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La esclavitud femenina

John Stuart Mill




ArribaAbajoPrólogo

de Emilia Pardo Bazán


Hallábame en Oxford el año pasado mientras celebraba sus sesiones la Asociación británica para el adelanto de la cultura, y entre los contados estudiantes que aún quedaban, topé con un inglés, hombre de buen entendimiento, de esos a quienes se les habla sin ambajes. Llevóme por la tarde al nuevo Museo, henchido de ejemplares curiosos; allí se dan series de lecciones, se prueban nuevos aparatos; las señoras asisten y se interesan por los experimentos, y el último día, llenas de entusiasmo, cantaron el God save the queen. Admiraba yo aquel celo, aquella solidez mental, aquella organización científica, aquellas subscripciones voluntarias, aquella aptitud para la asociación y el trabajo, aquel vasto mecanismo que tantos brazos impulsan, tan adecuado para acumular, contrastar y clasificar los hechos. Y, sin embargo, en medio de la abundancia noté un vacío: al leer las reseñas y actas, pareciéronme las de un congreso fabril; ¡tantos sabios reunidos sólo para verificar detalles y trocar fórmulas! Creía yo escuchar a dos gerentes que discuten el curtido de la suela o el tinte del algodón: faltaban las ideas generales...

»Quejéme de esto a mi amigo el inglés, y, a la luz de la lámpara, en medio del alto silencio nocturno que envolvía a la ciudad universitaria, los dos indagábamos la razón del fenómeno.

»Un día me atreví a proferir:-Es que carecen Vds. de filosofía, es decir, de lo que llaman metafísica los alemanes. Tienen Vds. sabios, pero no tienen Vds. pensadores. El Dios de los protestantes es una rémora: causa suprema, por respeto a Él nadie razona sobre las causas. Nunca un monarca consintió que se examinasen sus títulos a reinar. Vds. poseen un Dios-monarca útil, moral y conveniente: le profesan Vds. cordial afecto: temen Vds, si le tocan, debelar la moral y la Constitución. Por eso abaten Vds. el vuelo y se reducen a las cuestiones de hecho, a disecciones al por menor, a trabajos de laboratorio. Herborizan y cogen conchas. La ciencia está decapitada; pero ¿qué importa? la vida práctica sale ganando, y el dogma queda incólume.

-»Ahí verá V.-contestó pausadamente mi amigo-lo que son los franceses. Sobre un hecho forjan una teoría general. Aguárdese V. veinte años, y encontrará en Londres las ideas de París y de Berlín.-Bueno, las de París y de Berlín; ¿pero qué tienen Vds. en pensamiento original?-Tenemos a Stuart Mill-¿Y quién es Stuart Mill?-Un político. Su opúsculo De la libertad es tan excelente, como detestable el Contrato Social de su Rousseau de Vds.-Son palabras mayores.-Pues no exagero; Mill saca triunfante la independencia del individuo, mientras Rousseau implanta el despotismo del Estado.-En todo eso no veo al filósofo; ¿qué más ha hecho el tal Stuart Mill?-Elevar a la economía política a la altura máxima de la ciencia, y subordinar la producción al hombre, en vez de subordinar el hombre a la producción.-El filósofo no ha salido todavía. ¿Qué más, qué más?-Stuart Mill es un lógico profundo.-De qué escuela?-De la suya. Ya he dicho a V. que era original.-¿Hegeliano?-¡Quiá! Es hombre de pruebas y datos.-¿Sigue a Port Royal?-Menos: como que domina las ciencias modernas.-¿Imita a Condillac?-No señor. En Condillac sólo se aprende a escribir bien.-Entonces, ¿cuáles son sus númenes?-En primer lugar, Locke y Comte, después Hume y Newton.-¿Es un sistemático, un reformador especulativo?-Le sobran para serlo cien arrobas de talento. Camina paso a paso y sentando la planta en tierra. Sobresale en precisar una idea, en desentrañar un principio, comprobarlo al través de la complejidad de los casos, refutar, argüir, distinguir. Tiene la sutileza, la paciencia, el método y la sagacidad, de un leguleyo.-Bueno, pues está V. dándome la razón: leguleyo; es decir, pariente de Locke, de Newton, de Comte y de Hume... filosofía inglesa. ¿No ha tenido una idea de conjunto?-Sí.-¿Una idea propia, completa, sobre la naturaleza y el espíritu?-Sí, y lo voy a demostrar.»

Al frente de este prólogo he querido intercalar aquí el anterior fragmento de la famosa Historia de la literatura inglesa, de Taine-fragmento que forma parte del larguísimo estudio consagrado a Stuart Mill en el tomo de Los contemporáneos;-porque tan expresivo trozo me ahorra todo panegírico del autor de La Esclavitud femenina, y contiene el más alto encomio que hacerse puede del escritor y el pensador. Ante el espectáculo majestuoso de la próspera nación inglesa, que señorea los mares y lleva a los últimos confines orientales y occidentales del mundo la energía de su raza y la expansión de su comercio; ante las riquezas del emporio londonense y la activísima vida fabril de Manchester y Liverpool; ante el poderío, la ciencia, el orgullo, el dominio, la atlética constitución de esos tres reinos que van al frente de la civilización de Europa, Taine echa de menos una cabeza... un pensamiento humano, un vuelo de águila, un rayo de luz intelectual... Y esa cabeza es la de Stuart Mill, y ese rayo de luz brota de su pluma.

Ni es Taine el único que tan eminente papel reconoce a Stuart Mill. Odysse Barot, en su Historia de la literatura contemporánea de Inglaterra, le consagra estas frases: «John Stuart Mill es el piloto intelectual de nuestro siglo, el nombre que contribuyó, más que otro alguno de esta generación, a marcar rumbo al pensamiento de sus contemporáneos. Quizá no ha inventado nada, no ha creado sistema alguno, y la mayor parte de sus ideas fundamentales se derivan de sus predecesores; pero lo ha transformado todo, y ha cambiado la dirección de la gigantesca nao del humano espíritu.» Aun cuando la importancia del autor del Sistema de lógica deductiva e inductiva es uno de esos datos de cultura general ya indiscutibles, no está de más recordarlo en el momento presente, cuando ofrezco a los lectores españoles la versión de la obra tal vez más atrevida e innovadora de Stuart Mill, o sea el Tratado de la Esclavitud femenina.

     Juan Stuart Mill nació en Londres el 20 de Mayo de 1806, siendo su padre Jacobo Mill, historiador de las Indias y autor del Análisis del entendimiento. La ley de transmisión hereditaria, que Juan Stuart Mill había de comprobar con gran aparato de razones, tuvo en él patente demostración; fue un pensador, hijo de otro pensador profundo, y original, aunque incluido entre los discípulos de Bentham. La educación de Stuart Mill, tal cual la refiere en sus Memorias, se debe a aquel padre ilustre, más bien que a pedagogos y catedráticos. Cuando el chico sólo tenía seis años de edad, escribía su padre a Bentham: «Haremos de él nuestro digno sucesor.» Juan fue el alumno predilecto de Bentham y de Say; mamó con la leche, por decirlo así, la economía política. Serio, práctico, resuelto a ganarse con su trabajo la vida, aceptó un empleo en la Compañía de Indias, y en el puesto permaneció treinta y cinco años. Antes de ir a la oficina dedicábase al estudio; y aprendía lenguas vivas y muertas, filosofía, administración; en verano, sus apacibles aficiones le acercaban más a la naturaleza; excursionaba a pie, como buen inglés, y recogía plantas y, hierbas, y hacía experimental su conocimiento de la geología y la mineralogía, porque Stuart Mill no comprendió nunca a los sabios de gabinete. Al mismo tiempo fundaba una asociación filosófica que se reunía en casa de Grote, el futuro historiador de Grecia, y colaboraba en varias publicaciones, y se estrenaba en debatir problemas económicos, con un Ensayo sobre los bienes de la Iglesia y las Corporaciones. Poco después, algunos artículos suyos sobre Armando Carrel, Alfredo de Vigny, Bentham, Coleridge y Tennyson, cuya gloria fue el primero a vaticinar, le ganaron lucido puesto entre los críticos, y otros ensayos, titulados el Espíritu del siglo, hicieron exclamar a Carlyle, que vivía solitario en Escocia: «Aquí asoma un místico nuevo.» En pos viene la era de los grandes trabajos: en 1843 publica el Sistema de lógica, y en 1848, los Principios de economía política; en 1858, el Ensayo sobre la libertad; en 1861, las Reflexiones sobre el Gobierno representativo; en 1863, el Utilitarismo; en 1865, el estudio sobre el Positivismo y Augusto Comte; luego el estudio sobre La filosofía de Hamilton, y, por último, en 1869, La Esclavitud femenina, corona de su vida y de su labor filosófica, porque las interesantísimas Memorias son obra póstuma; no aparecieron hasta 1873, seis meses después del fallecimiento de Stuart Mill.

Hasta aquí la biografía externa del filósofo, tal cual la refieren los historiadores literarios. La biografía interior es aún más fecunda en enseñanzas, más viva, más interesante para el que guste de estudiar los repliegues del corazón; y sobre todo, se relaciona íntimamente con La Esclavitud femenina. El mismo Stuart Mill la deja esbozada a grandes rasgos en sus Memorias, con esa decencia, moderación y dignidad que es nota característica de su estilo y honor de su elevado espíritu. Tratemos de imitar su ejemplo, y ojalá lo que escribimos con sentimientos tan respetuosos, sea leído con los mismos por las gentes de buen sentido moral y recta intención.

Contaba Stuart Mill veinticuatro años, cuando-son sus palabras-formó el amistoso lazo que fue decoro y dicha mayor de su existencia, al par que origen de sus ideas más excelentes, y de cuanto emprendió para mejorar las condiciones de la humanidad. «En 1830-añade-es cuando fui presentado a la mujer que después de ser veinte años mi amiga, consintió al fin en ser mi esposa»-No demos aquí al dulce nombre de amiga el sentido más que profano que tiene en nuestra castiza habla; entendámoslo sin reticencia, porque la obligación general de pensar caritativa y limpiamente, sube de punto al tratarse de dos seres humanos de tan alta calidad moral como Stuart Mill y la señora de Taylor. He aquí cómo pinta a esta señora el gran filósofo: «Desde luego, parecióme la persona más digna de admiración que he conocido nunca. Ciertamente no era todavía la mujer superior que llegó a ser más adelante, y añadiré que nadie, a la edad que ella tenía cuando por primera vez la vi, puede alcanzar tanta elevación de espíritu. Diríase que por ley de su propia naturaleza fue progresando después, en virtud de una especie de necesidad orgánica que la impulsaba al progreso, y de una tendencia propia de su entendimiento, que no podía observar ni sentir cosa que no le diese ocasión de aproximarse al ideal de la sabiduría. Ello es que, cuando la conocí, su rica y vigorosa naturaleza no tenía otro desarrollo sino el habitual del tipo femenino. Para el mundo, era la mujer linda y graciosa, adornada con sorprendente y natural distinción. Para sus amigos, ya aparecía revestida de sentimiento intenso y profundo, de rápida y sagaz inteligencia, de ensoñadora y poética fantasía. Habíase casado muy niña con un hombre leal, excelente y respetado, de opiniones liberales y buena educación; y si bien no tenía las aficiones intelectuales y artísticas de su mujer, encontró en él un tierno y firme compañero, y ella por su parte le demostró la más sincera estimación y el más seguro afecto en vida, consagrándole en muerte recuerdo perseverante y cariñoso. Excluida, por la incapacidad social que pesa sobre la mujer, de todo empleo digno de sus altísimas facultades, repartía sus horas entre el estudio y la meditación y el trato familiar con un círculo selecto de amigos, entre los cuales se contaba una mujer de genio, que ya no existe.

»Tuve la dicha de ser admitido en este círculo, y pronto observé que la señora de Taylor poseía juntas las cualidades que yo no había encontrado hasta entonces más que distribuidas entre varios individuos... El carácter general de su inteligencia, su temperamento y su organización, me impulsaban por aquel tiempo a compararla con el poeta Shelley; pero en cuanto a alcance y profundidad intelectual, a Shelley (tal cual era cuando le arrebató prematura muerte), le considero un niño en comparación de lo que llegó a ser andando el tiempo la señora de Taylor. Si la carrera política fuese accesible a la mujer, su gran capacidad para conocer el corazón humano, el discernimiento y sagacidad que demostró en la vida práctica, la aseguraban puesto eminente entre los guías de la humanidad.

Estos dones de la inteligencia estaban al servicio del carácter más noble y mejor equilibrado que jamás encontré. En ella no había rastro de egoísmo, y no por efecto de imposiciones educativas, sino por virtud de un corazón que se identificaba con los sentimientos ajenos y les prestaba su energía propia. Diríase que en ella dominaba la pasión de la justicia, a no contrarrestarla una generosidad sin límites y una ternura que siempre estaba dispuesta a derramar. A la más noble altivez unía la modestia más franca, ostentando al par sencillez y sinceridad absoluta con los buenos. La bajeza, la cobardía, la causaban explosiones de sumo desprecio; encendíase en indignación cuando veía acciones de esas que revelan inclinaciones brutales, tiránicas, vergonzosas o pérfidas. Sin embargo, sabía distinguir muy bien entre las faltas que son mala in se y las que son únicamente mala prohibita; entre lo que descubre el fondo de maldad del carácter y lo que sólo entraña desacato a lo convencional...

»No era posible que se estableciese contacto psíquico entre una persona como la señora Taylor y yo, sin que me penetrase su benéfico influjo», mas el efecto fue lento, y corrieron años antes que su espíritu y el mío llegasen a la perfecta comunión que al cabo realizaron. Yo salí ganando en la transmisión recíproca, aun cuando ella me debió firme apoyo en ideas y convicciones que sola se había formado. Los elogios que a veces escucho por el espíritu práctico y el sentido de realidad que diferencia mis escritos de los de otros pensadores, a mi amiga los debo. Las obras mías que ostentan este sello peculiar, no eran mías solamente, sino fruto de la fusión de dos espíritus. Verdad que el influjo de la señora de Taylor, aun después de que esta señora rigió el progreso de mi entendimiento, no me hizo cambiar de dirección, pues coincidíamos.»

Coincidían sin duda alguna aquel hombre y aquella mujer, en quienes las dos mitades de la humanidad, separadas en cuanto al alma por una mala inteligencia ya secular y crónica, parecían haberse reunido por vez primera sin ningún género de restricción ni limitación mezquina, funesta y triste. Este ideal de unión entre varón y hembra no será más estético, pero quizá es más moral y fortalecedor que otro ideal ya muerto, expresado por el poeta de La Vita nuova, al decir de su Beatrice:


        Tanto gentile e tanto onesta pare
La donna inia, quand' ella altrui saluta,
Ch 'ogni lingua divien tremando muta
E gli occhi non ardiscon di guardare.
.......................................................
E parche della sua labbia si muova
Uno spirto snave e pien d' amore,
Che va dicendo al anima: sospira.

No se crea que ingiero aquí por casualidad los nombres de Dante y Beatriz Portinari. Es que acudieron a mi memoria y se grabaron en mi pensamiento, mientras leía las páginas consagradas por Stuart Mill a su compañera. En la historia de los sentimientos amorosos (démosles su verdadero nombre, que nada tiene en este caso de equívoco o denigrante, al contrario) los del poeta florentino hacia la gentil donna me había parecido siempre que sobresalían por su encanto, elevación y delicadísimo y quintesenciado linaje. Confieso que de algún tiempo a esta parte he modificado mi opinión, y las reflexiones sobre el caso de Stuart Mill y la señora Taylor, confirman esta evolución de mis ideas, que trataré de explicar.

No comprendía yo, en aquellos tiempos en que el amor dantesco se me figuraba la más exquisita flor del sentimiento sexual, que el amor dantesco es precisamente la negación de la suma de ideal posible en ese sentimiento potentísimo que rige a los astros en su carrera y conserva la creación. El amor de Dante a Beatriz condensa toda la suma de desdenes, odios, acusaciones y vejámenes que la antigüedad y los primeros siglos, cristianos de intención, pero aún no penetrados del espíritu cristiano más generoso y puro, acumularon sobre la cabeza de Eva. Considerad, en efecto, que el gran poeta gibelino-mientras cantaba y lloraba y suspiraba a Beatriz en las terzine de La Divina Comedia, en los sonetos de la Vita nuova, en las páginas del Convito y del Canzoniere-tenía su mujer propia, legítima, Gemma Donati, y en ella le nacía dilatada prole. Los que con más detenimiento y seriedad han estudiado la vida y los escritos del Alighieri, se inclinan a la opinión de que Beatriz, es decir, la Beatriz del poeta, nunca existió, siendo mera creación alegórica, figura soñada, en que bajo forma de mujer quiso el poeta representar la teología, la filosofía, la idea platónica... todo menos un ser real, una mujer de carne y hueso. Sería muy curioso cotejar el amor fantástico de Dante por la imaginaria Bice, y el de Don Quijote por la no menos imaginaria Dulcinea. Ambos amores, o si se quiere accesos de calentura poética, son formas de una idealidad que busca en la abstracción y el símbolo lo que no quiso encontrar en la realidad y en la vida. Poetizaban aquellos insignes artistas a la mujer, como poetizamos al árbol, a la fuentecilla, a la pradera, al mar, que sabemos que no nos han de entender, porque no tienen entendimiento, ni nos han de corresponder, porque no están organizados para eso, y así es nuestra propia alma la que habla al mar y la que en la voz del mar se responde a sí misma. Fisiológica y socialmente, Dante tuvo mujer, puesto que vivió en connubio y engendró legítimos sucesores; espiritualmente no tuvo mujer el cantor de Beatriz, ni acaso imaginó nunca que pudiese existir otro modo de consorcio entre varón y hembra sino ese; unióse con el ser inferior para los fines reproductivos y la urdimbre doméstica, mas para el eretismo de la fantasía, el ejercicio de la razón, el vuelo de la musa, la virtú del cielo, el raggio lucente, todo lo que se refiere a las facultades superiores y delicadas, arte, estética, metafísica-para eso, un fantasma, porque el hombre no puede comunicar tales cosas con mujer nacida de mujer.

Stuart Mill y los que como él piensan y sienten (¡cuán pocos son todavía!) han traído al terreno de la realidad lo que Dante y el caballero manchego y la infinita hueste de trovadores y soñadores de todas las edades históricas situaron en las nubes, o por mejor decir escondieron y cerraron en los interiores alcázares del alma, sedienta de venturas que nunca ha de probar. Stuart Mill deja translucir en algunos pasajes de La Esclavitud femenina el alto valor de la nueva conquista, de la hermosa reconciliación que procura para todos y ha logrado para sí, verbigracia, cuando dice: «¡Cuán dulce pedazo de paraíso el matrimonio de dos personas instruidas, que profesan las mismas opiniones, tienen los mismos puntos de vista, y son iguales con la superior igualdad que da la semejanza de facultades y aptitudes, y desiguales únicamente por el grado de desarrollo de estas facultades; que pueden saborear el deleite de mirarse con ojos húmedos de admiración, y gozar por turno el placer de guiar al compañero por la senda del desarrollo intelectual, sin soltarle la mano, en muda presión sujeta! No intento la pintura de esta dicha.» Dicha, añado yo, que no estuvo al alcance de Dante, ni de ningún poeta antiguo ni moderno, pero que disfrutó sin tasa el enamorado de la señora Taylor.

Casi un cuarto de siglo después de haberla conocido, unióse Stuart Mill en matrimonio a la mujer «cuyo incomparable mérito», escribe el filósofo, «y cuya amistad fueron manantiales de donde brotó mi dicha, y donde se regeneró mi espíritu por espacio de tantos años en que ni se nos ocurrió que pudiésemos llegar a juntarnos con lazo más estrecho. Por más que en cualquier época de mi vida yo hubiese aspirado ardientemente a fundir mi existencia con la suya, ella y yo hubiésemos renunciado eternamente a tal privilegio, antes que deberlo a la prematura muerte del hombre a quien yo sinceramente respetaba y ella tiernamente quería. Mas sobrevino este triste acontecimiento en Julio de 1849, y no vi razón para no extraer de la desgracia mi mayor ventura, añadiendo a la red de ideas, sentimientos y trabajos literarios que venía tejiéndose desde tiempo atrás, una nueva y fuerte malla que ya no se rompiese nunca. ¡Sólo siete años y medio gocé esta dicha! No encuentro palabra que exprese lo que fue para mí el perderla, ni lo que es aún... Vivo en absoluta comunión con su recuerdo.»

Cierto: Stuart Mill no fue uno de esos viudos de sainete, que se enjugan las lágrimas del ojo derecho mientras con el izquierdo hacen guiños a una muchacha; no lloró a su mujer derramando ríos de tinta, mientras el corazón reía a nuevos halagos. De los quince años que sobrevivió Stuart Mill, no pasó ninguno sin que dedicase varios meses a vivir en Aviñon, donde su mujer está enterrada; y al objeto adquirió una casita próxima al cementerio, desde cuyas ventanas veía la tumba. Ni viajes, ni luchas políticas y parlamentarias, ni grandes y asiduos trabajos económicos y filosóficos, atenuaron la viveza del recuerdo y del dolor. Sus biógrafos nos dicen que recorrió Italia, Grecia, Suiza, muchas veces a pie y herborizando, pero sin encontrar, entre las flores y plantas que prensaba con la doble hoja de papel, la preciosa florecilla del consuelo, recogiendo en cambio los no me olvides de la eterna anyoranza... Cercano ya el término de su vida mortal, volvióse a Aviñón, para morir cerca de la amada y dormir a su lado para siempre... Yo no sé si esto es poesía, aunque me inclino a que lo es, y muy bella; pero puedo jurar que esto ¡esto sí! es matrimonio... himeneo ascendido de la esfera fisiológica a la cima más alta de los afectos humanos.

Repito que nunca con mayor razón que en el caso singularísimo de Stuart Mill, se impone el deber moral de no nutrir el pensamiento en la ponzoña de la malicia. A varón tan justo, tan sincero y tan noble, no haremos mucho en creerle por su honrada palabra, no viendo en su trato con la señora Taylor, hasta la muerte del primer esposo, sino lo que el mismo Stuart Mill declara explícitamente que había un lazo de incomparable amistad. «Nuestra conducta durante aquel período»-dice textualmente- «no dio el más mínimo pretexto para suponer otra cosa que la verdad: que nuestras relaciones eran tan sólo las que dicta un vivo afecto y una intimidad fundada en confianza absoluta. Porque si bien es cierto que en cuestión tan personal no juzgábamos que fuese obligatorio acatar las convenciones sociales, en cambio creíamos que era deber nuestro no atentar en lo más mínimo al honor del señor Taylor, que era también el de su esposa.»

Se me dirá que siempre son sospechosas tales amistades. No lo negaré, pues cabe la sospecha en todo, y un conterráneo de Stuart Mill, Shakespeare, dijo por boca del mayor celoso y desconfiado: «Aunque fueses limpia como la nieve, no evitarás la maledicencia». Sólo que, en historias como la que voy refiriendo, las sospechas más siniestras nacen siempre de los espíritus más corrompidos. El que no es capaz de comprender que dos seres humanos de distinto sexo se reúnan sino para un solo fin, tal vez delata, sin darse cuenta de ello, su verdadero estado de conciencia: exhibe imprudente un espejo, en cuya luna se copia la máscara bestial del sátiro.

En la amistad de Stuart Mill con la señora Taylor, bien patente está el fin a que cooperaron reuniendo sus esfuerzos intelectuales y beneficiándolos mutuamente. «El primer libro mío-dice Stuart-en que fue marcada y notoria la colaboración de mi mujer, son los Principios de economía política. El Sistema de lógica no le debe tanto, excepto en los detalles de composición, punto en que me ha sido muy útil para todos mis escritos cortos o largos, con sus observaciones llenas de penetración y sagacidad. Pero cierto capítulo de la Economía política, que ha ejercido sobre la opinión más influencia que el resto del libro; el que trata del «Porvenir de las clases obreras», ese pertenece por completo a mi mujer... Durante los dos años que precedieron a mi retiro del empleo que desempeñé en la Compañía de las Indias, mi mujer y yo trabajamos juntos en mi obra La libertad. Al subir las gradas del Capitolio, en Enero de 1855, fue cuando se nos ocurrió la idea del libro. Lo escribimos, y ya escrito, de tiempo en tiempo lo remirábamos, lo releíamos, calculando y pesando cada frase».

En vista de todos los antecedentes de este gran cariño y de estos pensamientos gemelos, ya adivino, oh lector, que crees descubrir los móviles que impulsaron al filósofo más ilustre de la Inglaterra contemporánea a escribir la obra cuya traducción te ofrezco, o sea La Esclavitud de la mujer. Imaginas que la pasión y la devoción infundida por la señora Taylor son origen de este libro extraño, radical, fresco y ardoroso, que en nombre del individualismo reclama la igualdad de los sexos y que con el más exacto raciocinio y la más apretada dialéctica pulveriza los argumentos y objeciones que pudiesen oponerse a la tesis. Pues bien, lector, te equivocas, como yo me equivoqué al pronto, por fiarme de apariencias y no recordar que los caracteres enteros y los entendimientos bien lastrados son siempre clave de sí propios, y no pueden mentirse ni engañarse abrazando sin convicción opiniones ajenas, o posponiendo la convicción íntima y sagrada al interés personal. Stuart Mill ni pensó ni escribió La Esclavitud femenina por instigación de la señora de Taylor; lo que hizo fue ligarse más y más a la señora de Taylor cuando hubo visto que aunque esclava por la ley, como las demás de su sexo, tenía el alma independiente, digna de la libertad. Explícitamente lo declara el filósofo; oigámosle: «Los progresos espirituales que debí a mi mujer no son del género que suponen los mal informados. No faltara quien crea, verbigracia, que la energía con que abogué en favor de la igualdad de los sexos en las relaciones sociales, legales, domésticas y políticas, fue inspirada por la señora de Taylor. Nada de eso; por el contrario, esta convicción mía fue de las primeras que se me impusieron espontáneamente, cuando principié a estudiar las cuestiones políticas, y el calor con que la expuse despertó desde luego el interés de la que había de ser mi esposa. Sin duda que antes de conocerla, mi opinión sobre la mujer no pasaba de ser un principio abstracto. No veía yo ninguna razón plausible para que las mujeres estuviesen sometidas legalmente a otras personas, mientras no lo están los hombres. Hallábame persuadido de que sus derechos necesitaban defensores, y que ninguna protección obtendrían mientras no disfrutasen, como el hombre, el derecho de hacer las leyes que han de acatar. La comunicación con la señora de Taylor me hizo comprender la inmensa trascendencia y los amargos frutos de la incapacidad de la mujer, tal cual he probado a mostrarlos en mi Tratado de la Esclavitud femenina.»

     Me siento doblemente dispuesta a creer que preexistía en el ánimo de Stuart Mill el orden de ideas que expone en su libro, porque he visto y conocido por experiencia un caso muy análogo. Mi inolvidable padre, desde que puedo recordar cómo pensaba (antes que yo pudiese asentir con plena convicción a su pensamiento), profesó siempre en estas cuestiones un criterio muy análogo al de Stuart Mill, y al leer las páginas de La Esclavitud femenina, a veces me hieren con dolorosa alegría reminiscencias de razonamientos oídos en la primera juventud, que se trocaron en diálogos cuando comenzó para mí la madurez del juicio. No se impute a orgullo filial (que sería, después de todo, harto disculpable) lo que voy diciendo, pues respeto las jerarquías y no intento dar a entender que mi padre estaba a la altura de un gran filósofo, célebre en todo el mundo. Adornaban a mi padre clarísima inteligencia y no común instrucción; mas donde pudiesen faltarle los auxilios de ambos dones, los supliría el instinto de justicia de su íntegro carácter, prenda en que muchos se le igualarán, pero difícilmente cabrá que nadie le supere. Guiado por ese instinto, juzgaba y entendía de un modo tan diferente de como juzga la mayoría de los hombres, que con haber tratado yo después a bastantes de los que aquí pasan por superiores, en esta cuestión de los derechos de la mujer rara vez les he encontrado a la altura de mi padre. Y repito que así le oí opinar desde mis años más tiernos, de suerte que no acertaría a decir si mi convicción propia fue fruto de aquélla, o si al concretarse naturalmente la mía, la conformidad vino a corroborar y extender los principios que ya ambos llevábamos en la medula del cerebro.

Lo que acabo de escribir-no sin lágrimas nuevas en mis ojos que ya juzgaba secos-tampoco significa que las ideas de mi padre y las mías fuesen exactamente las que Stuart Mill defiende y expone con tal precisión, tan contundente lógica, tal adivinación de las objeciones y tal estrategia para prevenirlas y desbaratarlas. Es imposible estar de acuerdo en todo con ningún libro, ni aun con el Evangelio, lo cual no quita que el Evangelio sea la pura verdad, de pies a cabeza; sólo que nuestro entendimiento no abarca entera esa verdad. Hay varios puntos en que yo disiento de Stuart Mill; ¿qué importa? en el conjunto me parece que palpita una gran rectificación de errores, y se desprenden fecundísimas enseñanzas.

No me lisonjeo de que esté preparado el terreno donde han de germinar. No negaré que en las naciones más adelantadas de Europa sorprenden al pronto los progresos materiales obtenidos en lo que va de siglo; mas no guardan relación con los progresos materiales, y el cambio en la condición de la mujer, hasta el límite que la equidad y la razón prescriben, es ante todo y sobre todo un progreso moral, difícilísimo de plantear en el día, según reconoce y pone de manifiesto Stuart Mill en distintos pasajes de su libro.

Difícil, tardío, comprado a precio que sólo podemos conocer los que hemos de pagar completo el escote, y no obstante, seguro, ya indicado por síntomas de esos que apunta el diestro observador como infalibles. Precisamente el libro nuevo que acaba de caer sobre mi mesa de escritorio, acreciendo la pila ingente de los que esperan turno para pasar al índice o a las notas del Nuevo Teatro Crítico, es uno del Sr. Labra, donde encuentro un nutrido estudio, titulado La dignificación de la mujer, del cual, si me lo permitiesen los límites y la índole de este prefacio, entresacaría yo algunos de los muchos y elocuentes datos que encierra, y son prueba palmaria de que ningún esfuerzo se pierde; de que lo que está en la conciencia individual más educada y más inteligente, estará pronto en la conciencia general ilustrada, después en la conciencia universal, y, por último, o mejor dicho a la vez, en la costumbre, en el arte, en las leyes, en la constitución de los Estados y en esa regla moral humana que se ven forzados a acatar hasta los malvados y los injustos por naturaleza. No importa que haya salido fallida la profecía de Víctor Hugo, cuando anunciaba que el siglo XIX emanciparía a la mujer, como el XVIII emancipó al hombre. Mero error de cálculo de tiempo.

Volviendo a Stuart Mill, porque no es mi ánimo anticipar endebles raciocinios cuando vais a apreciar los suyos, de hierro batido y acero bien templado, diré que su campaña no ha sido estéril y ya puede contársele entre los mayores bienhechores de la mujer en el terreno positivo. Cuando en 1867 presentó a la Cámara de los Comunes el proyecto de ley pidiendo para la mujer el derecho de sufragio, la minoría que votó con él fue lucida e imponente, y general la sorpresa de sus adversarios viendo que no podían tildarle de extravagancia. Desde entonces crecieron de año en año los partidarios de los derechos políticos de la mujer, y entre ellos descollaron figuras como la de Benjamín Disraeli, que votó con Stuart Mill, y la de Gladstone.

Doblemente beneficiosa fue la obra de Stuart Mill en su patria, puesto que ¡singular anomalía! la mujer inglesa era, hasta estos últimos tiempos, una de las peor tratadas por la legislación. El estudio de Labra nos lo dice: «La ley antigua, pero no lejana, autorizaba al marido para castigar a la esposa, y aquél respondía de los delitos de ésta cometidos en su presencia. Los bienes de la mujer casada eran inalienables, aun contando con su voluntad, y no había que pensar en que ella pudiera reservarse la disposición de su hacienda, ni hacer suyos los gananciales. Únicamente el padre tenía potestad sobre sus hijos, y la mujer abandonada carecía del derecho de pedir alimentos. La investigación de la paternidad estaba absolutamente prohibida, lo mismo que el ejercicio de la tutela por la mujer. No existía garantía alguna contra la seducción de la menor desamparada, y en el taller de la fábrica obscura y malsana se sacrificaba silenciosamente la salud y el pudor de la obrera, peor retribuida y más desconsiderada que el varón.

«A partir de 1870, y sobre todo desde 1882 y 86, las cosas se han arreglado de un modo perfectamente contrario, completándose estas reformas con las leyes especiales de protección del trabajo de la mujer, singularmente en las minas. Además, la reforma pedagógica británica de 1870 ha dado a la mujer una autoridad extraordinaria en el círculo docente... Con estos trabajos hay que relacionar los novísimos realizados principalmente en el Reino Unido rara obtener, de un lado, mayor rigor de los Códigos contra la seducción y el atropello de mujeres, y de otra parte un aumento de la edad garantizada por la ley contra las tentativas de corrupción de menores... Singularmente en algunas comarcas de Inglaterra, la influencia electoral de la mujer es creciente. No se trata ya del beso otorgado por aquella perfumada y delicadísima duquesa al burdo tabernero, en cambio de un voto decisivo para unas elecciones británicas. En uno de los periódicos más preocupados contra las novísimas pretensiones femeninas-en el Scotchman-yo he leído estas frases:-«Se trata, o de renunciar al auxilio de la mujer para la impulsión de nuestras ideas políticas, o de dejarlas la entera responsabilidad de sus actos; y como no podemos excluirlas de la carrera política, es necesario que aceptemos la alternativa.» Esto se decía casi al propio tiempo que lord Salisbury, primer ministro del Reino Unido de la Gran Bretaña, exclamaba: -«Espero seriamente que se aproxima el día en que gocen las mujeres el derecho de votar, pues no veo ningún argumento para rehusárselo.»

Mientras los Salisbury y los Gladstone de España, los que tienen a nuestra patria en tan floreciente y próspero estado con su acierto en llevar el consabido timón, se divierten un ratito a cuenta de las utopías de esos ministros soñadores que rigen a la nación inglesa sin conseguir ponerla a nuestra altura de prestigio y felicidad, yo presento a mis compatriotas a Stuart Mill, el individualista, y no tardaré en presentarles a Augusto Bebel, autor de La mujer ante el socialismo.

Emilia Pardo Bazán.






ArribaAbajoCapítulo primero

Mi propósito.-Errores más comunes acerca de la situación del sexo masculino y la del femenino.-Dificultad de impugnar las opiniones admitidas.-Apoteosis del instinto característica del siglo XIX.


Me propongo en este ensayo explanar lo más claramente posible las razones en que apoyo una opinión que he abrazado desde que formé mis primeras convicciones sobre cuestiones sociales y políticas y que, lejos de debilitarse y modifícarse con la reflexión y la experiencia de la vida, se ha arraigado en mi ánimo con más fuerza.

Creo que las relaciones sociales entre ambos sexos,-aquellas que hacen depender a un sexo del otro, en nombre de la ley,-son malas en sí mismas, y forman hoy uno de los principales obstáculos para el progreso de la humanidad; entiendo que deben sustituirse por una igualdad perfecta, sin privilegio ni poder para un sexo ni incapacidad alguna para el otro.

Las mismas palabras de que necesito valerme para descubrir mi propósito, muestran la dificultad. Pero sería grave equivocación suponer que la dificultad que he de vencer es debida a la inopia o a la confusión de las razones en que descansan mis creencias; no; esta dificultad es la misma que halla todo el que emprende luchar contra un sentimiento o una idea general y potente. Cuanto más arraigada está en el sentimiento una opinión, más vano es que la opongamos argumentos decisivos; parece como que esos mismos argumentos la prestan fuerza en lugar de debilitarla.

Si la opinión fuese únicamente fruto del raciocinio, una vez refutado éste, los fundamentos del error quedarían quebrantados: pero si la opinión se basa esencialmente en el sentimiento, cuanto más maltratada sale de un debate, más se persuaden los que la siguen de que el sentimiento descansa en alguna razón superior que ha quedado por impugnar: mientras el sentimiento subsiste, no le faltan argumentos para defenderse. Brecha que le abran, la cierra en seguida. Ahora bien: nuestros sentimientos relativos a la desigualdad de los dos sexos son, por infinitas causas, los más vivos, los más arraigados de cuantos forman una muralla protectora de las costumbres e instituciones del pasado. No hemos de extrañar, pues, que sean los más firmes de todos, y que hayan resistido mejor a la gran revolución intelectual y social de los tiempos modernos; ni tampoco hay que creer que las instituciones larguísimo tiempo respetadas, sean menos bárbaras que las ya destruidas.

Siempre ha sido empresa difícil atacar una opinión aceptada casi universalmente, y a no tener gran suerte o talento excepcional no se logra ni aun hacerse oír. Cuesta más trabajo encontrar un tribunal que preste atención, que obtener, habiéndolo encontrado, favorable sentencia. Si se llega a conseguir un momento de atención, en compensación es preciso sujetarse a condiciones inauditas. Siempre la necesidad de la prueba incumbe al que afirma. Si un individuo se ve acusado de asesinato, al acusador corresponde probar la culpabilidad del acusado, no a éste demostrar su inocencia. En la controversia sobre la realidad de un acontecimiento histórico cualquiera, como, por ejemplo, la guerra de Troya, los que sostienen la certeza del acontecimiento están obligados a aportar pruebas a sus contrincantes, en tanto que éstos sólo tienen obligación de demostrar la nulidad de los testimonios alegados. En cuestiones de administración, es principio admitido que la prueba deben presentarla los adversarios de la libertad, los partidarios de las medidas restrictivas o prohibitivas, ya se trate de restringir la libertad, ya de lesionar con incapacidad o con desigualdad de derechos a una persona o a una clase: a priori, la razón está a favor de la libertad y la igualdad; las únicas restricciones legítimas son las que el bien general reclama; la ley no debe hacer ninguna excepción, y a todos se da el mismo trato, siempre que razones de justicia o de política no exijan otra cosa.

Pero ninguna de estas ventajas pueden aprovechar los que sostienen la opinión que yo aquí defiendo.

En cuanto a mis contrincantes, los que afirman que el hombre tiene derecho a mandar y la mujer está naturalmente sometida al deber de obediencia, y el hombre posee, para ejercer el gobierno, cualidades de que carece la mujer, perdería el tiempo si les dijera que están obligados a probar su aserto, so pena de verle desechado; de nada me serviría hacerles presente que al rehusar a las mujeres la libertad y derechos que son privilegio del hombre, haciéndose doblemente sospechosos de atentar a la libertad y declararse en favor de la desigualdad, a ellos en primer término toca aportar pruebas concluyentes de su opinión o confesar su error paladina y noblemente. Lo que en cualquier otra discusión sería ley, no lo es en ésta. Si quiero sacar algo en limpio, no sólo he de responder a cuanto puedan decirlos que sostienen la opinión contraria, sino hasta imaginar cuanto pudiesen decirme y refutarlo; escudriñar las razones de mis adversarios y destruirlas; y por fin, aun cuando todos sus argumentos hubiesen sido refutados, tiempo perdido; se me obligaría a demostrar mi opinión con pruebas positivas, evidentes; y aunque hubiese cumplido esta tarea y ordenado en batalla frente a mis adversarios un ejército de argumentos decisivos; aunque hubiese echado por tierra hasta el último de los suyos, todavía creerían que no había hecho nada; porque una causa que se apoya de una parte en el abuso universal, y de otra en sentimientos de un poder extraordinario, tendrá en su favor presunciones muy superiores al género de convencimiento que puede infundir en las inteligencias, a excepción de las más altas, un llamamiento a la razón.

Si hago presentes estas dificultades, no es por quejarme de ellas, que de nada serviría; ya sabemos que con ellas se ha de luchar a brazo partido y cuerpo a cuerpo; todos estos obstáculos, cierran el camino a cuantos hombres de buena voluntad atacar, por medio del raciocinio sentimientos y costumbres. La inteligencia de la mayoría de los hombres necesita más cultivo, si hemos de pedirles que confiadamente se entreguen a su propia razón abandonando y desdeñando reglas, máximas o creencias nacidas con ellos, que tienen en la masa de la sangre, sobre las que descansa buena parte del orden actual del mundo,-y que las desdeñen y abandonen ante la exigencia de un raciocinio a que no pueden, por la fuerza de la lógica, resistir.

Yo no les reprocho el que no tengan bastante fe en el raciocinio, y en cambio tributen demasiada a la costumbre y la opinión general. Uno de los errores que caracterizan la reacción del siglo XIX contra el XVIII, es el de conceder a los elementos no racionales de la naturaleza humana la infalibilidad que en el XVIII se atribuía, según dicen, a los elementos sujetos al examen de la razón. En lugar de la apoteosis de la razón, en el siglo XIX hacemos la del instinto, y llamamos instinto a lo que no podemos establecer sobre base racional. Esta idolatría, infinitamente más triste que la otra, superstición peligrosa entre las supersticiones de nuestros tiempos, y que a todas sirve de apoyo, subsistirá mientras una sana psicología no la haga desaparecer, demostrando el verdadero origen de la mayoría de las opiniones o creencias que veneramos bajo el nombre de sugestiones de la naturaleza o dones de Dios. Pero en la cuestión que me ocupa, quiero aceptar las condiciones desfavorables que este error general sentimental me impone. Consiento en que la costumbre establecida y el sentimiento sean considerados como razones sin réplica, si no hago patente que en esta materia la costumbre y el sentimiento han partido en todo tiempo, no de lo justo, sino de causas muy diferentes y de origen impuro y bastardo.

Mis concesiones no son tan grandes como parece; esta demostración será la parte más fácil de mi trabajo.




ArribaAbajoCapítulo II

La sujeción de la mujer al hombre es un apriorismo: no se funda en ningún dato experimental contradictorio, y por consecuencia es irracional.-El origen de la sujeción de la mujer es la esclavitud primitiva y las costumbres bárbaras del género humano en su cuna.-Mejoramiento del estado social, aparente sólo en lo que respecta a la mujer.-La situación actual de ésta es el único vestigio que va quedando de ese estado primitivo de fuerza y esclavitud.


Cuando una costumbre es general, hay que suponer que tiende o ha tendido en otro tiempo a un fin laudable. Esto suelen representar las costumbres adoptadas desde abinicio, porque eran medio seguro de llegar a laudables fines y fruto incontestable de la experiencia. Si la autoridad del hombre, en el momento de implantarla, se deriva de una comparación concienzuda entre los variados medios de constituir la sociedad; si después de ensayar los diversos modos de organización social,-como el gobierno del hombre por la mujer, la igualdad de los sexos o cualquiera otra forma mixta que nos imaginemos,-y solamente después de este ensayo se ha decidido, por imposiciones y enseñanzas de la experiencia, que la forma de gobierno o régimen que más seguramente conduce a la felicidad de ambos sexos es someter de un modo absoluto la mujer al hombre, no concediéndola ninguna parte en los negocios públicos, y obligándola, en nombre de la ley, en la vida privada, a obedecer sin examen al hombre con quien ha unido su destino; si de esta suerte vino a organizarse la sociedad, y así continúa organizada, es preciso ver en la general adopción de esta forma una prueba de que cuando se puso en práctica era la mejor, la más ventajosa y conveniente; pero también nos sería lícito añadir que las consideraciones que militaban en favor suyo han cesado de existir, como tantos otros hechos sociales primitivos de la mayor importancia, y que ya caducaron y perdieron su razón de ser.

Ahora bien: me apresuro a decir que ha sucedido todo lo contrario. Desde luego, la opinión favorable al sistema actual, que hace depender al sexo débil del fuerte, no descansa sino en teorías; no se ha ensayado otra, y, por ende, nadie puede afirmar que la experiencia opuesta a la teoría, haya aconsejado nada, en atención a que no se llevó al terreno de la práctica, y se ignoran totalmente sus resultados. Por otra parte, la adopción del régimen de la desigualdad no ha sido nunca fruto de la deliberación, del pensamiento libre, de una teoría social o de un conocimiento reflexivo de los medios de asegurar la dicha de la humanidad o de establecer el buen orden en la sociedad y el Estado. Este régimen proviene de que, desde los primeros días de la sociedad humana, la mujer fue entregada como esclava al hombre que tenía interés o capricho en poseerla, y a quien no podía resistir ni oponerse, dada la inferioridad de su fuerza muscular. Las leyes y los sistemas sociales empiezan siempre por reconocer el estado material de relaciones existente ya entre los individuos. Lo que en los comienzos no era más que un hecho brutal, un acto de violencia, un abuso inicuo, llega a ser derecho legal, garantizado por la sociedad, apoyado y protegido por las fuerzas sociales, que sustituyeron a las luchas sin orden ni freno de la fuerza física. Los individuos que en un principio se vieron sometidos a la obediencia forzosa, a ella quedaron sujetos más tarde en nombre de la ley. La esclavitud, que era un principio no era más que cuestión de fuerza entre el amo y el esclavo, llegó a ser institución legal, sancionada y protegida por el derecho escrito: los esclavos fueron comprendidos en el pacto social, por el que los amos se comprometían a protegerse y a salvaguardar mutuamente su propiedad particular, haciendo uso de su fuerza colectiva. En los primeros tiempos de la historia, la mayoría del sexo masculino era esclava, como lo era la totalidad del sexo femenino. Y transcurrieron muchos siglos, y siglos ilustrados por brillante cultura intelectual, antes de que algunos pensadores se atreviesen a discutir con timidez la legitimidad o la necesidad absoluta de una u otra esclavitud.

Estos pensadores, ayudados por el progreso general de la sociedad, lograron la abolición de la esclavitud del sexo masculino en todas las naciones cristianas (en una de éstas existía aún hace pocos años) y que la esclavitud de la mujer se trocase poco a poco en una dependencia más blanda, más suave. Pero esta dependencia, tal cual hoy existe y perdura, no es una institución adoptada después de maduro examen, en que se tomaron en cuenta consideraciones de justicia y de utilidad social; es el estado primitivo de esclavitud, que se perpetúa a través de una serie de endulzamientos y modificaciones, debidas a las mismas causas que han ido puliendo cada vez más las maneras y las costumbres, y sometiendo en cierto modo, las acciones de los hombres al dictado de la justicia y a la influencia de las ideas humanitarias; no está aún borrada, con todo, la mancha de su brutal origen. No hay pues manera de alegar la existencia de este régimen como argumento sólido en favor de su legitimidad; lo único que puede decirse es que ha durado hasta el día, mientras otras instituciones afines, de tan odioso origen, procedentes también de la barbarie primitiva, han desaparecido; y en el fondo esto es lo que da cierto sabor de extrañeza a la afirmación de que la desigualdad de los derechos del hombre y de la mujer no tiene otro origen sino la ley del más fuerte.

Si esta proposición parece paradoja, es hasta cierto punto por culpa de la misma civilización y mejoramiento de los sentimientos morales de la humanidad. Vivimos, o viven al menos una o dos de las naciones más adelantadas del mundo, en un estado tal, que la ley del más fuerte parece totalmente abolida, y diríase que ya no sirve de norma a los actos de los hombres: nadie la invoca; en la mayoría de las relaciones sociales nadie posee el derecho de aplicarla, y, caso de hacerlo, tiene muy buen cuidado de disfrazarla bajo algún pretexto de interés social. Este es el estado aparente de las cosas, y por él se lisonjean las gentes superficiales de que el reino de la fuerza bruta ha terminado, llegando hasta creer que la ley del más fuerte no puede ser origen de ninguna relación actual, y que las instituciones, cualesquiera que hayan podido ser sus comienzos, no se han conservado hasta el día sino porque nos avisaba la razón de que convenían perfectamente a la naturaleza humana y conducían al bien general. Y es que la gente no se hace cargo de la vitalidad de las instituciones que sitúan el derecho al lado de la fuerza; no sabe con cuánta tenacidad se agarran a ella; no nota con qué vigor y coherencia se unen los buenos sentimientos y las malas pasiones de los que detentan el poder, para detentarlo; no se figura la lentitud con que las instituciones injustas desaparecen, comenzando por las más débiles, por las que están menos íntimamente ligadas a los hábitos cotidianos de la vida; se olvida de que quien ejerce un poder legal, porque desde un principio le ayudó la fuerza física; no suele resignar ese poder hasta que la fuerza física pasa a manos de sus contrarios, y no calculan que la fuerza física no ha sido nunca patrimonio de la mujer. Que se fijen también en lo que hay de particular y característico en el problema que tratamos, y comprenderán fácilmente que este fragmento de los derechos fundados en la fuerza, aunque haya modificado sus rasgos más atroces y se haya dulcificado poco a poco y aparezca hoy en forma más benigna y con mayor templanza, es el último en desaparecer, y que este vestigio del antiguo estado social sobrevive ante generaciones que teóricamente no admiten sino instituciones basadas en la justicia. Es una excepción única que rompe la armonía de las leyes y de las costumbres modernas; pero como no se ha divulgado su origen, ni se la discute a fondo, no nos parece lo que es: un mentís dado a la civilización moderna: de igual modo, la esclavitud doméstica, entre los griegos, no impedía a los griegos creerse un pueblo libre.

En efecto: la generación actual, lo mismo que las dos o tres últimas generaciones, ha perdido toda idea de la condición primitiva de la humanidad; solamente algunas personas reflexivas, que han estudiado en serio la historia, o visitado las partes del mundo ocupadas por los postreros representantes de los pasados siglos, son capaces de suponer lo que era la sociedad entonces. No saben nuestros contemporáneos que en los primeros siglos la ley de la fuerza reinaba sin discusión, que se practicaba públicamente, de un modo franco, y no diré con cinismo y sin pudor, porque esto sería suponer que semejantes costumbres implicaban algo odioso, siendo así que la odiosidad que envolvían y que hoy comprendemos, no podía en aquel entonces conocerla entendimiento alguno, a no ser el de un filósofo o el de un santo.




ArribaAbajoCapítulo III

Reprobación que pesa sobre los que resisten a la autoridad, aunque ésta sea injusta.-Persistencia de la esclavitud.-Ineficacia de la Iglesia contra el abuso de la fuerza.-Tenacidad de las costumbres que la fuerza inspiró.-Mayor resistencia del despotismo viril.-Cómo interesa a todos los hombres el conservarlo.-Dificultades inmensas con que se lucha para combatirlo.


La historia nos obliga a pensar mal, por triste experiencia, de la especie humana, cuando nos enseña con qué rigurosa proporción las consideraciones, la honra, los bienes y la felicidad de una clase dependieron siempre de su poder para defenderse e imponerse. Vemos que la resistencia a la autoridad armada, por horrible que pudiese ser la provocación, tuvo contra sí, no sólo la ley del más fuerte, sino todas las demás leyes y hasta todas las ideas de moralidad en que se fundan los deberes sociales. Los que resistieron, los rebeldes, los insubordinados, fueron, para el vulgo, no solamente culpables de un crimen, sino del mayor de los crímenes, y merecían el más cruel castigo que pudiesen imponerles sus semejantes. La primera vez que un superior se sintió algún tanto obligado respecto de un inferior fue cuando, por interesados motivos, se vio en la necesidad de hacerle una promesa. Los juramentos solemnes en que las apoyaban no impidieron que, durante muchos siglos, los que las habían hecho, respondiendo a la más ligera provocación o cediendo a la más leve tentación, faltasen a lo pactado revocándolas o violándolas. Sospecho que al cometer el perjurio, el culpable oiría el grito de su conciencia, si no estaba completamente relajada su moralidad.

Las antiguas repúblicas descansaban generalmente en un contrato recíproco, formando en cierto modo una asociación de personas que no se diferenciaban mucho en fuerza: por eso nos ofrecen el primer ejemplo de una serie de relaciones humanas, agrupadas bajo el imperio de una ley que no es fuerza pura y sin límites. La ley primitiva de la fuerza regulaba únicamente las relaciones entre amo y esclavo, y excepto en algunos casos, previstos en convenios y pactos, las de la república con sus súbditos o con los demás Estados independientes. Y bastaba que la ley primitiva saliese de este reducido círculo para que la regeneración humana comenzase, merced a nuevos sentimientos cuya experiencia demostró bien pronto su inmenso valer, hasta desde el punto de vista de los intereses materiales, que no tenían más que desarrollarse al amparo de la naciente legalidad. Los esclavos no formaban parte de la república, y sin embargo, en los Estados libres fue donde se les reconoció por vez primera algunos derechos, en calidad de seres humanos. Los estoicos fueron los primeros (salvo tal vez los judíos) en enseñar que los amos tenían para con sus esclavos obligaciones morales que cumplir. Después de la propagación del cristianismo, esta creencia se infiltró en la conciencia de todos, y desde el establecimiento de la Iglesia católica, no escasearon nunca sus defensores. No obstante, el trabajo más arduo del cristianismo fue imponerla a la sociedad, porque la Iglesia luchó miles de años sin obtener resultados apreciables; no era el poder espiritual lo que le faltaba, pues lo tenía inmenso; enseñaba a los reyes y a los nobles a despojarse de sus mejores dominios para enriquecerla; impelía a millares de seres humanos a que renunciasen en la flor de su vida a todas las comodidades del mundo para encerrarse en conventos y buscar en ellos la salud en la pobreza, el ayuno y la oración; lanzaba a los hombres, por cientos de miles, a través de tierras y mares, de Europa y de Asia, a sacrificar su vida por libertar al Santo Sepulcro; obligaba a los reyes a abandonar mujeres de quienes estaban perdidamente apasionados, con sólo declararles parientes en séptimo grado, y hasta el catorceno, según la ley inglesa. La Iglesia pudo hacer todo eso y mucho más, pero no impedir que se batiesen los nobles, ni que dejasen de cometer crueldades con sus siervos y aun con los burgueses; se estrelló al mandarles renunciar a las dos aplicaciones de la fuerza: la militante y la triunfante. Los poderosos del mundo no conocieron la necesidad de la moderación hasta que a su vez tuvieron que sufrir el empuje de una fuerza superior y arrolladora. Sólo el creciente poder de los reyes logró poner fin a estos combates, que en lo sucesivo no fueron privilegio sino de los reyes o de los pretendientes a la corona. El incremento de una burguesía rica e intrépida que se defendía en ciudades fortificadas, y la aparición de una infantería plebeya, que demostró en los campos de batalla fuerza superior a la de la indisciplinada caballería aristocrática, consiguieron por fin limitar la insolente tiranía de los señores feudales. Esta tiranía duró aún largo tiempo antes que los oprimidos fuesen lo bastante vigorosos para tomar espléndido desquite. En el continente, muchas prácticas tiránicas duraron hasta la Revolución francesa; pero en Inglaterra, antes de esta época, las clases democráticas, mejor organizadas que en el continente, acabaron con las desigualdades irritantes por medio de leyes igualitarias e instituciones libres.

El vulgo, y aun la gente que se cree ilustrada, ignora que casi siempre en la historia la ley de la fuerza fue única y absoluta regla de conducta, no siendo más que especial consecuencia de relaciones particulares. Olvidan que aún no está tan lejano el tiempo en que se empezó a creer que los negocios sociales y la organización del Estado deben regularse de acuerdo con las leyes morales; y aún es mayor la ignorancia de otra verdad, a saber: que instituciones y costumbres sin más fundamento que la ley de la fuerza, se conservan en épocas en que ya son un anacronismo, y en que a nadie se le ocurriría establecerlas, porque pugnan con nuestras actuales creencias y opiniones. Los ingleses podían, aún no hace cuarenta años, mantener en servidumbre a seres humanos, venderlos y comprarlos; a principios de este siglo podían hasta apoderarse de ellos en su mismo país. Tan desaforado abuso de la fuerza, condenado por los pensadores más reaccionarios, capaz hasta de sublevar los sentimientos de las gentes (a menos que fuesen gentes interesadas en practicarlo), estaba, como consta y recuerdan muchos, sancionado por la ley de la Inglaterra civilizada y cristiana. En media América anglosajona, la esclavitud existía aún hace tres o cuatro años, practicándose allí la trata y cría de los esclavos. Y, sin embargo, los sentimientos hostiles a este abuso de la fuerza eran vivísimos; bastaban para derrocarle, y por lo menos en Inglaterra, los sentimientos o el interés que lo sostenían carecían de vigor, puesto que si la conservación de la esclavitud tenía en favor suyo el amor a la ganancia, ejercida sin pudor y sin máscara por la pequeña fracción de la nación que se aprovechaba de ella, en cambio las gentes desinteresadas combatían tamaña iniquidad con horror profundo.

Después de este monstruoso abuso es inútil citar otro; pero considerad la larga duración de la monarquía absoluta. En Inglaterra estamos plenamente convencidos de que el despotismo militar no es más que forma de la ley de la fuerza, sin otro título de legitimidad. Sin embargo, en todas las grandes naciones de Europa existe aún, o existía hasta hace poco, y conserva muchos adeptos en el país, y sobre todo entre las clases acomodadas. Tal es el poderío de un sistema que está en vigor, aun cuando no sea universal, aun cuando todos los períodos de la historia, y sobre todo las sociedades más prósperas y más ilustres, presenten nobles y grandes ejemplos del sistema contrario. En un gobierno despótico, el que se apropia el poder y tiene interés en conservarle es uno sólo, mientras los súbditos que sufren su tiranía forman el resto de la nación. El yugo es, natural y necesariamente, una humillación para todos, excepto para el que ocupa el trono o el que espera sucederle. ¡Qué diferencia entre estos poderes y el del hombre sobre la mujer! No prejuzgo la cuestión de si es justificable: demuestro únicamente que, aun no siéndolo, tiene que perseverar más que otros géneros de dominación que se han perpetuado hasta nosotros. La satisfacción orgullosa que infunde la posesión del poder, el interés personal que hay en ejercerle, no son, en el dominio de la mujer, privilegio de una clase: pertenecen por entero a todo el sexo masculino.

En lugar de ser, para la mayoría de los hombres, una ambición abstracta o una aspiración remota, que sólo interesa a los jefes e instigadores, como los fines políticos que los partidos persiguen a través de sus debates, el poder viril tiene su raíz en el corazón de todo individuo varón jefe de familia o que espere adquirir esta dignidad andando el tiempo. El paleto ejerce o puede ejercer su parte de dominación, como el magnate o el monarca. Por eso es más intenso el deseo de este poder: porque quien desea el poder quiere ejercerle sobre los que le rodean, con quienes pasa la vida, personas a quienes está unido por intereses comunes, y que si se declarasen independientes de su autoridad, podrían aprovechar la emancipación para contrarrestar sus miras o sus caprichos. Si en los ejemplos citados hemos visto que no se derrocaron sino a costa de esfuerzos y tiempo ciertos poderes manifiestamente basados sólo en la fuerza, y harto menos seguros, éste, que descansa en fundamento más sólido, ¿no ha de ser inexpugnable? Haremos notar también que los dueños de este poder viril están en mejores condiciones para impedir rebeliones y protestas. Aquí el súbdito vive a la vista y puede decirse que a la mano del amo, en más íntima unión con él que con cualquier compañero de servidumbre; no hay medio de conspirar contra él, no hay fuerza para vencerle, y hasta militan en el ánimo del súbdito muy poderosas razones para buscar el favor de su dueño y evitar su enojo. En las luchas políticas por la libertad, ¿quién no ha visto a sus propios partidarios dispersados por la corrupción o el terror? En la cuestión de las mujeres, todos los miembros de la clase sojuzgada viven en un estado crónico de corrupción o de intimidación, o de las dos cosas juntas. Cuando levanten el pendón de resistencia, la mayoría de los jefes, y sobre todo la mayoría de los soldados rasos, tendrá que hacer un sacrificio casi completo de los placeres y dulzuras de la vida. Si algún sistema de privilegio y de servidumbre forzada ha remachado el yugo sobre el cuello que hace doblar, es éste del dominio viril. No he demostrado aún que es malo este sistema; pero quien reflexione sobre la cuestión debe conocer que, aunque malo, ha de durar más que todas las restantes formas injustas de autoridad; que en una época en que las más groseras de estas formas existen aún en muchas naciones civilizadas, y en otras no han sido destruidas hasta hace muy poco, sería raro que la más profundamente arraigada de todas las injusticias hubiese sufrido en algún país modificaciones apreciables. Todavía me asombro de que a favor de la mujer se hayan alzado protestas tan fuertes y numerosas.




ArribaAbajoCapítulo IV

El error de la esclavitud en los mayores filósofos.-Los teóricos de la monarquía absoluta.-Asombro de los salvajes al oír que en Inglaterra una mujer ejerce el poder real.-Por qué los griegos no eran tan opuestos a la independencia de la mujer.-Protesta silenciosa de la mujer.-Cadenas morales con que se la sujeta.-La mujer odalisca.-La educación femenina falseada y torcida por la esclavitud.


Se objetará que es error comparar el gobierno ejercido por el sexo masculino con las formas de dominación injusta que hemos recordado, porque estas son arbitrarias y efecto de una usurpación, mientras aquella, por el contrario, parece natural. ¿Pero qué dominación no parecerá natural al que la ejerce? Hubo un tiempo en que las mentes más innovadoras juzgaban natural la división de la especie humana en dos secciones; una muy reducida, compuesta de amos, otra muy numerosa, compuesta de esclavos; y este pensaban que era el único estado natural de la raza. ¡Aristóteles mismo, el genio que tanto impulsó el progreso del pensamiento; Aristóteles el gran Estagirita, el filósofo insigne, sostuvo tal opinión! No cabe duda; él la dedujo de las premisas por donde se suele inferir que es cosa naturalísima la dominación del hombre sobre la mujer. Pensó que había en la humanidad diferentes categorías de hombres, los unos libres, los otros esclavos; que los griegos eran de naturaleza libre, y las razas bárbaras, los tracios y los asiáticos, de naturaleza esclava a nativitate. Pero, ¿a qué remontarse a Aristóteles? ¿Acaso en los Estados del Sur de la Unión americana no sostenían la misma doctrina los propietarios de esclavos, con todo el fanatismo que los hombres derrochan para defender las teorías que justifican sus pasiones o legitiman sus intereses? ¿No han jurado y perjurado que la dominación del hombre blanco sobre el negro es natural, que la raza negra es de suyo incapaz de libertad y nacida para la esclavitud? ¿No llegaban algunos hasta decir que la libertad del hombre que trabaja con sus manos es contraria al orden armónico de las cosas? Los teóricos de la monarquía absoluta, ¿no han afirmado siempre que era la única forma natural de gobierno, que se derivaba de la forma patriarcal, tipo primitivo y espontáneo de la sociedad, que estaba modelada sobre la autoridad paterna, género de autoridad anterior a la sociedad misma y, según ellos, la más natural de todas?

Desde las más remotas edades, la ley de la fuerza ha parecido siempre, a los que no tenían otra que invocar, fundamento propio de la autoridad y del mando. Las razas conquistadoras pretenden que es genuina ley de la naturaleza que las razas vencidas obedezcan a las vencedoras, o, por eufemismo, que la raza más débil y menos guerrera debe obedecer a la raza más bizarra y más belicosa. No hace falta conocer a fondo la vida de la Edad Media para ver hasta qué punto encontraba lógica la nobleza feudal su dominio sobre los hombres del estado llano, y antinatural la idea de que una persona de clase inferior se igualase a los nobles barones o quisiese dominarlos. Y el estado llano estaba conforme y aceptaba este criterio. Los siervos emancipados y los burgueses, aun en medio de las más encarnizadas luchas, no pretendían compartir la autoridad; pedían únicamente que se pusiese algún coto al poder de tiranizarles, y a las violencias y depredaciones del señor. Tan cierto es que la frase contra natura quiere decir contra uso, y no otra cosa, pues todo lo habitual parece natural. La subordinación de la mujer al hombre es una costumbre universal, viejísima: cualquier derogación de esta costumbre parece, claro está, contra natura. Pero la experiencia muestra hasta qué punto esta convicción pende de la costumbre, y sólo de la costumbre. Nada asombra tanto a los habitantes de regiones apartadas del globo y comarcas salvajes, como, al oír hablar por primera vez de Inglaterra, saber que este país tiene a su cabeza una reina: la cosa les parece tan contra lo natural, que la conceptúan increíble. Los ingleses no lo encuentran antinatural porque ya están hechos a ello; pero encontrarían antinatural que las mujeres fuesen soldados, o miembros del Parlamento, o ministros. Por el contrario, en los tiempos feudales no se encontraba antinatural que las mujeres hiciesen la guerra y dirigiesen la política, porque lo hacían muchas, no sin acierto y brío. Se encontraba natural que las mujeres de las clases privilegiadas tuviesen carácter viril, que no cedía en nada al de sus maridos o sus padres, a no ser en fuerza física. Los griegos no consideraban la independencia de la mujer tan contraria a la naturaleza como los demás pueblos antiguos, a causa de la fábula de las Amazonas, que creían histórica, y por el ejemplo de las mujeres de Esparta, que estando por la ley tan sujetas como las de los demás Estados de Grecia, eran de hecho más libres, dedicábanse a los mismos ejercicios corporales que los hombres y probaban no hallarse desprovistas de las cualidades que enaltecen al guerrero. No cabe duda que el ejemplo de Esparta fue el que inspiró a Platón, entre otras ideas suyas, la de la igualdad política y social de los sexos.

Pero-se me dirá-la dominación del hombre sobre la mujer difiere de los demás géneros de dominación, en que el dominador no emplea la fuerza; es un señorío voluntariamente aceptado: las mujeres no se quejan, y de buen grado se someten.-Por lo pronto, gran número de mujeres no la aceptan. Desde que las mujeres pueden dar a conocer sus sentimientos por sus escritos, único medio de publicidad que la sociedad las permite, no han dejado nunca, y cada vez en mayor número y con más energía, de protestar contra su condición social. Recientemente, millares de mujeres, sin exceptuar las más distinguidas, han dirigido al Parlamento peticiones encaminadas a obtener el derecho de sufragio en las elecciones parlamentarias. Las reclamaciones de las mujeres pidiendo una educación tan sólida y extensa como la del hombre, son cada vez más insistentes, y cada vez más seguro el éxito de su pretensión. Insisten, además, en ser admitidas a profesiones y ocupaciones que les fueron vedadas hasta hoy. Cierto que en Inglaterra no hay, como en los Estados Unidos, juntas periódicas y un partido seriamente organizado para la propaganda en favor de los derechos de la mujer; pero hay una sociedad compuesta de miembros numerosos y activos, fundada y dirigida por mujeres, para un fin menos extenso: la obtención del derecho de sufragio. No es en Inglaterra y América solamente donde las mujeres comienzan a protestar, uniéndose en lazo más o menos estrecho contra las incapacidades que las vulneran. Francia, Italia, Suiza y Rusia, nos ofrecen el espectáculo de este mismo movimiento. ¿Quién es capaz de decir cuántas mujeres alimentan en silencio aspiraciones de libertad y justicia? Hay razones para creer que serían mucho más numerosas, si no se hiciese estudio en enseñarlas a reprimir estas aspiraciones, por contrarias al papel que, en opinión de los esclavistas, corresponde al decoro del sexo femenino.

Recordemos que los esclavos nunca han reclamado de buenas a primeras completa libertad. Cuando Simón de Monforte llamó por primera vez a los diputados de los municipios para que tomasen asiento en el Parlamento, ¿hubo alguno que soñara en pedir que una Asamblea electiva pudiese hacer y deshacer ministerios y dictar al rey su conducta en los negocios del Estado? Tal pretensión no entraba en los cálculos ni del más ambicioso. La nobleza la tenía ya, pero el estado llano no aspiraba sino a eximirse de los impuestos arbitrarios y la opresión brutal de los dignatarios reales. Es natural ley política que los que sufren bajo un poder de origen secular, no empiecen jamás por quejarse del poder en sí, sino de quien lo ejerce de un modo opresivo. Siempre hubo mujeres que se quejasen de los malos tratamientos que les daban sus maridos. Y más habría, si la queja, por tener color de protesta, no acarrease el aumento de los malos tratamientos y sevicias. No es factible mantener el poder del marido y al mismo tiempo proteger a la mujer contra sus abusos: todo esfuerzo en este sentido me parece inútil.


     «........................................
Arrojar la cara importa,
Que el espejo no hay por qué.
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La mujer es la única persona (aparte de los hijos), que, después de probado ante los jueces que ha sido víctima de una injusticia, se queda entregada al injusto, al reo. Por eso las mujeres apenas se atreven, ni aun después de malos tratamientos muy largos y odiosos, a reclamar la acción de las leyes que intentan protegerlas; y si en el colmo de la indignación o cediendo a algún consejo recurren a ellas, no tardan en hacer cuanto es posible por ocultar sus miserias, por interceder en favor de su tirano y evitarle el castigo que merece.

Todas las condiciones sociales y naturales concurren para hacer casi imposible una rebelión general de la mujer contra el poder del hombre. La posición de la mujer es muy diferente de la de otras clases de súbditos. Su amo espera de ella algo más que servicios. Los hombres no se contentan con la obediencia de la mujer: se abrogan un derecho posesorio absoluto sobre sus sentimientos. Todos (a excepción de los más brutales), quieren tener en la mujer con quien cohabitan, no solamente una esclava, sino también una odalisca complaciente y amorosa: por eso no omiten nada de lo que puede contribuir al envilecimiento del espíritu y a la gentileza del cuerpo femenino.

Los amos de los demás esclavos cuentan, para mantener la obediencia, con el temor que inspiran o con el que inspira la religión. Los amos de las mujeres exigen más que obediencia: así han adulterado, en bien de su propósito, la índole de la educación de la mujer, que se educa, desde la niñez, en la creencia de que el ideal de su carácter es absolutamente contrario al del hombre; se la enseña a no tener iniciativa, a no conducirse según su voluntad consciente, sino a someterse y ceder a la voluntad del dueño. Hay quien predica, en nombre de la moral, que la mujer tiene el deber de vivir para los demás, y en nombre del sentimiento, que su naturaleza así lo quiere: preténdese que haga completa abstracción de sí misma, que no exista sino para sus afectos, es decir, para los únicos afectos que se la permiten: el hombre con quien está unida, o los hijos que constituyen entre ella y ese hombre un lazo nuevo e irrevocable.-Si consideramos en primer término la atracción natural que aproxima a ambos sexos, y después el completo estado de sumisión de la mujer a la autoridad del marido, de cuya gracia lo espera todo, honores y placeres, dignidad y enseñanza, y, por último, la imposibilidad en que se encuentra de buscar y obtener el objeto principal de la ambición humana, la consideración y demás bienes de la sociedad, que sólo alcanza mediante el hombre, vemos que sería preciso un milagro para que el deseo de agradar al hombre no llegue a ser en la educación y formación del carácter femenino una especie de estrella polar que señala rumbo fijo e invariable.

Una vez dueño de este gran medio de influencia sobre el alma de la mujer, el hombre se ha valido de él con egoísmo instintivo, como de un arbitrio supremo, y para tenerlas sujetas les pintan su debilidad, y la abnegación, la abdicación de toda voluntad en manos del hombre, como quinta esencia de la seducción femenina. ¿Quién duda que los demás yugos que la humanidad ha logrado sacudir, hubiesen subsistido hasta nuestros días, si se hubiese puesto tal cuidado en amoldar a ellos los espíritus? Si se diese por finalidad a la ambición de todo mozo plebeyo el favor de cualquier patricio; de todo siervo joven, el de cualquier señor; si el llegar a ser criado de un grande y compartir sus afecciones personales fuese la más alta recompensa ofrecida al hombre; si los más aptos y los más ambiciosos hubiesen podido tener la vista fija en el mayor premio, y si una vez obtenida la recompensa, se les separase por medio de un muro de bronce de todo interés que no se concentrase en la persona del amo, de todo sentimiento y deseo, salvo de los que compartiesen con él, ¿no habría entre señores y siervos, entre plebeyos y patricios, una distinción tan profunda como la que existe entre hombres y mujeres? ¿No pensaría cualquiera, excepto un pensador, que esta distinción era un hecho fundamental, inherente a la naturaleza humana?




ArribaAbajoCapítulo V

La desigualdad por el nacimiento.-Ya no existe hoy sino para la mujer.-Anomalía de las reinas.-Nada se sabe por experiencia de las aptitudes de la mujer, ni de su verdadero carácter.


Las consideraciones expuestas en el capítulo anterior bastan para demostrar que la costumbre, por universal que sea, nada puede prejuzgar a favor de instituciones que colocan a la mujer, con respecto al hombre, en un estado de sumisión política y social. Pero aún voy más lejos, y afirmo que el curso de la historia y las tendencias de una sociedad en progreso, no sólo no suministran argumento alguno en favor de este sistema de desigualdad en los derechos, sino que ofrecen uno muy fuerte en contra: sostengo que si la marcha del perfeccionamiento de las instituciones humanas y la corriente de las tendencias modernas permiten deducir algo respecto al asunto, es que se impone la necesaria desaparición de este vestigio del pasado, que está en abierta lucha con el progreso del porvenir.

¿Cuál es, en realidad, el carácter peculiar del mundo moderno? ¿Qué es lo que más distingue las instituciones, las ideas sociales, la vida de los tiempos modernos, de la de los pasados y caducos? Que el hombre ya no nace en el puesto que ha de ocupar durante su vida; que no está encadenado por ningún lazo indisoluble, sino que es libre para emplear sus facultades y aprovechar las circunstancias en labrarse la suerte que considere más grata y digna. En otro tiempo la sociedad humana hallábase constituida de muy distinta manera. El individuo nacía en determinada posición social, y allí tenía que aguantarse, sin poder lidiar para salir de la zanja. Así como unos nacen negros y otros blancos, unos nacían esclavos, los otros ciudadanos y libres; unos patricios, otros plebeyos; unos nobles y terratenientes, otros pecheros y colonos. El esclavo, el siervo no podía declararse libre por sí y ante sí, ni llegaba a serlo sino mediante la voluntad de su amo. En casi todas las comarcas de Europa, a fines de la Edad Media, y con el incremento del poder real, fue cuando los pecheros pudieron mejorar de condición. Aun entre los nobles, el mayorazgo era, por derecho de nacimiento, único heredero de los dominios paternos; mucho tiempo pasó antes de que se reconociese al padre el derecho de desheredarle. En las clases industriales, los individuos que habían nacido miembros de un gremio o habían sido admitidos en él, eran los únicos que podían ejercer legalmente su profesión dentro de los límites impuestos a la corporación, y a nadie se le consentía ejercer una profesión considerada importante, de distinto modo que el fijado por la ley; algunos industriales manufactureros sufrieron pena de picota después de un proceso legal, por haber tenido el atrevimiento de emplear en su trabajo métodos perfeccionados de su invención, diferentes de los usuales.

En la Europa moderna, y sobre todo en aquellos países que han tomado mayor parte en el progreso, reinan hoy doctrinas opuestas a estos antiguos principios. La ley no determina quién ha de dirigir una operación industrial, ni qué procedimientos son los legales para el caso. A los individuos toca escoger libremente. En Inglaterra han caído en desuso hasta las leyes que obligaban a los obreros a hacer aprendizaje, pues se cree firmemente que en toda profesión que lo exija, su misma necesidad bastará para imponerlo. La antigua costumbre quería que se restringiese todo lo posible la libre elección del individuo, que sus acciones fuesen encaminadas y dirigidas por una sabiduría superior; considerando que, entregados los obreros a sí mismos, lo echarían todo a perder. En la teoría moderna, fruto de la experiencia de miles de años, se afirma que las cosas que directamente interesan al individuo, no marchan bien sino dejándolas fiadas a su exclusiva dirección, y que la intervención de la autoridad es perjudicial, excepto en casos de protección al derecho ajeno.

Se ha tardado mucho en llegar a esta conclusión, y no se ha adoptado sino después de que las aplicaciones de la teoría contraria produjeron desastrosos resultados; pero en la actualidad prevalece el criterio de libre iniciativa para todos en los países más adelantados, y casi omnímodamente, por lo menos en lo que se refiere a la industria y entre las naciones que tienen la pretensión de marchar a compás del progreso. Esto no quiere decir que todos los procedimientos sean igualmente buenos y todas las personas igualmente aptas para todo; pero hoy se admite que la libertad de elección inherente y lícita al individuo es el único medio racional de que se adopten los mejores procedimientos y cada cual se dedique a lo que mejor conforma con sus aptitudes. Ya nadie cree útil promulgar una ley para que todos los herreros tengan brazos vigorosos. La libertad y la concurrencia bastan para que los hombres provistos de brazos vigorosos se dediquen a la herrería, puesto que los individuos endebles pueden ganar más dedicándose a ocupaciones para que son más a propósito. En nombre de esta doctrina, negarnos a la autoridad el derecho a decidir de antemano si tal individuo sirve o no sirve para tal cosa. Está perfectamente reconocido hoy que, aun cuando existiera una presunción, no podría ser infalible. Aun cuando se fundase en el mayor número de casos, lo cual no es probable, quedaría siempre un corto número fuera del supuesto, y entonces sería injusto para el individuo y perjudicial para la sociedad el alzar barreras que prohíban a ciertos individuos sacar todo el partido posible de sus facultades en provecho suyo y ajeno. Por otra parte, si la incapacidad es real, los móviles ordinarios que rigen la conducta de los hombres bastan, en último caso, para impedir al individuo incapaz que se dedique a aquello para que no sirve.

Si este principio general de ciencia social y política no fuese verdadero; si el individuo, con ayuda del consejo prudente de los que le conocen, no fuese mejor juez en causa propia que la ley y el gobierno, el mundo debería renunciar, lo antes posible, a toda libertad y volver al antiguo sistema prohibitivo y a confiar a la autoridad la dirección del trabajo. Pero si el principio es firme, debemos obrar ajustándonos a él, y no decretar que el hecho de haber nacido hembra en vez de varón decide la situación de un ser humano para toda su vida, del mismo modo que antes la decidía el hecho de nacer negro en vez de blanco, o pechero en vez de noble.

El caso fortuito del nacimiento no debe excluir a nadie de ningún puesto adonde le llamen aptitudes.

Si admitiésemos y diésemos por bueno lo que nos objetan siempre, que los hombres son más propios para ejercer las funciones que les están reservadas en nuestros días, podríamos invocar el argumento de que hoy se prohíbe establecer categorías de aptitud para ser elegido miembro del Parlamento. Si el sistema de elección excluye, durante doce años, a una persona capaz de ejercer dignamente el cargo de diputado, hay en ello pérdida, mientras nada se gana con la exclusión de mil incapaces; y si el cuerpo electoral está constituido de modo que haya de escoger personas incapaces, encontrará siempre en abundancia candidatos de esta especie dentro del sexo masculino. Para todas las funciones difíciles e importantes, el número de gente capaz es más reducido de lo que fuera menester, aun cuando se diese completa latitud a la elección; toda restricción de la libertad de elección quita, pues, a la sociedad probabilidades de elegir a un individuo competente, que la serviría bien, sin preservarla de elegir a uno incompetente.

En la actualidad, en los países más adelantados, las incapacidades de la mujer son, con levísimas excepciones, el único caso en que las leyes y las instituciones estigmatizan a un individuo al punto de nacer, y decretan que no estará nunca, durante toda su vida, autorizado para alcanzar ciertas posiciones. Sólo conozco una excepción: la dignidad real.

Hay todavía personas que nacen para el trono; nadie puede subir a él a menos de pertenecer a la familia reinante, y aun dentro de esta misma familia, nadie puede llegar a reinar sino por el orden de la sucesión hereditaria. Las demás dignidades, las demás posiciones altas o lucrativas, están abiertas para el sexo masculino sin acepción de personas: cierto que algunas no pueden lograrse sino por medio de la riqueza; pero todo el mundo puede enriquecerse, y muchas personas de humilde origen consiguen granjear pingüe caudal. La mayoría encuentra, sin duda, obstáculos que no podría vencer sin ayuda de casualidades felices; pero a ningún individuo varón se le incapacita legalmente; ninguna ley, ninguna opinión añade su obstáculo artificial a los obstáculos naturales que encuentra el que quiere medrar y subir. Ya he dicho que la dignidad real es una excepción; pero todo el mundo está penetrado de que esta excepción es una anomalía en el mundo moderno, que se opone a sus costumbres y a sus principios, y no se justifica sino por motivos extraordinarios de utilidad, que en realidad existen, aunque los individuos y las naciones no lo crean. Si en esta única excepción encontramos una suprema función social sustraída a la competencia y reservada al nacimiento por altas razones, no por eso dejan las naciones de continuar adheridas en el fondo al principio que nominalmente quebrantan. En efecto, someten esta alta función a condiciones evidentemente calculadas para impedir a la persona a quien pertenece de un modo ostensible, el que positivamente la ejerza, mientras la persona que la ejerce en realidad, el ministro responsable, no la adquiere sino mediante una competencia, de que ningún ciudadano llegado a la edad viril está excluido. Por consiguiente, las incapacidades que afectan a las mujeres, por el mero hecho de su nacimiento, son el único ejemplo de exclusión que en la legislación hallamos. En ningún caso, y para nadie (excepto para el sexo que forma la mitad del género humano), están cerradas las altas funciones sociales por una fatalidad de nacimiento, que ningún esfuerzo, ningún cambio, ningún mérito puede vencer. Las incapacidades religiosas (que de hecho han dejado casi de existir en Inglaterra y en el continente) no cierran irrevocablemente una carrera; el incapacitado adquiere capacidad convirtiéndose.

La subordinación de la mujer surge como un hecho aislado y anómalo en medio de las instituciones sociales modernas: es la única solución de continuidad de los principios fundamentales en que éstas reposan; el único vestigio de un viejo mundo intelectual y moral, destruido en los demás órdenes, pero conservado en un solo punto, y punto de interés universal, punto esencialísimo. Figuraos un dolmen gigantesco o un vasto templo de Júpiter olímpico en el lugar que ocupa San Pablo, sirviendo para el culto diario, mientras a su alrededor las iglesias cristianas no se abriesen más que los días de fiesta. Esta disonancia entre un hecho social singularísimo y los demás hechos que le rodean y acompañan, y la contradicción que este hecho opone al movimiento progresivo, orgullo del mundo moderno, que ha barrido una tras otra las instituciones señaladas con el mismo carácter de desigualdad e injusticia, ofrece ancha margen a las reflexiones de un observador serio de las tendencias de la humanidad. De ahí una opinión prima facie contra la desigualdad de los sexos, mucho más fuerte que la que el uso y la costumbre pueden crear en su favor en las actuales circunstancias, y que ella sola bastaría para dejar indecisa la cuestión, como en la contienda entre la república y la moderna monarquía.

Lo menos que se puede pedir, es que la cuestión no se prejuzgue por el hecho consumado y la opinión reinante, sino que quede libre, que la discusión se apodere de ella y la ventile desde el doble punto de vista de la justicia y la utilidad: pues en esta como en las demás instituciones, la solución debiera depender de las mayores ventajas que, previa una apreciación ilustrada, pudiese obtener la humanidad sin distinción de sexos. La discusión tiene que ser honda, seria; es preciso que llegue hasta la entraña y no se contente con líneas generales y vaguedades retóricas. Por ejemplo: no se debe sentar el principio de que la experiencia se ha declarado en favor del sistema existente. La experiencia no ha podido elegir entre dos sistemas, mientras no se haya puesto en práctica sino uno de ellos. Dicen que la idea de la igualdad de los sexos no descansa más que en teorías, pero recordemos que no tiene otro fundamento la idea opuesta. Todo cuanto se puede alegar en su favor, en nombre de la experiencia, es que la humanidad ha podido vivir bajo este régimen, y adquirir el grado de desarrollo y de prosperidad en que hoy la vemos. Pero la experiencia no dice si se habría llegado más pronto a esta misma prosperidad, o a otra mayor y más completa, caso que la humanidad hubiese vivido bajo el régimen de la igualdad sexual. Por otro lado, la experiencia nos enseña que cada paso en el camino del progreso va infaliblemente acompañado de un ascenso en la posición social de la mujer, lo cual induce a historiadores y filósofos a considerar la elevación o rebajamiento de las mujeres como el criterio mejor y mas seguro, la medida más cierta de la civilización de un pueblo o de un siglo.

Durante todo el período de progreso, la historia demuestra que la condición de la mujer ha ido siempre aproximándose a igualarse con la del hombre. No significa esto que la asimilación deba llegar hasta igualdad completa: otros argumentos lo probarían mejor; pero éste de cierto suministra en favor de la igualdad un dato sólido.

Tampoco sirve de nada decir que la naturaleza de cada sexo le señala su posición, y para ella le condiciona. En nombre del sentido común, y fundándome en la índole del entendimiento humano, niego que se pueda saber cuál es la verdadera naturaleza de los dos sexos, mientras no se les observe sino en las recíprocas relaciones actuales. Si se hubiesen encontrado sociedades compuestas de hombres sin mujeres, o de mujeres sin hombres, o de hombres y mujeres sin que éstas estuviesen sujetas a los hombres, podría saberse algo positivo acerca de las diferencias intelectuales o morales que puede haber en la constitución de ambos sexos. Lo que se llama hoy la naturaleza de la mujer, es un producto eminentemente artificial; es el fruto de una compresión forzada en un sentido, y de una excitación preternatural en otro. Puede afirmarse que nunca el carácter de un súbdito ha sido tan completamente adulterado por sus relaciones con los amos, como el de la mujer por su dependencia del hombre; puesto que, si las razas de esclavos o los pueblos sometidos por la conquista estaban en cierto modo comprimidos más enérgicamente, aquellas tendencias suyas que un yugo de hierro no aniquiló, siguieron su evolución natural en cuanto encontraron ciertas condiciones favorables a su desarrollo. Pero con las mujeres se ha empleado siempre, para desarrollar ciertas aptitudes de su naturaleza, un cultivo de estufa caliente, propicio a los intereses y placeres de sus amos. Después, viendo que ciertos productos de sus fuerzas vitales germinan y se desarrollan rápidamente en esta caliente atmósfera,-en la cual no se economiza ningún refinamiento de cultura, mientras otras derivaciones de la misma raíz, abandonadas a la intemperie y rodeadas de intento de hielo, nada producen, se secan y desaparecen,-los hombres, con esa ineptitud para reconocer su propia obra que caracteriza a los entendimientos superficiales y poco analíticos, se figuran sin más ni más que la planta crece espontáneamente del modo que ellos artificiosamente la cultivaron, y que moriría si no permaneciese sumergida mitad en un baño de vapor y en nieve la otra mitad.




ArribaAbajoCapítulo VI

Obstáculos al progreso de las ideas.-El hombre no conoce a la mujer, y menos que nadie la conocen los galanteadores de oficio.-La mujer disimula, por culpa de su situación de esclava.


De cuantas dificultades son obstáculo al progreso de las ideas y a la formación de opiniones justas sobre la vida e instituciones sociales, la mayor es hoy la indecible ignorancia y punible indiferencia reinantes en la comprensión de las influencias que forman el carácter del hombre. Desde que parte de la humanidad está o parece estar constituida según cierto patrón, así sea el más imperfecto e irracional, damos en creer que ha llegado a ese estado en virtud de tendencias naturales, aun cuando resalten claramente las circunstancias extrínsecas que produjeron el estado social y que ya han cesado de imponerlo. Porque un colono irlandés, atrasado en el pago de sus arriendos, no se muestre diligente para el trabajo, hay gente que cree que los irlandeses son por naturaleza holgazanes. Porque en Francia las Constituciones pueden ser violadas y subvertidas cuando las autoridades nombradas para hacerlas respetar se vuelven contra ellas, hay quien cree que los franceses no nacieron para tener un gobierno libre. Porque los griegos engañan a los turcos, a quienes roban los griegos sin vergüenza, hay gente que cree que los turcos son por naturaleza más bonachones que los griegos. Porque se dice con frecuencia que las mujeres, en política, sólo prestan atención a los personajes y no a las ideas, se supone que por disposición natural se interesan menos que los hombres por el bien general y los principios.

La historia, mejor comprendida hoy que en otro tiempo, nos ofrece muy distintas enseñanzas, nos descubre la exquisita receptividad de la naturaleza humana para admitir la influencia de las causas exteriores y su excesiva variabilidad en las materias mismas en que más constante e igual a sí misma parece. Pero en la historia, como en los viajes, los hombres no ven de ordinario sino lo que ya llevan en la imaginación, y en general desacierta en historia quien antes de estudiarla no era ya un sabio.

Resulta que acerca de esta difícil cuestión de saber cuál es la diferencia natural de los dos sexos, problema que, en el estado actual de la sociedad, es imposible resolver discretamente, casi todo el mundo dogmatiza, sin recurrir a la luz que puede iluminar el problema, al estudio analítico del capítulo más importante de la psicología: las leyes que regulan la influencia de las circunstancias sobre el carácter. En efecto: por grandes, y en apariencia imborrables, que fuesen las diferencias morales e intelectuales entre el hombre y la mujer, la prueba de que estas diferencias son naturales, hoy no existe; no se encontrará aunque la busquen con un candil. No hemos de considerar naturales sino aquellas diferencias que en absoluto no puedan ser artificiales, las que persistan cuando hayamos descartado toda singularidad que en uno u otro sexo pueda explicarse por la educación o por las circunstancias exteriores. Es preciso conocer a fondo el carácter sexual para tener derecho a afirmar que hay semejantes diferencias, y con más razón para decidir cuál es la diferencia que distingue a los dos sexos desde el punto de vista moral e intelectual. Nadie posee hasta ahora esa ciencia, porque no se ha estudiado; por eso niego el derecho de profesar opiniones terminantes. A lo sumo podremos hacer conjeturas más o menos probables, más o menos legítimas, según el conocimiento que tengamos de las aplicaciones de la psicología a la formación del carácter.

Si prescindiendo de los orígenes de las diferencias preguntamos en qué consisten, es muy poco lo que lograremos averiguar.

Los médicos y los fisiólogos han señalado diferencias, hasta cierto punto, en la constitución del cuerpo, y es un hecho que no debe olvidar el psicólogo; pero es raro encontrar un médico que sea psicólogo. Las observaciones de un médico acerca de los caracteres mentales de la mujer no tienen más valor que las de otro observador cualquiera. Es punto este sobre el cual no se sabrá nada definitivo, mientras las únicas personas que pueden conocerle, las mujeres mismas, no den sino insignificantes noticias, y, lo que es aún peor, noticias interesadas. Es fácil conocer a una mujer estúpida; la estupidez es igual para todos. Se pueden deducir los sentimientos y las ideas de una mujer estúpida cuando se conocen los sentimientos e ideas que reinan en el círculo donde vive. No pasa lo mismo con las personas cuyas ideas y sentimientos son producto de sus propias facultades. A lo sumo encontraremos algún hombre que conozca relativamente el carácter de las mujeres de su familia, sin saber nada de las demás. No hablo de sus aptitudes; esas nadie las conoce, ni ellas mismas, porque la mayor parte no han sido puestas nunca en juego; no hablo sino de sus ideas y sentimientos actuales. Hay hombres que creen conocer perfectamente a las mujeres, porque han sostenido comercio de galantería con algunas, tal vez con muchas o muchísimas. Si son buenos observadores, y si su experiencia une la calidad a la cantidad, han podido aprender algo de un aspecto del carácter de la mujer, que no deja de tener importancia. Pero en cuanto al resto, son los más ignorantes de todos los hombres, porque son aquellos ante quienes mejor ha disimulado la mujer. El sujeto más adecuado para que un hombre estudie el carácter de las mujeres, es su mujer propia; las ocasiones son favorables y reiteradas, y no dejan de encontrarse ejemplos de perfecta simpatía entre esposos. En efecto, esa es la fuente de donde creo que brotará cuanto valga la pena de ser conocido. Pero la inmensa mayoría de los hombres no han tenido ocasión de estudiar así más que a una mujer; y es chistoso lo fácil que resulta el adivinar el carácter de una mujer, sólo con oír las opiniones que emite su marido sobre el sexo en general. Para sacar de este caso único algo en limpio, es preciso que la mujer valga la pena de ser conocida y que no sólo el hombre sea juez competente, sino que también posea un carácter tan simpático y tan adaptado al de su mujer, que pueda leer en su espíritu por medio de una especie de intuición, o que su mujer no sienta empacho alguno al mostrarle el fondo de sus sentimientos. Y este caso sí que es una mosca blanca. A menudo existe entre esposa y esposo unidad completa de sentimientos y comunidad de puntos de vista en cuanto a las cosas exteriores, y, sin embargo, en cuanto a las ideas íntimas y profundas, no se entienden ni como amigos; son dos conocidos, dos extraños. Aun cuando les una verdadero afecto, la autoridad por una parte y la subordinación por otra impiden que florezca la confianza.

Puede que la mujer no tenga intención de disimular, pero hay muchas cosas que no deja entrever a su marido. El mismo fenómeno se observa entre padres e hijos. A pesar de la recíproca ternura que realmente une al padre con su hijo, ocurre con frecuencia que el padre ignora y ni llega a sospechar ciertos detalles del carácter de su hijo, que conocen a las mil maravillas los compañeros e iguales de éste. La verdad es que, desde el momento en que un ser humano está bajo nuestro dominio y autoridad, mal podríamos pedirle sinceridad y franqueza absoluta. El temor de perder la buena opinión o el afecto del superior es tan fuerte, que, aun teniendo un carácter muy recto, se deja uno llevar, sin notarlo, a no mostrar si no el lado más bello, o siquiera el más agradable a sus ojos; puede decirse con seguridad que dos personas no se conocen íntima y realmente sino a condición de ser, no solamente prójimos, sino iguales.

Y todavía juzgo más imposible llegar a conocer a una mujer sometida a la autoridad conyugal, a quien hemos enseñado que su deber consiste en subordinarlo todo al bienestar y al placer de su marido y a no dejarle ver ni sentir en su casa más que lo agradable y halagüeño. Todas estas dificultades impiden que el hombre adquiera un conocimiento completo de la única mujer a quien más a menudo estudia seriamente. Y, por lo demás, si consideramos que comprender a una mujer no es necesariamente comprender a otra; que aunque pudiésemos estudiar las mujeres de cierta clase y de determinado país no entenderíamos por eso a las de otro país y de otra clase; que aunque llegásemos a lograr este objeto no conoceríamos sino a las mujeres de un solo período de la historia, tenemos el derecho de afirmar que el hombre no ha podido adquirir acerca de la mujer, tal cual fue o tal cual es, dejando aparte lo que podrá ser, más que un conocimiento sobrado incompleto y superficial, y que no adquirirá otro más profundo mientras las mismas mujeres no hayan dicho todo lo que hoy se callan, todo lo que disimulan por natural defensa.




ArribaAbajoCapítulo VII

Lento advenimiento de la justicia.-Las literatas esclavistas.-Que la mujer, libre para emprender todas las carreras, no emprenderá sino las que le dicten sus facultades naturales.-Proteccionismo masculino.-Lo que es hoy el matrimonio.-Criada o bayadera.


Este día no vendrá ni puede venir sitio muy despacio. Fue ayer, como quien dice, cuando las mujeres adquirieron por su talento literario o por consentimiento de la sociedad, el derecho de dirigirse al público. Hasta el día, pocas mujeres se han atrevido a decir lo que los hombres, de quienes depende su éxito literario, no quieren oír ni entender. Recordemos que comúnmente se ha recibido muy mal la expresión de ideas originales y pensamientos radicales y osados, aun emitidos por un hombre. Veamos cómo se reciben aún, y tendremos alguna idea de las trabas y obstáculos que cohíben a una mujer educada en la idea de que la costumbre y la opinión han de ser leyes soberanas de su conducta, cuando quiere trasladar a un libro algo de lo que palpita en su alma.

La mujer más ilustre de cuantas han dejado obras lo bastante bellas para conquistar a su autora puesto eminente en la literatura de su país, creyó oportuno poner este epígrafe a su libro más atrevido: «El hombre puede desafiar la opinión; la mujer debe someterse a ella». La mayor parte de lo que las mujeres escriben es pura adulación para los hombres. Si la que escribe no está casada, diríase que escribe para encontrar marido. Bastantes mujeres, casadas o no, van más allá, y propalan, en favor de la esclavitud de su sexo, ideas tan serviles, que no dijera tanto ningún hombre, ni el más vulgar y estólido. Es verdad que ya hoy va desapareciendo esta ralea de literatas esclavistas. Las mujeres van adquiriendo algún aplomo, y se atreven a afirmar sus sentimientos reales.

En Inglaterra, sobre todo, el carácter de la mujer es un producto artificial, compuesto de un corto número de observaciones e ideas personales, mezcladas con gran número de preocupaciones admitidas. Este estado de cosas se modificará de día en día, pero persistirá en gran parte mientras nuestras instituciones no autoricen a la mujer a desarrollar su originalidad tan libremente como el hombre. Cuando este tiempo llegue, pero antes no, nos entenderemos, y lo que es más, veremos cuánto hay que aprender para conocer la naturaleza femenina y saber de qué es capaz y para qué sirve.

Si he insistido tanto en las dificultades que impiden al hombre adquirir verdadero conocimiento de la condición real de la mujer, es porque sobre este punto, como sobre tantos otros, opinio copiae inter maximas causas inopia est, y porque hay pocas probabilidades de adquirir ideas razonables acerca de este asunto, mientras los hombres se jacten de comprender perfectamente una materia de que la mayor parte no sabe nada y que por ahora es imposible que ni un hombre ni toda la colectividad viril, conozca lo bastante para tener el derecho de prescribir a las mujeres su vocación y función social propia. Por fortuna no se necesita un conocimiento tan completo para regular las cuestiones relativas a la posición de las mujeres en la sociedad, pues según los principios constitutivos de la sociedad moderna, a las mujeres toca regularla; sí, a ellas pertenece decidirla según su experiencia y con ayuda de sus propias facultades.

No hay medio de averiguar lo que un individuo es capaz de hacer sino dejándole que pruebe, y el individuo no puede ser reemplazado por otro individuo en lo que toca a resolver sobre la propia vida, el propio destino y la felicidad propia.

Acerca de esto, podemos estar tranquilos. Lo que repugne a las mujeres, no lo harán aunque se les conceda libertad amplia. Los hombres no saben sustituir a la naturaleza. Es completamente superfluo prohibir a las mujeres lo que su misma constitución no les permite. Basta la concurrencia para alejarlas de aquello en que no puedan competir con los hombres, sus competidores naturales, puesto que no pedimos en favor de ellas ni privilegios ni proteccionismo; todo lo que solicitamos se reduce a la abolición de los privilegios y el proteccionismo de que gozan los hombres. Si la mujer tiene una inclinación natural más fuerte hacia determinadas tareas que hacia otras, no hay necesidad de leyes para obligar a la mayoría de las mujeres a hacer esto en vez de aquello. El cargo más solicitado por la mujer, en cualquier caso, será aquel que la misma libertad de concurrencia la impulse; y, como lo indica el sentido de las palabras, pedirá aquello para que sea más a propósito, de suerte que lo que se estipule en su favor asegurará el empleo más ventajoso de las facultades colectivas de ambos sexos.

Créese que es opinión general de los hombres que la vocación natural de la mujer reside en el matrimonio y la maternidad. Y digo créese, porque a juzgar por los hechos y por el conjunto de la constitución actual, deducirse podría que la opinión dominante es justamente la contraria. Bien mirado, diríase que los hombres comprenden que la supuesta vocación de las mujeres es aquello mismo que más repugna a su naturaleza, y que si las mujeres tuviesen libertad para hacer otra cosa muy diferente, si se las dejase un resquicio, por pequeño que fuera, para emplear de distinto modo su tiempo y sus facultades, sólo un corto número aceptaría la condición que llaman natural. Si así piensa la mayor parte de los hombres, convendría declararlo. Esta teoría late, sin duda alguna, en el fondo de cuanto se ha escrito acerca de la materia; pero me gustaría que alguien lo confesase con franqueza y viniese a decirnos: «Es necesario que las mujeres se casen y tengan hijos, pero no lo harán sino por fuerza. Luego es preciso forzarlas.» Entonces veríamos el intríngulis de la cuestión. Este lenguaje franco se parecería al de los defensores de la esclavitud en la Carolina del Sur y la Luisiana. «Es preciso, decían, cultivar el algodón y el azúcar. El hombre blanco no puede, el negro no quiere por el precio que le queremos pagar, Ergo, es preciso obligarle.» Otro ejemplo más concluyente. Juzgábase absolutamente necesaria la leva de marinos para la defensa del país. «Sucede a menudo, decían, que no quieren engancharse voluntariamente, luego es preciso que tengamos poder para obligarles a ello.»

¡Cuántas veces se razona de esta suerte! Y si no se resintiese este razonamiento de vicios originarios, triunfaría hasta hoy. Pero podemos replicar así: «Pues empezad por pagar a los marineros el valor de su trabajo, y cuando lo hayáis hecho tan lucrativo como el de los demás contratistas, tendréis las mismas facilidades que éstos para obtener lo que deseáis.» El argumento no tiene otra contestación lógica sino «no nos da la gana»; y como hoy se avergüenzan de robar al trabajador su salario, la leva de los marineros no encuentra ya defensores.

Los que pretenden obligar a la mujer al matrimonio cerrándola las demás salidas, se exponen a igual réplica. Si piensan lo que dicen, su opinión significa que el hombre no hace el matrimonio lo bastante apetecible para la mujer, a fin de tentarla por las ventajas que reúne. No parece que se tiene muy alta idea de lo que se va a ofrecer, cuando decimos: «Tomad esto, o si no, no tendréis nada.» En mi concepto, así se explica el sentimiento de los hombres que muestran antipatía a la libertad y la igualdad de la mujer. Esos esclavistas temen, no que las mujeres no quieran casarse, pues no creo que ninguno abrigue realmente tal aprensión, sino que exijan en el matrimonio condiciones de igualdad: temen que toda mujer de talento y de carácter prefiera otra cosa que no te parezca tan degradante como el casarse, si al casarse no hace más que tomar un amo, entregándole cuanto posee en la tierra. En realidad, si esta consecuencia fuese un accesorio obligado del matrimonio, creo que el temor tendría fundamento. Yo lo comparto, y juzgo muy probable que bien pocas mujeres capaces de emplearse mejor, escogiesen, a menos de sentir una pasión irresistible y ciega, suerte tan indigna, teniendo a su disposición otros medios para ocupar en la sociedad puesto honroso. Si los hombres están dispuestos a sostener que la ley del matrimonio debe ser el despotismo, tienen razón y miran a su conveniencia no dejando más camino a la mujer. Pero entonces, todo cuanto hace el mundo moderno para aligerar las cadenas que pesan sobre el espíritu de la mujer, es un desatino, un contrasentido absurdo. Nunca debimos dar a la mujer pizca de educación literaria. Las mujeres que leen, y con más razón las que escriben, son, en el estado actual, una contradicción y un elemento perturbador: ha sido funesto el enseñar a la mujer cosa distinta de lo que incumbe a su papel de bayadera o de criada.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Cómo se trataba a la mujer.-Extensión ilimitada de la autoridad paterna.-Delito de baja traición.-La esposa esclava.-No es dueña de sus bienes.-Es más esclava que ningún esclavo lo fue nunca.


Conviene entrar a discutir los detalles de la cuestión, desde el punto de vista a que hemos llegado: la condición que las leyes añaden al contrato matrimonial. Como el matrimonio es el destino que la sociedad señala a las mujeres, el porvenir para el cual las educa y el fin que entiende que persiguen todas, a excepción de las que no reúnen bastantes atractivos para que un hombre quiera escoger entre ellas la compañera de su vida, podríamos suponer que todo está dispuesto para hacer esta condición lo más grata posible, a fin de que las mujeres no tengan nunca que lamentar el no haber elegido otra. Pues no hay nada de eso, y en este caso, como en los demás, la sociedad ha preferido llegar a su objeto por medios vergonzosos, mejor que por medios honrados.

Es el único caso en que realmente persisten esos métodos opresivos e indignos. Al principio se apresaba a las mujeres por fuerza, o el padre las vendía al marido. No hace mucho tiempo aún que, en Europa, el padre tenía autoridad para disponer de su hija y casarla a su gusto, sin cuidarse de pedirla asentimiento. La Iglesia permanecía bastante fiel a una idea moral superior, exigiendo un formal a la mujer en el momento del matrimonio; pero no se metía en averiguar si era forzado el consentimiento; érale completamente imposible a una joven negarse a la obediencia, si el padre persistía en exigirla, a menos de obtener la protección religiosa por medio de una firme resolución de pronunciar votos monásticos. Una vez casado, el hombre tenía en otro tiempo (antes del cristianismo), derecho de vida y muerte sobre su mujer. Esta no podía invocar la ley contra él; el esposo era su único juez, su ley única. Durante mucho tiempo pudo repudiarla, mientras ella no tenía el mismo derecho. En las antiguas leyes de Inglaterra, el marido se titulaba señor de su mujer, era literalmente su soberano, de modo que el asesinato de un hombre, cometido por su mujer, se llamaba traición («baja traición» para distinguirla de la «alta traición»), y era castigado más cruelmente que el crimen de alta traición, puesto que se imponía a la culpable la pena de ser quemada viva.

Porque esas atrocidades han caído en desuso (pues la mayor parte no están abolidas, o no lo fueron sino después de haber cesado de ser puestas en práctica durante muy largo tiempo), se supone que todo ha mejorado con el pacto matrimonial como se entiende hoy, y hay quien no cesa de repetir que la civilización y el cristianismo han reconocido a la mujer sus justos derechos. Por desgracia, no es verdad: la esposa es hoy realmente tan esclava de su marido, en los límites de la obligación legal, como los esclavos propiamente dichos de otras épocas. Jura en el altar obediencia a su marido por toda la vida, y está constreñida a obediencia vitalicia por la acción de la ley. Los casuistas dirán que esta obligación tiene un límite; que cesa en el punto en que a la mujer la quisiesen obligar a ser cómplice de un crimen; pero basta que se extienda a todo lo demás. La mujer no puede hacer nada sin el permiso tácito, por lo menos, de su esposo. No puede adquirir bienes más que para él; desde el instante en que obtiene alguna propiedad, aunque sea por herencia, para él es ipso facto. En esto, la situación creada a la mujer por la ley inglesa es peor que la de los esclavos, según los códigos de varios países. En la ley romana, por ejemplo, el esclavo podía tener un pequeño peculio suyo, para su uso exclusivo, defendido hasta cierto punto por la ley. Las clases elevadas de Inglaterra han otorgado a sus mujeres análoga ventaja por medio de contratos especiales que modifican la ley, estipulando para la mujer la libre disposición de ciertas sumas. Los padres ricos tratan de sustraer, por disposiciones adecuadas, la totalidad o parte al menos de los bienes patrimoniales de la mujer a la dirección del marido; pero nunca logran ponerlos bajo la propia dirección de la dueña, ni que disponga de ellos a su antojo. Todo lo más que pueden obtener es impedir que el marido los despilfarre; pero al mismo tiempo privan al legítimo propietario del libre uso de sus bienes. La propiedad queda fuera del poder de los dos esposos, y según las disposiciones más favorables para la mujer, la renta debe ser percibida por la mujer, no por el marido, arreglo que se conoce con el nombre de régimen de la separación de bienes: es preciso que la renta pase por manos de la esposa; pero si el marido se la arranca con la violencia, no incurre en ninguna pena, y no se le puede obligar a la devolución. ¡Esta es la protección que las leyes de Inglaterra conceden a los miembros de la más alta nobleza, al casar a sus hijas!

En la inmensa mayoría de los casos no hay especial convenio para eludir la ley, y el marido lo absorbe todo, derechos, propiedad, libertad de su mujer. El marido y la mujer no forman más que una persona legal, lo cual significa que todo lo de ella es de él, pero no que todo lo de él es de ella; este último criterio no se aplica al hombre, sino para hacerle responsable de los actos de su mujer, como se hace a un amo responsable de los actos y demasías de sus esclavos o de sus rebaños. No es mi propósito afirmar que las mujeres no sean en general mejor tratadas que los esclavos; pero sí digo que no hay esclavo cuya esclavitud sea tan completa como la de la mujer. Es raro que un esclavo, a menos de estar unido a la persona de su amo, sea esclavo a toda hora y a cada minuto; en general tiene el esclavo, como el soldado, su tarea o su tiempo de obedecer; cumplida esa tarea, dispone, hasta cierto punto, de su tiempo, hace vida de familia, en la cual rara vez se mezcla el amo. El Tío Tomás, bajo su primer amo, tenía hogar, y vivía en su choza cual en su habitación un obrero libre; no así la mujer, como voy a probar.




ArribaAbajoCapítulo IX

El débito.-Los hijos no pertenecen a la mujer en caso de separación.-¿De qué sirve la separación?-Los individuos casi nunca son tan inicuos como la ley.


Ante todo, la mujer esclava goza (en los países cristianos) del derecho reconocido y tiene hasta obligación moral de rehusar los últimos favores a su amo. No sucede lo mismo con la esposa; por brutal y tiránico que sea el hombre a quien esté encadenada; aunque ella comprenda que es objeto de su odio, aunque él muestre placer en torturarla sin cesar, aunque ella no pueda absolutamente contrarrestar una aversión profunda, el dueño podrá exigir de ella que se someta a la más innoble degradación a que es capaz de descender un ser humano, obligándola a ser, a pesar suyo, instrumento de una función animal.

Pero mientras la mujer está sometida a la peor de las esclavitudes, ¿cuál es su posición con relación a sus hijos, objeto de interés común para ella y el amo? Según la ley, los hijos son del marido; él sólo tiene sobre ellos derechos legales; ella no puede nada sin autorización del marido; y aun después de la muerte de éste, la mujer no es custodio legal de sus hijos, a menos que el marido expresamente la encargue de ello. El marido pudo separarlos de ella, privarla de verlos, prohibirla toda correspondencia con ellos, hasta una época muy reciente en que restringió este poder una ley. Ese es el estado legal de la mujer, y no tiene ningún medio de eludirlo; si abandona a su marido, no debe llevarse nada consigo, ni sus hijos, ni objeto alguno de su propiedad; el marido puede, si quiere, en nombre de la ley, obligarla a volver a su lado; y puede emplear la fuerza física, o limitarse a tomar para sí todo cuanto ella gane o la hayan dado sus padres. Sólo una sentencia de los tribunales podrá autorizarla a vivir separada, dispensarla de reunirse con su carcelero y facultarla para aplicar a sus propias necesidades las ganancias que obtenga, sin temer que un hombre a quien no ha visto en veinte años se lance sobre ella y la arrebate cuanto ganó con su sudor o su inteligencia. Hasta hace poco, los tribunales no otorgaban esta separación sino a costa de gastos enormes, que la hacían imposible para las personas que no perteneciesen a la más alta categoría social. Hoy no se concede sino en caso de abandono o de malos tratamientos y sevicias, y aun hay quien se queja todos los días de que se otorga fácilmente.

Y yo digo que, si una mujer no tiene más destino en este mundo que ser esclava de un déspota; si su dicha o desdicha pende de la casualidad de encontrar hombre que la haga favorita, en lugar de mártir, es cruel agravación de su castigo el no poder tentar fortuna más que una vez. Puesto que todo en la vida pende para la mujer de la chiripa de encontrar un buen amo, sería preciso que, como consecuencia natural de este estado de cosas, tuviese el derecho de variar y variar hasta encontrar la ganga. No abogo porque se la confiera tal privilegio; esa es otra cuestión. No abrigo intención de ventilar el problema del divorcio con libertad para casarse nuevamente. Por ahora me limito a indicar que, para quien no tiene más destino que la servidumbre, no hay otro medio de atenuar el rigor de ésta-y es medio insuficiente aún-que el derecho de escoger y desechar libremente el amo. La negación de esta libertad completa es la asimilación de la mujer al esclavo, y al esclavo en la más dura de las servidumbres, porque ha habido códigos que concedían al esclavo, en ciertos casos de malos tratamientos, el derecho de obligar legalmente a su amo a enajenarle. Pero en Inglaterra no hay malos tratamientos, por repetidos que sean, a menos que el adulterio del marido venga a agravarlos, que puedan librar a una mujer de su verdugo.

No quiero exagerar, ni hay para qué. He descrito la posición legal de la mujer, no el tratamiento que se la da realmente. Las leyes de la mayoría de los países son peores que la gente que las ejecuta, y muchas de estas leyes deben su duración a que sólo por extraordinario vemos aplicarlas. Si la vida conyugal fuese todo lo que puede ser desde el punto de vista legal, la sociedad sería un infierno en la tierra. Por fortuna existen, al mismo tiempo que leyes ridículas, sentimientos e intereses que en muchos hombres excluyen y en muchísimos moderan los impulsos y estímulos que conducen a la tiranía: de todos estos sentimientos, el lazo que une al marido con su mujer es indudablemente el más fuerte; el único semejante, el que une al padre con sus hijos, tiende siempre, salvo en casos excepcionales, a apretar el primero en lugar de aflojarlo. Pero porque así acontezca; porque en general los hombres no hagan sufrir a las mujeres todos los vejámenes que podrían si usasen el amplio poder de que disponen para tiranizarlas, los defensores de la forma actual del matrimonio imaginan que cuanto encierra de inicuo está justificado, y que las protestas no pasan de vanas recriminaciones.

Las atenuaciones y dulzuras que en la práctica no son inconciliables con el rigorismo de tal o cual forma de tiranía, en lugar de servir de excusa al despotismo, sólo valen para demostrar la fuerza de la naturaleza humana en resistir y dominar las instituciones más vergonzosas, y la vitalidad con que la semilla del bien, como la del mal, contenidas ambas en el carácter del hombre, germina y crece en cualquier terreno.




ArribaAbajoCapítulo X

Comparación entre el despotismo doméstico y el político.-Adhesión de los esclavos a sus amos.-El poder absoluto, entregado hasta al más vil de los hombres.-Sevicias.-El desquite de la mujer.-La injusticia, como todos los seres, engendra a su semejante.


Lo que puede decirse del despotismo doméstico, es aplicable al despotismo político. No todos los reyes absolutos se asoman a la ventana para distraerse oyendo gemir a los vasallos a quienes torturan; no todos les despojan del último jirón de sus vestidos par arrojarles después en cueros a la vía pública. El despotismo de Luis XVI no era el de Felipe el Hermoso, el de Nadir-Schah o el de Calígula, pero bastaba para justificar la Revolución francesa y para servir de excusa, hasta cierto punto, a sus horrores. En vano es invocar la poderosa adhesión de algunas mujeres a sus maridos; también podrían invocarse muchos ejemplos de adhesión, tomados de la esclavitud doméstica. En Grecia y Roma se ha visto a los esclavos perecer en los tormentos antes que hacer traición a sus dueños. Durante las proscripciones que siguieron a las guerras civiles entre los romanos, se notó que las mujeres y los esclavos eran fieles hasta el heroísmo, y muy a menudo los hijos eran los traidores. No obstante, ya sabemos con cuánta crueldad trataban a sus esclavos los romanos. Hay que decir a boca llena que estas abnegaciones y adhesiones individuales nunca alcanzan mayor grado de belleza que bajo las instituciones más atroces y despóticas.

Es una ironía de la vida que los más enérgicos sentimientos de gratitud y de apego de que la naturaleza humana es capaz, se desarrollen en el corazón humano a favor del dueño absoluto, del que puede matarnos y nos deja con vida. Sería cruel averiguar el papel que todavía desempeña este sentimiento en la devoción religiosa. Con frecuencia vemos que el hombre adora a Dios más profundamente cuando se cree castigado, anonadado por él.

Los defensores de una institución despótica, sea la esclavitud, el absolutismo político o el absolutismo del cabeza de familia, quieren siempre que la juzguemos por los ejemplos más favorables. Nos pintan cuadros en que la ternura de la sumisión responde a la solicitud de la autoridad; en que un señor prudente lo arregla todo divinamente para sus subordinados y vive rodeado de bendiciones. La demostración sería oportuna, si nosotros creyésemos que no existen hombres buenos. ¿Quién duda que el gobierno absoluto de un hombre bueno puede, ejerciéndose con gran bondad, producir enorme suma de felicidad e inspirar vivísimo reconocimiento? Pero las leyes se hacen porque existen también hombres malos. El matrimonio no puede ser una institución creada para un corto número de elegidos. A los hombres no se les pide, antes de casarse, prueba testifical de que podemos fiar en su manera de ejercer el poder absoluto. Los lazos de afecto y obligación que unen al marido con su mujer y sus hijos, son muy fuertes para los honrados, que aceptan y cumplen sus obligaciones sociales, y hasta para un gran número de los que las descuidan y desdeñan. Pero en la manera de sentir estos deberes, existen infinitos grados, así como se encuentran todos los matices en la bondad y en la maldad, hasta llegar a individuos que ningún lazo respetan, y sobre quienes la sociedad no tiene otro medio de acción que la ultima ratio, las penas impuestas por la ley. En cada grado de esta escala descendente, hay hombres que poseen la omnímoda soberanía legal otorgada al marido. El malhechor más vil tiene una miserable mujer, y contra ella puede permitirse todas las atrocidades, excepto el asesinato, y aun si es diestro puede hacerla perecer sin miedo a la sanción penal. ¡Cuántos millares de individuos pululan en las clases más bajas de cualquier país, que, sin ser malhechores en el sentido legal, al menos estrictamente, porque sus agresiones encuentran resistencia fuera del hogar, se entregan a todos los excesos de la violencia contra la desgraciada mujer que, sola con sus hijos, no puede rechazar su brutalidad ni librarse de ella! El exceso de dependencia a que la mujer está reducida inspira a estas naturalezas innobles y salvajes, no generosos miramientos ni la delicadeza de tratar bien a quien por vicios de la organización social está bajo su tutela, sino por el contrario, la idea de que la ley se la entrega como cosa, para usar de ella a discreción, sin obligación de respetarla como a los demás individuos. La ley que hasta hace poco apenas trataba de castigar tan odiosos excesos, hizo en estos últimos años débiles esfuerzos para reprimirlos. Han producido escaso resultado y no esperemos más, porque es contrario a la razón y a la experiencia que se pueda poner freno a la brutalidad, dejando a la víctima en poder del verdugo. Mientras una condena por lesiones, o si se quiere por reincidencia, no dé a la mujer, ipso facto, derecho al divorcio, al menos a la separación judicial, los esfuerzos para reprimir la «sevicia grave» con penas, quedarán sin efecto por falta de querellante o de testigo.

Si consideramos el inmenso número de hombres que dondequiera, en los países civilizados, apenas se elevan sobre el nivel del bruto animal, y si pensamos que nada se opone a que adquieran, por ley de matrimonio, la posesión de una víctima, veremos la espantosa sima de miserias que se abre sólo por este concepto ante la mujer. Estos no son sino los casos extremos, los últimos abismos; ¡pero antes de llegar a ellos, cuántos y cuán profundos, aunque algo menos espantosos! En la tiranía doméstica, como en la política, los monstruos demuestran el alcance de la institución; por ellos se sabe que no hay horror que no pueda cometerse bajo ese régimen, si el déspota quiere; y por ellos también se mide con exactitud la espantosa frecuencia de crímenes menos atroces, pero harto reprobables y cruelísimos.

Los demonios son tan raros como los ángeles en la especie humana; más raros tal vez; en cambio es muy frecuente encontrar algunos feroces salvajes, susceptibles de accesos de humanidad; y en el espacio que los separa de los más nobles representantes del género humano, ¡cuántas formas, cuántos grados de bestialidad y de egoísmo que se encubren bajo un barniz de la civilización y cultura! Los individuos viven así en paz con la ley; se presentan muy respetables, al exterior, ante los que no están bajo su dominio; y sin embargo, basta su maldad para hacer la vida insoportable a quienes les rodean y soportan. Sería prolijo repetir algo de lo mucho que se ha declamado con motivo de la general incapacidad de los hombres para el ejercicio del poder: después de varios siglos de discusiones políticas, todo el mundo las sabe de memoria, pero casi nadie piensa en aplicar esas máximas al caso en que mejor convienen: a un poder no confiado a uno o varios hombres selectos, sino entregado a cualquier adulto del sexo masculino, hasta al más bárbaro y más vil. Porque un hombre no haya quebrantado ninguno de los diez mandamientos o porque goce buena reputación entre gente con quien no tiene roce íntimo y constante, o porque no se entregue a violencias contra los que no están obligados a sufrirle, no es dable presumir la línea de conducta que observará en su casa cuando sea dueño absoluto.

Los hombres más vulgares reservan el lado violento y cócora de su carácter abiertamente egoísta para los que no tienen poder bastante a resistirlos. La relación de superior a subordinado, es el semillero de esos vicios de carácter; de su misma existencia tornan savia. El hombre cócora y violento para con sus iguales, es seguramente un hombre que ha vivido entre inferiores a quienes podía dominar por vejaciones o por el temor. Si la familia es, como suele decirse, una escuela de simpatía, de ternura, de afectuoso olvido de sí mismo, es también, con mayor frecuencia para el jefe, una escuela de obstinación, de arrogancia, de un desafuero sin límites, de un egoísmo refinado e idealizado, en que hasta el sacrificio es forma egoísta, puesto que el hombre no toma interés por su mujer y sus hijos sino porque forman parte de su propiedad; puesto que a sus menores caprichos sacrifica la felicidad ajena.

¿Puede esperarse algo mejor de la forma actual del matrimonio? Todos sabemos que las malas inclinaciones de la naturaleza humana no se contienen en límites tolerables sino cuando encuentran dique. Sabido es que por inclinación o por costumbre, ya que no con propósito deliberado, se abusa siempre del que cede, hasta obligarle a la resistencia. Y no obstante estas conocidas tendencias de la naturaleza humana, nuestras instituciones actuales conceden al hombre poder casi ilimitado sobre un miembro de la humanidad, aquel con quien vive, el que está siempre a su lado, el compañero. Este poder busca los gérmenes latentes del egoísmo en los repliegues hondos del corazón del hombre, reanima las más débiles chispas, aviva el fuego oculto y da rienda suelta a inclinaciones que, en otras circunstancias, el hombre se vería precisado a reprimir y disimular, hasta el punto de formarse con el tiempo una segunda naturaleza más generosa. Sé que existe el reverso de la medalla: reconozco que si la mujer no puede resistir, le queda el derecho de represalias, tiene medios de hacer muy desgraciada la vida del hombre, y se sirve de ellos para que prevalezca su voluntad en casos en que debería imponerla y hasta en muchos en que no debería. Pero este sistema de protección personal, que puede llamarse el poder del escándalo y la sanción del mal humor, adolece del vicio fatal de que suele emplearse contra los amos menos tiránicos y en provecho de los subordinados menos dignos; es el arma de las mujeres irascibles y voluntariosas, que harían peor uso del poder si lo poseyesen, y que abusan del que han salteado. Las mujeres de genio dulce no pueden recurrir a esta arma, y las de corazón levantado y magnánimo la desdeñan. Por otra parte, los maridos contra quienes se emplea con buen éxito, son los más blandos, los más inofensivos, aquellos a quienes ninguna especie de provocación impulsa a ejercer severamente su autoridad. El poder que tiene la mujer de hacerse desagradable, da por resultado el de establecer una contra-tiranía y causar víctimas en el otro sexo, sobre todo en los maridos menos inclinados a erigirse en tiranos. Así la injusticia produce y engendra la injusticia.




ArribaAbajoCapítulo XI

Causas que contribuyen a dulcificar lo terrible de la institución.-El poder no sustituye a la libertad.-Ni tiranas ni tiranizadas.-La asociación comercial y la familia.


¿Qué es, pues, lo que realmente modera los efectos corruptores del poder y los hace compatibles con la suma real de bien que vemos en derredor nuestro? Las caricias femeninas, que en casos particulares pueden ser eficaces, sirven de poco para modificar las tendencias generales de la situación. En efecto, este género de influjo únicamente dura mientras la mujer es joven y bella, o mientras persiste el encanto de lo nuevo y no se ha destruido con la familiaridad; y todavía hay muchos hombres para quienes son inútiles estos hechizos. Las causas que contribuyen realmente a dulcificar la institución, son: el cariño que produce el tiempo, en la medida que la naturaleza del hombre s capaz de sentirlo, o cuando el carácter de la mujer es bastante simpático para engendrarlo; los intereses comunes en cuanto a los hijos, y otros intereses recíprocos también, pero sometidos a grandes restricciones; la solicitud de la mujer para embellecer la vida del marido; el mérito que el marido reconoce en su mujer, desde su punto de vista personal, que para un hombre generoso llega a ser origen de desinteresada ternura; el ascendiente que ejerce el ser humano sobre aquellos que le rodean, y que con el agrado pueden, por la comunicación inconsciente de sus sentimientos y propósitos, obtener sobre la conducta de sus superiores imperio hasta excesivo e irracional, a menos que lo contrarreste cualquier otra influencia directa. Por tan varios modos llega a menudo la mujer a ejercer poder exorbitante sobre el hombre e influir en su conducta, con influencia no siempre recta y beneficiosa; influencia que puede, no solamente carecer de luz, sino también emplearse en favor de una causa moralmente mala, en casos en que el hombre obraría mejor si siguiese sus propias inclinaciones.

Pero en la familia, como en el Estado, el poder no sustituye racionalmente a la libertad. El poder que la mujer ejerce sobre su marido la da con frecuencia lo que no tiene derecho a obtener, y no la da medios de asegurar sus propios derechos legítimos. La esclava favorita de un sultán posee también esclavos a quienes tiraniza, y valdría más que no los tuviese y ella misma no fuese esclava. Absorbiendo su propia existencia en la de su marido, careciendo de voluntad o persuadiéndole de que no quiere sino lo que él quiere en los negocios comunes, y empleando toda su vida con arreglo a este orden de sentimientos, la mujer puede darse la satisfacción de influir y probablemente de pervertir la conducta del esposo en asuntos que es siempre incapaz de juzgar o en que está totalmente sugestionada por cualquier motivo personal o por cualquier preocupación. En consecuencia, según el estado presente de las cosas, los más benévolos con su mujer lo mismo se pervierten que se aferran en el amor al bien por el influjo femenino, cuando se trata de intereses que caen fuera de la órbita de la familia.

Se ha enseñado a la mujer que no la corresponde ocuparse en cosas ajenas a su esfera; por eso no suele formar opinión verdadera y concienzuda acerca de ellas, y por eso nunca las abraza con un fin legítimo ni tercia en ellas más que con interesados propósitos. En política ignora en qué consiste el derecho (y no la preocupa), pero sabe muy bien lo que puede procurar un título a su marido, un destino a su hijo o un brillante matrimonio a su hija.

Pero, se me dirá, ¿cómo puede existir una sociedad sin gobierno? En la familia, como en el Estado, debe haber una persona que mande, que decida, cuando los cónyuges difieran de opinión; no puede ir cada cual por su lado, y es preciso tomar un partido y resolver.

Respondo: no es cierto que en toda asociación voluntaria de dos personas deba ser una de ellas árbitro absoluto, y menos aún, que pertenezca a la ley el determinar a cuál compete decidir. Aparte del matrimonio, la forma de asociación voluntaria que vemos más a menudo es la sociedad comercial. Pues nadie ha juzgado necesario fijar por medio de la ley que en toda sociedad de ese género uno de los asociados tenga la absoluta dirección de los negocios, mientras los otros no hagan sino obedecer sus órdenes. Nadie querría entrar en la sociedad ni someterse a la responsabilidad que pesa sobre un jefe, no conservando más poder que el de agente o empleado. Si la ley interviniese en todo contrato como interviene en los contratos de matrimonio, ordenaría que uno de los asociados administrase los asuntos comunes a fuer de interesado único; que los demás socios tuviesen poderes delegados y que el jefe señalado por disposición general de la ley fuese, por ejemplo, el decano en edad. La ley no ha ordenado nunca cosa semejante, y la experiencia no ha demostrado jamás la necesidad de establecer desigualdad teórica entre los asociados ni de añadir condiciones a las que los asociados consignan voluntariamente y de común acuerdo en los artículos del contrato. Y sin embargo, afirmo que el establecimiento del poder absoluto sería menos peligroso para los derechos e intereses de los inferiores en una sociedad comercial que en el matrimonio, puesto que los asociados son dueños de anular el poder retirándose de la asociación. La mujer carece de esta libertad, y aunque no careciese, le conviene ensayar todos los medios antes de recurrir a ella.




ArribaAbajoCapítulo XII

División de derechos y deberes.-¿Conviene que uno de los esposos sea depositario de la autoridad?-Estado actual y estado que podría sustituirle.-Bufonadas y floreos.-Erróneo concepto de que la mujer ha nacido para la abnegación.-Cada individuo nace para sí mismo.-El cristianismo y la mujer.


Es indudable que los negocios que hay que decidir todos los días, sin plazo ni espera, deben pender de una sola voluntad; que una sola persona debe tratar semejantes cuestiones; pero esto no significa que esta persona sea siempre el varón. Hay un sistema muy natural de arreglo, y es la división del poder entre los dos asociados, que cada cual conserve la dirección absoluta de su parte, y que todo cambio esencial y grave exija el consentimiento de ambos. La división no debe ni puede ser preestablecida por la ley, porque depende de las aptitudes individuales; si los dos cónyuges lo prefieren, pueden establecerla por adelantado en su contrato matrimonial, lo mismo que se arreglan actualmente las cuestiones de dinero. Rara vez habría dificultades en estas medidas tomadas de común acuerdo, a no ser en ciertos casos desgraciados en que todo llega a ser motivo de réplica y de pugna entre los esposos.

A la división de derechos debe seguir naturalmente la división de deberes y funciones, y eso se hace ya por consentimiento mutuo y aparte de la ley, según la costumbre, que el capricho de las personas interesadas puede modificar, y, en efecto, modifica.

La decisión real de los asuntos, cualquiera que sea el depositario de la autoridad, dependerá, como ahora ocurre también, de las aptitudes relativas. Por razón de que el marido es generalmente mayor en edad que la mujer, tendrá casi siempre la preponderancia, por lo menos hasta que lleguen uno y otro a esa época de la vida en que la diferencia de años no tiene importancia ya; y habrá también cierto predominio del cónyuge que suministre los medios de subsistencia. La desigualdad producida por esta causa ya no se derivará entonces de la ley del matrimonio, sino de las condiciones generales de la sociedad humana, según se halla constituida en la actualidad. Una superioridad intelectual debida, bien al conjunto de facultades, bien a especiales conocimientos, y un carácter más resuelto, deberán influir mucho necesariamente. Lo mismo ocurre ahora, este hecho demuestra cuán poco fundado es el temor de que los poderes y responsabilidad de los asociados para la vida, como de los asociados para los negocios, no puedan distribuirse de un modo satisfactorio obrando de común acuerdo. Las partes se entienden siempre en esta distribución, excepto cuando el matrimonio resulta un negocio fallido; en la realidad no se ve nunca todo el poder de un lado y toda la obediencia de otro, a no ser en esas uniones que son efecto de error total, y en las cuales sería una bendición para ambas partes el verse libres de la carga.

Me objetarán que lo que hace posible un arreglo amigable es que una de las partes se reserve el poder de represión y que la otra lo sepa, del mismo modo que nos sometemos a la decisión de un arbitraje, porque tenemos en perspectiva un tribunal de justicia que puede obligarnos a obedecer. Mas para que la analogía fuese completa, sería preciso suponer que la jurisprudencia de los tribunales no consiste en examinar el litigio, sino en dictar sentencia, siempre en favor de la misma parte, del demandado, por ejemplo; entonces, la competencia de estos tribunales daría motivo al demandado para entrar en arreglo por medio de un arbitraje cualquiera; pero no sucedería lo mismo al demandante. El poder despótico que la ley concede al marido puede muy bien ser razón para que consienta la mujer en la división del poder entre ambos, y no para que el marido la acepte. Entre esposos que se conducen bien, hay acuerdo tácito, sin que ninguno de los dos cónyuges se obligue moral o físicamente, lo cual prueba que los motivos naturales que inclinan a la conclusión voluntaria de un arreglo que normalice la vida de los esposos de una manera tolerable para entrambos, prevalecen en definitiva, excepto en casos desesperados ya. Seguramente no mejora la situación porque decida la ley que el edificio de un gobierno libre se eleve sobre la base legal del despotismo ejercido por una parte y la sumisión de la otra, ni estableciendo que toda concesión, hecha por el déspota pueda ser revocada a su gusto, sin cortapisa alguna. Aparte de que una libertad no merece este nombre cuando es tan mezquina, ni sus condiciones tienen probabilidades de ser equitativas cuando la ley pone recio peso en uno de los platillos de la balanza, cuando el convenio estipulado entre dos personas da a una de ellas el derecho de proceder a su gusto y a la otra únicamente el derecho de hacer la voluntad de la primera, con fortísima obligación moral y religiosa de no rebelarse contra ningún exceso de opresión.

Un adversario terco dirá tal vez que los maridos quieren hacer concesiones prudentes sin que se les obligue a ello; en una palabra, mostrarse razonables; pero que las mujeres no lo son; que si se le concediesen a la mujer ciertos derechos, ella no se los reconocería a nadie y no cedería ya en ningún punto, sino compelida a ceder por la autoridad del hombre. Antaño muchas personas se hubiesen expresado así; en el siglo XVIII estaban de moda las sátiras antifeministas, y los hombres creían mostrar gran agudeza satirizando a la mujer, porque es... tal cual el hombre la ha querido y la ha formado. Pero hoy estas chirigotas no merecen contestación. La opinión moderna no es que las mujeres sean menos capaces de buenos sentimientos que los hombres ni que profesen menor consideración a aquellos con quienes están unidas por los más fuertes lazos. Al contrario: los mismos enemigos de los derechos de la mujer son los que más la encomian, dándola por superior al hombre, y esta confesión ha acabado por llegar a ser fastidiosa fórmula de hipocresía, destinada a cubrir la injuria con un floreo ridículo que nos recuerda las alabanzas que, según Gulliver, dedicaba el soberano de Liliput a su propia clemencia real, a la cabeza de sus más sanguinarios decretos.

Si las mujeres valen en algún concepto más que los hombres, es en lo relativo a abnegación en el seno de la familia; pero hasta esto me desplace, pues es fruto de la errónea doctrina inculcada a la mujer, de que ha nacido para la abnegación. Creo que la igualdad quitaría a esta abnegación lo que tiene de exagerado, de exclusivo como base del carácter de la mujer, y que la mejor, la más pura, sentiría la misma inclinación al sacrificio que puede sentir el hombre más excelente, pero que además los hombres serían menos egoístas y más dispuestos al altruismo que hoy, porque no se les enseñaría a adorar su propia voluntad y a ver en ella una cosa tan admirable, que debe servir de ley suprema a otro ser racional-digno también de vivir para sí mismo, como el hombre.-¡Cuán fácil y tentadora es para el varón la autolatría! Los hombres y las clases privilegiadas han sido así siempre. Cuanto más se desciende en la escala social de la humanidad, más ferviente es este culto, sobre todo en los que ni se elevan ni pueden elevarse sino por cima de una desgraciada mujer y unos débiles niños. De todas las enfermedades humanas, ésta es la más común; la filosofía y la religión, en lugar de combatirla, llegan a fomentarla con mercenaria complacencia; nada se opone a ella sino el sentimiento de igualdad de los seres humanos, que late en el fondo del cristianismo, pero que el cristianismo no logrará sacar a luz y triunfante, mientras sancione instituciones basadas en la soberanía arbitraria de un miembro de la humanidad sobre otro.



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