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Gerardo Diego

(En la inauguración de la Biblioteca «Gerardo Diego», Santander, 1992)

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Por hacerlo imposible las vacaciones que aún duran en la Real Academia Española, no traigo a este acto su representación expresa, pero estoy seguro de ostentarla porque Gerardo Diego es uno de sus miembros menos olvidado, mejor, más presente en el recuerdo de quienes convivimos con él allí, y más añorado por los que no tuvieron esa fortuna. Perteneció a nuestra institución cuarenta y dos años, entre 1945 y el día de su muerte, que aconteció el 9 de julio de 1987, y desempeñó el cargo de Censor entre 1960, en que fue elegido, y 1969, fecha de su dimisión por austeras razones personales que no se refieren en absoluto a su relación entusiasta con la Academia, a cuyos trabajos se consagró con asiduidad ejemplar.

Recuerdo la emoción que me embargó cuando asistí a la primera sesión, y me encontré compartiendo la mesa oval nada menos que con Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre y él, es decir, con un trozo vivo y glorioso de la historia lírica de España, que ya era casi una leyenda. Por el primero, mi maestro, había accedido a la amistad de los otros dos, a la amistad posible entre un historiador y la historia, entre un crítico y la Literatura; es decir, a una amistad que era simultáneamente admiración y devoción.

Gerardo, lo he dicho ya, asistía a nuestras sesiones con una constancia total; si algún jueves faltaba, cundía la alarma, pero no: había mediado algún otro compromiso con la Literatura, porque no había otra cosa que pudiera distraerlo de aquella asiduidad pertinaz. No revelo nada sorprendente si afirmo que hablaba muy poco: asistía impávido, atentísimo, a las discusiones, y sólo de vez en cuando, muy de vez en cuando, pronunciaba la palabra exacta y final. Estoy seguro de que muchos días, aquel inmóvil rostro suyo fingía educadamente interés; cuando discutíamos, por ejemplo, la definición de vocablos tan poco excitantes como intérlope, que era el comercio furtivo ejercido por una nación en las colonias de otras, o trebelánica, que es un extraño derecho de los herederos. Pero incluso palabras de ese jaez podían interesarle, si le servían para alguna broma verbal en un poema: no era posible saber nunca si su atención al discutir esas cosas era simple cortesía o utilitarismo poético, ese utilitarismo que, según aseguraba Hölderlin, practican más que nadie los poetas.

Aquellos silencios de Gerardo, que le permitían a Pedro Salinas tildarlo con excesiva superficialidad de «seco y reseco». Pero es que nunca se sabía si su mente estaba asistiendo a lo que en torno de él existía, o si se había ausentado. Que sí estaba presente lo certificaba, el hecho de que, de pronto, cuando se le consideraba más lejano, irrumpía vivamente en la conversación con puntualizaciones, con exactitudes, con irreplicables disidencias. Jamás con murmuraciones, porque más perfecto caballero nunca existió en la República de las Letras. Pero, otras veces, sumido en lo que parecía un silencio perplejo, estaba en realidad recorriendo a solas, realmente evadido, las minas del lenguaje, averiguándole secretos. Como escribió aún muy joven:


«Los palillos de mis dedos
repiquetean ritmos ritmos ritmos
en el tamboril del cerebro».



Eso es lo que hacía muchas veces, explorar ritmos, cuando prolongadamente callaba.

Su poesía va a ser examinada en esta jornada por quienes la conocen mejor que yo, aunque no la admiren ni la amen más. Desde las aulas de Bachillerato, en las que José Manuel Blecua nos contagió a unos cuantos alumnos la pasión por la literatura. Ningún libro de mi biblioteca tiene tantos achaques por uso desmedido, como aquella Primera Antología de sus versos publicada hace cuarenta y un años, reiteradamente leída y aprendida. Y ninguna emoción lírica ha superado en mi alma a la de un paseo nocturno por Sevilla, partiendo del pie de la Giralda, ese asombroso «prisma puro», pasando por el Arenal, hasta la Maestranza, sultana de aquel torerillo de Triana que la cantaba con versos que yo creía saber de memoria, pero que eran distintos dichos por su autor, con aquella voz inconfundible y reveladora de que aquel hombre de apariencia impasible, seca y reseca, ardía realmente.

La Montaña, Santander, pueden estar muy satisfechas por recibir hoy los libros de quien fue y sigue siendo uno de sus más extraordinarios hijos. Podría tener esta Biblioteca esos mismos libros, aleatoriamente adquiridos por los conductos con que se va formando un fondo bibliotecario, y no serían lo mismo. Los libros que uno adquiere forman parte importante de la propia vida, constituyen pequeños momentos de la biografía personal, dado que se pueden contar las circunstancias en que se unieron a nosotros. Éste, entregado por un amigo en espera de opinión y de afectuosa acogida; ese otro, adquirido con curiosidad, quién sabe si con buena o con aviesa intención, con sacrificio a veces, buscado, otras, y hallado como un tesoro. Todos vinculados a tiempos y a lugares diferentes, y siempre a momentos significativos de nuestras vidas, puesto que se recuerdan. Si además se es escritor, están los libros propios, las obras que han absorbido el espíritu durante semanas, meses o años. La parte de alma que hoy queda de Gerardo Diego en este mundo, se lo reparten por igual su familia y sus libros, los que escribió y aquellos a los que dio también hogar.

A estos, se les ha dispuesto la mejor acogida que pudiera imaginarse, allí donde tal vez ni el propio Gerardo se hubiese atrevido a imaginar: en el mismo recinto donde permanece la biblioteca de don Marcelino, el mayor Montañés, a quien él, por la edad pudo tal vez conocer pero no tratar, pero a quien estuvo unido por la amistad de su hermano, el «dulce Enrique Menéndez». Es muy probable que de haber alcanzado el sabio maestro a conocer siquiera sea los más tempranos versos de su joven paisano, hubiese asentido complacido al empezar la lectura de un poema con arranque tan tradicional como éste, que parece copiar la andadura idílica y también montañesa, pero madrileña, de las Pastorales juanramonianas:


«En las tibias mañanas de mayo, julio, octubre,
por la alameda abajo el paso se descubre
de la reata plácida que los caminos cubre
acarreando el jugo de la rosada ubre».



Pero es casi seguro que hubiera alzado una ceja con recelo, al observar cómo aquella escena que ha empezado tan eglógica, se prolongaba así:


«Parece un episodio de la vida de Ruth,
En la alameda de oro un rapaz lanza un chut.
Un pajarillo alegre modula su cu-cut,
motivo de una idílica pastoral en ut».



Es decir, en do, dicho en latín. Don Marcelino de seguro que se hubiera sobresaltado con aquel desparpajo en las rimas, que constituía prevaricación contra aquello en que creía. Le hubiera tranquilizado, sin duda, el Romancero de la novia, de 1918, pero le habría sobrevenido otra vez el patatús con Imagen y Manual de espumas. Sin embargo, su honradez de historiador, su gusto y su paisanaje se hubieran tenido que rendir ante un poeta que estaba revolucionando la poesía española, y que, junto con las audacias más atrevidas, era capaz de escribir décimas, sonetos y romances sólo igualadas por los grandes del Siglo de Oro.

Porque esto es lo que constituye la singularidad de Gerardo Diego: su capacidad única para acudir con respuestas bien distintas, contradictorias se diría, a las distintas solicitaciones que de él hace su sensibilidad lírica, múltiplemente atraído, lejos de una estética dogmática, libre siempre tanto para la emoción como para el juego. Con una sola fidelidad a la que siempre regresaba: el clasicismo. Y así acontece que, siendo uno de los más modernos de los modernos, es, a la vez, el mayor clásico entre ellos. Sus libros, podemos estar seguros, van a hacer buenas migas con los de don Marcelino.

Fue tañedor único, además, de ese difícil instrumento que permite a los poetas ser o no ser: el lenguaje, protagonista absoluto de su lírica, hasta el punto de que en nadie se entiende mejor que en él aquel profundo dicho de Heidegger, según el cual, la poesía es lenguaje que habla.

Agradezco la oportunidad que se me deparado de asistir a este acto, y en nombre de la Real Academia Española, felicito muy sinceramente a la ciudad de Santander y a Cantabria por enriquecer así este templo de las letras para culto, a partir de ahora, de dos excepcionales montañeses, que tanta honra dieron a la Corporación que represento.





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