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ArribaAbajoCapítulo XV

Reinado de D. Alfonso XI


Cortes de Palencia de 1313. -Cortes de Burgos de 1315. -Cortes de Carrión de 1317. -Cortes de Medina del Campo de 1318. -Cortes de Valladolid de 1322. -Cortes de Valladolid de 1325. -Cortes de Madrid de 1329. -Cortes de Burgos de 1338. -Cortes de Madrid de 1339. -Cortes de Alcalá de Henares de 1345. -Cortes de Burgos de 1345. -Cortes de Alcalá de Henares de 1348. -Cortes de León de 1349.

El más grave inconveniente de las monarquías hereditarias es que puede recaer la corona en un príncipe de tierna edad, incapaz de gobernarse a sí mismo, y con mayor razón de gobernar un reino. Abierto el campo a la ambición, acuden los pretendientes a la tutoría alegando cada uno su derecho, solicitando el favor de los amigos o remitiendo su causa a la fortuna de las armas. Por eso fueron siempre las minoridades turbulentas, y algunas veces borrascosas.

Si basta una minoridad para asolar un reino cuando las instituciones no son más fuertes que los hombres, dos deben consumar su ruina, sobre todo si entre una y otra no media el tiempo necesario para apaciguar los ánimos domando las pasiones rebeldes, o para sustituir con otros los personajes que figuran como principales actores en la escena del mundo.

Muerto Fernando IV, recayó la corona en su hijo Alfonso XI que tenía a la sazón poco más de un año. Dos parcialidades disputaban la persona del Rey y el gobierno del reino, siendo cabeza de la una el bullicioso Infante D. Juan, hermano de Sancho IV, a quien seguían la Reina madre Doña Constanza, D. Juan Núñez de Lara y otros señores y caballeros, y del bando opuesto era caudillo el Infante D. Pedro, hermano de Fernando IV, cuya pretensión favorecían la abuela del Rey, Doña María de Molina, su hermano D. Alfonso, D. Juan Alfonso de Haro, y muchos ricos hombres y caballeros que abrazaron por mejor esta causa.

Ayuntamiento de Sahagún de 1313.

Fue tomando cuerpo la desavenencia hasta el punto de armarse ambas parcialidades, moverse en son de guerra, y crecer por momentos el peligro de empeñarse una reñida y sangrienta batalla. Sin embargo, prevaleció el deseo de la concordia, y se juntaron los grandes con los procuradores de Castilla y tierra de León de la parcialidad del Infante D. Juan en Sahagún, para resolver la cuestión de la tutoría en las Cortes que habían de celebrarse el año 1313 en aquella villa y monasterio. Pensaron las cabezas de los partidos atajar los males en dicho Ayuntamiento; pero (dice el P. Escalona) nada se remedió en estas Cortes435.

Cortes de Palencia de 1313.

Frustrado el intento de asentar la paz entre los dos bandos enemigos, convinieron a lo menos en reunir Cortes generales en Palencia para que eligiesen tutor o tutores con acuerdo de todos, «et non por discordia»436. Estaban los procuradores de las villas tan divididos, que no fue posible congregarlos. Los prelados y procuradores de los concejos de la parcialidad de D. Pedro y Doña María se juntaron en el convento de San Francisco, y en el de San Pablo los que se habían declarado por D. Juan y Doña Constanza: aquellos tomaron por tutores al Infante D. Pedro y la Reina Doña María su madre, y éstos al Infante D. Juan sólo.

Entonces ofreció Castilla el nuevo y extraño espectáculo de celebrar Cortes por separado las dos parcialidades en que el Reino se dividía, alojadas ambas en la misma ciudad, sin llegar a entenderse y sin comunicarse, legando a la posteridad el triste ejemplo de unas Cortes banderizas que alimentan la discordia al extremo de provocar la guerra civil, cuando era llegada la ocasión de dirimir la contienda sobre la tutoría, y de obligar a los pretendientes a deponer las armas. Siempre fueron las Cortes el árbitro supremo de estas y otras querellas semejantes, porque faltando el Rey, o no pudiendo gobernar por su persona, en la nación legalmente representada por los tres brazos del Reino residían el derecho y la fuerza necesaria al propósito de constituirse para defenderse y salvarse.

Las dobles Cortes de Palencia de 1313 dieron origen a dos distintos ordenamientos, el uno otorgado por el Infante D. Juan, como tutor de Alfonso XI, a los concejos de Castilla, León, Extremadura, Galicia y Asturias, que eran de su parcialidad, y el otro autorizado por la Reina Doña María y el Infante D. Pedro, como tutores de dicho Rey, y librado a petición de los concejos de Castilla, León, Toledo, las Extremaduras, Galicia, Asturias y Andalucía. De ambos cuadernos consta la presencia del clero, de la nobleza y de los hombres buenos de las villas; pero todavía se vislumbra que D. Juan llevaba alguna ventaja en el número o calidad de los próceres, así como Doña María y D. Pedro en prelados, maestres de las Órdenes y concejos.

Así pues, parece que la mayor y más sana parte de la gente que tenía voz y voto en Cortes, seguía esta bandera; por lo menos, en opinión de Colmenares, los parciales de la Reina abuela eran los mejor intencionados437.

Como la cuestión de la tutoría quedó en suspenso, nada importa discurrir sobre cuáles deben reputarse verdaderas y legítimas Cortes, si las reunidas en el convento de San Francisco o las celebradas en el de San Pablo. Sin embargo, conviene advertir que el cuaderno dado por Doña María y D. Pedro lleva los sellos del Rey y de ambos tutores, y el otorgado por el Infante D. Juan únicamente el suyo; de donde se colige que estaba la Cancillería en poder de los primeros, y por tanto la justicia soberana y el centro del gobierno.

El cuaderno que el Infante D. Juan mandó dar al concejo de la ciudad de León, muestra bien claro el deseo de hacerse popular y ganar voluntades a su causa. Muchas e importantes son las concesiones con que procura satisfacer y contentar a los hombres buenos de las villas a expensas del señorío del Rey, o como hoy se dice, de las prerrogativas de la corona. Aspiraba el Infante a gozar del poder a título de usufructo; y a pesar de su protesta de guardar y defender todos los derechos de su Real pupilo, no regateaba el otorgamiento de mercedes que Alfonso XI en su mayor edad revisó con escrúpulo, y no siempre confirmó, usando de la parsimonia que cumplía a un Rey propietario.

Acordaron los congregados en San Pablo encomendar la crianza del Rey niño a su madre la Reina Doña Constanza, asistida de cuatro caballeros hijosdalgo, vasallos de la corona, dos por Castilla y dos por León. Además autorizaron al Infante D. Juan para escoger diez y seis caballeros y hombres buenos de las villas, cuatro por el reino de Castilla, cuatro por el de León, cuatro por las Extremaduras y otros tantos por Andalucía que formasen su guardia, debiendo residir de continuo en la corte diez, y relevarse cada medio año; y pusieron la condición que el concejo de la villa en donde estuviere el Rey había de hacer pleito homenaje a la Reina, al Infante y a los caballeros y hombres buenos asociados a los tutores, que no lo sacarían ni dejarían sacar de la población sin su consentimiento.

Obedecían estas precauciones al intento de apoderarse de la persona del Rey que se hallaba en la ciudad de Ávila, cuya prenda disputaban con vivo empeño las dos parcialidades. Esperaba el Infante hacerse dueño del hijo por medio de la madre, y una vez cumplido su deseo, retener a la una y al otro como si fuesen sus prisioneros, con la apariencia de custodiarlos. Por lo demás los caballeros y hombres buenos de las villas que debían rodear la cuna del Rey no participaban del poder ni aun por vía de consejo, pues no se había descuidado el ambicioso Infante de sugerir a sus amigos la cláusula que «yo non parta la tutoría con Reina, nin con Infante, nin con rico ome, nin con otro ome ninguno..., et se lo fecier, que la pierda.»

La idea del reino patrimonial dominante en la edad media se refleja en las condiciones aceptadas por el tutor nombrado en la junta reunida en el convento de San Pablo. Obligose D. Juan a guardar el señorío y todos los derechos de Alfonso XI, y todas las ciudades, villas, castillos, aldeas y demás cosas que le pertenecían a título hereditario, y prometió no tomar para sí, ni dar, cambiar o enajenar a persona alguna dichas cosas, sino, por el contrario, recobrar las enajenadas y vendidas en cuanto pudiere.

Aunque las Cortes de Palencia de 1313 son tan irregulares, no dejaron de seguir ambas parcialidades la práctica de nombrar tutores, recibida y autorizada por la tradición. Los fieles al Infante D. Juan pusieron límites a su autoridad, obteniendo del tutor que no pediría servicios, pechos ni empréstitos desaforados, y que los diezmos de los puertos serían los de costumbre en tiempo del Rey D. Fernando que ganó a Sevilla. Asimismo pidieron, y les fue lisa y llanamente otorgado, que el tutor no daría la justicia en las villas y lugares apartados a infante ni rico hombre, sino que la harían los merinos mayores en Castilla, León y Galicia, y los adelantados en la frontera, allí donde se hallase establecido por fuero.

Confirmó el Infante D. Juan los ordenamientos hechos en las Cortes de Valladolid de 1312 acerca del alguacil, los alcaldes y escribanos de la Casa del Rey, ofreció escoger merinos que fuesen hombres buenos, abonados y naturales de la comarca sujeta a su jurisdicción, y no dar a las villas alcaldes y jueces de fuera sino a petición de todos los vecinos o su mayor parte, y aun así que los alcaldes habían de ser naturales del lugar, y los jueces del reino a que la villa o el lugar perteneciesen.

Otorgó que las llaves de los sellos reales estuviesen en poder de dos hombres buenos legos con autoridad para revisar las cartas que saliesen de la Cancillería, que no hubiese sello de la puridad o secreto, y no se librasen cartas de creencia, ni blancas, ni albalaes contra fuero.

Renovó los antiguos ordenamientos sobre cogedores y arrendadores de los pechos, y contra la exacción de conduchos por infantes, ricos hombres o personas poderosas, prometió en nombre del Rey no tomar vianda, cuando pasare por alguna villa, sin pagarla, moderé el tributo de los yantares, y ratificó las cartas de perdón o quitamiento de deudas por rentas reales o derechos percibidos de que los recaudadores no habían dado buena cuenta.

Obligose el tutor a confiar la guarda de los alcázares de las ciudades y villas a caballeros y hombres buenos de las mismas, «porque estas (dijo) son posadas de los Reys», y halagó al partido popular mandando derribar las casas fuertes levantadas después de la muerte de Sancho IV, así las que estaban en el realengo, como las situadas en lugares de abadengo o de behetría. El ordenamiento no era nuevo, pero sí más rigoroso.

Reiteró la prohibición de sacar del reino las cosas vedadas, entre las cuales enumera los Moros y las Moras, los metales preciosos, el vellón de cambio, y en general todo haber amonedado. Es curioso este ordenamiento, porque da una idea de las diversas especies de moneda, nacionales y extranjeras, que circulaban en los reinos de León y Castilla al principio del siglo XIV.

Continuando las quejas de los pueblos en razón de los agravios, daños y males que recibían de los alcaldes y entregadores de los pastores, confirmó el tutor el ordenamiento de Fernando IV en las Cortes de Valladolid de 1307, y aun fue más allá, porque suprimió esta jurisdicción privilegiada, mandando «que los pleitos que acaecieren entre los pastores los libren los alcaldes del lugar o del término do acaecier el pleito, e que non ayan los pastores otros alcalles e entregadores apartados.»

También confirmó lo mandado acerca de la restitución a los concejos de las aldeas o heredamientos que les habían sido tomados sin razón y sin derecho, y mandó que ningún concejo o vecino de las villas del Rey, que comprase de allí en adelante casa o heredamiento de hijodalgo o dueña, fuese desapoderado sin ser oído y librado según fuero y derecho.

Imitando el Infante D. Juan a Sancho IV, que empleó las hermandades para levantarse con el reino de su padre, otorgó y confirmó las que se habían formado en Castilla, León, Asturias, Galicia y las Extremaduras, y las favoreció mostrando deseo de convertirlas en una institución permanente. «E plazme (dijo) que vos ajuntedes cada anno, segunt que lo avedes puesto, et otorgo que vos non pase contra ellas en ninguna manera.»

La concesión, si buena para alcanzar el poder, para conservarlo era peligrosa. Así lo consideró el Infante al restablecer los ordenamientos de los Reyes anteriores contra las asonadas, «que son muy dannosas en guisa que la mayor partida de los regnos es estragada por ellas.» Parece que poner recaudo en las asonadas era una cautela del Infante temeroso de la nobleza; mas por huir de este peligro, arrostraba él de consentir hermandades y quedar el tutor a merced de los concejos.

Ninguno de los anteriores ordenamientos iguala a este de Palencia en el rigor con que trata a los Moros y Judíos vasallos del Rey.

Aparte de confirmar la prohibición de estipular un interés superior al tres por cuatro al año, mandó el Infante D. Juan que los Judíos llevasen una señal de paño amarillo en el vestido para distinguirse de los cristianos, y no usasen adornos de oro ni de plata, ni aljófar, ni cabos dorados, ni plumas blancas, so pena de que cualquiera pudiese tomarlos; que los Moros se cercenasen el cabello en derredor, y no lo haciendo, que fuese lícito quitarles las ropas que llevasen; que ninguna cristiana criase hijo de Moro o Judío, ni viviese con ellos; que los Judíos no fuesen almojarifes, arrendadores de pechos, tomadores de cuentas ni escribanos, ni tuviesen oficio en la Casa del Rey ni en la del tutor; que ninguno de su nación fuese excusado de pechar por carta o privilegio que mostrase, y lo peor de todo, por ser contrario a la justicia, ofensivo a la dignidad del hombre, y en extremo vejatorio para el pueblo hebreo, que valiese el testimonio de cristiano de buena fama en pleito con Judío, y no el de Judío en ningún pleito civil o criminal con cristiano. Corría la opinión por este cauce, y el Infante se cuidó más de halagar las groseras pasiones del vulgo a trueque de saciar su ambición y codicia, que de hacer leyes sabias y justas, y de impedir el empobrecimiento de los Judíos, perdiendo el Rey la pingüe renta de las aljamas.

Muy superior al ordenamiento dado por el Infante D. Juan es el otorgado por la Reina Dona María y su hijo el Infante D. Pedro en las mismas Cortes de Palencia de 1313. Todas o casi todas las materias de justicia y gobierno que en él se tratan, se resuelven con la prudencia y discreción habituales en la ilustre viuda de Sancho IV.

El primer cuidado de los tutores y de sus parciales los prelados, caballeros y hombres buenos personeros de los concejos de las villas y lugares de Castilla, León, Toledo, las Extremaduras, Galicia, Asturias y Andalucía congregados en el convento de San Francisco, fue velar por la seguridad y crianza de D. Alfonso XI. Hallábase en la ciudad de Ávila, «logar sano e de buena gente, que siempre guardó verdad, e lealtad, o servicio de los Reyes», y acordaron que permaneciese allí dos años, hasta la celebración de nuevas Cortes, debiendo los Avileses guardar su señor natural, no darlo a hombre del mundo, y no permitir que saliese a ninguna parte.

Asimismo acordaron, luego que el Rey hubiese cumplido tres años, ponerle por ayo un caballero hidalgo de padre y madre y de buenas costumbres, y rodearle de personas de sana intención y conciencia escrupulosa.

Nombrados los tutores, ordenaron un concejo compuesto de cuatro prelados y diez y seis caballeros y hombres buenos, cuatro por Castilla, cuatro por León y Galicia, cuatro por Toledo y Andalucía, y otros tantos por las Extremaduras, «escogidos quales deben ser, y no por voluntad.»

Ocho de estos consejeros habían de residir constantemente cerca de los tutores, alternando en el servicio cada medio año. Sin su consejo, nada grave debían resolver los tutores, para que teniendo libertad de obrar bien, no la tuviesen de hacer mal al Rey ni al reino; y fue condición que no pudiesen partir con nadie la tutoría, y que así ellos como los prelados y los consejeros prestasen juramento de «mantener las gentes en derecho e en justicia... sin cobdicia e sin bandería, a cada uno según el fuero que oviere.»

Es el primer caso que ofrece la historia de nuestras Cortes de un consejo de regencia con participación en el gobierno, dando entrada, y en cierto modo asociando a los tutores, el clero, la nobleza y el estado llano.

No se desmintió en aquella ocasión la prudencia política de Doña María de Molina, pues con habilidad consumada opuso a la tutoría personal del Infante D. Juan la suya y del Infante D. Pedro en unión con los tres brazos del Reino; a la guardia popular, instituida para tener al Rey cautivo, la ciega confianza en la lealtad del concejo de Ávila, y a la dominación absoluta de un príncipe ambicioso la autoridad de dos personas de sangre real que se someten a la vigilancia y censura de las Cortes.

En efecto, se obligaron los tutores a convocarlas cada dos años entre San Miguel y Todos-Santos y darles cuenta de su gobierno, siendo condición que si no viniesen a ellas, perdiesen la tutoría, y los consejeros hiciesen llamamiento a toda la tierra a fin de nombrar otro tutor.

También deberían las Cortes nombrar otro tutor, si acordasen variar las condiciones establecidas, y la Reina y el Infante no quisiesen usar de la tutoría o falleciesen; pero si uno solo de los dos fuese el finado, quedase por único tutor el sobreviviente.

Para mayor seguridad y firmeza de lo prometido otorgaron los tutores que ellos y cincuenta de sus vasallos jurarían y harían pleito homenaje de guardar y cumplir todo lo contenido en el cuaderno; y si alguna cosa menguasen, «que nuestros vasallos... nos lo fagan tener, e complir, e guardar, et si non, que se partan de nos... e que sean contra nos fasta que lo cumplamos.»

La obligación de convocar Cortes generales cada dos años, no supone un ordenamiento definitivo, sino una cautela transitoria que debe contarse en el número de las condiciones de aquella tutoría. Por lo demás, la intervención directa y activa de las Cortes en las diversas cuestiones tocantes a la custodia del Rey y a la gobernación del Reino durante su minoridad pasaron a nuestro derecho público, y subsistieron largo tiempo como parte integrante de nuestra constitución histórica o tradicional.

Establecieron los tutores en las Cortes de Palencia de 1313 que en la Casa del Rey hubiese buenos alcaldes para administrar justicia sin pasión, y librar los pleitos según el fuero de cada lugar y conforme a derecho; que no fuesen merinos en Castilla, León ni Galicia infantes ni ricos hombres; que las penas por muertes, heridas o fuerzas acaecidas entre los cristianos y los Judíos o los Moros se ajustasen al fuero del lugar en donde se hubiese cometido el delito; que en estos procesos valiese el testimonio de dos hombres buenos cristianos; que no se hiciesen ni tolerasen pesquisas cerradas, y por último, se impusieron la obligación de visitar anualmente los reinos, acompañando a los tutores sus consejeros, para observar si la justicia se cumplía, y emendar los agravios de los jueces. Asimismo se obligaron a no poner alcaldes, y a no perdonar a los culpados sin el consentimiento de sus consejeros.

Juraron los tutores sobre la Cruz y los Santos Evangelios no dar cartas contra los fueros, privilegios, franquezas y libertades, usos y costumbres de las villas y lugares, y poner en la Cancillería, de acuerdo con sus consejeros, hombres buenos, prudentes y virtuosos, para que todas fuesen libradas según derecho.

Prometieron no tomar los alcázares y castillos a los alcaides que los tenían por el Rey, salvo si les hiciesen la guerra o robasen la comarca al abrigo de sus muros; no dar las tenencias que vacaren sino a caballeros naturales y moradores de las mismas villas cuyas fueren las fortalezas, y no consentir que morasen en las casas en donde posaba el Rey cuando iba de viaje, caballero, escudero, ni persona poderosa. También mandaron demoler todas las casas fuertes edificadas sobre castellares del Rey sin sus cartas o privilegio.

Respondían estas providencias al justo deseo de mantener la paz pública, reprimiendo los excesos de la nobleza sin maltratarla ni ofenderla. Otras dictaron en favor de los concejos, solícitos por obtener la confirmación de ciertas libertades y franquezas muy estimadas, como la de nombrar sus jueces y alcaldes de fuero; la de proveer las escribanías públicas de los lugares que lo tenían por costumbre, y la fiel observancia de ciertas leyes relativas al modo de ser y al pleno goce de la propiedad comunal, y principalmente que ningún rico hombre o rica hembra, infanzón o infanzona pudiesen adquirir por compra u otro título, salvo el casamiento, heredad en las villas o sus términos, las adquiridas que las vendiesen. Ordenaron asimismo que a los arraigados por razón de casamiento les fuese prohibido labrar casas fuertes en las villas, y que se las derribasen, si las hiciesen; que se restituyesen a los concejos las aldeas, términos y heredamientos que les habían usurpado, y prometieron no dar villa, castillo, término, ni pechos, ni derechos de ningún lugar, ni enajenar cosa alguna perteneciente al Rey.

En materia de tributos otorgaron los tutores que en unión con sus consejeros distribuirían las rentas del Rey y los pechos foreros, y se abstendrían de pedir pechos desaforados, pusieron orden en el número y calidad de las personas excusadas de pechar, y confirmaron los ordenamientos hechos en Cortes anteriores sobre cogedores, yantares, viandas y otros servicios.

También ratificaron la prohibición de que los heredamientos de realengo pasasen al abadengo por compra o donación, dejando a merced de los tutores y del Rey en su día, revocar las enajenaciones consumadas.

En utilidad del comercio establecieron que los guardas de las cosas vedadas no cumpliesen su oficio en las ferias ni en los mercados, sino en los puertos y demás lugares acostumbrados desde el tiempo de Alfonso X.

En cuanto a los ganados que iban a los extremos, confirmaron la exención de ronda, castillería y asadura otorgada por los Reyes D. Alfonso y D. Sancho, así como el ordenamiento de Valladolid de 1307 sobre que «non hayan los pastores alcalles apartados», y añadieron que los ganados no saliesen de las cañadas antiguas, ni entrasen por los panes y las viñas con grave perjuicio de los labradores.

Consta de este pasaje que eran tres las cañadas a la sazón conocidas, a saber: la de León, la Segoviana y la de la Mancha de Monte-Aragón, que los pastores pretendían llevar sus ganados a los extremos, pasando por los términos de Valladolid, Olmedo y Medina, y que los pueblos resistían la imposición de la servidumbre.

Clamaron los personeros de las villas contra las usuras, y pidieron a los tutores que mandasen guardar «una constitución que el Papa fizo agora nuevamente poniendo en ella muy grant pena de maldición e descomunión a los que fueren en Techo o en conseio de dar a usuras», lo cual les fue otorgado.

Ocupaba el solio pontificio Clemente V, quien condenó la usura en 1311, y declaró herética la afirmación sostenida con pertinacia, que el usurero no comete pecado. A esta solemne declaración aludían los hombres buenos personeros de los concejos en las Cortes de Palencia de 1313438.

Continuó el rigor contra los Judíos y los moros, ya excluidos de ciertos cargos públicos y de todos los oficios de la Casa Real. Sin embargo, prevaleció el principio de justicia que en caso de muerte o herida por reyertas entre ellos y los cristianos, fuesen juzgados por el fuero del lugar, en donde se hubiere cometido el delito. La única novedad que se advierte, es la prohibición impuesta a los Moros y Judíos de usar nombres de cristianos, so pena de ser tratados como herejes.

El cuaderno extendido en el convento de San Francisco de Palencia el año 1313, revela la existencia de una lucha sorda en el seno de las villas entre el pueblo y la nobleza. Los concejos, revestidos de cierta potestad tribunicia, amparaban y protegían a la gente vulgar y plebeya que temía por sus libertades. Recelábanse, de los nobles y no los querían por vecinos, ni por partícipes en los bienes de la comunidad, y mucho menos por señores dictando la ley desde sus casas fuertes. No les faltaba razón a los concejos al precaverse de los peligros que encerraban la vecindad y el arraigo de los ricos hombres y caballeros en las villas, pues, en efecto, su predominio en el gobierno municipal acabó por corromper las instituciones populares. Aconsejaba la prudencia política no perder amigos ni hacerse enemigos, por eso la Reina Dona María concedió a los concejos cuanto pudo, sin dar motivo a los nobles para quejarse de agravios.

Dice la Crónica, que en este mismo año de 1313 el Infante D. Juan con la Reina Dona Constanza se fueron a Sahagún, «et estando y ayuntados los procuradores de las villas de Castiella et de León, adolesció y la Reina... et murió», y añade que la Reina Doña María y el Infante Don Pedro enviaron por los procuradores de la tierra, y por los prelados y maestres de las órdenes de su tutoría, y los llamaron a Valladolid. Entretanto D. Juan convocó a los procuradores de los concejos que seguían su parcialidad, y los reunió en Carrión. Doña María se vino al Monasterio de Palazuelos, y allí se ajustó una concordia entre ellos, que puso término a la cuestión de la tutoría, «et esto fue propuesto et firmado por todos los concejos de la una parte et de la otra, et por los perlados que eran y»439.

La abreviada narración de estos sucesos basta para comprenderla variedad de los juicios acerca de la celebración de Cortes en Sahagún, Palazuelos, Valladolid o Carrión en 1313. El nuestro es que no hubo Cortes de Sahagún en aquella fecha, sino un Ayuntamiento de los procuradores de ciertas villas de Castilla y León sin el concurso del clero y la nobleza. La Crónica por lo menos lo calla, así como se abstiene de pronunciar el nombre de Cortes.

Tampoco hay motivo para suponer que las hubo en Valladolid, si bien consta que fueron convocados los procuradores, los prelados y los maestres de las Órdenes por Doña María y D. Pedro; ni en Carrión, a donde acudieron los procuradores de los concejos de la parcialidad del Infante D. Juan.

Cortes de Palazuelos de 1313.

Las verdaderas Cortes de aquel tiempo se celebraron en Palazuelos en Diciembre del año 1313. «Allí fue puesto el pleito entre los tutores» y acordaron «que el Rey que lo cobrasen, et la crianza del que la oviese la Reina Doña María su agüela, et non otro nenguno; et que la Chancillería del Rey que estoviese con el Rey, et que non usasen de aquellos sellos que traían, et que los quebrasen, et que tomase cada uno cartas blancas para los pleitos que librasen en las villas onde cada uno dellos fuese tutor, et que cada uno dellos usasen en las villas a do lo tomaron por tutor»440.

No fue poco transigir la cuestión de la tutoría, allanando muchas dificultades la muerte de Doña Constanza, de cuyo ánimo se había apoderado el Infante D. Juan. Falto de este arrimo, se halló sin fuerzas para insistir en sus pretensiones al gobierno, y aceptó el partido de ser uno de los tres tutores. Es verdad que los concejos de su bando le impusieron la condición de no partir con nadie la tutoría, condición también impuesta a la Reina Doña María y al Infante Don Pedro por los prelados, caballeros y hombres buenos de su parcialidad; pero lo establecido en las Cortes de Palencia de 1313 pudo ser revocado por las de Palazuelos del mismo año, y en efecto lo revocaron y firmaron los prelados y personeros de las villas para mayor solemnidad y firmeza de la concordia.

No hay cuaderno de las peticiones hechas en las Cortes de Palazuelos de 1313, o si lo hay no ha llegado a nuestra noticia.

Cortes de Burgos de 1315.

Siguieron a estas Cortes las de Burgos de 1315, las cuales dieron origen a tres ordenamientos, uno aprobando la carta de hermandad que los caballeros hijosdalgo y hombres buenos de los reinos de Castilla, León, Toledo y las Extremaduras formaron para oponerse a los desmanes de los tutores, otro para sosegar las nuevas discordias sobre el ejercicio de la tutoría, y tomar algunas providencias tocantes a la gobernación del Estado, y otro, en fin, respondiendo los tutores a ciertas peticiones de los prelados.

A pesar de lo pactado en Palazuelos, no se apaciguaron los ánimos como debía esperarse del general cansancio después de tantas inquietudes y alborotos. No estaban los tutores bien avenidos, ni los ricos hombres y caballeros sin recelo, ni conformes los concejos, y «tomaron manera nueva que querían rehenes de los tutores por ser dellos seguros.» El Infante D. Juan favorecía en secreto la causa de los descontentos, «como quier que lo non daba a entender en plaza»; y de aquí el Ayuntamiento de prelados, ricos hombres y personeros de los concejos en Carrión el año 1317, el cual comenzó pidiendo a los tutores cuenta de lo que montaban las rentas del Rey, y acabó proponiendo algunos que todos tres dejasen la tutoría y fuese nombrado un solo tutor. Eran los parciales del Infante D. Juan que aspiraba a ser único en el mando, los que llevaban la voz de los más bulliciosos441.

Ayuntamiento de Carrión de 1317.

La Crónica dice unas veces Cortes y otras Ayuntamiento de Carrión como si el cronista vacilase entre ambos nombres. El primero no conviene a un congreso reunido sin preceder legítima convocatoria, y el segundo es el propio de las juntas periódicas que solían celebrar las hermandades a modo de Cortes.

Según el cuaderno de la aprobada por los tutores de Alfonso XI en las de Burgos de 1315, los caballeros, hijosdalgo y hombres buenos procuradores de las ciudades y villas del reino se confederaron para defenderse de los agravios que recibían de los poderosos, a cuyo fin hicieron pacto de amarse y quererse bien, y ser «todos en uno de un corazón e de una voluntad para guardar sennorío a servicio del Rey e para guarda de nuestros cuerpos, e de lo que avemos, e de todos nuestros fueros e franquezas e libertades, e buenos usos e costumbres, e privillegios e cartas e quadernos que avemos... e mercedes de los Reyes que tenemos e devemos aver con derecho, et para que se cumpla e se faga la justicia en la tierra como debe, meior que se non fizo fasta aquí etc.»

Resalta el carácter popular de la hermandad, considerando que es una liga defensiva de la nobleza de segundo orden y ciudadanos contra los poderosos; es decir, contra los tutores, infantes y ricos hombres que se hacían cruda guerra y repartían entre sí los despojos. Formaban los confederados causa común para salvar en aquel mar revuelto de las discordias civiles, sus vidas, sus libertades y sus haciendas; y es de notar que los concejos están representados por procuradores, vocablo que va poco a poco introduciéndose y reemplazando al de personeros hasta prevalecer definitiva y exclusivamente en el estilo de las Cortes. No deja de ser curioso observar la parte que en este cambio de nombre tuvieron las hermandades.

Suscribieron el pacto 112 caballeros y 200 procuradores de 100 ciudades y villas de los reinos, entre ellas muchas principales, como Burgos, León, Oviedo, Ávila, Segovia, Zamora y Salamanca.

Convinieron en primer lugar negar la obediencia al tutor o tutores que mandasen matar o lisiar sin fuero y sin derecho a cualquier hidalgo u hombre bueno de la hermandad. Si los Infantes D. Pedro o D. Juan fuesen los autores del agravio, deberían nombrar otro tutor que gobernase con la Reina; y si esta y el nuevo tutor los ofendiesen, quitarles la tutoría y dársela a quien todos o la mayor parte de los confederados eligiesen en su reemplazo.

Lo mismo capitularon para el caso de ser despojados de sus casas, heredamientos o bienes muebles, si pidiendo la reparación, los tutores no la acordasen en el término de treinta días; y si la acordasen y no fuesen obedecidos de los alcaldes, merinos, alguaciles o jueces del Rey, que perdiesen los oficios y pechasen el daño doblado.

Ordenaron que anduviesen de continuo con los tutores seis caballeros y hombres buenos de la hermandad la mitad del año, y seis la otra mitad, a saber: dos con el Rey y la Reina, dos con el Infante D. Juan y dos con el Infante D. Pedro. De estos, uno debía ser caballero y otro hombre bueno de las villas, los cuales debían recibir las quejas de los desaforados, y reclamar la emienda de los tutores.

Pusieron alcaldes de la hermandad con jurisdicción civil y criminal, que se extendía a corregir los actos de los merinos y demás oficiales de justicia del Rey, e imponer en los casos graves la pena de muerte.

Establecieron que los hidalgos de la hermandad no matasen ni mandasen matar a otro hidalgo, ni caballero, ni hombre de las villas; y si hubiere entre ellos querella, que el querelloso desafiase a su enemigo, y si este no emendase el daño, que las justicias del Rey le matasen o los alcaldes de la hermandad, y no pudiendo ser habido, que le derribasen las casas que tuviere, y le destruyesen cuanto le hallaren. Toda la hermandad en armas prestaba auxilio a sus alcaldes.

Fue condición que si algunos concejos de otras villas quisiesen entrar en la hermandad, los admitiesen mediante juramento de guardar y cumplir lo contenido en su cuaderno. También abrieron la puerta a los caballeros; más si los caballeros o los concejos de la hermandad se apartasen de ella, acordaron que fuesen tenidos por alevosos y perjuros, y estragasen todos sus bienes por mandado de los tutores a los oficiales del Rey que lo debían hacer so pena de perder los oficios.

Ordenó la hermandad que los tutores administrasen justicia según fuero y derecho, y no perdonasen al matador de hombre o mujer sin con sentimiento de los parientes del muerto; que el alcalde, merino, alguacil, o juez que matare o lisiare a hombre o mujer de la hermandad por carta desaforada del Rey o sus tutores, perdiese la vida; que si algún infante, rico hombre u otra persona tomase sin fuero y sin derecho algo de lo suyo a alguno de los hermanos, el querelloso lo denunciase al alcalde de la hermandad, y este requiriese al merino u oficiales del Rey para que mandasen reparar el agravio, y si no lo hiciesen, todos los vasallos del ofensor se apartasen de él, y fuesen sus casas derribadas y destruidos sus bienes. Si los querellosos se acogiesen a la hermandad, los tutores deberían darles las soldadas que solían recibir de su señor, so pena en caso contrario de no reconocer los hermanos su autoridad, y sin perjuicio de indemnizar a los ofendidos a costa del infante o rico hombre. La hermandad tomaba bajo su protección a los débiles y oprimidos, y los defendía contra los poderosos, aunque los amparasen y favoreciesen los tutores.

Dictaron los confederados severas providencias para evitar los robos y fuerzas y hacer justicia de los malhechores. El procedimiento ordinario era pedir el castigo del criminal a los merinos o alcaldes de la comarca, y si los querellosos no eran oídos, acudir a los alcaldes de la hermandad. Si los culpados se encerraban en alguna villa, castillo o casa fuerte, estaban obligados los hermanos a ir sobre ella, cercarla y no levantar el campo hasta rendirla y obtener la restitución de lo robado o la reparación del daño a los querellosos.

Prohibieron los confederados que nadie se atreviese a tomar castillo o casa fuerte de persona alguna de la hermandad sin el merino o la justicia del Rey. Si lo hicieren, todos los de la hermandad que lucren llamados (dice el cuaderno) «que vayamos, e que llamemos al merino de la comarca, o a los oficiales de los lugares, y la tomemos y la tornemos a aquel cuya era, e si pudiéremos tomar aquel o aquellos que la robaron, los matemos por ello, e les derribemos las casas que ovieren, e les astraguemos todo quanto les falláremos».

Acostumbraban las hermandades celebrar juntas generales cada año, a que concurrían los procuradores de los concejos para dar cuenta de los hechos que ocurrían y tomar los acuerdos convenientes al bien común. No descuidó este punto la de Burgos de 1315, introduciendo la novedad que llevasen la voz de los concejos los alcaldes de la hermandad, y hubiese Ayuntamientos particulares por comarcas; de forma que los alcaldes de Castilla, Toledo y Extremadura se reuniesen una vez al año en Valladolid por San Martín el mes de Noviembre; los de Castilla que tuviesen otro Ayuntamiento en Burgos mediada la cuaresma, y los de León, Galicia y Asturias, dos, uno por San Martín de Noviembre en Benavente, y otro en León mediada la cuaresma.

Acordaron hacer dichos Ayuntamientos «para saber las cosas e los fechos como pasan en las comarcas, e que trayan cada uno dellos lo que pasare en su comarca para que pongan y aquel cobro que entendieren que cumple, e otrosí para saber quales entran en esta hermandad, para que los puedan ayudar en las cosas que acaescieren.»

Todos los hermanos llamados por los tutores, merinos u oficiales del Rey, o por los alcaldes de la hermandad, o que acudiesen a estos Ayuntamientos debían ser salvos y seguros a la ida, estada y venida, como los personeros de las villas convocados a Cortes; y si cualquiera los ofendiese en su persona o hacienda por enemistad u otra causa, incurría en la pena de muerte.

Tal es en resumen el cuaderno de la famosa hermandad aprobado por los tutores de Alfonso XI en las Cortes de Burgos de 1315. Los tutores juraron guardar, mantener y cumplir en todas sus partes lo convenido, «e de non venir nin pasar contra ello en ninguna manera», disculpando la debilidad de Doña María la discordia de los Infantes, la anarquía profunda y la condición intratable de la nobleza.

Enfrente del gobierno instituido, de un Rey niño y de la autoridad de las Cortes, se alza un poder de hecho, que se arroga la facultad de quitar y poner tutores, usurpa la jurisdicción civil y criminal, levanta fuerza armada, celebra Ayuntamientos anuales, juzga a los merinos y alcaldes ordinarios, los destituye y priva de sus oficios o los mata, y en fin, que no reconoce otra ley que su potestad arbitraria. Si la hermandad se hubiese encerrado en los límites de la defensa, podría el caso parecer menos grave; pero invade el terreno de la justicia y no se detiene al tocar los términos de la venganza. Domina el elemento popular representado por los procuradores de los concejos, y aunque no se proclame, ejerce una soberanía absoluta el estado llano.

El segundo ordenamiento, o sea el cuaderno de peticiones otorgado por los tutores de Alfonso XI en las Cortes de Burgos de 1315, ofrece poca novedad. Fueron convocadas para atajar la discordia por el partimiento de la tutoría, como si nada hubiese pasado en las de Palazuelos de 1313, y por segunda vez acordaron que todos tres, a saber, la Reina y los Infantes D. Pedro y D. Juan, fuesen tutores; que los dos primeros hiciesen justicia en las villas y lugares que los habían reconocido por tales, y el último asimismo en los que llevaron su voz; que si alguno finase, quedasen los dos por tutores; si muriesen dos, fuese único tutor el sobreviviente, y si los tres falleciesen antes de entrar el Rey en la mayor edad, «todos los de la tierra ayuntadamiente puedan tomar otro tutor con concordia.»

Resuelta la cuestión principal empieza la enojosa relación de los males ya sabidos, a los que aplican los tutores los sabidos remedios: fórmulas vanas, peticiones inútiles y ociosas respuestas, mientras los Reyes no renunciasen a la facultad de conceder privilegios o cartas de gracia incompatibles con la observancia de los ordenamientos generales.

Que los infantes y ricos hombres no puedan hacer justicia, salvo los merinos mayores; que los adelantados y merinos no prendan, ni maten, ni maltraten a los hombres de las villas, sino que sean juzgados por los alcaldes del lugar según fuero; que no hagan grandes moradas en las villas y lugares pequeños que no pueden sufrir la costa, y limiten su estancia a diez días, excepto si mediare el consentimiento del concejo; que infante, rico hombre, caballero o persona alguna tome prenda a concejo o particular por querella que hubiere, sino que los demande conforme a derecho; que los prelados y vicarios no embarguen la jurisdicción del Rey; que ningún lego se atreva a emplazar a otro lego ante los jueces de la Iglesia en pleito sobre cosas temporales, y que no manden los tutores hacer pesquisas cerradas sobre hombres ni mujeres.

Confirmaron los tutores los ordenamientos de Valladolid de 1312 y Palencia de 1313 acerca de los alcaldes de la Casa del Rey, y del nombramiento de los merinos, alcaldes y jueces de los lugares según fuero.

Otorgaron que la Cancillería fuese una, que hubiese cancilleres de Castilla y León, y que no librarían carta de creencia, ni blanca, ni albalá, remitiéndose a lo ordenado en las Cortes de Palazuelos.

Acordaron que los tutores diesen las notarías a quienes tuvieren por bien siendo legos, y lo mismo las escribanías, salvo en los lugares cuyos concejos debían proveerlas por fuero o privilegio.

Prometieron no enajenar ciudades, villas, castillos ni aldeas, sino conservar el señorío del Rey y todos sus derechos; restituir a los concejos los heredamientos que les habían sido tomados, no despojarlos de los adquiridos por compra a hidalgos o dueñas sin ser oídos en derecho; no excusar de la jurisdicción del lugar de donde fueren naturales a los que servían a infanzones y caballeros poderosos moradores de las villas, y no consentir que infante, rico hombre o rica hembra u otra persona alguna tuviesen bienes raíces en ellas o en sus términos sino por razón de casamiento, ni labrasen casas fuertes, todo conforme al ordenamiento dado por la Reina Doña María en las Cortes de Palencia de 1313.

Ofrecieron confiar la guarda de los alcázares y castillos a caballeros y hombres buenos de las ciudades y villas a que pertenecieren, y no dar sus tenencias a extraños por temor de robos y fuerzas, y mandaron derribar, y autorizaron a los concejos para que derribasen, si los merinos del Rey o las justicias de los lugares no lo hiciesen, las casas fuertes, según lo establecido en anteriores ordenamientos.

Prohibieron las asonadas, renovando lo mandado por Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258 y Jerez de 1268.

Determinaron que las heredades realengas que por compra o donación se habían convertido en abadengas o pasado a las órdenes, volviesen a ser como eran antes de la enajenación.

En cuanto a las cosas vedadas de sacar del reino no hicieron novedad, y se limitaron a encargar la observancia de los ordenamientos de Alfonso X en las Cortes de Jerez de 1268 y Sancho IV en las de Haro de 1288.

Tampoco innovaron cosa alguna respecto a los privilegios de la ganadería trashumante, a las servidumbres pecuarias y a las perpetuas querellas entre los labradores y los pastores, remitiéndose a lo mandado por Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258.

En materia de tributos acordaron los tutores partir las rentas ciertas y los pechos foreros, obligándose a no echar servicio ni pecho desaforado en la tierra; a tomar por cogedores hombres buenos moradores de las villas, abonados y cuantiosos, con exclusión de los caballeros, clérigos y Judíos «y otros omes revoltosos»; no poner arrendadores; no prendar a los concejos por mengua de dineros, bajo la promesa de escarmentar al que lo hiciere «como a aquel que roba»; no consentir que infante, rico hombre, ni persona alguna exigiese conducho en las villas del Rey ni en sus términos; no tomar vianda para el Rey sin pagarla, ni yantar sino con sujeción a fuero; no excusar de pechos a los monederos sino siendo naturales de padre o abuelo y sabiendo labrar moneda, ni a los ballesteros, reduciendo la merced a los tantos «que finquen en cada villa, porque el Rey se sirva dellos quando fuere mester», ni a los paniaguados de infante, rico hombre, rica hembra, prelado, infanzón, infanzona, caballero, escudero, dueña, doncella, clérigo o religioso sino en virtud del fuero del lugar o de privilegio.

Una buena parte de este ordenamiento trata de los Moros y Judíos, y principalmente de las usuras y las deudas que pesaban sobre los cristianos. Los tutores confirmaron los anteriores ordenamientos, y aun llevaron su respeto al extremo de insertar en el cuaderno los de Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258 y Jerez de 1268, y Sancho IV en las de Valladolid de 1293. Sin embargo, algo nuevo añadieron nada conforme con la justicia, y fue remitir a los cristianos la tercera parte de sus deudas a los Judíos; ejemplo varias veces repetido en las Cortes posteriores y causa de mayor acrecentamiento de las usuras. Lo cierto es que no debe la autoridad pública intervenir en los contratos particulares, y si interviene agrava los males en vez de precaverlos o remediarlos.

Cerraremos el análisis del cuaderno llamando la atención del lector hacia dos capítulos que también versan sobre deudas, el uno prohibiendo a los legos otorgar cartas de deuda y celebrar contrato alguno entre sí ante los vicarios o los notarios de la Iglesia, los cuales no hacen fe (dijeron los tutores) sino «en la eglesia entre los clérigos», y el otro, más singular todavía, mandando que «ningunos de los debdores que se non defiendan de pagar por bulda nin por decretal del Papa, nin por otra razón ninguna, si non que paguen segunt este ordenamiento.» Sin duda hubo en aquel tiempo deudores que se acogieron a la bula de Clemente V condenando las usuras para no pagar sus deudas alegando que debían su origen a préstamos usurarios; y en cuanto a la obligación de satisfacerlas sin excusa, nótese la contradicción del precepto con la reducción a los dos tercios de los créditos de los Judíos contra los cristianos. La justicia es una y siempre igual, y no debe hacer diferencia entre las personas so pretexto de religión o raza.

El tercer ordenamiento hecho en las Cortes de Burgos de 1315, es el de prelados, el cual contiene ciertos capítulos relativos a las personas eclesiásticas que los tutores mandaron guardar a petición de un arzobispo, nueve obispos, el prior de la orden de San Juan, los abades de San Salvador de Oña y San Millán de la Cogulla, y los procuradores de los maestres de la Caballería y prelados de otras iglesias y monasterios que no fueron presentes.

Suplicaron en primer lugar la confirmación de los privilegios, cartas y libertades según lo habían jurado los tutores en Palazuelos y Valladolid el año 1313. Quejáronse de los ricos hombres, caballeros y demás personas que usurpaban los bienes de las iglesias y monasterios, y molestaban con exacciones a los clérigos y a los vasallos de los obispos y abades, los despojaban de sus señoríos, les embargaban sus rentas y derechos y los prendaban, no siendo más respetuosos y comedidos los adelantados y merinos mayores de Castilla.

Representaron contra el abuso que solían cometer los ricos hombres, caballeros, escuderos, personas poderosas y concejos, cuando de su propia autoridad tomaban lo suyo a los obispos, abades, priores, clérigos, órdenes o sus vasallos, si tenían pleito con ellos, en vez de entablar la demanda correspondiente, y esperar que el demandado fuese vencido en juicio.

Reclamaron la observancia del privilegio que gozaban algunos lugares de no entrar merino a merinar, y pidieron que ningun lego hiciese pesquisa sobre clérigos ni religiosos, y si algunas se habían hecho, «que non valan, e sean rotas e sacadas de los registros.»

Instaron para que los infantes, ricos hombres, infanzones, caballeros y personas poderosas no levantasen fortalezas en los lugares, ni en las heredades, ni en los términos de los prelados, iglesias, órdenes, concejos y villas, y fuesen derribadas las posteriores a la muerte del Rey don Sancho, y rogaron a los tutores que no consintiesen a los hidalgos y caballeros de las villas comprar casas ni heredamientos en las aldeas pertenecientes a las iglesias catedrales, a los prelados o a los monasterios, y mandasen devolver a sus primeros dueños lo comprado, pues (decían) «por esta razón se les yerman los vasallos.»

Temeroso el clero de las hermandades, se acogió a la protección de los tutores a quienes hicieron formal petición para que prohibiesen a los ricos hombres, caballeros, concejos u otras personas cualesquiera concertarse para atentar contra las iglesias o los monasterios y sus libertades. Asimismo les suplicaron tuviesen por bien mandar «que non posasen los caballeros en los hospitales que fueron fechos para los pobres e para los enfermos, ea quando y venían posar, echan los pobres fuera e mueren en las calles, porque non han do entrar.» Esta es la primera ley de beneficencia que se halla en nuestros cuadernos de Cortes.

Los tres ordenamientos dados en las de Burgos de 1315 reflejan al vivo el estado miserable de Castilla al comenzar el siglo XIV. Era el Rey niño, y sus tutores carecían de autoridad para reprimir las facciones. Cualquiera convocaba Cortes, y ninguno tenía la fuerza necesaria para constituir un gobierno ordenado y regular. La nobleza vejaba y oprimía los concejos, y éstos se defendían oponiéndoles las hermandades. El clero estaba a la mereed de los poderosos que le tomaban sus bienes sin el menor escrúpulo de conciencia. Como nadie temía la justicia, menudeaban los robos, las heridas y muertes, las exacciones arbitrarias, y todos los actos propios de una guerra civil en tiempos de barbarie.

Cortes de Carrión de 1317.

Después de las Cortes de Burgos de 1315 vienen las de Carrión de 1317. Dice la Crónica que se reunieron en esta villa por el mes de Setiembre los prelados, ricos hombres y personeros de los concejos, y luego que fueron todos ayuntados, comenzaron a tomar la cuenta de las rentas del Rey a los tutores, «et estudieron en la tomar bien quatro meses», y prosigue que acordaron dar cinco servicios442.

El breve período que separa las unas de las otras Cortes, y el mes de Setiembre en que empezaron las de Carrión, recuerdan el compromiso contraído por la Reina Doña María y el Infante D. Pedro en las de Palencia de 1313, cuando ofrecieron convocarlas cada dos años entre San Miguel y Todos-Santos, según queda referido.

El ordenamiento de las Cortes de Carrión no conviene en todo con las noticias de la Crónica; por lo menos no consta la presencia de los prelados, sino tan sólo de los ricos hombres, caballeros, escuderos, hijosdalgo y hombres buenos procuradores de las ciudades y villas de los reinos. Nótese de paso la importancia política de la nobleza de segundo orden, avecindada en las ciudades y las villas que formaba causa común con el pueblo; caballeros modestos y los mejores vecinos de cada lugar, cuya voz se unía con la de los ciudadanos de condición más humilde para defender las libertades de los concejos.

El cuaderno de peticiones presentado a los tutores de Alfonso XI en estas Cortes, es el mismo formado por la hermandad en los Ayuntamientos de Cuéllar y Carrión, y en efecto, lleva bien impreso el sello de su origen popular. Además deben notarse dos circunstancias, a saber, que prevalece la denominación de procuradores en lugar de personeros, y que empieza el uso de la fórmula a esto respondemos con la cual contestaron los Reyes a las peticiones, si no en todas, en casi todas las Cortes celebradas en adelante.

Merece ser citada por lo poco respetuosa y lo atrevida la primera petición de la hermandad, para que «el caballero que diemos por ayo a Nuestro Señor el Rey, ande con él de cada día, et si non podier o non quisiere..., que nos pongamos y otro caballero que sea para ello..., et que lo guarde, et lo castigue, et lo acostumbre muy bien.»

Los tutores respondieron con demasiada humildad que el ayo del Rey era un caballero bueno para ello; más si no quisiese o no pudiese cumplir como debía, que nombrarían otro con acuerdo de los ricos hombres, caballeros y procuradores de los concejos. La Reina Doña María respondió por sí con algún enojo que en Palazuelos le habían confiado la crianza del Rey y concedido la libertad de escoger las personas convenientes para guardarlo y defenderle, en cuya seguridad había dado rehenes, y no siendo así (dijo), «que me fagan quitar los arrahenes, e que pongan quales quisieren.»

Eran los rehenes los fiadores de los tutores. Si alguno de éstos incurría en falta, los rehenes de los otros dos se juntaban y juzgaban a los del tutor acusado de eludir las obligaciones contraídas al aceptar la tutoría. La hermandad que no entendía de templar la justicia con la misericordia, decretó la muerte con perdimiento de todos los bienes muebles y raíces, y prohibición absoluta de entregar cosa alguna a los herederos, contra los rehenes que no se reuniesen para juzgar a los del tutor culpado, añadiendo que si todos tres lo fuesen, los alcaldes juzgasen los rehenes, y si no quisiesen, los matase la hermandad, y les tomase «todas las heredades et quanto en el mundo les fallaren para el Rey, como si fuese en cosa juzgada.» Tan duros eran los tiempos, que los tutores lo otorgaron, y dieron fuerza y vigor a estas leyes de cólera y venganza.

Asimismo acordaron que si tomasen las tierras a los ricos hombres, infanzones y caballeros, o les quitasen los dineros señalados a cada uno en el Ayuntamiento de Carrión, o no castigasen a los que hiciesen daño en las tierras del Rey o de los hermanos, o si los Infantes D. Pedro y D. Juan no partiesen las que les cupieren con los naturales del Reino sino con extraños, o no matasen a los alcaides, alcaldes y oficiales de las villas que dieren muerte o lisiaren sin fuero y sin derecho a persona alguna, debían perder y perdiesen la tutoría.

Confirmaron el cuaderno de la hermandad y prometieron no ir en todo ni en parte contra lo pactado y jurado en Valladolid con las emiendas hechas en Torquemada y Villa Velasco, y más tarde en Burgos, Cuéllar y Carrión, prestando nuevo juramento de guardar y cumplir lo entonces ofrecido y lo añadido en aquellas Cortes.

Ordenaron que si algo importante ocurriese en Castilla, que lo hiciesen saber a la ciudad de Burgos; y juzgando su concejo necesario tener Ayuntamiento de hermandad, llamase a todos los de la tierra. Si el su suceso alterase los reinos de León o Toledo, debería ser el Ayuntamiento en sus capitales, y si en las Extremaduras, en la cabeza del obispado. Impusieron pena pecuniaria al rico hombre, caballero o escudero que convocado al Ayuntamiento no acudiese, «salvo ende si mostrasen escusa derecha... tal que sea de recibir», y renovaron las leyes para que los alcaldes de la hermandad, los personeros y las gentes de su compañía fuesen salvos y seguros de ida, estada y venida, incurriendo en la pena de muerte los que atentasen contra sus vidas y haciendas, así como los alcaldes de las comarcas que les negasen protección y auxilios.

Aprobaron los tutores que la hermandad tuviese dos alcaldes en las ciudades y villas, uno de los hijosdalgo y otro de los hombres buenos, que También los pusiese en los lugares y fuese obligatorio servir estos oficios. La jurisdicción de los primeros anulaba la de los merinos mayores y menores y demás ministros de la justicia, porque los compelían a emendar los agravios al extremo de venderles sus bienes muebles y raíces para satisfacer a los querellosos.

Verdaderamente, estaba el gobierno en manos de la hermandad más que en las de los tutores. La hermandad celebraba juntas, formaba sus cuadernos, concurría a las Cortes, imponía condiciones a los tutores, nombraba alcaldes, administraba justicia y disponía de fuerza armada, con cuya vigorosa organización lograba ser respetada y temida. La historia de la minoridad de Alfonso XI no desciende a estos sucesos, y sin embargo contribuyen a explicar el carácter de este gran Rey, y disculpan ciertos actos de severidad que le valieron el renombre de el Vengador según unos, y según otros el Justiciero.

Los demás capítulos del ordenamiento hecho en las Cortes de Carrión de 1317, versan sobre distintas materias de gobierno, y ofrecen menos novedad. Acordaron que los alcaldes y escribanos de la Casa del Rey y los que anduvieren con los tutores, fuesen hombres de buena conciencia, naturales de cada reino y amadores de la justicia; que no diesen cartas contra fueros, privilegios, libertades, usos y costumbres de los pueblos, ni contra los cuadernos de la hermandad; que los hijosdalgo de Castilla fuesen juzgados por alcaldes hijosdalgo, y que se pusiese orden en las alzadas o apelaciones al Rey y a los tutores.

Establecieron que los oficios de la Cancillería fuesen dados a personas hábiles y competentes, resistiendo los tutores a la hermandad obstinada en excluir a los clérigos y en poner legos de su cofradía para poder tomar los cuerpos y todo lo que hubieren, si hiciesen algún yerro, y que los sellos estuviesen bajo cuatro llaves, las tres en las manos de los tres tutores, y la cuarta en poder del mayordomo.

Ordenaron que si algún oficial de las villas cumpliese carta desaforada mandando matar o lisiar a persona alguna, que muriese por ello, y si en virtud de tal carta le tomase algo de lo suyo, lo restituyese doblado. La pena de muerte alcanzaba al escribano de cámara que librase carta de justicia sin mandado de los tutores, y a los alcaides, alcaldes y oficiales de las villas que mataren o lisiaren sin fuero y sin derecho.

Obtuvieron los procuradores de los concejos la revocación de todas las cartas dadas después de las Cortes de Burgos de 1315 contra los fueros, privilegios, usos y costumbres de las ciudades y villas de la hermandad, previo examen de su contenido por los tutores, con acuerdo de los hombres buenos de la misma.

Suplicaron los procuradores en razón de la justicia que emendasen los robos y las fuerzas hechas durante las contiendas sobre la tutoría, así como los tuertos y desafueros que habían recibido los de la hermandad de los merinos y otros oficiales de las villas y comarcas en muertes, casas derribadas y despojo de bienes contra derecho, y que en lo sucesivo fuesen castigados los alcaldes del Rey que cometiesen semejantes excesos sin ser oídos en juicio los agraviados, y confirmaron los tutores los ordenamientos que prohibían poner alcaldes y jueces de fuera, salvo si lo pidiesen todos o la mayor parte de los del concejo.

Reformaron el servicio de la fonsadera, y ofrecieron los tutores atender la petición relativa a la tenencia de las fortalezas; y en efecto, requerían maduro consejo esta y otras de los procuradores de las ciudades y villas, en las cuales se deja entrever que muchas veces posponían el bien público a los particulares intereses de los caballeros y hombres buenos de la hermandad.

En materia de tributos, nada pidieron que en diferentes Cortes no se hubiese ya pedido y otorgado. Lo único en que los procuradores insistieron y dio origen a quince capítulos por lo menos, fue la absolución de las demandas, «en fecho de las cuentas.»

En el mar revuelto de las discordias civiles, todos fueron solícitos pescadores. Unos tomaron y otros recaudaron rentas, derechos y pechos foreros, sin exceptuar los concejos ni los austeros defensores de la causa popular. Los procuradores de la hermandad no formaron escrúpulo de pedir a los tutores que cesasen las pesquisas y valiesen las cartas de perdón y quitamiento concedidas a los deudores, aunque las hubiesen perdido, y alcanzase esta merced a sus herederos, excluyendo a los que cogieron y recaudaron de la tierra alguna cosa más de los dos servicios y las tres ayudas otorgadas en las Cortes de Burgos de 1315. La lección es provechosa para los laudatores temporis acti.

Reclamaron los procuradores que fuesen mejor guardados los ordenamientos sobre la saca de las cosas vedadas, y obtuvieron la confirmación de los relativos a las deudas que los cristianos habían contraído con los Judíos, y principalmente el dado en dichas Cortes de Burgos de 1315, rebajando la tercera parte.

De nuevo se encendió la discordia entre los tutores, «bulliciendo (el Infante D. Juan) quanto podía con los de la tierra contra el Infante don Pedro.» Medió la Reina Doña María, «et asosegó este pleyto», a lo menos en la apariencia, y luego «acordaron de facer Cortes. Et porque los de la Extremadura (prosigue la Crónica) estaban desacordados et desavenidos de los de Castiella por algunas escatimas que recibieron dellos en el Ayuntamiento de Carrión, posieron con los de la tierra de León de se non ayuntar con ellos; et por esta razón llamaron a los de Castiella que veniesen a Cortes a Valladolit, et a los de Extremadura et de tierra de León que veniesen a Cortes a Medina del Campo, et diéronle y cinco servicios, et una moneda forera»443.

Cortes de Valladolid de 1318.

De estas Cortes de Valladolid de 1318 hace mención Colmenares, pero sin dar la menor noticia de lo que en ellas se trató. También se citan en un documento publicado por Escalona con igual oscuridad444. Lo verosímil es que en Valladolid, lo mismo que en Medina del Campo, se hubiesen concedido a los tutores servicios para emprender la guerra con los Moros. No parece probable, como algunos suponen, que estas Cortes hayan sido convocadas para atajar las diferencias entre los Infantes D. Pedro y D. Juan con motivo de la gracia que el Papa hizo al primero de las tercias, décimas y cruzada para aquella guerra, de lo cual pesó mucho al segundo, pues los avino la prudente Doña María, y aun concertó «que fuesen amos a dos a la guerra de los Moros», cuyos sucesos son anteriores a la convocatoria. La falta del ordenamiento de Valladolid deja la puerta franca a todo linaje de conjeturas.

Cortes de Medina del Campo de 1318. Compensa en parte esta pérdida el de Medina del Campo del mismo año 1318, a cuyas Cortes fueron presentes varios prelados, ricos hombres y caballeros, el maestre de Santiago y los procuradores de las ciudades y villas de León, Toledo y las Extremaduras.

La primera de las peticiones que contiene el cuaderno dice «que quando fuesen llamados..., a Cortes, que fuesen allí do el Rey estoviese.» Nada más natural y puesto en razón; mas para ello era preciso evitar las discordias entre castellanos y Leoneses, que obligaron a los tutores a convocarlas y reunirlas en Valladolid y Medina del Campo, no obstante los ordenamientos hechos en las de Burgos de 1301 y Medina del Campo de 1302, por los cuales se obligó Fernando IV a que «cuando hubiere de hacer Cortes, las haría con todos los comunes de la su tierra en uno.»

Pidieron los procuradores que se pusiese mayor cuidado en la administración de la justicia, y sobre todo, freno a la licencia de los hidalgos que sin causa amenazaban a los moradores de las villas y los lugares, y se quejaron de los excesos de la jurisdicción eclesiástica, pues cada día citaban los jueces de la Iglesia a los legos, y los obligaban a presentarse a juicio ante ellos, y pronunciaban sentencias en pleitos sobre cosas temporales con mengua del señorío real, a cuya petición respondieron los tutores que darían sus cartas para las justicias a fin de remediarlo.

Reclamaron contra las compras y donaciones de heredamientos que pasaban del realengo al abadengo, con lo cual perdía el Rey sus pechos y se empobrecía el reino. Los tutores otorgaron que no lo consentirían en adelante, «salvo en aquellos lugares de las iglesias en donde los prelados lo han por privilegio que les vala.»

No se mostraron tan recelosos de los caballeros y hombres buenos que tenían casas fuertes, pues se contentaron con exigirles fiadores en seguridad de que a nadie ofenderían, y si algún daño hiciesen lo emendarían, llevando la templanza al extremo de no pretender que dichas casas fuesen derribadas «a menos de ser oídos aquellos cuyas sean según fuero.»

Solían los pecheros del Rey avecindarse en lugares de otros señoríos, y negarse a contribuir con los pechos foreros en razón de las heredades que conservaban; y si los concejos se las vendían, les tomaban en desquite cuanto podían haber a las manos. Los tutores mandaron, como era justo, que pechasen en los lugares por lo que allí tuviesen, sin admitir la excusa de la nueva vecindad.

En cuanto a los servicios, acordaron que pechasen los pueblos como quisiesen, por cabezas, padrón o pesquisa, es decir, por habitante, hogar o repartimiento, si no interpretamos mal el texto. Asimismo declararon que todos pechasen la parte que les cupiese de los últimos concedidos para ir a la frontera, sin perjuicio de guardar en adelante sus privilegios a los excusados.

También suplicaron los procuradores que no anduviesen por la tierra a vender sal de otro lugar sino de las salinas de Atienza, y que los tutores no diesen cartas en contrario.

Desde tiempos lejanos el monopolio de la sal constituyó una renta de la corona. Alfonso X prohibió a los particulares hacer alfolíes de la sal, y fijó el precio a que debía venderse, según consta de los ordenamientos dados en las Cortes de Valladolid de 1258, y confirmados en las de Haro de 1288 y Palencia de 1313. Los procuradores de la hermandad, en las de Burgos de 1315, pidieron que «ninguno non faga bodega nin alfolí de la sal, nin la saque fuera del regno», so pena de perderlo todo, «e demás que muera por ello.»Los tutores se limitaron a mandar entonces como ahora, que se guardase lo establecido en los precedentes reinados.

En esta ocasión prometieron los tutores no librar cartas contra las exenciones y privilegios de los ganados, ni contra los ordenamientos hechos en las Cortes de Burgos de 1315 y Carrión de 1317 sobre las deudas de los cristianos a los Judíos.

Por último, confirmaron los tutores los fueros, privilegios, cartas, usos, costumbres, franquezas y mercedes así de las villas como de los pueblos y lugares en general, y especialmente el cuaderno de la hermandad.

Esta cláusula u otras semejantes se hallan repetidas en casi todos los ordenamientos, porque prevalecía la opinión que lo otorgado por el Rey no obligaba en rigor de derecho a sus sucesores. Los fueros, privilegios, etc., tenían semejanza con ciertas donaciones, las cuales, según costumbre antigua de España y ordenamientos de Cortes, no se consideraban perpetuas, sino valederas tan sólo durante la vida del Rey que las hacía445. Equivalían a un pacto entre el señor y sus vasallos que se renovaba y fortalecía en virtud de repetidas confirmaciones.

Las Cortes de Medina del Campo de 1318 fueron juiciosas y tranquilas. La hermandad se mostró más sumisa, y los tutores empuñan con más firmeza las riendas del gobierno, sin duda porque las querellas entre los castellanos y los leoneses les ofrecían la ocasión de ejercer mayor grado de autoridad.

La muerte casi simultánea de los Infantes D. Pedro y D. Juan en la vega de Granada, encendió de nuevo la mal extinguida llama de la discordia. Las vacantes de los dos tutores despertaron la insaciable ambición de los grandes que pretendían hacerse dueños del gobierno, siendo los principales el Infante D. Felipe, D. Juan Manuel y D. Juan el Tuerto, todos allegados al Rey, y en vasallos y riquezas poderosos.

En nada estimaban las razones de Doña María, única tutora después de la inesperada muerte de D. Pedro y D. Juan, según el ordenamiento hecho en las Cortes de Burgos de 1315. No se cuidaban de remitir a otras generales sus pretensiones a la tutoría, si era conveniente reformar el gobierno. Lejos de eso solicitaban el favor de los concejos que tomaban la voz ya del uno, ya del otro.

Seguían la parcialidad de D. Juan Manuel algunos concejos de Toledo y las Extremaduras, y dos ciudades tan principales como Córdoba y Segovia. Los reinos de León, de Sevilla y Jaén se declararon por don Felipe, y abrazaron la causa de D. Juan, hijo del Infante D. Juan, los concejos de Castilla, y más tarde la ciudad de Zamora. Para colmo de ingratitudes e injusticias, la hermandad de Castilla y León se mostró contraria a Doña María, a cuyos esfuerzos inauditos se debía no haber llegado las cosas a mayor rompimiento.

En medio de aquel tumulto no dejaron los mal llamados tutores de convocar los concejos de su bando para pedirles cuantiosos servicios; y de aquí los Ayuntamientos de Cuéllar, Burgos, Carrión, Segovia y Madrid de que hace ligera mención la Crónica.

La Reina Doña María, siempre advertida y discreta, propuso llamar a todos los concejos de la tierra, y celebrar Cortes en Palencia, a cuyo fin, envió «cartas del Rey para todos los omes bonos, et para todos los maestres de las caballerías de las órdenes, et para todos los de las ciubdades, et villas de los regnos... que veniesen... ocho días andados del mes de Abril de 1321. No llegaron a reunirse, acaso porque sobrevino a Doña María la enfermedad de que falleció en 1.º de Junio del mismo año446. Fue Reina de tres Reyes (escribe Colmenares): reinó con su marido D. Sancho, peleó por su hijo D. Fernando, y padeció por su nieto D. Alonso; ilustrísimo ejemplo de matronas en todos estados, fortunas y siglos447.

Roto el único freno de tantas y tan desapoderadas ambiciones, se agravaron a lo sumo los males de Castilla. La Crónica pinta muy al vivo el desorden de aquellos tiempos. Todos los ricos hombres y caballeros (dice) vivían de robos y tomas que hacían en la tierra, y los tutores se lo toleraban, porque no abandonasen su partido. Si algunos se apartaban de la amistad de un tutor, el ofendido destruía los lugares y se vengaba en los vasallos del tornadizo a voz de justicia. Las villas y los lugares estaban divididos en bandos enemigos, reconociendo unos a un tutor, otros a su rival, y tal vez a ninguno. Era frecuente usurpar las rentas del Rey y exigir pechos desaforados, lo cual irritaba a los labradores al extremo de levantarse a voz de común, matar a los tiranos y tomarles o destruirles todos sus bienes. En ninguna parte se administraba justicia con derecho, y llegó la tierra a tal estado, «que non osaban andar los omes por los caminos sinon armados, et muchos en una compaña, porque se podiesen defender de los robadores. Et en los logares que non eran cercados, non moraba nenguno; et en los logares que eran cercados manteníanse los más dellos de los robos et furtos que facían... et tanto era el mal que se facía en la tierra, que aunque fallasen los omes muertos por los caminos, non lo avían por extraño... Et demás desto los tutores echaban muchos pechos desaforados et servicios en la tierra... et por estas razones veno gran hermamiento en las villas del regno, et en muchos otros logares de los ricos omes et de los caballeros»448.

Cortes de Valladolid de 1322.

La narración anterior ilustra los ordenamientos hechos en las Cortes celebradas durante la borrascosa minoridad de Alfonso XI, y muy particularmente el cuaderno de las habidas en Valladolid el año 1322 para reprimir «los muchos dannos de fuerzas e de muertes de ommes e de mujeres, e de tormentos, e de prisiones, e de quemas, e de espechamientos, e de robos, e de deshonras e otras muchas cosas contra justicia e contra fuero que se fezieron e se fazen por la tierra desque los tutores que eran de nuestro sennor el Rey finaron acá.»

Ardía la guerra civil con furia implacable en toda la extensión de los reinos de Castilla, León, Extremadura y Andalucía. Ni D. Juan, hijo del Infante D. Juan, ni D. Juan, hijo del Infante D. Manuel, dejaban de esforzar sus pretensiones a la tutoría con las armas en la mano. El Infante D. Felipe, más diligente o más poderoso, convocó y reunió en Valladolid buen número de concejos, que no habían tomado tutor o lo habían tomado «sin ser ayuntada la corte de todos los lugares del señorío del Rey», y logró ser recibido por tal bajo el juramento de guardar al Rey su señorío «en todo e por todo», conservar y defender sus derechos, ciudades, villas, castillos y aldeas, hacer justicia en la tierra, confirmar los fueros, franquezas, libertades, buenos usos y costumbres, cartas y privilegios de las villas y lugares allí presentes, y no avenirse con otro tutor en razón de la tutoría, ni darle parte en los pechos ni en los derechos del Rey, ni en cosa alguna tocante al gobierno.

El cuaderno de peticiones librado en estas Cortes de Valladolid de 1322, contiene pocas novedades, porque los concejos sedientos de paz, no pensaban en reformar las leyes, sino en reprimir la licencia del clero, la nobleza y el pueblo, volviendo el río a su antiguo cauce. Así es que los procuradores renovaron las demandas relativas al ayo del Rey y a la custodia de su persona, otorgadas en las Cortes de Burgos de 1315 y Carrión de 1317.

Pidieron además que el tutor pusiese mejor recaudo en los sellos y en los oficios de la Cancillería, los cuales no habían de darse en adelante a prelados, clérigos ni Judíos, sino a legos de las villas del Rey, para que se pudiese hacer justicia de ellos hasta matarlos, si sellasen cartas sin verlas.

Suplicaron que los alcaldes de la corte fuesen veinte y cuatro, seis de las ciudades y villas de Castilla, seis por las del Reino de León, seis por las de Extremadura, y otros tantos por las de Andalucía; que ocho, esto es, dos de cada parte, anduviesen con el Rey cuatro meses de continuo, que los tomase el tutor de las ciudades y villas de los reinos y los nombrase con acuerdo de los caballeros y hombres buenos que formaban la escolta y el consejo del monarca; que los castellanos oyesen y librasen los pleitos de Castilla, y así los demás, y por último, que no diesen cartas contra los fueros, privilegios, libertades, buenos usos y costumbres de los pueblos, so pena de perder el oficio, ni mandasen lisiar o matar sin derecho a persona alguna, ni la privasen de sus bienes, bajo la de muerte en el primer caso, y la de restitución del valor doblado en el segundo, si las cartas fuesen cumplidas. Con igual rigor debían ser castigados los escribanos de la Casa del Rey que diesen cartas de justicia sin mandamiento del tutor, si por ellas hubiese sido muerta o lesa alguna persona. Las cartas desaforadas o contra fuero y contra derecho, así como las blancas y de creencia del Rey o del tutor, constituían un abuso que diversas Cortes condenaron y se propusieron extirpar, y siempre sin efecto. En las presentes otorgó el Infante don Felipe que dichas cartas no fuesen obedecidas ni cumplidas por los concejos.

Suplicaron los procuradores que el tutor no encomendase la justicia a infante ni rico hombre, sino a los merinos mayores en Castilla, León y Galicia, y en el reino de Murcia a los adelantados de la frontera; que no mandase hacer pesquisas cerradas; que los pleitos y las querellas entre particulares se ventilasen según fuero; que no se ejecutase sentencia alguna sin ser el demandado oído en juicio; que mandase asegurar a los concejos de las ciudades, villas y lugares del Rey desafiados o amenazados por ricos hombres, infanzones, caballeros, escuderos u otras personas; que restituyesen lo robado o reparasen lo destruido los hombres poderosos, autores de las fuerzas y darlos cometidos en las villas y lugares del Rey durante las contiendas sobre la tutoría, y que los malhechores fuesen perseguidos y castigados por las justicias de los pueblos en donde cometieren los delitos, sin admitirles la excusa de pertenecer a otras jurisdicciones, ni acogerlos en casas fuertes, ni perdonarlos.

Atrevíanse los jueces eclesiásticos a conocer de los pleitos entre legos sobre cosas temporales, abuso contra el cual reclamaron los procuradores en otras Cortes, y señaladamente en las de Medina del Campo de 1318. En estas de Valladolid de 1322 se hizo nuevo ordenamiento prohibiendo a los prelados y sus vicarios y a los comendadores usurpar la jurisdicción del Rey, y mandando a los alcaldes y jueces seglares que no consintiesen a los de las iglesias ir contra ello so pena de multa y prisión en caso de insolvencia. También se prohibió a los legos celebrar contratos ante los vicarios y notarios de las iglesias, «por razón que estos vicarios e notarios non deben fazer fe si non en la eglesia entre los clérigos.»

Los merinos, según el cuaderno otorgado por el Infante D. Felipe, debían ser hombres buenos, naturales de la comarca, dar fiadores abonados, tener buenos alcaldes que anduviesen con ellos, y administrar justicia con arreglo a fuero. No podían prender, matar ni despechar, ni tomar a nadie lo suyo sino en virtud de juicio y sentencia de los alcaldes de cada lugar o de los que anduviesen en su compañía, ni entrar en las villas que gozaban del privilegio de no acogerlo. En estos lugares estaba la justicia en manos de los alcaldes propios, y ofreció el tutor no ponerlos de fuera, salvo si todos los del concejo o su mayor parte lo pidiesen, nombrándolos de villa, fuero y señorío del Rey, es decir, castellano para Castilla, leonés para León, etc.

En cuanto a las asonadas fue confirmado el ordenamiento de Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258 y Jerez de 1268, y además se mandó que si los bulliciosos tomasen o robasen algo a los personeros de los concejos, emendasen el agravio a vista de dos hombres buenos del lugar, y «que se lo cuenten luego (al agraviado) sin condición ninguna.»

También confirmó el tutor los ordenamientos sobre la tenencia de los alcázares y castillos en las villas del Rey, y sobre el derribo de las casas fuertes que daban abrigo a los malhechores, sin exceptuar los pertenecientes a los prelados y a las órdenes militares, situados en territorio de los concejos de los lugares reales.

Algunas donaciones que parecieron contrarias a razón y derecho fueron revocadas, y otras quedaron pendientes del acuerdo que tomase el tutor, oídas las partes, procurando el servicio del Rey y el sosiego de la tierra. El ánimo de las Cortes se inclinó visiblemente a mantener y conservar en el señorío del Rey las tierras, villas, lugares, castillos y casas de propiedad de la corona. Por eso solicitaron los procuradores que los heredamientos reales adquiridos por las iglesias o las órdenes, en virtud de compras o donaciones, tornasen del abadengo al realengo, dando mayor fuerza y vigor al ordenamiento hecho en las Cortes de Haro de 1288.

Muchos son los capítulos de este cuaderno, relativos a los tributos, en los cuales se manifiesta a las claras el predominio del estado llano en aquella asamblea de procuradores de los concejos. Las Cortes de Valladolid de 1322, no se distinguen a la verdad por una iniciativa original y fecunda, sino más bien por el deseo de restablecer la observancia de las leyes escarnecidas u olvidadas en la confusión de las discordias intestinas. Apenas intentaron en materia de tributos y gabelas otra cosa que resucitar los antiguos ordenamientos.

A petición de los procuradores otorgó el Infante D. Felipe, en nombre del Rey, que no exigiría pechos ni servicios desaforados, observando lo establecido por Fernando IV en las Cortes de Valladolid de 1307, y confirmado en las de Palencia de 1313; que no serían cogedores clérigos, Moros ni Judíos, ni caballeros, alcaldes ni oficiales del Rey, sino hombres buenos de las villas, cuantiosos y abonados; que no fuesen prendados los concejos en razón de los tributos, ni aun el deudor, «salvo por lo quel cupiere pechar según estuviere empadronado», y guardando las formas del apremio, embargo y venta de sus bienes determinadas en anteriores ordenamientos, so pena de escarmentar al cogedor, «como aquel que roba la tierra del Rey»; que los encargados de la cobranza diesen cuenta fiel de lo recaudado con las excepciones admitidas en las Cortes de Palencia de 1313 y Carrión de 1317; que no habría arrendadores de pechos y derechos reales, procedimiento siempre odioso y aborrecido de los pueblos; que ni los ricos hombres, ni otra persona alguna exigiría conducho en las villas y lugares del Rey, ni en sus términos; que el Rey no tomaría vianda sin pagarla, ni yantares en dinero, ni consentiría que demandasen este servicio en su nombre; que se pondría coto al abuso de conceder tantos privilegios y cartas de merced por las cuales era grande el número de los excusados de pechos sin causa, en perjuicio de los más pobres a quienes no alcanzaba esta gracia, etc.

Confirmó el tutor en estas Cortes los dos ordenamientos hechos en las de Carrión de 1317 acerca de la fonsadera, el uno excusando de dicho servicio a las ciudades y villas que de fuero o en virtud de privilegio, uso o costumbre no estaban obligadas a prestarlo, y el otro declarando que si el Rey o el Infante fuesen a la hueste, hubiesen la fonsadera los caballeros de cada lugar, y la partiesen entre sí como en los tiempos de los Reyes D. Sancho y D. Fernando.

Asimismo confirmó a petición de los procuradores los ordenamientos hechos en las Cortes de Medina del Campo de 1318 relativos a la gabela de la sal, y por tanto renovó la prohibición de tener bodega o alfolí en donde se vendiese, y con más rigor la de sacarla del reino, pues impuso al contraventor la pena de muerte.

Fueron los concejos absueltos de toda responsabilidad en razón de los pechos y derechos del Rey que habían tomado e invertido en pro de las villas, y alcanzaron la valiosa merced de no dar cuenta de lo derramado: fueron reintegrados en la posesión de las villas, aldeas y heredamientos que les habían usurpado: se les reconoció el derecho de proveer las escribanías y otros oficios menores, y obtuvieron que los vecinos no fuesen desapoderados sin ser oídos y librados por derecho de las casas, tierras o lugares comprados a hidalgos o dueñas, o que comprasen en adelante.

Eran cada vez más vivas las querellas entre los labradores y los pastores, por lo cual el Infante D. Felipe hubo de confirmar los ordenamientos dados en las Cortes de Valladolid de 1258 y 1307, Palencia de 1313 y Burgos de 1318 acerca de las servidumbres pecuarias y franquezas de la ganadería sin menoscabo de la protección debida a la agricultura, y de la jurisdicción especial de los alcaldes entregadores para oír y librar en unión con los de las villas y lugares los pleitos de esta naturaleza.

También confirmó el tutor los ordenamientos de Valladolid de 1313, Burgos de 1315, Carrión de 1317 y otros anteriores relativos a la saca de las cosas vedadas, así como los que hicieron Alfonso X, Sancho IV y Fernando IV en razón de las usuras, de las deudas de los cristianos a los Moros y Judíos, y de la administración de la justicia civil y criminal entre ellos, con los demás pormenores tocantes al modo de ser y de vivir de ambos pueblos infieles que nuestros Reyes contaban en el número de sus vasallos.

Da noticia el cuaderno de estas Cortes de la feria de Valladolid, y de la protección que el tutor dispensó a las personas que acudían a aquel centro de contratación con su ganado, rayo de luz no despreciable para esclarecer la historia económica de España; y para formar juicio de las costumbres del siglo XIV, no deja de ser curiosa la ley contra la bigamia. «En algunas tierras (dice) hay ommes que casan dos vegadas, seyendo viva la mujer primera... e estos atales... deben perder quanto han, e debe ser de sus fijos, si los ha, o nietos; et si non oviere fijos nin nietos, debe ser del Rey, e non de arzobispo, nin de otro ninguno.»

Por último, confirmó el Infante los ordenamientos para que los mensajeros de los concejos fuesen a la corte y volviesen salvos y seguros, la particular jurisdicción de los alcaldes de la hermandad, y los fueros, franquezas, libertades, buenos usos y costumbres y privilegios que gozaban las villas por merced del Emperador Alfonso VII, Alfonso VIII, Fernando III y Alfonso X, y de los otros Reyes después de éstos de quienes conservan los pueblos grata memoria.

Consta que el cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1322 fue dado al concejo de la ciudad de León en 8 de Mayo; es decir, que en esta fecha las Cortes estaban acabadas, y conviene recordarlo para enlazar el ordenamiento que allí se hizo con otro otorgado por D. Juan, hijo del Infante D. Juan, a petición de los abades y abadesas del reino de Castilla que reconocían su autoridad como tutor, también en Valladolid a 17 días del mes de Junio.

Resulta del cotejo de ambos cuadernos, que a un mismo tiempo, sobre poco más o menos, se celebraron en Valladolid Cortes por la parcialidad de dos distintos tutores, continuando la discordia entre ellos, bien que hubiese tregua, para seguir el ejemplo de las de Palencia de 1313.

A las segundas Cortes de Valladolid de 1322 acudieron, si merece entera fe la palabra del tutor D. Juan, infantes, prelados, ricos hombres, caballeros y hombres buenos de las ciudades y villas, principalmente «para ordenar el fecho de la tutoría.»

La omisión de los nombres propios induce a sospechar que la reunión no fue muy numerosa, ni la gente muy calificada.

El ordenamiento dado a petición de los abades y abadesas es corto y de escasa importancia. Después de ofrecer el tutor que guardaría por su parte, y mandaría guardar las libertades y franquezas de los monasterios, confirmó la exención concedida por Fernando IV en el ordenamiento, de prelados hecho en las Cortes de Valladolid de 1295 «en razón de las mulas y de los vasos de plata que los adelantados e merinos mayores de Castilla les demandaban.»

Cortes de Valladolid de 1325.

Cumplió Alfonso XI en 13 de Agosto de 1325 catorce años. Al entrar en los quince, el decimocuarto de su reinado, tomó las riendas del gobierno, y uno de sus primeros actos fue convocar y reunir en Valladolid Cortes generales con asistencia de D. Felipe, D. Juan y D. Juan Manuel, de los prelados, ricos hombres y caballeros, y de los procuradores de los concejos. En estas Cortes resignaron los tutores la tutoría, y entregaron los sellos que usaban. Los brazos del Reino, de común acuerdo y buena voluntad, otorgaron al Rey cinco servicios y una moneda, y el Rey en cambio les confirmó sus fueros, privilegios, franquezas y libertades449.

Dos son los ordenamientos hechos en las Cortes de Valladolid de 1325; el uno respondiendo a las peticiones de los procuradores de las ciudades, villas y lugares de los reinos de Castilla, León y Toledo y de las Extremaduras, y el otro otorgado a los prelados, abades, priores, iglesias, monasterios y órdenes militares.

El primero consta de cuarenta y dos capítulos relativos a diversas materias de gobierno. Las peticiones de los procuradores y las respuestas del Rey son tan conformes a lo establecido en las Cortes anteriores acerca de los oficios de la Corte y Casa Real, la administración de la justicia, la conservación del orden público, las libertades de los concejos, la moderación en los tributos, etc., que no merecen repetirse por ser ya conocidos del lector. Una observación, sin embargo, se desprende del examen de este cuaderno. Los procuradores suplicaron al Rey hiciese a los cristianos la merced de «les quitar el tercio» de las deudas contraídas con los Judíos; petición ya otorgada en las Cortes de Valladolid de 1315 y Carrión de 1317. Alfonso XI no accedió al perdón del tercio, pero sí al de la cuarta parte, en lo cual se trasluce el influjo del Almojarif judío que la Crónica nombra D. Yuzaf de Écija, y de quien dice «que ovo grand logar en la Casa del Rey, et grand poder en el regno con la merced que el Rey le facía»450.

Mayor interés ofrece el ordenamiento de los prelados. Si no todos, sus principales capítulos versan sobre la protección debida a las personas y cosas eclesiásticas. La piedad de los Reyes había colmado de favores las iglesias, los monasterios y las órdenes, y Alfonso XI no se mostró menos piadoso y liberal que sus antepasados.

Otorgó que los merinos amparasen y defendiesen a los prelados y sus vasallos de los daños y robos que les hacían; mandó desembargar y entregarles los bienes ocupados por fuerza; prohibió que los ricos hombres, caballeros y personas poderosas, así como los concejos, tomasen a los prelados lo suyo, ni lo perteneciente a sus vasallos de propia autoridad, pues abierto tenían el camino de la justicia, si alguna demanda quisieren entablar conforme a derecho; vedó levantar fortalezas en los lugares, heredades y términos de las iglesias, monasterios y órdenes, e hizo derribar las levantadas desde los tiempos de Sancho IV; reprobó las ligas o confederaciones contra los institutos religiosos y sus libertades, y declaró nulas y sin valor cualesquiera cartas que el Rey, los infantes o los ricos hombres diesen y redundasen en menoscabo de su propiedad.

No se mostró Alfonso XI menos solícito por el bien de las iglesias, monasterios y órdenes vejadas y oprimidas por los ricos hombres, caballeros y merinos que no cesaban de pedirles yantares y otros servicios sin tasa y sin dolerse de la ruina de los pueblos. La codicia de los poderosos no tenía freno. Demandaban a los vasallos de las órdenes, iglesias y monasterios «servicio bueno e granado, et si non ge lo dan (dijeron los prelados), luego los mandan robar e tomar quanto les fallan; et si desto querellan a los merinos, non fallan derecho nin cobro ninguno.»

¡Flaquezas del corazón humano! Los mismos hombres que a cada instante ponían a riesgo su vida en defensa de la religión cristiana, no formaban escrúpulo de enriquecerse con los despojos de la Iglesia, por la cual derramaban toda su sangre.

Confirmó el Rey los privilegios de los lugares en donde por uso o costumbre no debían entrar los merinos y demás ministros de la justicia, y otorgó que «no se hiciesen pesquisas sobre clérigos ni sobre religiosos por legos»; pero no sin añadir una severa amonestación digna de un príncipe, si piadoso, también celoso de su autoridad. «Mando que se guarde por honra de la Eglesia (respondió a la petición pero sepan los prelados que los míos oficiales se me querellan que algunos clérigos facen muchas malfetrías, e dígoles que manden facer escarmiento e justicia en aquellos que lo ficieren, e si non que me tornaré a ellos por ello.»

Prudente y discreto Alfonso XI más de lo que podía esperarse de sus pocos años, respetó la jurisdicción eclesiástica sin mengua de la real ordinaria, y renovó los ordenamientos para que los hidalgos y los concejos que no eran del señorío de las iglesias y de las órdenes, no comprasen heredades pecheras y foreras en sus lugares, porque con esto perdía el Rey los servicios y monedas, y se quebrantaban los fueros y derechos de unas y otras y de sus vasallos. No accedió a la petición relativa a prender y castigar a los descomulgados de treinta días en adelante, y privarles de todos sus bienes, aplicando la mitad al Rey y la mitad al prelado que hubiese dictado la sentencia, y otorgó lisa y llanamente que los caballeros no posasen en los hospitales «que fueron fechos para los pobres e para los enfermos» confirmando lo ordenado en las Cortes de Burgos de 1315.

Finalmente, extendió a los vasallos de las iglesias, monasterios y órdenes la gracia y merced otorgada a los procuradores de los concejos en razón de las deudas de los Judíos.

En resolución, las Cortes de Valladolid de 1325, sin modificar las leyes a la sazón existentes, revelan el amor a la justicia y el deseo de afirmar la paz pública que más tarde habían de ilustrar el reinado de Alfonso XI. Apenas entrado en los quince años, no era tiempo de mostrar las dotes que la posteridad le reconoce como político, guerrero y legislador; pero ya se vislumbran la rectitud de ánimo y la fortaleza de corazón de un príncipe capaz de imprimir el sello de su voluntad al siglo XIV, y de abrir camino a sus sucesores para que levantasen una robusta monarquía sobre las ruinas del feudalismo. Siendo todavía muy joven, tuvo el arrojo de reprimir con mano dura, y a veces sangrienta, la indisciplina de la nobleza de Castilla, como en su edad provecta corrigió los hábitos de licencia que se habían introducido en los concejos a la sombra de las libertades populares.

Cortes de Madrid de 1329.

Cuenta la Crónica que salió el Rey de Soria y se vino a Madrid, porque había enviado llamar a todos los prelados, ricos hombres y procuradores de las ciudades y villas de su reino, con quienes celebró Cortes el año 1329. Fueron generales y solemnes, pues concurrieron, además de la flor del clero y la nobleza, los procuradores de Castilla, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, el Algarve y los condados de Vizcaya y Molina.

Luego que todos se hallaron reunidos, les dijo entre otras cosas que había resuelto trabajar en servicio de Dios, haciendo guerra a los Moros, para lo cual, y para armar la flota, necesitaba grandes quantías de maravedís; y por esto les rogaba que le diesen los servicios y moneda en todos sus reinos, demanda que le fue de buena voluntad otorgada451.

Extenso es el cuaderno de las Cortes de Madrid de 1329, cuyas peticiones y respuestas versan principalmente sobre la administración de la justicia. Lo primero que hizo Alfonso XI, fue ordenar la Casa Real, y reformar los oficios de la corte con el firme propósito de asentar la base de un buen gobierno. Dio ejemplo a los jueces al imponerse la obligación de visitar la tierra para hacer justicia, dar audiencia pública los lunes y los viernes para oír las demandas y querellas que le presentaren, y sentenciar los pleitos guardando a cada uno su fuero y derecho: condenó el abuso de servir una misma persona varios oficios, y amenazó con el castigo a los que empleaban el cohecho por alcanzarlos.

Otorgó que los alcaldes de la corte fuesen personas de recta conciencia, y tales que usasen de su oficio sin codicia, so pena de apartarlos de su lado como infames y perjuros; vedó a los abogados razonar pleito torticioso según su intención, y a los clérigos ser abogados y alcaldes en la corte; moderó la autoridad del alguacil de su Casa, encargándole que no consintiese robo, ni hurto, ni delito alguno en los lugares en donde el Rey estuviese ni en su rastro, que no tolerase los juegos de azar, y no diese a los presos «malas prisiones, nin tormentos, nin les ficiese premia, nin los cohechase nin despechase»; estableció que los merinos mayores de Castilla, León y Galicia fuesen naturales de las comarcas, entendidos y abonados, y les prohibió arrendar los oficios y servirlos por tercera persona, pedir yantares indebidos, prender, soltar, despojar de sus bienes, atormentar o matar a nadie sin previo juicio, dar fortalezas a malhechores y tomar alcaldes que no fuesen hombres buenos de las villas o hidalgos según el fuero de cada lugar.

Asimismo prohibió a los merinos menores poner jurados en los pueblos que no lo hubiesen por uso o costumbre, prender a los emplazados y llevarlos presos por la tierra, cohecharlos y cometer otros desmanes y desafueros, so pena de pechar el doblo y de hacer rigorosa justicia de ellos en sus cuerpos.

Semejantes prevenciones hizo a los adelantados de la frontera, cargo que participaba de la administración de la justicia en donde no había merinos mayores.

Otorgó un perdón general en razón de los delitos cometidos durante su minoridad, salvos los casos de alevosía, traición y herejía, como si quisiese dar al olvido las pasadas discordias.

Reprimió los excesos de la jurisdicción eclesiástica, castigando a los legos que citasen y emplazasen a otras personas del estado seglar ante los jueces de la Iglesia por causas pertenecientes al orden temporal; abuso no desterrado todavía de los tribunales, a pesar de los ordenamientos hechos en las Cortes de Burgos de 1315, Medina del Campo de 1318, y Valladolid de 1322 y 1325.

Reformó la Cancillería que andaba muy desordenada, confirmó lo mandado en razón de las cartas contra fuero, dictó nuevas reglas para la provisión de las escribanías, prohibió a los clérigos dar fe en escrituras sobre pleitos temporales y cuestiones tocantes a legos, y procuró corregir las malicias de los notarios de cámara y escribanos públicos, de cuyos agravios se quejaron al Rey los procuradores.

Ofreció castigar a los promovedores de asonadas, porque cuando las hacen (dijo Alfonso XI) «queman e roban todo lo que fallan, en manera que yerman e despueblan toda la mi tierra», y no encomendar la tenencia de los castillos y fortalezas sino a naturales de sus reinos, ni los castillos y alcázares de las ciudades y villas sino a caballeros y hombres buenos vecinos y moradores de las mismas, «en quanto la su mercé fuere.» También ofreció proceder según fuero y derecho contra los malhechores que solían refugiarse en las casas fuertes, y mandó derribar los castellares viejos, y destruir las peñas bravas y las cuevas hechas y pobladas sin licencia del Rey.

La firme voluntad de Alfonso XI, resuelto a mantener la paz pública y exigir la debida obediencia a las leyes, dio pronto sazonados frutos, pues «tanta era la justicia en aquel tiempo en los logares do el Rey estaba, que en aquellas Cortes en que eran ayuntadas muy grandes gentes, yacían de noche por las plazas todos los que traían las viandas a vender, et muchas viandas sin guardador, sinon solamiente el temor de la justicia quel Rey mandaba facer en los malfechores»452. Este pasaje de la Crónica responde al ordenamiento de nuestras Cortes de Madrid de 1329 que dice así: «Daquí adelante entretanto que se ayuntan las Cortes que agora manda el Rey ayuntar e sean acabadas, que cualquier ome que sea de qualquier condición, quier sea ome fijodalgo, quier non, que matare a otro en la su corte o en el su rastro, que muera por ello; e si furtare e robare e le fuese probado, o lo fallaren con el furto o con el robo, que muera por ello.» No sin razón pasó a la posteridad, y se perpetuará en el curso de los siglos el renombre de Alfonso XI, el Justiciero.

Confirmó el Rey los ordenamientos hechos en Cortes anteriores en favor de los concejos, respetando los fueros, privilegios, usos y costumbres de cada lugar, y abrió camino a los mensajeros de las ciudades y las villas para que pudiesen con facilidad llegar hasta él, oírlos y librar sus negocios; pero guardó cierta prudente reserva al responder a diversas peticiones de los procuradores, como quien se previene a reprimir el exceso de las libertades populares, que rayaban en los límites de la licencia.

A los procuradores que le pidieron no diese a las villas y lugares alcaldes, justicias, merinos ni jueces de fuera, salvo si los concejos los demandasen, y que nombrase aquellos que le enviasen a pedir, respondió con lo otorgado en las Cortes de Valladolid de 1325. A lo suplicado en razón de ciertas cuantías de maravedís de las rentas reales de que alcanzaron perdón los concejos por merced de la Reina Doña María, dijo que mostrasen los recaudos, y libraría estos pleitos según cumpliese. Al ruego para que mandase restituirles los ejidos, montes, términos y heredamientos que el Rey les había tomado, dio la respuesta que fuesen tornados a los concejos cuyos eran con la condición de no labrarlos, venderlos ni enajenarlos, «mas que sean para pro comunal de las villas o logares donde son; et si algo han labrado o poblado, que sea luego desfecho e derribado.» Alfonso XI conocía bien los hombres de su tiempo. Comprendió que algunos intereses particulares se disfrazaban con capa de bien público, y cuidó de poner en salvo los derechos de la comunidad.

Otorgó el Rey que no echaría ni mandaría pagar pecho desaforado ninguno especial ni general en toda la tierra sin llamar primeramente a Cortes, confirmando lo ordenado en las de Valladolid de 1307. Además procuró mejorar las rentas reales, ya arrendando por pregones los almojarifazgos, y ya poniendo coto en lo posible a las exacciones arbitrarias. Su celo y amor a la justicia en materia de tributos llegó al punto de formar una junta de hidalgos y caballeros a la cual sometió el examen de los libros de cuenta y razón a fin de partir e igualarlas cargas «en tal manera (dijo) que quepan todos en la mi merced, e que haya cada uno según que meresce e el solar que ha»; cuya ley es la primera hecha en Cortes consagrando el principio de la contribución proporcional.

Ofreció solemnemente guardar para la corona todas las ciudades, villas, castillos y fortalezas de su señorío, porque consideró que la excesiva liberalidad de los Reyes debilitaba su poder tanto como empobrecía el reino, y renovó a este propósito lo contenido en el cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1325.

Suprimió las rondas, castillerías y pasajes que dificultaban el comercio, y amenazó a los que tomasen portazgos no debidos con la pena de muerte y perdimiento de bienes.

Suplicaron los procuradores que fuese guardado a las villas y lugares de los puertos de mar el privilegio de no dar galeras, ni naves, ni maravedís por ellas, a cuya petición respondió el Rey que mostrasen las cartas de merced que tenían de sus antepasados D. Alfonso, D. Sancho y D. Fernando, y mandaría guardarlas. Es la primera noticia que se halla en los cuadernos de Cortes relativa al servicio naval, cuya aplicación a la guerra con los Moros data de la conquista de Sevilla.

Opinan graves autores que la novedad de proveer el Romano Pontífice las altas dignidades y los beneficios eclesiásticos en los reinos de Castilla, tomó origen de las discordias civiles que los agitaron en los tiempos del Rey D. Pedro. A nuestro juicio esta extensión de facultades de la Sede Apostólica en perjuicio del Real Patronato, empezó a introducirse en el siglo XII, y cuando menos debe reconocerse que la nueva disciplina ya estaba en uso en vida de Alfonso XI.

En efecto, pidiéronle los procuradores en estas Cortes de Madrid de 1329, que representase al Papa contra el agravio de dar las dignidades, canonjías y beneficios de las iglesias del reino a personas extranjeras, olvidando a los naturales, a cuya petición respondió que lo tenía por bien y así lo haría, porque era su servicio. Aquí tuvo principio una larga serie de quejas de los procuradores, y promesas de los Reyes, todas encaminadas a defender los derechos de la corona, y asentar la concordia entre ambas potestades.

Las leyes que excluían a los Moros y Judíos de los oficios de la Casa Real y de los cargos de cogedores y arrendadores de pechos y derechos, no fueron confirmadas sin reserva en cuanto a la primera parte. La misma política observó el Rey respecto de las usuras y deudas de los cristianos y de los testimonios en los pleitos civiles y procesos criminales. A la petición para que los Judíos no tuviesen heredad alguna salvo las casas de su morada, según lo ordenado por los Reyes D. Alfonso y D. Sancho, respondió que se guardasen los ordenamientos citados. El primero es desconocido: el segundo consta del cuaderno de las Cortes, celebradas en Valladolid el año 1293, confirmado en las de Medina del Campo de 1305 y Burgos de 1315.

Las de Madrid de 1329 son memorables por su importancia, sobre todo en lo tocante a la administración de la justicia, a la provisión de los beneficios eclesiásticos, a la historia de nuestra marina y a la igualación de los tributos. En el orden político no interesan menos los ordenamientos dirigidos a reprimir los excesos de la nobleza y los abusos de la libertad, o sea la licencia de los concejos; y honra mucho la memoria de este monarca la confirmación de la ley dada en Medina del Campo el año 1328, que imponía la pena de muerte a los perturbadores de la paz pública de cualquier estado o condición que se atreviesen a hurtar, herir o matar a persona alguna en la corte o su rastro, «entretanto que se ayuntan las Cortes que agora manda el Rey ayuntar, e sean acabadas»; aludiendo a las que debían celebrarse y se celebraron en Madrid el año siguiente 1329.

Fue Alfonso XI un Rey severo, a quien no absuelve de la nota de rigoroso en demasía, el juicio de la posteridad. Discúlpanle la rudeza de costumbres y los hábitos de indisciplina de su tiempo. Aspiraba a restablecer la paz, robusteciendo la monarquía, para lo cual necesitaba ser temido. En las Cortes de Madrid de 1329 dio muestras de prudente en el gobierno y de futuro legislador.

Era joven Alfonso XI y de corazón esforzado, y ardía en deseos de señalarse con algún hecho de armas rompiendo la guerra con los Moros. Tenía pocas fuerzas para resistirle Mahomed, Rey de Granada, en cuyo aprieto tomó la determinación de pasar al África y acogerse a la protección de Albohacen, poderoso Rey de Marruecos. Concertose la alianza, y corrió España nuevo peligro de perderse como en los tiempos de Alfonso VIII.

No es propio de este lugar referir los lances de aquella guerra que terminó alcanzando Alfonso XI una completa victoria en la sangrienta batalla que dio a los Reyes de Granada y Marruecos, cerca de Tarifa sobre el río Salado. Lejos de eso, importa volver los ojos a los preparativos de la campaña.

Ayuntamiento de Burgos de 1338.

Como prudente y advertido, cuidó Alfonso XI de sosegar los ánimos y pacificar el reino, todavía no recobrado de los grandes torbellinos de tempestades y discordias civiles que estallaron al principio de su reinado453. La Crónica relata los sucesos de suerte que cumple a nuestro propósito trasladar el siguiente pasaje. «Et porque entre los fijosdalgo de Castiella avía grandes omeciellos et contiendas... el Rey, estando allí en Burgos, fizo mandamiento que todos los omeciellos pasados fuesen perdonados, et en lo adelante fizo ordenamiento en qual manera pasasen, porque los omeciellos se escusasen: et otrosí ordenó que dejasen todas las casas fuertes et castiellos que avían los fijosdalgo et otros cualesquier en seguranza del Rey... Et porque en las sus ciubdades et villas et logares facían grandes costas en el vestir, et en adobos de paños, et en viandas, et en otras cosas, fizo ordenamientos sobre ello provechosas a todos los de la su tierra. Et para facer estos ordenamientos tomó consigo algunos perlados, et ricos omes, et algunos caballeros de los hijosdalgo, et caballeros et otros omes de las ciubdades et villas... Et desque fueron acabados, el Rey fue a la iglesia mayor de Señora Sancta María de Burgos: et estando y con él todos los ricos omes et fijosdalgos del su regno, et muchas gentes de las cibdades, et villas et logares, fizo leer los ordenamientos que avía fecho, et mandó que fuesen guardados en todos sus regnos. Et todos los del su señorío tovieron que en aquellos ordenamientos ficiera el Rey muy sanctas leyes, et provechosas a todos los de la su tierra»454.

No es posible dar más clara explicación del ordenamiento hecho en Burgos el año 1338, ni se necesita otra prueba para demostrar que no tuvo origen en Cortes, sino en el Ayuntamiento de algunos prelados y ricos hombres, y algunos caballeros y otros hombres de las ciudades y villas. A esta asamblea no precedió convocatoria, ni concurrieron los brazos del reino por sí o mediante procuración. La Crónica se abstiene de darle el nombre de Cortes455.

El texto del ordenamiento confirma las noticias anteriores. Consta de dos partes, la una que tiene por objeto «tirar las contiendas entre los fijosdalgo, e que de aquí en adelante vivan en paz e en sosiego» quitando la ocasión de tantas muertes, heridas prisiones y deshonras en deservicio de Dios y daño del reino; y la otra determina cómo han de servir los vasallos del Rey por las soldadas que reciben en tierras o en dinero, cuántos peones armados deben acompañar a cada caballero, la gente, que debe seguir cada pendón, las armas y caballos que corresponden al rico hombre, caballero o escudero por sus libramientos, el sueldo del hombre a caballo y a pié según fuere lancero, escudero o ballestero, la pena en que incurre, el que sin excusa cierta no acude al apellido o llega tarde a la hueste, etc.

Después de estas prevenciones militares, tan propias de un prudente capitán en vísperas de hacer la guerra, vienen algunas leyes moderando los gastos en el comer y el vestir del Rey, de los prelados, ricos hombres, escuderos y hombres buenos que traen pendones, de las dueñas y doncellas.

No una sola, sino varias veces, discurrieron los historiadores sobre las semejanzas y desemejanzas que resultaban de comparar la batalla del Salado con la de Úbeda, o sea de las Navas de Tolosa, y no cayeron en la cuenta de que así como Alfonso VIII juzgó necesario reprimir el lujo antes de abrir la campaña contra los Almohades, publicando el edicto que siguió de cerca a las Cortes de Toledo de 1211, así también Alfonso XI se apercibió para combatir a los Beni-Merines haciendo leyes suntuarias que incluyó en el ordenamiento de Burgos de 1338.

Cortes de Madrid de 1339.

De las Cortes de Madrid de 1339 no da razón la Crónica, tal vez porque pareció al cronista que no lo fueron, sino un Ayuntamiento de procuradores de los concejos de las ciudades, villas y lugares de los reinos456.

Era grande, sin duda, la importancia del estado llano en el siglo XIV; pero no tanta que anulase la participación de la nobleza y el clero en el gobierno. Prestaban fuerza a la monarquía, y por eso no había Cortes regulares sin el concurso de los ricos hombres, caballeros y prelados; y faltando los dos brazos más antiguos del reino, no merecían el nombre ni tenían la autoridad de Cortes generales. Sin embargo, pasaban por Cortes, y no pasaban los Ayuntamientos de prelados y grandes, siendo la razón de esta diferencia que solamente los procuradores otorgaban los servicios.

Pidieron al Rey los que fueron presentes a las de Madrid de 1339, que tuviese por bien sentarse un día o dos en cada semana a oír a los que ante él viniesen, prueba clara de que no cumplía lo ofrecido en las de Madrid de 1329, a lo menos con exactitud escrupulosa.

Las cartas blancas y albalaes que algunos ganaban de la Cancillería, ya para prender, lisiar o matar a ciertas personas, ya para emplazarlas y compelerlas a presentarse en la corte o dispensarlas de rendir cuenta de los tributos como arrendadores o cogedores de los pechos y derechos del Rey, o bien obligando a pagar moneda y fonsadera a quienes no las debían, dieron motivo a peticiones y respuestas confirmatorias o declaratorias de ordenamientos anteriores.

Los desafueros que cometían los merinos, el rigor con que trataban a los presos y el abuso de arrendar las merindades con agravio de la justicia, fueron denunciados y reprimidos.

Arrendaba el Rey las escribanías con peligro de la fe pública y de extraviarse los registros en que se tomaba razón de los contratos. Los procuradores suplicaron al Rey que las arrendase a hombres buenos cristianos, arraigados y abonados, y que si hubiesen de poner excusadores, eligiesen hombres buenos de las villas, hábiles y suficientes para ello, los cuales, cumplido el plazo del arrendamiento, entregasen los libros de su oficio a los alcaldes, y así les fue otorgado.

Renováronse las quejas contra los excusados de pechar por cartas que las iglesias y las órdenes ganaban de la Cancillería callada la verdad, y con infracción de los privilegios que algunas ciudades, villas y lugares tenían de ser quitos de fonsadera o de tener los servicios en cabeza de cierta cuantía. También suplicaron los procuradores al Rey que no mandase a los de su Casa tomar acémilas ni bestias sino por su alquiler, porque «por esta razón (dijeron) encarecen las viandas», y que fuese guardado el ordenamiento acerca de la sal, y denunciaron los abusos, cohechos y tiranías de los recaudadores y arrendadores de los tributos, a cuyas peticiones dio Alfonso las respuestas acostumbradas, más ricas en promesas que en esperanzas de remedios eficaces.

Asimismo insistieron los procuradores en que hombres buenos de las ciudades, villas y lugares tuviesen los alcázares, fortalezas y castillos a devoción y servicio del Rey; y aunque exceptuaron los fronteros y esforzaron la petición, añadiendo que así le costaría la tenencia menos de la mitad que si fuese encomendada a «los que non son vecinos dende», respondió Alfonso XI que se guardase lo mandado en el otro cuaderno, esto es, en el mismo de las Cortes de Madrid de 1339 no emendado.

A los concejos ordenó que les fuesen restituidos los términos que les habían sido tomados para darlos a otros concejos o a ciertas personas en virtud de cartas del Rey o por su mandado, siempre que le mostrasen cuáles eran, para deshacer el agravio, si lo hubiese, conforme a derecho.

Los aragoneses y navarros sacaban pan y ganados de Castilla pagando el diezmo, de cuya franqueza no disfrutaban los naturales del reino, a quienes obligaban los ordenamientos sobre la saca de las cosas vedadas. Los procuradores reclamaron contra esta injusta desigualdad, y el Rey respondió «que lo pasen los del vuestro regno así como los otros.» Declaró lícito vender en las ferias los caballos y rocines, «salvo a ome de fuera del reyno sin su carta o albalá» por evitar la ocasión de sacarlos, y favoreció la ganadería alzando las gabelas no autorizadas por el uso o la costumbre de cada lugar. No se tome montazgo, servicio, ronda ni pasaje de los ganados que van a extremo a la salida (dijo), sino a la entrada de la tierra en las cuales hubieren de herbajear.

Reformó Alfonso XI la jurisdicción de los alcaldes de los pastores, y prohibió abrir nuevas cañadas por aldeas o lugares poblados, ni por viñas, ni por huertas plantadas, y mandó en cambio conservar las abiertas y conservar libre y expedito el uso de esta antigua servidumbre pecuaria, en cuyo ordenamiento suena por la primera vez el nombre de la Mesta. No se entienda, sin embargo, que arguye novedad, pues ya en un privilegio concedido por Fernando IV en 1300, se cita el Concejo de la Mesta de los pastores de la cañada de Cuenca457. Lo único que hay de nuevo es la introducción de dicha voz en los cuadernos de Cortes.

Doliéronse los procuradores de la pobreza de los cristianos y de la malicia de los Judíos que les habían prestado crecidas sumas de dinero con enormes usuras, concluyendo con suplicar al Rey hiciese a los deudores merced de quita y mayores plazos de espera.

También pidieron que los poseedores de los bienes vendidos o de cualquier modo enajenados para pagar las deudas a los Judíos, no fuesen despojados sin ser oídos. No parece temeridad sospechar que eran enajenaciones en fraude de los acreedores.

Alfonso XI alargó los plazos, prohibid que las deudas no satisfechas devengasen intereses, y otorgó que no fuesen inquietadas las terceras personas en cuya posesión se hallaban los bienes enajenados sin ser oídas según fuero y derecho; pero añadió que los alcaldes ante quienes se ventilasen estos pleitos procediesen «de llano, sin fegura de juicio.»

Reclamaron los procuradores contra las leyes suntuarias establecidas en las Cortes de Burgos de 1338, porque (decían) «muchos caballeros, e omes bonos, e duennas, e doncellas de las cibdades, e villas, e lugares de vuestros regnos que ante deste ordenamiento tenían e tienen pannos e siellas, e frenos con adobos e guarnimientos de muchas maneras non osan usarlas et por esta razón pierden muy grand algo, e menoscaban mucho de lo suyo, et esto non es vuestro servicio.» El Rey se mostró indulgente respecto de las penas; mas no accedió a modificar ni suspender lo mandado, considerando «que es grand su pro dellos e guarda de sus faciendas.»

En extremo curiosa es la petición relativa a las cartas de mandamiento para que una doncella o viuda se casase contra su voluntad o la de sus padres o parientes con la persona que el Rey designaba. Alfonso XI respondió que no podía excusarse de hacer merced de ciertos casamientos a algunos de sus criados; mas que nunca había dado ni daría carta de mandamiento ni de premia, sino de ruego en semejantes casos; vana disculpa, porque el ruego del poderoso equivale a un precepto cuyo rigor no atenúa la suavidad de la forma. Levantó Alfonso XI de su postración la monarquía, pero no se contuvo dentro de los límites de la prudencia al penetrar en el hogar doméstico, y someter los derechos de la familia a su potestad arbitraria.

Cortes de Llerena de 1340.

Cuenta la Crónica que después del triunfo alcanzado sobre los Moros en la famosa batalla del Salado, «tomó el Rey su camino para venir al Arena a fablar con los procuradores de las ciubdades, et villas et lugares de los sus reynos que eran y yuntados por su mandamiento, ca desde las otras Cortes que fizo en Madrid en la era de 1367, non fizo otras Cortes nin Ayuntamiento fasta estas»458.

El nombre de Arena, tres veces repetido en la Crónica, debe sustituirse con el de Llerena, lugar de la Orden de Santiago, no lejos del teatro de la guerra459. De estas Cortes de Llerena de 1340 sólo hay vagas noticias. Sábese que el Rey necesitaba crecidas sumas para satisfacer las soldadas de los ricos hombres y caballeros que debían salir con él a campaña contra los Reyes de Granada y Marruecos; «et como quier que él avía menester muy grandes quantías de dineros... quiso ante catar el gran afincamiento en que eran todos los de la tierra, que non el su grand menester, et pidioles poca quantía en servicios et en monedas»460.

Era la villa de Algeciras en poder de los Moros la puerta de comunicación entre España y la vecina cosfa africana. En Algeciras pensaba Albohacen tomar tierra con el poderoso ejército destinado a vengar la humillación de sus armas cerca de Tarifa, a cuyo fin aparejaba una gran flota que de nuevo ponía en peligro la cristiandad. Alfonso XI concibió el pensamiento de cercar la villa y conquistarla, a pesar de ser fuerte la plaza, y estar bien guarnecida y abastecida.

Cortes de Burgos de 1342.

Para llevar e feliz término una empresa tan larga y dificultosa, necesitaba medios y recursos extraordinarios, pues los ordinarios, además de insuficientes. se habían ya gastado y consumido. Apremiado por las circunstancias, convocó el Rey algunos prelados, ricos hombres, caballeros, hidalgos y ciudadanos en Burgos el año 1342, y les pidió «que le diesen cosa cierta por alcabala en todo el su regno de todas las cosas que los omes comprasen». Los ciudadanos consultaron a los concejos, y la respuesta fue tal, «que el Rey entendió dellos que non era de su voluntad de lo facer.» Insistió Alfonso XI representándoles el peligro que había en dejar la villa de Algeciras en poder de los Moros, «et desque oyeron esta razón otorgáronle lo que les avía pedido; pero que lo otorgaban por tiempo cierto durando la guerra de los Moros, et el Rey otorgó de lo tomar en aquella manera461.

Dice el P. Mariana, y siguen su opinión muchos autores, que aquí tuvo principio la alcabala, nuevo pecho o tributo, cuyo nombre se tomó de los Moros462. Pecho o tributo nuevo en cuanto general bien puede ser, pues como local ya existía mucho antes, según consta de documentos fidedignos de los siglos XII y XIII463.

Cortes de León de 1342.

Salió el Rey de Burgos, hacia el fin de Enero, y se fue a León en donde reunió algunos prelados, ricos hombres, caballeros, hidalgos y ciudadanos de aquel reino, habló con ellos, «et otorgáronle todas los alcavalas según ge las avían otorgado en Burgos.» De León pasó a Zamora para tratar del mismo asunto con el Arzobispo de Santiago, el obispo de aquella diócesis y ciertos ricos hombres, caballeros a hijosdalgo de los reinos de Castilla, León y Galicia, y últimamente «fue a Ávila por fablar con los desta ciubdat, et con algunos de las otras ciubdades et villas de la Extremadura que eran y venidos por su mandado»464.

En resolución, Alfonso XI celebró Cortes por separado en Burgos, León, Zamora y Ávila el año 1342, si el nombre de Cortes merecen. Fueron tan irregulares, que además de traspasar el límite vedado en los ordenamientos de Burgos de 1301 y Medina del Campo de 1302, reprobando las particulares de León y Castilla, se observa que concurren algunas personas del clero y la nobleza y algunos ciudadanos, y tal vez, como en Zamora, no se halla presente ningún procurador que lleve la voz del estado llano. La anomalía sube de punto al considerar que no obstante ser Burgos cabeza de Castilla y León del reino de su nombre, acuden a Zamora ricos hombres, caballeros e hijosdalgo castellanos y leoneses apartadamente de los que concurrieron a las Cortes celebradas en dichas dos ciudades. Apunta la explicación de tan extraños sucesos Colmenares cuando dice que para solicitar los medios de arrancar a los Moros la plaza de Algeciras, anduvo Alfonso XI visitando por su persona casi todas las ciudades de su reino465. Temió sin duda la resistencia de los tres brazos reunidos en Cortes generales, y halló más fácil vencerla ganando el terreno palmo a palmo; y si no fuese porque en Burgos, León, Zamora y Ávila se otorgó la alcabala, debería entenderse que se celebraron allí dos veces Cortes particulares y dos Ayuntamientos.

Cortes de Alcalá y de Burgos de 1345.

Breves son los cuadernos relativos a las de Alcalá de Henares y Burgos de 1345; mas no por eso carecen de importancia, siendo muy de reparar que el Rey en uno y otro se abstiene de darles el título de Cortes. «En este Ayuntamiento (dice) que nos agora fecimos... con algunos perlados e ricos omes de la nuestra tierra que eran y connusco, et otrosí procuradores de algunas cibdades e villas e logares del nuestro sennorío etc.»; palabras solemnes y tan explícitas que excluyen toda interpretación dudosa. Sin embargo, es tan propio de unas Cortes verdaderas la según da concesión de la alcabala, que nos obliga a dar este título a dichos Ayuntamientos, cerrando los ojos a los vicios de la forma.

En efecto, provocó el llamamiento de los procuradores la necesidad de prorogar el nuevo tributo otorgado por las ciudades, mal de su grado, para ocurrir a los gastos del cerco de Algeciras, y por tanto extraordinario y transitorio. Temían, no sin razón, que una vez concedido llegara a perpetuarse, y dio origen a la gabela un pacto condicional.

Rindiose la plaza en Marzo de 1344, al cabo de diez y nueve meses de sitio, y gozaron los pueblos, cansados de la guerra, un momento de reposo; mas no por eso cesó la alcabala, pues Alfonso XI obtuvo de las Cortes de Alcalá de Henares y Burgos de 1345 que se la otorgasen de nuevo los brazos del Reino por seis años, para la costa que avemos a facer (les dijo), e a mantener a Algecira e a los otros castiellos fronteros, e para las otras cosas que cumplen a nuestro servicio.»

La primera y la segunda concesión de la alcabala fueron tan irregulares, y tan artificiosa la política de Alfonso XI al imponerla, que no es maravilla si la Reina Isabel la Católica, cercana a la hora suprema, concibió escrúpulos acerca de la legitimidad del tributo, según lo acredita el codicilo otorgado en Medina del Campo el año 1504, en el cual ordena que después de sus días se haga información y se procure averiguar el origen que tuvieron las alcabalas, el tiempo, cómo, cuándo y para qué se pusieron, si el gravamen fue temporal o perpetuo, si hubo libre consentimiento de los pueblos para se poder poner y llevar y perpetuar como tributo justo y ordinario o como temporal, o si se ha extendido a más de lo que al principio fue puesto466.

Había alcaldes de las alcabalas que entendían en los pleitos relativos a su cobranza. Los procuradores a las Cortes de Alcalá de Henares de 1345 pidieron que ejerciese esta jurisdicción un alcalde ordinario elegido por el concejo, a cuya petición respondió el Rey otorgando lo primero, mas que fuese «qual escogier el cogedor.»

Quejáronse de los recaudadores y arrendadores de las alcabalas, «porque obligaban a los vecinos a cobrarlas sin salario, y luego les apremiaban y levantaban muchos achaques, perdiendo por esto los omes sus faciendas»; y el Rey consintió que los concejos nombrasen los cogedores, o «e si los non dier, que los tome el cogedor», y les diese el salario acostumbrado, a saber, treinta maravedís el millar.

Notable es la petición contra el nombramiento de alcaldes veedores que había puesto en las ciudades, villas y lugares de sus reinos, «para que viesen los fechos de la justicia e los pleitos criminales», por ser contra los fueros, privilegios y cartas de merced que de los Reyes anteriores tenían los pueblos. El Rey dio a los procuradores una larga respuesta, motivando el envío de estos alcaldes en la necesidad de hacer justicia, ofreciendo castigar a los negligentes, y tomando a su cargo pagarles el salario para que «no se hiciese costa a la tierra.»

Eran los alcaldes veedores instituidos por Alfonso XI, verdaderos corregidores, aunque todavía no suena este nombre. Antes de ahora solían los Reyes enviar a las ciudades y villas alcaldes de salario en oposición a los de fuero, cuando la paz pública lo demandaba o la administración de la justicia se apartaba del camino de la rectitud y severidad. Los concejos siempre repugnaron la institución de estos magistrados no vecinos del lugar, ya porque devengaban salario, y ya porque llevaban la voz del Rey, y defendían su autoridad contra los excesos de la libertad municipal. De aquí la propensión natural de la monarquía a extenderse y hacerse representar en todas partes, y la tenaz resistencia de los concejos a recibir jueces de fuera de la ciudad o de la villa, pues se hallaban bien con la justicia llamada de compadres.

Tampoco fue Alfonso XI muy condescendiente en orden a las notarías y escribanías que tomó para sí, no obstante los fueros, privilegios, usos y costumbres de tiempos antiguos que invocaron los procuradores para pedirle que las mandase tornar a los pueblos despojados. El Rey se excusó de lo pasado «con el grand mester que ovo», y en cuanto a lo venidero ofreció «ver los recabdos» y librar la cuestión en la manera que fuese debida.

Corrigió algunos abusos que cometían los arrendadores de las tercias reales; pero no accedió al ruego de suprimirlos nuevos alfolíes de la sal: prometió no tomar almojarifazgo de los ganados que iban por las cañadas, siempre que los lugares le mostrasen sus privilegios, así como respetar la exención de ronda y montazgo, acreditando los concejos que la habían por fuero, privilegio, uso o costumbre: confirmó el ordenamiento de Burgos de 1338 acerca de la saca de las cosas vedadas: condonó a las ciudades, villas y lugares el sueldo que llevaron de más por los caballeros y escuderos que sirvieron en la hueste estando el Rey sobre Algeciras: concedió un año de espera a los deudores de los Judíos, y mandó guardar la ley del cuaderno otorgado en las Cortes de Madrid de 1329, declarando extinguidas todas las deudas de los cristianos que no les fuesen demandadas por los Judíos durante seis años, conforme a derecho.

Cortes de Burgos de 1345.

El ordenamiento de las Cortes de Burgos de este mismo año 1345 no difiere gran cosa del anterior. Sin embargo, hay algo nuevo sobre lo cual la crítica no debe guardar silencio.

Razón tenía Isabel la Católica, cuando en descargo de su conciencia ordenaba se procurase averiguar el origen de las alcabalas, y si podían perpetuarse. Los procuradores a las Cortes de Burgos de 1345 suplicaron al Rey, «que en el tiempo questa alcabala durase, non aya otros pechos ni pedidos ni moneda forera, salvo la moneda de siete en siete annos, e fonsadera acaesciendo mester por qué...» y no quisiese «questa alcabala se cogiese más en la tierra, ni fuese habida por pecho, ni por uso, ni por costumbre de los seis annos adelante, e porque los que regnaren después de él, lo oviesen e lo demandasen por pecho aforado.» La respuesta de Alfonso XI fue que era su voluntad guardarlo así. La muerte del Rey, ocurrida en 1350, no permitió poner a prueba la sinceridad de la promesa; pero sus sucesores continuaron percibiendo la alcabala, como si tal ordenamiento no hubiese existido.

Los jueces de salario que en las Cortes de Alcalá de Henares se designaron con el nombre de alcaldes veedores, en estas de Burgos llevan el de emendadores, acercándose más al título de corregidores, que prevaleció en definitiva. Los procuradores se quejaron de los muchos agravios y cohechos que cometían, al extremo de hacer presente al Rey que «los omes fayen de la tierra por no ser presos, maguer que no sean culpados», a cuya petición dio igual respuesta que a propósito de los veedores había dado.

Reformó Alfonso XI algunos abusos tocantes a la administración de la justicia, tales como librar cartas de emplazamiento contra fuero, turbar en la posesión de sus bienes a los que están en ella sin ser oídos ni demandados conforme a derecho, y conceder perdón general a los malhechores, aunque ofreció ser piadoso en los fechos de la justicia antigua «que habían de ser juzgados en la corte. No accedió a proceder con el rigor que deseaban los procuradores para reprimir los excesos de los prelados y sus vicarios que se entremetían en conocer de los pleitos civiles, y pronunciaban sentencias de excomunión contra los jueces seglares; pero ofreció tomar un acuerdo a fin de que la jurisdicción ordinaria fuese mejor guardada.

A lo que pidieron los procuradores en razón de las heredades realengas que por compra o donación pasaban cada día a poder de prelados, seglares, monasterios, cabildos, conventos, órdenes, clérigos singulares y Judíos con mengua de los pechos y derechos reales y daño de la tierra, y por tanto, que prohibiese semejantes enajenaciones en adelante, y por los bienes adquiridos pechasen sus dueños, «como eran tenidos de pechar por ellos los legos quando los avien», respondió que se cumpliesen los ordenamientos hechos en las Cortes de Medina del Campo de 1318 y Madrid de 1329.

Suplicáronle asimismo que tuviese por bien hacer a los mercaderes la merced de dispensarles del pago del diezmo mientras durase la alcabala, porque «los más dellos (dijeron) quieren dejar la mercadería por no se poder mantener»; a lo qual respondió Alfonso XI «questo e lo al que nos dan lo avemos todo mester.» En efecto, mucho debía padecer el comercio, si a los diezmos y portazgos se añadía la alcabala, tributo que por sí solo importaba la veintena del precio de todo lo que se vendía, fuesen bienes muebles, semovientes o raíces. La carga era pesada, si bien disculpan al Rey los gastos de la guerra con los Moros a quienes, después de la conquista de Algeciras, se propuso vencer de nuevo arrebatándoles la plaza de Gibraltar. Para acometer y llevar a feliz término tan grandes hazañas, aumentó el peso de los tributos y no dispensó alivio alguno a su pueblo, cuyos gemidos acusaban la dureza de la mano fiscal. Fue Alfonso XI un Rey que si alcanzara más larga vida, desarraigara de España las reliquias que en ella quedaban de los Moros467; mas (fuerza es decirlo) a costa de nuevos tributos y gabelas que se perpetuaron, y transmitieron a la posteridad la memoria de un príncipe ilustre, de altas prendas como guerrero y legislador, pero menos amado que temido por su inclinación a la excesiva severidad.

La petición de los procuradores para que Alfonso XI hiciese a varios concejos la merced de confirmarles los privilegios otorgados por diferentes Reyes de no ir en fonsado, dio motivo a una respuesta importante. En sustancia, dijo que el fonsado era «debdo de naturaleza», cuando el Rey salía a campaña, y que los privilegios concedidos por sus antepasados necesitaban de confirmación para ser valederos, pues este servicio «non lo puede quitar un Rey por otro.» El principio estaba en armonía con la idea del reino patrimonial; mas no dejaba de ser peligroso para la estabilidad de todos los derechos adquiridos y de todas las libertades. De aquí la práctica de pedir la confirmación de los fueros, privilegios, libertades, franquezas, buenos usos y costumbres cada vez que se reunían las Cortes, y la de prestar los Reyes, cuando subían al trono, el juramento de guardar y cumplir lo referido en cambio del pleito homenaje. De aquí también la renovación de peticiones y respuestas, porque la palabra de un Rey apenas tenía más fuerza y valor que una obligación personal.

La saca del pan y del ganado, aunque vedada por antiguos ordenamientos, fue tolerada por Alfonso XI, porque, «rendía una quantía de maravedís que tenían de él algunos vasallos.» Los procuradores le representaron que el muy fuerte temporal de grandes nieves y hielos había causado gran mortandad en los ganados, por cuya razón «las carnes son muy encarecidas e los omes non las pueden ayer, e el pan e las carnes encarecen de cada día»; y concluyeron suplicando que «non aya saca fasta que Dios dé más mercado de carne e de pan.» El Rey suspendió por un año el uso de las mercedes otorgadas.

Estaban los caballos en el número de las cosas vedadas. Los procuradores pidieron al Rey que alzase la prohibición de sacarlos del reino, salvo a tierra de Moros, «porque los omes puedan criar más caballos, e porque no anden a pesquisa»; pero Alfonso XI respondió con entereza, que sería gran deservicio permitir la saca, «e tenemos (dijo) que deben excusar de nos facer esta petición.»

La anterior, relativa al pan y al ganado, revela la opinión de los procuradores favorable a la policía de los abastos iniciada por Alfonso X en las Cortes de Valladolid de 1258: la posterior, concerniente a los caballos, muestra la prudencia de Alfonso XI, que cuida de estar apercibido para la guerra.

Rogaron los procuradores que otorgase el Rey espera de tres años en razón de las deudas de los cristianos a los Judíos, y Alfonso XI la concedió solamente por uno, considerando que los Judíos «están muy pobres, e non pueden complir los pechos que nos han a dar, e aún nos deben algunas quantías dellos»; y asimismo que no accediese a la petición de los hidalgos para que sus heredades no fuesen vendidas en pago de sus deudas, ya porque sería contra fuero y derecho, uso y costumbre de toda la tierra, y ya porque no pudiendo venderse, «no cobrarían los omes sus debdas», a lo cual respondió el Rey «que nos non ficieron sobre esto peticiones los fijosdalgo.» Ya empezaban a temer los cristianos que les aplicasen las leyes solicitadas por ellos contra los Judíos, sin guardar respeto a la fe de los contratos: ya presentían el peligro que encerraba el abuso de la fuerza con violación del derecho de propiedad.

Quejáronse los procuradores de los vecinos de Bayona, porque durante la tregua con los lugares marítimos de Castilla, les habían tomado una nave y robado su cargamento de paños, joyas, oro y plata, y suplicaron al Rey, que pues se hallaban a la sazón en Burgos los mandaderos de Eduardo III de Inglaterra, «catase manera como los naturales oviesen cobró e emienda deste mal que rescibieron sin razón e sin derecho.»

Es la primera vez que las Cortes dan noticia de las guerras marítimas entre los vascongados y los ingleses en el siglo XIV, dos pueblos rivales en el comercio, la pesca y la navegación: guerras porfiadas y sangrientas, en las cuales se disputaba el dominio de los mares con armadas poderosas.

Cortes de Ciudad-Real de 1346.

Tuvo Alfonso XI Cortes en Ciudad-Real el año 1346, en las cuales formó un ordenamiento de leyes, conocido con el nombre de Leyes de Villarreal, que no pasan de diez y seis, incorporadas en otro ordenamiento que añadido y aumentado se publicó en las de Segovia de 1347468.

Cortes de Segovia de 1347.

En efecto, dice el diligente historiador de Segovia que en 1347 celebró Alfonso XI Cortes en aquella ciudad, en las cuales se promulgaron rigorosas penas contra los jueces que se dejaban cohechar, y contra los ministros que con autoridad de justicia molestaban a los pueblos; «y por que estos no se desenfrenasen, se estableció pena de muerte a la resistencia, y que en todas las jurisdicciones se cumpliesen las requisitorias porque los delincuentes no hallasen a poca distancia amparo de sus delitos. Favorecieron con privilegios la agricultura (prosigue), siempre decaída en España, y ajustáronse los pesos y medidas, defraudados con el estrago de los tiempos469.

La Crónica no da la menor noticia de estas Cortes; pero el erudito Burriel cita el ordenamiento que fijó como unidad de peso el marco de Toledo, de medida para los áridos la fanega, para los líquidos la cántara, y de longitud la vara castellana470. Secundando el pensamiento de Alfonso X, formó empeño Alfonso XI en uniformar las medidas y los pesos de todos sus reinos.

Cortes de Alcalá de 1348.

Son las Cortes de Alcalá de Henares de 1348 las más famosas y memorables del reinado de Alfonso XI, porque en ellas se hizo el Ordenamiento que basta para perpetuar su memoria como Rey legislador. Menos sabio que el autor de las Siete Partidas, le aventaja en prudencia aplicada al gobierno, y con habilidad consumada logró que el código alfonsino fuese aceptado sin repugnancia, abriendo así el camino a la reforma de la legislación que debía sustituir con un derecho común la multitud y diversidad de los fueros municipales.

Juzgar el Ordenamiento de Alcalá en cuanto sistema general de leyes o cuerpo de doctrina que refleja el espíritu del siglo XIV, es más propio de los jurisconsultos que de los historiadores. Por otra parte la materia ha sido tratada largamente, y poco podría adelantar la crítica, si el discurso se hubiese de ceñir a los puntos que tienen relación con la historia particular de nuestras Cortes. Mejor se sigue el movimiento del derecho público y el desarrollo de las instituciones enlazadas con la monarquía de Alfonso XI, examinando el cuaderno de las peticiones y respuestas que le hicieron los prelados, los ricos hombres y caballeros y los procuradores en estas de Alcalá de 1348.

Confirmó el Rey los fueros, privilegios, mercedes, libertades, buenos usos y costumbres que tenían los brazos del reino, salvo (dijo) «los no confirmados de nos, que nos los muestren, e que mandaremos confirmar e guardar aquellos que fuere razón de se confirmar»; en lo cual se deja ver cómo estaba arraigada en el ánimo de Alfonso XI la idea del poder absoluto y el principio de autoridad.

Prometió sentarse un día de la semana en audiencia pública, y fijó los lunes; corrigió algunos abusos que se cometían apremiando los demandantes a los pueblos con cartas de la Cancillería para que oyesen sus demandas, y «faciendo a las gentes perder sus labores e sus faciendas», y ofreció declarar cuáles pleitos debían pertenecer a la jurisdicción seglar y cuáles a la eclesiástica, a fin de cortar de raíz las contiendas entre los prelados y jueces de la Iglesia y los alcaldes de las ciudades, villas y lugares del reino.

Ordenó que los merinos no pidiesen yantares indebidos, y que no entrasen en los lugares que gozaban de esta libertad por fuero o privilegio, o por uso y costumbre, y moderó la jurisdicción de los corregidores de los pleitos de la justicia, pronunciando por la primera vez el nombre que prevaleció para designar dichos magistrados, llamados jueces de salario, alcaldes veedores y emendadores en otros cuadernos de Cortes.

A los señores otorgó la justicia en sus lugares, aunque no la tuviesen por privilegio, si la usaron por tiempo inmemorial, de suerte que hubiesen adquirido el derecho de administrarla en virtud de prescripción, no obstante las leyes en contrario; que los vasallos no pudiesen querellarse de sus señores, «cuidándoles facer perder los lugares que han», si fuese la querella maliciosa; que no daría cartas de seguro general a los vasallos, pero sí especiales, cuando alguno demandare o se quejare del señor, y tuviere recelo de padecer agravio; que no pagasen moneda, y en cuanto a la exención de fonsadera, que se ventilase la contienda entro los hijosdalgo y los de las villas conforme a derecho; que ningún hidalgo fuese sometido a cuestión de tormento, ni preso por deudas, salvo «si fuer cogedor o arrendador de los pechos reales, porque él se pone a lo que non es su mester, e se quebranta su libertad mesma»; que gozasen de las tierras que tenían del Rey sin mengua y sin descuento; que no pagasen derechos de Cancillería por los castillos que recibían en tenencia; que pusiesen personas «que viesen facienda del concejo como ponían los otros oficiales en los lugares de su señorío», y ofreció hacerles mayores mercedes a fin de que estuviesen bien apercibidos de armas y caballos para la guerra.

En materia de tributos reformó ciertos abusos que se cometían por algunos ballesteros o porteros encargados de la cobranza; perdonó los alcances de las fonsaderas y medias fonsaderas, sueldos y medios sueldos de la gente que había servido en el cerco de Algecira; moderó la prestación de yantares; templó el rigor de la exacción de las alcabalas en razón de las malas cosechas, y confirmó los ordenamientos de las Cortes de Burgos y Alcalá de 1345 para que los alcaldes ordinarios librasen los pleitos sobre alcabalas y almojarifazgos; prometió poner orden en el repartimiento de la sal, y corrigió algunos excesos de los cogedores y arrendadores de los pechos y derechos reales.

Mandó Alfonso XI guardar el ordenamiento de las Cortes de Madrid de 1329, para que fuese respetado el derecho de los concejos a proveer las escribanías públicas, si lo tenían por fuero, privilegio, uso o costumbre, y que las soldadas de los regidores que enviaba a las ciudades, villas y lugares de sus reinos se abonasen de los propios, y en donde no los hubiese, que las pagasen los que solían pagar todas las cosas que eran para pro comunal.

Esta es la primera vez que en los cuadernos de Cortes se hace mención de los bienes de propios de los pueblos, y del nombramiento de regidores por el Rey, dando Alfonso XI a sus sucesores el ejemplo de convertir los oficios electivos por su naturaleza en cargos a merced real. No contribuyó poco a la decadencia de los concejos la transformación de buen número de magistraturas populares en empleos reservados a la provisión de la corona, que empezaron siendo temporales, luego se hicieron vitalicios y más tarde se perpetuaron en ciertas familias poderosas, sucediendo en ellos el hijo al padre por juro de heredad.

Disculpan la política de Alfonso XI los bandos de las ciudades, las asonadas con motivo de las elecciones, y los alborotos y escándalos de los cabildos abiertos o ayuntamientos generales de vecinos llamados a deliberar en los negocios graves y de mayor importancia para la comunidad; pero si era necesario reprimir la licencia de los concejos y someterlos a rigorosa disciplina, no era justo ni prudente atentar contra la vida de una institución cuya fuerza viene de su origen electivo, sin el cual carecen de sólido fundamento las libertades municipales.

La granjería de prestar dinero a logro practicada por los Judíos, cundió por los cristianos, de suerte que hidalgos, ciudadanos, labradores y aun clérigos se aficionaron a la usura con menosprecio de las leyes divinas y humanas. Alfonso XI, a petición de los brazos del reino, prometió hacer un ordenamiento, renovando la prohibición establecida en los anteriores, «porque se escarmiente lo pasado, e se guarde lo porvenir.»

En cuanto a los Moros y Judíos reiteró lo mandado acerca de los contratos usurarios; pero al mismo tiempo trató al pueblo hebreo con benignidad, recibiéndole en su guarda y defendimiento, dispensándole la protección de la justicia, y habilitándole para adquirir y poseer heredades en todas las ciudades, villas y lugares de realengo y transmitirlas a sus herederos, además de sus casas de morada o de las que los hijos de Israel tuviesen en las juderías hasta cierta cantidad.

Sin embargo, por hacer merced a la tierra y por saber que muchas cartas de deudas eran engañosas y notadas con malicia para burlar las leyes contra la usura, dio por quitos a los cristianos de la cuarta parte de lo que debían a los Judíos, y fijó nuevos plazos para pagar el resto.

Respondió Alfonso XI en términos favorables a las peticiones para que corrigiese los abusos de los arrendadores del servicio de los ganados que pasaban de un lugar a otro, y los males y cohechos de los alcaldes de la Mesta de los pastores, de cuyos agravios se quejaron en alta voz los brazos del reino.

Había grandes contiendas entro los pueblos sobre sus términos respectivos, y el pacer y cortar y demás aprovechamientos comunes. El Rey prometió mandarlo ver a fin de guardar a cada uno su derecho.

Continuaban más vivas que nunca las hostilidades entre los moradores de la costa de Cantabria y los vasallos del Rey de Inglaterra. Los de Bayona, a pesar de la tregua asentada entre las ciudades y villas marítimas de una y otra parte, interrumpían el comercio de Castilla con los puertos de Francia y de Flandes. En cierta ocasión enviaron naves armadas en guerra contra las nuestras mercantes y apresaron algunas, y especialmente dos de Castrourdiales, cargadas de mercaderías que robaron dando muerte a los hombres que las tripulaban.

Este acto de piratería dio motivo a una sentida petición de los procuradores, a quienes respondió Alfonso XI que había pedido satisfacción y emienda del agravio al Rey de Inglaterra. No por eso cesaron las hostilidades, pues se sabe que los ingleses y los vascongados riñeron una sangrienta batalla naval cerca de Vinchelle en 1350.

La noticia es curiosa para la historia del comercio exterior de España en la edad media, y para formar idea del poder marítimo de los pueblos de la costa de Cantabria, tan experimentados en el arte de navegar, que ya en el siglo XIV visitaron las islas Canarias, y recorrieron las playas vecinas del continente africano.

Las necesidades del erario obligaron al Rey a juntar oro y plata «para algunas cosas (dijo) que non podemos excusar.» Con este propósito embargó los cambios de las ciudades, villas y lugares del reino en grave perjuicio de los mercaderes, de los romeros que iban a Santiago y de los viandantes, «por razón que non fallaban tan presto el cambio quando les era mester.» Alfonso XI respondió a la petición de los brazos que pasada la urgencia por la cual había mandado tomar los cambios para sí, volverían a correr con entera libertad.

Prohibió bajo severas penas armar cepos grandes en los montes para cazar venados, osos, puercos o ciervos por el peligro de «caer en ellos omes o caballos», y confirmó el ordenamiento hecho en las Cortes de Madrid de 1339 sobre las cartas de ruego para que algunas dueñas, doncellas, viudas u otras mujeres contrajesen matrimonio con personas determinadas.

Añadió Alfonso XI al cuaderno de peticiones y respuestas treinta leyes encaminadas a fomentar la multiplicación de los caballos, imponiendo a unos la obligación de mantenerlos, prohibiendo o limitando a otros el uso de las mulas, concediendo franquezas y libertades por vía de estímulo y recompensa, y promulgó no menos de cuarenta y cinco moderando el gasto en ropas, banquetes, bateos, bodas, dotes, entierros y lutos. Dejose ir con la corriente del siglo, y pudo más el ejemplo de Alfonso el Sabio que la experiencia propia, pues harto acreditaba la vanidad de las leyes suntuarias el escaso fruto, si alguno, del ordenamiento publicado en Burgos el año 1338.

Fueron estas Cortes de Alcalá de Henares de 1348 tan generales, que ademas de los prelados, ricos hombres, hijosdalgo y caballeros de las órdenes, concurrieron los procuradores de todas las ciudades, villas y lugares del reino; y es singular que los tres brazos de consuno hubiesen formado y presentado al Rey el cuaderno de las peticiones especiales contra la ordinaria costumbre de llevar la voz por separado.

Esta rara circunstancia explica el hecho de haber dado cabida en el cuaderno a diversas peticiones del estado de la nobleza seguidas de respuestas favorables, como si de un ordenamiento particular de fijosdalgo se tratase. Alfonso XI perseveró toda la vida en sus planes de guerra y conquista, y los hubiera llevado adelante hasta expulsar de España los Moros, favoreciendo la fortuna las armas cristianas vencedoras en el Salado, si la muerte no hubiese atajado sus pasos.

Como Rey prudente y advertido, apenas cerraba una campaña, cuando ya se apercibía para otra. Al cerco de Algeciras siguió el de Gibraltar. De aquí las grandes sumas que Alfonso XI gastaba en sueldos y acostamientos, su decidida protección a la caballería, su amor a la disciplina militar, el empeño de desterrar el fausto y la ostentación inclinando el ánimo de los hidalgos al continuo ejercicio de las armas, con las demás prevenciones de guerra que en el cuaderno de estas Cortes abundan; y de aquí también la confirmación y ampliación de los privilegios de la nobleza, el nervio de la milicia entre Moros y cristianos.

La petición de los hijosdalgo para que los señores tuviesen la justicia en los lugares de su señorío, aunque no les hubiese sido concedida por privilegio, sino ganada por uso y costumbre «de tanto tiempo que non sea memoria de omes en contrario», sugiere una reflexión de importancia y muy digna de tomarse en cuenta por los doctos jurisconsultos, y sobre todo por los autores versados en la historia de nuestro derecho.

Es bien sabido que Alfonso XI publicó en estas Cortes de Alcalá de 1348 el Libro de las siete Partidas, cuyas leyes adquirieron desde entonces, en virtud de un acto tan notorio y solemne, fuerza de obligar471.

Ahora bien: el Fuero Real o de las Leyes dice que ninguna cosa perteneciente al señorío del Rey se pueda perder en ningún tiempo, «mas quando quier que el Rey o su voz la demandare, cóbrela»472.

Las leyes de Partida establecen que «señorío para facer justicia non lo puede ganar ningund ome por tiempo, maguer usase della alguna sazón, fueras ende si el Rey o el otro señor de aquel logar que oviese poder de lo facer, ge lo otorgase señaladamiente»473.

Los hijosdalgo presentes a las Cortes conocían estas leyes, y temían perder la jurisdicción en sus lugares si se les aplicaban, porque fundaban su derecho a la justicia en el título de la prescripción.

Resta averiguar si el temor nacía de la ley del Ordenamiento arriba citada, o tenía más hondas raíces en la historia del derecho escrito o consuetudinario de los reinos de León y Castilla.

No se puede poner en duda que la observancia general de las Partidas empezó en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348, recordando las palabras de Alfonso XI, «como quier que fasta aquí non se falla que sean publicadas por mandado del Rey, nin fueron habidas por leys.» Por otra parte conviene advertir que el Ordenamiento de Alcalá fue dado a 28 días del mes de Febrero, y el cuaderno de las Cortes librado a 8 de Marzo siguiente. Así pues, todo persuade que los hijosdalgo se alarmaron al tener noticia del lugar que Alfonso XI señalaba al Fuero Real y al Código de las Partidas entre las «leys ciertas por do se libren los pleitos e las contiendas.»

Y sin embargo, queda algún escrúpulo difícil de desvanecer. Razonando los hijosdalgo su petición, observan que «antiguamente los Reyes e los sennores non paraban mientes a las palabras de las Partidas e del Fuero de las Leyes»; que «los Reyes fasta aquí nunca usaron de lo que dicen las Partidas en esta razón», y que Alfonso XI les guardase en esto lo que les guardaron sus antepasados, «non embargando las leyes de la Partida e del Fuero de las Leyes quel Rey D. Alfonso ficiera en gran perjuicio, e desafuero, e deseredamiento de los de la tierra.»

El razonamiento de los hijosdalgo es capcioso. Por mejorar su causa aplican el mismo criterio al Fuero Real y al Libro de las siete Partidas, lo cual, si no es un sofisma, es un error manifiesto. Alfonso XI dijo, «maguer que en la nuestra corte usan del Fuero de las Leys, e algunas villas de nuestro sennorío lo han por fuero»; de suerte que al peso de todas las pruebas históricas ya conocidas, se añade el de un testimonio de la mayor autoridad. En cuanto a las Partidas de Alfonso elSabio cabe la sospecha si tuvieron alguna antes del Ordenamiento de Alcalá, pues las palabras de los fijosdalgo no la desvanecen por entero.

Encerrada la cuestión en términos precisos y concretos, se reduce a lo siguiente: «Señor (dijeron los hidalgos al Rey), sabemos que según el Fuero de las Leyes y las de Partida, la justicia no se puede adquirir por prescripción, sino en virtud de privilegio; pero los Reyes vuestros progenitores, nunca las aplicaron en esta razón. Por tanto, os pedimos que mandéis guardar el uso y la costumbre establecida de tiempo inmemorial a falta de privilegio, no embargante el Fuero de las Leyes y las de la Partida, que tan mal recibidas fueron en estos reinos.»

Alfonso XI respondió a la petición «que lo tenemos por bien, e aun por les facer más merced, que las leyes de las Partidas, e del derecho, e de los fueros que son contra esto, que las templaremos e declararemos en tal manera que ellos entiendan que les facemos más merced de como lo ellos pidieron, e que les sea valedero e guardado para siempre.»

En resolución, si las leyes contenidas en el Libro de las siete Partidas nunca fueron publicadas ni habidas por leyes hasta las Cortes de Alcalá de Henares de 1348, parece opinión bien fundada que tenían autoridad como cuerpo de doctrina legal. Siguiendo el hilo del discurso de los hidalgos autores de la petición, se forma juicio del valor que atribuían al argumento apoyado en el texto, «señorío para facer justicia non lo puede ganar ningund ome por tiempo.»

Confirma esta opinión la respuesta del Rey. No les dice que las leyes de las Partidas carecieron de fuerza y autoridad hasta entonces, sino que las templará y declarará en su favor, refiriéndose a la obra inmortal del Rey Sabio tal como salió de sus manos, por lo menos en la parte relativa a la justicia imprescriptible, porque el texto citado no fue de los «requeridos, concertados y emendados» por mandado de Alfonso XI antes de publicarlas. Enhorabuena empiece la observancia general de las leyes de las Partidas en las Cortes de Alcalá; mas no se imagine que eran letra muerta antes de su publicación solemne, porque al fin «fueron sacadas de los dichos de los Santos Padres, e de los derechos, o de fueros, e de costumbres antiguas de Espanna»474.

Cortes de León de 1349.

Celebró Alfonso XI Cortes por la última vez en León el año 1349. Fueron particulares de este reino, y concurrieron algunos prelados y ricos hombres con los procuradores de las ciudades, villas y lugares. Ni el número y calidad de las personas, ni la importancia o gravedad de los negocios que allí se trataron y resolvieron, exceden del nivel ordinario. La mayor parte de las peticiones y respuestas son la fiel reproducción de ordenamientos anteriores.

Suplicaron los procuradores al Rey que tuviese por bien sentarse en audiencia pública para administrar justicia a los querellosos, y Alfonso XI accedió a este ruego, promesa repetidas veces hecha, y otras tantas olvidada. También suplicaron que quitase los adelantados y merinos que lejos de cumplir la justicia, vejaban a los pueblos con agravios y cohechos, a lo cual respondió el Rey que mandaría poner recaudo, a fin de que los merinos menores fuesen hombres buenos, abonados y de buena fama.

Quejáronse de los jueces de salario, porque usaban del oficio con gran codicia y daño de las ciudades y villas de su jurisdicción, y rogaron al Rey que no los enviase, salvo si todos los del concejo o su mayor parte los pidiesen; petición otorgada con la cláusula «o quando entendiéremos que cumple a nuestro servicio por algund menguamiento que haya en alguna villa de la nuestra justicia» portillo abierto para nombrar con entera libertad estos magistrados, a pesar de los fueros que lo contradecían.

La repugnancia de los pueblos tenía además otro origen. No les faltaba razón al decir al Rey que pues los enviaba sin pedirselos, les diese de lo suyo; y en efecto, se avino a pagar el salario de los veedores mientras sirviesen el oficio; pero no consintió que los Moros y los Judíos, moradores de las ciudades, villas y lugares del reino de León participasen del gravamen; «porque (dijo) bien saben como los Judíos son apartados en los pechos... así que non es petición que les debemos otorgar.»

Las necesidades de la guerra obligaron a Alfonso XI a tomar muchas escribanías públicas y arrendarlas, arbitrio que paró en grave daño de los pueblos, porque los arrendadores, «por dar la renta e ganar en ellas, facían muchas sinrazones.» El Rey se excusó con los gastos de construcción de la Atarazana, y prometió examinar los fueros y privilegios de los concejos, y respetarlos en lo debido.

Asimismo dio respuesta favorable a las peticiones para que los obispos, los cabildos y las personas poderosas no embargasen la jurisdicción real en ciertos lugares sin tener privilegio de los Reyes sus antepasados, y reprimiesen el abuso de los jueces eclesiásticos al excomulgar a los jueces legos cuando mandaban prender y castigar a los malhechores que se llamaban clérigos «non habiendo orden sacra.»

Reclamaron los procuradores contra las cartas desaforadas que salían de la Cancillería; y el Rey, después de manifestar que algunos con atrevimiento, «non catando lo que deben, non obedescen las nuestras cartas, ansí por las nuestras rentas e derechos, como por las otras cosas que mandamos de derecho complir», y de reprobar el atrevimiento no menor de protegerlos, ordenó que si algún concejo, persona poderosa o autoridad incurriesen en esta falta de respeto, pagasen la pena de seiscientos maravedís, y triple suma, si otro cualquiera «por su fecho especial feciere ampara.»

Estaban tan arraigados en la nobleza los hábitos de indisciplina, que los ricos hombres, infanzones y caballeros solían tomar lugares, términos y heredades de las iglesias y los concejos sin derecho o con título dudoso, atropellando los fueros de la justicia; licencia de costumbres que Alfonso XI ofreció corregir.

En materia de tributos procuró contener, ya que no alcanzase a desterrar, la codicia de los cogedores y arrendadores; suprimid los portazgos en los lugares exentos por privilegio conforme al ordenamiento hecho en las Cortes de Madrid de 1329; concedió que no pediría el diezmo de las viandas que entrasen por los puertos de Asturias y Galicia, sin renunciar el de las mercaderías; moderó los excesos de los arrendadores de las alcabalas, remitiéndose al ordenamiento dado en las Cortes de Burgos de 1345, y declaró exceptuadas de esta gabela las ventas del pan y del vino para fuera del reino, sin abrir la mano a «las encobiertas que se facen.»

A la petición concerniente al robo de naos y bajeles con grandes haberes de Galicia y Asturias que los procuradores imputaban a los de Bayona, estando los nuestros en tregua con ellos, respondió el Rey como en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348.

Renovó el ordenamiento contra las usuras otorgado en las de Madrid de 1329; y a lo suplicado por los procuradores para que diese plazo de espera por dos años en razón de las deudas de los cristianos a los Judíos, satisfizo concediendo uno solo.

Suya es la ley para que los bienes de la mujer no respondan de las obligaciones contraídas por sus maridos cuando salieren fiadores, corrigiendo en esta materia, del derecho civil el Libro de las siete Partidas475.

Por último, pidieron los procuradores al Rey les hiciese la merced de encabezar las cartas que salieren de la Cancillería, anteponiendo el nombre de León al de Toledo, so pena de haberla por desaforada y no cumplirla; a lo cual respondió que en las cartas para el reino de León o fuera del reino «se ponga primero León que Toledo.»

Más adelante, en el mismo cuaderno, se reproduce la petición por los prelados, ricos hombres, caballeros y procuradores en términos más generales, a saber que mandase el Rey poner primero León que Toledo en las cartas a cualesquiera ciudades, villas y lugares de su señorío, a la cual dio Alfonso XI la respuesta siguiente: «Tenemos por bien que en las cartas que fueren a Toledo, o las cartas que fueren a las villas e lugares que son de la notaría de Toledo, que se ponga primero Toledo que León; o las cartas que fueren a todas las cibdades, e villas e lugares del nuestro sennorío, otrosí las que fueren fuera del nuestro regno, que pongan primero León que Toledo.»

Esta cuestión de preeminencia tuvo su origen en las Cortes de Alcalá de Henares de 1348. Moviose entonces la contienda entre Burgos y Toledo acerca del asiento y la voz que pertenecían a sus procuradores. Pretendían el primer lugar y hablar primero los de Burgos, fundándose en que aquella ilustre ciudad era cabeza del reino de Castilla y estaba en posesión de tan honroso privilegio. Contradecíanlo los de Toledo alegando su mayor nobleza y dignidad como ciudad más antigua, cabeza de las Españas y silla de los Reyes godos.

Alfonso XI, por cortar los grandes debates y diferencias entre los procuradores, y no descontentar a unos ni a otros, pronunció sentencia, diciendo: «Los de Toledo harán lo que yo les mandare, y así lo digo yo por ellos: hable Burgos.» Sus procuradores conservaron el asiento que tenían a la derecha del Rey, y a los de Toledo se les dio un banco en el centro de la sala, frontero al trono, con lo cual se aquietó la discordia.

Esta escena se repitió cada vez que se juntaron Cortes, pasando a ser ceremonial lo que al principio fue viva controversia. El Rey D. Pedro mandó librar a los de Toledo carta sellada declarando que por cuanto el Rey D. Alfonso su padre «en las Cortes que fizo en Alcalá de Henares tuvo por bien fablar por Toledo, por esto yo tuve por bien de fablar en las Cortes que yo agora fice aquí en Valladolid, primeramente por Toledo»476. El privilegio y las Cortes a que se refiere corresponden al año 1351.

Un suceso tan reciente resonó en las de León de 1349; y aunque por ser particulares a este reino no hubo ocasión de renovar la competencia de las dos principales ciudades de Castilla, cundió el ejemplo, y la de León disputó a Toledo el lugar preeminente que su nombre ocupaba en las cartas reales, ya que no su voz y asiento en la sala de las Cortes. Alfonso XI, por no agraviar a ninguna de las dos, medió la partida como en Alcalá de Henares, igualándolas en la honra, pues era poca la ventaja.

Semejantes cuestiones parecen hoy pueriles; pero si nos trasladamos con la imaginación a la edad media, llegaremos a persuadirnos de su gravedad, porque cada una de estas contiendas dejaba entrever el fondo de un estado social en que tanta parte tenían el amor del privilegio y la fuerza de la tradición.