino que el indio que se va no vuelve más, por temor de que lo castiguen, como ha solido hacerse con crueldad.

A pesar de estos inconvenientes, es casi preciso muchas veces esta habilitación; porque, hallándose las minas en lugares desiertos, si el amo no llevase los efectos no tendrían los peones qué comer. La mala fe es clásica en unos y otros; y así, generalmente, ni los mineros lucen su caudal, ni los peones su trabajo; y precisamente tiene más cuenta la habilitación o paga de los jornales en efectos, porque todo lo que es el valor de éstos disminuye el valor de aquéllos, y aun se puede asegurar que es lo más conveniente siendo los precios equitativos, lo que sucede pocas veces.

Considerando el errado concepto que llevan sobre este punto todos los mineros, ha habido alguno que tomó el arbitrio de no adelantarles sino lo sumamente preciso, para que al cabo del año en que se ajustaban cuentas en todas las haciendas tuviesen algún alcance, dándoles en ropas la tercera parte de éste, pues de no hacerlo así se quedarían en cuerpo y sin dinero. Para estimularlos les daba ocho reales al día, sin guachaca ni ración, desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde, con dos horas de descanso, resultando de este nuevo sistema el que no desfloraban el metal, habitual robo, y consiguió aumentar el trabajo sin necesidad de empeñarlos, por ganar lo suficiente, aunque no trabajasen de continuo. Y como por la natural ociosidad del indio es preciso   —141→   estar a la vista para que algo hagan, estableció dos mayordomos con dos caporales que turnaban, de día y noche, con otras dos partidas de gente, logrando así evitar la ociosidad tan gravosa y tener las labores limpias, lo que no sucede generalmente; pues dejando los desmontes en las de poco metal, las ciegan todas de una en otra, llegando el caso de que cuando piensan limpiarlas tienen que costear estos trabajos sin producto, hasta que expeditas las labores empiezan de nuevo a correr otros riesgos.

Por este sistema, acompañado de una suma claridad en las cuentas, se proporcionó este minero la confianza de los operarios, consiguió una ventaja extraordinaria en las labores, y siempre tuvo en su campamento gente bastante, a proporción de lo que se notaba en otros. Tal vez puesto en práctica, con las alteraciones que exija la localidad de los parajes, produciría ventajas considerables. Así lo creemos nosotros, y nos aventuramos por tanto a proponerlo como útil.

Conduciría también al acrecentamiento de los minerales el proveerlos del número competente de trabajadores, cuya carencia hasta ahora ha sido una de las principales causas de los decadentes rendimientos; y no dudando de la ineptitud de los negros, porque su naturaleza resiste a ocuparse en semejantes trabajos, por hallarse situados los reales de minas, hablando de los de plata como va dicho, en los rígidos climas de la Sierra, y contando también con la decadencia de los indios y su indolencia nativa al trabajo, sería conveniente el que, destinando a éstos a todos los ociosos y errantes de las provincias, se confinasen también en las minas a los delincuentes cuya corrección y escarmiento no exigiese la pena capital, por ser más útiles en estos destinos que exportados en calidad de presidiarios, cuando con ellos jamás puede contarse de otro modo que considerándolos sospechosos y dispuestos a cualquiera insurrección.

De todos modos, no parece todavía llegada la época en que el Reino del Perú disfrute en calma las inmensas riquezas con que le convidan los cerros metalíferos de su soberbia cordillera, siendo así que los tres agentes principales que influyen   —142→   en el fomento de las minas, a saber, los caudales, el azogue y los brazos, se hallan en notable decadencia. Sobre el primero y último punto hemos dicho ya lo suficiente en este capítulo y en el de la población, tratando de la disminución de los indios; pero, en cuanto al segundo, basta hacerse cargo de que el azogue que producía la villa de Huancavelica ha decaído mucho, y el que viene de Europa sale a un precio excesivo, por cuya razón no pueden trabajarse las minas de poca ley, pues se perdería el que se dedicase a ello. Así parece que el comercio de azogue debería ser libre a cuantos lo quisieren emprender, pues siendo un artículo tan necesario para extraer la plata, siempre que falte será ésta menos abundante, y desde luego conviene la mucha concurrencia. Además de que por ella resultaría la rebaja del precio, podrían entonces trabajarse igualmente la mina rica y pobre.

Por otra parte, todo el que examine con atención los males y defectos que hay en la minería del Perú, no deja de conocer que a los primeros toques de su reforma se encuentran tantos inconvenientes en la práctica, cuanto parece accesible y benéfico en lo especulativo.

Nadie podrá negar que el desordenado trabajo de los indios, sus primeros artífices, es origen de los pocos progresos en este ramo. El exceso contingente que les reportan tareas tan penosas, la opresión y el engaño que regularmente nace de los dueños de minas, hacen que tengan aquéllos poca dedicación a su laboreo. No hay horas de ordenanza ni regla que fije sus labores, y de aquí se derivan los gastos superfluos. También se notan abandonados minerales útiles, otros inundados, y muchos con escombros que dimanan de la falta de fortificación, estando en práctica la maquinaria y la hidráulica para convertir en útil lo que se mira con dolor abandonado. Se carece igualmente de los conocimientos necesarios para dirigir en regla los socavones de aquéllos que lo requieren, y finalmente, la explotación de minas es otro artículo que gira sobre principios nada científicos ni fundamentales.

  —143→  

Estas consideraciones movieron sin duda el real ánimo de nuestro soberano a solicitar de la Sajonia diestros profesores de la ciencia mineralógica, haciéndolos conducir a costa de su real patrimonio, con el propósito de que instruyesen a los mineros de estas regiones en el modo de beneficiar los metales, y otros útiles conocimientos análogos a la ciencia.

Tocó la suerte al Barón de Nordenflicht, consejero íntimo del Rey de Polonia, de ser nombrado jefe de esta comisión, con el auxilio de otros que vinieron bajo sus órdenes a satisfacer esta regia confianza; y en 1.º de abril de 1788 se le despachó su título en Aranjuez, con el objeto y condición de que, durante el tiempo de su servicio, se esmerase en promover y fomentar el cultivo de las minas, perfeccionar las labores y operaciones de cada una de ellas, en cuanto pudiesen necesitarlo, bajo las órdenes superiores del Gobierno.

Comprendiendo el señor Barón los envejecidos males de aquella minería, quería propagar cuanto es consiguiente a la Mineralogía y ensaye de metales, aspirando también a enseñar radicalmente el discernimiento y calificación de cada real de minas, por sus apariencias interiores, punto ignorado por los prácticos de aquellos dominios, igualmente que la exacta designación de la ley de ellos y de las partes útiles con que están mezclados.

Este objeto y el de establecer el beneficio y aprovechamiento de los metales por fundición, como en los países septentrionales de la Europa, son lo que jamás pudieron comprender al lograr los más científicos que han pasado en todo tiempo a aquella América Meridional, y así se esperaba con ansia acreditase el Barón, con la experiencia, lo difícil o posible de su cumplimiento.

Este facultativo y autorizado extranjero había ya dado principio a su comisión en Potosí, procediendo a laborear por el beneficio de barriles que como ignorado en aquellas regiones, tuvo la mayor aceptación por su novedad.   —144→   Este beneficio consiste únicamente en colocar el metal ya molido y preparado en una máquina compuesta de cierto número de barriles, sujetos por linternas a un árbol de madera que, engranado en una rueda que se mueve por el agua, la acompaña en sus movimientos, y por su medio giran también los barriles, supliendo esta acción la operación de pisar los cuerpos en el buitrón.

Puesto ya el Barón en la capital de Lima, se resolvió también a iguales designios, deseoso de confirmar su utilidad. Fue su primera solicitud la fábrica de un laboratorio químico metalúrgico y la construcción de una máquina de cuatro barriles, y designado el sitio oportuno se empezó la obra, cuya construcción vino a ascender a 41.846 pesos 6 reales, que pagó el fondo del Real Tribunal de Minería.

Concluida esta obra material se procedió a los beneficios de comparación entre el método establecido por el Barón y el antiguo seguido por los prácticos del Reino, a cuyo efecto se dieron las órdenes oportunas a los Reales de minería, para que concurriesen con sus varios metales a la capital para proceder a los experimentos.

Nombráronse personas de rectitud e inteligencia en su género, siendo el principal su administrador conde de San Isidro don Isidro Abarca, para que presenciasen y autorizasen sus operaciones. El Tribunal lo verificó en la persona del brigadier don Manuel de Villalta y otros; comisionándose por el Gobierno a don Tomás González Calderón, Oidor de la Real Audiencia, para que siendo un tercero en discordia, se cortasen cualquiera diferencias que pudiesen ocurrir, al paso que, autorizando con su presencia cuanto se actuaba, examinase en su fondo los resultados.

Se dispuso también llevar un diario prolijo de las expuestas operaciones que autorizaba con la mayor escrupulosidad el escribano del Tribunal, consultando la seguridad de ellas y estimulando la menor precaución, como esencial a unas experiencias que preparaban un sistema cuya feliz demostración constituiría a la felicidad del Estado.

  —145→  

La cantidad de metal era de cuarenta y un quintales en la primera operación, y en ella se demoraron los prácticos del país (siguiendo el antiguo beneficio que estaba establecido en el Perú) once días, ocupando nueve el señor Barón; y resultando por aquél la cantidad de seis marcos, una onza, cuatro ochavos y tres tomines, y por el de éste o nuevo sistema de barriles cuatro marcos, cuatro ochavos, tres tomines, seis granos, ambos de plata, de la ley de la moneda que es de once dineros.

El inteligente Barón incorporó el metal de su experimento con mil seiscientas cuarenta y ocho libras dos onzas de azogue, de las que se evaporaron o desperdiciaron veintidós libras, ocho onzas, y con la sola pérdida de 7 libras, 5 onzas, 2 adarmes lo ejecutaron los del beneficio del Reino por buitrón, habiendo incorporado su metal con sesenta y cuatro libras, doce onzas de azogue. Aun antes de ejercitarse estos beneficios se procedió a ensayar por menor con este mismo metal, y el Barón no acertó con la ley, diferenciándose en su mitad, cuando los peritos del Reino caminaron casi fijos, según lo prometieron primeramente.

No satisfechos de este primer beneficio, deseosos de realizar las anteriores operaciones, procedieron a dividir para el segundo ensayo un cajón de metal12 en dos partes, y con éste se hicieron dos por cada método.

En el pormenor de tiempo y gastos giraron iguales. El número de libras de azogue conque incorporó el Barón fue de noventa y siete, de que perdió 15 y ½ libras y el de los prácticos se cargó con sólo veintidós libras, en que se gastaron 3 libras 2 y ½ onzas.

El resultado por el nuevo beneficio de barriles fue más ventajoso que el de los del país por buitrón; pero este exceso no correspondió a la ventaja que resultó en el primer experimento por el beneficio de los cuarenta y un quintales ya expuesto.

Por semejante antecedente, sale en claro que en el cotejo de ambos beneficios no hubo diferencia alguna en el mayor costo de las máquinas de barriles que necesitan igual   —146→   clase de magistral13 a los de buitrón, con más el cobre y el hierro en piezas, que es un gasto de aumento al que tiene el método antiguo establecido en el Reino.14

Don Antonio Zacarías Elme, diestro profesor de aquel beneficio y uno de los socios de esta comisión, estuvo ejercitando el nuevo método en los minerales de Chancha en Cajatambo, y en el rico asiento de Pasco, en los cuales no se conocieron ventajas algunas en comparación de lo que se actúa y ejercita por el de buitrón. Y el Brigadier don Manuel de Villalba, comisionado por el Tribunal al examen de las expuestas operaciones, dio un informe en 27 de Octubre de 1795 sobre el origen, progresos y estado de la dicha comisión, del cual se deduce que los costos de ella, en 3 de Setiembre de 1795, ascendían a la suma de 129.026 pesos 4 y 1/8 reales, que se habían cargado a la Real Hacienda desde 5 de Diciembre de 1701 hasta fin del año de 1794; y que el sistema, que es útil a la Sajonia, no es adaptable al Reino del Perú.

En aquellos países empiezan el laboreo de las minas por compañías de ocho a dieciséis acciones, las que se subdividen en cien o doscientas, según el crédito de riqueza que manifiestan; y aunque éstos sean de corto valor, ya se deja percibir que su crecido número alcanza a componer una masa de caudal suficiente a su proporcionado fomento. En el Perú carece de este auxilio el descubridor que, por lo regular, es un infeliz operario que no tiene fondos suficientes para establecer el más corto trabajo, y el mal crédito que tiene este gremio en el país no les proporciona habilitadores que protejan su fomento.

Esto hace que no todos los mineros puedan acopiar, antes de empezar las operaciones, el excesivo número de quintales de azogue que es necesario emplear por el método de barriles, y que por este mismo principio tampoco puedan todos sufragar los gastos que exigen aquellas máquinas para ponerlas en estado de laboreo.

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No puede negarse que las máquinas de barriles tienen la ventaja de hacer la amalgamación en menos tiempo, y de disminuir justamente el gasto de los operarios que se necesitan por el método de buitrón. La complicada máquina, construida en Potosí, es verdad que llegó a tener de costo ciento veinte mil pesos, lo cual es efecto de la carencia de maderas que hay en aquellos parajes, y de la falta de artífices, que hace subir mucho la mano de obra. Pero no todos los mineros necesitan una máquina de seis barriles, ni en todos parajes hay la misma falta de madera. ¿No podrían acaso buscarse medios de ocurrir a esta necesidad, en lugar de despreciar el beneficio por barriles para aprovechar las ventajas que ciertamente tiene?

Ya en este estado pertenece a cada interesado el examen de lo más conveniente. Por nuestra parte, sólo diremos que, sea el antiguo o nuevo sistema el que se adopte para el beneficio de los metales, lo cierto es que los vicios arraigados en el tráfico mineral del Perú son de difícil remedio. La falta de operarios por la escasa población del Reino, el mal método en la paga de estos, la falta de fomento del comerciante al minero por la desconfianza, y otros defectos largos de referirse, hacen la desgraciada constitución de este ramo. Pudiera ser remedio a estos males, como hemos dicho anteriormente, el dedicar la gente vaga y delincuente a los reales de minas, la abundancia y franqueza del azogue (ya por su libre comercio o vendiéndose por mayor y por menor en los reales almacenes) el hacer partícipes de las minas a los operarios, jornaleros, a imitación de lo que se practica en Potosí con los llamados capchos y se conocen en México con el título de tequis a partido, permitiéndoles, desde el sábado por la tarde hasta el siguiente día, el extraer los metales que puedan para utilidad propia de sus labores. Este único medio traería, sin duda, grandes progresos en beneficio del Estado.