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El ex-voto

Fernán Caballero



«Cuéntanos en lisa prosa castellana con ese estilo, que no diré si es bueno o malo, porque es tuyo, y nos gusta por eso: cuéntanos, digo, la que realmente sucede en nuestros pueblos de España, lo que piensan y hacen nuestros paisanos en las diferentes clases de nuestra sociedad».


Carta del lector de las Batuecas a Fernán Caballero                







ArribaAbajoCapítulo I

Dos viajeros ilustrados.- Un pueblo que empieza a entrar en la senda del progreso material.- Un sacristán con la boca abierta


«Es la ligereza francesa, es el chiste volteriano, es el nihil mirari el que todo lo marchita entre nosotros».


Chateaubriand                


«El ateísmo no es tanto la creencia como el refugio de las malas conciencias».


Máxima                


La voluntad inglesa es una fuerza motriz de incalculables caballos normandos. Un inglés muy simpático -a sus paisanos- se ha propuesto que esta voluntad omnímoda realice la famosa y fantástica palanca de Arquímedes: a las fuerzas de Atlante reúne los caprichos de una manceba real, y el despotismo de un niño muy mal criadito. Así es, que si un hijo del país, cuyas blancas costas le valieron de los romanos el nombre de Albión, dice, por aquí meto la cabeza, lo hará, sin que le arredren calamorrazos, chichones, achocazos ni descalabraduras.

Aplicando estas reglas generales al pequeño cuadro de la relación que vamos a hacer, nadie extrañara el ver salir de Gibraltar a dos ingleses, con intención de seguir una marcha en línea recta hasta Roncesvalles, sin llevar más guía que sus narices. Mister Hall había dicho a Mister Hill:

-Iremos los dos solos e inseparables, como los Gemelos en el Zodiaco. Cádiz, a donde nos dirigimos primero, no es el polo, para que podamos correr el riesgo de perdernos, como el capitán Franklin.

-Por supuesto -contesto Mister Hill-; el perderse, -añadió suspirando- es un placer con el que han acabado las luces del siglo. El globo está ya explotado.

Diciendo esto los dos amigos, el uno alto y el otro bajo, metieron las espuelas a sus pobres caballos, que deseaban morir para descansar, costearon la bahía, pasaron por Algeciras, subieron una cuesta pendiente como una escalera, y llegaron a las cumbres de las últimas alturas de la sierra de Ronda, que se acercan al mar, como para contemplar su gran hermosura en ancho espejo. Allí se hallaron en una encrespada selva de encinas y alcornoques, que se vestían y engalanaban con las zarzas, la yerba y las vides silvestres, que en sus valles escondían arroyos entre adelfas, y borraban las huellas del hombre con su vigorosa vegetación. Así fue que nuestros viajeros quedaron perdidos en un decir good by: tan perdidos como Mister Hill podía desearlo, logrando disfrutar los dos amigos el deleite de andar varias horas errantes por una selva agreste, como Pablo y Virginia. Por fin, al llegar a un alto algo más despejado de arbolado, divisaron el ancho mar, al que habían venido acercándose, y al pie del monte un valle que tenía por límites, a la izquierda una angosta playa de dorada arena, -puesta por Dios entre el mar y la tierra como inexpugnable baluarte- y a la derecha un pinar tupido y áspero, como una maciza puerta, con la que se cerraba el valle. Sentado en la mullida alfombra que le proporcionaba la yerba que cubría el suelo, estaba un pueblecito misántropo, que teniendo al frente el mar con su inmensa monotonía, a su espalda el grave y oscuro pinar, a los lados las intrincadas sierras, parecía haberse colocado allí para disfrutar de todas las soledades. Antes de llegar al lugar se veían algunos álamos blancos, que habiendo crecido bajo el constante azote del viento de la mar, habían adquirido una actitud doblada y doliente, y sombreaban con vacilante e inquieta sombra un profundo y ancho pozo, con su pilón adyacente, que servía de abrevadero a los ganados.

A la entrada del pueblo había una robusta y fornida alcantarilla, con pretensiones de puente, la cual salvaba un barranco poco profundo, que en invierno servía de desagüe al prado. Pero a la sazón, habiendo pasado la estación de las lluvias, abría la alcantarilla un tremendo ojo al ver llegar a rendirle homenaje y pasar bajo su férula, no un apacible arroyo, ni menos un soberbio torrente, sino una manada de gorrinos. Adornaban la cabeza de esta alcantarilla, -obra del arte y honra del lugar- dos pilares perfectamente cuadrados, que terminaban, uniéndose amistosamente, las cuatro esquinas, y sellando esta unión con una alcachofa o cosa parecida, que por ser únicas en su especie, no tienen clasificación ni en la horticultura ni en la arquitectura. Cuando se había concluido aquella mejora urbana, la alcantarilla, y aquel embellecimiento del aspecto público, los postes, con pretensiones a pertenecer, aunque por casta degenerada, a la familia de los obeliscos, o columnas monumentales, el Alcalde encargó al maestro de primeras y únicas letras del lugar, un letrero o inscripción, para memoria y señal de la época en que se hizo, y de las personas que en ella actuaron. Lo único que le advirtió fue que diese aquel letrero testimonio de todo el profundo respeto que tenía el pueblo a la Religión, y del que las autoridades profesaban a la Constitución. El Maestro de primeras letras, que era expeditivo, escribió en dos por tres, en vino de los postes, con unas letras gordas y robustas, como los chiquillos que iban a la escuela, la siguiente inscripción:


   Detente aquí, caminante;
Adora la religión,
Ama la constitución
Y luego... pasa adelante1.


En el otra poste estaban consignados el día, mes y año en que se levantó e inauguró tan soberbio monumento, con los nombres del Alcalde que corrió con la obra, del albañil que la llevó a cabo, y del alfarero que hizo los ladrillos.

Aquel día memorable hubo fiestas y regocijos públicos, que constan en los fastos del pueblo. Consistieron en un toro de cuerda y seis cohetes; y para fijar más indeleblemente la memoria de tan fausto día, el toro cogió por los fondillos al Alcalde, que, sorprendido por la llegada de la fiera, no halló más medio de salvación que subirse por una reja. Pero no pudo verificarlo con bastaste ligereza para poner a tiempo fuera del alcance de las astas del toro la parte que en su niñez tampoco había podido poner fuera del alcance de los azotes.

Pasada la alcantarilla, lo primero que se encontraba era un ventucho, cuyo repuesto consistía en un mal barril de vino y otro peor de aguardiente.

El ventero que solía tener por parroquianos, -gracias a la proximidad de Gibraltar, esa úlcera de España- una porción de perdidos, desertores, presos fugados, contrabandistas y vagos; que veía a estos deudores, poco escrupulosos en el pago, detenerse las horas muertas en su establecimiento, dar sangrías a sus barriles, armar camorras y escurrirse sin pagar, había escrito por vía de muestra, y a manera de estatutos de su establecimiento, con tremendas letras de furibundo almagre, coloradas como pavos, esta cuarteta, modelo de estatutos y de concisión.


    Vamos entrando,
vamos bebiendo,
vamos pagando,
vamos saliendo.


Nuestros blancos hijos de Albión llegaron algo parecidos a las pieles rojas de América, por las caricias del sol español. En la alcantarilla no se detuvieron; la pasaron sin adorar a la Religión ni amar a la Constitución; sin que por eso el monumento encargado de hacer observar estos preceptos, como verdadero poste, les tirase su alcachofa a la cabeza. Cuando llegaron a la venta, habiéndose orientado, pidieron al ventero les proporcionase un guía que les condujese a Vejér, que era el pueblo más cercano. Mientras el ventero iba a evacuar esta diligencia, y los infelices caballos descansaban un rato, fueron sus dueños a dar una vuelta por el pueblo.

Llegaron a la plaza en que estaba la iglesia, que les sorprendió por su buena apariencia, y suplicaron al sacristán, que estaba en los porches, que se la enseñase. El sacristán, con esa obsequiosidad tan espontánea en el pueblo de España, se apresuró a franquearles la entrada del templo, con todo el inocente placer que se siente al ver a otros admirar y venerar los objetos que nosotros mismos admiramos y veneramos. Pero ¡cuál no sería la triste decepción del pobre sacristán, cuando en lugar de la admiración devota que aguardaba, solo vio a aquellos señores levantar los hombros con desden y sonreírse con escarnio! En el mundo estamos, por desgracia, tan acostumbrados a ver la osadía con que la impiedad, ataca y hiere de frente nuestras más arraigadas convicciones, nuestras más profundas creencias y nuestros más dulces y suaves sentimientos, que nuestros corazones, después de quebrarse, se han encallecido; es decir, oyen escandalosas impiedades, sin que estas les causen ya más impresión que la de triste lástima. Pero para el sacristán de aquel lugar apartado y humilde, fueron tales demostraciones como una capa de nieve echada sobre un recién nacido.

La primera cosa que chocó a aquellos forasteros, que se denominaban con el honorífico dictado francés de espíritus fuertes, -pero acá llamaremos con más propiedad ignorantes materialistas-, fue una hermosa imagen de la Virgen, que bajo su dulce y metafórica advocación de la divina pastora (que lo es del rebaño del que su Hijo es pastor), estaba colocada en el altar mayor, rodeada de sus ovejas, metáfora tan universal, que hasta los mismos protestantes llaman a sus curas pastores. Nuestros viajeros, a pesar de que venían por cuenta de una junta bíblica, esparciendo Biblias, es de presumir que jamás habían leído el Nuevo ni el Antiguo Testamento, pues tanto les sorprendió el culto a la Madre de Dios, que su Divino Hijo instituyó en la Cruz, y tampoco se hacían cargo de las figuras conque en ambos Testamentos se hacen palpables estas altas verdades al limitado entendimiento del hombre.

Así fue que Mister Hall dijo a Mister Hill:

-El campo en este país sólo presenta eriales, selvas enmarañadas y desiertas: en cambio, en las iglesias hallamos la Arcadia! ¿Qué significa esta Filis?

-Esto -respondió en tono decidido y dogmático Mister Hill-, es uno de los ídolos, que adoran los españoles en lugar de adorar al Divino Hacedor.

-¿Pues qué, no creen en el Ser Supremo? -preguntó Mister Hall.

-No le conocen, dear fellow -contestó el interrogado. Dear fellow quiere decir querido compañero, y es expresión extremadamente usual entre los hijos de Albión.

El dear fellow; que la echaba de humorista (esto es, de gracioso y original con chiste), hizo brotar de sus labios un manantial de agudezas capaces de batir en brecha la gracia andaluza y la sal ática, con su ariete de mostaza.

Diole ancho pábulo a explayarse, un cuadrito, no bien pintado por cierto, el que llevando su lema en un ángulo que con grandes letras decía Ex-voto pendía al lado de un altar. Era este altar de mármol blanco y negro, y sobre él se alzaba una gran cruz de ébano, de cuyos brazos colgaba un fino sudario, guarnecido de encajes, y a cuyo pie se veían la corona de espinas y los clavos de maciza plata.

El cuadrito del Ex-voto, que con preferencia a otros suspendidos al lado del altar de la cruz, había atraído la atención de estos aprovechados viajantes, mostraba sobre el oscuro fondo de un pinar una cruz alzada sobre una sencilla peana de cal y canto, de cuyos brazos pendía una guirnalda de flores, tal como se ve en todas las cruces en los días designados particularmente a su culto, a principios de mayo. En la parte delantera del cuadro se veía a un hombre con un puñal en la mano echando al suelo a otro, que al caer se asía a una cruz clavada en el suelo entre la maleza.

-¿Ha visto Vd. jamás, -decía Mister Hill a su querido camarada- ha visto Vd. jamás pintar en una iglesia una escena de latrocinio y asesinato?

-Será -respondió el interrogado, Salomón sin sal- un altar consagrado al santo a quien hayan instituido patrono de los puñales.

Los dos dear fellows se rieron del modo con que dice Homero se reían los dioses en el Olimpo, ¡sin duda sería cuando veían hombres tan ridículos como aquellos!

-¡Cruces y puñales! -dijo el fellow núm. 1.

-¡Sangre y oraciones! -añadió el fellow núm. 2.

-¡Superstición y estupidez! Eso sí que se encuentra aquí; pero según voy viendo, ni un solo comfort.

-¿No le parece a Vd., amigo, que estos cuadritos, estos mamarrachos, prueban que Murillo y su arte son cosas fantásticas e inventadas por los romanceros que inventaron al Cid; y que nunca han existido en este país de pésimos caminos?

-Podrá Vd. muy bien tener razón, querido señor.

Lo que es indudable es, que poner unos cuadritos tan mal pintados en una iglesia, es contra el decoro del templo, la gravedad de la contemplación y la dignidad del culto.

¡Lector mío, que vives quizás apartado del trato de protestantes, o de hombres que no tienen religión, y que dan a entender, que si no siguen la nuestra, no es por ser ellos soberbios e incrédulos, sino por falta de la religión, que no está a la altura de su sabiduría! Sabe, decimos, que cuando salen muy tiesos a relucir el decoro, la gravedad y la dignidad, tratándose de estas materias, es porque al amor, al fervor, a la fe, en fin, a las virtudes de arriba, se han antepuesto las de abajo.

-Es una gran irreverencia -dijo Mister Hill.

-Un desacato, querido -respondió el otro.

-Una ridiculez, amigo.

-Una impiedad, Sir.

-Una profanación, dear.

-Señor, -dijo el más Salomón acercándose al sacristán- quema tú esos nonsenses (contrasentidos), o dalos a tu baby (niño chiquito); y toma, -añadió dándole una Biblia- aquí tienes la verdad, que no sabes, y que hallarás en las Santas Escrituras, que no conoces.

Con esto se alejaron los interesantes misioneros, riéndose, y dejando al sacristán con la boca abierta.

-¡No pueden ser cristianos! -murmuró al fin-; serán judíos, de los muchos que hay en Gibraltar, entre otros géneros prohibidos.

Ahora, a fuer de católicos, españoles y amigos de la ilustración en su sentido genuino, que es dar luz al entendimiento y aclarar un punto o materia dudosa, referiremos el origen y significado del Ex-voto en cuestión, por ser curioso comparar el hecho católico con la interpretación protestante; el caliente corazón que siente y acierta, con la fría razón que juzga, mide con su compás... ¡y yerra! la elevación y poesía del alma religiosa que se levanta hacia Dios con sus blancas y brillantes alas, y el prosaico y mezquino razonamiento escéptico, que con sus pies de plomo, tropieza por su seca y estéril senda; seguros de que casi todos dirán con nosotros las palabras de San Pablo: «¿Por qué ellos enferman y yo no enfermo? ¿por qué se queman y yo no me quemo?».




ArribaAbajoCapítulo II

La fiesta de la Cruz.- Escena de interior.- Por qué los buenos ancianos conservan la vista.- El lenguaje de los pájaros.- Origen, martirologio, y muerte de una muñeca de pan



   ¡Oh! ne vous hátez pas de mûrir vos pensées!
Jouissez du matin, jouissez du primtemps!
Vos heures sont des fleurs, l'une á l'autre enlacées;
Ne les affeuillez pas plus vite que le temps.


Victor Hugo.- A los niños.                



   No os apresuréis a madurar vuestros pensamientos;
gozad de la mañana, gozad de la primavera.
Son vuestras horas flores enlazadas una a otra:
no las deshojéis aun antes que el tiempo!





Et sans comprendre encore ce que vant l'innocence,
Dis: Mon Dieu, gardez-moi comme une blanche fleur.



Y sin comprender aun lo que vale la inocencia,
pide a Dios te la conserve como una flor blanca.


Aquel triste y solitario pueblecito, tenía también sus felices y contentos moradores, que estaban apegados a él, como lo están los niños a sus amas, aunque sean feas y displicentes. En cualquiera parte se acomoda el contento de los humildes y de los sanos de corazón.

Al lado opuesto a aquel en que se hallaba la venta se veía una casa muy limpia, muy blanca, como que hacía poco que había estrenado un vestido de cal. Su tejado estaba cubierto de yerbecitas y florecillas, como si se hubiese tocado un pañolón enramado: por su abierta puerta se veía el patio, que, por pasar lo que referimos en los primeros días de mayo, estaba hecho un canasto de flores. Podía compararse la bella vista que formaba la casa a una persona sincera que abriese y mostrase a las claras un corazón lleno de inocencia y alegría. Veíanse allí rosas de su color, blancas, rojas y amarillas, como hermanas en diferentes trajes.

La lila -esa flor alemana que tan temprano florece-, se inclinaba indolente y triste en su modesto vestido.

Las delicadas violetas se cubrían con sus hojas redondas como con parasoles. En las rendijas de las paredes hacía el reseda a toda prisa sus ramilletitos, mientras lo miraba con sus grandes e inocentes ojos su buena amiga la salamanquesa. Alrededor del patio, en tejas sujetas a la pared como púlpitos, se inclinaban hacia afuera doctos claveles, predicando a las demás flores un sermón sobre la brevedad de la vida. Un pálido y delicado jazmín que esto oía, caía desmayado en brazos de una espuela de galán, que denodada y con su vestido de oro había subido hasta el jazmín escalando una reja. Ocupaba el centro del patio un naranjo y un granado, que mezclaban sus flores rojas y blancas con una armonía y con un silencio que deberían avergonzar profundamente a la asamblea legislativa francesa.

Una gran cantidad de pájaros, mariposas y abejas, hacían corteses visitas de flor en flor, sin darse el caso de que ninguna de estas amables hijas de Flora, se negase a recibirlas, ni aun con la excusa de estar de trapillo. Una suave brisa de mar, pura como un cristal de roca, llevaba de unas a otras sus perfumes.

En este patio todo florecía, embalsamaba, volaba o cantaba.

En la habitación principal de la casa, a la derecha de la puerta del zaguán, se veía una escena de interior, tan suave, pacífica y perfumada como la del patio.

Junto a la ventana, en una silla, baja, estaba sentada una mujer muy anciana, que tenía abierta sobre sus faldas la Guirnalda Mística, en la cual leía en alta voz el capítulo correspondiente al día. Apoyábase en sus rodillas una niña como de ocho años, que pendía de los labios de su abuela, como si las palabras que pronunciaba, hubiesen tenido una forma visible. A su lado estaba una mujer de mediana edad, cosiendo una camisa de hombre; a sus pies sentada en el suelo, con las piernas estiradas y los pies levantados y descansando sobre los talones, como dos perritos bien enseñados estaba una niña de cinco años, meciendo en sus brazos con la mayor gravedad materna, una muñeca de pan recientemente salida del horno, ilesa como Sidrach, Misach, y Abdenago salieron del que les mandó preparar Nabucodonosor; pero, en cambio amenazaba a la pobre la suerte de los hijos de Saturno.

Al otro lado de la ventana, frente a la anciana, veíase al abuelo sentado en un gran sillón de cuero como los que se ven en los pueblos en las barberías: inclinábase adelante, formando con su mano una especie de embudo para su oído, a fin de no perder una palabra de lo que leía su mujer. Delante de él dos hermosos muchachos jugaban con Cubilón, el perrazo del anciano, anciano como su amo. Habíanle obligado, a fuerza de molerle, a dejarse poner una especie de albarda; ahora sus manecillas se esforzaban en abrirle la boca y ponerle un freno. El perro volvía su gran cabeza, ya a la derecha, ya a la izquierda; pero sus tiranillos seguían ágilmente a cada uno de sus movimientos. El fondo de este cuadro lo formaba un altar, que se había colocado contra la pared de la ventana, sobre el que se levantaba una Cruz hecha de flores, porque aquel día era el 3 de mayo, día de la cruz. A cado lado una muchacha estaba sujetando las flores en los extremos de los brazos del Santo Árbol, y un joven subido en una escalera de mano, colgaba del techo una araña formada de dos pedazos de caña, juntados y suspendidos al techo por cuatro tomizas; pero todo tan revestido de flores, que quedaba oculta la sencilla y tosca armazón. La abuela leía.

  1. «Hay muchas personas que no buscan la Cruz, antes la huyen; pero a ellas la Cruz las busca y las halla. Estos son los pecadores, que van siempre en busca de sus gustos; pero éstos huyen de ellos, porque el hombre que no busca a Dios, jamás está contento.
  2. Otras personas buscan las cruces, y en efecto, las hallan. Esto sucede a los que empiezan a servir a Dios; que aun no tienen bastante valor y amor a Dios, para que las aflicciones les sean dulces.
  3. Las almas santas buscan las cruces con mucho ahínco pero no las hallan. San Francisco Javier deseaba más y más cada día, y Santa Teresa pedía o padecer o morir, y entrambos se hallaban colmados de gozo en medio de sus aflicciones»2.

Cuando la anciana hubo concluido su lectura, dijo la madre de la muñeca, cuyos dientes habían hecho sobre las narices de su hija el efecto de un cáncer:

-Mae Juana, vamos a rezarle un credito al señor atao?

-No se dice así, -observó su hermana mayor- que se dice el señor de la humildad; zonzona. Y si así no lo dices, te castigará Pae Dios.

-¡Que no! -repuso muy sobre si la chica-: que no sale de su cuadro.

-Todo lo ha leído hoy Mae Juana sin espejuelos -observó la niña mayor.

-¿Sabéis, -repuso la anciana- porqué conservo tan buena la vista? Es, niños míos, porque jamás ni nunca le negué una limosna a un ciego; y como me bendecían siempre con este voto, «Dios os conserve la vista», el Señor los ha oído; porque ya saben Vds. que muchos amenes llegan al cielo.

En este momento, y como si los recuerdos de la anciana le hubiesen atraído, se oyó una campanillita.

-¡El pobre ciego! ¡el pobre ciego! -gritaron los niños en coro. Y habiendo pedido y obtenido un ochavo y un pedazo de pan para el pobre, se arrojaron todos al zaguán.

Allí estaba el ciego con su fiel guía, su perrito, que llevaba en su cuello, pelado por el roce, la correa en que estaba sujeta la cuerda que guiada a su amo, y de la cual pendía la campanillita que le anunciaba. Parado estaba el inteligente animal delante de su amo, expresando con sus elocuentes ojos la triste súplica, que su amo no tenía ya sino en la voz. Su amo le daba el pan; ¡él daba a su amo su mirada! Aguardaba el pobrecillo con aire humilde, baja la cola hasta tocar el suelo, como el saludo del necesitado, fijando en los niños sus ojos tristes e inquietos.

Tráenos esto que vamos describiendo, a la memoria un pasaje de Chateaubriand en el Genio del Cristianismo, en que dice: «Sin religión no hay sensibilidad. Buffon admira por su estilo; rara vez enternece. Leed su admirable artículo sobre el perro: «todas las clases de perros están incluidas en él; uno sólo falta, que es el perro del ciego; y este sería el primero que un autor religioso hubiera tenido presente». Y tened vosotros presentes, incrédulos españoles, hijos, discípulos e imitadores de la incredulidad francesa, que vuestra madre, maestra y modelo, ha respetado la gran reputación de su gran escritor Chateaubriand con el buen sentido y delicado gusto con que un soldado de la república saluda al sepulcro de un vendeano.

-Chiquito, Chiquito, ¡pobre Chiquito! -decían los niños al perrillo, que se deshacía en fiestas apenas hubieron dado su limosna al ciego-; ¿tienes calor? ¿tienes sed? ¿estas cansado?- El animalito saltaba, les lamía los pies, dando unos gemidos al mismo tiempo tristes y alegres, como es triste y alegre el enternecimiento.

Pero en aquel instante se oyó un fuerte y sordo gruñido. Chiquito dio agudos chillidos, pues Cubilón, que era poco hospitalario y rigidísimo guardián de la inviolabilidad del hogar doméstico, se había echado sobre el intruso, le había derribado y le aplastaba con sus enormes patas. -¡Cubilón! ¡Cubilón! bárbaro, pícaro, ¡desalmado! gritaban los niños; y para hacerle soltar su presa, uno le tiraba de una oreja, el otro le descargaba puñetazos sobre el hocico, la niña mayor le tiraba a todo tirar de la cola, y la más chica, con el denuedo y esfuerzo que sólo pueden dar unidos el coraje y la generosidad, traía una escoba, alcanzando justamente sus fuerzas a dejarla caer sobre el lomo del delicuente. Un perro, que tiene la fuerza y ferocidad de un león, tiene para aquellos niños que ha visto nacer, y a quienes quiere, la dulzura y sufrimiento de una oveja; y aguanta humildemente tanto castigo e ignominia, sin moverse ni chistar, cuando sólo con sacudirse puede lanzar a sus implacables verdugos a diez pasos de distancia. Suelta Cubilón su presa, y se va con las orejas y la cola gachas al lado de su amo; da unas cuantas vueltas alrededor, suspira como un fuelle, y se deja caer con todo su peso, dando tal costalazo que se cimbrea todo el cuarto.

Los niños se entraron en el patio después de haber seguido con la vista al ciego y a su perrito, que de cuando en cuando volvía la cabeza, como para darles de nuevo las gracias por su limosna y su intervención generosa.

Al ver el gallo acercarse aquel torbellino, irguió la cabeza, levantó una pata, y miró fijamente al nublado, como el marino al de la tempestad que se acerca.

-Apuesto, -dijo el mayor de los niños a la madre de la muñeca, feroz caníbal que había devorado los brazos de su hija y había dado sus piernas a Chiquito- apuesto a que no sabes lo que dicen los gallos cuando cantan.

-Dicen quiquiriquí -respondió la niña.

-¡Qué tupíos tienes los sentidos, Margarita, simplona!

-¿Y tú lo sabes, chacho?

-Sí que lo sé. ¡Desde que nací lo sé, mira tú!

-Pues ímelo.

-No me á gana.

-Anda, chacho, ímelo, y te doy la moña de mi muñeca.

El chacho alargó la mano, y Mariquilla, con el desenfado de otra Dalila, arrancó la castaña a su muñeca, y se la dio a su hermano, el que en cumplimiento de lo ofrecido, abrió su boca, y empezó a un tiempo a hacer un picadillo de la castaña y la siguiente relación:

-Más de mil años há, vinieron al reino de España unos enemigos más malos que Arrancao, más feos que Geta, y más desalmados que Judas, -que se llamaban franceses-. Se llevaron al Rey de España por traición, sin que lo supiese la gente, que no le quería dejar ir; le hicieron prisionero esos indinos, y metieron a su Sagrada Real Magestá en un cepo, sin darle más que pan y agua.

-¡Jesús! -exclamó Mariquilla-; ¿y por qué no los mató Pae Dios?

-Calla, mujer, -repuso su hermano-: Dios no mata a los malos; pero se van al infierno; que es peor. Saqueaban esos ferósticos los pueblos, hacían quemas de los trigos, mataban a todos los que se les ponían por delante, pero en particular a los niños...

-¡María Santísima! -exclamó Mariquilla.

-¡Y a los gallos! -dijo en voz honda, concluyendo su peroración el muchacho- Así era, -continuó- que los niños y los gallos les tenían más miedo que al Bú.

-¡Pues no se lo habían de tener a esos Herodes! -opinó Mariquilla.

El narrador prosiguió:

-Cuando un gallo veía con sus ojos amarillos como dos estrellas, que alcanzan a ver de día y de noche diez leguas a la redonda, asomar por algún lado a los franceses, con un rey tuerto y borracho que traían por delante, se ponía a cacarear para avisar a sus hermanos, que al instante le contestaban.

El niño se uso a remedar con perfección el canto de los gallos en el siguiente diálogo:


    ¡Franceses vienen!
-¿Cuántos son, di?
-¡Son más de mil!
-¡Triste de mí!!!


-¿Y por eso cantan de noche? -preguntó muy convencida Mariquilla.

-Sí, se les quedó la maña. Desde entonces no duermen más que una hora.

-¿Cómo lo sabes, chacho? ¿Te lo han dicho ellos?

-No; pero me lo dijo el monacillo; mira duermen?


   Una hora el gallo.
Dos el caballo,
Tres el santo,
cuatro el que no lo es tanto.
Cinco el peregrino,
Seis el teatino,
Siete el caminante,
Ocho el estudiante.
Nueve el caballero,
Diez el majadero.
Once el muchacho,
Doce el borracho.


No había vuelto Mariquilla de su sorpresa, cuando su otro hermano, tirándole vigorosamente del brazo, la hizo voltear y darse de narices con él.

-¿Tampoco sabes, -dijo- lo que dicen las golondrinas, mujer?

-No -respondió Mariquilla, atónita.

-¡Vaya, que estas en Babia, tonta!

Y el sabio versado en lenguas orientales, imitando admirablemente a las golondrinas en su gorjeo precipitado, -esa alegre algarabía que concluye en un prolongado pitío tan suave, tan monamente recalcado como el beso de una madre al hijo a quien cría-, con suma ligereza se puso a decir:


    Fui a la mar, vine de la mar,
Y labré mi casa sin piedra ni cal,
Sin azada ni azadón,
Y sin ayuda de varón,
Chicurrí, chicurrí
Comadre Beatriiiíííz!


La niña abrió la boca, y los ojos, y levantó la cabeza para a tender a las golondrinas, que se ocupaban en hacer sus nidos debajo de las tejas. Allí acudían tan honestas con sus túnicas blancas y sus mantos negros, buscando casas felices y pacíficas por simpatía, pues es fama que traen consigo a ellas la paz y la felicidad. Así, ¿quién es el que no quiere a las golondrinas, esas precursoras de las flores, esas personificaciones de la buena fe y de la confianza, que dicen al hombre, al jornalero como al Rey: ¿Tu techo es nuestro techo?

-Verdad es, verdad es, -murmuraba la niña. Pero cuando bajó la vista, un grito de espanto y dolor brotó de sus labios. Era el caso que un gatito negro, aprovechando los momentos de profunda abstracción de Mariquilla, se había apoderado de la muñeca de pan; muñeca que, a semejanza de las buenas estatuas antiguas, aun atrozmente mutiladas, sin piernas, brazos ni narices, conservan gran mérito y son tan apetecidas.

Por más que aquella desconsolada Ceres corrió tras de su Proserpina, no alcanzó al negro Plutón, que con su presa estaba ya fuera del alcance de la desolada madre, no debajo de la tierra, como el otro sino sobre el tejado.

Este fue el fin de la muñeca de pan, que vivió aun menos de lo que viven las rosas, tipos de la brevedad de la existencia.

-Juan de la Cruz, -dijo la buena anciana a su nieto cuando bajó de la escalera, después de colgar la araña- ¿has tenido cuidado de ponerle la guirnalda de llores a la Cruz del Pinar?

-Sí, señora, Mae Juana -contestó su nieto.

-No se te olvide llevarle mañana otra fresca, hijo -prosiguió la anciana-. Mi madre era ama del cura, y le oía yo decir a su merced una relación de la Cruz, de que era muy devoto; siempre tengo en la memoria esto que decía:


   ¡Oh, Cruz alma! ¡Oh, suave
Camino al cielo! ¡Ponte intercediendo
Como del cielo llave...
[...]
Esos ramos extiende,
Y en su divina sombra nos defiende!3.


Sed devotos de la Cruz, que en todo con ese signo venceréis. No se te olvide la guirnalda, hijo.

-Descanse Vd., Mae Juana -respondió su nieto, que antes le faltarán al sol sus rayos, que a la Cruz del Pinar su guirnalda.

Entretanto había entrado el Padre de los niños: la Madre había puesto la mesa, y colocado sobre ella una gran cazuela de arroz con almejas, y otra de habas y lechugas, cuyo sabroso olor sobrepujó en breve al suave perfume de las flores, como sobrepuja siempre lo útil a lo agradable.

¡Magna sentencia, que salmodian como chicharras los discípulos del nuevo culto de San Positivismo!




ArribaAbajoCapítulo III

Las fábricas de loza de Triana, puestas en el lugar que les corresponde.- Juan Palomo y Pedro Palomo ¡qué buen par de pichones!- El silencio, al revés de muchas cosas que vemos y que no tienen nombre, es un nombre sin cosa



    ¡Hijo prudente del temor callado
Y la tiniebla muda!
¡Hermano del sosiego y del reposo!
A ti buscando voy por monte y prado.


Oda al silencio, de Soto de Rojas.                


En la noche de aquel mismo día, dos hombres de mala traza habían tomado posesión de la única mesa y de los dos únicos bancos existentes en la venta de que hemos hablado.

Colgaba en la pared un candil de hierro sucio, que con unas borras de mal aceite y una espesa mecha -que echaba un tufo negro como una chimenea de vapor-, esparcía una luz amortiguada, vacilante, rojiza, como si hubiese sido el resplandor de un hachón arrimado a la pared; sobre la mesa había un jarro de vino de loza de Triana. Vamos a describirlo, pues lo merece. En la parte delantera de aquel jarro, una mano maestra, una Mme. Jacotot de Triana4 había pintado con un azul impuro, sobre un fondo blanco sucio un animal apócrifo, como lo son las quimeras, arpías el pelícano, el dragón con aliento de fuego, el hipogrifo, el fénix, la salamandra, el basilisco, el unicornio, y otros muchos que componen la graciosa casa de fieras de la imaginación, rápida Atalanta que vence en su veloz carrera a la realidad. Esta moderna reacción fantástica no era bella ni elegante; y si acaso tiene esta especie algún origen autorizado o algún sentido simbólico, no hemos podido ni comprenderlo ni averiguarlo. Pertenecía su cabeza a no dudarlo, -en vista de las astas fieras que la ponían en un respetable estado de defensa- al ganado vacuno: el arca del cuerpo era en figura y dimensiones de ballena; las piernas o patas, de cigarrón y la bien poblada cola, de caballo. -Creemos que en Triana, su patria, se da a este bicho sobrenatural el nombre de toro-. Si estos jarros fuesen exportados, como deberían serlo, no hay duda que aumentarían la fama que ya gozan en el extranjero, Montes, Cúchares y Redondo, si consideraban que estos hombres matan en un dos por tres a semejantes monstruos. ¡Un toro del tamaño de una ballena, y que saltase como un cigarrón! ¿Dónde ibamos a parar?

-Antes de proseguir, y después de la de los productos es preciso también hacer una mención honorífica de las fábricas, respetables decanas de todas las fábricas europeas. Cien años cuentan las de Sévres: ahora veremos lo que es esa antigüedad y cuán frescos son esos pergaminos en comparación de la antigüedad y no interrumpida filiación de las fábricas de Triana. No pondremos como prueba de esta remota antigüedad, los mencionados animales, calificándolos de antediluvianos, como podríamos hacerlo sin que nadie tuviese el derecho de impedírnoslo: pero como tendrían el de dudarlo, traeremos pruebas más irrefragables, pues el asunto es más serio de lo que parece.

Murillo pintó un cuadro de las Santas Justa y Rufina, Patronas de Sevilla, que eran, como es sabido, lozeras. Este cuadro ha pasado de Capuchinos al Museo de Sevilla, y así, todo el que quiera cerciorarse de la inmutabilidad de estas fábricas, podrá hacerlo comparando los productos de ellas, que ha pintado el gran genio de Sevilla al pie de las Santas, con los que hoy se fabrican, y verá como son idénticos.

De esto hay doscientos años. Y si Murillo tuvo la advertencia como es de creer que la tuviese al pintar estos accesorios de asegurarse de que fueron los que en el año 287 vendían las Santas, se deducirá claramente, que esas respetables fábricas cuentan 1600 años; por lo cual tienen todo el interés de una momia viva, y de un statu quo en perpetuo movimiento. ¡Y nadie observa, nadie admira esto! Escandaliza tanta indiferencia por tal fenómeno de duración y de inmutabilidad, en un siglo en que todo varía, todo es nuevo... hasta -y sobre todo-, el modo de andar!

Triana ha visto levantarse erguidas las elegantes fábricas de Sévres, de Sajonia, de San Petersburgo, de la Granja y otras, dando a luz diversas generaciones de productos brillantes, ya a lo indio, ya a lo japonés, a lo etrusco, a lo griego, a lo chino y a lo rococós sin envidia y sin la más mínima emulación. Sólo una taza frailera le dijo a una bacía: Chi va piano, va sano: chi va sano, va lontano. Así estas nobles matronas, sin cuidarse de la Pompadour, ni de sus amorcillos cachetudos y alados, ni de sus flores subidas de color, -como las Duquesas de aquella época lo estaban con su colorete- han seguido fomentando la buena casta de sus animales extrambóticos y pájaros extravagantes, con una constancia única en su clase.

Deben hacer los anticuarios una liga defensiva y protectoral para preservar las fábricas de Triana de toda agresión por parte del progreso, que sería una profanación. El progreso cuando pasa por estas fábricas con todo su ejército, debe imitar el ejemplo de otro innovador, el Mariscal Soult, el que a su entrada en Sevilla, al pasar por ante las pilas de productos extremadamente domésticos de las fábricas de Triana, se quitó el sombrero y gritó a sus legiones: -¡Soldados franceses! ¡diez y seis siglos os están mirando!5

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Volvamos a nuestros huéspedes de la venta; de los cuales decía el ventero a su mujer, mirándolos de soslayo.

-Juan Palomo y Pedro Palomo, ¡qué buen par de pichones!!! En seguida daba una vuelta por el aposento en que estaban los huéspedes, cantando su motete, primero a sotto voce las dos primeros sentencias, -vamos entrando, vamos bebiendo-; y sacando luego un vocejón de sochantre para acabar la segunda parte -vamos pagando, vamos saliendo!

Pero eran en vano los paseos y los esfuerzos que hacían los pulmones del ventero, pues el par de pichones ni pagaba ni salía.

-¡Mal haya, -decía el uno dando un puñetazo sobre la mesa- ese condenado a muerte, que nos tiene aquí aguardándole más de dos horas!

-Compadre Pimienta -dijo el otro que parecía más cachazudo-; los Reyes son Reyes y aguardan!...

-Pues yo no soy Rey, y no quiero aguardar, sino a la muerte. Me voy...

-¿Adónde? -preguntó al entrar un hombre alto y de feroz aspecto, acercándose a la mesa con aire de amo.

El que así era interrogado, que se había ya puesto en pie, se volvió a sentar, y dijo en tono más templado.

-Tienes grillos en los pies, que dos horas há nos tienes aquí de plantón?

-No he venido antes -contestó el recién entrado-, porque no he querido venir. Vamos a ver, ¿qué hay que decir?

Su interlocutor no respondió, puesto que el que le dirigía la palabra había sido soldado de marina y baratero, y no había valentón ni rufián que le levantase el gallo. Los otros dos, de quienes decía el ventero, gran conocedor de la especie, que eran un buen par de pichones, tenían entre los dos tela para ahorcar a cuatro. Era el uno un desertor, que tenía sobre su conciencia una muerte; el otro, un presidiario fugado.

El recién llegado tendió la vista alrededor, y no hallando en qué sentarse, fue a la cocina a pedirle un asiento a la ventera.

-No hay -contestó la mujer a la que aquella tórtola que venía a unirse a los pichones, no hacía ninguna gracia-; no hay sino dos, que están en el aposento; sino le acomodan, siéntese en las astas de un toro, o plántese en la del rey.

El matón no hizo caso ninguno de lo que decía la mujer; cogió y levantó por alto la primera silla que tuvo a mano, y se fue a sentar a la mesa con los otros dos.

Mucho hablaron, bebieron y gesticularon; la conferencia se había ido acalorando y elevándose gradualmente a disputa, con los vapores del vino. Trataban a la sazón de cual de los tres sería capaz de hacer la mayor proeza.

El desertor y el presidiario ponderaban sus hazañas pasadas, y anunciaban aun mayores para lo sucesivo.

-¡Puro jarabe de pico! -dijo en voz bronca el baratero a sus compañeros-; pongo cuanto hay a que ninguno de los dos es capaz de hacer lo que yo.

-Jactancia andaluza -repuso el presidiario-. Yo hago lo que hagas tú, u otro hombre, sea el que fuere; ¿estás?

Oyóse en este instante una voz fuerte, pero poco melodiosa, que cantaba: Vamos pagando, vamos saliendóóóó.

-Calle ese buho que canta de noche, si no quiere que le toque yo un son para que baile una gaita gallega, que le dé calentura -gritó el baratero-. Y a vosotros, digo -prosiguió dirigiéndose a los otros-, que no hacéis lo que yo.

-¿El qué? -preguntó el presidiario.

-Matar en saliendo de aquí al primero que se me ponga por delante, más que sea el lucero del alba; pero no a traición; sino como leal y valiente, cara a cara, dejándole que se defienda como pueda y quiera.

-¿A qué alborotar el mundo sin sacar provecho? -opinó el desertor.

-Es que este, -añadió el presidiario señalando al baratero- tampoco lo haría. ¡Jactancia; parola, mucho ruido y pocas nueces, como dice el refrán; fanfarronadas!

-¡Por el alma de mi madre! -gritó el baratero furioso y levantando el brazo-, ya veréis si es jactancia. Mire Vd. quién habla de fanfarronada andaluza, ¡un valenciano!!! ¡por vía del Dios Baco!

Como estaba en mangas de camisa, se remangó ésta cuando levantó la mano, descubriendo el musculoso y velludo antebrazo, sobre el cual se veía una cruz azul impresa allí con pólvora, como las que suelen dibujarse los marineros.

-¡Vaya que eres buen cristiano! -dijo al verla con mofa el presidiario.

-No soy buen cristiano; que soy mal cristiano, respondió el baratero. Pero no soy impío como tú: ¿estás? ni he ido a renegar a los presidios de los moros, ¿estás? Ni soy hereje, ni soy judío, ¿estás? Acato la cruz; que eso lo mamé con la leche de mi madre,

-¡Dios tenga su alma!- y el demonio la mía si no hago callar, por y más tiempo de lo que quisiera, al que a esto tenga que decir: ¿estás?

¿Qué contraste formaba aquel aposento sucio, con su moribunda, roja y vacilante luz, su cargada atmósfera, aquellos hombres fieros, sin hogar, sin asilo, sin amores ni lazos en esta vida, sus destempladas voces, roncas y avinadas, sus carcajadas y blasfemias; con la fresca, pura y tranquila noche de mayo bajo la engalanada bóveda del cielo? La mar, que con la ausencia del viento estaba en calma, como una fiera no acosada, reposaba en silencio mirando al cielo, como para aprender de él a no agitarse; lo que hace sobreponiéndose a las nubes y neblinas que exhala la tierra. Formaba la mar, así tranquila y contemplativa, tan mágico espejo a la luna, que le daba el brillo que en el cielo no tenía. Suaves olitas venían, como a escondidas, a tenderse sobre la tersa arena: de la playa, y se iban calladas, como para no despertar a las olas grandes que se las tragan. La suave luz de la luna se había apoderado de la trabajada naturaleza, como el sueño benéfico y tranquilo, de un agitado enfermo.

Oíanse mil susurros indistintos y leves, que son quizás cantos de las flores; ecos que suenan en las concavidades de los alóes o pitas; el suspiro de la mariposa, a la que pesan sus alas, y que no obstante no quiere desprenderse de ellas, porque recuerda que sin ellas era oruga; las respiraciones de la noche que duerme; -rumores todos demasiado ténues para que puedan discernirlos nuestros toscos oídos- ¿O será que resuenan en el aire el ruido del día desde el otro hemisferio? Puede que así como ha inventado el hombre el microscopio, que aumenta para la vista un millón de veces el tamaño de los objetos, andando el tiempo se invente un instrumento para el oído, que aumente un millón de veces la fuerza de los sonidos y entonces nos descubra, como lo ha hecho el microscopio, muchos secretos.

¡Dios mío! ¿Qué soberbio y necio materialista inventó la palabra imposible? ¡Imposible! ¿Hay acaso algo que lo sea para el Autor de tanta maravilla? ¿Imposible decís, topos de la tierra, cuando sólo la combinación de algunos vidrios, que aumentan vuestra facultad corporal de ver, os lanza un mentís a la cara! -Nada imposible hay para el poder de Dios, ni otro diluvio; ni hacer caer el fuego del cielo sobre la tierra, como en Sodoma y Gomorra. Así como tampoco hay nada imposible para su misericordia; ni aun el convertiros. Y creed que el día en que volváis a la casa paterna, todos los fieles os recibiremos, no como los Fariseos que no querían rozarse con los impuros, sino como su Padre al hijo pródigo; y os daremos un lugar de preferencia, pues más habréis hecho en volver, que nosotros en no salir.

Mas volviendo a la escena que pintábamos, sólo se oía distintamente el chirrido del grillo que partía el silencio de la noche como una sierra.

¿Por qué cantan en lugar de dormir esos desvelados? ¿por qué es tan incansable su furor filarmónico?

-¿Es sólo en ellos una expresión de amor, o están dotados del sentido musical? ¿son amantes, o son dilettanti? ¿O son acaso, como los muchachos, enemigos declarados del silencio? Bien podrá ser esta última suposición la cierta, porque el silencio y la inocencia, -que son las dos cosas más bellas que en el mundo se pueden hallar-, son también las dos que tienen más enemigos y perseguidores.

¿No habéis notado, como nosotros, el inexplicable encanto del silencio, que es un goce moral y físico; y no habéis observado también cuán difícil e imposible es llegar a disfrutarlo? Podéis creernos, pues sobre esto hemos hecho un estudio muy especial y profundo: el silencio absoluto en la naturaleza, y la calma inalterable en el corazón, son goces rarísimos. Del primero sólo disfrutan los sordos; de la segunda sólo gozan los justos.

Andan los poetas tras del primero; los filósofos tras la segunda; los alquimistas tras el oro artificial: todos con poquísimo éxito. De las ciudades, -hormigueros de toda clase de hormigas y hormigones-, huye el silencio por verse poco apreciado; en el campo, algo se detiene, a pesar de que le acosan de mancomún los pájaros, que cada uno de por sí se cree un ruiseñor, el insecto que prefiere el monótono recitado al variado canto, el viento que suspira, las hojas que le hacen coro, y aun el agua que sale de los cangilones de las norias, como el niño del vientre de su madre, ensayando su voz.

Hémosle buscado en alta mar en días de calma chicha; ¡nada! Si no lo creéis, vosotros que tenéis la dicha de no haber entregado vuestra alma al diablo, ni vuestra persona a la mar -lo cual es otra diablura- preguntádselo a un marino, a uno de esos hijos del Océano, que no saben sino llegar y partir, como las pájaros; y confiando en sus alas no temen las distancias, y confiando en su estrella, no temen los peligros. Ellos os dirán que en tales días, -a pesar de que parece la inmensidad del mar y la del cielo un gran reloj parado, al que Dios se olvidó de dar cuerda- a lo mejor se le antoja aun grave pez echarla de saltimbanquis, y después de hacer brillar sus escamas al sol, cae pesadamente dando un ruidoso zarpazo. -El barco, cansado de su forzoso farniente, se inclina y espereza, crujiendo sus coyunturas como las del Rey D. Pedro, y el mar hace gorgoritos alrededor del timón, como para probarle que su flexible voz canta de tiple así como de bajo.

Hemos buscado con mucho afán y con preferencia el silencio en las iglesias; pero también allí una legión de resfriados se ha pronunciado unánimemente contra él. -Me objetaréis que se hallará de noche, puesto que siempre los poetas pintaron como gemelos a la Noche y el Silencio; ¡cosas de poetas que sueñan despiertos, y hacen rimar las palabras, sin cuidarse de que rimen las ideas! Y si no, ¿acaso no oís un coro poco angelical de mosquitos, que se esmeran en anunciar a son de trompa su poco amena presencia, las cornetas bélicas con que amenazan con su sangriento ataque, el afán con que buscan un postigo mal defendido o una brecha al mosquitero de asa, ese murallón, esa trinchera inexpugnable!

Esto en verano. ¡Pues y en invierno! ¡Dios nos asista! El viento nos da unas serenatas a toda orquesta, capaces de helar la sangre en las venas a las Pirámides; los serenos sacan unas voces de sus gargantas, o de debajo de tierra, que son sonidos incalificables e inusitados de día. Los gatos ultra-románticos, desdeñando la clásica melancolía, acuden a la moderna desesperación para interesar a las pulcras gatas, que no consideran decente un paseo por el tejado a deshora. -Las gotas de lluvia de los aguaceros, parecen un ejército de soldaditos de cristal respondiendo a la lista.

Es, pues, preciso desengañarse: el silencio es un nombre sin cosa; una dulce ilusión irrealizable, una utopía, soñada por un Platón que se metió algodón en los oídos; una delicia que inventó Mahoma para su paraíso imaginario; y por eso dice en su Corán que la palabra en plata, y el silencio es oro.- Es el silencio un sueño, un mito, una superstición, ha huido de la tierra con hastío, y reina en las nubes, adorable sultán en su puro y delicioso serrallo.




ArribaAbajoCapítulo IV

La misa de alba.- El romance.- El pinar.- El brazo de la cruz.- El Ex-voto


«Laissons les cloches rassembler les fideles; car la vois de l'hommo n'est pas assez pure pour convoque au pied des autels l'inocence, le repentir et le malheur».


Chateaubriand.                


«Dejemos a las campanas reunir a los fieles, pues que la voz del hombre no es bastante pura para convocar al pie del altar al arrepentimiento, a la inocencia y al infortunio».




«Si les cloches eussent été atachées á tout autre monument qu'á des églises, elles eusent perdu leur sympathie morale avec nos coeurs».


Idem.                


«Si las campanas se hubiesen adaptado a cualquier otro monumento profano, hubieran perdido la simpatía moral que tienen con nuestros corazones».


Si existe un sonido que vaya en derechura al corazón, que llene el alma de santa alegría, y bañe los ojos de suaves lágrimas de gratitud, es el sonido de la campana, cuando al alba, ágil y clara ella sola en el duerme vela de la naturaleza, hace, como dice el gran poeta católico Chateaubriand mensageros del culto a las nubes y a los vientos.

Grandioso es el son de bronce de las campanas, cuando en coro repican a una solemnidad religiosa, o anuncian un fausto evento al país; grave y solemne cuando, según la expresiva frase popular, llaman al muerto a la tierra; pero es a la vez sencillo y grave, solemne y alegre, cuando tocan a la misa del alba, anticipando a toda faena humana el Divino Sacrificio!

No parece sino que no quiere irse la noche sin haber oído aquellos santos y suaves sonidos, y que el día no se atrave a llegar sin que ellos le llamen. Así es que se está el alba muda, inmóvil y pálida como una lámpara de alabastro, alumbrando a la naturaleza con su débil luz sin despertarla, como una madre alumbra con la lamparilla a su dormido hijo, mientras la noche, apoyada en el Occidente, extiende sus velos que caen pesados de rocío, y anima a sus sombras que desmayan y caen por tierra.

Pero cuando se despierta el corazón del mundo, -esto, esto es el hombre, que piensa y siente-, son sus primeros latidos los toques de aquella campana que anuncian el Santo Sacrificio, como son los primeros sonidos que articula el niño, la voz de Padre. Entonces la noche, recogiendo sus estrellas como el avaro su tesoro, huye y se desvanece como un mal pensamiento ante la luz de Dios, tan clara y tan pura en la naturaleza, cuando ningún nublado le hace sombra, como en el entendimiento del hombre, cuando ninguna duda fría y amarga la oscurece. Santos y puros sonidos que esparce por el aire la campana esa voz del templo, y que bajan sobre la tierra corno notas o acordes sueltos del Hosanna, que entonan los ángeles del cielo a su Dios. ¡Qué melodiosos son, que pacíficos, y qué dulces y alegres! -Y lo son, porque todo eso promete la religión al que la ame y la practique: ¡paz, dulzura, alegría y melodías santas en el corazón!

Con estas salía Juan de la Cruz aquella madrugada, de la iglesia, -en la que había oído la misa de alba-, y al dirigirse hacia la Cruz del Pinar, llevando en una cesta la fresca guirnalda de flores que iba a colgar de los brazos de aquel Santo Signo de nuestra redención, -iba cantando con pura y clara voz este romance:


    Hoy que celebra la iglesia
El misterio sacrosanto,
Cuando hallara Santa Elena
Aquel signo consagrado,
Que es el terror del infierno
Y consuelo del cristiano;
Salid a coger las flores
Que nacen en nuestros prados,
Tejed con ellas guirnaldas
Y vestid la Cruz de ramos,
Cantad con el avecilla
Que hace su nido en el árbol,
Load al que nos crió,
Y que murió por salvarnos.
Coged, cristianos, las flores
Y vestid la Cruz de ramos
Pues os las brinda la aurora
De esta mañana de Mayo.
   Aquel divino trofeo,
Como pronóstico santo.
El invicto Constantino
Miró en el cielo estampado,
Y Santa Elena llegó
A los lugares sagrados,
A descubrir el tesoro
Que salvó al género humano,
Y halló el lugar escondido
A donde estaba encerrado
Aquel diamante del cielo
Perdido por tiempo tanto
   Cantad loóres a la Cruz,
Salid por vegas y campos;
Coged las flores más bellas
Y vestid la Cruz de ramos,
Pues os las brinda la aurora
De esta mañana de Mayo.


Seguía Juan la vereda derecha y blanca, abierta por entre la espesa maleza, como una raya en una crespa cabellera, y que guiaba a la Cruz del Pinar. Ya la distinguía sobre su sencilla base redonda, blanqueada para la apacible fiesta de la Cruz; ya veía a ésta con sus brazos abiertos -como para implorar a Dios o como para abrazar a los hombres-; ya miraba la guirnalda que anteriormente había colgado en sus brazos con sus mústias flores, como si las hubiesen ajado las lágrimas y marchitado el dolor; ya oía el murmullo de las hojas de los pinos, tan suave que siempre parece lejano, como dulce y remota esperanza; tan melancólico como un recuerdo de lo que dejó de existir; indeciso, vago, indistinto como el primer , que arranca el amor autorizado a la virgen tímida, criada en el radio de la mirada de su Madre y a la sombra de las alas del ángel de su guarda, cuando de repente vio salir del pinar a un hombre. Aquel hombre, de insolente y duro aspecto, se le vino acercando a pasos precipitados, y cuando estuvo al alcance de la voz:

-¡Atrás! -le dijo con toda la insolencia de la osadía y el despotismo de la violencia.

Si Juan de la Cruz hubiese tenido tiempo para reflexionar, al verse ante tan temible antagonista, y no teniendo ningun interés en exponer su vida para resistir a un forajido, hubiese prudentemente abandonado el campo, y cortado así un lance, en que había mucho que perder y nada que ganar. Pero no dando lo repentino del suceso tiempo a la reflexión, Juan de la Cruz, cediendo a un primitivo instinto de sencilla independencia y a un expontáneo brote de valor, fijó en su agresor la serena mirada de sus grandes ojos pardos, y prosiguió pausadamente su camino.

-¿No me has oído? -dijo ásperamente el provocador agarrando al inofensivo y desarmado joven por un brazo.

-Vamos -repuso Juan de la Cruz, desprendiéndose del brutal apretón del desconocido-, ¿á qué me provocáis? ¿Acaso os estorbo? ¿No hay lugar en el campo de Dios para ambos?

-¡Atrás! -volvió a decir el forastero.

-¡Id con Dios, y dejadme en paz! -repuso Juan de la Cruz, dando un paso adelante.

-¡Atrás! -gritó por tercera vez el provocador-, y si no, defiéndete -añadió apuntándole con su escopeta-, puesto que o te vuelves atrás, o te dejo en el sitio!

Juan de la Cruz, ligero y ágil, se echó sobre su adversario, le cogió la escopeta con la rapidez del rayo, y el tiro se disparó al aire.

Todo esto fue hecho antes que pensado. El baratero, -pues era él- se quedó un momento suspenso y atónito de sorpresa y de rabia.

-¿Esas tenemos? -murmuró sacando su navaja; ¡chiquillo, prepárate! defiéndete, y encomienda tu alma a Dios.

Diciendo esto, se precipitó sobre Juan de la Cruz: éste se defendió con prudencia y denuedo, tratando de parar los golpes de aquel furioso, pero siempre retrocediendo y perdiendo terreno, salió del camino, y enredándose sus pies en los matorrales de la dehesa, el infeliz perdió el equilibrio y cayó de espaldas, arrastrando en su caída consigo a su implacable antagonista. Éste sujetando con una mano a su indefensa víctima, que no podía ya hacer resistencia, y levantando con la otra el arma homicida, iba a descargar el golpe, cuando paró el ímpetu de su brazo y detuvo su acción, un objecto de mas fuerza y consistencia que las carrascas y palmitos, y que no había cual estos, cedido al peso de los cuerpos de los combatientes, y que así se vino a interponer entre el brazo del asesino y el pecho de su caída víctima. Fijó el primero sus feroces y sangrientas miradas lleno de rabia en este objeto... y... ¡no pudo apartarlas de él! Los músculos contraídos de su rostro se dilataron; sus miradas parecieron retroceder hacia dentro, como un áspid en la tierra; sus brazos cayeron inertes, sobre sus costados. Aquel objeto que había extendido un brazo protector sobre el pecho del inocente, era... ¡una Cruz!

-Bien puedes dar gracias a Dios -dijo el asesino levantándose-, por el escudo que ha puesto sobre tu pecho.

Diciendo esto, se alejó precipitadamente, y desapareció en el pinar.

La Cruz que salvó a su devoto, había sido erigida, según la piadosa costumbre de nuestro país, en aquel lugar, porque allí había sido muerto por un toro un pobre ganadero.

Las carrascas y matorrales que habían crecido después, habían ocultado la humilde Cruz de madera.

Algunos momentos después colgaba Juan con mano aún trémula y agitada, la fresca guirnalda, que regaba con lágrimas de gratitud, en los brazos de la Cruz del Pinar, y hacía voto de perpetuar la memoria de su milagrosa salvación por ella, conservándola expuesta en un cuadrito, que como testimonio de su fe y gratitud suspendería en el altar de la Cruz para edificación de las almas piadosas.

¡Y este era el Ex-voto que tanto había escandalizado el decorum protestante! De esta piadosa ofrenda de la fe y de la gratitud era de la que decían los que nos quieren convertir.

-Es una gran irreverencia -dijo Mister Hill.

-Un desacato, querido -respondió el otro.

-Una ridiculez, amigo.

-Una impropiedad, Sir.

-Una profanación, dear.

Y ahora, -después de comparar el hecho católico con la interpretación protestante-, ¿habrá entendimiento de buena fe, ni corazón sano, que no repita con nosotros las palabras de San Pablo: «¿Por qué ellos enferman, y yo no enfermo? ¿Por qué ellos se queman, y yo no me quemo?»






ArribaAbajoNota

Por una singular coincidencia, mientras se imprimía esta narración, han traído los diarios de Madrid copiada del Diario de Tolosa, la relación de un atentado cometido en la frontera de Cataluña, en la que se halla el siguiente párrafo.

Hace unos días que anunciamos la extradición de Francia del llamado Juan Dastrada, acusado de asesinato.

He aquí según el Diario de Tolosa, la manera con que se cometió aquel crimen.

Hace algunos meses que el acusado era propietario de una posada situada en la extrema frontera de Cataluña en un sitio aislado. En aquel paraje apenas se detenía alguno que otro pasajero. Juan, que era joven y tenía una fisonomía agradable, se había enamorado apasionadamente de la hija de un labrador, que habitaba en las cercanías; ella por su parte le amaba también; pero los padres no consentían en la boda, pretextando la pobreza del novio.

Desde que recibió esta negativa, el posadero tornóse triste, porque no tenía esperanzas de reunir el dinero necesario para llenar los deseos de los padres de la que amaba.

En esto pensaba una noche tempestuosa, cuando oyó que llamaban violentamente a la puerta de su posada solitaria.

Era un hombre a caballo que perdido en aquellas breñas, y acobardado con el temporal, pedía hospitalidad por aquella noche. Juan le recibió encendió luz y fuego, y se puso a preparar la cena a toda prisa.

Mientras se ocupaba en esto, notó que el extranjero, cuyo traje indicaba ser un opulento personaje, tenía oro en abundancia. Una idea súbita cruzó por la mente del posadero: pensó que obteniendo por medio de aquel oro la mano de su amada, aseguraba la felicidad de su vida.

La posada estaba en lugar desierto, la noche tempestuosa, el camino solitario.

Armado de una larga navaja catalana, aproximóse Juan a paso de lobo al viajero que cenaba con mucho apetito, y agarrándole por detrás, le dio una nabajada en el pecho. El infeliz cayó bañado en sangre.

Juan quiso rematarlo; pero el arma tropezó con un Crucifijo que el extranjero llevaba en el pecho debajo de la camisa. Al ver este símbolo de nuestra redención, tan venerado en España hasta por los hombres más criminales, el posadero sintió que le faltaba el valor, ¡y no osó consumar el asesinato!




ArribaAdvertencia del editor

Al concluir esta Relación creemos que nuestros lectores nos agradecerán les demos a conocer el juicio que de ella formó el eminente Marqués de Baldegamas. He aquí una esquela suya escrita a un amigo que le remitió el Ex-voto para que lo leyese.

Amigo mío: Devuelvo a Vd. la linda novelita el Ex-voto, que he leído con un placer infinito. Es un compuesto de toques, pero dados por una mano ejercitada y maestra. Los principios, religiosos del autor no deberían ser elogiados en otros tiempos, como quiera que a nadie le es permitido tener otros si ha recibido el bautismo; pero hoy día el cumplimiento del deber es una acción heroica, merecedora de prolongados aplausos. Que siga Fernán Caballero por ese camino, y habrá merecido bien de la religión, de la literatura y de su patria.

De Vd. afectísimo amigo,

Donoso.





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