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La universalidad del español hace mucho más leve la maldición de Babel

Fernando Lázaro Carreter





Entre las jornadas más significativas que ha motivado este año de 1992, deberá contar sin duda la de hoy, cuando por feliz iniciativa del Gobierno de La Rioja, y bajo la presidencia de Sus Majestades los Reyes, se reúnen aquí los gobernantes de todas las Comunidades que integran el Reino de España para entablar, siquiera sea simbólicamente, lo que podíamos llamar un diálogo de las lenguas, el cual, por el hecho mismo de este acto, se anuncia en términos de fraternidad y de razón.

Nos rodean el mismo paisaje y casi el mismo ámbito monacal en el cual tenemos la certeza de que hace mil años se oían palabras castellanas y palabras euskeras, con que se comunicaban frailes de las regiones vecinas a quienes ofrecía resistencia la lengua latina. Hablaban vasco entre sí los vascos, y un latín deturpado los riojanos y castellanos, que era casi seguro la lengua común empleada en las conversaciones ordinarias del convento por ser la más próxima a la que, por profesión, les exigían la liturgia, el coro y las lecturas espirituales. Por esas lenguas sin ningún prestigio, habladas con conciencia de su vulgaridad, tenían que dar un rodeo, sin embargo, para entender, por ejemplo, a San Agustín, porque sus mentes ya no conectaban muy directamente con el idioma del Santo. Hasta el punto de que, temiendo olvidar la correspondencia entre dos vocablos, no dudaban en mancillar el manuscrito glosándolo, aclarando el sabio con el suyo, tan rudo.


Primeros testimonios

En este venerable recinto aparecen los primeros testimonios de que había empezado en España el diálogo entre dos de sus lenguas. Luego, las lenguas mismas darán fe de que aquel coloquio había llegado al extremo de una estrecha interpenetración en el hablar, con injertos mutuos, el euskera, adoptando vocablos de la lengua fronteriza, y el castellano, acogiendo del vasco no sólo palabras que aumentaban las del patrimonio propio, e incluso las reemplazaban, sino con algo más importante: en su contextura fónica el nuevo idioma recibía la impronta de la secular lengua vasca, determinante de muchos rasgos de su evolución, precisamente los que iban a otorgarle sus más chocantes apartamientos respecto de los romances neolatinos, los que confieren al castellano sus perfiles más disidentes.

La intimidad entre los idiomas gallego y castellano se inicia, como es bien sabido, literariamente: con la predilección que, por los juglares de aquel territorio, manifiesta en el siglo XIII Fernando III, sustituyendo con ellos a los de Provenza, que en reinados anteriores habían sido preferidos con sus cantos en una lengua de difícil comprensión. Abundantes «segreres», como se llamaba en Galicia a estos poetas músicos, acompañaron a la corte del Santo Rey durante las campañas de Andalucía. Como explica Menéndez Pidal, «traían consigo el agrado de temas populares gallegos, cantados en formas sencillas, fácilmente comprensibles, a los cuales el oído se entregaba descansado, mejor que al oscuro poetizar de trovadores extranjeros». En efecto, los cantores galaicos embelesaban a los reconquistadores con sus cantigas de enamoradas y enamorados, y los regocijaban con sus escarnios, sin que la lengua constituyera frontera alguna. No hace falta mencionar cómo esta temprana convivencia lingüística peninsular encarna a Alfonso el Sabio, gran impulsor del castellano como lengua de cultura, y poeta él mismo, juglar de Santa María, en cantigas gallegas. Esta alternancia entre los dos idiomas se prolongaría por parte de los poetas castellanos hasta el siglo XV -Villasandino, Gómez Manrique, Santillana-, cuando ya habían renunciado a escribir los gallegos en el suyo.

Pero no sólo empezó entonces a hablar el gallego con el castellano, sino a alternar con los idiomas romances de Aragón, como lo testimonia el poema «Razón de amor», cuyo autor aragonés lo puebla de rasgos de su tierra, y no se olvida de incluir la jubilosa estrofita gallega de la muchacha que, en un huerto risueño, encuentra a su amigo. Y, algo más tarde, nuestra lengua más occidental llega hasta la Corte de Jaime I, donde el segrer Pero da Ponte, tan admirado por los castellanos, ha sido probablemente acogido y canta la conquista de Valencia.

Por fin, para hacer breve mi intervención, me limitaré a recordar cómo el catalán entró pronto en contacto con la lengua vecina de Aragón, con la cual tanto compartía, entre otras cosas el territorio del mismo Reino. Cientos de juglares se reunieron en Zaragoza en abril de 1328 para celebrar las bodas de Alfonso IV con trovas indistintamente aragonesas y catalanas. Indudablemente los habría también castellanos y gallegos: los juglares peregrinaban de lugar en lugar donde hubiera ganancia. La indistinción, la compatibilidad entre las lenguas fue perfecta, sin que los Reinos fueran islas idiomáticas. Por añadir un símbolo en el Reino de Aragón que equivalga al de Alfonso X de Castilla basta evocar la promiscuidad lingüística que se produjo en la Corte napolitana de Alfonso V el Magnánimo, catalanohablante, como es natural, pero del cual afirmaba Bisticci: «La maestá del Re parla spagnuolo», y que respetaba la libertad idiomática de sus poetas, catalanes, aragoneses, navarros, asturianos, cántabros y castellanos; los cuales, por otra parte, poblaron sus versos de vocablos de los idiomas de los otros como resultado de una confraternización políglota. Poetas que se llaman Fogassot o Ribelles, Tapia o Estúñiga, Lanuza o Ustarroz.




Paz y convivencia

Podrían proponerse otros sucesos, otros nombres, otros momentos para verificar esta paz interna en que se desarrollaron las distintas lenguas españolas a lo largo de muchos siglos. Sería muy conveniente que esa historia se contara muy por menudo, porque siempre la historia de las paces suele ser mucho menos ruidosa que la crónica de las guerras. Pero hay un libro supremo que ejemplifica la apacible convivencia de dos de nuestros idiomas, y que en este acto debe ser nombrado. Es, puede adivinarse, el «Quijote», cuando el caballero y el escudero, ya atravesado Aragón y habiendo llegado cerca de Barcelona, son asaltados por los bandoleros catalanes y gascones de Roque Guinart. Éstos, dice el libro, «les rodearon diciéndoles en lengua catalana que estuviesen quedos, y se detuviesen hasta que llegase su capitán». Consta que los asaltados entendieron muy bien, porque bien quedos permanecieron mientras los expoliaban. Pero tanto los forajidos como luego su jefe siguen dialogando con los manchegos, sin que ya se diga en qué idioma conversan; no es arriesgado suponer que lo hicieran en castellano, aunque fuese en aquel «medio español» que, según Famiano Estrada, hablaban los soldados del «Tercio de los catalanes» en la infantería española que combatía en Flandes.

No cabe pensar que Don Quijote y el rústico hicieran mucho esfuerzo por salirse de su idioma natal con las personas que allí trataban, y, sin embargo, informa el texto, oyendo los donaires de Sancho, todos los criados de don Antonio Moreno «andaban como colgados de su boca». Es muy claro que Cervantes apela a la convención literaria según la cual los personajes, cualesquiera que sean sus lenguas, se expresan en una sola. Pero sería sumamente raro que el alcalaíno, respetuoso casi fanático con la realidad, no hubiera aludido a dificultades o conflictos idiomáticos si hubiesen existido, si se producían entonces. En otras novelas del siglo XVII cuya acción transcurre en Barcelona tampoco existen. Hay en esa Biblia española otra admirable muestra de normalidad: la visita del héroe a la imprenta cuando preguntaba a un oficial qué estaba componiendo, y éste le contesta textualmente que un libro traducido del toscano «a nuestra lengua castellana». ¿De dónde era aquel oficial? Los otros libros que allí se imprimen están escritos en su castellano original; uno de ellos enciende la cólera del andante: era, como todos recordamos, la mixtificación de Avellaneda. Sólo dos años después de publicada en Madrid la segunda parte de la historia verídica de Alonso Quijano sería reproducida en una imprenta barcelonesa. Se había iniciado el auge librero que venturosamente continúa hoy allí con la producción simultánea de libros en las dos lenguas.




Identidad y origen

En otro libro cervantino, el «Persiles», figura la famosa ilustración que alguien hace a los peregrinos en las cercanías de Valencia, elogiándoles entre las excelencias de aquella tierra su «graciosa lengua, con quien sólo la portuguesa puede competir en ser dulce y agradable». Así sonaba el valenciano a aquel castellano de Alcalá más de un siglo antes de que un Carles Ros, por ejemplo, hiciera esfuerzos por convencer a sus paisanos de que su idioma era «suau», suave.

Y mientras tanto, el castellano se iba haciendo español, se estaba extendiendo por América, se había asomado a Asia, y en todas esas empresas la España plurilingüe había convergido idiomáticamente con la mayor naturalidad, sin que los ciudadanos perdieran las identidades de origen.

Esa naturalidad se quebró al imponer el poder político la idea francesa de la lengua única y central. A partir de entonces, el diálogo ya sufrió contratiempos, interrupciones y enfados. Fue creciendo la sensación real de diglosia, es decir, de opresión de una lengua por otra. No hay por qué dejar de mencionar en este acto el desdichado decreto de Nueva Planta, de 16 de enero de 1716, que ordenaba cómo «las causas de la Real Audiencia se substanciarán en lengua castellana». Eso suponía que, de hecho, en toda la Administración de Justicia en Cataluña era eliminada su lengua territorial. La disposición se extendió en 1715 a Valencia y a Mallorca. Pero no debe olvidarse que en Francia, cuyo modelo se copiaba, Luis XIV había dispuesto dieciséis años antes que, en el Rosellón, para que tuvieran validez las actas notariales, las escrituras públicas, los pleitos y las sentencias debían redactarse en francés. Un decreto de 1768 prohibía el empleo en Cataluña de otra lengua que no fuera la castellana en la enseñanza primaria y secundaria.

Se rompe así la convivencia sin recelo idiomático que había sido normal en los Reinos de España, y después dentro de la Monarquía española. Las lenguas no habían supuesto obstáculo alguno en el camino conducente a la unidad nacional. Surge ahora la «cuestión idiomática», es decir, el recelo mutuo, con caracteres reivindicativos que recibirán una tonalidad vibrante a partir del Romanticismo. Las lenguas se convierten en banderas de doctrinas y movimientos políticos, y los intentos represores que se suceden -bien cerca tenemos el último- no hacen más que agravar la disensión. La larga paz deja paso a una situación inquieta que llega hasta hoy. Expresarse de un modo u otro adquiere desde el siglo XVIII, pero sobre todo a partir del XIX, significados que nunca habían contado. Preferir una u otra califica radicalmente: se juzgan incompatibles. Sintiéndose agraviada por sus paisanos, Rosalía de Castro anuncia en 1880 su decisión de no emplear más la lengua gallega; ello dará el fruto admirable de «En las orillas del Sar», pero revela esa concepción antagónica de las lenguas. Años más tarde, en el otro extremo peninsular, Eugenio d'Ors, figura fundamental de la recuperación intelectual de Cataluña y del catalán, transmigraba en 1924 a la lengua castellana por venganza, dice, contra la hostilidad que sentía en Barcelona, entre sus propios discípulos incluso. Y será llamado «traidor».




Azares y venturas

Pero no es esa situación de irritabilidad idiomática, que demasiado conocemos, la que interesa evocar aquí, sino la anterior, la de secular coexistencia apacible que me he permitido recordar. El azar de los siglos hizo plurilingüe a España, y esa realidad inamovible ha sufrido azares y zozobras, pero también ha producido venturas como Joanot Martorell, Maragall, Cervantes, San Juan de la Cruz, Martín Codax, Rosalía o Gabriel Aresti. Ellos y tantos más deberían estar orquestalmente unidos en el alma de los españoles si nuestra patria ha de serlo de todos. Lo cual, porque la Historia es irreversible, y nunca cursa sin heridas, no va a ser fácil ni rápido. Sólo el reconocimiento jurídico pleno de las lenguas españolas que la democracia ha estatuido, un uso razonable de ese derecho a la libertad, que debe ser respetada por y para todos sin la menor voluntad de diglosia, y gestos de concordia idiomática que contagien a los ciudadanos, como es, sin duda, esta reunión de los dirigentes de las Comunidades de España, bajo la prudente autoridad del Rey, puede allanar el camino hacia la distensión, hacia la desactivación de ese poderoso agente de perturbación que pueden ser las lenguas, para convertirlo en sustento firme de armonía, con la cual la nación común multiplique las fuerzas.

Hoy no deja de causar saludable envidia que unos cuantos millones de ciudadanos bilingües disfruten del privilegio excepcional que supone poder manifestarse en la lengua que, desde la cuna, los configuró, y en otra, si ésta es la que fue castellana y han hecho española y de dimensión universal los españoles que permanecieron entre el Mediterráneo y el Atlántico y los que fueron a Ultramar, la cual, congregándonos con varios cientos de millones de seres humanos, hace para todos mucho más leve la maldición de Babel. Ningún lugar mejor para contemplar ese panorama, a la vez posible y difícil, que este maravilloso mirador riojano, testigo fidedigno de los primeros instantes de una fraternidad que nunca debió enturbiarse. Ojalá no sea episódico este acto e inaugure aquí un foro permanente que ayude a reconquistar aquella paz idiomática establecida en San Millán hace diez siglos, según autentifica el documento emocionante de las Glosas. El nombre de nuestro Rey tendría que asociarse así a los del Sabio y el Magnánimo.







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