Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

Discurso en la recepción del Doctorado Honoris Causa por la Universidad de La Coruña (26 de junio de 1997)

Fernando Lázaro Carreter





En las recapitulaciones a que invitan la edad y el insomnio, me he preguntado algunas veces si no habré equivocado la opción en alguno de esos momentos en que toda persona se ve forzada a elegir decisivamente; en el de preferir unos estudios a otros, por ejemplo; en el de elegir estado y precisamente así; en el de optar por una profesión comprometiéndose con ella... Hay otros momentos varios en que se produce esa elección que cierra las puertas a diversas posibilidades, a diversos caminos, forzando a transitar para siempre por el que se ha preferido. Pero, al pensar en ello, si hay puntos en que tal vez rectificara, estoy persuadido de que en los tres mencionados acerté: los estudios, el estado familiar y la profesión universitaria en que he consumido la parte fundamental de mi vida. Mis actividades posteriores han sido y son un escolio a esos cuarenta años de aplicación total a la Universidad, una especie de afirmación en la propia seguridad para no sentirse arrojado a los márgenes de la utilidad social por el rigor de una jubilación arbitraria cuando se produjo.

Y un acto como el presente corrobora el último de los aciertos a que me he referido: si ya a casi diez años de haber dejado de enseñar, una Universidad tan joven y tan dinámica como es esta no me ha olvidado aún, y, no sólo eso, acuerda concederme el mayor honor académico que puede dispensar, ello significa que mi paso por las aulas no ha sido enteramente estéril, ni que han caído en terreno yermo los decenios y los esfuerzos dedicados al intento de hacer ir un poco más allá, aunque fuera muy poco, los saberes de la Filología.

Estoy seguro de que, cuando me sobrevenga otra vez esa inquietud acerca de si acerté o no con mi apuesta en el tablero manriqueño de la vida, el recuerdo de vuestra generosidad aventará esa duda, que, quiéralo o no, y si no me engaño, hostiga a toda persona consciente cuando ya anda por los bordes de aquel tablero. Y que ese posible apaciguamiento de la inquietud lo agradeceré, Dios sabe cuánto, a mi amigo, el ilustre catedrático don Manuel Casado, promotor y artífice de este honor, que me ha procurado con un entusiasmo, una liberalidad y un desinterés que me conmueven. En mi gratitud al doctor Casado, uno a su Departamento, que hizo suya tal propuesta, a la Junta de Facultad que la respaldó y a la Junta de Gobierno que la sancionó en última instancia. A todos, y desde el alma, muchas gracias. Y muy particularmente, otra vez, a don Manuel Casado por este retrato que ha hecho de mí, en el que casi todo el talento y el trabajo que en él figuran han sido adornos añadidos por él al modelo.

El rito coruñés de esta ceremonia exige que el doctorando exponga con brevedad alguna cuestión que le ocupado en su carrera científica. En ocasión tan solemne para mí, me ha parecido oportuno comparecer ante ustedes en la compañía de un viejísimo amigo, el Quijote, para intentar dar mi respuesta, telegráficamente casi, a la pregunta que tantos se hacen cuando han leído o se les ha dicho que ese libro funda la novela moderna, es decir, algo que no conoció el mundo antiguo, y que a partir de él, ha sido y es ese fabuloso continente poblado por infinidad de variedades narrativas, imprescindible para los humanos. El alcalaíno funda la novela moderna. ¿Por qué podemos atribuirle tan decisiva invención?

La mutación fundamental que introduce el Renacimiento en la literatura de ficción consiste, esencialmente, en la independencia creciente de los personajes. Frente a su sumisión absoluta al autor, en la Edad Media, tienden ahora a escapar de tal dominio, afirmándose, cada vez más en su propio albedrío.

En el Lazarillo de Tormes se observa ya con total claridad esa insurgencia, al ceder el autor su pluma al personaje mismo, subrogándose en él para que cuente a su modo sus fortunas y adversidades. En el tratado final, el desconocido autor llega a burlarse cruelmente del maridillo cornudo y contento, lo cual prueba hasta qué punto lo ha dejado desbarrar por su cuenta, sin entrometerse.

El admirable, el áspero Mateo Alemán da un paso definitivo en esa concesión de libertad, cuando permite que su pícaro obre como quiera, dejándole hacer sus gustos: aunque luego escriba unas digresiones para propinarle tundas. Se diría que Guzmán de Alfarache no es criatura suya.

Algo importante ha ocurrido. Algo tan aparentemente sencillo, sin embargo, como el descubrimiento por parte del narrador de que el mundo circundante puede ser ámbito de la ficción, y de que los vecinos del lector pueden aparecer en él con peripecias interesantes. El Lazarillo ha revelado que cuanto pasa o puede pasar al lado, superando en fuerza a las narraciones utópicas o ucrónicas que se había sucedido desde Gracia. Ha sido obra de aquel genial desconocido, que ha afrontado el riesgo de introducir la vecindad del lector en el relato, e instalar en ella su propia visión de un mundo no remoto e improbable como era el de los relatos anteriores, sino abiertamente comprobable. Autor, personajes y público habitan un mismo tiempo y una misma tierra, comparten un mismo censo, y han de ser otras sus mutuas relaciones. El escritor no repite ya enseñanzas sagradas y profanas inmutables, sino que aventura con riesgo su propio pensamiento. Cervantes lo proclama en las primeras palabras del prólogo del Quijote, declarando su libro «hijo del entendimiento».

Esta nueva actitud del narrador, impone un nuevo tipo de lector. Podrá buscar mera recreación en la lectura, pero, inevitablemente, al toparse con cosas que él ve en sus cercanías, se convierte en coloquiante activo que disiente o asiente con el relato y con el autor. Alguno, como el pesimista Alemán, increpa a sus posibles lectores, presumiendo que ha de gustarles poco al ver en la obra la censura de sus vicios. Cervantes les brinda el libro que llama hijo suyo, aceptando que, en uso de su albedrío, hablen bien o mal de él, según les plazca. Y una cosa fundamental que el escritor de esta nueva época debe someter a la aprobación del público es el idioma: tiene que ser tan reconocible como el mundo que se le muestra.

A partir de los estudios de Bajtin, se ha caído en la cuenta de la íntima relación que existe entre el descubrimiento de lo cotidiano como objeto del relato, y la irrupción de lo que él llamó polifonía lingüística. En efecto, la narración mundial, que, desde la Antigüedad, se había movido en lugares y tiempos indefinidos o inaccesiblemente lejanos, podía y hasta debía emplear un idioma muy distante del común y ordinario, retorizándolo con intensidad para hacerlo abismalmente remoto. En España, son las novelas sentimentales, caballerescas, pastoriles o bizantinas. Pero el Lazarillo se propone contar peripecias muy poco maravillosas, que ocurren entre Salamanca y Toledo, en años precisos del reinado de Carlos I, acaecidas a un muchacho menesteroso que sirve a amos ruines. No es posible narrar sus cuitas y reproducir las palabras con los primores y ornamentos que se aprendían en las escuelas de latinidad. Al introducir la verdad de la calle y de los caminos, penetra en el relato la verdad del idioma. Tímidamente aún en el Lazarillo; con decisión, en el Guzmán; plena y extensamente con el Quijote. Cuando se asegura que éste funda la novela moderna, esto es esencialmente lo que quiere afirmarse: que Cervantes ha enseñado a acomodar el lenguaje a la realidad del mundo cotidiano. Y algo muy importante que ensancha el camino abierto por el anónimo y por las primeras novelas picarescas: ha respetado, se diría que exhibitoriamente, la libertad de sus criaturas de ficción.

Esto último es bien evidente desde el principio, cuando el narrador confiesa ignorar el nombre del hidalgo manchego, aunque ha acudido a informantes que tampoco lo conocen. Sólo por sospechas colige que debe de llamarse Quejana, lo cual resultará falso al final de la novela cuando sea el propio hidalgo quien declare ser Alonso Quijano. No cabe mayor alejamiento del personaje. Cuando las exigencias de la narración le obliguen a inventar a Sancho Panza le atribuirá sin vacilación tal nombre; pero, en el original de Benengeli hallado en el Alcaná toledano, el rótulo que figura junto al retrato del escudero, llama a éste Sancho Zancas. Y Cervantes ignoraba el apodo, conjeturando, «a lo que mostraba la pintura» (nótese: él no sabía antes cómo era Sancho), que el mote se debía a que tenía «la barriga grande, el talle corto y las zancas largas». El hecho de que ambos, el hidalgo y el criado, se salgan de la novela en la segunda parte, para enterarse de la primera y juzgarla, es muestra preclara de su independencia, y adelanta genialmente lo que mucho más tarde harán los seis personajes de Pirandello y el protagonista unamuniano de Niebla.

Hace nacer a su Quijada o Quesada o Quejana, para embarcarlo enseguida en una acción por el mundo de la literatura y del lenguaje. Enloquece leyendo. Y no sólo las aventuras de los caballeros lo vuelven orate, sino, tanto como ellas, el modo de contarlas, con la mención expresa de Feliciano de Silva, «porque la claridad de su prosa y aquellas entrincadas razones suyas le parecían de perlas». (I, 1) Don Quijote resulta así un héroe novelesco enteramente insólito, inimaginable en época anterior: un enfermo por la mala calidad del idioma consumido.

Antes, fue posible la enajenación mediante contagio por el desvarío de los disparates narrados, y no por la prosa que los narraba. La Iglesia, desde la difusión impresa de los libros, no había cesado de prevenir contra el efecto letal de ciertas lecturas, protegiendo a los fieles contra ellas mediante condenas y censuras previas. No era difícil atribuir festivamente ese poder infeccioso a ciertas lecturas autorizadas, y un desconocido escribe el Entremés de los romances, cuyo influjo decisivo en la invención del Quijote probó irrefutablemente don Ramón Menéndez Pidal, en 1920. Es bien conocido su asunto: el labrador Bartolo pierde la razón leyendo el Romancero, abandona su hogar imaginándose héroe de aquellos poemas, y habla con fragmentos de ellos acomodados a su demencia. Hallado Bartolo por quienes han ido en su busca, lo devuelven a casa, y lo acuestan; pero, al momento, sufre otro ataque de locura, y prorrumpe en nuevos versos que dan fin a la breve pieza, la cual, por su insignificancia, no parecía destinada a tan importante consecuencia.

Tal vez, como Morf supuso, Cervantes quiso escribir sólo la novela ejemplar de un loco, pero cuando se le acaba el Entremés como modelo argumental, se da cuenta de que tiene entre manos la posibilidad de ampliar el ámbito de su crítica. La novelita podría muy bien acabar con el retorno del caballero a casa con el labrador que lo ha encontrado molido a palos por el mozo de los mercaderes toledanos.

Pero mientras el caballero descansa, el Cura y el Barbero hacen el escrutinio de su biblioteca. Es entonces cuando Cervantes cae en la cuenta de que dispone de un filón incompletamente explotado, y de que puede beneficiarlo mucho más si prolonga la demencia romanceril del manchego con la demencia caballeresca. El capítulo VI, el del examen de la biblioteca, marcaría el arranque de este Quijote ensanchado. De ahí que los censores se apliquen a juzgar principalmente libros de caballerías. Y con un furor que Cervantes acaba de atribuirles, Cervantes ha cambiado de proyecto. No juzga necesario reemplazar los sucesos romanceriles de la primera salida. Pero ahora se aplica con vehemencia al nuevo rumbo anticaballeresco.

Cuando la gran pareja de don Quijote y de su escudero ha quedado ya constituida, la novela halla camino definitivo hacia su destino inmortal. Pero lo hace, según he dicho antes, transitando por el mundo del lenguaje y de la literatura. La búsqueda de altos simbolismos en la intención de Cervantes, ha ocultado este aspecto del Quijote, que es fundamento de todos los demás. El alcalaíno es un obseso de la palabra: ya vimos cuánto contribuyó su mal empleo a la demencia del caballero. La necesidad de usar un lenguaje actual, que ya habían sentido los autores de los primeros relatos picarescos, es en él agudísima, y no sólo en el Quijote, sino en obras como el Rinconete o El rufián dichoso. Le obsesiona el decoro, esto es, la adecuación justa del modo de expresarse el personaje a su calidad y carácter, variable según las circunstancias en que habla, y bien diferenciado del de los otros personajes. Era una de las dificultades que Cervantes debía afrontar para escribir el libro. Va a ser la única que va a ocuparme, con unos pocos ejemplos referidos sólo a don Quijote y Sancho.

¿Cómo se expresa el caballero en los comienzos de su desvarío? Las primeras manifestaciones se producen con el lenguaje. Cuatro días tardó en hallar nombre a Rocinante; ocho, en procurárselo él. No se dice cuántos, pero aún debieron de ser más, para nominar a Dulcinea del Toboso. Y se holgó al acuñar aquella fórmula con que algún gigante vencido por su brazo iría a tributar homenaje a su dama: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado don Quijote de la Mancha...». Esta es la primera vez que oímos su voz directamente. La segunda, cuando, apenas iniciada su salida, imagina la literalidad con que será contada: «Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos...». (I, 2) Es obviamente una burla de los libros de caballeros o de pastores que leía (sin excluir su propia Galatea).

Esa intención burlesca patentiza la intención primaria con que Cervantes afronta su tarea, «el lenguaje de sus libros».

Llega a la venta que imagina castillo, y hace reír a las dos coimas con la insólita vetustez de su saludo. Y él se enfada. Hasta ahora don Quijote existe sólo por su raro idioma. Pero este procedimiento de caracterizarlo no podía prolongarse mucho; hubiera resultado insoportable para el lector. Y el autor lo alterna luego con otro, en contraste cómico, cuando el hidalgo experimenta el vulgar apremio del hambre, y rebaja su lenguaje hasta el chiste ramplón y a los modos más vulgares, para responder a las mozas que le advierten que sólo hay truchuelas: «Como haya muchas truchuelas [...] podrán servir de una trucha. Vengan luego, que el trabajo de las armas no se puede llevar sin el gobierno de las tripas». (I, 2)

Se trata de un juego impensable antes del Quijote. Cervantes lleva hasta el límite aquel propósito suyo, expuesto en el prólogo, de hacer perfecta la imitación, empezando por la del lenguaje, la de los múltiples lenguajes con que la vida se manifiesta. Unas veces es arcaico o literario, otras ramplón, no pocas veces, oratorio, y otras tanta llano en extremo. Cervantes vuelve a oye y transcribe la variedad de los lenguajes hablados y escritos para hacerlos resonar en la novela. La polifonía se hace compleja, y en la prosa de su narración y en la heterofonía diferenciadora del habla los protagonistas se hacen presentes múltiples estilos orales y escritos de su época.

Tendría que abusar de su atención para ir comprobando cómo las más ilustres voces escritas de la literatura áurea se suman a ese magno coro con dos solistas que es el Quijote. De todas se aprovecha el hidalgo para dar magnificencia, ironía, contundencia dialéctica y rigor a su elocuencia. Pero sus réplicas se cargan también de sencillez urbana o campestre, de emoción directa, de vehemencia, de malicia espontánea. Hay muchos don Quijotes, como hay muchos Sanchos, según su palabra. Aunque todos ellos constituyan una sola persona verdadera. Los personajes cambian cien veces de tono y de retórica, como hacemos todos los hablantes. Y esto sucede así, de modo continuo, por vez primera en el Quijote.

No puedo tampoco -lo lamento- entretenerme en explicar cómo funciona esta heterofonía, que llega a provocar conflictos como el que ocurre cuando un cuadrillero, viendo al hidalgo roto y desastrado, hecho un eccehomo, le pregunta qué le ocurre, llamándolo «buen hombre», como podía preguntárselo a un insignificante lugareño. «¿Úsase en esta tierra hablar desa suerte a los caballeros andantes, majadero?» (I, 17), le contesta don Quijote, herido idiomáticamente en su dignidad.

Para terminar esta mi acción de gracias, voy a aludir a un solo aspecto de la creación de Sancho mediante el más acusado de sus modos expresivos: el empleo de refranes. Y ello se ha justificado porque abundaban en la antigua conversación castellana, o por la exaltación que de ellos hicieron los humanistas, como manifestación admirable de lo natural. Pero son explicaciones de naturaleza extraliteraria; y es dentro de la literatura donde los fenómenos literarios deben obtener su primera explicación. Tratemos de dársela, aunque sea en esquema. Sancho ha de hablar conforme al genus humile que corresponde a su naturaleza. Pero es sumamente difícil reflejar ese estilo en un texto literario, porque su excesiva presencia podría causar un abatimiento estético del conjunto. Se habían probado varias, entre ellas, que el personaje rudo empleara refranes. Cervantes prueba varias: las famosas prevaricaciones idiomáticas de Sancho. Y después de mucho tantear modos para hallar la voz diferente de Sancho en la polifonía quijotesca. La logrará, al fin, y se sentirá orgulloso de su victoria. Porque, según dice Sansón Carrasco al escudero, al leer la gente la primera parte de sus aventuras, hay quien «precia más oíros hablar a vos que al más pintado della». (II, 3) Otras personas, esperando la segunda parte, exclaman: «Vengan más quijotadas; embista don Quijote y hable Sancho Panza». (II, 4) El habla de Sancho: el gran desafío en que ha triunfado Cervantes.

Parte esencial de esa habla son los refranes. Sancho no suelta el primero hasta el capítulo 19, lo cual sugiere que aún no está seguro su empleo para forjar a Sancho. Eran más propios de gente vieja y, sobre todo, de mujeres, de «honorables ancianos y reverendas mugeres», como se decía. Cervantes se adueña definitivamente del recurso como estímulo cómico, cuando lo ha hecho pasar por boca de una mujer, de Teresa Panza.

El descubrimiento ocurre en el importantísimo coloquio de Sancho con su mujer, en el capítulo 5 de la segunda parte. Momento difícil para el novelista, porque ha de hacer hablar a dos analfabetos. Se impondría que entre ellos fluyera un coloquio toscamente humilis; pero eso hubiera descompensado la ponderada concertación de la obra, tan delicadamente equilibrada por el escritor. Imaginemos lo chocante que resultaría una larga conversación entre dos personajes tan ignorantes. Para prevenir el remedio, Cervantes utiliza una admirable argucia: la de advertir al lector que ese capítulo es apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con estilo superior al de su corto ingenio. Y así, haciendo que el escudero alce, su calidad expresiva, evitará el insoportable arrusticamiento de los dos aldeanos.

En efecto, siendo él tan gran prevaricador, corrige a Teresa por hablar mal, de igual modo que él solía ser corregido. Pues bien, en esa conversación Teresa suelta refranes en cascada. Su marido ha de atajar tal hemorragia refranera: «¡Qué de cosas has ensartado, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver [...] los refranes [...] con lo que yo digo?».

Dos capítulos más adelante, don Quijote pregunta al escudero qué piensa su mujer de la nueva salida, dado que la primera le ha reportado tan pocos beneficios; y él contesta: «Teresa dice que ate bien mi dedo con vuestra merced, y que hablen cartas y callen barbas, porque quien destaja no baraja, pues más vale un toma que dos te daré. Y yo digo que el consejo de la mujer es poco, y el que no le toma es loco». Esta réplica representa el trasvase definitivo de la catarata refraneril de Teresa a Sancho; ella ha dicho una sarta de refranes; él dice -«y yo digo»- otros refranes: el anudamiento se ha producido, y el escudero es ya dueño del artificio. Don Quijote se da cuenta e ironiza: «Decid Sancho amigo; pasá adelante, que habláis hoy de perlas». En ese hoy de la novela, en ese instante, que está bien pasada ya la mitad de ella, se ha afianzado, tras tanteos inseguros, el Sancho ensartador de refranes. Ya no cesará de hacerlo.

Esta propiedad del lenguaje de Sancho se hará ya consustancial con su persona: no tengo «otro caudal alguno, sino refranes y más refranes». Y así ha pasado Panza a la historia de nuestra lengua artística: como portador de «un costal de refranes en el cuerpo», según dictamen del Cura (II, 50), aunque ello no figurara en el proyecto inicial de su creador. Al imponerle el uso del refrán, a veces irritante para su amo, la voz de Sancho ingresa con un timbre diferenciado y potente en el gran conjunto polifónico del Quijote.

Concluimos: la incorporación de lo contemporáneo al relato y la heterofonía son las grandes aportaciones de Cervantes a la literatura del mundo, que es tanto como decir a la constitución de una humanidad que progresivamente ha ido enriqueciendo más su espíritu y se ha ido conociendo mejor. Como todas las grandes invenciones, las técnicas y científicas incluidas, tuvo los dos precursores mencionados, pero él la hizo definitivamente trascendente; y se hizo imprescindible para todos cuando algunos narradores ingleses del XVIII atrajeron la atención sobre el Quijote y sus descubrimientos narrativos, lanzándolo a una carrera triunfal por el orbe literario. El tiempo ha ido convirtiendo al caballero y a su escudero en cara y cruz de una medalla de oro, y haciéndolos símbolos humanos trascendentes.





Indice