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ArribaAbajoCapítulo VI

Consecuencias para el hombre de la supuesta inferioridad de la mujer


Con decir que la mujer es la compañera del hombre; que hija, madre, esposa, hermana, marcha con él por el camino de la vida; que unidos arrostran sus borrascas y atraviesan sus desiertos, parece que se ha dicho que el hombre está interesado en que esa criatura que ha de ir con él, de la que no puede separarse, sea todo lo fuerte, todo lo perfecta, todo lo parecida a él que fuere posible, para que le ayude más, para que le comprenda mejor y, en fin, para que su compañía en muchos casos no le deje enteramente solo. Esta verdad es tan clara, que no debería necesitar explicación alguna; pero como el hombre parte, para formular sus opiniones y sus leyes, de los errores opuestos, necesario es combatirlos por su propio bien, que desconoce.

Hay casos en que el hombre empieza a sentir antes de nacer las fatales consecuencias de la inferioridad de la mujer.

La pobre madre abandonada por su amante o por su marido, o que, viéndolos enfermos, necesita dedicarse a un trabajo superior a sus fuerzas, no tiene pan, sufre amarguras y dolores punzantes, que influyen en la criatura que lleva en su seno. ¡Quién sabe si la expondrá en el torno de una inclusa, si la inmolará tal vez!

Si la mujer, mejor educada, fuese menos crédula; si su imaginación y sus instintos tuvieran el contrapeso de una razón más cultivada y de una ocupación más racional, ni sería débil tantas veces, ni abandonaría tantas el fruto de una unión ilegítima, por la imposibilidad de sostenerla sola.

En las clases elevadas, el tedio, la excitabilidad, las exigencias caprichosas que producen tempestades domésticas, la falta de higiene, la presión del vientre y tantas otras cosas análogas que ocasiona o exagera la educación frívola de la mujer, ¿no influyen en el hijo que lleva en su seno?

Nace éste, y aun favorecido por la fortuna, difícil será que no le perjudique la falta de conocimientos higiénicos de su madre. Si es pobre, luego empezará a sentir las consecuencias de la pobreza, contra la que lucha en vano una pobre mujer, cuyo trabajo, si acaso le halla, es tan mal retribuido, que, abandonando a sus hijos todo el día, no gana para pan. Aunque tenga marido y no esté enfermo y trabaje, y no distraiga para vicios una parte de su salario, cosas que muchas veces no suceden, un jornalero no puede atender a todas las necesidades de una numerosa familia, y la mujer le ayuda poco o nada, porque se la considera inútil para los oficios más lucrativos.

Con la falta de lo necesario vienen la niñez enfermiza, y la juventud débil, y la enfermedad, y la muerte prematura. Con la falta de lo necesario se exaspera el carácter, se endurece el corazón, se aflojan los lazos de familia, la educación es imposible, y fácil pagar tributo al vicio, al crimen tal vez. Todo lo que tiende a hacer miserables, tiende a hacer degradados, y la inferioridad de la mujer, su inutilidad en muchos casos, es un elemento de miseria.

Aun en las clases mejor acomodadas, dado el desnivel de las aspiraciones que se creen necesidades con los medios de satisfacerlas, es raro que en la casa haya desahogo y bienestar, que no haya apuros y privaciones que turben más o menos la paz doméstica. El niño y el joven empiezan a sentir los efectos de este malestar, de este desnivel que se nota entre las aspiraciones y los medios, y sería menor si su madre tuviera una ocupación racional y lucrativa, que la hiciera aumentar un poco los ingresos y disminuir algún tanto su presupuesto de gastos en el capítulo de lujo.

Cuando el adolescente trata de seguir una carrera, su madre es quien mejor puede guiarle, porque es la que mejor le conoce y la que le quiere más. Pero ¿sabe su madre la conexión que existe entre ciertas aptitudes y ciertas profesiones? ¿Conoce ella si las disposiciones que nota en su hijo deben hacerle sobresalir en tal carrera, si tales deficiencias le hacen inútil para tal otra? La madre no suele influir en la dirección que ha de seguir su hijo, o influye con poco acierto. Si tal vez su buen instinto le hace adivinar lo mejor, su voto carece de autoridad, y con un las mujeres no entendéis de estas cosas, el joven obedece a su padre, o toma consejo de su vanidad o de su pereza, y se acuerda tristemente del de su madre cuando ya no es tiempo de seguirle. Quien le ama y le conoce mejor, no tiene competencia para guiarle, y su entendimiento se halla en una especie de orfandad que tal vez llore toda la vida.

El niño tiene el instinto de Dios; su madre le convierte en sentimiento y le enseña a orar. La religión es un consuelo y un freno; el freno estorba al joven, y le rompe, porque por el momento tiene la dicha de la juventud, y no necesita consolarse; además, para parecer hombre en ciertos países no basta fumar, conviene también no ir a la iglesia. Su pobre madre le ve extraviarse, le mira ya en el camino del vicio que envenena el alma y el cuerpo, quiere hablarle de Dios y de sus mandamientos que pisa, pero su palabra no tiene prestigio ni su voz autoridad; la religión escosa de mujeres, y él debe ostentar sus bríos varoniles no creyendo en nada, máxime cuando aquella creencia le impone deberes que no está dispuesto a cumplir y le estorba para sus devaneos o para sus vicios. Su madre, poco ilustrada, acaso fanática o supersticiosa, le da pretexto o motivo para que no la escuche dócil; tal vez atribuye más importancia a una práctica indiferente que a una ley santa; tal vez compromete el prestigio de las cosas graves con exageraciones ridículas; tal vez tiene en más la forma que la esencia; tal vez no sabe cuándo es menester ceder un poco para no comprometerlo todo; tal vez quiere combatir una ceguedad con otra, y se irrita con el choque inevitable. La mujer es la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos; si la ignorancia la hace fanática y supersticiosa; si mira la razón como un monstruo y quiere combatirla siempre sin concederle nada nunca, se queda sola: sus hijos se van con su padre por el camino de la duda, de la indiferencia o del error, tan fácil al principio, tan penoso después. ¡Qué de amarguras prepara al hombre y al anciano el joven que rompe con toda creencia religiosa y pierde enteramente la fe, que tal vez conservaría si su madre hubiera sido más respetada y más razonable! Hay muchas personas que ven en la educación intelectual de las mujeres un gran peligro para la religión; a nosotros nos parece evidente que la regeneración religiosa sólo puede venir por ellas; que sólo cuando no se presten a ser instrumento de exageraciones absurdas o de cálculos interesados; sólo cuando aparten del santuario lo que desfigura su majestad; sólo cuando no conviertan muchas de sus acciones en argumento contra sus creencias; sólo, en fin, cuando sepan razonarlas podrán inocular su fe en un mundo corroído por la duda, gangrenado por la indiferencia.

El joven ama, y halla en su amada las consecuencias de una educación absurda. La coquetería en la mujer tiene una parte natural e inocente; la mayor y la peor parte es obra de la sociedad. La mujer ociosa, pueril y vana, tal vez acoge las protestas de amor, tal vez responde a ellas, no porque ame, sino por vanidad y pasatiempo. Los afectos del corazón, una cosa tan seria, tan grave, vienen a ser acaso un medio de distracción para una persona desocupada. Hay muchos hombres, y suelen ser los que más valen, que en la mejor época de su vida, si no en toda ella, son esclavos de su corazón, es decir, de una mujer que tal vez no les corresponde, porque no hay en ella nada grave ni formal, porque su vida es una vanidad de vanidades, y porque siendo el juguete de tantas cosas, concluye por tomarlo todo a juego. Imposible parece que los hombres no traten de ilustrar la razón y fortificar la conciencia de una criatura que puede llegar a ser su tirano, y, no obstante, así sucede.

Las comedias, las novelas, los sainetes, los refranes, todas las expresiones del sentido común, están llenas de los caprichos, de las veleidades, de la inconstancia de la mujer. En esto hay un fondo de verdad. El alma de la mujer tiene que aparecer en muchas ocasiones con los defectos propios de la esclavitud y de la ociosidad. Si ama, si ama de veras, se salvará su virtud, su moralidad. Hija, esposa, madre amante, es buena, noble, sincera; el fuego santo que arde en su corazón purifica todo su ser, le ocupa, le llena. Está en riesgo, en grave riesgo de ser muy desgraciada; pero está segura de no ser infame ni vil.

Todo cariño verdadero, vehemente, puro, es noble, es moral; la mujer que le siente tiene en él un guía y un escudo, si no contra el dolor, contra la maldad; pero si su corazón no es capaz de amar bastante, o si no ha visto ninguna criatura digna de su amor; si la injusticia y el desdén con que se ve tratada la irritan y hacen injusta; si en la ociosidad en que vive su alma y en el tedio que a veces la abruma, quiere distraerse y toma el gusto de un pensamiento, por el goce de una pasión, entonces es fácil que, engañándose a sí propia, o no escrupulizando en engañar a los otros, jure un amor que es mentira, y sea, según su carácter y su inteligencia, la coqueta vulgar, o la mujer peligrosa, verdaderamente infernal, como muchas veces se la llama.

La mujer sin ocupación ni educación para sus facultades superiores va por el mar de la vida sin timón y sin brújula; el sentimiento que puede salvarla, si no es muy puro, puede extraviarla también, y cuando se estrella hace víctimas, porque no va sola.

Esta mujer de ahora, de que tanto se queja el hombre, no es a veces muy propia para contentarle; es, permítasenos la frase, una mujer de transición, «con todos los defectos y las desdichas de quien vive en medio de la lucha del pasado y del porvenir, marchando por el caos a la luz de los relámpagos y queriendo comprender en vano las armonías de la tempestad.

El amante no sólo tiene que temer las veleidades y caprichos pueriles de la que pretende hacer su esposa, y que le escuche por pasatiempo, y que le engañe, engañándose ella misma, en aquella unión a que él no lleva más que amor, puede llevar ella nada más que cálculo. Puede no amarle, ni sentirse con vocación para el matrimonio y, no obstante, casarse, porque las mujeres no tienen otra carrera. La joven mira su porvenir: muerto su padre, casados sus hermanos, le espera la pobreza, tal vez la miseria, o el amargo pan que le dé una cuñada; la soledad material y moral de quien recorre la triste escala de no ser necesaria, ser inútil y ser estorbo; ve su destino de vestir imágenes y su apodo de solterona, y se casa sin amor, tal vez sintiendo aversión por el hombre que ha de ser su compañero hasta la muerte. ¡Desdichado si la ama! ¡Desventurados los dos si ella ama a otro algún día!

¿Sucedería esto si la mujer tuviera medios de ganar su subsistencia, según su clase, como el hombre? ¿Si tuviese verdadera personalidad, y no esa mentida, que se pierde cuando concluyen los atractivos de la belleza y las simpatías del sexo? Si adquiriese instrucción proporcionada a su categoría, ocupación racional y lucrativa y adornase su alma con los encantos que no envejecen, ¿vería al quedarse sola la pobreza, el abandono y el ridículo? ¿Tendrían los hombres que temer con tanta frecuencia que la mujer que quieren hacer su esposa por amor se una a ellos por... cuesta trabajo, pero es preciso decirlo, por comer?

La mujer necesita en este caso, como en otros muchos, una especie de heroísmo para no mentir, para no engañar, y la mujer miente y engaña. ¿Con qué derecho exige de ella fortaleza el que hace cuanto puede para que sea débil?

Una vez casado, el hombre sufre las consecuencias de la falta de educación intelectual de su mujer. En nada relativo a su profesión puede ayudarle, sigue tal vez el consejo del amigo pérfido y no consulta a la compañera que le ama y está identificada con él. Su buen sentido y su afecto la hacen adivinar los peligros de una empresa arriesgada, lo descabellado de un proyecto; pero se le impone silencio con la frase sacramental: «¿Qué entendéis las mujeres de estas cosas?»

El sentido común se ha hecho cargo de lo que vale el consejo de la mujer a pesar de su incompetencia, y si bien, para no comprometer la supremacía masculina, dice que vale poco, añade que el que no le toma es un loco. Contradicción notable que, como otras muchas, es el resultado de las ideas, viniéndose a estrellar contra la evidencia de los hechos. La naturaleza, que hizo a la mujer más débil, le dio más sagacidad: su consejo ilustrado debía valer mucho, y el hombre se priva de él o le desdeña.

Enfermo o agobiado de trabajo, en nada puede auxiliarle la esposa que tanto sufre, viendo que compromete su salud y tal vez su vida por no tener un descanso que ella le daría a costa de los mayores sacrificios, y que en su ignorancia no puede proporcionarle.

Vienen a comprometer la paz doméstica, o por lo menos a hacer menos grato el hogar:

El tedio, cuyos efectos son tristes, aunque la causa pase inadvertida.

Las vanidades pueriles y los despilfarros, que son su consecuencia.

Las genialidades indómitas, no tenidas a raya por las facultades más nobles, que se debilitan en la inercia.

El ocio intelectual, que exalta la imaginación, que quiere dar cuerpo a fantasmas soñados y forja amantes quiméricos que no realizan los maridos.

La lucha, en fin, de dos personas que ven las cosas de muy distinta manera.

La naturaleza ha hecho al hombre y a la mujer diferentes, pero armónicos; la sociedad los desfigura, de modo que vienen en muchos casos a ser opuestos.

El hombre recoge también en sus hijos las consecuencias de la degradación intelectual de la mujer. Sobre ellos se refleja todo malestar o lucha doméstica, la falta de higiene, y el mal humor que el tedio produce, y los efectos de la ignorancia de su primera maestra, que alguna vez los extravía en lugar de guiarlos, que no tiene prestigio para encaminarlos bien. Todos los defectos, todos los extravíos de los hijos, son pena para el padre. Si tiene hijas, recogerá en ellas todo el fruto de los errores que sembró respecto a su sexo. Tal vez las vea desgraciadas en el matrimonio, o tenga el desconsuelo de dejarlas en la soledad y en la pobreza; tal vez anciano, enfermo y pobre, sufre en la miseria porque su hija se esfuerza en vano para proporcionarle recursos con su trabajo; y por mucho que la fortuna le favorezca, será difícil que no le lleguen de algún modo los efectos de tantas desventajas como tiene la mujer, de tantos dolores como son su consecuencia.

Hermano, ve sufrir a las dulces amigas de su infancia, y ¡cuántas veces tiene que imponerse sacrificios para auxiliarlas!

Desde la cuna hasta el sepulcro, en todo el camino de la vida, va recogiendo el hombre las tristes consecuencias de la inferioridad intelectual de la mujer. Es preciso que así sea. Aunque no la mirase más que como instrumento de placer, claro está que le dará más cuanto sea más perfecto. El día que se ilustre bastante para aprender a ser razonablemente egoísta, la educación intelectual de la mujer no tendrá impugnadores.

El hombre civilizado y cristiano que ama a su esposa y venera a su madre está bien lejos del salvaje que oprime a la hembra. El mundo antiguo consagró el abuso de la fuerza; el mundo moderno le escarnece. Maltratar a una mujer parece hoy cosa tan vil, que es raro que ningún hombre lo haga, si no está embriagado por el vino o por la cólera. Y cuando vuelve en sí, y alguno le dice: «¿No te avergüenzas de pegar a una mujer?», es seguro que le da vergüenza o no la tiene.

A medida que el hombre se ilustra, se civiliza, se hace mejor, mejora la condición de la mujer; le da derechos, le reconoce más semejanza. Esto es necesario: no puede progresar dejando a la mujer estacionaria, ni tener los goces sublimes del corazón y de la inteligencia con un ser grosero. Aunque en esto no haya obrado por cálculo, puede notar que cada concesión que hace a su compañera es para él como un manantial de bienes, y que se eleva a medida que la levanta. ¿Se concibe dignidad en un hombre cuya esposa, cuya madre y cuya hija sean viles? ¿Se concibe libertad en un hombre cuya esposa, cuya madre, cuya hija sean esclavas? ¿Se concibe idea de derechos en un hombre que no reconozca deberes para con su esposa, su madre y su hija? ¿Se concibe dicha en un hombre que haga desdichadas a su esposa, a su madre y a su hija? La ventura es mutua, el bien es armonía, y por la justicia de los hombres se mide su felicidad.




ArribaAbajoCapítulo VII

Consecuencias para la sociedad de la supuesta incapacidad intelectual de la mujer


Todo lo que altera los componentes ha de alterar el compuesto. En los dos capítulos anteriores tenemos los sumandos; en éste no hay más que verificar la suma.

Si por la falta de educación de la mujer, ella y el hombre son peores y más desgraciados, peor y más desgraciada será la sociedad. La prostitución aumentará a medida de la miseria y la ignorancia de las mujeres, y en la misma proporción aumentarán las enfermedades vergonzosas que degradan las razas y los delitos que llenan las prisiones, porque es muy raro que una mujer pura sea criminal, y que en las grandes maldades de un hombre no entre por algo alguna mujer mala.

La religión, esta poderosa palanca social que debía fortificar a la mujer, queda muchas veces debilitada por ella; al desfigurarla, la desacredita; carece de conocimientos para razonar sus creencias, contesta a los argumentos de los impíos cerrando los ojos y no puede ser, como debía, el lazo entre la ciencia y la fe. La educación es imposible con la ignorancia y la falta de prestigio de la mujer. El catedrático enseña al abogado, al médico o al ingeniero; pero al hombre le educan la madre, la mujer y la hija, porque la educación dura toda la vida. En la práctica de todas las profesiones, de todas las ciencias, entra por mucho, entra por la mayor parte, el elemento moral, la honradez, la elevación de miras, el noble orgullo, el sentimiento. ¿De qué sirve un operador sin conciencia que calcula las ventajas de la operación por los miles de reales que puede valerle? ¿El abogado que defiende todas las causas malas con tal que le paguen en buena moneda? ¿El militar que se rebela por un grado? ¿El notario que da fe de lo que no ha visto, siempre que vea provecho? ¿El farmacéutico que difama o engaña al médico y sacrifica el enfermo por embolsarse íntegro el precio de una droga cara? ¿El ingeniero que arriesga la vida de los viajeros o de los operarios por recibir la gratificación del contratista? ¿El empleado, el hombre político que toma dinero a cuenta de maldades, ni el juez que vende la justicia? ¿Para qué sirve la ciencia a todos estos hombres sino para hacer más repugnante, para hacer inconcebible su degradación?

Pero se dirá: el hombre tiene resortes nobles, tiene la idea del deber; la mujer le olvida muchas veces, cede con frecuencia a sus malas inclinaciones, y en el mundo ha de haber siempre quien escuche la voz de su interés y esté sordo a la de su conciencia.

Así es la verdad; pero es igualmente cierto que, negando a la mujer toda competencia intelectual en las cosas de la vida, se disminuye la influencia de muchos sentimientos y, por consiguiente, de la moralidad. La ciencia y la razón tienen su puesto, la benevolencia y la ternura tienen el suyo, y es absurdo, al organizar una sociedad de seres sensibles, prescindir del sentimiento. Medítese la historia y se verá cuántos siglos necesita a veces la razón para llegar a la justicia que el corazón comprende instantáneamente.

No sólo la prostitución, como hemos dicho, degrada las razas; también contribuyen a este mal grave los matrimonios precoces. El hombre, por regla general, no se casa hasta concluir su educación industrial, mercantil, artística o científica; hasta que puede dedicarse a una profesión u oficio y sostener la familia de que va a ser jefe. La mujer, como no tiene más carrera que el matrimonio, se casa así que se le presenta ocasión, y cuanto antes mejor. Los padres suelen tener una impaciencia, que en algunos podríamos llamar febril, por colocar a sus hijas; muchas se casan, más que por amor, por temor de verse en el abandono y en la pobreza. Las consecuencias de los malos matrimonios son fatales para la sociedad, y aunque estén bien avenidos, una niña, ni física ni moralmente, debe ser madre. Cuando todavía no está completamente formada, los nuevos seres a que da vida son débiles y la debilitan. Del matrimonio precoz viene la vejez precoz y la prole raquítica; viene la inexperiencia para criar a los hijos y para educarlos; viene la pérdida de los atractivos físicos y el alejamiento del esposo; vienen el mal gobierno de la casa y los caprichos infantiles, y el arrepentirse la mujer de los compromisos irrevocables, contraídos por la niña, y el sentir su primera, su única pasión por un hombre a quien no puede unirse, y vienen todos los males que a la sociedad llevan todas estas cosas.

Gran número de profesiones, todas las que exigen más imperiosamente sensibilidad y buenas costumbres, se desempeñarían mejor por las mujeres, a quienes están vedadas.

Al hablar de su educación, se habla sólo de la madre, y se prescinde de las que no lo son: error grave y reminiscencia brutal de los tiempos en que la mujer se miraba nada más que como hembra. Dedicaremos un capítulo especial a la mujer soltera, por cuya razón sólo indicamos aquí que por falta de educación intelectual deja de prestar a la sociedad grandes servicios la mujer que no se casa.

Así como es absurdo excluir el sentimiento de la organización social, lo es del propio modo prescindir de la razón en las cosas del sentimiento. Ya no se niega en teoría que la caridad es de la competencia de la mujer; pero se ve que en la práctica es un obstáculo su ignorancia; que las que compadecen no saben; que se separan la caridad y la beneficencia, y que en este ramo hay empleados, con gran perjuicio de la sociedad y de la desgracia. Este mal es grave, muy grave: la beneficencia pública y la caridad privada se resienten de la falta de educación intelectual de la mujer, de su falta de medios pecuniarios, de iniciativa, de esa perseverancia firme y razonada, que es la única capaz de vencer los grandes obstáculos, y que no puede existir en quien no tiene más que buena voluntad. Las prisiones de mujeres piden también a grandes voces el concurso reunido de la caridad y de la inteligencia.

Los impulsos benévolos y compasivos de la mujer se esterilizan en todo o en parte por falta de aptitud para el trabajo intelectual, por ignorar cómo puede realizarse un buen pensamiento, o por no saber combatir las inteligencias egoístas, para las cuales es muy cómodo poder incluir la compasión entre las debilidades del sexo, y desdeñar los deberes de humanidad como cosas de mujeres.

La mujer, que debía ser un grande auxiliar del progreso, se convierte a veces en un gran obstáculo por falta de educación intelectual. Todo error, toda preocupación, todo fanatismo, toda rutina, han de hallar poderoso valedor en su ignorancia, y ninguna reforma puede prometerse apoyo de quien no comprende sus ventajas. Por regla general, las mujeres que están a favor de las reformas lo hacen, por afecto a los hombres reformadores, o por instinto, y aquel voto que no se razona es ocasionado a exageraciones y extremos, más propios para perjudicar que para servir la causa que patrocinan.

Debemos insistir de nuevo, porque la cuestión es de gran importancia para la sociedad, en que, siendo la prostitución hija de la miseria y de la ignorancia de la mujer, debe combatirse ilustrándola, no cerrándole los caminos por donde puede ganar el pan honradamente. La civilización sustituye el trabajo de la inteligencia al de la fuerza bruta, las máquinas a los trabajos manuales, y como algunos de éstos son los únicos a que puede dedicarse la mujer, tiene cada día menos ocupación, más miseria y se prostituye más. La mecánica va haciendo todo lo que ella hacía. ¿Se la condenará a que sea una máquina inútil, desechada, porque hay otras más perfectas? Irá entonces a engrosar el ejército de las prostitutas, a envenenar material y moralmente la sociedad, a escupir sobre ella su oprobio, a escarnecer la virtud con su carcajada, a destilar ignominia y dolor sobre todo lo que la rodea, porque estas máquinas, que sienten y sufren, cuando son inútiles se convierten en máquinas infernales.

No acabaríamos nunca si quisiéramos enumerar todos los males de la falta de educación de la mujer, y seguirlos por todos sus variados caminos, y ver cómo se combinan y multiplican y crecen: basta lo dicho para comprender que no pueden sembrarse errores sin recoger desventuras.




ArribaAbajoCapítulo VIII

¿Qué oficios y profesiones pueden ejercer las mujeres?


No hay bastantes datos para que la experiencia pronuncie su inapelable fallo respecto a la aptitud intelectual de la mujer; pero el raciocinio y las observaciones hechas inducen a pensar que tiene inteligencia suficiente para el ejercicio de las profesiones, artes y oficios que no se le permiten desempeñar. Como no hay facultades inútiles, y todo el que las desvía de su destino las deprava más o menos, prohibiendo a la mujer que cultive y ejercite su entendimiento, se hace de ella un ser imperfecto, se convierte en elemento de perturbación el que debería serlo de armonía, y se establecen reglas en la sociedad opuestas a las leyes de la Providencia.

La mujer puede ejercer toda profesión u oficio que no exija mucha fuerza física y para el que no perjudique la ternura de su corazón. Y aun fuerza física tiene la mujer mucha cuando la ejercita, como puede observarse en las comarcas en que se dedican a los más rudos trabajos de la agricultura y a llevar pesos enormes.

Aun concediendo por un momento que la mujer no pudiera remontarse a las más elevadas esferas del pensamiento; que no fuese Hipócrates, Demóstenes, Virgilio, Platón, Galileo, Watt, Leibnitz, Pascal, Monge, Montesquieu, Kant ni Cervantes, San Isidoro ni Bossuet; suponiendo que no hiciera dar grandes pasos a las ciencias, ¿se sigue de aquí que sea incapaz de aplicarlas y de ejercer con ventaja cualquiera profesión?

Observemos lo que saben y lo que hacen un farmacéutico, un abogado, un médico, un notario, un catedrático, un sacerdote, un empleado, vulgares, de la talla común; observemos bien, sin preocupación, en conciencia, y digamos si no puede una mujer aprender lo que ellos saben y hacer lo que ellos hacen.

Siendo la mujer naturalmente más compasiva, más religiosa y más casta, nos parece mucho más a propósito para el sacerdocio, sobre todo en la Iglesia católica, que ordena el celibato del sacerdote y la confesión auricular. Muchos inconvenientes de esta confesión, hecha entre personas de diferente sexo, desaparecerían si la mujer pudiera ejercer el sacerdocio, cuyos deberes están tan en armonía con sus naturales inclinaciones. Instruir a los niños, enseñar a los ignorantes cosas buenas, sencillas y precisas; acompañar a los enfermos; auxiliar a los moribundos; compadecer a los desdichados; consolar a los tristes; hablar a todos de Dios, en quien cree con tanta fe, son cosas muy propias del sexo compasivo y piadoso. No sabemos si entre las mujeres habría muchas doctoras que causaran admiración; pero de seguro habría muchos ejemplos que imitar y muchas virtudes que harían amar la religión que las inspiraba. Sintiendo se hace sentir; la religión es principalmente un sentimiento, y la mujer su más natural y fiel intérprete. Capacidad le sobra para adquirir la instrucción indispensable; no es un monstruo ni está fuera de las leyes de la armonía del universo, donde se ve que si Dios concede pocas veces sus altos dones, distribuye con mano pródiga todo lo que es necesario.

Esto que vamos diciendo parecerá muy extraño, muy absurdo, y probablemente será para algunos poco piadoso; hemos meditado mucho sobre la materia, y nos parece más fácil hallar chistes para ridiculizar nuestras ideas que razones para combatirlas. El ridículo tiene su esfera de acción activa, pero limitada, y no llega a las regiones del entendimiento, en que de buena fe se busca la utilidad por las vías de la justicia. El ruido de las carcajadas pasa; la fuerza de los razonamientos queda: toda persona sensata sabe que suelen pensar poco los que se ríen mucho, y no debe parecerle bien que se traten con risa las cuestiones de un mundo en que se llora tanto. Por lo que hace al anatema que tal vez alguno quiera lanzar contra nosotros, le conjuramos diciendo: que nuestras opiniones tendrán de poco piadosas todo lo que tengan de erróneas; pero que si tenemos razón, no podemos tener culpa: el error es impío, la verdad es santa.

En el ejercicio de todas las profesiones, consideradas bajo el punto de vista del bien social, entra, por tanto, casi siempre por más, la conciencia que la ciencia. Poco le basta saber a un escribano; lo que necesita aquel en cuya causa o en cuyo pleito actúa es su honradez, su buena fe: que no enrede, como vulgarmente se dice.

La ciencia del jurisconsulto es profunda, profundísima la del criminalista; pero la del abogado vulgar, la necesaria para deslindar lo tuyo de lo mío y saber lo que es contra derecho y contra ley, no supone ni una gran capacidad ni un grande estudio. Lo que le importa mucho al cliente es la conciencia del abogado, para que le diga que no tiene derecho si no lo tiene, y le evite un pleito con todos los sinsabores y perjuicios que trae. Hay casos dudosos, pero en general la justicia es clara, y en un pleito, uno de los abogados sabe que no la defiende. Lo que como juez condenaría, sostiene como letrado; su buena reputación consiste en ganar todos los pleitos, sean justos o no lo sean; su inteligencia se alquila al que la paga, y, como una fuerza ciega, defiende indistintamente el absurdo y la razón, la verdad y la mentira. El que no lo hace así, el que no admite ninguna causa que no sea justa, es ciertamente un dechado de virtud, casi un santo, porque el ejemplo y la opinión le arrastran en una sociedad que con frecuencia prescinde de toda moralidad en las acciones de los hombres.

El médico necesita ciencia; pero ¡ay del enfermo si no tiene conciencia también! ¡Si no le trata como él quisiera ser tratado! ¡Si no pesa y mide y calcula por átomos las ventajas e inconvenientes de un medicamento! ¡Si no tiene más temor de hacer mal que vana ostentación de hacer bien! ¡Si no está pronto a sacrificar su amor propio a su amor a la humanidad! Y en fin, ¡si no conserva aquella sensibilidad sin la cual falta un sentido a su razón!

Sin que nosotros creamos que cualquiera puede ser buen empleado; pensando, por el contrario, que necesita conocimientos especiales, según el ramo a que se dedique, en todos le hace tanta falta la conciencia como la ciencia, y no hay ninguno en que la moralidad no entre por mucho.

El farmacéutico necesita ciencia, pero más conciencia todavía, porque principalmente de ella depende que no sea inútil el acierto del médico o, en muchos casos, la salud o la vida del enfermo.

Si las observamos de cerca, no hay profesión en cuyo ejercicio no entre por la mayor parte, o por mucho, la moralidad del que la ejerce. ¿Y no podría desempeñarlas la mujer, más sensible, más compasiva, más religiosa, más casta, más moral, en fin?

En la práctica de la medicina las mujeres podrían hacer mucho bien, sobre todo a las personas de su sexo, cuyo pudor no ofenderían; a los pobres, a quienes compadecen, y a los niños, a quienes adivinan5. Como operadoras tal vez no se distinguirían; la mujer tiene un santo horror a la sangre. ¿Para qué vencerle? Dejemos a los hombres las operaciones cruentas, útiles sólo cuando están hechas por manos muy hábiles, y cuya omisión no sería una gran pérdida para la humanidad.

Excusado es decir que las mujeres no se han de dedicar a la profesión de las armas, tan antipática a su natural sensible y compasivo. No deben ir a la guerra más que para curar a los heridos, ni arrostrar la muerte sino para salvar alguna vida.

A la mujer, que desempeñaría bien la profesión del letrado, no le daríamos el cargo de juez, y no porque no esperásemos mucho de su rectitud, y quién sabe si de su firmeza, sino porque no queremos provocar una lucha continua entre su deber y su corazón, ni que su nombre esté nunca al pie de una sentencia aflictiva. Su mano ha de enjugar lágrimas, no hacerlas asomar ni aun a los ojos del criminal; no le ha dado Dios su voz suave para que formule fallos terribles6.

Puede desempeñar bien un empleo, pero no le estaría bien la autoridad. En el ejercicio de la autoridad hay siempre algo de militante; puede ser necesaria la coacción, y, además, el respeto que inspira la mujer no es, ni puede ser, ese respeto mezclado de temor que inspiran y necesitan inspirar los que han de vencer las resistencias que se presentan a la ejecución de la ley en todas las esferas. La mujer, que domina por la persuasión, la dulzura y el cariño, no ha nacido para mandar por medio de la fuerza; sufre donde hay necesidad de coacción.

Tampoco quisiéramos para ella derechos políticos ni parte alguna activa en la política. Hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante, de militante en la política; hay ahora mucho, creemos que habrá siempre bastante en ella, de pasiones, de intereses, de intrigas, de luchas de mal género, de ruido desacorde, de aceptar medios no siempre honrados e instrumentos y auxiliares no siempre puros, para que queramos ver a la mujer en ese campo de confusión, de mentira, y muchas veces de iniquidad7. El tiempo, dicen, suavizando las costumbres y educando las masas, hará que la política no tenga nada de antipático a la naturaleza femenina. Lo dudamos. Dudamos que los vestigios de lo pasado, los intereses del presente y las aspiraciones del porvenir, unidos a las pasiones del hombre y a los dolores de la humanidad, dudamos que estos elementos de la política de todos los tiempos dejen de producir lucha, que podría suavizarse en la forma, pero que en el fondo tendrá siempre injusticias y rencores. En las ciencias sociales la idea necesita hacerse hombre, y al encarnar, pierde mucho de su diáfana pureza.

Si no por siempre, por mucho tiempo, por muchos siglos, la política será militante; y si la mujer toma parte activa en ella, podrá verse envuelta en sus persecuciones, y la familia dispersa y los huérfanos sin amparo. Necesita ser neutral, sagrado, el hogar que custodia la mujer; allí debe estrellarse el oleaje de las pasiones políticas, vivir en paz el padre del rebelde, el hijo del proscrito, y acogerse los vencidos, sean quienes fueren.

Y la mujer, ser inteligente, ¿no ha de tener opinión ni influencia en una cosa tan importante como la política? Puede pertenecer a una escuela, puede tener opinión e influir en la de los otros por muchos medios eficaces, pero no quisiéramos que tuviera partido ni voto. ¿Le necesita, por ventura, para contribuir poderosamente al triunfo de sus ideas? De ningún modo. Cuando sea ilustrada, influirá en la política, aunque no tome parte directa en ella, porque influirá en el voto del hermano, del esposo, del hijo, del padre y hasta del abuelo.

Quédele al hombre el desdichado monopolio de todas las luchas, de todas las guerras, de todas las iras; la misión de la mujer sea de paz, y aliada natural de todo el que sufre, vuélvanse de su puerta todos los perseguidores.




ArribaAbajoCapítulo IX

¿Cómo se modifica el carácter de la mujer educada?


Todo el mundo sabe que con la civilización se suavizan las costumbres; que los pueblos menos civilizados son los más feroces. Este incontestable hecho social significa que el individuo, a medida que se educa, que se instruye, se hace menos irascible, menos violento, más benévolo. Esto, para los pueblos, para los hombres. ¿Y las mujeres? ¡Oh! Con las mujeres se cree que sucederá lo contrario, porque todo lo que a ellas se refiere se rige por reglas especiales: el absurdo tiene también su lógica, que aplica hasta donde puede.

Más clara o más confusa, es muy común la idea de que la mujer, cuyas facultades intelectuales se eduquen, ha de hacerse más varonil; que ha de perder la suavidad y la dulzura, que son el encanto de su sexo; que ha de ser menos manejable; que ha de querer revestirse de autoridad con perjuicio de la de su marido; es decir, que la educación en ella ha de producir un efecto diametralmente opuesto al que produce en todos los vivientes racionales e irracionales. Esta opinión podrá carecer de sentido común, pero en cambio tiene numerosos partidarios.

Preguntemos a la experiencia, pues aunque tratándose de la educación de la mujer está muda en muchos casos, debemos recoger respetuosamente sus respuestas cuando puede darlas. ¿Qué nos dice? Que la educación, aun incompleta, produce en la mujer los mismos efectos que en el hombre.

Esas mujeres duras, brutales, crueles, desalmadas, intratables, pertenecen, por regla que apenas tiene excepción, a las clases no educadas. A medida que la mujer se educa, menos por lo que aprende en el colegio, que por lo que se modifica con el trato, el ejemplo y el amor del hombre ilustrado, ¿no se hace más dulce, más afectuosa, más dócil a la voz del deber, de la razón y del cariño?

Nuestro ser es un compuesto de instintos, de facultades, de sentimientos; buenos cuando se dirigen al bien, malos cuando al mal se encaminan. ¿Qué es la educación en la mujer? Lo mismo que en el hombre. El medio de fortificar los buenos impulsos y de debilitar los malos. Tal vez se nos dirá: ¿esos impulsos naturales no son naturalmente armónicos? Responderemos: que los instintos, estando encargados de la conservación del individuo y de la especie, nacen educados; son necesariamente de una energía más espontánea que las facultades, y por un misterio impenetrable de la Providencia, esta energía necesaria pasa fácilmente el límite debido, y se convierte en crimen o pasión perturbadora apenas le ha pasado.

Los instintos son indispensables a nuestra vida material, y la vida del alma es muchas veces una guerra contra los instintos, que tienen tendencia a desbordarse y son fatales cuando se desbordan. ¿Por qué son los salvajes lascivos, sanguinarios, egoístas y ladrones? Porque se dejan arrastrar por sus instintos. Combatiéndolos el hombre civilizado, se hace un ser moral y llega a la benevolencia, a la piedad, a la abnegación, a la virtud. ¿Cómo se combaten los instintos? Con los sentimientos y la inteligencia; pero las manifestaciones de ésta, necesaria a la perfección, no a la vida, son menos enérgicas y han menester educarse. A medida que se educa, los instintos se tienen a raya, los sentimientos se elevan, las ideas se extienden y el hombre se purifica. A la mujer le sucede lo propio, y no es posible sostener que su compañero estará peor con ella cuando sea más dulce, más razonable, mejor.

Pero se dice: el hombre quiere ser obedecido sin discusión, sin razonar sus órdenes; así lo exigen su instinto de mando y la paz doméstica.

Respondemos: que el instinto pierde terreno a medida que la razón avanza; que la paz va siendo, no el silencio, sino la armonía; que el principio de autoridad no razonada e irresponsable no puede vivir en la familia cuando muere en la sociedad. Y no vive en efecto. El marido que no es bueno, abusa muchas veces de su fuerza y de la ventaja que le proporciona la ley; pero el hombre justo y razonable, muchas veces toca también los inconvenientes de que su mujer no se haga cargo de la razón. ¿No tiene que transigir con las genialidades y con los caprichos, y siguiendo el consejo de San Pablo, por la paz ceder de su derecho? ¿No tiene que renunciar a hacer valer su razón, y calla como quien trata con una criatura que de ella carece, por no aceptar y educar la inteligencia en su mujer? ¿No se ve en la precisión de concederle privilegios muy parecidos a los de los niños y los locos, y cuyo límite es más fácil extender que fijar? ¿Al imponer la tiranía de los fuertes, no sufre la de los débiles, que si son queridos, pueden ejercerla?

El principio de autoridad está debilitado en el hogar doméstico como en la plaza pública; las mujeres se quejan de la tiranía de los maridos y éstos de la desobediencia de las mujeres, y es que la época es de transición, y que la paz doméstica no tiene ya los elementos del pasado ni cuenta todavía con los del porvenir.

Si se respetan los fueros de la justicia, la paz entre seres sensibles y razonables ha de establecerse por la razón y el sentimiento. La mujer educada sentirá y comprenderá mejor, tendrá más elevación para pensar y más delicadeza para sentir, y será con su marido más razonable y más amante. ¿Qué hombre, si no es perverso o brutal, preferirá la obediencia ciega del temor a la docilidad razonada del cariño?

Pero, en fin, ¿quiénmandará en casa, quién será el jefe de familia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie; tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno, ni tampoco hacer concesiones de gracia y andar en tratos con la justicia, porque la justicia no se suple por ninguna cosa, ni sobre ella hay nada. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer; es menos impresionable, menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente eterna, en el hogar doméstico.

La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su organización sufrir más, es más sufrida que el hombre. Su mayor impresionabilidad la hace menos firme; su sensibilidad mayor la hace más compasiva y más amante. Por más derechos que le concedan las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces; dará con gusto mucha autoridad por un poco de amor y suplirá con la voz dulce y persuasiva que Dios le ha dado, la fuerza que le negó. No queremos ni tememos conflictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el hombre será siempre el jefe, no el tirano.

Así como no vemos diferencia de inteligencia en los niños de diferente sexo, vemos muchas de carácter. La niña es desde luego más dócil, más dulce, más cariñosa, menos egoísta: es ya el germen de la madre, que ensaya con sus muñecas lo que más adelante hará con sus hijos. Son naturales, y por consiguiente eternas, las diferencias de carácter necesarias para la armonía, porque (y nótese esto bien) las de la inteligencia no contribuyen a ella, sino que, por el contrario, la turban.

Entremos en el hogar doméstico y observemos un matrimonio. La paz no se alterará nunca porque piensen del mismo modo, sino que, al contrario, será tanto más perfecta cuanto sus opiniones sean más idénticas y sus entendimientos puedan marchar más tiempo unidos. Donde las diferencias son necesarias es en el carácter, y allí están grabadas por la mano de Dios. La dulzura, la perseverancia, la docilidad, la abnegación, la paciencia de la mujer; su natural más compasivo, más amante, más complaciente y sufrido: éstos son los elementos de la armonía. Añádase que en el hombre, al menos en el hombre de nuestra raza, cristiano y civilizado, hay, además del amor, muchos sentimientos que, lejos de arrastrarle al abuso de la fuerza, le impulsan a amparar la debilidad, a proteger a la mujer, a devolver en consideración y respeto todo lo que puede haber recibido de su abnegación y de su paciencia. Cuando la mujer no tiene ya ningún atractivo, es todavía objeto de miramientos y consideraciones, en que no tienen parte las simpatías del sexo; independientemente del amor hay entre los dos sexos armonías, cuyo origen está en las condiciones de carácter y de modo de sentir.

Existen pocos hombres que no cedan a la razón y a la dulzura de una mujer prudente, y si no ceden, bien pueden entrar en alguna de las diferentes categorías del malvado. Como creemos que la mujer será tanto más prudente y más dulce y suave de carácter cuanto esté mejor educada, tenemos por cierto que habrá más armonía en el matrimonio a medida que la esposa tenga más cultivada su razón y más elevados sus sentimientos. No puede llamarse armonía el silencio de la mujer, que si no tiene una palabra para la contradicción, tampoco la halla para el consejo, y que si no se opone a nada, tampoco comprende ni consuela.

La experiencia poco puede decir en la materia, porque en nuestra patria es muy corto el número de mujeres que tienen alguna instrucción, y ésta, poco sólida, adquirida sin plan ni método, y a veces teniendo que vencer grandes obstáculos. En las mujeres que hemos podido observar de cerca, hemos visto lo que no podíamos menos de ver, que la instrucción las hace más razonables y mejores, más dulces y menos expuestas a devaneos y extravíos. Sentimos no poder citar aquí algunos nombres, que probarían la natural alianza de una inteligencia cultivada, de un corazón amante y de una abnegación sin límites.

Si se nos presentase algún ejemplo de lo contrario, responderemos que no hemos creído que instruyéndose las mujeres no ha de haber ninguna díscola, viciosa o perversa; responderemos que pueden rechazarse todos los ejemplos, porque entre nosotros no hay mujeres que tengan verdadera instrucción, y responderemos, en fin, que habiendo sido hasta aquí necesario sostener una lucha para que la mujer en España se instruyese algo, ha necesitado a veces condiciones de carácter especiales para instruirse, y nada tendría de extraño que esta energía tuviese la apariencia y acaso la realidad de mayor violencia y menos dulzura que en lo general del sexo. Aunque así fuese, carecería de fuerza el argumento que en este hecho se apoya; pero repetimos que no es así; aunque hecha la observación en las condiciones más desfavorables, ha confirmado siempre esta verdad: Todo ser racional o irracional se mejora a medida que se instruye y se educa.

Hay mucho que esperar y nada que temer para la armonía y paz doméstica de la educación intelectual de la mujer, que no necesita mandar para dirigir, ni dominar para ser dichosa. No queremos quitar al hombre las ventajas que recibió de la naturaleza; pero abusará poco de ellas cuando halle enfrente la razón ilustrada, la ley, la opinión y el cariño. No queremos que se pretenda destruir la obra de Dios prohibiendo a la mujer el uso de las facultades que de Él ha recibido. Ni tememos que, excepción inconcebible entre todos los seres educables, sea menos dulce y suave cuando esté mejor educada. No queremos que se la prive de su derecho, ni tememos que abuse, ni que use de él siquiera reclamándole con todo rigor; halla más gusto en hacer gracia que en exigir justicia, y el consejo que San Pablo da al hombre, ella le recibe de su corazón: por la paz cederás de tu derecho.




ArribaAbajoCapítulo X

¿Hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos?


Dado que la mujer tiene inteligencia y necesidades físicas, no puede haber incompatibilidad esencial entre el cultivo de esa inteligencia y el cuidado de las atenciones materiales de la vida; de otro modo, Dios habría establecido, en lugar de la armonía, el antagonismo y la lucha donde es necesaria la paz. Las ocupaciones y cuidados de la vida física, un trabajo manual, lejos de perjudicar, pueden servir de descanso a los del espíritu. Cuando todas las horas del día y parte de las de la noche se empleen en trabajos materiales, será difícil que la mujer, lo mismo que el hombre, se dedique a ejercitar mucho el entendimiento: habrá, pues, imposibilidad material, común a los dos sexos: no incompatibilidad entre ocupaciones de un orden diverso.

Creemos que en todas las clases se podía y se debía dar alimento al espíritu; creemos que en todas se podía y se debía hallar tiempo para pulir los gustos groseros, elevar los sentimientos, rectificar los errores, enseñar las verdades necesarias y elevar el alma del trabajador, redimiéndola de la esclavitud en que ahora gime. Grave cuestión es ésta, que no puede tratarse incidentalmente, y sólo hablaremos de aquellas clases que tienen hoy tiempo para educarse.

Las niñas, por regla general, más precoces y más dóciles que los niños, ¿qué hacen desde que son susceptibles de recibir instrucción hasta que se casan? Aprender a leer, escribir y contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura, bordado, más o menos primoroso, y cuya utilidad consiste en gastar algún dinero en sedas y en estambres, y mucha vista para contar hilos y combinar colores. Si la educación es esmerada, se agrega un poco de geografía, historia y música; en algunos casos, dibujo y francés: entonces son ya jóvenes instruidas. Por regla general todo esto se aprende con poca formalidad, sin tomarse el trabajo constante, necesario para saber bien una cosa, y sin la idea de que pueda servir para algo útil y positivo: la joven no trata de adquirir conocimientos, sino habilidades. Generalmente las olvida cuando se casa, es decir, que ha gastado muchos años de su niñez y juventud y algún dinero, a veces bastante, para aprender lo que primero no le sirve de nada, y después olvida. Como no se ocupa formalmente, se aburre y lee novelas, muchísimas novelas, con las que completa su educación intelectual.

Así despilfarra la joven los primeros y mejores años de su vida, sin hacer nada útil, ni tratar de nada formal, ni pensar en nada grave. Así tiene la veleidad y la ligereza propias del que no se emplea en nada serio; así adquiere hábitos de holganza intelectual, que la imposibilitarán toda la vida para los trabajos del espíritu, que exigen mucho esfuerzo y perseverancia; así, no pudiendo ser para ella la vida una ocupación, quiere convertirla en un entretenimiento.

Se dirá: la joven aprende a gobernar la casa, que es lo que importa. No creemos que sepa gobernar la casa quien no sabe gobernarse a sí misma, y aunque el gobierno de la casa se limitara al papel de ama de llaves, dudamos que le desempeñase bien. Es muy común en las jóvenes bien educadas y llenas de habilidades, no saber coser bien un punto a una media, ni hacer un zurcido, ni echar una pieza, y, lo que es peor, difícilmente tendrá espíritu de orden quien tiene poca fijeza en sus ideas y base poco estable para sus juicios.

Pero supongamos que la joven tiene buen juicio, y mucho instinto del bien, y bastante conocimiento práctico de las cosas materiales, y hábitos de orden y economía. El gobierno de la casa, ¿absorberá toda su existencia? Soltera en casa de su padre, casada en la suya, ¿no le quedará tiempo para ningún otro trabajo?

La dificultad y el mérito del gobierno de la casa se han exagerado mucho, y no podía menos de suceder así. Los hombres no entienden de eso y creen que es cosa ardua, como las mujeres se figuran que es muy difícil el más sencillo trabajo intelectual. Además, la mujer exagera la dificultad de los cuidados domésticos por la natural propensión a exagerar la importancia de lo que constituye la única ocupación de la vida, y porque si el gobierno de la casa no es un problema muy difícil, no ha de ser tan grande el mérito de quien le resuelve.

Las grandes señoras y las señoras ricas no gobiernan su casa, ni aun suelen dirigirla. Semejante ocupación es para las mujeres de la clase media y las pobres; éstas trabajan muchas horas del día y de la noche para ganar pan, y les quedan pocas horas para el gobierno de la casa.

La costura llevaba antes mucho tiempo, malgastando en ella no poco las mujeres hacendosas. No era, ni es raro, ver cómo se gastan muchas horas o muchos días en coser una pieza de ropa vieja, que se rompe a la primera lavadura, cuando el valor del tiempo, aun tan mal pagado como se paga el de las mujeres, bastaba para comprar nueva aquella prenda. Entre no componer la ropa usada y empeñarse en coserla cuando ya no vale el tiempo que cuesta, hay un medio, y ateniéndose a él, y con las máquinas, la mujer más hacendosa no necesita dedicar, en general, mucho tiempo a la costura, aun suponiendo que no tenga quien la auxilie.

El cuidado de la despensa y la vigilancia de la cocina no exigen tampoco tanto tiempo, que a una mujer que madruga y sabe aprovecharle, no le queden algunas horas, o muchas, según las circunstancias de su familia, para dedicarse a trabajos útiles, mentales o materiales, según su disposición o su gusto.

Hablamos por experiencia propia y ajena; conocemos mujeres que, sin descuidar sus deberes domésticos, hallan tiempo que dedicar a trabajos mentales, a buenas obras, o a uno y otro. Para que la mujer tenga tiempo para todo, no se necesita más que fortificar su juicio, a fin de que no le pierda de mil maneras, salvo cuando tenga muchos hijos pequeños y nadie que le ayude (lo que quiere tomarse como regia, y es la excepción), o mediando alguna otra circunstancia fuera de lo ordinario, en los demás casos la mujer tiene tiempo para instruirse y utilizar su instrucción en provecho suyo y de su familia.

Todo esto que vamos diciendo podrá parecer absurdo, pero es exacto, y cualquiera que observe en el hogar doméstico a las mujeres de la clase media se convencerá de que si para dedicarse a algo útil, después de atender al gobierno de la casa, les falta tiempo, es porque le malgastan. El modo de emplearle bien es una de las primeras cosas que deberían aprender. La educación de las mujeres hasta aquí podría llamarse, sin mucha violencia, Arte de perder el tiempo.




ArribaAbajoCapítulo XI

¿Qué será de los hijos cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo?


Se supone que todas las mujeres son madres, que todas pueden dedicarse exclusivamente al cuidado de sus hijos, y que toda la vida de la mujer necesita estar empleada en llenar los deberes materiales, minuciosos, incesantes de la maternidad. Partiendo de supuestos falsos, las consecuencias no pueden ser verdaderas.

Hay un gran número de mujeres que no son madres: de ellas trataremos en el capítulo de la mujer soltera.

La inmensa mayoría, compuesta de mujeres pobres, no puede dedicarse al cuidado asiduo e incesante de sus hijos pequeñuelos, porque necesitan trabajar para darles pan. Unas veces llevan consigo al hijo que amamantan, exponiéndole a la intemperie; otras le dejan al cuidado de alguna anciana, o le dejan solo: si hay alguna casa benéfica donde le recojan mientras van a su trabajo, es gran favor para el inocente y gran descanso para ellas. En la mayoría de los casos, es gratuita la suposición de que la mujer está ni puede estar continuamente al cuidado de sus hijos.

Queda reducida la cuestión a saber cuál será mejor: que deje la casa para ejercer una profesión u oficio lucrativo o para dedicarse a un trabajo material, penoso y mal pagado. Afirmamos, sin vacilar, que la mujer más educada, más perfecta, más útil, puede atender más constantemente al cuidado de sus hijos, porque puede estar más tiempo en casa y tener más vagar. Su trabajo, muy mal retribuido, lo será cada vez menos, porque es mecánico, y como máquina, es inferior a las que perfecciona todos los días el genio del hombre. Para ganar, no digamos algunos reales, sino algunos céntimos, necesita estar trabajando en su casa, o fuera, todo el día, y a veces una parte de la noche. Si entrara por algo la inteligencia en su obra, se pagaría mejor, ganaría mayor suma en menos tiempo y podría dedicar más a sus hijos. Para que los atienda, pedimos que, según su clase, tenga educación y utilice las facultades que ha recibido de Dios. Es extraño modo de observar fijarse en un corto número de mujeres de la clase media que se dedican asiduamente al cuidado de sus hijos y prescindir de la inmensa mayoría de mujeres pobres que para buscar pan tienen que dejarlos o no atenderlos bastante.

El hijo necesita siempre de su madre, aunque la mantenga. ¿Quién le amará como ella le ama? Pero el cuidado asiduo de todos los momentos no es necesario sino en los primeros años de la vida. La mujer vive sesenta o setenta años; según su fecundidad, tiene hijos pequeños, cuatro, seis, ocho, diez o doce años. ¿Es esto la vida? Aunque en este período tuviera que dedicarse al cuidado exclusivo de sus hijos y no pudiera hacer otra cosa; aunque no estuviera a su lado madre o tía anciana que la ayudase, o hermana que le diera auxilio, antes y después de este período, y aun en el mismo, ¿no tiene la mujer tiempo y necesidad de cultivar sus facultades para que su trabajo sea más útil y más lucrativo y para perfeccionarse?

Esta consideración se aplica, como a las mujeres del pueblo, a las de las clases elevadas, y más aún, porque en ellas son las mujeres menos fecundas, y es menos el tiempo en que la lactancia y corta edad de los hijos exigen cuidados incesantes. ¿Y lo son siempre tanto como se dice? El ama, la niñera, la abuela, la tía o la hermana, ¿no procuran algún descanso y dejan algún tiempo que puede emplearse con utilidad mayor, según el mayor grado de perfección a que se haya llegado? Cuando el esposo está enfermo o abrumado de trabajo, para ayudarle; cuando falta, para suplirle, ¿no podría la mujer hallar algunas horas que dedicar a trabajos lucrativos, para que sus hijos no careciesen de lo necesario y para que la enfermedad o la muerte del padre no fueran la ruina de la familia?

Aun en este período, no muy largo comparado con la vida entera, en que los hijos pequeños necesitan cuidados continuos, se ve que las mujeres pueden disponer de algún tiempo, que unas emplean útilmente y otras malgastan de una manera lastimosa.

La mujer educada será madre, no sólo más inteligente y capaz de allegar recursos para sus hijos, sino más tierna y cariñosa; las infanticidas no son personas instruidas, ni tampoco las que tratan a sus hijos con incomprensible dureza. Lo repetimos: la mujer no sale ni puede salirse de la ley eterna, por la cual todo ser que se educa dulcifica su carácter, se hace más humano, y cuando la mujer dilate los horizontes de su entendimiento; cuando comprenda las armonías del mundo moral; cuando vea toda la fealdad del vicio y del crimen y toda la hermosura de la virtud; cuando su exaltación se convierta en entusiasmo y sus instintos se eleven a sentimientos; cuando su razón pueda servirle de faro en las borrascas de la vida y de apoyo contra los embates del mundo; cuando el ejercicio de las facultades más nobles eleve su ser, purifique sus afectos y le dé mayor delicadeza y sensibilidad; cuando, en fin, sea más buena, ¿no será mejor madre?

Si no fuera éste nuestro íntimo convencimiento; si tuviéramos la más leve duda de que la mujer, al cultivar su inteligencia, disminuía en lo más mínimo su cariño maternal, arrojaríamos estas páginas al fuego. ¿Cómo habíamos de querer despojar a la humanidad de su sentimiento más elevador?

En todos los amores de la tierra se revela, por algún egoísmo, el miserable barro de que está hecho el hombre: sólo el amor de una madre nos puede dar idea del amor del Cielo; sólo en él hay pureza inmaculada, abnegación que no conoce límites, perdón para todas las culpas, olvido para todas las faltas, y piedad y misericordia sin medida: sólo él purifica cuanto toca, hace comprender al alma un mundo de afectos sublimes y la pone en relación con el Infinito.

Mirad en su prisión a la mujer más despreciable, a la prostituta delincuente; vedla trasfigurada al lado de su hijo enfermo, y escuchad las palabras sublimes que no se manchan al pasar por sus labios impuros.

Ved aquel reo en capilla; es un monstruo: cínico e impenitente, repugna y espanta. ¡Su madre! Al verla llegar se estremece el centinela y se conmueve hasta el verdugo. Cuando la sacan, la expresión del monstruo ha cambiado; aquella alma empedernida se ha conmovido, e inclina su frente ungida por las lágrimas de la que le dio el ser. Allí donde todo inspiraba repugnancia y horror, hay algo que hace sentir compasión y respeto; aquella atmósfera pestilente se ha purificado al pasar por ella el amor desolado de una madre.

Y este amor, lo más grande que hay en el mundo moral, ¿había de ser incompatible con la perfección del entendimiento, lo más grande que hay en el mundo de la inteligencia? ¿Había de haber antagonismo entre los atributos más nobles de la humanidad? ¿No sería posible la armonía entre las cosas más sublimes, ni que la mujer que piensa fuese madre amorosa?

Dios, que es inteligencia y amor, ¿apartaría en la madre el amor de la inteligencia? ¡Hijos de las mujeres pensadoras y amantes, vosotros responderéis algún día a esta especie de blasfemia!




ArribaAbajoCapítulo XII

La mujer soltera


La mujer soltera inspira cierto desdén; reminiscencia brutal, como hemos dicho, de los tiempos en que no se la consideraba más que como hembra, y efecto de que, por falta de educación, no es todo lo útil que pudiera ser. A veces parece que su vida sin objeto es una carga para la sociedad.

Hay un tipo de mujer soltera, ciertamente poco recomendable. Egoísta, extravagante, concentra sus afectos en su perro o en su gato, o se vuelve a Dios con tan poca benevolencia para las criaturas, que hace incomprensible su amor verdadero al Creador. Es la mujer excéntrica, intratable, o la beata maldiciente, sin caridad. Este tipo va siendo raro; lo sería mucho más si la mujer se educase; aun creemos que llegaría a desaparecer, porque es una consecuencia del fastidio, del ocio intelectual y del sentimiento de la propia inutilidad: la prueba es que la solterona extravagante de la clase media y elevada no existe en la mujer del pueblo que trabaja.

La mujer, es mujer aunque no sea madre, es decir, que es compasiva, afectuosa y dispuesta a la abnegación. Más aún: sin ser madre, tiene afectos maternales. Observemos en el hogar doméstico cuántas veces la hermana o la tía soltera cuidan de los niños con celo incansable, y los sufren y los aman con afecto verdaderamente maternal. Observemos esas sagradas legiones de Hermanas de la Caridad que amparan a los pobres niños que dejaron huérfanos la muerte, la miseria o el crimen. En toda mujer cuyo natural no se haya torcido de algún modo, hay amor a los niños, compasión hacia el que sufre y piedad religiosa. La sociedad, en vez de explotar este tesoro, le desdeña, si acaso no le escarnece.

La mujer soltera casta, si tiene un poco de pan y un poco de educación, no es, como el hombre célibe, un elemento de vicios, desórdenes y males, sino que, por el contrario, puede consagrar toda su existencia al bien de la sociedad. El amor de Dios y del prójimo forma parte muy esencial de su naturaleza: la lleva a los hospicios, a los hospitales, a la inclusa, al campo de batalla, y la hace atravesar los mares en busca de dolores que consolar. Dad instrucción a esta criatura así organizada, dadle instrucción sólida, y veréis desaparecer los empleados de los asilos benéficos, y veréis convertirse las casas de beneficencia en casas de caridad.

La mujer soltera, que caritativa e ilustrada se dedica al consuelo de sus semejantes, es un elemento social de bien y prosperidad que no tiene precio; su actividad, su vehemencia, su piedad, su abnegación, su vida entera, se concentran en la buena obra objeto de sus afanes; allí está su hogar y su familia, allí sus alegrías y sus dolores. Toda mujer en la cual la educación no haya contrariado los buenos sentimientos, tiene cuidados, o por lo menos disposiciones maternales, para los desvalidos que padecen; esto es tan cierto que los acogidos en las casas de beneficencia, por instinto o por gratitud, llaman a las Hijas de la Caridad las madres.

No es necesario que la mujer soltera haga votos ni vista un hábito para que su vida se consagre al bien de los demás. ¡Cuántas veces sola en su casa vive exclusivamente para la caridad bajo cualquiera de sus formas, o agregada a una familia cuida al niño como si fuera su madre, y al anciano como si fuera su hija! Y si esto no sucede con más frecuencia, y la mujer soltera no es más útil, consiste en que no tiene conciencia de todo lo que vale; en que muchas veces se considera como un ser inútil que para nada sirve; en que no hay en ella esa independencia moral y esa firmeza e igualdad de carácter que da la ocupación útil y la inteligencia cultivada, y, en fin, en que carece de recursos, porque no puede dedicarse a oficios o profesiones lucrativas.

Si para convencernos de que los errores se encadenan como las verdades, necesitásemos una prueba más, lo sería la especie de desdén que inspira la mujer soltera, en vez del respeto que debería inspirar. Dada la preocupación de que en la mujer no hay facultades intelectuales que cultivar ni aptitudes para las artes, la industria y el comercio; suponiendo que multiplicar la especie es su única misión, cuando no la llena lógico es que se la considere como un ser inútil. Este absurdo está en armonía con otros, y lo estaba con el modo de ser de las sociedades antiguas, en que el suelo carecía de pobladores. Pero en el mundo moderno, en los pueblos civilizados, los hombres se multiplican con sobrada rapidez, el exceso de población se hace sentir con frecuencia, no son madres lo que faltan, y la mujer pura y benéfica que se dedica a hacer bien a sus semejantes, que como no hace falta a nadie está pronta a sacrificarse por todos, que tiene en mucho el hacer bien a cualquiera y en poco su vida, que forma su familia de aquella parte del género humano que sufre y la necesita, y que usa de su libertad haciéndose esclava de los santos deberes que se impone; esta mujer es tan respetable y tan útil como la mejor de las madres. Y no se diga que éste es un ser ideal; hay muchas de estas mujeres, y podría haber más.

Es tiempo de que no se trate sólo de la madre cuando se habla de la mujer; de que se comprenda que en toda mujer honrada hay sentimientos maternales; de que no se mire desdeñosamente un gran elemento de bien para la sociedad; de que se salga de las rutinas para el respeto y para el desprecio; de que no se rebaje nada que esté elevado, ni se niegue prestigio a nada bueno, ni admiración a nada sublime, ni se quieran hacer moldes para vaciar el mérito. Es tiempo de poner fin a la reacción que enaltecía el celibato sobre el matrimonio, y de considerar la excelencia de las acciones y no el estado de quien las lleva a cabo. ¡Santas mujeres, que no siendo madres habéis prohijado al género humano, recibid el homenaje de mi respeto, el recuerdo de mi cariño y las lágrimas que corren de mis ojos al pensar en las que habéis enjugado! Sirva vuestra vida ejemplar de argumento contra los que, combatiendo una preocupación con otra, se niegan a haceros justicia.






ArribaConclusión

Hemos procurado demostrar las contradicciones de las leyes y la confusión de las opiniones y de las costumbres en lo que a los derechos y capacidad de las mujeres se refiere.

Las contradicciones en que incurren algunos fisiólogos al asegurar la inferioridad orgánica de las facultades intelectuales de la mujer.

La superioridad moral de ésta.

Que habiéndose vedado a la mujer el ejercicio de las facultades intelectuales superiores, poco puede decir la Historia, y, no obstante, su testimonio es favorable a la opinión de que la inteligencia de la mujer puede cultivarse con ventaja como la del hombre.

Las funestas consecuencias que acarrea para el hombre, para la sociedad y para la mujer el error de su incapacidad intelectual, y la imposibilidad de ejercer ninguna profesión y la mayor parte de los oficios.

Que la mujer puede ejercer todas las profesiones y oficios para los que no se necesite mucha fuerza física ni sea un obstáculo la ternura de su corazón, ni tengan algo que repugne a su natural benigno.

Que la mujer educada será más dulce, más benévola, porque la educación suaviza el carácter hasta de los irracionales.

Que no hay incompatibilidad entre el cultivo de la inteligencia y los quehaceres domésticos.

Que los hijos, en vez de perder, ganarán cuando la madre pueda ejercer una profesión u oficio lucrativo.

Que la mujer soltera no debe ser mirada con desdén; que educada puede llenar una alta misión social; que cuando la llena, es tan respetable como la madre.

Esto es lo que hemos procurado probar con toda la brevedad que nos ha sido posible, y tratando sólo las verdades esenciales que una vez admitidas conducen a todas sus múltiples consecuencias.

¿Defendemos lo que se ha llamado emancipación de la mujer? No está muy bien definido lo que con estas palabras se quiere dar a entender, y nosotros deseamos consignar con claridad nuestro pensamiento.

Queremos para la mujer todos los derechos civiles.

Queremos que tenga derecho a ejercer todas las profesiones y oficios que no repugnen a su natural dulzura.

Nada más. Nada menos8.

Queremos para la mujer la dependencia del cariño, y la que ha establecido la naturaleza haciéndola más débil, más sufrida y más impresionable; pero rechazamos la dependencia apoyada en leyes injustas, en costumbres inmorales o absurdas, y en la pobreza o la miseria de quien no tiene medios de ganar lo indispensable. Queremos la independencia de la dignidad, la independencia moral de un ser racional y responsable; pero estamos persuadidos de que la felicidad de la mujer no está en la independencia, sino en el cariño, y que como ame y sea amada, cederá sin esfuerzo por complacer a su marido, a su padre, a su hermano y a su hijo.

Queremos que sea dulce madre, hija y esposa tierna antes que todo; que su misión sea una especie de sacerdocio, y que la llene con todo el amor de su corazón y todas las facultades de su inteligencia.

Queremos que, puesto que las costumbres le conceden mayor libertad que a la mujer de Oriente, de la Edad Media y aun de principios de este siglo, su educación esté en armonía con esta libertad, para que sepa usar de ella.

Queremos que sea la compañera del hombre. Pudo serlo, sin educar, del hombre ignorante de los pasados siglos; no lo será del hombre moderno mientras no exista entre sus ideas la misma armonía que hay entre sus sentimientos.

Queremos que no se establezcan diferencias caprichosas entre los dos sexos, sino que se dejen las establecidas por la naturaleza que están en el carácter y bastan para la armonía, porque conviene no olvidar que ésta se establece con tanta mayor facilidad cuanto las ideas están más acordes.

Queremos que en la vida social esté representado el sentimiento y admitida la realidad de sus verdades; que esta representación la tengan las mujeres principalmente y lleven a las costumbres, a la opinión y, por consiguiente, a las leyes, un elemento que muchas veces les falta. Que sin negar a la razón sus derechos, hagan valer los del corazón, y digan y prueben que hay casos y cuestiones, grandes cuestiones, en que un ¡ay! es un argumento y una lágrima una demostración.

Queremos que la mujer avive el sentimiento religioso por medios que estén en armonía con la época en que vive. Ya no se imponen las creencias con la autoridad ni se infunden por el martirio. La caridad y la razón deben fortificar la idea de Dios. La caridad está viva; pero la razón yace casi muerta en la mujer, y se semeja a un misionero que ignorase el idioma de los pueblos que quería convertir. Es necesario que aprenda ese lenguaje; que purifique sus creencias de toda superstición; que con su ejemplo combata la idea de los que pretenden hacer incompatibles la instrucción y la piedad; que multiplique los caminos para llegar a Dios, y, sobre todo, que no haga reflejar sobre la religión algo del descrédito intelectual de quien la practica.

La mujer tiene que quebrantar por segunda vez la cabeza de la serpiente, de ese escepticismo que se enrosca alrededor de nuestra existencia, que nos inocula su veneno, que nos hiela con su frío, y, en vez de armonías sublimes, nos da su silbar siniestro.

Las grandes cuestiones se resuelven hoy a grandes alturas intelectuales, y es necesario que la mujer pueda elevarse hasta allí para que no preponderen el egoísmo, la dureza y la frialdad; para que no se llame razón al cálculo, y cálculo a la torpe aplicación de la aritmética.

Dulce, casta, grave, instruida, modesta, paciente y amorosa; trabajando en lo que es útil, pensando en lo que es elevado, sintiendo lo que es santo, dando parte en las cosas del corazón a la inteligencia del hombre, y en las cuestiones del entendimiento a la sensibilidad femenina; alimentando el fuego sagrado de la religión y del amor; presentando en esa Babel de aspiraciones, dudas y desalientos el intérprete que todos comprenden, la caridad; oponiendo al misterio la fe, la resignación al dolor, y a la desventura la esperanza; llevando el sentimiento a la resolución de los problemas sociales, que nunca, jamás, se resolverán con la razón sola: tal es la mujer como la comprendemos; tal es la mujer del porvenir. Por ella nacerán a la vida del alma los hijos del pueblo en las generaciones futuras; por ella será más pausada y más continua la marcha de las sociedades, sin alternativas de velocidad vertiginosa y de paralización mortal; por ella se acabarán, si es posible, las luchas sangrientas y las victorias de la fuerza; por ella será magnetizado ese mundo, tantas veces impenetrable a la palabra de vida.

Y si todos los pueblos necesitan que conmuevan sus entrañas la sensibilidad de la mujer, mucho más aquellos menos adelantados y menos dichosos. La comunicación continua con otros países da lugar a comparaciones desventajosas, que si unas veces determinan nobles impulsos de emulación, no pocas inspiran desdén y desaliento y el afán de ir a gozar en el extranjero las ventajas de una civilización más adelantada. Contra ese deseo, tantas veces puesto por obra y causa permanente de empobrecimiento, ¿pediremos leyes a los hombres? No. Invoquemos una que Dios ha grabado en el corazón de la mujer. Vosotras, ¡oh mujeres!, que no dais el primer lugar en vuestro cariño a los predilectos de la naturaleza o de la fortuna; vosotras que queréis más al hijo enfermizo, deforme, desventurado, comunicad al hombre el más generoso de vuestros instintos; enseñadle a amar a la patria, a su madre, porque es infeliz; hacedle sentir cuán vil es y cuán culpable el que abandona a los suyos en la desgracia; cread una nueva, una grande escuela política: que no combata más que con un adversario, con el egoísmo; que no escuche más que un oráculo, el corazón.