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El sentimiento de lo humano en América

Antropología de la convivencia. Tomo II

Félix Schwartzmann



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ArribaAbajoSegunda Parte

Del aislamiento subjetivo a la acción


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XI

A través del confuso esplendor,
a través de la noche de piedra, déjame hundir la mano
y deja que en mí palpite como un ave mil años prisionera
el viejo corazón del olvidado.
Déjame olvidar hoy esta dicha que es más ancha que el mar
porque el hombre es más ancho que el mar y que sus islas,
y hay que caer en él como en un pozo, para salir del fondo
con un ramo de agua secreta y de verdades sumergidas.
[...]



XII

Sube a nacer conmigo, hermano.


PABLO NERUDA
Alturas de Macchu Picchu
               




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ArribaAbajoPrólogo al segundo tomo

El presente volumen, continuación temática y teórica de la primera parte de esta obra, no necesita de una advertencia preliminar. Sin embargo, como han transcurrido dos años desde la aparición del volumen primero, deseamos referirnos brevemente, en este lugar, a la generosa acogida de que fue objeto dicha parte de la obra en círculos de amigos y filósofos profesionales. Verdad es que la crítica se ha limitado hasta el momento -quizá por tratarse de un trabajo inconcluso- a juzgar la obra desde un punto de vista exclusivamente estético literario; sin ir tampoco en este plano del estilo y la expresión demasiado lejos, ya que no se detuvo en nuestro intento de contribuir, muy modestamente por cierto, a la conquista de algún rigor en el lenguaje filosófico castellano, evitando, dentro de lo posible, los tecnicismos profesionales.

Esperamos, pues, que este tomo segundo contribuya a perfilar con mayor nitidez lo que esta investigación encierra de nuevo, en cuanto señala la realidad de un problema y la posibilidad de un método. Porque, en efecto, no sólo afirmamos una posición básica que es preciso diferenciar de teorías aparentemente afines, sino que nuestra investigación sigue un método peculiar, que creemos de valor y significación para la antropología filosófica y las ciencias del espíritu.

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Esperamos, además, que se comprenda lo que este trabajo ofrece como posibilidad de autognosis del hombre y como contribución al conocimiento del sentido de los problemas ético-sociales de la época presente. Y que se atienda, además, a la índole dual del mismo: investigación pura de un lado y, del otro, manifiesta voluntad de acción.

Si así se hace, no se pensará, como ha ocurrido, que mucho de lo que hemos afirmado como ideal de vida sólo podría concebirse como realizable en una sociedad organizada de una manera radicalmente distinta de la actual. Lo cual, a nuestro juicio, más que objeción constituye un llamado a la responsabilidad; porque el hombre, a través de su historia, se revela como auténtico creador de realidad...

Por otra parte, en los últimos años, la gigantesca ola de mediatización de las relaciones entre los hombres, lejos de iniciar su reflujo continúa avanzando. Surgen nuevos y oscuros signos, augurios de un impersonalismo creciente, presagios de guerra que ya como tales hielan, sofocan el anhelo de una comunidad universal y ensombrecen la alegría del claro vínculo humano. En lo internacional, lo que parece lograda simplificación política encarnada en dos bandos que se adjudican mutuamente definitivas decadencias o idílicos albores culturales representa, en verdad, la simplicidad aparente de una real barbarie. Trátase, en rigor, de, una crisis profunda, acaso sin par, del espíritu necesario para orientar la convivencia hacia su plenitud, que se evidencia en todas las relaciones interhumanas.

Por eso, pensamos que no hay azar en nuestra búsqueda de las leyes esenciales que rigen lo interhumano, en nuestra investigación de las formas de la experiencia del prójimo y su variabilidad histórica, como no lo hay en la dificultad para penetrar el sentido de nuestro intento. Las mismas fuerzas irracionales que impulsan a la loca fuga hacia lo impersonal, impiden a algunos de entre los mejores ver clara y distintamente la significación teórica y práctica (ambos términos tomados en su sentido más amplio), del conocimiento de ese primario traumatizarse, por decirlo así, del hombre por el hombre mismo, que prefigura la naturaleza de las relaciones interpersonales.

Por nuestra parte, investigando cómo cada época tiende a expresar -o negar- la aspiración a una nueva relación ingenua del hombre con su prójimo, llegamos a vislumbrar la peculiaridad de dichos vínculos en el americano, y el hecho de que cada grupo humano vive a su prójimo desde el fondo de su experiencia primordial del otro. La curva del acaecer de los años venideros mostrará, más dolorosamente aún, hasta qué punto existe   —13→   un enlace metafísico esencial entre la inmediatez del vínculo, anhelo de realidad y voluntad de objetividad por una parte y, por otra, entre convivencia mediatizada y proclividad a despeñarse en la barbarie impersonalista. Tal aniquilamiento de lo individual no posee, como hemos de verlo, parentesco alguno con formas de auténtica participación en la vida de la comunidad.

Pero, no actúa el azar, tampoco, en el hecho de que una doctrina como la nuestra surja en tierras donde alientan originales modos de la idea del hombre, así como un nuevo sentimiento de la individualidad. Recordemos, a este respecto, que en el tomo primero nos referimos con amplitud al ideal del hombre propio del americano, como vinculado a su particular sentimiento de lo humano. A pesar de ello, decíamos, su vida se ensombrece por una bruma de inhibiciones, por la angustia que engendra en él la ausencia de una totalidad social con sentido a la cual poder adscribirse creadoramente. Señalamos, también, cómo su existencia parece oscurecerse por una suerte de caída en el ensimismamiento que, en ocasiones, casi se convierte en deseo de autoaniquilación. Entonces, ¿por qué si un peculiar experimentar el ser del otro constituye la fuente originaria de la idea del hombre y de la acción que de ella dimana; por qué motivo, entonces, dicha experiencia obra en el americano conduciéndole a una suerte de hermetismo afectivo y espiritual? ¿Por qué la extrema agudización de su capacidad para percibir lo singular en la persona ajena -sensibilidad que alcanza a veces hasta una angustia visceral-, culmina en una especie de huida ante la humana presencia?

Es necesario buscar en la naturaleza misma de esa idea del hombre hija de aquella experiencia el origen y significado último de tal comportamiento. Porque ocurre que lo aparentemente negativo oculta, aquí, el germen de una poderosa afirmación. Puede suceder, de esta manera, que tan extraña dinámica interior, caracterizando un modo históricamente condicionado de vivir al prójimo, conduzca, por necesidad de su propia esencia, hasta la acción creadora. Así, VINCULAMOS LA METAFÍSICA DE LA ACCIÓN A LA METAFÍSICA DE LO INTERHUMANO; o, expresado en el plano del acontecer concreto, enlazamos la realidad configuradora de lo interhumano a la realidad de la acción. Es a tal núcleo de interrogantes a los que hemos intentado dar respuesta haciendo interferir para ello, de continuo, referencias a lo universal con un plano ejemplificador histórico, propio de la experiencia americana de la vida.

La investigación de dicha esfera de problemas nos ha permitido   —14→   aislar toda una serie de hechos psicológicos penetrados de un sentido particular, que juzgamos como la zona de elaboración científica propia de una ANTROPOLOGÍA DE LA CONVIVENCIA. De ahí el subtítulo del presente volumen. Tratamos en esta antropología de la convivencia de ahondar en la singular dialéctica de la experiencia del prójimo hasta orillar el análisis del ACTO MORAL, para concluir rastreando su alcance ético-social, pedagógico, revolucionario.

Para concluir, permítasenos una fugaz referencia a trabajos futuros. Confiamos en que, liberados en cierto modo de investigaciones preliminares, podremos hacer una aplicación más ágil y concreta del método empleado en esta obra, en otra, en preparación, acerca de filosofía de la historia. Como la presente, ella constituirá una parte de mi trabajo como miembro del Instituto de Investigaciones Histórico-Culturales. Será, pues, -y sea dicho con plena conciencia de los riesgos de confusión teórica que ya aparecen con su mero enunciado- otra contribución a la filosofía americana.

Santiago, febrero de 1952.

F. S.





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ArribaAbajoSegunda Parte

Del Aislamiento Subjetivo a la acción


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ArribaAbajoA. Del Aislamiento


ArribaAbajoCapítulo I

Individualidad y Renacimiento


Desde los orígenes de toda historia, experimentaron los hombres el ser de lo social surgiendo de su misma conciencia de aislamiento. Claro está que tal doble experiencia ha seguido en el tiempo una ruta interior rica y cambiante, nunca monótona. Pero invariable, sin embargo, en su eterno vaivén, desplegándose entre fantasía y realidad. Porque en un triste o placentero fabular, el individuo se entrega a la elaboración de un mundo íntimo de imágenes y deseos, donde la representación del natural destino de las cosas humanas alterna con lo que, ciertamente, no posee otra realidad que la del vago ensueño. Mas, junto a esa espontánea mítica interior que suele acompañar como fantástico cortejo sus vínculos con el mundo, alimenta el alma un sistema de ideas y anhelos en cuya posible realización presiente el momento en que la vida personal adquirirá toda su significación, gravidez y alegría. Y ello aun cuando en el ahora no logre expresar ni actualizar dicha urdimbre de anhelos. Pero también ocurre que este permanecer como apresado en la red del ensueño, detenido en lo inexpresable acaso, puede aparecer como impotencia frente a la realidad, como encadenamiento a un transcurrir que no nos alude o puede, sobre todo, llegar a experimentarse como impotencia frente al prójimo.

Al concluir el enunciado precedente arribamos ya a la región interior del aislamiento y el hermetismo. Ahora bien, para comprender en lo profundo lo que en ella acaece nos parece necesario, en primer término, arrojar el lastre de inertes abstracciones acerca de la naturaleza humana. Exigencia que resulta más perentoria aún si no nos alejamos en este punto de la entraña de nuestro problema, que es el de describir el modo de experiencia del aislamiento propio del hombre en las comunidades americanas. Concretamente, veremos entonces surgir una trabazón orgánica entre forma de aislamiento, sentido de la individualidad y estructura social. Porque acontece que a cada estilo de convivencia corresponde   —18→   una determinada modalidad de hermetismo psicológico. Sorprender en la frescura de su singularidad cómo opera tal enlace en las diversas encarnaciones históricas conocidas, es cosa que también favorece la comprensión más cabal de la evolución de la idea y sentimiento de la individualidad. Pues no se observa una forma intemporal, invariable de aislamiento, sino el manifestarse proteico, cambiante, directa expresión complementaria del tipo de sociedad de que se trate.

Veamos, a continuación, todo lo que esto implica.

La experiencia del aislamiento interior se reviste de originales tonos subjetivos, en todo momento histórico en que los individuos aspiran vivamente a realizar lo concebido como la más alta forma de comunidad. Por eso, el mudable signo con que aparece dicho hermetismo en el mundo histórico nos conduce, por teórico vasallaje, hasta a admitir la necesidad de bosquejar una suerte de metafísica del humano aislamiento. La antropología de la convivencia no puede prescindir del conocimiento de los hechos perfilados por aquella indagación. Será necesario, por cierto, señalar con claridad distintos niveles de referencia al problema. Desde el teóricamente más omnialusivo hasta el nivel descriptivo más particular. Señalar, por ejemplo, que, si históricamente -primer extremo- cabe establecer relaciones entre la imagen del universo o la sociedad y una teoría psicológica básica; en la situación presente -segundo extremo-, en que el hombre es poseedor de una aguda conciencia histórica, vigilante en su búsqueda de una comunidad universal, es de suyo comprensible que la teoría y el sentimiento del hermetismo se adelanten hasta el primer plano. Lo que no representa más que otra faz de la interpenetración operante entre las formas de percibir al prójimo y las actitudes teóricas y prácticas frente al mundo.

Decíamos que el modo interior del ensimismarse depende de la situación histórica concreta y en este caso de la concepción de la individualidad y del ideal de sociedad característico de Hispanoamérica. Por otra parte, hemos visto anteriormente cómo no basta postular una variable distancia interior o exterior del individuo respecto del grupo en que vive ni afirmar, en suma, una especie de mecánica del sentimiento de soledad, o, dicho sin vacilante generalidad, un mecanicismo interpersonal. Por el contrario, para comprender tal proceso psicológico-social, aparece como deseable descubrir la forma de referencia al otro constitutiva, en cada   —19→   caso, del aislamiento mismo. Porque la actitud hermética representa la contrafigura de la comunidad anhelada; la forma del íntimo atrincherarse denota el grado de participación interindividual tolerado o rechazado. En este punto, la antropología de la convivencia deberá investigar algunos hechos fundamentales que en ocasiones cobran contradictorias apariencias, como el siguiente. En sociedades de marcado sello individualista, el sentimiento de lo hermético puede ser menos intenso que en las de dirección colectivista, ya que la afirmación de lo singular suele comunicarse por subterráneos cauces con ideales de fraternidad.

No es sorprendente, en consecuencia, la diversidad propia, por ejemplo, del modo de experiencia del aislamiento de un ruso actual respecto de un individuo del Renacimiento. Estéril es, pues, perseguir el perfil conceptual de tipos de solitarios genéricos y estáticos, o recurrir a intemporales mecanismos compensatorios de soledad y sociabilidad, de hermetismo y comunicabilidad, de aislamiento y vinculación, subordinados a la polaridad conceptual complementaria de integración-desintegración social. Inútil, también, si la psicología empleada no se fundamenta en la luz que irradia el conocimiento del hecho primordial de la variabilidad histórica de la experiencia de lo íntimo y del saber del tú, que representa uno de los postulados de la antropología de la convivencia1.

Pero, tan infecundo como una psicología que acude a la mecánica de la soledad para comprender los fenómenos de participación social, o a la descripción de procesos polarizados como integración-desintegración colectivas; tan inseguro como todo ello, es el no distinguir claramente el objeto de indagación propio de la antropología de la convivencia y su valor para el conocimiento histórico, de la pura historia intelectual del hombre, o bien de la historia como historia del espíritu o, en fin, de una concepción metafísica de lo intersubjetivo. Es necesario diferenciar planos de realidad y modos de referencia adecuados a su comprensión. Distingos obvios, sin duda, pero no por ello menos olvidados ni menos imperiosa la necesidad de recordarlos.

En la posibilidad de desarrollar la historia de las concepciones en torno a lo interpersonal en sus relaciones con el individualismo, duermen   —[20]→   fecundas consecuencias teóricas. Tanto por lo que respecta al valor objetivo del saber acumulado, cuanto por lo ilustrativo que resultaría para el conocimiento de las épocas que lo hicieron posible como tal. Una historia semejante deberá desbrozar la frecuente confusión de planos en que se incurre al tratar de lo intersubjetivo. Y distinguir, entonces, el problema en sus aspectos teológicos, metafísicos, lógico-ontológicos, psicológicos, como teoría del conocimiento de la persona ajena, hasta alcanzar la primigenia e infinitivamente rica esfera de tensiones espirituales que despierta en el individuo la presencia del otro. Lo cual, a su vez, trae aparejado el estudio de las formas históricas en que se manifiestan los fenómenos intersubjetivos, siempre independientes de las imposibilidades metafísicas, como en el caso de las limitaciones propias del hermetismo monádico postulado por Leibnitz. En fin, tal historia, como una posible línea de evolución, deberá seguir la que parte de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, pasando por Leibnitz, Fichte, Feuerbach, hasta Husserl, Hartmann, Scheler y Heidegger. Mas, tan pronto como la exposición se remonte hasta las experiencias, diferenciadas históricamente, originadas en el aislamiento y en el saber del otro Yo, se descubrirán amplias perspectivas. Un orden de sentido donde «el movimiento de conexión amorosa que reúne a todas las cosas hacia la unidad, para que formen entre todas un solo universo»2, de que habla Cusa, y la armonía preestablecida, u otra metafísica de la individuación, dejan su lugar a los hechos que surgen en la dinámica del sentimiento primordial del otro yo, y cuyo valor espiritual no es relativizable. Será posible, de esta manera, vislumbrar la armonía que se establece vivamente en la dialéctica propia de lo interhumano, no a través, por lo tanto, de una adecuación estática entre el hombre, el mundo y el otro.

Por último, en este trabajo se intenta probar que una psicología vinculada a la ontología, que se proponga estudiar la universal significación del hermetismo en el hombre, se verá forzada a detenerse metódicamente ante dos realidades, que miran tanto hacia la historia de la teoría, como a experiencias sociales concretas, dadas en una rica escala de gradaciones. Es la primera, que la visión del hombre, como subordinado a la unidad del cosmos por su origen común, fundamenta la idea de la falta de comunicación entre las mónadas -ya que cada una de ellas   —[21]→   es un universo en sí misma- y elabora la hipótesis de la armonía preestablecida. Y, la segunda, que la pura afirmación del individuo como un valor supremo, guía hasta la armonía a través de la vinculación inmediata con el otro, desde la recíproca diversidad, en un moral ascenso interior.

A guisa de ejemplo de lo que precede, destaquemos un oasis de enlaces conceptuales caro a los historiadores, relativo a la civilización helenística. En ella adquieren simultaneidad de sentido las afirmaciones, actitudes y reacciones, personales y colectivas, aparentemente más contradictorias. Su clave de comprensión, en cuanto a las formas de vida, yace oculta, nos parece, en la esfera de análisis propia de la antropología de la convivencia. En efecto, se dice que con Aristóteles muere la concepción que subordina el hombre a lo típico y genérico, que le concibe como sin intimidad y sometido a la Polis. En cambio, con Alejandro, su discípulo, se desenvuelve el individuo. Al extremo que se ha sostenido del modo de gobernar de los diadocos, sus continuadores, que cada uno de ellos era «la polis convertida en individuo». O bien, se piensa que se manifestó entonces el individualismo propio de la persona aislada, en el sentido de que se produjo la conversión del sentimiento antiguo de ciudadanía en la posibilidad de la «vida privada» como un valor. Un enlace más, antes en torno al mutuo despliegue personal que al interés colectivo. Es este desplazamiento en la jerarquía de los intereses, desde el Estado hacia las personalidades particulares, lo que lleva a decir a Hegel que Ia individualidad singularizada sólo podía brotar en Grecia; pero el mundo griego no pudo resistirla»3.

Todo esto en el plano político-social. Ahora, por lo que respecta a los supuestos espirituales, a la imagen del mundo que anima desde dentro a dichas mutaciones históricas, es un lugar común -entre otros, para Hegel, Droysen, Rohde, Burckhardt, H. Berr, Jouguet, G. Glotz, W. W. Tarn y los historiadores de la filosofía- el coincidir en enlazar orgánicamente estoicismo y helenismo. Mas, justamente por ello, surgen conexiones de sentido cuya significación última es fundamental para el historiador. Así, concretamente, la afirmación del ser de lo singular, la negación de la posibilidad de existencia de cosas semejantes que sustenta   —[22]→   el panteísmo estoico, marcha unida al universalismo ecuménico, al anhelo de crear una comunidad universal, ya que el helenismo tuvo un carácter más de cosmopolitismo que de real fusión greco-oriental (M. Rostovtzeff). La afirmación de la fraternidad humana parece surgir de la misma fuente que la valoración del individuo, que la posibilidad de ser ciudadano de un número cualquiera de ciudades.

Más allá de las aparentes contradicciones de juicios y actitudes -simultánea afirmación de singularidad y fraternidad- es necesario descubrir el real nexo interior dado en el hombre mismo, como síntesis viva que opera el nuevo comportamiento colectivo. Es decir, en el tránsito de la concepción genérica a la valoración de lo individual y singular, germina la tendencia a la igualdad y la fraternidad y sentimientos de humanidad que se manifiestan, si cabe, en cierta «humanización» de la guerra en los comienzos del helenismo. Ahora bien, frente a la interpretación especulativa del mundo helénico, sobre la base del sentido positivo otorgado a lo individual en la concepción estoica del universo, y ante el llamado a la fraternidad, anterior en el tiempo, de Alejandro en el banquete de Opis, resulta científicamente importante plantearse el siguiente problema:

¿Cómo experimentó el individuo de las diversas capas sociales, no el perteneciente a élites de filósofos, este anhelo de universalidad de lo humano, espiritualmente vinculado, según parece, a la afirmación de lo singular? Aquí de nada sirve la pura historia intelectual, de nada la sola indagación de la coherencia y estética propias del encadenamiento de las ideas. ¿Cómo no desplegar todas las posibilidades teóricas y descriptivas que ofrece la ciencia histórica para comprender la naturaleza de las relaciones interpersonales en un mundo como el del helenismo, que vivió impulsado por su deseo de universalidad?4.

No otro es nuestro problema al analizar el aislamiento subjetivo   —[23]→   en América. Abandono de toda gran inducción a partir desde las ideas intentando, más bien, rastrear la raíz última en el modo de experiencia de la comunidad. Siguiendo, entonces, la ruta señalada por la antropología de la convivencia, lo cual nos eleva a la comprensión de la armonía de tensiones propia de la sociedad de que se trate, desde los hechos mismos que caracterizan la variabilidad del sentimiento del tú. El investigador no puede limitarse a establecer una pura estructura de relaciones, descriptivamente, dejando sin indicar las disposiciones íntimas de la comunidad que sirven de base a aquéllas. La antropología de la convivencia debe estudiar las complejas manifestaciones reveladoras de que cualquier género de aislamiento o soledad no es posible sino como un modo de reaccionar frente a la presencia interior del otro, singular en su historicidad, no abstracta como en Fichte. Caminar, más allá, en fin, del muerto esquematismo que opone proyección hacia el mundo y relación hacia sí mismo.

Y aun otro ejemplo. Si, en el futuro, un historiador pretende conocer la fisonomía de los ideales sociales predominantes en nuestra época, no le bastará analizar los enlaces teóricos existentes, v. gr., entre Marx y Hegel y la significación de la dialéctica materialista en el siglo XX, sino que deberá atender al militante en su encarnación concreta, e indagar en fuentes y documentos fidedignos, cómo vivía el hombre de partido los ideales revolucionarios de su tiempo, cómo configuraban su conducta, etc. De casi trágicas refracciones ideológicas en revoluciones del presente, tenemos ya tristes experiencias, aunque haya envuelto no escasa ingenuidad tomar los enunciados por cabal intención, anhelo o veracidad.

- II -

Todos nuestros esfuerzos se encaminan a describir y comprender los rasgos propios del sentido de la individualidad en el americano del Sur, su idea del hombre, su forma de convivencia. Numerosos son los riesgos que tal empresa pone en acecho. Y donde no es el menor el generalizar cuando el historiador nos invitaría a lo contrario, así como el de singularizar donde el conocedor de la historia y de la naturaleza humana nos   —[24]→   aconsejaría no temer lo primero. Por todo ello, juzgamos ahora necesario luchar por desvanecer toda niebla en torno a lo que llamaremos la leyenda del despertar individualista del hombre. Realmente, una suerte de mito historiográfico racional, que no encierra ningún profundo simbolismo, sino al contrario, el desconocimiento de fundamentales relaciones estructurales operantes entre el sentimiento de sí mismo, la vinculación con el otro y la contemplación de la vida cósmica.

Nos referimos, como puede sospecharse, a la idea de Burckhardt del «descubrimiento del hombre», del desarrollo del individualismo a partir del Renacimiento. Tenemos presente aquel conocido párrafo con que comienza el capítulo I de la Segunda Parte de su Cultura del Renacimiento en Italia. En él se enfrentan unos tiempos medievales en que el hombre sólo se encuentra a sí mismo en las formas de lo general, socialmente encerrados en la raza, la familia, la corporación o el partido, que se contraponen a una Italia en la que se erige el poder de lo subjetivo y donde el hombre, por singular mutación cultural, «se convierte en individuo espiritual y como tal se reconoce».

No pudiendo atribuir a su caracterización del hombre del Renacimiento un nivel puramente descriptivo, cabe hacer la pregunta por los verdaderos supuestos -explícitos o tácitos- que animan su teoría. Acaso elevamos a la categoría de supuesto teórico, a la imprecisión, a la vacilación conceptual misma. Porque algo hay cuya coherencia última se quiebra, cuando el historiador, queriendo como tal singularizar, generaliza a distintas sociedades su mismo peculiar hallazgo. Es el caso en sus oscilaciones descriptivas, en lo que no debe verse anhelo de tipificación, sino inseguridad en los criterios, por marchar a través de una zona cuya problemática se desconoce. Lo cual guía a Burckhardt a creer descubrir también, al hacer la historia de Grecia, el nacimiento de «la libre personalidad» en el siglo V. Tal despertar poseería como características el que lo agonal se proyecta a los individuos considerados en todas sus posibilidades creadoras y, preponderantemente, al interpersonal querer distinguirse unos de otros. ¿Por qué notas se distingue esa pasión del querer diferenciarse, de igual fenómeno dado en el siglo XIV en Florencia, que se manifestó hasta en el poner cuidado en no vestir como el otro?

Además de las nuevas rutas teóricas que a partir de la interpretación de lo precedente pueden iniciarse, se destaca ante la ciencia histórica un   —[25]→   cúmulo de hechos cuya importancia no cabe desconocer. En efecto, si la historia tiende a hacer posible la comprensión del presente, si la expectación particular de un futuro reobra, a su vez, en nuestro saber del pasado, la dialéctica propia del colectivismo actual, iluminará zonas de sentido que tal vez harán perfilarse el Renacimiento con rasgos distintos, en especial por lo que respecta a su individualismo. Es el cambio operado en la visión retrospectiva por el proceso de interiorización, de autoconciencia crecientes. Del mismo modo como al descubrirse las garras de león de la esfinge de Giseh, durante siglos sepultadas en las arenas del desierto, comenzó a ser contemplada a través de otras representaciones artísticas.

Por eso, posee un interés teórico principal, redescubrir la verdadera estirpe conceptual de la idea del «descubrimiento del mundo y del hombre» en el Renacimiento. A partir de Jules Michelet, y luego de Jacobo Burckhardt, dicha concepción encuéntrase, en los más varios planos históricos y filosóficos, sustentada por Dilthey, P. Villari, E. Troeltsch, Simmel, Cassirer, Martin, Misch. Sabido es, también, que no ha sido menos frondosamente criticada. Pero es el caso que tales análisis no han apuntado al corazón mismo del problema.

Es insuficiente limitarse, como lo hace W. K. Ferguson, a indicar la impronta dejada por el siglo XIX en el pensamiento de Burckhardt5. Como no lo es menos señalar que tendía más a desarrollar una tipología estática de las épocas, que a indagar el origen o mecanismo de la causación o cambio de las mismas. Es necesario enfocar el problema más allá del relativismo cultural o de la idea de la continuidad o discontinuidad histórica. Tampoco es fecunda la timidez teórica a la manera de Huizinga. Ella se pone de manifiesto cuando, luego de observar que el individualismo es un factor que domina en la historia, antes y después del Renacimiento, concluye diciendo que no cabe hacer nada mejor que «considerarlo tabú». Al contrario, en el hecho de su real multiplicidad histórica palpita el problema más significativo y estimulante.

Quienes advierten claramente que no cabe situar el individualismo en el curso de la historia del modo cómo se fijan banderillas en un mapa, han concebido una suerte de periodificación en etapas, distinguiendo formas particulares en el despertar de la personalidad, poseedoras de diversos   —[26]→   niveles de interiorización. Tal es el caso de Georg Misch que, en lo tocante al Renacimiento, continúa fiel a Burckhardt. Divisa un primer comienzo en la manifestación de la individualidad en la Grecia posthomérica; luego, alrededor del mismo período, pero sobre todo en la esfera religiosa, distingue su aflorar en los profetas de Israel; y, por último, su emergencia en el Renacimiento6. Seguramente no son ésas las únicas estratificaciones posibles, ni las únicas susceptibles de ser encontradas en el pasado.

Lo importante es que desde la antropología de la convivencia aquí bosquejada, las diversas formas del individualismo se ven bajo una nueva luz. Considerando la experiencia del otro como inherente a la individualización y al autoconocimiento, toda fácil periodificación, ya sea dada como individualismo helénico o descubrimiento del yo, cambia radicalmente de signo. Pues lo interhumano siempre opera, encontrándose su fuerza configuradora vinculada al sentido de lo individual, siendo inseparable, por definición, del saber del otro, de la mirada, de la fisonomía ajenas.

Con esta primordial referencia al prójimo, como criterio básico, descartamos toda posibilidad de establecer una estratificación de lo interpersonal, con matices geológicos, científicamente válida. Como no sea la que describa un vaivén entre épocas proclives a la inmediatez de los vínculos, en las que el tener siempre presente al otro en su singularidad, inclina a la moral responsabilidad; y épocas caracterizadas por una vivencia impersonal del hombre en las que, justamente por ello, parecería que todo está permitido. En el ámbito de esta aparentemente simple dicotomía, cabe una infinita riqueza de formas y relaciones de convivencia. Tal distinción envuelve, además, en principio, la posibilidad de manejar un criterio de objetividad capaz de determinar el verdadero espíritu por el que se rigen los varios colectivismos, no debiendo entonces recurrirse a puras exterioridades para su identificación. En veces, por la ausencia de un criterio semejante, se suelen contraponer o parangonar entre sí, sin firmes asideros, el llamado colectivismo medieval, con el ruso o norteamericano.

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De la intuición básica de un origen primero, que permite postular con cierta seguridad científica un comienzo del individualismo, no se sigue el poder fijarlo con arbitrariedad antropológica, sino, por el contrario, deber establecerlo en conexión con todas las virtualidades cognoscibles que encierra el ser del hombre. Entre ellas, en primer término, teniendo presente la experiencia primordial del otro vinculada esencialmente, tanto a cierta capacidad introspectiva como al sentimiento de lo individual. Porque el carácter originario de la vivencia del tú, revela por sí mismo un primigenio saber de lo personal.

Se explica, por consiguiente, que en la actualidad, quien escudriña en el horizonte cultural de lo mítico, perciba una primitiva capacidad introspectiva. La exégesis mitológica busca ahora una íntima huella psicológica, no la pura impronta dejada por lo cósmico en el espíritu del hombre. Así, para Paul Diel existiría, ya en el primitivo, una especie de observación interna, capaz de dejarle presentir al menos los motivos de los actos, si no de comprenderlos. Cree ver, además, la larvada presencia de presentimientos, dados como previsión del curso posible de las potencias anímicas lo que, a su vez, explicaría la presciencia psicológica que encierra el mito, como simbolización de situaciones conflictuales íntimas. Más concretamente aún, su hipótesis sostiene que debe verse en los mitos una presciencia psicológica y en el dinamismo psicológico íntimo la posibilidad de interpretarlos, por lo que Diel considera probable verificar en todos los mitos esta primaria y común realidad de motivos7.

*  *  *

En este sentido, criticando a Burckhardt, el gran historiador Eduard Meyer revela no sólo mayor cautela, sino un mirar más agudo en cuanto al cambio observable en el proceso histórico de la individualización, al analizar las relaciones existentes entre religión, tradición e individualidad. La lucha por el progreso religioso y el progreso de la civilización es concebida por Meyer como un antagonismo primordial entre individuo y tradición. Con lo cual ya remonta muy lejos en el tiempo, a parejas con los orígenes religiosos, la aparición de la individualidad. Naturalmente, está justificado imaginar ritmos alternativos, en cuanto que la fuerza configuradora de la persona perteneciente a una corporación religiosa   —[28]→   cerrada, puede llegar a imponerse a la masa de los creyentes; o bien, movimientos religiosos primariamente individualistas y revolucionarios, que llegan a convertirse en movimientos de masas que sofocan todo despliegue individual8.

Puede ocurrir que una poderosa personalidad religiosa se guíe por la autoridad de un antiguo profeta o, al contrario, que una personalidad individual realice las tareas propias del sacerdocio organizado, como en el caso de Hesíodo. Para Meyer siempre se trata de la conversión del proceso en su contrario: lo originariamente individual, espontáneo, interior, al proyectarse a la vida del grupo social se solidifica en intransigente intolerancia respecto de la persona. Es la lucha, eternamente avivada, entre tendencias universales e individuales, de cuya actuación y recíproco influjo depende el cambio histórico.

Divisamos por este atajo la encrucijada crítica. Meyer sostiene que el ámbito de acción posible de las individualidades, varía según la peculiaridad de los distintos pueblos y en dependencia del poder plasmador de la civilización de que se trate. Con todo, esta misma urdimbre cultural va a condicionar, a su vez, la reacción y la rebeldía personal que llegarán, finalmente, a dominar la tradición. «Esta interacción -escribe- presenta en las diversas épocas un carácter muy diferente». Se comprende que en este punto entre a polemizar con Jacobo Burckhardt. En todas las sociedades -y Meyer ni siquiera parece excluir a los pueblos llamados primitivos- encuéntrase lo individual, y no sólo lo típico. Culturas aparentemente homogéneas en lo que respecta a los contactos sociales, revelan en el fondo la profunda significación que confieren a la personalidad como, por ejemplo, los hindúes. Lo propio piensa de la Edad Media. La diferencia de las épocas en cuanto al sentido o valoración de la individualidad, no es nunca absoluta, sino relativa. Se trataría únicamente de diferencias tendenciales, pero no de la exclusión total de la una por la otra. Es el afianzamiento mismo de lo individual lo que conduce a su rutinización, al predominio de lo impersonal, a la coacción social final. En esto reside, para Meyer, la tragedia de la historia. La más alta creación del individuo es la idea. Pero, ocurre que la misma voluntad de universalizarla que impulsa a su creador, la erige en norma colectiva. Por lo que nuevamente se inicia el círculo de reacciones individuales, fatalmente perecederas. Luego -las ideas- entran en contacto con factores universales,   —[29]→   y siendo originariamente limitadas, no consiguen abarcar el sentido de la riqueza infinita de la realidad.

Nos hemos detenido especialmente en el pensamiento histórico de Eduard Meyer, porque penetra hasta zonas profundas en la crítica de Burckhardt, aunque permanece en el umbral del problema mismo. En efecto, cuando establece diferencias entre las distintas épocas, relativas a modos de interacción existente entre lo individual y los factores universales, se desliza a favor de un puro juego dialéctico de claro linaje hegeliano; juego mecánico, lineal, naturalista, desposeído de sentido histórico profundo. Por otra parte, su misma concepción dialéctica de la individualidad, le hace aparecer como fatalmente limitado su desenvolvimiento, en razón de la especie de mecánica de la interacción, dialécticamente progresiva, a que recurre como hemos dicho.

Ahora; si consideramos la variable de lo interpersonal, su dinámica propia, su sentido metafísico primario, advertiremos que siempre es posible concebir un ascenso interior. No existe un límite, un más allá en el estar frente a otro, en tensa inmediatez, que lleve a su contrario. No hay una meta para la más alta forma de convivencia, ni se encontrará en su purificación creciente una deformación de los vínculos, un tender a lo mediato como órbita inexorable. Naturalmente en su temporal proyectarse esta experiencia primaria al plano histórico-social, opéranse transfiguraciones y aberraciones de la conducta individual. Parecería, sobre todo, que la voluntad de influir en el otro, tiende a deformarse peligrosamente en el sentido de establecer relaciones mediatas. Lo cual, propiamente constituye un riesgo social concreto, mas no una fatalidad tocante a la naturaleza misma de la convivencia.

Pero, en suma, la limitación que, irremediable, ve columbrarse Meyer, se debe justamente al hecho de no tener presente para nada el mundo propio de lo interhumano.

*  *  *

Es, pues, manifiesta la ausencia de claros planteamientos en tomo variabilidad histórica del sentimiento de lo humano. Sin embargo, su necesidad como método de investigación se erige imperiosa tan pronto como el historiador trata de comprender la continuidad o discontinuidad existente entre las épocas Sobre todo ello acontece porque no encuentra el enfoque analítico donde se actualicen los verdaderos niveles diferenciales   —[30]→   propios de los momentos culturales cuyo parangón se persigue. La interpretación -es nuestra tesis- en tomo a la experiencia diferencial del prójimo, ofrece un criterio de caracterización profundo y objetivo. Tales vacilaciones obsérvanse con especial amplitud, cuando se investiga la filiación entre la Edad Media y el Renacimiento.

Con su estudio ocurre lo que al pintor que se esfuerza por fijar en la tela los ricos matices de un paisaje crepuscular. Contempla el juego de tonos con angustiada mirada, deseoso de captar su sentido último; mas, he aquí que ya es otro el espectáculo, y todo corre, finalmente, a sumirse en tinieblas. Así, tan pronto vemos individualismo en la Edad Media, al atender a su vida mística, a su profunda religiosidad, como colectivismo, si destacamos el mediatizarse en torno a la Iglesia, a la estructura económico-artesanal o a las comunidades gremiales.

De ahí cierta perplejidad manifestada por el propio Huizinga al tratar del problema del Renacimiento. Todo le parece, por ende, una desconcertante mezcla de virajes, oscilaciones y transiciones de formas culturales. «Vano intento -concluye- el de definir al hombre del Renacimiento». Mas, ¿qué hay de definitivo en esta impotencia para determinar el nivel histórico de las diversas formas de individualismo, para deslindar períodos culturales? Nada, creemos, y ya quedó indicado en qué dirección comienzan a disiparse las brumas.

Aunque tampoco esas consideraciones están representadas en las ideas de P. L. Landsberg, su crítica a Burckhardt reviste especial hondura, por manejar, modalidades de experiencias personales, como valiosa clave de interpretación. Confiere el rango de criterio descriptivo a la conexión dada entre la vida íntima y el tipo de comunidad. Siendo el hombre medieval el «sujeto de la salvación» debió conservar vivo el ideal de la personalidad, a pesar de sus firmes ataduras sociales; pues, el sentimiento religioso -a su juicio- siempre se decanta en lo íntimo. La religiosidad impide a un pueblo extraviarse en lo gregario. Por lo que no titubea en decir perentoriamente que «los americanos actuales, con todo su «individualismo» son mucho más uniformes y rebañiegos que el pueblo de la Edad Media»9.

La verdad es que -lo repetiremos una vez más- la antropología de la convivencia, tal como nosotros la concebimos, recurriendo a la eterna fuente interior del hombre, puede contribuir a la comprensión más Objetiva   —[31]→   de la contradictoria fisonomía del Renacimiento, así como de los rasgos diferenciales de otros períodos de la historia. Y ello con más fecundidad en cuanto se desenvuelvan criterios para el conocimiento adecuado de formas de interioridad; criterios seguros para percibir grados o niveles en el proceso de interiorización, entendiendo por este último el encuentro de sí mismo en la visión de todo contorno, interno o cósmico. Pero, aun es necesario añadir a este enunciado un tono, un nuevo matiz, a fin de trocar su impulso formal en referencia a lo concreto, material e histórico. Nos será dado verificar, de esta manera, el tránsito desde la pura determinación formal de los «momentos de interioridad» de Hegel, hasta su encarnación diferenciada y concreta. Lo cual se manifiesta en la relación existente entre interioridad y presencia interior del otro, entre vínculo humano directo y ahondamiento en la realidad.

Por lo que atañe a la crítica del conocimiento histórico, obsérvase que las generalizaciones relativas a la cualidad de época de un rasgo humano, resultan menos azarosas a medida que se establecen conexiones de sentido entre niveles de interiorización y formas objetivas de la cultura. Si indagamos, v. gr., la índole de la experiencia religiosa, podremos concluir que una u otra de sus peculiaridades, inhibe o hace posible el impersonalismo colectivista. Siguiendo este camino resultará más fácil eludir las falsas generalizaciones. También en el mundo del arte, donde no existe el azar expresivo, la descripción de la real experiencia interior que lo funda, nos revelará con luminosa claridad lo posible y lo imposible, como orgánica correlación con otros planos de la sociedad en que vive el artista. Ello no supone olvido de otras constantes culturales. Al contrario, permite columbrar con mayor nitidez lo que realmente las enlaza. Se trata, en el fondo, de afinar la mirada para establecer correlaciones verdaderamente significativas en la esfera cultural.

Sucede que la realidad histórica se transfigura burlándose del filósofo, cuando éste intenta aprehenderla olvidándose de algún aspecto de ella. Le ofrece entonces sólo una menguada apariencia. Engañosas mutaciones aguardan también a quienes siguen a Burckhardt. Señaladamente por no comprender lo que representa la idea de individuo e individualismo en sus totales implicaciones significativas. Por no haber distinguido lo que une y escinde, a un mismo tiempo, a lo individual, colectivamente afirmado como valioso, y a la experiencia de lo individual en que arraiga. Por no haber destacado lo que vincula el sentido de lo colectivo -afirmado o negado como valor- a la experiencia personal que lo fundamenta. En   —[32]→   fin, por no tener presente que un anhelo de fuga hacia lo impersonal, acaso impulse a exaltar, con fanático fervor, a personalidades individuales, así como un religioso entusiasmo colectivista puede manar del más hondo recogimiento en lo íntimo. Importa por eso poseer el dominio de la verdadera jerarquía dada entre las conexiones de sentido características de una época o propias, en general, del modo de actuar del hombre en su historia.

Impasibles, las líneas de evolución que nos señala el arte medieval, aíslan, circundan, cortan todas las raíces del conocido y casi sentencioso enunciado de Burckhardt en que se refiere a los tiempos medievales: «... el hombre se reconocía a sí mismo sólo como raza, pueblo, partido, corporación, familia u otra forma cualquiera de lo general». Porque el paralelismo comprobable entre el arte cristiano -y es uno de los tantos ejemplos posibles- y las modalidades de la experiencia religiosa, delata la falsedad o, al menos, los equívocos que envuelve tan tajante afirmación.

Nada puede borrar las nítidas huellas que nos conducen hasta el conocimiento de cómo a la resurrección de la escultura en el siglo XII, va unida una transfiguración en la imagen, en la representación de Cristo, que denota interiorización creciente del sentimiento religioso. De lo hierático se evoluciona en el sentido de una evangélica dulzura expresiva. Ello coincide con el proceso de humanización del sentir cristiano y alborea en las meditaciones místicas de San Bernardo de Clairvaux. Todo lo cual no pudo acontecer sin una arraigada experiencia de lo individual. Recuérdese ese amar a Dios por Sí mismo, proclamado por San Bernardo como la más alta cumbre del amor humano; o piénsese, en general, en todo lo que valorar cualquiera criatura o idea, en sí misma, nos revela como autoafirmación personal, lozana y firme. (Recordemos aquí que E. Troeltsch, ha mostrado que el influjo de la Reforma en la exaltación individualista del hombre moderno se origina en su personalismo, en su individualismo religioso. Además, si el viejo protestantismo representa, a su juicio, un retorno a la Edad Media, ello es debido a ese mismo personalismo, que ya apunta en el movimiento franciscano, anticipando el Renacimiento. Mas, tal genealogía no le impide distinguir, sin contradecirse, el carácter directo, no mediato, de la conciencia religiosa protestante en contraste con la católica medieval).

Hacia el siglo XIII, opérase también una transformación en la representación escultórica de la muerte. Los cadáveres aparecen con los ojos abiertos, los muertos poseen como un mirar juvenil, verdadera anticipación   —[33]→   de la vida eterna. En los rostros ha desaparecido, junto con la exaltación de la pureza, toda huella de lo individual. La persona -observa Emile Mâle- ha sido elevada al tipo. Su representación, tendiendo a una como imagen fisiognómica arquetípica, al propio tiempo que aniquila lo individual aproxima a lo eterno10.

Pero ni esa religiosa vivificación de la muerte en la escultura, ni el trabajo impersonal o el crear colectivo de los artistas medievales, constituyen un escollo peligroso en el curso de esta exposición. Pues la referencia a lo divino, incluso la despersonalización que pueda envolver, no supone falta de experiencia de lo individual. Al contrario, más bien alude a cierto género de humildad creadora que requiere seguro temple interior. En fin, ya lo dijimos, una poderosa afirmación de sí mismo puede encerrar ambivalencia de direcciones, merced a la cual destácanse individualidades o formas colectivas fundadas en un consciente sacrificio personal.

Anteriormente, al exponer nuestras ideas en torno al sentimiento de la naturaleza, aceptamos algunos aspectos de la tesis de Burckhardt. Por eso, acaso puede surgir como una apariencia de contradicción respecto de lo que aquí se expone11. Sin embargo, lo cierto es que en dicho lugar describíamos la correspondencia básica existente entre lo experimentado como íntimo y la cualidad propia de las relaciones sociales. Más aún. Establecíamos una conexión entre mundo interior, intuición del hombre y sentimiento de la naturaleza. Para luego concluir sosteniendo que si en el arte del período clásico de los griegos y en el Renacimiento se descubrió el hombre a sí mismo, ello aconteció bajo el influjo de distintos signos. Con la salvedad, además, de que lo diferencial, en uno y otro caso, arrancaba de la particular modalidad de vincularse los hombres entre sí. Ahí nos deteníamos.

Por otra parte, estas conexiones espirituales básicas, pueden también armonizar en distintas estructuras, constituyendo otro todo expresivo. Si desviamos nuestra atención hacia un ámbito cultural que en cierto modo   —[34]→   puede resultar para nosotros lleno de extrañas voces, exótico, como aquel en que surge, por ejemplo, el arte japonés, sorprenderemos un sentimiento de lo individual que lleva a agudizar la sensibilidad para el paisaje en otras conexiones de motivación espiritual.

Para el investigador japonés Tsuneyoshi Tsudzumi, no existen en la historia del arte dos concepciones más diversas que las propias de la pintura de la naturaleza en Europa y en el Oriente asiático, donde la pintura de paisaje aparece ya en el siglo II12. Hacia el siglo IX, artistas del antiguo Oriente consideraban como paisaje cuadros en que el motivo fundamental estaba constituido por la figura humana. Significativa fusión estética. Resulta, pues, ilustrativo destacar, para mejor comprensión de lo que venimos exponiendo, que por considerar el japonés la vida individual como parte del todo universal, al no existir para él la separación occidental entre hombre y naturaleza, entre mundo exterior e interior, acontece que el paisaje resulta posible como representación tanto de lo infinito externo como interno. Es decir, como sentimiento básico existiría para Tsimeyoshi Tsudzumi el concebir cierto género de «intimidad» entre todas las formas del ser, que alcanza hasta hombres y minerales. Este mismo sentimiento popular de la universal comunidad actuante entre todos los seres, compleméntase con el pensamiento según el cual nada hay aislado en el universo. Es la estética de la «indelimitación» de que habla dicho autor. Esto es, visión de lo infinitamente grande en lo infinitamente pequeño, de donde la aparición de lo «fragmentario» como posibilidad expresiva creadora.

¿Qué legítimas inferencias fluyen de esa forma de intimidad con el mundo? Podemos concluir que, en virtud de la idea de pertenecer el hombre a la naturaleza y la vida individual al todo, pudo surgir entre los japoneses la pintura del hombre contemplado como paisaje, y del paisaje mismo, o una fusión de ambos, no motivada por las peculiaridades espirituales propias del despertar renacentista de la individualidad. Contrariamente, su pintura de paisaje despliégase arraigada en un sentimiento de la naturaleza caracterizado por la proyección de lo individual en el todo. ¡Qué contraste, en cambio, con la sinfonía de experiencias que animan el Renacimiento! Descubrimiento de lo infinito en la intimidad misma que hace posible la visión de lo infinito en la naturaleza, a pesar   —[35]→   de la oposición entre individuo y cosmos. No es científicamente válida, en consecuencia, la supuesta conexión establecida entre descubrimiento de la belleza del paisaje y de la personalidad, como una estructura motivadora única y universal del sentimiento del paisaje.

Por otra parte, esa honda participación interior del artista japonés en la vida del cosmos, es lo que explica la fusión originaria de hombre y naturaleza que acaece en su pintura. Encontrándose ausente tal disposición psicológica, divisamos el camino tortuoso seguido para llegar a representar la belleza del paisaje, incluso en y el distinto ritmo con que se verificó aquella fusión en la pintura occidental. De ahí, entre otras manifestaciones, esa como timidez en la representación conjunta de la figura humana y el paisaje que H. Wölfflin ha indicado en Leonardo13.

Es una antigua «timidez» cuyo episodio primero podría situarse en la meditación de Petrarca frente al paisaje, interiormente detenida en la oposición agustiniana entre la luz interior y la seducción de la luz exterior, entre la admiración frente al cosmos y ante sí mismo. Revive, pues, en Petrarca, ese antagonismo originado en dos tipos de perspectivas infinitas, que le impide, acosado de vacilaciones, fusionar creadoramente el sentimiento del yo y el sentimiento del paisaje. Cassirer ha estudiado esa oscilación psicológica en Petrarca, pero desvelando sólo una mitad del problema14. Lo cual se comprende, porque hay oculta en su planteamiento una incógnita de la que no es consciente. No se trata únicamente del problema de las relaciones entre sujeto y objeto o de la oposición entre el alma y el mundo. Es ella una veta espiritual -la naturaleza humana misma en sus encarnaciones históricas- que sólo se muestra con inequívoco perfil al considerar también las relaciones interpersonales como foco animador de todas las otras conexiones espirituales que puedan -o deban- establecerse. Es decir, lo interhumano como fuente de las relaciones existentes entre individuo, sociedad, sentimiento de la naturaleza,   —[36]→   amor al paisaje, experiencia de lo individual, ensimismamiento, valoración de lo impersonal, reflejo en el mundo de lo infinito en uno mismo; en fin, fusión con la comunidad por ascesis moral o como expresión de fortaleza personal, todo ello dado en profunda, eterna complementariedad espiritual.

*  *  *

En general, la mediatización de las relaciones no supone necesariamente carencia de sentido de lo individual. De ahí se sigue que es menester establecer un orden de conexiones histórico-sociales, no meramente fundado en una suerte de impresionismo historicista, sino indagando la clave última adecuada a su comprensión en la variabilidad, en el cambio que hacen posible las virtualidades propias de la naturaleza humana. Lo cual también evitará erigir en constantes universales conexiones de sentido sólo relativas a las circunstancias culturales. Así, cuando Burckhardt juzga como esencial para la comprensión del Renacimiento el engarce de individualismo y tiranía, de cosmopolitismo e individualismo (lo que también puede señalarse en el período helenístico), desconoce que no siempre, por lo menos en lo tocante al cosmopolitismo, resulta ser el producto de una sociedad intelectualmente refinada. Lejos de ello, puede ser el signo de actitudes vitales muy diversas. En algunos movimientos colectivistas del presente, por ejemplo, se observa, sin que deje lugar a titubeos, que tiranía y voluntad de cosmopolitismo, como ideologías, se desenvuelven extrañamente unidas a nacionalismo e impersonalismo. Lo cual nos enseña que el individualismo tampoco es algo arquetípico, sino muy cambiante el perfil con que aflora a la superficie de la historia. En consecuencia, la proclividad de nuestra época a la sumersión en lo impersonal, de ninguna manera encubre un retroceso al espíritu de las corporaciones medievales. Por dos motivos. Porque no existió entonces tal impersonalismo arquetípico, y porque el sentimiento de lo colectivo, en uno y otro caso, corresponde a experiencias afectivo-espirituales y estructuras económico-sociales muy diversas. No debe sorprender, después de todo lo expuesto, que el mismo Burckhardt en su gran obra, parezca sentir de pronto un presagio de inseguridad metódica, cuando confiesa que al tocar estos problemas -el descubrimiento del hombre- se aventura en una zona no hollada y azarosa, que acaso investigadores del futuro contemplarán con otros ojos.

  —[37]→  

Hay que diferenciar, además, la acentuación del valor conferido a los individuos como dirección hacia, como tendencia, de la experiencia de lo íntimo que sirve de base a esa misma acentuación o negación. Naturalmente, no es metódicamente satisfactorio afirmar, a la manera de Ranke, que «el secreto de la historia reside precisamente en que no toda época es capaz de todo». No resulta fecundo postular ni vagas acentuaciones ni cortaduras profundas en la conciencia que de sí mismo conquista el hombre, concebidas como etapas del desarrollo histórico. (Póngase atención en cómo esta inseguridad conceptual guía al mismo historiador a dar con su hallazgo singular en otros períodos históricos, tal como le ocurre a Burckhardt que encuentra esporádicamente personalidades de tipo renacentista en el siglo X).

No hay contradicción, finalmente, entre lo expuesto y la idea de proceso de interiorización creciente, tantas veces aludida. No la hay, ni siquiera respecto de las tendencias colectivistas del presente, porque a toda forma vivida o anhelada de comunidad, corresponde una tensa experiencia interior. Justamente el hecho de que pueda destacarse en la vida medieval la presencia de una auténtica religiosidad personal en el seno de las corporaciones, es una prueba de ello. Supuesta subordinación a la colectividad que no inhibe, sino que más bien estimula el valeroso descenso a lo íntimo. Todo lo cual aumenta la urgencia científica de fijar criterios antropológicos más reales, aplicables a la determinación de correlaciones culturales teniendo presente, entre otros factores, el sentimiento primordial del otro como regulador teórico.

- III -

Queriendo comprender más que impugnar, vimos ya que si el investigador es víctima del espejismo histórico dado en la visión de distintos o sucesivos descubrimientos del hombre, ello es debido al hecho de que una y otra vez tropieza con aspectos de la cultura que, resistiéndose a todo intento descriptivo, parecen desvanecérsele tan pronto como intenta apresarlos en conceptos. Tal evanescente fisonomía cultural, oculta este fondo permanente: que la experiencia de lo individual, el conocimiento de sí mismo, siempre se desenvuelven en su singularidad histórica, dentro de un particular horizonte complementario de posibilidades. Teniendo esto presente, lo significativo, la clave de la comprensión residirá en el conocimiento de la peculiaridad del instante histórico en la totalidad de sus   —[38]→   tensiones dialécticas, y no en el hecho aislado de un ilusorio despertar del hombre que únicamente adquiere sentido específico en esa totalidad. De esta manera, lo que importará conocer serán los diversos modos de acentuaciones -o negaciones- de lo individual y no un carácter de individuación que tomado en sí mismo conduce a un callejón sin salida.

No deberá decirse, por lo tanto, extendiendo ahora esta consideración hasta el ámbito cultural precolombino, como lo hace Paul Westheim, que los mayas carecen de individualidad, no revelando poseer un yo individual como fuente de la experiencia religiosa15. Pues, en concordancia con lo que venimos afirmando, su misma negación en un círculo cultural tan diverso del occidental, supone una idea de la individualidad arquetípica e invariable, aplicable indiferentemente a la comprensión de los fenómenos colectivo, en cualquiera sociedad. Revela, más bien, el decisivo desconocimiento de sus cambiantes encarnaciones históricas. Porque su realidad impone como necesario el considerar la estructura colectiva total, y distinguir entonces la forma del aislamiento, la experiencia de lo íntimo y el modo de experiencia de lo personal correspondientes a la estructura básica de cada sociedad. O, dicho en otros términos, y teniendo presente la cultura maya otra vez como ejemplo, digamos que tanto la ausencia como la existencia de individualidad, su despliegue o inhibición, poseen un signo distinto según el todo humano a que pertenecen y animan. Así, el impersonalismo ruso del presente no es equivalente al supuesto en los antiguos mayas; diversos son los signos por los que se rigen. Coincidencia en un punto e infinitas diferencias cualitativas en otro. Eternamente percibirá el hombre algo como íntimo, inalienable, inexpresable. Saber a qué todo colectivo se contrapone como opuesto complementario aquel núcleo espiritual inefable, he aquí lo fundamental.

Volviendo al Renacimiento, veamos qué perfil interior nos revelan algunos representantes típicos de aquella edad en el arte, al ser contemplados a través de los criterios expuestos.

Como ensayo metódico, es posible que en ciertos casos, y particularmente por lo que respecta a Leonardo, podamos comprender mejor la experiencia de lo individual atendiendo a los requerimientos percibidos como provenientes del mundo exterior. Porque, en verdad, las infinitas perspectivas y visiones con que aquél ejerce su sortilegio, no pueden independizarse de la variable capacidad de sensibilización frente al mundo.

  —[39]→  

Por eso, para orientarse hacia la entraña última del problema, a fin de aprehender lo peculiar del saber de sí mismo en Leonardo, es necesario hacer resonar la siguiente serie de conexiones de sentido: sentimiento de la naturaleza, orientado como infinitud de perspectivas posibles en la visión del mundo y, correlativamente, experiencia interior, sentimiento de lo íntimo también infinitos, ambas direcciones espirituales concebidas como en cósmica correlación.

Ahora bien, esa multiplicidad de perspectivas posibles que se ofrece a la conciencia vigilante, despliégase a partir de lo que denominaremos el titanismo objetivista de Leonardo, esto es, su ilimitada voluntad aplicada a un inacabable describir, por ejemplo, un músculo, un hueso, a un rastrear lo infinito en lo finito. «La naturaleza -ha escrito- es plena de causas infinitas, que la experiencia jamás ha demostrado»16. En este titánico atisbar, no olvida ni siquiera la jerarquía ocupada por la nada en el conjunto de lo existente, y así piensa que la existencia de la nada ocupa el primer lugar, su función se extiende entre aquello que no tiene existencia en absoluto y, en el dominio del tiempo, se encuentra por esencia entre el pasado y el futuro, careciendo por entero de presente»17. Acaso a tal actitud frente al mundo, desplegada por él infatigablemente, se deba esa melancolía, esa tristeza que se suele señalar en la vida y la obra de Leonardo. Es tal vez la angustia que engendra el infinito atisbar en lo infinito. (En esto, Leonardo anticípase a Giordano Bruno, por el sentimiento, si no en la teoría, en el sentido en que Bruno afirmará más tarde que quien no encuentre lo ilimitado en su propio yo, tampoco percibirá la cósmica infinitud).

No es fácil concebir a un pintor actual señalando normas estéticas relativas a la manera adecuada de pintar el diluvio. Y no, ciertamente, por motivos religiosos o estilísticos. Para ello es menester poseer la disposición interior frente al mundo y a sí mismo -correlativa la una de la otra- que haga posible la universalidad de la visión, el destacar el infinito dinamismo propio de los inauditos repliegues de las cosas. ¡Diluvio! Es la rica y casi fisiognómica representación de oscuras pavuras en las nubes, de aciagos matices de color; visión del gesto retorcido de un árbol desgajado, de especiales signos en el sentido y dirección del viento, en la inclinación de la caída de las gotas, en el horizonte trémulo de relámpagos. Helado temor de animales y hombres; total desarraigo vegetal; cadáveres   —[40]→   flotantes, caballos aislados en riscos, pájaros posados en hombres y animales, cuando la invasión de las aguas ya casi es total. Ningún aspecto parece escapar a su fantástica re-creación. Ni siquiera sutiles signos del movimiento del aire, están ausentes en esta estética del humano desarraigo de los orígenes. En la descripción de esos mil caminos de sentido, la realidad misma tórnase infinita. Parece hollar lo originario al asomarse titánicamente a las imágenes del pavor diluvial, porque en ese fin se presagia también un comienzo posible. Ahí se anudan visión retrospectiva y presciencia18.

Se comprende, entonces, que Leonardo, en su jerarquía de las artes señale a la pintura un lugar principal, el más significativo entre ellas. «La pintura -a su juicio- supera a toda obra humana, por las sutiles posibilidades que encubre»19. En verdad, es la valoración del ojo, de la visión, concebidos como vía de acceso a la obra infinita de la naturaleza», a la riqueza ilimitada de todo lo real. Es una valoración, en cierto modo, extraestética. Es la infinitud de lo real que se cruza en lo íntimo, en la vivencia, con las infinitas virtualidades de la disposición interior. Resulta, así, muy consecuente con su propio pensamiento cuando afirma que el pintor debe esforzarse por llegar a ser universal, si aspira a serlo verdaderamente. Es el ojo y el titanismo de lo objetivo. Cuán distinto es el sentido que resuena al escribir Van Gogh a su hermano Theo: «Hay en la pintura algo infinito... pero es una cosa tan admirable para la expresión de una atmósfera. Hay, en los colores, cosas ocultas, de armonía o de contraste, que colaboran por sí solas y de las que no se podría sacar partido sin esa circunstancia»20 ¡Cuánto de subjetivo en su valoración de los colores y en su interiorización del paisaje!

Pero, nos encontramos, quede dicho, frente a una concepción de la naturaleza no animada por una voluntad de identificación con el mundo externo, aun cuando revele algunos signos de vitalismo universal. Se conserva en ella -como intención- la total heterogeneidad respecto del objeto, con lo que mejor se acentúa el contraste entre individuo y cosmos. Trátase, pues, de una visión omnialusiva que no se contrapone ni siquiera al hecho de que Leonardo se experimente como una segunda naturaleza. Ello no inhibe necesariamente la pasión descriptiva.

  —[41]→  

Como humana conexión de sentido, lo que fundamentalmente hay que destacar en la universalidad de Leonardo es -su dependencia de un poderoso sentimiento de la individualidad. Sólo así revélase la íntima armonía que enlaza su multiplicidad de aficiones y trabajos. El rango comparativo que concede a la pintura y al verdadero pintor, no ilumina ocultos aspectos de su estética, únicamente, sino que nos descubre, sobre todo, cómo la universalidad está vinculada a una especial experiencia de lo individual. No pueden separarse tal dirección hacia adentro y hacia afuera; un espíritu común anima a ambas. En la singularidad de esa tendencia a lo universal, hay que rastrear el espíritu de dicho sentimiento de lo individual. Y recíprocamente. No menos necesario es, indagar en el modo de percibirse Leonardo a sí mismo, el sentido de aquella misma universalidad. Añadamos, por último, que esta breve descripción de la experiencia de Leonardo, deja entrever un amplio horizonte de posibilidades históricas -desplegándose en cambiantes ideas de la individualidad, rico hacia el pasado, ilimitado hacia el futuro. Nos enseña, al propio tiempo, que no cabe contraponer su existencia a su inexistencia, sin antes diferenciar o singularizar históricamente ambos términos del parangón. Con otras palabras ¿qué experiencia de la individualidad se tiene presente como marco de referencia, cuando se sostiene que no se manifestó en los antiguos mayas? Piénsese en lo que esto significa para el conocimiento de los ideales de vida del americano actual.

- IV -

El carácter de oposición complementaria dado entre la experiencia de lo individual y el tipo de sociedad a que se tiende puede ejemplificarse, siguiendo la misma senda de consideraciones, con Benvenuto Cellini. Al interpretar su autobiografía destácanse, entre otros aspectos, inquebrantable fe en lo ilimitado de sus posibilidades vitales, una suerte de vivir como normándose a sí mismo. Dichas posibilidades reconocen su verdadero origen subjetivo en un sentimiento del yo dado como cabal autonomía y fortaleza interiores, todo ello dentro del estilo vital del Renacimiento. De esa sociedad a cuya fantasía, fe en el prodigio y anhelo de acción, se enlazan impulsos económicos expansivos, virtù maquiavélica; donde se enfrentan una visión racional e irracional del acaecer, una suerte de mecánica de lo político luchando con la fuerza del hado. Mundo del que   —[42]→   se presagia que una mitad está entregado al señorío de la fortuna y, la otra, al humano señorío, según pensaba Maquiavelo. En fin, justamente al concebir el signo del acontecer futuro a través del dualismo de inexorabilidad y libertad, surge lo prodigioso en su lucha, y el titanismo para rescatar la autonomía en la ocasión, con cautela, audacia y pensamiento.

Así, en la raíz misma del orgullo, en una encrucijada de satánica soberbia, aparece la figura de Benvenuto Cellini. Con todo, su experiencia del yo, del conocerse a sí mismo posee un tono de interiorización apenas insinuado. Y aun cuando al comienzo de sus memorias declara que todo hombre que haya creado algo digno de ser recordado debería escribir la historia de su vida, parece evitar o encontrarse inhibido, en sus narraciones, para descender a los estratos verdaderamente íntimos de su personalidad. Al detenerse en la descripción de alguna de sus múltiples aventuras, monótonamente, una y otra vez, nos advierte que deja en ese punto la narración -cuando recuerda, por ejemplo, que ejerció denodadamente como artillero-, para dedicarse a lo que constituye su verdadera preocupación: contar la historia de su vida. Mas, a poco andar, se enreda inmediatamente en la descripción de otros hechos, desplazándose siempre lo que directamente le atañe, no descubriéndose como verdaderamente individual o singular más que una fe titánica en sí mismo. Todo está permitido y todo resulta concebible en su horizonte vital, casi mágico por las inauditas posibilidades que encierra. Es la suya una autobiografía donde a cada creación, medalla, cáliz, crucifijo, trabajo de buril, vincúlase una historia21. Una prodigiosa aventura representa el escenario vital de cada filigrana del notable orfebre. Por ello las referencias a su propia persona, se erigen como mera objetivación de un sí mismo que, como tal, se desplaza y desvanece cual un trasgo.

El propio Burckhardt reconoce que la autobiografía de Cellini no «se basa precisamente en observaciones sobre la propia intimidad». En verdad, con el carácter de íntimo sólo se da la experiencia del yo como normándose a al mismo. Una vez más vemos de cómo no tiene sentido hablar de individualismo abstractamente, sin antes precisar su orden interior, su esfera social correlativa. Por lo tanto, rara paradoja, tampoco tendríamos aún lo íntimo en el Renacimiento. La misma perplejidad que lleva al ánimo esta afirmación, se desvanece al enjuiciarse con nuestra teoría del desarrollo de la individualidad que postula infinitas experiencias   —[43]→   posibles de lo íntimo. Lo cual no nos aleja de la verdadera significación del Renacimiento, sino que, al contrario, al relativizarlo en un proceso no acotado, permite comprenderlo realmente en su esencia propia y singular.

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También en Rabelais encontramos un ánimo agitado como por una primaria desmesura, siguiendo una órbita de magia casi, de fantasismo e inverosimilitud. Todo eso unido a burla, sarcasmo, voluntad de legitimidad moral y austera serenidad, tal como fluye en la carta que, fechada en la Utopía, Gargantúa escribe a su hijo Pantagruel y, en la que entre otras muchas cosas, le exhorta a vivir en el estudio y la virtud.

Como en los casos anteriores, si bien en otro plano y con diversos matices espirituales, la armonía del mundo rabelaisiano -armonía en que la desmesura propia de lo fantasístico-burlesco adhiérese interiormente a la más angélica mesura-, surge de un poderoso sentimiento del yo. Claro está que ahora la infinitud del sentimiento vital obedece a una experiencia interior de nueva índole. Con escrutadora inquietud, poseedora de cierto tono de universalidad que recuerda a Leonardo, escribe Gargantúa a su descendiente, en quien cree poder perpetuarse a través de la continuidad del espíritu: «Por lo que respecta al conocimiento de los fenómenos naturales quiero que a su estudio te entregues con el mayor afán, porque no debe existir mar, río ni fuente que tú no conozcas, así como todas las variedades de peces, los pájaros del aire, los árboles, los arbustos y los frutales, las hierbas, los metales ocultos en el vientre de los abismos y las piedras preciosas del Oriente y del Mediodía». Pero, no menos que el conocimiento del mundo natural, le importa que llegue a comprender ese otro mundo admirable que es el hombre»22.

Por lo que atañe al significado de aquel thelemítico «haz lo que quieras», tal lema está regulado por el valor ejemplificador de la individualidad virtuosa, por la libre concordancia en torno a lo justo: «La propia libertad de que gozaban, llegó a establecer entre ellos una loable emulación de hacer todos lo que veían que otro hacía»23.

  —[44]→  

Agudamente señala L. Febvre que esta abadía es el «anti-monasterio»24. No queda todo aludido, sin embargo, al destacar esa teologal rebeldía. Pues lo importante es, como lo muestra este mismo autor, que dichas formas de incredulidad no poseen el sentido que las caracteriza en la actualidad. Al contrario, en tiempos de Rabelais van unidas a la legitimación de una fe, a la lucha por su conquista más profunda. Lo propio acontece con la ciencia que, diversamente concebida, puede aflorar en simultáneo brote con la magia. En consecuencia, lo relevante aquí es el particular tono de sentido de las oposiciones vitales características de cada época, en el seno de las cuales lo individual siempre se reviste de significación distinta. Así, cabe decir que un thelemita rabelaisiano puede tender a cultivar lo individual tan genuinamente como un comunista actual. Esto es, el cumplimento del «haz lo que quieras» impone un culto o ascetismo de lo individual, del temple personal, tan profundo y decidido como lo requiere el estar al cabal servicio del nosotros, o el actuar teniendo presente sólo el beneficio de la comunidad. Ocurre que aparentes contradicciones históricas, como aquella del simultáneo cultivo de ciencia y magia están subordinadas, en cuanto al origen y modo de manifestarse, a la dirección vital a que se tiende, a la forma de vida, al ideal del hombre. En Rabelais hay ateísmo y credulidad. En los movimientos sociales de la época presente, tal como de hecho sucede entre los comunistas, se menosprecia a quien no se decide por la pérdida disciplinada de la libertad, a fin de recuperarla, más tarde, en una especie de transmigración colectiva futura.

Quien se arriesgue a contraponer al mundo medieval las figuras de Leonardo, Cellini o Rabelais, deslizándose por la delgada cuerda de lo cuantitativo, limitándose a señalar una mayor o menor conciencia de lo individual, arriesga, en verdad, el conocimiento de la identidad del fenómeno, de su rango histórico diferencial. No se trata, únicamente, de tener o no tener autoconciencia. Se puede actuar como una poderosa personalidad y no ser plenamente consciente de ello. También sucede que un hondo sentimiento de sí mismo estimula anhelos de sumersión impersonal en el seno   —[45]→   de la comunidad. Por eso, lo primario e iluminador, en estas indagaciones, es llegar a fijar las verdaderas correlaciones actuantes entre la referencia al mundo, a sí mismo y al otro como mundo humano. A guisa de ejemplo, recordemos en este punto a Montaigne, para descubrir de inmediato, no tan sólo sutiles matices, sino profundas diferencias, que alejan su puro descansar en sí mismo, concebido como propio del hombre, de la experiencia individualista de las sociedades contemporáneas25.

Se comprende, por tanto, que la historia del individualismo, con todas las implicaciones anotadas, no debe limitarse a una pura historia de las distintas manifestaciones de autoconciencia. La historiografía del futuro irá tomando cada vez más en cuenta el proceso de interiorización, que torna ilimitados los descubrimientos posibles del hombre y, correlativamente, las imágenes del mundo, según veremos a continuación.

- V -

Luego de este análisis crítico de ciertas peligrosas desviaciones historicistas, creemos poder extraer algunas conclusiones fecundas. Para la historia misma considerada como ciencia, y básicas, además, para la adecuada descripción, del tono de vida característico de las distintas sociedades, así como no menos significativas como fundamento teórico para la filosofía de la historia.

Al escudriñar los límites de sentido válidos para la afirmación de un «descubrimiento del hombre» que se remontaría al Renacimiento, no resulta fácil distinguir con claridad dónde la idea de origen se diferencia o identifica con la meta última. Tanto en uno como en otro caso, las relaciones que unen sentimiento de lo individual e historia, nos salen   —[46]→   al paso como decidido problema. Si se trata de una etapa histórica, originaria en lo que atañe a la significación del individuo para la cultura, justo es preguntarse por el sentido de aquel pasado anterior a dicho «descubrimiento», ya que también entonces los individuos pululaban como tales. O, por el contrario, si cabe pensar legítimamente en una definitiva actualización de la personalidad, que en los tiempos que le siguieron sólo se habría diferenciado de manera creciente, el curso y contenido del proceso histórico queda, a lo menos, reducido en una dimensión de experiencias posibles. Si bien, esta última reducción únicamente se plantea a quien confiere preponderante poder cultural configurador al proceso de interiorización personal. La verdad es que bastaría preguntarse si tal despertar interior fija límites a la evolución, para advertir de inmediato de cómo ello constituye una descripción inadecuada, irreal, del cambio en la historia humana.

Del mismo modo como representa un evidente artificio señalar límites a las formas de la conciencia de interioridad, a las formas de aprehensión de sí mismo, a la dimensión interior del monólogo tanto como al sentimiento de lo trágico en el arte. Parejamente, es prueba indiscutible de la superficialidad del conocimiento histórico, el fijar el hecho supuesto del individualismo como etapa cultural, sin antes precisar muy finamente el alcance teórico de semejante afirmación. Acaso para una determinada concepción de los círculos culturales posea sentido oponer, por ejemplo, Sófocles a Shakespeare. Mas, para una teoría y una historia del proceso de interiorización de la conciencia, no existe entre ambos mundos poéticos oposición alguna. Así como no se oponen ni se excluyen, como manifestación de autognosis, Shakespeare a Goethe, Hebbel a Joyce o Esquilo a Dostoyevski. No se oponen y tampoco constituyen límites últimos, interpuestos a otras formas del monólogo o de la interiorización del conflicto trágico.

Lejos de ello, en esta perspectiva aparecen como infinitas las posibles imágenes de la realidad con un nuevo sentido y exaltación de la vida, tanto como ilimitados los modos expresivos de la aproximación interior del hombre a sí mismo26. Sin ejercer violencia en su pensamiento, cabe interpretar en nuestro sentido una observación de Van Gogh relativa a cómo los diversos estilos expresan distintos niveles de intimidad: «Rembrandt y Ruysdael son sublimes, y para nosotros tanto como   —[47]→   para sus contemporáneos; pero hay en el arte moderno algo que llega a nosotros de un modo más personalmente íntimo»27.

Agreguemos aún -no por meta cautela conceptual, más por evitar equívocos- que el proceso dialéctico de interiorización, que a gran escala histórica podemos seguir desde la concepción griega del conflicto trágico, de carácter mítico-arquetípico, hasta las actuales descripciones de la «angustia» como motivo esencial del poetizar, no envuelve la idea de «progreso» histórico, aunque hablemos de interiorización creciente. Sin embargo, no por evitar un peligro nos expondremos a otro. Ni por temor a la pueril ascendencia de la idea de progreso, debemos dejar en las tinieblas un hecho de incalculables consecuencias para el hombre: que la diferenciación en la percepción de sí mismo, desenvuélvese simultáneamente con una mayor objetividad de la imagen del mundo externo. Esto es, interiorización creciente supone, desde el lado del objeto, incremento insospechado de objetividad e incluso -como ocurre en la física moderna-, llegar a concebir como naturaleza aspectos no representables, inimaginables de la misma. De manera que, dicho proceso, tal como lo hemos descrito y comprendido, equivale a una suerte de continua recreación del universo. Aquí se enlazan intimidad y mundo. Nuevos horizontes de lo real se hacen visibles en el nuevo saber de sí mismo.

Por otra parte, como existe estrecha relación de complementariedad entre la experiencia de lo individual y el tipo de comunidad ideal anhelado, ocurre que en la lucha por conquistar la meta ideal, encuéntrase superada la idea de progreso. Superada en verdad porque todo progreso no es más que la variable realización de dicha adecuación, en veces conseguida.

Este es el espíritu que guía a Ranke cuando rechaza ciertas concepciones del progreso, y sobre todo del progreso moral, en cuanto conducen a imaginar generaciones mediatizadas, residiendo para él la verdad en que cada época posee valor en su propio ser. Claro está que aquí se intenta dar otro rumbo a dicha crítica, atendiendo de preferencia al fundamento antropológico real y concreto que confiere legitimidad a cada instante vivido.

  —[48]→  

Extendamos aún la perspectiva. En el mundo histórico, el sentimiento de lo individual, del aislamiento, de lo íntimo, revelan igual signo de ilimitación. Quede dicho entonces sin titubeos: En el curso de la historia, infinitas son las manifestaciones posibles de la individualidad. Y en cuanto su encarnación particular es el opuesto complementario de un determinado ideal de comunidad, aquélla puede revestir las ilimitadas formas de éste. Hay, pues, una suerte de infinitud de lo íntimo, como hay larvadas visiones de paisajes posibles, revelando siempre nuevas perspectivas y matices de la naturaleza. No debe parecer muy osado, en consecuencia, el afirmar que la evolución histórica, su riqueza de cambiantes formas -Ranke, desde el punto de vista de la idea divina, se representa a la humanidad como «un tesoro infinito de evoluciones recónditas»-, en uno de sus aspectos arraiga en dicha virtualidad sin límites de experiencias posibles de lo individual. Ni tampoco, entonces, considerarse como audaz o infundado vincular, aunque ello sea en un punto, la posibilidad del cambio histórico a esa misma infinitud28.

Podemos, además, imaginar que para los historiadores del futuro se irán desplazando los «descubrimientos» del hombre, precisamente por no constituir comienzos absolutos, sino manifestaciones de sus potencias, y porque habiendo alcanzado distintos niveles de interiorización, el pasado mismo aparecerá bajo un nuevo signo.

Por lo que bien puede suceder, poniendo proa a los siglos venideros, que para una hipotética conciencia cultural del futuro, solamente habrá llegado a descubrirse el individuo en el siglo XX, en Occidente, en América acaso. Lo cual significaría querer decir: «En el siglo XX se tendió a la comunidad universal, a una revolución socialista, consciente y racional, por vez primera, por lo que alentando una honda y esencial valoración del nosotros alcanzaron altas formas del culto a la personalidad». Ello equivaldría a describir la individualidad en función de un determinado ideal de sociedad. Por lo tanto, no aparecería como el escenario del despertar primero de lo personal, ni la naciente economía capitalista del Renacimiento, ni el espíritu del protestantismo, sino una exaltación del nosotros.

Atendiendo ahora a la vida colectiva actual, vemos que su frustración más sombría, imputable a masas y dirigentes, finca en el hecho de haber olvidado animar con el ejemplo vivo una verdad humana esencial,   —[49]→   olvido que siempre se paga con un trágico retroceso: Que nada requiere tan imperiosamente el ascético culto del temple personal, llevado hasta su forma más depurada, como el tender con veracidad al servicio del nosotros. Cualquier tipo de impersonalismo, lejos de aproximar a la cabal realización de un ideal colectivo -bolchevique o no- conducirá inexorablemente a oscuras deformaciones del hombre y la sociedad misma.

Y detengámonos, por fin, a dibujar más precisamente el contorno de nuestro problema: intentar comprender la experiencia americana de la individuación y sus formas correlativas de aislamiento, atendiendo al ideal de vida a que se aspira, como a su complemento esencial. Teniendo todo esto presente, se justificará como indispensable el precedente bosquejo crítico de un importante aspecto de la historiografía y de la teoría del hombre que le sirve de base. Sobre todo, si contribuye a perfeccionar el instrumento de análisis adecuado para el conocimiento de un fenómeno humano primordial como el aislamiento, en cuya multiplicidad de manifestaciones la vida histórica posee su órbita interior, su reflejo espiritual en lo íntimo.




ArribaAbajoCapítulo II

Aislamiento subjetivo y voluntad de vínculo29


Hablamos de aislamiento subjetivo en el americano, cuando éste experimenta, de un modo persistente, la sensación de que un ancho curso de su más profunda intimidad permanece sofocado, al mismo tiempo que pesando sobre él dolorosamente. El aislamiento subjetivo se pondrá de manifiesto cada vez que se desee enfrentar al hombre en sí mismo, más allá de su inserción en una totalidad, como anhelando la experiencia primordial del tú. Psicológicamente más diferenciado, el aislamiento se sitúa entre el sentimiento de soledad y la aprehensión natural de la psique ajena30.

Continuemos todavía este cotejo de actitudes hasta obtener una fórmula comparativa más general. Veremos entonces que el aislamiento subjetivo se distingue del sentimiento de soledad porque ya no condiciona su hermetismo el no poder captar la unidad entre prójimo, vida y naturaleza. [50] Más bien se diferencia por la intensidad de las inhibiciones que impiden expresar la ley interior que nos domina. Además, a tal hermético aislamiento le es propia una característica dualidad de direcciones íntimas. Así, ocurre que en cuanto el mundo interior se vive como susceptible de proyectarse a la realidad exterior, simultáneamente se actualiza la impotencia para realizar plenamente lo que se anhela objetivar.

A partir de los enfoques teóricos más diversos, se cree encontrar aquí un signo anímico común a los americanos. Se dice que cada alma boliviana constituye un mundo hermético, o se observa que el mexicano vive encerrado dentro de sí mismo. Todo un programa de ascenso colectivo descúbrese en el camino de la superación de esa actitud subjetiva. Lo cual no impide buscar amparo teórico en simplistas esquemas psicológicos de resentimientos y complejos de inferioridad, para dar con la causa del fenómeno. Pero con dicho método se oculta su verdadera fuente configuradora que se encuentra en peculiaridades del sentimiento de lo humano.

Por otra parte, el «hermetismo» de que habla Keyserling en sus Meditaciones suramericanas -donde es considerado como una manifestación de la «melodía de la gana»- linda con un biologismo metafórico que en nada dilucida el hecho de nuestro radical aislamiento íntimo. Resulta estéril jugar a las mónadas sin ventanas. Además, el aplicar, como lo hace Keyserling, cualidades propias de lo biológico a lo psíquico, y a la inversa, se justifica acaso como técnica poética, pero en la descripción objetiva del hombre representa una de las tantas maneras de soslayar el problema de la determinación de convivencia, al amparo de una posición nada artística y poco científica.

Claro está que al bosquejar la metafísica del aislamiento, no siempre es posible delimitar nítidamente las características subjetivas de los miembros que forman una sociedad particular, de la impronta dejada por lo humano universal. Una y otra vez se advierte la falta de la clave teórica diferencial, que nosotros encontramos en el estudio del modo de referencia al otro. En todo caso, al investigar la psicología de los pueblos, algo en ellos siempre inclina a discriminar matices subjetivos en el modo de experimentar la soledad. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando R. D'O. Butler, siguiendo a Keyserling, la describe en los alemanes como soledad frente a los demás, en virtud del propio vacío interior. En su libro Europa, Keyserling se aventura aun más, hasta creer distinguir en el impersonalismo [51] del espíritu alemán una originaria ceguera para el otro, que le incapacita para crear una verdadera comunidad con los demás.

Aislamiento subjetivo, actuante, tal parece, en una sociedad tan diversa respecto de la nuestra. Si bien cabe poner en duda si ello es debido, solamente, al hecho de que el alemán vive en un mundo de representaciones elaboradas, en que reina el «primado de la cosa», donde no se sustenta nada que no pueda justificarse objetivamente. Asimismo, dudar también de si el aislamiento sólo prolifera por falta de valoración del individuo -como sería el caso entre los alemanes, a juicio de esos autores- o a causa de una experiencia interpersonal más profunda y raigal. Si, por un lado, el aislamiento subjetivo acusa interior desarmonía denota, por otro, cierta transitoria paralización del espíritu de la acción. Verificando la existencia de la primera actitud -de aislamiento- se tiene la segunda -la pasividad-. En verdad, la vivencia del aislamiento y el actuar se excluyen, porque es propia de la esencia de la auténtica acción -cuya especial metafísica bosquejaremos más adelante- el normarse a sí misma, manifestándose como posibilidad de expresar nuestra ley interior, que no pudiendo actualizarse, nos constriñe al aislamiento. Un normarse a sí misma que significa tanto como superar el hermetismo por medio de sucesivas objetivaciones de los requerimientos íntimos. En este sentido, la acción describe una trayectoria que va despertando, encendiendo virtualidades individuales y colectivas.

El aislamiento deja de ser un estado pasivo en cuanto el individuo lucha por conquistar su vital expresión objetiva. Se aureola, sin embargo, de un sentimiento de irrealidad personal que, como reacción anímica, representa su correlato natural. Esta desrealización, unida a la impotencia para configurar el propio acaecer, articula el colorido y las formas de la vida americana.

Simultáneamente con la conciencia del aislamiento en que parece estar sumergido nuestro ser individual, se da la intuición de que sólo una imagen de lo real que coincida con nuestra ley íntima poseerá gravidez y sentido. Trátase de una creencia, difusa aún, pero a través de la cual se intenta establecer identidad entre pensamiento y realidad, entre vida y naturaleza, hombre y convivencia. El aislamiento subjetivo denota, pues, la aspiración del americano a la objetivación de una imagen del mundo presentida como connatural, y sentida como contrapuesta a las formas que reviste su vida presente. [52]

Junto a este claroscuro del presentir, fluye de la naturaleza misma de esa interioridad pugnando por expresarse, que la vida americana se vaya modelando en una extraña conjunción, en que a la fe en el propio destino humano-cultural enlázase un obscuro y tenaz caer del individuo por debajo de sí mismo. Porque acontece que cuando el espíritu de la acción se funda en la afirmación del valor del hombre por el hombre mismo, el curso de la sociedad discurre como en dos planos, de plena conciencia y sombría intimidad, de espontaneidad y aislamiento, de acción que intenta normarse a sí misma y pura entrega desordenada a lo exterior.

El anhelo de penetrar en la realidad influyéndola desde sí mismo, de configurar libremente la vida social circundante, si no consigue superar el estado de aislamiento subjetivo, modifica el ánimo y el sentimiento de la propia existencia en la dirección de un angustioso experimentarse como irreal e intrascendente. Pero este obscurecimiento del mundo y de la imagen personal encuentra el camino de la recuperación, de la incorporación a la realidad en el mismo motivo que originó el recogerse en el ensimismamiento. Porque la vivencia de la sombría desrealización representa sólo la faz negativa de la voluntad de realidad, que al aniquilarse en la pura expectación, motiva el aislamiento. Por esta tensión creadora, el hermetismo se distingue, por ejemplo, tanto de una especie de subjetivismo autista, como de ancestrales pavuras, de ensimismamiento y silencio mayas.

En cuanto se alcanza la certeza de estar expresando la forma espiritual íntima, el hermetismo deja de ser una actitud negativa. Irradia y progresa en el sentido de un vehemente querer actuar. Y tan pronto como señorea el ánimo la seguridad, la certidumbre de la raíz natural y viviente de su mundo subjetivo, y mientras ello ocurre, se rompe el círculo opresor del aislamiento americano. Es lo que observamos como destellos de objetividad política, también en la historia del siglo XIX americano, y en Chile, particularmente en expresiones como la acerada intransigencia de un Portales. Pero, en tanto ese proceso de integración perdura vacilante e incierto, el sordo latido del ensimismamiento constriñe al individuo, por el contrario, al deseo de anularse a sí mismo entregándose al instante con irracional impulso. Aquello que se juzga como la ineludible absorción de que nos hace objeto el contorno físico-social inhóspito, primariamente se origina en una abúlica sumersión en las sombras de lo íntimo, en un extravío en negativas oquedades del ánimo.

  —[53]→  

El escritor brasileño José Lins do Rego, al describir la vida en un «ingenio» de azúcar, ha pintado a través del personaje de su novela Bangué, la muy americana convergencia interior de pasión, abulia y ensimismamiento. En ella vemos cómo el protagonista es roído por el aislamiento, coincidiendo en él la intensificación de la voluntad de vivir con la informe voluptuosidad que autoaniquila, la soledad con la falta de fe en sí mismo. Y todo ello, en la medida en que cede la tensión defensiva del autodominio, culmina en la definitiva inercia o en la fuga a campo traviesa por el fácil activismo31. Pues sucede que la visión dolorosamente intensiva de lo viviente -visión erótica, sexual, vegetal o estética- inhibe y paraliza, en cuanto convergen lo infinito y tenaz de los requerimientos vitales con la caída en el ensimismamiento. Desequilibrio interior que, dado como tensión entre momentos de acecho y pasión desencadenada, de ensimismamiento y de petrificación del anhelo, de abulia y activarse fiero, elabora el estilo vital colectivo en todas direcciones.

De ahí que la falta de serenidad contemplativa del americano se corresponda con la ausencia de un actuar que serenamente se norme a sí mismo, que no oculte alguna disimulada huida. De ahí, también, la proclividad a caer en una política que definiremos como puramente literaria, escasamente interiorizada, por la carencia de médula activa y de reales decisiones. Por eso en veces observamos, antes que consciente y calculada mentira política, un proliferar de caudillos que van proclamando un puro activismo retórico, incapaces de actuar desde sí mismos con alguna coherencia. No por otros motivos hay la propensión a convertir la ciencia en técnica, siendo excepcional entre nosotros la serena tenacidad que exige   —[54]→   la investigación o el estudio de la naturaleza: rigurosa y arcádica contemplación a un mismo tiempo.

Así, el aislamiento subjetivo conduce, como etapa primaria, hacia una entrega indiferenciada y casi orgiástica a lo inmediato, construyendo, de este modo, la aparente armonía de superficie de la vida americana, que deja la impresión de un actuar, de un influirse desde fuera, en una casual trabazón y coincidencia de actitudes. Podríamos decir que se trata de un vivir ensimismados, en el que aislamiento y proximidad se entretejen caprichosamente.

En diversas modalidades de la convivencia, el aislamiento subjetivo se revela en la bruma que penetra las relaciones, cubriendo al sujeto con un velo de ansiosa tristeza, antes que guiándolo hacia un estado de abandono a placenteras ensoñaciones. En los vínculos familiares, en el amor, en la amistad, la vida afectiva despliégase en íntimas tensiones y reservas cuya corriente de inhibición se remonta a una particular escatología de lo humano. Nos referimos a ese carácter instable del contacto afectivo espiritual en la vida americana -o en ésta agudizado- que no excluye el que, de improviso, la más cerrada relación se hiele y resquebraje como por una doble ausencia. A pesar de que el individuo anhela fervorosamente tener a su prójimo ante sí, captándolo en sí mismo, de pronto le acontece hundirse en su hermetismo. Y es que la tentativa de vivir al otro sin mediatizarlo, articúlase con el motivo esencial del aislamiento, que constituye su reverso, el sentirse desrealizado por el abismo que separa lo ideal de lo real, la persona del anhelo y del acto.

Pues sucede que la voluntad de espontaneidad y libertad tropieza con pareja impotencia expresiva, tanto frente al ser del mundo como ante el ser del tú. De este modo, el ritmo de ausencias y presencias que eslabona el transcurrir de la sociedad americana, aflora en la peculiar inestabilidad de nuestra vida afectiva. Y aun cuando es inherente a la conciencia del aislamiento un profundo deseo de superarlo, con frecuencia se orienta para ello a través de un camino negativamente sombreado: se cree poder superar la inestabilidad ahondando infinitamente en la raíz del instante, pero sólo mediante la entrega a las pasiones, en tanto que éstas suministran la estabilidad de la anulación íntima, en una suerte de vértigo ante lo íntimo.

Ahora importa considerar el hecho de que la inestabilidad y discontinuidad de la vida personal reobra sobre el individuo restándole confianza y seguridad, limitando la validez conferida a la norma de su actuar.   —[55]→   El escepticismo, la irreligiosidad, concebida ésta en su más amplio sentido, el inmoralismo y la irresponsabilidad, comienzan entonces a estrechar los círculos de incertidumbre terminando, finalmente, por ahogarle en su aislamiento. En este punto, contribuye a salvarle la reacción que anteriormente hemos denominado de audacia contra sí mismo32.

Sin embargo, a pesar de su escepticismo, aun viéndose acosado por toda suerte de dudas afirmará, por ejemplo, en un entreacto de objetividad, en una casi heroica prescindencia de sí, afirmará aquello que le aparezca como susceptible de convertirse en un bien colectivo. Podrá el chileno sospechar de los movimientos que se le ofrecen como democráticos, no obstante, con alegre olvido de toda suspicacia los apoyará como buenos. La imperiosa necesidad de romper el sombrío círculo del aislamiento subjetivo, su amor y espontánea referencia al acto y al hombre tomados en sí mismos, le ayudan a despojarse de su escepticismo, de su interior anarquía, iniciando con ello el camino que lleva hasta la plena objetividad. Así, el americano puede pensar una cosa y hacer otra, sin contradecirse, o contradiciéndose sólo en cuanto en esa vacilación se expresa el tránsito al comportamiento objetivo que mana de un sereno normarse a sí mismo.




ArribaAbajoCapítulo III

Impotencia expresiva


Con la denominación de impotencia expresiva queremos aludir a la aparición de inhibiciones y deformaciones en la índole del vínculo humano, reveladoras de no correspondencia entre el real anhelo de comunicación y sus manifestaciones objetivas, el propio tiempo que de ricos indicios de una nueva forma de convivir.

Impotencia, en verdad, tanto si estas inhibiciones aparecen en la función comunicativa o expresiva, en la modalidad de aceptar o rechazar el vínculo social, en las manifestaciones afectivas, como si se observan en las expresiones íntimas del individuo solitario. En este sentido, las actitudes   —[56]→   o reacciones que revelan la existencia de una impotencia expresiva, pueden coincidir o no con peculiaridades o deficiencias de la lengua oral o escrita; coincidir, interferir, superponerse a las mismas deficiencias, en fin, agudizarlas, o presentarse, por el contrario, como estilo poético o junto con una gran riqueza de denominaciones. Este último hecho -impotencia expresiva dada paralelamente a riqueza lingüística- se encuentra en el hombre de la pampa, a cuya abundancia de léxico en lo relativo a pelaje de caballos, se une el carácter silencioso como, en uno de sus aspectos, lo muestra Amado Alonso en su luminoso ensayo sobre preferencias en el habla del gaucho33.

Alonso ha estudiado, además, la penuria de lenguaje propia del porteño medio, llegando a conclusiones que se emparentan con algunas actitudes características del americano que aquí intentamos describir. Observa en el argentino rebeldía o desdén por la norma del lenguaje, que explica históricamente, de un lado como universal proclividad social al plebeyismo lingüístico, y de otro por la trayectoria particular de la formación argentina. El ritmo de ésta se manifestó como ruptura de la tradición idiomática por aislamiento colonial y, finalmente, por el extraordinario crecimiento de la población originado en las continuas oleadas de inmigración. Para nuestros objetivos interesa particularmente verificar que todo este complejo condicionamiento se delata como desconocimiento de la norma idiomática y, especialmente, como rebeldía que configura un peculiar desequilibrio o inestabilidad. Más aún: la falta de unidad entre la lengua oral y escrita no presenta estratificaciones de clase, sino que, al contrario, obsérvase en todas las capas sociales, participando con ello de la reacción de general suspicacia tan común en el americano. «La masa -escribe Alonso- cierra sus poros con recelo -su burla es también recelo y defensa- a toda posible infiltración idiomática culta». Es la falta de fe en la legitimidad de los motivos que impulsan al prójimo, que también nos parece se manifiesta como deseo de burlar la norma idiomática, lo que vale tanto como una buída suspicacia proyectada sobre quien la acata. Además, la fuga de sí mismo, por ejemplo, frágilmente compensada con la insegura y cambiante incorporación a partidos, analizada anteriormente, también aflora en la inercia o impersonalismo de las expresiones idiomáticas. Lo singular -dice más adelante- «es la enorme cantidad de personas que para la expresión de lo emocional no hablan más que con   —[57]→   idiomatismos, precisamente porque encajan ajustadamente en la actitud del porteño-masa ante la lengua. Esta actitud, ya lo hemos dicho, es la de la entrega al tuntún; para la comunicación del pensamiento lógico, habla más la situación que el idioma; para la expresión de lo subjetivo se recuesta uno en la fórmula más genérica, en la que sirve a los vecinos para expresar estados de ánimo más o menos parecidos al de uno. La amplitud de este más o menos es lo congenial aquí. Cada fórmula del pensamiento subjetivo abarca una tan ancha zona de posibilidades anímicas, que con unas cuantas tiene el porteño-masa suficiente para toda su vida interior». (Por ejemplo: coso, macana, lindo).

El hecho de confiar más en la comprensión por la situación que en la virtud de intercomunicación del lenguaje, para nosotros remonta su origen al aislamiento interior con su peculiaridad satélite: la parquedad expresiva, verdadero síntoma de un nuevo tipo de vínculo. Porque el imperio de un hermetismo casi ascético, condiciona un estilo comunicativo reducido hasta el límite compatible con la intercomunicación. Es característico de ciertas formas del diálogo amistoso del chileno, particularmente en el hombre del pueblo, hacer juegos de inflexión significativas con una, dos o tres palabras. No es raro que alguna de ellas derive en el sentido de una exclamación de tonalidad afectiva picaresca y cordialmente hiriente. Trátase de un estilo dialogal que semeja un verdadero torbellino lingüístico, donde el monótono girar en torno a un término único, no impide la sutil comunicación de los estados de ánimo, ni obstaculiza el despliegue de mutuas confidencias. Y, por cierto, no debe verse en tal comportamiento una exhibición de malabarismo lingüístico de estirpe rabelaisiana34.

  —[58]→  

Entre otras causas de ello podemos anotar, por ejemplo, la carencia del sentido trágico necesario para vivir lo único y su adversidad, que inclina a la comprensión de resonancias afectivas por medio de generales y omnialusivas referencias. Pero, por encima de todo, trátase de impotencia expresiva, arraigada en la soledad, en la necesidad de prójimo. Recordaremos un pasaje de Los de Abajo, muy elocuente para ilustrar lo que venimos observando: -«Compadre -pronunció trémulo y en pie Anastasio Montáñez- yo no tengo qué decirle...

Transcurrieron minutos enteros; las malditas palabras no querían acudir al llamado del compadre Anastasio. Su cara enrojecida, perlaba el sudor en su frente, costrosa de mugre. Por fin se resolvió a terminar su brindis:

-Pos yo no tengo qué decirle... sino que ya sabe que soy su compadre...»

Muy profundamente, también nos lo indica Miguel Ángel Menéndez en su novela Nayar: «Las palabras no necesitan exteriorizarse; uno mismo es capaz de escucharlas ahí dentro, donde nacen y mueren. Así dialogamos los del pueblo, acostumbrados a no tener con quién charlar».

Sería necesario completar el estudio de las preferencias del lenguaje y de las variaciones de su forma interior adecuadas a una situación determinada, orientándose hacia nuevos horizontes de referencia. Es decir, ampliando la visión del mundo de la pampa, tal como se actualiza en la terminología del gaucho, con la investigación de variaciones idiomáticas x   —[59]→   propias de otras situaciones vitales americanas. Agregando a las preferencias utilitarias, estéticas o afectivas, las condicionadas por el mestizaje, el paisaje o el contorno natural inhóspito.

Siguiendo este rumbo, Gilberto Freyre observa cómo los equilibrios de antagonismos se reflejan ya en el lenguaje de su tierra, dando origen a una nueva variedad de los mismos: «Tenemos en el Brasil dos modos de colocar el pronombre, mientras que el portugués solamente admite uno, el «modo duro e imperativo»: digam-me, faça-me, espere-me. Sin despreciar el modo portugués, hemos creado uno nuevo, enteramente nuestro, característicamente brasileño: me-diga, me-faça, me-espere, modo humilde, dulce, de pedido. Y nos servimos de los dos. Ahora bien, esos dos modos antagónicos de expresión, conforme a las necesidades de mando o de etiqueta de una parte, y de intimidad o de súplica de la otra, nos parecen bien típicos de las relaciones psicológicas que se desarrollaron a través de nuestra formación patriarcal, entre los señores y los esclavos, entre las niñas y las mucamas, entre los blancos y los negros. Faça-se, es el señor, el padre, el patriarca hablando: me-dé, es la mujer, el hijo, la mucama, el esclavo. Nos parece atinado atribuir en gran parte a los esclavos, aliados a los niños de las casas-grandes, el modo brasileño de colocar pronombres. Fue la manera filial y medio mimosa que ellos encontraron para dirigirse al pater-familias»35. La dulcificación del lenguaje brasileño, indicia para Freyre equilibrio de antagonismos, armonía de mestizaje, confraternidad de dos mitades -la blanca y la negra- no enemigas ya. Para nosotros, vale además como una corroboración del influjo del sentimiento de lo humano en la vida y forma del lenguaje.

Por eso, volviendo a lo que de un modo general denominamos impotencia expresiva, consideramos que algunas peculiaridades lingüísticas   —[60]→   americanas, las propias del lenguaje coloquial, por ejemplo, deberán ser estudiadas como vacilaciones en el sentimiento de lo humano. Particularmente, en aquellos modos del convivir donde la desarmonía íntima característica de la impotencia expresiva, inhibe en el curso de las relaciones la espontaneidad de la palabra, del gesto y la mirada. Porque ocurre que el ensimismamiento es una fuerza que también ejerce atracción deformadora sobre el ritmo de la frase comunicativa.

No resulta pues extraño, que indagando la significación individual y colectiva de algunos fenómenos de la lengua, y particularmente de cierta anarquía y rebeldía lingüística, Américo Castro y Arturo Capdevila se decidan a rastrear orígenes en una dirección que, por lo demás, corre casi aproximándose a la aquí señalada. Entre otros síntomas de esta rebeldía, preocupa a estos autores el del voseo, esto es, el empleo del vos en lugar del tú.

Américo Castro destaca el hecho de que el voseo se emplea en algunos lugares de América siguiendo actitudes contrapuestas. En Honduras y Guatemala «es resultado de inercia, de languidez vital. Lo propio de Buenos Aires, por el contrario, es su rebelión contra la acción educativa, es ser engallamiento agresivo contra la intensa acción de la cultura, prodigada por los mejores desde hace más de medio siglo»36. Pero como tal observación engrana en una discutible interpretación histórica del argentino, en cuya crítica aquí no podemos entrar, sólo apoyaremos su idea de una específica rebeldía argentina que, como síntoma de un anhelo de combatividad sin objeto, de clara indiferencia para los designios, describimos ya al tratar de la hostilidad hacia el yo como fenómeno psicológico del americano. Añadamos aún que comprende lo gauchesco como desborde de vitalidad rústica, como desparramo, exuberancia o inútil dispersión de energías por falta de impulsos directores. Bien. Pero no se agota -como piensa al pasar del problema de la lengua a los personajes de lo que llama «gauchofilia literaria»- la significación de Don Segundo Sombra interpretándolo como pura huida. Se le evade por completo el simbolismo   —[61] →   de su ascética y el sentido de las fluctuaciones de su sentimiento de lo humano, y de su honda continuidad interior que va engendrando fe y fortaleza en quienes le rodean.

Arturo Capdevila en su ensayo Babel y el castellano, parece captar, por lo menos en parte, esto de la latencia del prójimo como influyendo en las configuraciones lingüísticas. Estudiando el voseo en América cree verificar la pérdida de cierta intimidad expresiva, la existencia de un elemento que precipita el caos interior. Confiesa que al adoptar el tú, siendo todavía un muchacho, sintió como que se aclaraba su espíritu. En el problema del vos Capdevila ve un hecho psicológico que alcanza a las relaciones humanas, trascendiendo las puras inestabilidades de la mera persona gramatical. Así, escribe: «La intimidad del hogar y el corro de la genuina amistad han perdido sus más propios y fervorosos elementos de expresión. Ustedes: he ahí un vocativo frío, todo convencional, todo tercera persona... Vosotros: he ahí, la vida misma de la pasión y la sinceridad».

- II -

La misma dificultad que ofrece discernir el sentido de ciertas expresiones culturales autóctonas de lo humano universal, nos ha movido, una y otra vez, a recordar el riesgo siempre latente de establecer límites incurriendo en transgresiones teóricas. Por eso, a fin de distinguir claramente en el escenario de la sociedad contemporánea los rasgos particulares del fenómeno analizado, respecto de otros que simulan engañosa semejanza, destacaremos dos notas muy características, propias del lenguaje considerado en el mundo social del presente.

Llamaremos la atención, en primer término, acerca de la tendencia actual a la «masificación» de la lengua en los diversos pueblos, cosa en la que especialmente ha insistido Wilhelm Röpke. Cree columbrar lo singular en una como pérdida del sentido del idioma el que, en cada caso, se muestra invadido por el espíritu del slogan. De tal suerte, que el lenguaje comienza a desempeñar la función de instrumento de terror o de sutil persuación por el respeto. Así como también ocurre la llamada conversión del valor semántico de la palabra en su significación mágica. Masificación del lenguaje que deja deslizarse por la superficie de su sintaxis, y aparecer en las inflexiones de la estilística del habla resentimiento, impersonalismo, temor, voluntad de subordinación, inseguridad. De donde   —[62]→   el buscar sus mágicos reflejos, su valor de conjuro de la inestabilidad de la situación.

En segundo lugar, si bien vegetalmente enlazado con lo anterior, contemplamos el hecho de cómo la mentalidad ideológica deja su huella de suspicacia en las lenguas del presente. Ella se delata, estilísticamente por la proclividad expresiva a relativizar, por el cruel sarcasmo respecto de la ajena legitimidad. Pero, es sobre todo la mentalidad ideológica no interiorizada, lo que opera en sus adeptos tal configuración. Ya que, atendiendo al espíritu por el que falsamente dice guiarse, debería más bien condicionar un aumento de objetividad. Al contrario, ocurre que esa misma falta de interiorización de la crítica ideológica reobra en quien la esgrime, arrojándolo a un suspicaz subjetivismo. De ahí ese lenguaje con una soterrada resonancia formal llena de hirientes dudas, convertido en instrumento para identificar y exorcizar enemigos, para descubrir las inauditas raíces de las asechanzas más sombrías.

Ahora se verá con claridad, que frente a la mediatización ideológica y a la masificación de las lenguas, la impotencia expresiva que arraiga en un especial anhelo de vínculo humano, reconoce una ascendencia interior desprovista de parentesco con aquella dirección psicológica de la evolución del lenguaje.

Por otra parte, que un tipo singular de experiencia del prójimo se exprese en el estilo coloquial, se comprende de inmediato tan sólo con recordar la significación antropológica del lenguaje en la representación misma del mundo objetivo. Del mismo modo, la palabra es también una esfera de referencia constitutiva de la vida intersubjetiva. Esto es, el simbolismo del lenguaje aporta una dimensión básica al entrelazamiento orgánico existente entre el yo, el universo y el otro37.

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En suma, debemos alcanzar más allá del hecho general de que la presencia de la persona y la singularidad de su modo de aparición puedan condicionar excentricidades en la órbita propia de nuestro estilo expresivo. Como primer paso en la conquista de esa meta, queremos concluir con el siguiente enunciado: la amplitud del voseo en la Argentina, sólo representa una agudización lingüística del fenómeno general americano de la impotencia expresiva, de la proclividad a la mediatización de las relaciones, en fin, del aislamiento subjetivo.

En todo caso, la impotencia expresiva no queda suficientemente delimitada con el análisis de esta zona de intercomunicación del habla. Puede rastrearse su impronta singular en el arte mismo, según veremos a continuación.



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