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«La fábula burlesca de Júpiter y Io» de Juan del Valle y Caviedes

Trinidad Barrera





La segunda mitad del siglo XVII peruano tuvo como máximo representante literario a Juan del Valle y Caviedes, que aunque por su lugar de nacimiento era español (de Porcuna, Jaén), pasó con corta edad a América y allí transcurrió el resto de su vida.

Caviedes fue un escritor que se caracterizó fundamentalmente por su independencia de criterio y su postura de rebeldía ante la sociedad. En cierta medida estos rasgos le acercaban a Sor Juana Inés de 1a Cruz, la monja mexicana. Numerosos son los estudios que han centrado su preocupación en fijar el carácter del poeta limeño, y como contrapeso, escasos, los preocupados por penetrar con sensibilidad en el interior de su obra, abundante por cierto, si tenemos en cuenta su corta vida (murió a los cuarenta y cinco años). Es precisamente esa independencia de criterio a la que aludíamos antes, unida a su capacidad crítica, lo que le mueve a levantarse contra los tópicos literarios y, por ende, contra el caudal de la mitología clásica que toma cuerpo definitivo en la literatura española gracias al Renacimiento1. Pero antes de analizar las producciones de Caviedes que responden a este sentido, permítasenos señalar la importancia del tema mitológico y burlesco en la literatura española, ya que en la época en que nos situamos, las modas literarias americanas eran fiel reflejo de las modas españolas.

Fue Dámaso Alonso quien, con bellas palabras, dejó reflejado el nacimiento de estos temas en la literatura española. Dice así: «El caudal griego se juntó con el romano, y a través de la Edad Media fue a desembocar en otro día bellísimo... el Renacimiento. Las aguas afloraron antes en Italia. De allí, y directamente de la antigüedad, bebimos largamente los españoles»2. Y, efectivamente, cada época o estilo adaptó este caudal de la mitología clásica a sus presupuestos. El Renacimiento selló su tratamiento con la armonía y el equilibrio; el Barroco, por el contrario, con la pasión y el desorden de espíritu. Estas son las dos grandes épocas en las que florece con mayor fuerza nuestra temática. El neoclasicismo conocerá la decadencia del mito clásico hasta llegar a su desaparición con el romanticismo. A todas luces evidente es la afirmación que Cossío hace al iniciar su estudio: «Sus temas pertenecen al depósito de temas clásicos común a todas las literaturas occidentales y a cuantas han sentido el influjo de la cultura grecolatina»3. Y es precisamente Ovidio y Las Metamorfosis hacia donde debemos volver nuestros ojos. La obra, con más de doce mil versos, comprende la narración de doscientas cuarenta y seis fábulas metamórficas, dispuestas cronológicamente, desde el caos hasta la transformación en estrella de Julio César, escogidas entre el vasto repertorio de la tradición griega y entre las fábulas itálicas.

A los poemas de tema mitológico se les dio el nombre de fábulas por su carácter híbrido, que no les permitía situarse como poemas épicos -pues los preceptistas de la época los rechazaban-, ni como poemas narrativos por no tener esta intención como primordial. Y siguiendo la preceptiva, Caviedes dio a su poema la siguiente denominación: Fábula burlesca de Júpiter y Io4. El encontrarse este género de composición con el asunto ya creado, e incluso con el plan de la obra y las pasiones y sentimientos que allí se desarrollan, fijados de antemano, motiva que «su atención se fije estrictamente en lo más externo y literario»5. Este hecho va a ocasionar que sus cultivadores se centren, como única posibilidad -puesto que lo demás le venía ya dado-, en la retórica de moda y en la lentitud del relato gracias a las interrupciones metafóricas continuas.

Pasemos ahora a otro punto, interesante para nuestra exposición: la utilización del molde estrófico del romance para este género de composiciones. En el siglo XVI es cuando se empiezan a utilizar los romances en un intento de acercar estos temas poéticos al pueblo; es cierto también que «los temas y los descuidos de la ejecución les denuncian como poetas cultos que quieren contrahacer las formas populares y poner su verso a la altura de los humildes e ignorantes»6. Un rasgo sobresaliente de estos romances mitológicos es que no pueden tomar el nombre de fábulas porque no las narran completas, sino sólo aquellos pasajes que más gustaron o impresionaron al escritor del romance. Es decir, su técnica de composición es similar a la de los romances tradicionales, en los que se presentaba un hecho, suceso o conflicto, pero cuyo final quedaba abierto, flotando un aire de misterio, por la ausencia de un resultado final al conflicto. En el barroco, por el contrario, la historia se dará completa dentro del romance, ya que responden a una intención y a unos móviles de composición muy distintos. Lo que sí es cierto que tanto en uno como en otro período el molde del romance, por la enorme carga de sabor popular que conlleva, contribuyó a lograr una mayor difusión de estos temas, que hasta entonces estaban limitados a una minoría culta que tenía acceso exclusivo al caudal greco-latino. Sobre las fuentes de estos romances apunta Cossío: «Generalmente las versiones no se derivan inmediata y directamente de los textos grecolatinos, sino que suelen tener como intermediarias otras versiones medievales»7.

Si la utilización del romance para estos temas data del siglo XVI y continúa en el XVII; su tratamiento burlesco es exclusivo del siglo XVII. Y es don Luis de Góngora el padre del tratamiento burlesco de los temas mitológicos, aunque el modelo lo fijó Polo de Medina en su Fábula de Apolo y Dafne (1634).

Cuadra perfectamente dentro de la concepción barroca el tratamiento burlesco de la mitología, es decir, la degradación del mundo noble -como el mitológico-, en este caso quimérico, rebajándolo hasta lo infrahumano. Así lo hicieron Góngora y su celebrada Fábula de Píramo y Tisbe, y el propio Quevedo, modelo inmediato del «poeta de la Ribera». Pero no va a ser sólo el caudal mitológico objeto de este empuje, sino también el mundo caballeresco medieval. Dámaso Alonso sintetizó esta labor con las palabras siguientes: «Especie de nihilismo que lleva a la reducción, a la atracción a plano inferior de todas las bellas alturas de la vida»8. Estas composiciones mitológicas burlescas utilizan metros muy variados, aunque es el romance uno de los preferidos, posiblemente por filiación culterana. Góngora lo empleó en la Fábula de Píramo, como ejemplo más destacado; y éste forma, junto con Lope y Quevedo, el grupo de representantes más señeros del romance artístico.

Una vez vista la significación del tratamiento burlesco de este tipo de composiciones, y la importancia y sentido del romance como molde apropiado para conseguir una mayor difusión y popularidad de este tipo de escritura, pasemos a analizar las producciones de Valle y Caviedes en este sentido y a valorar su aportación.

El poeta limeño escribió tres composiciones dentro de esta línea: la Fábula burlesca de Júpiter y Io, Narciso y Eco y la fábula de Polifemo y Galatea. De estos tres asuntos mitológicos, el que goza de mayor número de antecedentes en la literatura española es el de Narciso y Eco. Innumerables son los autores que desde la Edad Media se encargaron de tratar estos temas, pero el que alcanzó mayor celebridad fue el de Polifemo y Galatea por la plasmación a que lo sometió don Luis de Góngora. Por el contrario, el tema que nos ocupa aquí es uno de los que gozaron de menor difusión. Los tres temas mitológicos son manejados por Caviedes con desenfado, haciendo honor a la denominación de poeta burlesco que le individualiza; sin embargo, hay algunas diferencias entre los tres: en la de Júpiter y Io, Caviedes se va a preocupar fundamentalmente por narrar el argumento completo de la fábula y podemos comprobar cómo sigue paso a paso los diversos movimientos dramáticos del tema; por el contrario, en Narciso y Eco, quizá debido a lo que apuntábamos anteriormente, sobre una mayor divulgación de este tema a lo largo de la literatura, no se preocupa demasiado en este sentido y deja libre su imaginación para seguir el desarrollo del asunto. Una gran diferencia separan estas dos fábulas: ausencia de final moralizante en la primera, pero no así en la segunda, como concesión a la moda de la época.

Nuestro mito había sido tratado ya en la literatura española por los siguientes autores: Manuel Bravo de Velasco, que en 1641 publicó la fábula de Júpiter y Io en octavas reales bajo tratamiento serio; Jerónimo de Cáncer y Velasco, que en sus Obras varias poéticas incluye la fábula de Io y Júpiter, en tono burlesco, al igual que la «Canción de Io cuando la desterró Juno poniéndole tábanos en la cola, transformada en vaca», continuación de la historia que relata Caviedes, cuya paternidad se debe a Alonso de Castillo Solórzano. José María de Cossío habla también de dos romances anónimos de Io y Siringa, que se encuentran en un mismo manuscrito de nuestra Biblioteca Nacional (Ms. 3.815, pp. 65 y 70). «Uno y otro se caracterizan por el predominio del ingenio y del concepto, que les hace ejemplares de una corriente conceptista, más frecuente en poemas burlescos que en los que la materia mitológica está tratada en serio»9, apunta Cossío.

Pero es por todos conocido que el origen de estos temas hay que rastrearlo en la cultura grecolatina, bajo cuyo influjo pasó a las literaturas occidentales. Permítasenos, por consiguiente, una alusión al tratamiento de este mito en las culturas griega y latina con la intención de precisar en cuál o cuáles fuentes debe el poeta limeño.

La leyenda de Io, como todo relato mitológico, sufre a través del tiempo determinados cambios, que si bien no afectan al contenido de la misma, originan diversas variantes que permiten conocer a dónde acuden los autores cuando intentan reflejar en sus obras la antigüedad clásica con toda su riqueza de matices.

En su forma más antigua, Io se nos presenta como princesa de la familia real de Argos, hija de Inacos, dios fluvial, y sacerdotisa de Hera10. Su belleza atrae el interés de Zeus y despierta en el padre de los dioses una pasión sin límites. Para poder unirse con ella, sin ser sorprendidos por su esposa, Hera, cubre la tierra con una espesa nube; pero, a pesar de todas sus previsiones, la existencia de una nube en un cielo despejado despierta el recelo de su esposa, que baja precipitadamente a la tierra. Una vez en presencia de ambos amantes, irritada con su sacerdotisa por lo que considera una doble traición, la transforma en novilla y la encomienda a la vigilancia de Argos, el de los cien ojos. Pero Zeus no puede permitir por más tiempo el castigo de la joven y envía a su hijo Hermes a liberarla de su siempre vigilante guardián. Aquél consigue adormecer a Argos con la música de su zampoña y la dulce melodía de sus canciones y le da muerte. Sin embargo, Hera envía un tábano contra el animal con objeto de atormentarla. Este se adhiere a su flanco y consigue enloquecerla; entonces la joven emprende una loca carrera que la llevará, primero, a recorrer las costas del mar, que a causa suya se llamará a partir de entonces el mar Jónico, y a atravesar el estrecho que separa Europa de Asia, que recibirá el nombre de Bósforo, «el paso de la vaca». De Asia, después de largo peregrinaje, llegará finalmente a Egipto, donde recuperará su forma humana, gracias a la intervención de Zeus, y dará a luz al hijo de ambos: Epaphos. Después de algunas aventuras secundarias para recuperar a su hijo, raptado por Hera, terminará por reinar en Egipto, adorada bajo el nombre de Isis.

Este relato es el que se mantiene a lo largo de los siglos, si bien existen dos puntos en los que los estudiosos de la mitología no consiguen ponerse de acuerdo. Uno es la cuestión de quién fue el padre de la ninfa: así, junto a la versión anterior, que asigna al dios fluvial Inacos dicha paternidad, existen las variantes que atribuyen la misma, bien a Iasos11, bien a Pirén12; pero si estas variantes no tienen gran interés para el objeto del presente estudio, el segundo punto resulta de enorme interés. Dicho punto se centra en la cuestión de quién fue el dios: Zeus o Hera, que transformó a nuestra heroína en novilla; así podemos observar que ya en la tradición griega falta la unanimidad que podríamos esperar por tratarse de una leyenda de la más remota antigüedad. El autor que se refiere explícitamente a esta leyenda, y cuyo testimonio es más antiguo, es el dramaturgo Esquilo (siglo VI a. de C.), que dice textualmente:

bou=n th\n gunai=k' e)/Jhken ’Argei/a Jeo/j.


«La diosa de Argos transformó a la mujer en una vaca»13.

Sin embargo, el poeta Apolodoro (siglo II a. C.) introduce ya la variante que tendrá, como tendremos ocasión de ver, apasionados seguidores, en la que señala que el autor de la transformación no es Hera, sino Zeus:

tau)thn i(erw si)nhn th=j  )/Hraj e)/xousan Zeu\j e)/fJeire, fwraJei\j de\ u(f‘  )/Hraj th=j me/n ko/rhj aya/menoj ei)j bou=n metemo/rfwse leukh\n, a)pwmo/sato de\ tau/th mh\ sunelJei=n.


«Zeus la sedujo, mientras ella era sacerdotisa de Hera; pero siendo descubierta por Hera, él la cambió en una blanca novilla y negó que la conociera»14. Esta versión tal vez tenga su origen en el poeta Hesíodo15, pues existía la tradición de que éste opinaba que el juramento en falso de los enamorados no enojaba a los dioses, lo que explicaría que al ser interrogado Zeus por Hera si conocía a la hermosa novilla dijera que no la conocía en absoluto. La pregunta presupone que la transformación de la joven fue anterior a la llegada de la diosa, ya que de otra manera no tendría razón de ser. Resulta curioso observar cómo la versión que hace a Zeus autor del cambio es la seguida por los autores latinos; así, Higino (siglo I a. de C.) dice textualmente: «Hanc Iuppiter dilectam compressit et in vaccae figuram convertit, ne Iuno eam cognosceret» («Júpiter ocultó a su amante y la transformó en vaca para que Juno no la reconociese»)16, y Ovidio (siglo I a. de C.): «Coniugis aduentum praesenserat inque nitentem / Inachidos uultus mutauerat ille iuuencam» («Él había advertido de antemano la llegada de su esposa y había transformado la figurado de la Ináquide en una espléndida ternera»)17. Por su parte, el gran autor satírico Luciano de Samosata (siglo II d. de C.) recoge la antigua tradición defendida por Esquilo:

nu=n de\ h(  )/Hra toiau/thn e)poi//hsen au)th\n zhlotuph/sasa, o)/ti pa/nu e)w/ra e)rw=nta to\n Di/a.


«Pero ahora Hera, por celos, la ha convertido en lo que ves, al darse cuenta de que Zeus la amaba apasionadamente»18.

El escritor limeño parece inclinarse por la versión griega más extendida cuando dice:


partió (Juno) en busca de la ninfa
que la encontró sin tardanza
por estar con su galán
en la ocasión bien hallada
y sin darles quexa alguna
ni hablarles una palabra,
pareció estudiante huido
según hizo allí una vaca.


(vs. 114 a 121)                


Veamos a continuación el tratamiento que Caviedes hace del tema. La composición viene encabezada con el rótulo de «fábula burlesca». Góngora fue el primer escritor que, en España, compuso una fábula de este género. «La composición de fábulas mitológicas burlescas es fenómeno típico del culteranismo», afirma Cossío, y más adelante: «El género burlesco de poemas mitológicos no es sino la autocrítica de una escuela, toda una manera retórica reaccionando sobre sí misma para la burla y la sátira»19, aserto con el que estamos plenamente de acuerdo. Caviedes se inserta dentro de una corriente de versificadores satíricos ligados a la ciudad de Lima: Rosas de Oquendo, Terralla y Landa, entre otros. Pero ¿qué elementos del texto corroboran ese carácter satírico y burlesco? En primer lugar, la actitud crítica que adopta frente a los tópicos literarios. Nótese la descripción física de la ninfa que, a pesar de seguir la preceptiva clásica: cabeza, tronco y extremidades, en orden descendente; en cuanto a la forma exterior del poema se refiere, el lenguaje que emplea denota esa actitud desenfadada e irreverente tan típica suya:


cera blanca y pelinegra.


(v. 5)                


Las ninfas, tópicamente rubias, en este caso es de pelo negro; pero, además, Caviedes usa el adjetivo «pelinegra», con el que consigue un efecto burlón diferente a si hubiera dicho «de pelo negro».

En la descripción de las cejas tenemos un nuevo ejemplo. Se mofará de la tradición clásica que representa al Amor con arcos y flechas para cazar corazones y propondrá en su lugar la utilización de escopetas, mosquete y bala rasa:


Tenía en las cejas dos
escopetas apuntadas,
que el matar con flechas y arcos
es muerte de coplas rancias.


(vs. 15 a 16)                


Lo normal hubiera sido decir que «tenía en las cejas dos / arcos apuntados» (por la forma arqueada de las cejas), pero entonces nuestra fábula no sería burlesca. La ridiculización del tópico tradicional del amor es acertadísima cuando dice:


que el matar con flechas y arcos
es muerte de coplas rancias.


(vs. 15 a 16)                


El mismo tono advertimos en el paréntesis referido a la descripción de la nariz:


Era la nariz (aquí
todo el Parnaso me valga,
si el mismo Apolo tropieza
en las narices más chatas).


(vs. 25 a 28)                


La descripción de la boca es una mezcla de términos poéticos y usuales en estos casos (coral, perlas) y términos antipoéticos (muelas, colmillos, encías) que actúan como contraste:


Al mismo Cupido pudo
mostrarle dientes airada,
muelas, colmillos y encías
coral y perlas engasta,
que esta beldad no se pinta
como otra ninfa ordinaria,
que me han de deber las muelas
y encías que en coplas andan.


(vs. 41 a 48)                


El tono burlesco es evidente también en la descripción del pie:


Era el pie de punto y medio
que por ser ya cosa usada
lo de un punto, quiero yo
echarle a su horma una larga.


(vs. 69 a 72)                


El punto es una unidad de longitud en que se divide el cartabón de los zapateros, equivalente a dos tercios de centímetro. Ese «punto y medio» provoca la risa. En esta ocasión, Caviedes se manifiesta de forma similar a como lo hiciera en los versos 15 y 16. Nótese el paralelismo entre «que por ser ya cosa usada / lo de un punto» y «que el matar con flechas y arcos / es muerte de coplas rancias». Caviedes asume indiscutiblemente el papel de desmitificador; en definitiva, se trata de ridiculizar y derribar las bellas alturas de la vida y poner en tela de juicio todo un metaforismo poético heredado del Renacimiento, que contrastará con la desnuda realidad de la vida. Aquí serían aplicables las palabras que Dámaso Alonso dedicara a Quevedo: «Es una falta de fe, un nihilismo, una necesidad de aniquilación del alto plano ideal, que tiene expresión muchas veces en la literatura del Siglo de Oro»20.

Terminada la prosopografía da nombre a la ninfa de la misma irreverente forma:


Llamábase aquesta ninfa
Io, cuyo nombre anda
echo abc de las lindas
y be a ba de las damas.


(vs. 73 a 76)                


Pero no termina en la descripción de la ninfa su actitud desenfadada y rebelde, sino que se combina con esa atracción hacia un plano inferior de lo superior de la que hablábamos al principio, hecho que notaremos llamativamente en la presentación de los dioses. Así, Júpiter es un «dios / que en las celestes estancias / es el tronera mayor / en los trucos de borrascas» (vs. 77 a 80); Mercurio es «el Dios / del comercio, cuyas trazas / son tales que vende el cielo, / hurtándole las pulgadas» (v. 174 a 177); más adelante será «el Dios de los mercachifles» (v. 220) -el valor despectivo de la palabra «mercachifle» es significativa al respecto-; la Aurora «despierta en lecho de plata, / que dama tan entendida / nunca se duerme en las pajas» (vs. 186 a 189). Este quitarle solemnidad a los dioses del Olimpo está logrado a base de un lenguaje populachero y de colocar en posiciones humanas a los personajes divinos; en suma, se trata de disminuir y rebajar su importancia y solemnidad. Júpiter, como cualquier humano, busca para ver a la ninfa (pues se quedó ciego del deslumbramiento de su belleza) «un batidor de cataratas» (v. 84). Cuando Juno descubre los amoríos de su marido con Io, la diosa «pareció estudiante huido / según hizo allí una vaca» (vs. 120 a 121). En ocasiones estas notas alcanzan un valor caricaturesco.

Pero en el romance que nos ocupa tenemos que señalar otros rasgos que configuran el tratamiento burlesco del tema: la tendencia al equívoco o juego de palabras y el chiste superficial y palabrero. Veamos en qué consiste. Nuestro poema está escrito en romance octosilábico (269 versos con rima asonante los pares á-a y libre los impares). Con fines pedagógicos hemos dividido el poema en cuatro partes. La primera (vs. 1 al 76), expositiva, introduce la descripción física de la heroína Io siguiendo la preceptiva retórica al uso. El primer equívoco aparece en el empleo del vocablo «blanca»:


Que morena y pelirrubia
no vale lo que una blanca.


(vs. 7 y 8)                


en su doble sentido: a) no vale lo que una mujer de piel blanca; b) no vale casi nada (si tenemos en cuenta que «blanca» es una moneda antigua de vellón de muy escaso valor).

Metonimia y metáfora muy común encontramos en la descripción de los ojos:


Los ojos influjos eran
de Marte y Venus, pues daban
vida y muerte sus luceros,
embajadores de el alba.


(vs. 21 a 24)                


Marte, dios de la guerra, causante de las muertes, es representado por su efecto; igualmente ocurre con Venus, diosa del amor y, por ende, de la vida. Antítesis y quiasmo notamos también en los versos 22 y 23.

Para la descripción de la nariz se servirá de un léxico suntuoso (nieve, plata, nácar) muy al gusto gongorino, dejando para mejor ocasión la broma sarcástica:


Era un carámbano terso
que por las cejas colgaba
de la nieve derretida,
de la frente tersa y clara,
que a dividir las mejillas
bajó un arroyo de plata.


(vs. 29 a 34)                


Los labios son objeto de equívoco en la palabra «sangriento» (color rojo de los labios y color rojo de la sangre = muerte):


Sus labios, en lo sangriento
neutrales se acreditaban
porque mataban de boca.


(vs. 35 a 39)                


Pero más expresivo que este equívoco es el que nos encontramos en la descripción de la barbilla:


Repartiendo nieve Amor
a las diosas soberanas,
en que entró la de mi copia
les cupo a pella por barba.


(vs. 49 a 52)                


«Por barba»: a) por cabeza (sinécdoque lexicalizada) y b) por barbilla. Mayor ingenio aún denota el juego de sentido en la palabra «pero» dentro de estos versos:


en la garganta tenía
puesto un pero por manzana
y era el pero que era hermosa,
tersa pero torneada.


(vs. 53 a 56)                


Entra en juego la polisemia en «pero»: a) fruto (variedad del manzano, cuyo fruto es más largo que grueso, y de ahí pasa a designar la esbeltez de su cuello) y b) obstáculo (v. 55).

La hipérbole o exageración se une al equívoco y a la burla cuando alude al talle de la ninfa:


Por ser tan delgado el talle
nunca ballenas gastaba
sino sardinas, porque una
sin mascar se la tragaba.


(vs. 57 a 60)                


«Ballena» es empleado aquí en dos sentidos: a) animal mamífero y b) las tiras que se sacan de las láminas córneas y elásticas que tiene la ballena en su parte superior y que se ponen en las fajas para hacer delgado el talle. Me atrevería a hablar aquí de zeugma o adjunción en la frase: «porque una / sin mascar se la tragaba». El zeugma es una especie de elipsis que se comete cuando un vocablo relacionado con dos o más miembros del período está expreso en uno de ellos y sobrentendido en los demás. Aquí se ha suplido el vocablo «ballenas», expresado en el verso anterior: «porque una (ballena) / sin mascar se la tragaba».

Dos expresiones familiares -recurso muy común en este tipo de poesías- encontramos en los versos 63 y 72: «que he de hacer cera y pabilo» (facilidad con que uno reduce a otro a hacer lo que quiere) y «echar a su horma una larga» («larga», pedazo de suela que ponen los zapateros en la parte posterior de la horma para que salga más largo el zapato). Concluye la primera parte en que hemos dividido el poema con una hipérbole matizada con un tonillo burlón:


Io, cuyo nombre anda
echo abc de las lindas
y be a ba de las damas.


(vs. 74 a 76)                


¿Posible juego de vocales con el nombre de la ninfa I-O y A-B-C y BE-BA? Dejo abierta la interrogante.

La segunda parte en que hemos dividido el poema comprendería desde el verso 77 al 125. Se alcanza aquí el más alto punto en la curva dramática. Júpiter se enamora de Io y enterada Juno acude al encuentro de los amantes, sorprendiéndolos. Al instante convierte a Io en vaca y la pone al cuidado del pastor Argos, el de los cien ojos.

El primer equívoco lo encontramos en los versos 98 a 101:


Ablandóse, pues, la Ninfa,
porque entonces era blanda
si de por fuerza es ternera
la que á volverse vaca.


La ternera es un animal más joven que la vaca y, por consiguiente, de carnes más tiernas, de ahí su ablandamiento que se traslada aquí al lío amoroso. En el verso 105, Caviedes emplea una expresión familiar que combina con el equívoco y la antítesis:


y con tanta puerta abierta
la hicieron los dos cerrada.


«Hacerla cerrada» es cometer un error culpable por todas sus circunstancias. De nuevo el equívoco en:


Montó en ira y en un carro
pavonado como espada,
por ser de Pavos las ruedas,
tiros y mulas de pavas.


(vs. 110 a 113)                


La palabra «pavonado» es empleada aquí en el doble sentido: a) barniz que cubre la superficie de los objetos de hierro o acero para preservarla de la oxidación, y b) derivado de pavo real, el animal consagrado a Juno.

La tercera parte comprende desde el verso 126 al 173. Asistimos a la descripción de Argos21 y a la vigilancia que éste somete a Io, ya convertida en vaca. Juegos de doble sentido vemos en los versos 127 y 139:


Argos tenía en su cuerpo
más ojos que las labasas.


«Ojos de ver» y «ojos de la ropa» (lavados que se da a la ropa con agua y jabón). La exageración llega a un límite cuando dice:


teniéndola tan ahojada,
que ocupaba cuatro viejas
bostezando, en santiguarlas.


(vs. 147 a 149)                


Tomando como punto de partida los versos de Ovidio:


littera pro uerbis, quam pes in puluere duxit,
corporis indicium mutati triste peregrit.


«En vez de palabras fueron unas letras que su pata trazó en el polvo las que dieron la triste noticia de su metamorfosis»22, Caviedes nos dice socarronamente:


leyéndole siempre el nombre
a la Ninfa en las pisadas;
porque la I y la O
ponían a donde pisaba,
que esto de al pie de la letra
fue refrán que hizo su planta.


(vs. 152 a 157)                


La cuarta parte (versos 174 al 261) trata de lo siguiente: Mercurio, enviado por Júpiter, va a rescatar a lo de la vigilancia de Argos. Disfrazado de pastor se acerca a aquél, a quien invita a beber, y cuando ya está borracho le toca una melodía para que se quede dormido y así poder matarlo. El epílogo o final de la historia viene dado por la reacción de Juno (vs. 262 al 269): enterada Juno de la desgracia, llora de dolor y guarda los ojos de Argos, como recuerdo, en su pavón.

Aparte del tono irreverente que emplea Caviedes al tratar a Mercurio, como ya hemos tenido ocasión de ver, debemos destacar aquí la expresión familiar y chocarrera de «venir a pegarla»: «vino el astuto a pegarla» (v. 181). Astucia que el vate limeño hará contrastar con la necedad de Argos, cuando dice:


Argos era de los hombres
que veían y no miraban,
porque el que ve no duerme
pero el que mira repara.


(vs. 182 a 185)                


Argos aparece también como un glotón, pues


el Pastor vio el cielo abierto
con los ojos de la panza


(vs. 200 a 201)                


y adopta una actitud grosera y vulgar en la limpieza de la boca, tras la bebida:


con la limpieza aquí usala
de chuparse los bigotes
por beberse las zurrapas.


(vs. 246 a 247)                


Tal vez podríamos hablar de retruécano o conmutación, otro de los juegos de palabras que ponen a prueba el ingenio de un escritor, en los versos 234 a 237:


¿Para qué quiero yo ver
sin mi gusto quanto pasa?
sino pasar lo que gusto
sin ojos y con gargantas.


La borrachera de Argos fue tal que permite a Caviedes jugar con las palabras para hacer el chiste:


sególe el pescuezo y
sarmientos segó y no pajas,
que al cuero se le vendimia
porque no es mies sino parra.


(vs. 258 a 261)                


Todos los recursos estilísticos apuntados hasta el momento inciden en el propósito jocoso de Caviedes: equívocos, chistes, retruécanos y expresiones familiares y vulgares son elementos indispensables en una fábula burlesca. Para el poeta limeño este tipo de poesía, aplebeyada y chocarrera, constituyó, como en el caso de Quevedo, una gran válvula de escape de lo afectivo. Sin embargo, no alcanza el poeta de la Ribera la condensación ni la virulencia afectiva del poeta español, porque en esta ocasión, Caviedes nada entre dos ríos: el culteranismo, a modo de Góngora, y el conceptismo, a modo de Quevedo, quedándose a medio camino de uno y otro. Con esto no queremos quitarle mérito a nuestro escritor, pues supo adaptar a su poesía, con dignidad no negable, los ecos de las modas literarias venidas de España, que al conjugarse con su propio espíritu, rebelde y comprometido, cómo manifestó en numerosas ocasiones -recuérdese sin ir más lejos sus célebres sátiras contra los médicos en Diente del Parnaso-, dio como resultado una poesía amarga, pero auténtica, fiel reflejo de la realidad que le tocó vivir.





 
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