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Amor de agosto

Agustín Fernández Paz





La besarás. Y el beso que le des será por el que medirás todos los demás besos de tu vida.


Scott Hicks: Corazones en Atlántida.                


Lo que quiero contar ocurrió en el verano de 1968, tenía yo entonces diecisiete años. Trabajaba en el negocio de los Bordelle, el único taller de coches que había en el pueblo merecedor de tal nombre. Llevaba ya más de un año en él, y me sentía muy orgulloso de poder ayudar en casa con mi paga semanal. Ahora sé que aquel año sucedieron muchas cosas importantes en el mundo, y que en ciudades como París o Praga la gente de mi edad estaba haciendo la revolución por las calles, pero en aquel tiempo yo ignoraba todo eso. Vilarelle era un lugar donde todo resultaba tan previsible e inmutable como el paso de las estaciones. Un lugar en el que el tiempo transcurría de otro modo, si es que transcurría, pues ahora pienso si no estaría estancado como el agua en la presa del molino, donde nunca nos bañábamos porque la superficie aparecía cubierta por una capa de verdín que se pegaba a la piel como una enfermedad.

Abandoné la escuela a los trece años, pues en mi casa dijeron que ya no era un niño y no necesitaba aprender más. El maestro de la clase de los mayores estaba medio sordo, pero era una buena persona y me tenía aprecio. Siempre me decía que debía seguir con los estudios y matricularme en bachillerato por libre, tal vez porque veía que me gustaba mucho leer y no se me daba mal escribir. Pero, tal como estaban las cosas, era como si ahora le dices a un niño que tiene que viajar a la Luna en un cohete espacial. ¡Una locura! En aquella época, los pobres teníamos claro lo que nos esperaba, y a estudiar solo iban los pocos que eran de casa rica. La mayoría de los chicos, al cumplir los quince años, buscábamos un lugar donde ganar algún dinero y aprender un oficio, así estaban las cosas. No es que me queje; el pasado, pasado está, y no se arregla nada con lamentaciones. Bien mirado, no me puedo quejar de mi suerte; si me comparo con otros que acabaron de albañiles o trabajando las tierras por un jornal, me considero una persona afortunada. A mí siempre me habían gustado los coches y me encontré a gusto en aquel trabajo desde el primer día, pues era hábil y aprendía rápido. Y el señor Ramón, el mayor de los Bordelle, que dirigía el taller, estaba cada día más satisfecho con mi trabajo. Ya hablaba de pagarme como a los otros mecánicos, y no dejaba de repetirme que «tenía futuro» en el negocio de los coches.

Laura era la hija más joven del señor Ramón. Tenía un año menos que yo y la conocía de toda la vida; estaba harto de verla por la calle desde que era una niña con las piernas tan delgadas que la llamábamos «La Popotitos», por una canción que cantaban los Teen Tops y que entonces sonaba con frecuencia en la radio. Al cumplir once años, la mandaron interna a Coruña, con las monjas, a estudiar bachillerato; debió de ser la primera chica del pueblo que se marchó a estudiar fuera. Fue entonces cuando le perdí la pista. Supongo que volvería en vacaciones, pero alternaría con el grupo de los veraneantes; los que éramos pobres no teníamos ningún tipo de roce con esa gente. Lo cierto es que no volví a fijarme en ella hasta aquel verano, cuando su cuerpo cambió y se transformó en una chica tan deslumbrante que llevaba tras ella todas las miradas.

Algunas veces venía por el taller, casi siempre para pedirle dinero a su padre, y a mí me resultaba imposible apartar los ojos de ella, me parecía la chica más hermosa que había visto nunca. Debía de haber pasado el mes de julio en la playa, una costumbre que entonces comenzaba a ponerse de moda entre la gente rica, y estaba bronceada como las chicas que solo se veían en el cine o en las revistas. Ella ni se fijaba en mí, por supuesto; yo no era más que un simple empleado que se movía entre los coches con las manos manchadas de grasa.

Las fiestas del pueblo se celebraban siempre a mediados de agosto y duraban varios días. Los chicos las esperábamos con un ansia que hoy resulta difícil de entender. Los jóvenes de ahora disfrutan de unas libertades que nosotros ni podíamos soñar: bailan y pasean con las chicas cualquier día del año, mientras que para nosotros las fiestas eran nuestra única oportunidad. Entonces todavía se hacían verbenas en la calle, y todo el mundo acudía, pobres y ricos, aunque seguía existiendo una barrera invisible que mantenía a cada uno en su lugar.

La última noche de verbena vi a Laura con sus amigas, sentadas en la terraza del casino. Resplandecía, no exagero, todavía la estoy viendo con aquel vestido blanco que llevaba y que hacía resaltar tanto su piel morena. El casino era un territorio que no me correspondía, sabía perfectamente que las chicas de buena familia o las veraneantes no se relacionaban con nosotros. Aun así, me armé de valor y me acerqué a donde estaban. Las amigas intercambiaban miradas de asombro, pues también ellas eran conscientes de que yo estaba violando una ley no escrita, pero no les hice caso y concentré mi mirada en los ojos de Laura.

-¿Quieres bailar? -le pregunté.

Antes de que abriera los labios ya supe que me iba a decir que sí, se lo noté en la mirada que me dirigió. Yo entonces era un joven guapo y apuesto; vestido con mi mejor ropa, como la que llevaba aquel día, no tenía nada que envidiar a los señoritos que se pasaban todo el día sin dar golpe.

Abandonamos la terraza y bajamos a la alameda. Bailamos una canción, y otra, y otra más, perdiéndonos entre las parejas que llenaban el espacio de la verbena. Los dos éramos bastante habladores, y no tardamos en sentirnos atraídos. Se acordaba de mí, me sorprendió saber que guardaba la imagen de cuando yo era un niño. No hizo ninguna referencia a mi trabajo en el taller, del que quizá nada sabía. Tampoco yo le dije nada, nos sobraban temas de los que hablar. Además, me daban vergüenza mis manos endurecidas, tan distintas a la piel suave de las suyas.

En algún momento le comenté lo de la lluvia de estrellas fugaces. Por la mañana había leído en el periódico un reportaje que me había llamado mucho la atención, pues explicaba lo que sucedería con todo detalle. Aquella noche era la del once de agosto, cuando se produce ese fenómeno que la gente conoce como «las lágrimas de San Lorenzo». Las llamamos estrellas fugaces, pero no son más que partículas abandonadas por un cometa en su viaje eterno por el espacio. Polvo de cometa, diminutos fragmentos que se ponen incandescentes al entrar en la atmósfera y brillan por unos instantes, mientras se queman hasta desintegrarse. Laura, que nunca las había visto, se mostró interesadísima e insistió una y otra vez en que le encantaría verlas.

Así que nos alejamos de la fiesta y nos fuimos hasta la robleda que está a la orilla del río, un lugar al que no llegaban las luces de la verbena. Y sí, aquella noche vimos las estrellas fugaces que cruzaban el cielo oscuro, los dos apoyados en la barandilla, con Laura entusiasmada por el espectáculo y yo fascinado por el aroma dulcísimo que ella desprendía. En algún momento la rodeé con mis brazos y le di un beso, tan fugaz como el paso de las estrellas, y Laura me correspondió con un beso tímido. Tras aquellos besos inocentes, fuimos descubriendo juntos otros más apasionados. Y nos abrazamos, nos abrazamos como si estuviéramos solos en el mundo y la robleda fuera un espacio situado a más de mil kilómetros de cualquier ser humano. Era delicioso sentir el calor y el perfume de su cuerpo, y la presión dulcísima de sus pechos al apretarse contra el mío. Sí, aquella noche fui feliz; cualquiera que se haya enamorado alguna vez conoce bien la felicidad a la que me refiero.

Regresamos a la fiesta varias horas después, cuando la orquesta ya tocaba las últimas canciones y los bares estaban recogiendo las mesas para cerrar. La terraza del casino aparecía desierta, sus amigas debían de haberse marchado hacía tiempo. Acompañé a Laura hasta su casa, sin parar de hablar en ningún momento. Nos sentíamos felices y a los dos nos brillaban los ojos, como si aún se reflejase en ellos la luz de las estrellas que habíamos visto poco antes. Nos despedimos con un beso, y con la promesa de volver a vernos al día siguiente.

Dormí poco aquella noche, pues me levanté temprano para ir a trabajar. Cuando apenas llevaba una hora en el taller, el señor Ramón me llamó a su despacho. Pensé que sería para algún trabajo que me querría encargar, pero en cuanto vi cómo cerraba la puerta, me di cuenta de que el asunto iba a ser más serio. Me miraba fijamente con expresión dura y con un brillo raro en los ojos.

-Me han contado que ayer estuviste en la verbena con mi hija. ¿Es eso cierto?

Respondí que sí. No tenía sentido negarlo, debía de habernos visto juntos más de medio pueblo.

-Pues como te vuelva a ver con ella, te doy tal ración de hostias que no te va a reconocer ni la madre que te parió. ¡Estás avisado!

Me quedé sin habla, lo que menos me esperaba eran aquellas palabras. Estaba tan cortado que no supe cómo reaccionar. Cuando ya me retiraba, avergonzado y confuso, el hombre añadió con clara voz de desprecio:

-Recoge ahora mismo tus cosas. Pasa por la oficina y que te den la paga que te corresponde de lo que llevamos de mes. Y mañana no vuelvas, no quiero volver a verte nunca más por el taller.

Aquel otoño me marché a Barcelona. Un primo mío, que llevaba tres años en la ciudad, siempre contaba en sus cartas que allí las cosas eran muy distintas y que había todo el trabajo que uno pudiera desear. Emigrar tan joven fue una experiencia muy dura; si bien se mira, yo no era más que un niño. Las interminables horas en el tren, que entonces tardaba día y medio en llegar; el barullo de la ciudad y los ríos de gente por las calles; la sensación de ahogo al sentirme tan lejos de casa y descubrir de golpe que la vida iba en serio... Lo único que deseaba era trabajar, fue una bendición poder hacerlo desde el primer día. Me empleé en el mismo taller que mi pariente; era cierto lo de la abundancia de trabajo. Enseguida me gané la confianza del encargado, que no tardó en reservarme los arreglos más delicados. Ya he dicho que tenía la cabeza despierta y buenas mañas para la mecánica, allí fue donde aprendí el oficio de verdad.

Durante los dos primeros años, en vez de salir de bares, me pasaba las horas de los domingos encerrado en la habitación que compartía con mi primo, leyendo novelas que compraba en las librerías de viejo del mercado de Sant Antoni y escribiéndole a Laura cartas larguísimas en las que le desnudaba mi corazón. Ella me respondía de vez en cuando; aunque sus cartas solían ser más breves y no había en ellas el entusiasmo que a mí me hubiera gustado encontrar, me servían para alimentar la ilusión que tanto me ayudaba a sobrellevar el paso de los días.

Llegó el tiempo de la mili; entonces era una obligación de la que casi nadie se libraba. Me mandaron a Cáceres, lejos de casa y lejos del trabajo. Seguí escribiendo a Laura desde el cuartel, con la misma ilusión con la que lo hacía en Barcelona. O incluso más, pues las horas se me hacían interminables, a pesar de mis esfuerzos por estar siempre ocupado. Me llegó alguna carta suya durante los primeros meses, pero después se fueron espaciando cada vez más hasta que dejaron de llegar.

Cuando me licencié, regresé a Barcelona, pero no al mismo trabajo. Mi primo y yo tomamos la decisión de abrir nuestro propio taller, junto con otro compañero que era de la zona de Vilalba y que también conocía el oficio. Trabajamos muy duro, nunca es fácil abrirse camino si no cuentas con ayudas. Pero el negocio comenzó a funcionar bien al poco tiempo de abrir, y por primera vez pudimos permitirnos hacer turnos durante los meses de verano y tomarnos unas semanas de vacaciones, algo que en aquella época todavía era un lujo para la mayoría de la gente.

¡Mis primeras vacaciones, nunca había soñado tal cosa! Vine a pasarlas al pueblo, por supuesto, con un Renault 5 de segunda mano, el primer coche que tuve en mi vida. Nada más llegar, llamé a casa de Laura. No miento si digo que se alegró al oírme y al saber que había vuelto a Vilarelle. Nos citamos en el bar de la plaza, que por entonces era la única cafetería decente que había aquí.

Cuando la vi llegar, todas las ilusiones que permanecían dormidas se reavivaron de golpe. Laura seguía siendo muy guapa, todavía más que en alguna de las fotos que me había enviado, y a eso se le sumaba la sensación de plenitud que había adquirido con el paso de los años. Me sentía feliz de tenerla a mi lado, tan alegre y tan viva como en mis sueños, aunque me desasosegaba percibir en ella un aire distante y reservado.

-¿Sabes? -me dijo, cuando ya llevábamos algún tiempo hablando-. Quemé todas tus cartas, espero que no te parezca mal. Miguel es muy celoso, no quiero ni imaginar la que me montaría si algún día las llegase a descubrir.

Me quedé callado, sin saber qué decir. Mi cuerpo seguía allí, pero mi ánimo estaba desmoronándose por dentro como un castillo de arena barrido por una ola repentina. Laura, ajena a lo que me ocurría, continuó:

-Miguel es mi novio; seguro que te acuerdas de él, era el hijo mayor del notario. Estudió Derecho y acaba de montar un despacho de abogados en A Coruña.

Como yo continuaba mudo, abrumado por la pena que me embargaba, añadió:

-Si todavía las guardas, quema tú también las mías. Total, no decían más que tonterías.

No las quemé, claro. Ni entonces, ni cuando me casé con Montse, ni tampoco cuando nacieron mis hijos y se fueron haciendo mayores. Las cartas han estado siempre conmigo, guardadas en una caja metálica como si fueran un tesoro. Seguí volviendo al pueblo cada mes de agosto, unas veces con la familia y otras solo. Se murió mi padre y después mi madre, y repartí con mi hermana la escasa herencia que nos habían dejado. Yo me quedé con la casa, quizá porque necesitaba algo que tirase de mí y me obligase a regresar. Los años fueron pasando, siempre pasan sin que uno sepa muy bien cómo se nos consume la vida, hasta llegar a este verano de mis cincuenta y seis años.

Hoy es once de agosto, una fecha especial en los veranos de mi vida. Llevo aquí desde principios de mes, en esta vieja y solitaria casa familiar que me resisto a malvender. Estoy solo, ya hace tiempo que ni Montse ni mis hijos quieren acompañarme. Los entiendo perfectamente, no hay nada aquí que les ate al pasado. A lo mejor también ha llegado la hora de que yo corte para siempre los hilos que me unen a Vilarelle. Es hora de olvidar, hora de borrar unos recuerdos que nunca han dejado de obsesionarme.

Esta noche volveré a la robleda, tal vez el único espacio del pueblo que permanece igual que en mi memoria, porque lo demás está completamente cambiado. Buscaré un lugar solitario para poder ver las estrellas fugaces una vez más, como vengo haciendo desde hace tantos años. Y entonces será cuando prenda fuego a las cartas de Laura.

Será hermoso ver cómo las llamas queman las palabras, cómo el humo y las chispas se esparcen cielo arriba, mientras las estrellas pasan sobre mí con su brillo efímero. Estrellas, palabras, humo: es lo único que queda de aquel amor distante que me abrasó el corazón en mis años adolescentes.