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Ortega, clásico prematuro

Antonio Rodríguez Huéscar





Ya en otras ocasiones conmemorativas me he referido, desde distintos puntos de vista, a esta cuestión del presunto clasicismo de nuestro gran pensador, porque es un tema que me parece insoslayable, si se quieren aclarar ciertos aspectos ambiguos en tomo a su discutida figura. Me ha parecido, pues, oportuno volver hoy sobre él, en la nueva perspectiva de la celebración del centenario, por representar el siglo un orden de magnitud en la apreciación del tiempo histórico que se podría, quizá, considerar (aunque en esto, por supuesto, no hay reglas precisas) como la unidad mínima para que un autor pueda pasar ya a la consideración de «clásico». Pero se trataría más bien de los cien años después de su muerte. Sin embargo, con Ortega ha sucedido que, ya desde hace mucho tiempo, y de manera creciente a partir de su muerte (hace veintisiete años), su figura ha recibido el reconocimiento universal que consagra a los grandes maestros de la literatura y del pensamiento. Hoy, pues, a pesar de la todavía cercana fecha de su desaparición, goza ya de dicha consideración. Este consenso tan enaltecedor tiene, sin embargo, o puede tener, un sentido ambivalente: por un lado -es positivo-, ser un clásico significa, sin duda, haber alcanzado esa augusta condición que representa la más elevada meta a que un hombre dedicado a las tareas del espíritu puede aspirar. Por otro lado, sin embargo, ser ya un clásico puede significar también que un autor ha quedado definitivamente adscrito al pasado, con todos los honores de la reconocida perfección, con la fuerte carga de ejemplaridad que el clasicismo implica, ciertamente, pero también con el peligro de inactualidad, de inefectividad, que con frecuencia arrastra. Contra este peligro advertí ya en 1965, con motivo de cumplirse entonces el primer decenario de la muerte de Ortega (en Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 190, octubre de 1965). Desde entonces han transcurrido más de diecisiete años -casi el lapso de una generación, según el conocido cómputo orteguiano- y muchas cosas han cambiado en el mundo, y especialmente en España. Pero lo que en aquel artículo denunciaba creo que sigue teniendo hoy -con las obvias correcciones de perspectiva y de nivel histórico- plena validez, y aun, en ciertos respectos, una vigencia nueva y más grave. Decía entonces: «Lo que, al parecer, se quiere es un Ortega inocuo, un Ortega decorativo y sin consecuencias -ni filosóficas, ni políticas, ni de ninguna otra índole-, un comodín para citar, como se cita al 'clásico' definitivamente lejano, definitivamente pasado, definitivamente muerto; un Ortega suntuario, cuyo nombre venga a enriquecer el panteón de hombres ilustres de la cultura patria y a ser motivo de conmemoraciones convencionales» (Cuadernos Hispanoamericanos, pág. 4, octubre de 1965). Me refería entonces con estas palabras, principalmente, a una curiosa casta de antiorteguianos -e incluso de sedicentes orteguianos-, sobre todo españoles, que lo que parecían haber decidido, tácticamente -o simplemente haber asumido gregariamente-, en lugar de «ignorar» a Ortega, cosa ya imposible, o de combatirlo, de modo frontal o solapado -lo que hubiera puesto en indecorosa evidencia su inopia mental-, era «la neutralización» del gran pensador «mediante su confinamiento en el limbo glorioso del pretérito perfecto», sin darse cuenta de que ese pretérito no existe más que en las gramáticas. Se trataba, pues, de «crear y de fijar» una imagen de Ortega que, «por su apariencia brillante, positiva y amable», tuviera «la virtud de mejor poder esterilizarlo, relegándolo a ese desván de los 'clásicos', más o menos polvorientos y desecados». Pues bien, digo que hoy siguen teniendo vigencia aquellas palabras, si restamos de ellas la imputación de malevolencia que en aquella ocasión llevaban envuelta. En la actualidad deben de quedar pocos de aquellos que Julián Marías denominó graciosa y certeramente «antípodas», y si alguno queda es ya inofensivo, como la cobra a la que se le ha extraído el veneno. ¿Quién, por ejemplo, con un mínimo sentido del ridículo, se atrevería a plantear hoy la vieja y siempre estólida cuestión de sí Ortega era filósofo o literato, o a negarle la primera condición precisamente a causa de su excepcional calidad en la segunda? No obstante, a cambio de la desaparición de tan peregrinas y romas actitudes, existe hoy otra, bastante extendida, y a mi juicio mucho más peligrosa, por ser menos visible y, además, inconsciente, que es no ya sólo la de quienes, como decía Machado, «desprecian lo que ignoran», sino, lo que es peor, la de quienes, incluso de buena fe, hacen profesión o dan testimonio de admirar a Ortega, a veces incluso habiéndolo leído ampliamente, pero sin conocerlo mucho mejor que aquéllos, y esto a causa de haber hecho de él una lectura convencional, precisamente porque ya les «suena» a clásico indiscutible. Pessimum signum! Porque claro está que nunca ha habido ni habrá clásicos indiscutibles, en ningún campo de la creación humana, pero en el de la filosofía, particularmente, esa expresión designa la herejía máxima, o algo así como el círculo cuadrado. Pues bien, entre estos últimos merecen mención especial algunos de los que, en todos los tonos y formas, proclaman que Ortega sigue vivo. Es ése un gran tópico, en el que, por supuesto, todos incurrimos alguna vez, y que surge, indefectible, como ahora a propósito de Ortega, en toda suerte de conmemoraciones. Y, claro está, si el tópico funciona como tal y no se opera en él la oportuna disección para hacer efectiva la verdad que en el fondo encierra, ninguno mejor que éste para garantizar que el presunto superviviente no vuelva a levantar cabeza.

Porque, en efecto, si damos ya por bueno, sin más, que está vivo, ¿qué sentido tiene hacer nada para que de verdad lo esté? Tremenda cuestión esta de si y cómo pueden seguir viviendo los muertos, no ya en una vida trasmundana, sino aquí, en este mundo. Es, en definitiva, el tema cardinal de la historia, no de la historia como disciplina, sino como realidad, incluso metafísica, del hombre -tema, por cierto, como sabemos, visceralmente orteguiano, si lo hay. Grave asunto, repito, y del que no se debería hablar tan a la ligera como se suele, especialmente por aquellos que, por la dedicación que libremente han asumido, estarían más obligados, parece, a tomarlo en serio y en profundidad. Y no me refiero a los historiadores precisamente, sino más bien a los filósofos. No a todos, por supuesto, pero sí a muchos de los que, en aras de una «crítica» o de un «análisis», que pretenden exhaustivo, de los instrumentos del conocimiento -epistemológicos, lógicos o lingüísticos-, sacrifican la atención a las cuestiones que verdaderamente importan, y que, desde luego, han importado siempre radicalmente a la filosofía.

Lo cierto es que nuestra inmediata tradición filosófica (porque ahora, venturosamente, ya la tenemos, por más que muchos no parezcan haberse enterado) está constituida por dos figuras (y desde luego por otras, alguna de ellas importantísima, pero que se mueven ya en el ámbito de pensamiento suscitado por aquéllas), las de nuestros dos máximos pensadores contemporáneos, Unamuno y Ortega, que, aunque tan enfrentados en muchas cosas, tan dispares, y aun opuestos, en su estilo intelectual, coinciden en su preocupación por esas cuestiones de primera importancia que se dejan resumir en el tema raigal de la vida y de la muerte, si bien Unamuno prefiriera encararlo con su característica inspiración vehemencial y ultramortalista y Ortega, en cambio, lo hiciese centrando su escrutadora y lúcida mirada en la vida misma. Y no es casual, sino, por el contrario, muy consecuente, que esta primaria preocupación llevase a hacer coincidir también al gran vasco y al gran madrileño en su honda preocupación por España, una preocupación tan embargante para ambos que, a cada uno a su manera, literalmente, «no les dejó vivir». Y es por todo ello, no lo dudemos, por lo que ambos pudieron ser, por vez primera en muchos siglos de historia española, precursores y vigías avanzados del pensamiento europeo: Unamuno, descubriendo a Kierkegaard, e incluso aprendiendo danés para poderlo leer en su idioma, cuando aún no había nacido la filosofía existencial del siglo XX; Ortega, entrando a fondo en Husserl, dándolo a conocer en España, y superándolo ya, cuando aún era casi, o totalmente, desconocido fuera de Alemania. Y es por eso también por lo que ambos siguen vivos, por lo que Unamuno -como él previo- «retiembla en nuestras manos» cuando lo releemos, y por lo que Ortega, como un nuevo Virgilio, nos conduce y nos guía ad inferas de la vida, esa selva selvaggia, como él mismo la llamó dantescamente, cuando nos resumergimos en su lectura.

Pues bien, esto, ¡nada menos que todo esto!, con todo lo que implica, en unos pocos años, parece, si no haberse olvidado, sí haberse convertido -como decía- en puro tópico, tomándose con ello inoperante, en amplios círculos de la vida intelectual española y, por supuesto, en los más reducidos de la filosofía. Y ello, a pesar de estar ahí para recordarlo y para dar testimonio de su realidad con su presencia, con su obra y hasta con su persistente voz admonitoria, esa minoría discipular -y me refiero ahora al caso de Ortega- cuyos más valiosos representantes son de todos conocidos. Por eso, cuando estos días se repite por ahí a diestro y siniestro, y frecuentemente por gentes que no sabemos con qué fundamento lo hacen, que Ortega sigue vivo, uno se pregunta, entre intrigado y perplejo: «¿Será verdad?». Con lo que no se expresa una duda sobre el hecho indiscutible que la frase enuncia, sino sobre el grado y el modo de ese vivir de Ortega precisamente en quienes así lo proclaman. Y esto nos trae de nuevo al problema de cómo pueden sobrevivir -en este mundo- los muertos. Por lo pronto, hay una respuesta obvia: sólo incorporados a los vivos, transfundidos en ellos de modo que formen parte de su propio vivir. Así, pues, si el pasado ha de vivir en nosotros, habrá de hacerlo actualizándose; mas sólo es actual aquello que efectivamente (es decir, produciendo efectos) actúa, y todo actuar, o como prefería decir Ortega, todo hacer humano es quehacer, algo por hacer, algo esencialmente dirigido al futuro. Estoy describiendo, en los términos más elementales, la estructura temporal de nuestra vida, la cual, en efecto, en cada uno de sus momentos o instantes, es una síntesis dinámica y originaria de las tres dimensiones del tiempo, articuladas en una unidad que podríamos llamar retentivo-proyectiva, y en la que, por consiguiente, el presente no es otra cosa que la proyección hacia el futuro del pasado retenido: esa es la estructura del acto de vivir, único que merece en sentido primario y real el nombre de acto, y en el que hay que integrar o al que hay que referir todos los demás que llevan ese nombre como meras funciones, expresiones o manifestaciones parciales suyas. El presente, pues, o no es nada -esa nada a que se reduce cuando se quiere aprehenderlo en sí, como ya decía San Agustín-, o es pasado futurizándose, y tanto más vivo estará ese pasado cuanto más fuerte sea esa su tensión o gravitación hacia el futuro.

Por eso, las conmemoraciones, que no son sino rememoraciones colectivas, tienden a congelar el hecho conmemorado -sea persona o acontecimiento- en un doble sentido: primero, por poner el acento en el mero recuerdo o memoria, en la mirada atrás, que tiende a ver el pasado sólo en su dimensión de tal, es decir, como algo que pasó; y segundo, por su significado colectivo, social o público, en cuya perspectiva todo se torna rígido y convencional. Así, pues, si el pasado -en este caso, Ortega- ha de vivir, sólo podrá hacerlo, no en su obra, como se dice (la cual, con profunda conciencia, dejó inacabada y abierta; y a este hecho esencial me volveré a referir después), sino en la «operación» de la misma sobre nosotros para asegurar su continuidad; porque vivir, la vida, según el propio Ortega la define, «es una operación que se hace hacia adelante», esto es, hacia el horizonte de las posibilidades -que es el futuro- y no hacia el de las realizaciones ya acabadas -que es el pasado como tal-. No es la misma, sin embargo, la carga potencial de posibilidades de todo pasado retenido o incorporado en nosotros; es decir, no todo pasado puede estar igualmente vivo, por más que lo queramos: hay aquí una escala de grados que va desde una vita mínima hasta una poderosa proyección de amplio y largo aliento. Ahora bien, cualquiera que conozca un poco a Ortega, al verdadero Ortega, quiero decir, percibirá, sin duda, con qué vigor pondera todo su pensamiento hacia el futuro, qué henchida de posibilidades está su actualidad, hasta qué punto está impresionantemente vivo. Cuanto más nos replegamos o concentramos sobre él, más fuertemente sentimos la necesidad de que ese pensamiento siga viviendo, es decir, desplegándose en la dirección esencial en que siempre lo hizo, a saber: en la de orientar nuestro porvenir, esta pobre vida nuestra, hoy tan desnortada. El Ortega actual, pues, sólo puede ser un Ortega posible -que es la definición misma que del movimiento dio el viejo Aristóteles-, un Ortega, por consiguiente, en movimiento, como él postuló que era la verdadera realidad y, por ende, el verdadero pensamiento: mobilis in mobile; no un Ortega sido y solemnemente perennizado y solidificado.

No basta, pues, con repetir que Ortega está vivo, sino que hay que hacerlo bueno dando fe de esa vida en uno mismo -cada uno a su modo y manera, y en su grado, por supuesto. Y espero que no se me haga la injusticia de pensar que estoy incurriendo con esto en la gran necedad que supondría el pretender que todo el mundo sea o se haga orteguiano. Por el contrario, creo que la mejor manera de ser orteguiano sería, como es sólito en los predios de la filosofía, como se ha dicho, mediante la comisión de parricidio, que es como fue platónico Aristóteles, y, de ahí en adelante, la mayor parte, por no decir todos los grandes discípulos que en el mundo han sido. Pero el parricidio requiere la previa paternidad, y si es filosófico, además, la genialidad -cosa que, evidentemente, no está en la mano de nadie. Lo que no obsta para que se pueda ser también discípulo, con plena dignidad y fecundidad, sin necesidad de ser parricida -la historia nos ofrece ejemplos de todas clases. En cuanto a los no orteguianos, no se les pide que lo sean, ¡pues no faltaba más!, sino sólo que sepan bien por qué no lo son, es decir, que no traten de ignorar esa enorme «cordillera de pensamientos» -la expresión no es mía, sino de J. Ferrater Mora, el filósofo no orteguiano más importante de hoy en lengua española, el cual sí sabe por qué y en qué medida no lo es (pues también en el no ser orteguiano hay modos y medidas, como en el serlo)-, que no traten de ignorar, digo -o, lo que es peor, que ignoren simplemente sin proponérselo-, esa enorme y «compleja masa de pensamientos» -otra expresión de Ferrater- que está ahí, en su mismísima e inmediata circunstancia española, desde hace muchos años, y que, a pesar de las «ocultaciones» históricas de que ha sido objeto a lo largo de las últimas décadas -y termino el párrafo con palabras del mismo autor citado-, «nos orienta sin que necesitemos por ello seguirla. Es ella la que, viva y latiente, nos sigue». Valga esta cita como ejemplo privilegiado de la clase de testimonio que puede dar un no orteguiano cuando afirma que Ortega sigue vivo. Lo demás, repito, es tópico y, en cuanto lo sea, no puede aceptarse como testimonio válido, pues una cosa es la verdad y otra muy distinta, y aun opuesta, la publicidad. Tanto que se podría definir el tópico como la degeneración publicitaria de la verdad. Al adquirir dimensión pública o social, en efecto, la verdad se degrada e, ipso facto, deja de serlo en plenitud. Pero lo peor no es esa degradación, con la que podemos perfectamente contar, sino el que esa verdad degradada aspire a suplantar a la auténtica, por vía de enmascaramiento. El tópico no lo sería sin un trasfondo de verdad -de ahí su fuerza social-, pero él no es más que máscara de la verdad -«máscaras nos rodean», dijo también Ortega. El tópico es, literalmente, el lugar común, la «verdad» de todos y, por tanto, de nadie, la hostería donde todos paran un momento, pero donde nadie hace morada. Y hay un «clasicismo» o una versión del mismo, precisamente hecho de tópicos (Ortega lo denunció también, como veremos), y hasta la misma palabra «clásico» es uno de ellos.

Por todo lo dicho, yo creo que lo que hay que hacer con Ortega para ponemos un poco en claro sobre esta su presunta condición de clásico es lo que él mismo prescribió como única actitud dotada de sentido ante ellos -ante los clásicos, digo-, a saber: traerlos «ante un tribunal de náufragos», para ver lo que de verdad pueden aportar ante tan rigurosos como necesitados jueces -y no hay verdad para un náufrago más que la de su posible salvación-, o, para decirlo en el lenguaje que venimos usando, para comprobar si, y hasta qué punto, siguen efectivamente vivos. Y quizá nada mejor, para iniciar el interrogatorio, que preguntar al reo cómo entendía él mismo el clasicismo. Encontraríamos entonces que Ortega se enfrentó con esta cuestión de un modo nada académico (como era característico en su estilo de pensamiento) y desde lo que, a primera vista, parecen dos actitudes opuestas, pero que en realidad son sólo dos posturas congruentes dentro de una misma actitud -lo que constituye otro de los rasgos peculiares de su modo o método intelectual. Son, en términos orteguianos, perspectivas diferentes ofrecidas por una misma realidad, y cuya elección o preferencia, en cada caso, es siempre perfectamente justificable, y hasta estrictamente documentable, en el contexto viviente de su pensar «circunstancial». Ante la primera posición, el clasicismo muestra su faz positiva y auténtica: la de la buscada perfección, la norma rigurosa -pero, ¡cuidado!, nunca exhaustiva, siempre mejorable-, la exigencia de superación, el canon de excelencia -pero, ¡atención!, no fijo o definitivo, sino constantemente renovado o regenerado. Ya en 1907, a los veinticuatro años, veía Ortega el clasicismo, en efecto, «no como un modelo y una regla, sino como una dirección y un impulso; no como un tipo dogmatizado, sino como un credo fluyente que en cada instante se supera a sí mismo, se muda el cuerpo dentro de un cauce sin mudanza» («Teoría del clasicismo», El Impar cid, 18 de noviembre de 1907; en Obras, I, pág. 68). Y: «Necesitamos [...] un clasicismo que oriente nuestra actividad y, trayéndonos aromas de tierras novísimas, nos incite a la conquista...». «Para esta sugestión de una mejora indefinida del hombre dentro del cauce de la historia, sin que sea admisible un tipo histórico de bondad y perfección insuperables, quisiéramos hallar un apoyo en el verdadero clasicismo: más aún, esa lucha por mejorarse, por superarse, es la emoción clásica» (ibidem, 2 de diciembre de 1907; en Obras, I, pág. 75). Pero también (sólo dos años después, en 1909): «Para mí el clasicismo significa [...] el amor a la ley, el lujo del hombre fuerte que se posee a sí mismo y somete a un cauce de normas la fluencia excesiva de su energía, en suma, 1 sistema de la ironía, de la continencia» (Renan, en Obras, I, 458). Y todavía, en 1924, que son las fechas por las que le interesaría a Ortega mostrar el otro lado del asunto, hallamos esta frase buida y casi lapidaria en su concisión: «[...] clasicismo es actualidad como romanticismo es nostalgia» (Obras, III, 263). Pero ese segundo aspecto que ahora Ortega destacará, lo que nos descubre, en cambio, es el lado malo, la facción paralizadora, inercial y, diríamos, ornamental del clasicismo: lo que tiene de tópico y utópico, de convencional e insincero, de más o menos grandilocuente gesticulación. «Todas las épocas llamadas clásicas -nos dice- han sido en este sentido insinceras: ni es posible clasicismo sin dosis grandes de insinceridad. Cuando oigo decir que una obra es 'clásica', cuando 'Vale para todos los lugares y todos los tiempos', recelo siempre en ella una inspiración utópica, formalista e insincera» (Obras, II, 477). Y también: «La vida clásica se compone de tópicos. Con esto no pretendo descalificar las ideas y valores característicos de las épocas culminantes. Sus ideas son discretísimas, sus valores son de alta nobleza, pero tienen la condición abstracta, genérica y mostrenca propia a todos los tópicos... El tópico es la verdad impersonal... Nuestra sensibilidad es rigurosamente opuesta. Vivir es para nosotros huir del tópico, recurrir de él a nuestra personalísima reacción... Todo arte clásico, toda vida clásica es convencionalidad constituida» («Sobre la sinceridad triunfante», 1924, en Obras, IV, 515).

¿Se contradice Ortega? ¿Son compatibles la primera y la segunda faz que del clasicismo nos ofrece? Perfectamente compatibles, contesto. Advirtamos, ante todo, que Ortega distingue entre el «verdadero clasicismo» (o, quizá más exactamente, entre un clasicismo propuesto por él como un desideratum), y al que respondería, en todo caso, su propio modo de ser clásico, y otro que, por lo visto, no lo es, el tópico. En aquél se potencian los vectores de lo que Ortega consideraba matriz de todos los valores: la autenticidad; en éste, por el contrario, se depotencian. Pero, bien entendido, ambas funciones se pueden dar, pueden convivir, dentro de un mismo clásico, pues, en definitiva, lo que llamamos «clasicismo» es una categoría reactiva y, por consiguiente, a posteriori, formada o excogitada ante ciertas obras, personalidades o épocas, por sus receptores o herederos. Nótese, pues, que, siendo la primera -y primaria- función del clasicismo la que pudiéramos llamar canónica o normativa -en el sentido dinámico que Ortega postula para ella-, ello no excluye la segunda o deficitaria, de la que, sin embargo, no son en rigor culpables los clásicos mismos, sino, ante todo, nuestra manera de encaramos con ellos, nuestra actitud falsamente reverencial justo ante lo que es más inerte y formal del clasicismo, una actitud gestada las más de las veces, por vía de contraste, en nuestra propia situación insegura o crítica. De ahí puede surgir y de hecho surge con la máxima frecuencia ese desangelado y débil temple vital que Ortega, con término muy suyo, llama beatería. Por ejemplo, en 1942 («Prólogo a la Historia de la Filosofía de Brehier) habla de «la pertinaz beatería clasicista, que no ha podido extirparse aún radicalmente de la filosofía griega y latina. La beatería -escribe- no es culto ni entusiasmo, sino la forma indiscreta de ambos. Peralta al 'clásico' sobre el nivel de la historia y en vez de intentar derechamente entenderlo como lo que es -como un hombre entre los hombres, y esto quiere decir un 'pobre hombre'- parte en su ocupación con él resuelto a admirar» (Obras, VI, 385).

Y así es como hay que ver al clásico: en su afanada y problemática existencia, pero tratando, eso sí, de entender cómo acertó a erguirse sobre ella y -aquí viene la palabra clave- «salvarse» en la obra esforzada que, después, a la luz de la crisis, resultará modélica. Mas cuando la crisis alcanza extensión y grados extremos, ya hasta los paradigmas se dislocan y descaecen, perdiendo su virtual ejemplaridad. Por ejemplo, hoy. O el inmediato ayer -1932, Goethe desde dentro-, en que Ortega escribía: «A la luz cruda, exigente, inexorable de la presente urgencia vital, la figura del clásico se descompone en meras frases y aspavientos» (Obras, IV, 397). (¡Qué hubiera escrito hoy!) Y es entonces cuando se hace perentoria la necesidad de «pedir cuentas» al clásico, de sacarlo violentamente de su limbo de alquitaradas perfecciones y traerlo ante nosotros con otro temple muy distinto -en realidad, opuesto- al de la beatería admirativa: el temple destemplado -valga la paradoja- del hombre que se hunde, ante quien pierde sentido todo lo que no sea «reacción natatoria» o «tabla de salvación». Es lo que él pedía que se hiciera con Goethe, con ocasión de su centenario (1932): «Nuestra herencia -dice allí- consistía en los métodos, es decir, en los clásicos. Pero la crisis europea, que es la crisis del mundo, puede diagnosticarse como una crisis de todo clasicismo. Tenemos la impresión de que los caminos tradicionales no nos sirven para resolver nuestros problemas: sobre los clásicos se pueden seguir escribiendo libros indefinidamente. Lo más fácil que puede hacerse con una cosa es escribir un libro sobre ella. Lo difícil es vivir de ella. ¿Podemos vivir hoy de nuestros clásicos? El fracaso de la Universidad ante las necesidades actuales del hombre -el hecho tremendo de que en Europa haya dejado de ser la Universidad un pouvoir spirituel- es la consecuencia de aquella crisis, porque la Universidad es el clasicismo». Y agrega, líneas después: «La vida es en sí misma siempre un naufragio... La conciencia de naufragio, al ser la verdad de la vida, es ya la salvación. Por eso yo no creo más que en los pensamientos de los náufragos. Es preciso citar a los clásicos ante un tribunal de náufragos para que allí respondan ciertas preguntas perentorias que se refieren a la vida auténtica...». Y añade: «Ni creo que Goethe recusase esa reclamación ante un tribunal de vitales urgencias. Tal vez es lo más goethiano que con Goethe se puede hacer» (Obras, IV, 396-398). Ante esta nueva visión del clasicismo que Ortega nos brinda, no hay duda de que -parafraseándolo- lo más orteguiano que puede hacerse con Ortega, en esta sazón peligrosa, en que está pasando, o ha pasado ya -no obstante su cercanía en el tiempo- a convertirse él mismo en un clásico, es, como decía antes, aplicarle su propia receta, es decir, citarle ante el «tribunal de náufragos» que somos nosotros. Mas, apenas hemos comenzado a hacerlo, nos asaltan por doquier la perplejidad y la paradoja Advertimos, en primer lugar, que este presunto clásico que es Ortega nos declara pertenecer él mismo al tribunal de los náufragos. Es más: vemos que Ortega es, por derecho propio, algo así como el presidente de dicho tribunal en nuestro siglo, según lo atestigua el sentido entero -y hasta el tenor literal- de su filosofía. Sería, pues, Ortega, en todo caso, un clásico sui generis, a quien, si la palabra ha de entenderse en su sentido tradicional, más bien le cuadraría la denominación de el contra-clásico, o bien la de el clásico de la crisis por antonomasia, ya que nadie ha realizado, que yo sepa, en ésta tan hondas auscultaciones como él item más: si, como él dice, «clasicismo es actualidad», vemos en Ortega la encamación superlativa de esta idea -que ya he glosado antes-, tanto que, más que como un «clásico del pasado» (expresión que hasta hoy era pura redundancia), se nos aparece como el clásico del futuro (expresión, a su vez, agudamente paradoxal, pero que, aplicada a Ortega, adquiere una rica polivalencia y una contundente veracidad). Y la adquiere en varios sentidos: doctrinalmente, por su idea de la vida como «futurición»; biográficamente, porque esa fue siempre la orientación y vocación cardinal de su real y efectivo vivir; históricamente, porque, como he dicho, y como diré luego todavía, no hay pensamiento en nuestros días con mayor carga de futuro. Por todo ello -y por muchas cosas más que no hay tiempo ni de apuntar-, la imagen convencional del clásico que empieza a proyectarse, insidiosamente, sobre la figura de Ortega, deforma esta figura hasta hacerla irreconocible. A esa deformación han contribuido, sin duda, poderosamente, las egregias calidades literarias de su obra, e incluso ese temple «jovial» -que él mismo contrapuso al temple tragicoide de los «aficionados a la angustia»-, esa «serenidad de mediodía» y ese «imperativo de claridad» que presiden todo su pensamiento. Mas, no nos engañemos: tras la brillantez, tersura, elegancia y potencia sugeridora de su estilo literario alienta siempre, como grave y poderoso contrapunto, un tremar de fondo, un pensamiento tenso, dramático y de intención agudamente soteriológica -aunque sometido siempre, eso sí, al régimen riguroso de la «ironía» y de la «continencia». No es casual, sino al revés, profundamente significativo, que, al tomar por vez primera plena conciencia de sus intuiciones fundamentales, muy joven aún (1913, a sus treinta años), eligiese para el género literario que él original y preferentemente cultivó -el ensayo, entendido a su peculiar manera- la denominación de «salvaciones». Pensamiento y palabra de «náufrago» son, pues, esencialmente los suyos, voz que clama en las procelas de la crisis, pero no en tonos apocalípticos, como Unamuno -el otro gran incitator Hispaniae-, sino una voz que, haciéndose cargo de la situación, es decir, sometiéndola a penetrante análisis, pide calma, serenidad y mesura, predicando con el ejemplo, como el buen capitán cuando la nave se desarbola y el pánico cunde. Y, en efecto, desde que su palabra enmudeció, sentimos, sobre todo los que le fuimos muy próximos y tuvimos la suerte de poder escucharla hasta el final brotando directamente de sus labios -y supongo que también, en alguna medida, todo el que lo leyera o escuchara bona fide en vida-, sentimos, digo, que algo muy alentador y edificante nos falta, precisamente cuando más lo necesitábamos, esto es, en este desquiciamiento general en que parece haberse sumergido el mundo en las últimas décadas. En este aspecto concreto, como en tantos otros, Ortega no ha tenido sucesor. Pero nos queda, eso sí, su obra -esa mina de la que tantas galerías posibles quedan aún por explotar-, y no sólo la escrita, por supuesto, sino la que nos brinda el ejemplo entero de su vida; él, que no quiso «ser hombre ejemplar», asume, yo diría que en virtud de ese mismo empeñado no querer, una nueva y eficientísima ejemplaridad. Él entendía la obra salvífica -al menos en lo que atañía a su propia misión- como tarea de pensamiento, y éste como enérgica reacción o respuesta a la situación individual (que lleva implicadas, o complicadas, la social e histórica) en que en cada momento hubo de vivir. Es decir, creyó que debía ser el suyo -por razones muy fundamentales y estrictamente filosóficas, imposibles de exponer aquí- un pensamiento «deliberadamente circunstancial». La fórmula, que acuñó ya en 1914 (Meditaciones), ha sido tan divulgada como generalmente mal, o al menos deficientemente, entendida: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo», fórmula que puede valer, según nos dice él mismo, como principio de toda su filosofía. Era, en efecto, ni más ni menos, la revelación intelectual de la vida -y, en ese sentido concreto, también un apocalipsis, pero buscado y metódico-: una nueva manera de ver, es decir, de mirar la realidad -«modi res considerandi», «posibles maneras nuevas de mirar las cosas». En suma, una nueva filosofía, en la más fuerte y genuina acepción de la palabra. Descubre Ortega la vida -que hasta entonces había «gustado de ocultarse» a la mirada intelectual, como la «naturaleza» en Heráclito- justamente como perdimiento y naufragio y, por ende, urgente necesidad y faena de salvación, y en ese descubrimiento -«superación del idealismo», «razón viviente», «tema de nuestro tiempo»- halla precisamente la clave de la salvación misma. Pues bien, a esa «circunstancialidad» del pensamiento le pertenece -entre otras muchas exigencias que constituyen para Ortega los requisitos de la verdad- el no hablar ni escribir nunca urbi et orbi, sino teniendo siempre en cuenta la persona o personas a quienes se dirige. Todavía en 1934 (Prólogo para alemanes) confesaba que hasta entonces (tenía Ortega ya cincuenta y un años) todo lo que había escrito lo había escrito «exclusivamente y ad hoc para gentes de España y Sudamérica» y sobre todo «para españoles y argentinos». Y muestra su extrañeza al ver la resonancia que esos escritos han tenido en oídos europeos. Quiere, pues, Ortega «salvar su circunstancia» por la teoría, y por eso será, desde sus primeras «navegaciones», El espectador. Pero un espectador de nueva especie, en un nuevo modo de bíos theoreticós, pues esas exploraciones intelectuales le llevan desde el principio «por mares de antes nunca navegados». Será, pues, el perpetuo vigía, el «hombre alerta» -theréutes, cazador- a las múltiples esencias y presencias en que la vida -«Isis miriónima»-, ese enorme, movedizo y proceloso océano recién descubierto, se le va desplegando ante los ojos ávidos y maravillados. Y como el esclavo liberado de la caverna platónica, siente la misión indeclinable de transmitimos, por la palabra luminosa, clara y exacta, pero también, y por ello, bella e irradiante -por una palabra, en suma, inteligible para todos, y para todos incitadora (ya desde sus años juveniles en Alemania evita la tentación de hermetismo y abstracción del Gehlerte)-, el contenido de esa procesión o theoña de fulgurantes contemplaciones en que se resolvieron su vida y su obra enteras. Fue, pues, Ortega, no el pasivo espectador que muchos han visto en él, sino, por el contrario, el denodado intérprete o «truchimán» de la vida, lo que en él implicaba ser a la vez el incansable incitador a la rebelión contra toda inercia mental, contra toda rutina ética, contra todo achabacanamiento y afectación, y, en resumidas cuentas, contra toda irresponsabilidad intelectual y contra toda falsificación de la vida misma. Y la evitación de todos estos escollos -para seguir con las imágenes marineras, tan de su gusto- fue para él, sencillamente, el repertorio de requisitos de la verdad y, por tanto, de la teoría en que ella debe decantarse. Por eso piensa que no es la nuestra hora de trenos y lamentaciones, ni de caliginosos misticismos, sino apremiante sazón de claridades, «la luz como imperativo».

Es a partir de estos índices mínimos, y somerísimamente esbozados, como hay que enfocar también, en particular, la asendereada cuestión -tan fundamental para entender su presunto «clasicismo» como pensador- del «ensayismo» orteguiano, incluida, por supuesto, su esencial dimensión periodística. No hay espacio aquí para entrar en el tema, pero sí quisiera, al menos, dejar explícitamente subrayados unos cuantos puntos referentes al mismo que espero perfilen con mayor nitidez la idea general que preside estas anotaciones. Y como primero y principal el que atañe al famoso asunto de la pluralidad y consiguiente «dispersión temática», se dice, del pensamiento orteguiano, con la acostumbrada secuela de atribuirle por ello grave pecado de inacabamiento, y hasta de insuficiente profundización, en los temas que toca. De esta peculiaridad de la obra de Ortega se han hecho eco, curiosamente, hasta algunos de sus más cercanos discípulos, si bien tratando de «disculparla», con lo que, implícitamente -y hasta a veces de modo expreso-, parecen admitir su insuficiencia. El propio Ortega se ha creído en alguna ocasión en el deber de justificar ante lectores u oyentes esta característica de su obra. (Ejemplo: el «Prólogo-conversación con Fernando Vela» a su Goethe, y, muy detalladamente, el «Prólogo para alemanes» a La rebelión de las masas, escrito de impar significación para su biografía intelectual.) Un análisis cuidadoso de estos textos nos daría un resultado justamente opuesto a aquella generalizada apreciación. No puedo, naturalmente, fundamentar ni documentar aquí esta opinión mía, pero sí quisiera, por lo menos, formularla con el mínimo de precisión que la economía de esta disertación permite, remitiéndome para su fundamentación, en primera instancia, a mi largo estudio Perspectiva y verdad, que, a falta de otros méritos, tiene al menos el de haber sido el precipitado de muchos años de trabajo sobre este aspecto esencial del pensamiento de Ortega. Y la formulación que propondría sería, en cifra, la siguiente: la filosofía de Ortega, pieza esencial, y seguramente la más grávida de futuro, como he repetido ya, de todo el pensamiento del siglo XX, no se habría podido expresar ni, por tanto, pensar de otra forma que como Ortega lo hizo, es decir, en ese incesante movimiento mental que revelan sus «gérmenes literarios» y ese inquieto, ávido transitar de unos temas a otros, en el cotidiano «diálogo» -«pensar es dialogar con la circunstancia», etc.- con su contorno inmediato y con el «afán de cada día» que fue su vida: una vida desplegada en haceres y azares plurales, pero siempre orientados por la voluntad de conferirles plenitud de sentido, es decir, fidelidad insobornable a su filosófico destino. Ello implica que Ortega encamó una manera nueva y original de entender la filosofía y, por tanto, de entender la verdad; una manera a la cual le pertenece de modo esencial la posibilidad de exigir, en determinadas circunstancias -concretamente, las suyas-, ese plural despliegue, no ya sólo de temas y géneros, sino también de actividades; o sea que, para ser auténticamente filósofo, Ortega necesitó ser literato, humanista, orador, periodista, editor, político, etc., además de profesor universitario y autor de libros de filosofía. Limitándonos a su condición de autor, esto quiere decir, ni más ni menos, que el ensayo y aun el artículo orteguianos son formas literarias necesarias e insustituibles de una filosofía tan estricta como lo fueron en su tiempo -y por ello siguen siéndolo- el poema presocrático, el diálogo platónico, la pragmatéia aristotélica, la suma o la disputatio medievales, el tratado more geométrico del barroco, la crítica kantiana o, ya en nuestro siglo, la investigación fenomenológica, el mamotreto existencial, el escrito lógico-matemático o el analítico. Tan estricta filosofía, repito, y por ello mismo irreductible a cualquiera de esos módulos, o modelos, expresivos. Cada escrito de Ortega es, en efecto, una ráfaga de luz mental que pone en súbita patencia algún aspecto oscuro, u oculto, de la realidad, o alguna esencialidad transeúnte de la misma, justo aquellos cuya actualidad los hace visibles en la concreta perspectiva vital orteguiana de ese momento, y en ninguna otra. Su mirada, orientada infaliblemente desde el centro cordial y ético de esa perspectiva, resulta así siempre aletheica, des-cubridora, des-veladora, veri-ficadora; cada una de esas vistas o «paisajes» que ella va revelando es, insisto, la necesaria, la insustituible, la debida en ese preciso momento para que, a través de ella y, sucesivamente, de la serie de todas ellas -es su método llamado «del hilo» o «de Jericó»- vaya transpareciendo y dibujándose la figura de esa fugitiva, dinamicísima, inmediata e inédita realidad que a él le importaba más que nada mostrar, porque sabía que esa misión deíctica constituía la verdad de su vida, y que sólo en ésta se podía hacer patente la verdad de la vida, que era, a su vez, la verdad de la hora. Pero esa hora no ha pasado, quizá porque Ortega vivió siempre anticipándose -como ya he señalado-, esto es, en un presente-futuro que es todavía el nuestro y que seguirá probablemente siéndolo aún en un mañana de duración impredecible. Puede decirse, pues, con todo rigor, que esa pregonada -y criticada- «pluralidad temática» es «pura exigencia metódica», pues, muy por el contrario, Ortega -como todo gran filósofo, o, si se quiere, como todo gran metafísico- se pasó la vida escrutando un tema único -aunque multifacético-, que en este caso, y por primera vez en la historia de la filosofía, resultó ser, precisamente, el tema de la vida. Fue entonces, y sigue siéndolo todavía -y seguirá siéndolo hasta que no agote sus posibilidades de desarrollo más importantes-, en uno u otro escorzo, el tema de nuestro tiempo. «La vida es el texto único, la retama ardiendo al borde del camino donde Dios da sus voces», escribió. Pero ese tema -esa realidad superlativamente móvil y compleja- sólo se ofrece en incesantes «variaciones», sólo puede ser vista en innumerables «perspectivas», y requiere por ello un pensamiento siempre en marcha, de agilidad agotadora. Y así fue, en efecto, el pensamiento y el «decir» de Ortega: ni el más pequeño fragmento de él es «obra muerta», «tejido adiposo», carga «parasitaria» o «linfática» -son expresiones orteguianas-, sino todo él «puro nervio» mental, tensa y alerta transmisión fielmente dinámica de las fluyentes «configuraciones» de esa realidad. Es lo que él llamó la sustitución de la visión sub specie aeternitatis por la visión sub specie instantis. Ese «decir» -y pensar- no es, pues, otra cosa que el lógos de la vida: un peculiarísimo modus dicendi -y, por supuesto, modus cogitandi- cuyo análisis y filiación precisos están casi enteramente por hacer -aunque no falten ya algunas calas importantes, como las que ensayó Marías, y especialmente la practicada sobre el prodigioso texto de Ortega sobre la caza. Otra cuestión es que la vida, la vida misma, una vez descubierta y mostrada -o simultáneamente con su descubrimiento y mostración-, pueda ser reducida, a efectos de pura teoría analítica, a un tipo de conceptuación más convencionalmente «sistemática». Este es un aristado problema de la filosofía orteguiana al que no podemos ahora ni asomamos -y del que se han ocupado en diversas formas y enfoques sus discípulos y comentadores. Recordemos tan sólo que ya en las Meditaciones la exigencia de sistema aparece como consecuencia ineludible de la visión perspectivista: ésta, a su vez, como una necesidad del pensar «circunstancial»; y, en fin, este último como condición esencial de la nueva verdad de la vida. Pero para que esa sistematización formal de lo ya en sí mismo sistemático -y de un modo más profundo y originario-, es decir, de la realidad radical que es la vida, fuera posible, era condición necesaria y previa -y sin duda lo seguirá siendo en niveles sucesivos de intelección- mostrarla, hacerla, por así decirlo, «visible y palpable» intuitivamente, más aún, manifestarla o ponerla en evidencia «ejecutivamente» por la palabra y por la obra. Y ahí radica la extrema dificultad de la tarea orteguiana -y, correlativamente, de la intelección cabal de su pensamiento-, por tratarse de una realidad que, justo por sernos la más inmediata y transparente, se había mostrado hasta entonces tan tenazmente esquiva a toda aprehensión intelectual. Yo he propuesto una fórmula que me parece expresar adecuadamente, y en forma muy sintética, la doble condición que la vida tiene de ser a la vez omnicomprensiva y omnipresente en esa su transparencia: «Todo aparece en la vida y en todo transparece la vida». Y la virtud esencial del decir de Ortega radica precisamente en esa su inmediata eficacia para «mostrarnos» cómo, en efecto, a través del hecho al parecer más insignificante, menudo y cotidiano -esas «materias de todo orden que la vida en su resaca perenne arroja a nuestros pies como restos inhábiles de un naufragio»-, se trans-parenta la vida misma en su enorme riqueza y complejidad o, como dice él, en sus innumerables «reverberaciones». Eso es lo que quería decir ya en su Adán en el Paraíso cuando afirmaba: «[...] todas las cosas viven».

El estudio más completo y penetrante que hasta hoy se ha realizado -al menos, que yo sepa- sobre la peculiaridad literaria de Ortega es el de Julián Marías, que abarca cuatro capítulos de su Ortega I, con un total de casi cien páginas llenas de aciertos interpretativos. Y, no obstante, pienso, esto es sólo el comienzo, aunque sea un comienzo muy promisor y que habrá que tener siempre en cuenta. Ahora no puedo ni resumir sus hallazgos básicos -los escritos de Ortega como «icebergs», la «dramatización de los conceptos», el «uso y significación de la metáfora», etc. Por eso prefiero terminar mencionando algo de lo que, en formatos y niveles muy distintos de los de Marías y otros comentadores filosóficos, han aportado otros no filósofos, al abordar también, a veces con notable clarividencia, esta cuestión de los modi dicendi de Ortega, desde sus puntos de vista gremiales. Por ejemplo, filólogos, como Ángel Rosenblat -en un enjundioso estudio sobre su «lengua y estilo»- o como Juan Marichal -en otro sobre su «singularidad estilística». Hay en este último, sobre todo, algunas fórmulas especialmente felices y oportunas para nuestro asunto, que no me resisto a citar, precisamente por venir de un extraño a la filosofía. Así, piensa, verbigracia, que «la actitud más representativa y más efectiva intelectualmente de esa generación europea» -la de Ortega, claro- «[...] se encuentra en la obra y en la personalidad literaria» de éste, y ello porque «el joven filósofo español tendía a elaborar un nuevo sistema comprensivo de la vida humana, sentida como una totalidad coherente, desde 'dentro' de ella misma» (Ciclón, enero de 1956, pág. 21). «Y así se cumple en su caso -añade- [...] una perenne ley histórica: su singularidad estilística le convertía finalmente en portavoz representativo de una 'morada' vital y de una época europea»... «Los fueros de la realidad [...] iban a encontrar en la obra y en la personalidad literaria de Ortega su mejor exponente, su más claro definidor, tanto en España como en la Europa transpirenaica» (ibid., págs. 22 y 24). Marichal llama al «instrumento expresivo» que se vio obligado a forjar Ortega el de «un nuevo clasicismo» -ese que ya hemos visto postulado por él en 1927-, y afirma que «el drama interno y la grandeza de su estilo están también en la voluntad de hacer oír todas las voces y de recoger todas las ideas. Musicien des idees le denominaba Denis de Rougemont, pero director orquestal, habría que añadir, que se siente dominado por la inmensa diversidad de sonidos de la Realidad. Rasgo, por otra parte, del auténtico genio humano» (ibid., pág. 26). No hay duda de que son lúcidos estos atisbos sobre el sentido de la obra escrita de Ortega y de la peculiaridad -o «singularidad», como dice su autor- de su estilo. Pero, en definitiva, los índices interpretativos más orientadores de este decir orteguiano los encontramos en el propio Ortega, y muy primordialmente en los dos citados textos de las Meditaciones -que han sido objeto de un esclarecedor «comentario perpetuo» también por parte de Marías- y el Prólogo para alemanes. En ellos hay múltiples claves para entender los géneros literarios que él cultivó o inventó, y, sobre todo, por qué hubieron de ser precisamente esos y no otros (se sobreentiende siempre, para que estas afirmaciones cobren su verdadero sentido, que se trata precisamente de «géneros» literario-filosóficos). Ahora bien, esas claves son, principalmente, postuladoras de atención hacia el hecho de la complejidad de su obra, de que, por hallarse ésta tan «entretejida con toda una trayectoria vital», esté «tan llena de secretos, alusiones y elusiones» y requiera, por tanto, una especialísima y no menos complicada hermenéutica, que es poco probable -temía él- que encuentre el ánimo generoso capaz de abordarla.

Yo creo que habría que aplicar a Ortega -aunque dándole aquí un sentido ad hoc- su propia frase, según la cual «la vida resulta ser, por lo pronto [...] un género literario» (Prólogo para alemanes, Madrid, Taurus, 1958, pág. 37). «Tal vez debía repararse más en que nunca ha habido un genus dicendi que fuese de verdad adecuado como expresión del filosofar», afirma en Origen y epílogo de la filosofía (1943-1944) (México, FCE, 1960, pág. 90). Podríamos decir entonces que el verdadero «género literario» en que Ortega vertió su pensamiento fue, en efecto, su propia vida. El que esta versión revistiese unas veces la forma o especie de «artículo periodístico», otras la de «ensayo» o «libro» o «conferencia» o «curso universitario» o, incluso, «conversación» o «diálogo», es pura casuística, pero esta casuística -en Ortega ocasionalidad o, mejor, «circunstancialidad»-, bien entendido, constituiría aquí la esencia misma de este «género», por el hecho de haber advertido Ortega que la vida es esencialmente «circunstancialidad». Y esta podría ser -si se ahonda en ella- la clave máxima para la interpretación y filiación precisa de los demás «subgéneros» orteguianos. Porque la vida, entera de Ortega fue, en efecto, eso: palabra -o silencio- responsable, pura efusión locuente transida de sentido ético y, a la vez, -y por ello mismo, aunque a primera vista parezca extraño y hasta quizá paradójico- de exigente elegantia, y por ambas cosas siempre reveladora. Pero, en definitiva, muy pocos han sido, en efecto, hasta hoy, los que han mostrado ese generoso ánimo hermenéutico que Ortega echaba de menos, a pesar de ser ya legión los que sobre él escriben, incluso gruesos volúmenes. Ahora bien, esta es, a mi juicio, una urgente, quizá nuestra más urgente, tarea. Lo que hay que hacer con Ortega -y cierro estas anotaciones con la repetida apelación, que es su leitmotiv- no es escribir libros o artículos para exhibir sus perfecciones «clásicas», sino hacerle comparecer ante nosotros para ver hasta qué punto, en nuestro trance de agudizada crisis, podemos vivir de él. Necesitamos no un Ortega como ornamento, sino como alimento; no admirarlo, sino devorarlo y, por supuesto, digerirlo. No negaré que es un alimento tan fuerte como sabroso, y, por ello, de laboriosísima «digestión». Pero creo también que, en el momento en que vivimos, ninguna otra dieta mental puede sernos tan saludable. Hay un pasaje suyo en el que «clasifica» al hombre como Wahrheitfresser, es decir, el animal que se alimenta de verdades o verdávoro. Pues bien, yo invito al lector al «banquete» o «festín» orteguiano como a nuestra más clara posibilidad de atender hoy a la tremenda necesidad o hambre de verdad que padecemos -«hambre de saber a raíces», llamó él a la filosofía-, porque me parece que no encontraremos en el pensamiento contemporáneo más abundante provisión -actual y potencial- de tan vital e imprescindible pitanza. Y si se me pregunta por qué lo creo así, diría que porque en Ortega coinciden felizmente un conjunto de circunstancias históricas, personales y biográficas que difícilmente podrían haberse dado en otro lugar o momento, y que arrojaron como resultado ese tipo sui generis de pensador que él fue, a saber: el único en quien la compenetración, más aún, la identificación entre verdad y vida podía alcanzar la plenitud de ser a la vez realidad profunda y expresa y rigurosa doctrina.





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