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Discurso en la recepción del «Premi Blanquerna» de la Generalitat de Cataluña (17 de enero de 1994)

Fernando Lázaro Carreter





Hace once años, el Consejo Ejecutivo de la Generalitat de Cataluña me concedió la Creu de Sant Jordi, como reconocimiento, dice el título de concesión, a mi «aportació intel·lectual en el diàleg entre las diverses cultures hispàniques i, especialment, entre la cultura catalana i la castellana, a partir d'unes proposicions d'alt rigor acadèmic i de càlida estimació». Vuelve a dispensárseme ahora otro galardón, el Premio Blanquerna, concedido este año por vez primera, basándose el Jurado en parecidos supuestos méritos míos. Pero soy muy consciente de que éstos no han consistido apenas más que en una permanente actitud de cariño a Cataluña, a su lengua y a su cultura, manifestada a lo largo de mis cuarenta años de docencia. En ellos, he predicado la concordia idiomática entre todas las lenguas españolas: y no sólo en el aula, sino en cuantas ocasiones me ha sido posible; la más relevante, por las circunstancias en que se produjo, fue el acto celebrado en el monasterio de San Millán de la Cogolla, el 27 de octubre de 1992, donde, en presencia de Sus Majestades y de los presidentes de todas las Comunidades autónomas, tuve el honor de exhortar a ese entendimiento, con ocasión del quinto centenario de la arribada de la lengua española a América. El lugar era propicio: entre aquellos muros riojanos se escribieron las primeras palabras de un idioma nuevo que se desgajaba del latín, en los folios de un manuscrito donde esa lengua, aún balbuceante, alternaba con vocablos del euskera. Aquel milenario documento da fe de cómo, desde los primeros testimonios escritos, lenguas hispanas convivieron muy seguramente en paz. Esa paz que fue propugnada por cuantos hablamos aquel día, de modo insigne por el Rey, y que históricamente empezó a alterarse con gravedad cuando los decretos de Nueva Planta y otras disposiciones legales del siglo XVIII, ejercieron violencia sobre el libre albedrío idiomático de los ciudadanos de Cataluña; es decir, cuando éstos sintieron que el poder político intervenía en el principal, o casi, de sus derechos naturales.

Son mis palabras de aquel día en San Millán las que parecen haber servido de motivo al Jurado para concederme el primer Blanquerna. Aunque éste fuera injusto por carencia de otros méritos míos, aquel discurso me basta para recibirlo sin demasiado escrúpulo, por la emoción con que, en ocasión tan señalada, manifesté mi anhelo de ver atenuados y, aún mejor, extinguidos, todos los conflictos que enfrentan entre sí las lenguas que hablamos los españoles. Me siento particularmente honrado por el premio al fundarse en tal motivo, y es muy sincera mi gratitud al Jurado que ha tenido a bien concedérmelo por esa causa.

Jurado, por cierto, en el cual se ejemplifica a la perfección cómo nuestras dos lenguas, la castellana -que, entre todos, hemos hecho española por antonomasia- y la catalana, pueden convivir en el alma sin estorbarse. Cada una de ellas en su sitio, la materna más honda, por supuesto, y no muy lejos la otra, pero sin rivalidad.

Dígalo Pere Gimferrer, poeta insigne en las dos lenguas, vivo baluarte de la cultura de Cataluña, y, a la vez, miembro activo de la Real Academia Española. No menor templanza en los afectos cabe admirar en Nuria Espert, nuestra eminente actriz, capaz de cautivar por igual, todos lo sabemos, cuando presta su voz asombrosa a los versos de García Lorca o a los de Espriu. Y años, muchos años, lleva Lluis Carandell ejerciendo un reconocido magisterio en el periodismo hablado y escrito, sin que el instrumento idiomático haya constituido para él problema alguno. Lo cual cabe decir también, pero en el ámbito de la docencia, de la profesora Carmina Virgili, tan eficaz en la difusión de lo español en los medios universitarios de París. Raymond Carr, por su parte, ha probado con su obra histórica, cómo la polifonía idiomática no supone obstáculo mayor para acercarse intelectual y creo que afectivamente a la nación española en sus diversas lenguas. Por fin, del presidente del Jurado, el Consejero Joan Guitart, cabe colegir, juzgando por la perfección de su castellano, que esta lengua le opone tanta resistencia para decir y sentir como su catalán natal, es decir, ninguna.

Así pues, nada podía causarme tanta satisfacción como el hecho de que el premio me fuera otorgado por estas personas, algunas de las cuales son modelo vivo de la situación que deseo para cuantos españoles viven, se forjan y trabajan en Cataluña, sea o no el catalán su idioma natal, y, cuyas posibilidades profesionales y culturales son, por eso, superiores a las que disfrutan los ciudadanos monolingües. De ello son testigos y beneficiarios bien notorios como he dicho, mis benévolos juzgadores Gimferrer, Espert, Virgili y Carandell, cuya calidad y proyección artística o profesional, y su prestigio por tanto, se han multiplicado en proporciones muy importantes gracias a su efectivo bilingüismo.

Esa confortable situación que el don de las dos lenguas favorece, no es sólo aplicable a personas de talentos excepcionales como son los suyos, sino a cualesquiera otras, a quienes una idéntica destreza en el empleo de ambas, dentro de un adecuado nivel de instrucción y de cultura, abre unas posibilidades de realización personal que no estarían a su alcance siendo hábiles sólo en una de ellas.

En el caso concreto del castellano y el catalán, no debiera haber dificultad alguna para que esa destreza alcanzase a todos los ciudadanos: el acceso a una de las dos lenguas es fácil desde la otra, y son grandes las posibilidades de su ejercicio.

Nada debe impedir, pues, una competencia equilibrada en las dos. Con la catalana, se entra en la Cataluña industrial, hermosa y rica; a la cual la castellana comunica con el resto de la España múltiple y le da acceso a todo un continente, a un mosaico de naciones cuya desventura actual no debe hacer olvidar su porvenir inmenso.

Como se me ha otorgado el premio, esencialmente, por mi modesta contribución a la concordia idiomática entre esas dos lenguas secularmente hermanas en Cataluña, me siento en la obligación de decir dos palabras acerca de lo que entiendo por tal concordia, es decir, por la convivencia ideal entre dos idiomas que comparten territorios del mismo Estado.

Porque, con bastante amargura, debemos confesar que la situación de armonía, necesaria para abatir obstáculos graves en el desarrollo pleno de Cataluña y de toda España, no se vislumbra hoy como muy próxima. El momento ofrece bastante tensión, como lo prueba el hecho mismo y más actual de que el otorgamiento del premio Blanquerna, dado la significación de mi cargo, ha desencadenado, sentimientos opuestos. En unos, de satisfacción y esperanza; en otros, esos sentimientos han sido reticentes, dolidos y hasta airados.

Resultan de una situación de convivencia áspera, de la cual sólo daño para el país y para los ciudadanos, para todos nosotros, puede seguirse. Ese peligro es el que urge conjurar. Entiendo que este Blanquerna, al serme otorgado, ha querido contribuir a la distensión de un problema hoy agudo; por supuesto, no necesito decirlo, con ese espíritu ha sido aceptado.

Pero no va a ser fácil ni inmediato el alivio de la tirantez que padecemos. Y ello, porque -sería ingenuo desconocerlo- debajo de todo conflicto idiomático, está latente o patente un conflicto político. Ni la ocasión ni el lugar me aconsejan aludir a éste; ofrecen, en cambio, oportunidad, como he dicho, para esbozar alguna idea sobre el buen avenimiento entre los dos idiomas fraternos, avenimiento que, definido en grado utópico, consistiría en la disponibilidad no reticente de los hablantes para expresarse y para escuchar en uno o en otro con parecida competencia, aunque no fuera con la misma adhesión sentimental.

Porque esta última es imposible, y hasta resultaría inconveniente; ya que una sosa indiferencia ante algo que tan cálidamente circula por las venas, dañaría la personalidad de los hablantes. Pero algo hay que hacer y pronto, para que, si no hacia ese ideal utópico, caminemos hacia una situación tranquila, de tal modo, que, si ha de haber querella entre los ciudadanos, ésta no se funde en violencia alguna sobre las conciencias; porque es sobre ellas donde se ejerce violencia cuando se hace fuerza sobre las lenguas.

Para fortalecer la convivencia, creo indispensable una pedagogía de la comprensión. Los españoles castellanohablantes deben entender que, para un catalán, los vocablos pare y mare resuenan en el mismo lugar del alma donde, en la suya, laten las palabras padre y madre. Y que han sido muchos los años, casi el término de tres generaciones -por aludir tan sólo a lo que, por más inmediato, es más activo-, han sido muchos los años, digo, los que el catalán ha pasado reprimido y confinado a poco más que el ámbito de la intimidad. Y que, en su lugar, desplazándolo de sitios y ocasiones en que su empleo era o podía ser más que natural, aparecía la lengua castellana. Que no extrañe, pues, una renuencia mayor o menor ante una lengua que se juzga opresora; cuando una situación así se produce en cualquier tiempo o lugar y entre dos lenguas cualesquiera, es normal no sólo la renuencia sino la aversión a ella por parte de quienes, por la vehemencia de sentimientos, fanatismo o simple incultura, no pueden pensar que las lenguas son inocentes, y que la responsabilidad sólo alcanza a quienes más que usarlas, abusan de ellas.

Con estos dos elementales supuestos firmemente inscritos en la mente tendría que acudir el español castellanohablante a una mesa ideal donde se pretendiera echar un borrón sobre un pasado o un presente de agravios, abrir una cuenta nueva y definir y asentar la definitiva confraternidad de nuestras lenguas. Pero al otro lado de la mesa, debería entenderse también, según creo, que cualquier gesto o acto de apariencia hostil a la lengua castellana hiere intensamente a los millones de seres humanos que la hablan, y que la imprescindible normalización de la lengua catalana en su territorio es perfectamente compatible con un confortable acomodo de la castellana. A diferencia de lo ocurrido en épocas anteriores, puede estar la una donde está la otra, sin estorbarse y sin más limitación que la voluntad de los ciudadanos. Para lo cual hay que crear las oportunidades precisas para que, en la vida social, la elección de los idiomas pueda ser ejercida siempre en forma de opción.

Sólo así será posible desactivar las crispaciones que, inevitablemente, se producen cuando no existe una situación real de bilingüismo, sino de diglosia, es decir, cuando dos lenguas conviven en un mismo territorio, pero no con idéntico respeto para sus hablantes, de tal modo que la posesión de una acarrea ventajas negadas a quienes hablan la otra.

La armonía idiomática entre el castellano y la lengua patrimonial en los territorios que la poseen, pasa, según creo, por la promoción igual de las dos, y por el reconocimiento de idénticos derechos a ambas, sin ningún temor a que la patrimonial sufra menoscabo.

Antes bien, esa lengua y su cultura han de atraer inexorablemente voluntades, sin la reticencia o incluso rencor con que han de acercarse a ella quienes lo hagan por obligación. Si cada una de ellas vive librada a sus propias fuerzas, sólo aumentos pueden vaticinarse para la lengua propia en Cataluña o en Valencia o en Baleares o en el País Vasco o en Galicia, sin detrimento alguno para el castellano.

Parece, en efecto, venturosa la situación de los españoles nacidos en las Comunidades bilingües, porque, si la situación no se altera profundamente, desde el nacimiento, y a costa de bien poco, pueden conseguir esa dilatación de sus posibilidades de realización personal. Por lo cual, importan mucho, pensando en los ciudadanos catalanes y no catalanes como personas, las facilidades que se les den para su posible instalación dual. Doble y simultánea.

El Gobierno de Cataluña ha manifestado de modo bien razonable su enérgica oposición a la existencia de dos circuitos docentes separados por las lenguas. Esos dos circuitos constituirían, en efecto, una terrible equivocación, porque crearían dos poblaciones separadas por una barrera excluyente y perpetuamente conflictiva. Pero la existencia de un solo circuito en donde no se pueda desarrollar plenamente el aprendizaje y ejercicio de las dos lenguas, sería una equivocación mayor: a medio plazo, ante unos ciudadanos prácticamente monolingües, o, a lo más, balbuceantes en la lengua considerada secundaria, se habría alzado otra barrera que, aislándolos del mundo hispanohablante, obstruyéndoselo para su instalación personal, les restaría posibilidades frente a ciudadanos privilegiados cuyos medios económicos u otras circunstancias les permitieran una destreza absoluta en las dos lenguas. Barrera longitudinal en un caso, y transversal en otro. Ambas, absolutamente aborrecibles.

Disculpen ustedes que me haya extendido demasiado. No hacía falta tanto para dar las gracias, pero ya acabo. Lo que quiero decir, en una conclusión de urgencia, es que Cataluña y el resto de España necesitan vivamente la concordia idiomática. Mientras las heridas antiguas y presentes no sean suturadas, España, cualquiera que sea la idea que la organice como Estado, resultará absolutamente inviable.

Y sólo hay un medio para llegar a la convivencia en paz: es la libertad. Una vez que se ha alcanzado en el orden político, hay que mantenerla a ultranza en todos los ámbitos donde sea llamada a reinar.

Con la mirada puesta en un futuro de cordialidad idiomática anhelado por mí con toda el alma, el premio Blanquerna, cuya entrega agradezco muy sinceramente al señor Presidente de la Generalitat, sella mi devoción a Cataluña y a su lengua en lo más hondo de mi conciencia española.





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