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Pere Gimferrer, de «Arde el mar a "Exili"»

(Prólogo de Arde el mar, el vendaval, la luz: primera y última poesía de Pere Gimferrer, ed. Círculo de Lectores, Barcelona, 1992, págs. 13-21)

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Afirmó Pere Gimferrer que la lengua catalana le ha hecho posible expresarse en primera persona. Podría, quizá, haber matizado el aserto, diciendo, por ejemplo, que le ha permitido expresarse mejor o más intensamente. Porque no es preciso demostrar que su yo personal se manifestó también en castellano, y que algunos de sus poemas tempranos constituyen vigorosas proclamaciones de su persona.

Lo comprobamos brevemente situándonos ante el poema «Primera visión de marzo», de Arde el mar. El poeta es un joven veinteañero a quien una vida poética le ha nacido entrelazada con su vida histórica. Ésta le ha hecho presenciar el mundo con la continuidad del día a día. La otra, en cambio, la artística, le permite contemplar, de cuando en cuando, en esa experiencia continua -son sus palabras-, «una presencia que, de súbito, estalla» ante sus ojos.

Esos estallidos que surgen en su vivir poético, y que son, en tal mocedad, principalmente recuerdos, sobre todo, recuerdos estéticos, transustancian en acontecimientos bellos, melancólicos o jubilosos, menudos sucesos históricamente experimentados por el escritor. Son, en cierto modo, contradictorias esas dos formas de vida, por lo cual, una duda de la otra. «¿No me mentís?», pregunta a aquellas fulguraciones, «en esta vida / tan ajena y tan mía». Y añade:


Hacia otro, hacia otra
vida, desde mi vida, en el común
artificio o rutina con que se hace un poema,
[...]
[...] vivo en su contradicción.

La poesía es, pues, la vía de tránsito entre la experiencia acumulada por este casi adolescente, a otra existencia, donde el tiempo la ha cambiado, tiñéndola de las emociones con que vive actualmente. La experiencia transformada y vivida ya de otra manera, está constituida por recuerdos de viajes, lecturas, cine... Apenas otras cosas configuran el yo autobiográfico en Arde el mar: una infancia que el autor confiesa no haber tenido, el ruido hogareño de la máquina de coser, tardes monótonas, «cortinas fantasmales», el largo pasillo que afluye a un balcón, él mismo, desconociendo su propio rostro, en cuyos ojos alumbra una luz distinta: la de su yo poético, una «luz de leyenda», asegura, «un mundo, salas, / caminos, rosas, montes, arboledas, / tapices, cuadros, parques de granito, / abanicos abiertos...»; y donde hay también una tumba: la del niño que fue y que ha acumulado esos recuerdos, ahora abierta para él, cuando el hombre se inicia y ha surgido el amor.

El yo biográfico que asoma en Arde el mar está, pues, nutrido de reminiscencias bellas, de una belleza decadente, o como el propio autor confiesa, un tanto «camp». De ahí el desinterés de Gimferrer por la poesía que entonces se escribía, dictada, sobre todo, por la exhibición ostentosa de egos políticos. Y es ese yo, de naturaleza esencialmente artística, iluminado por la que hemos visto llamar «luz de leyenda», el que se ve en la obligación ineludible de traducir en verso. Pero esto ya es oficio, oficio de poeta. Su instrumento son las palabras, empeñadas en dar forma a lo que destella en el alma. Lo cual es siempre, insisto, el recuerdo de algo visto o leído, que ahora, más tarde, y sin saber por qué, tal vez por el regreso al lugar recordado, se ha cambiado en la fulguración, en el estallido a que el poeta mismo se refirió.

El escritor, por ejemplo, está en una plaza que ya contempló antes; la mira con sus ojos actuales; pero se le superpone la plaza recordada de su visión anterior, que la ha trasformado en una ensoñación mil veces más bella:


Veo
con otros ojos, no los míos, esta plaza
soñada en otros tiempos, hoy vivida,
con un susurro de algas al oído
viniendo de muy lejos.

Es esencial reconocer que el yo poético no coincide nunca, no pueden coincidir nunca con el yo biográfico. El hombre o la mujer se transforma en poeta, es decir, en una naturaleza diferente, cuando experimenta en su espíritu turbaciones, emociones, asociaciones, muchas veces nada evidentes ni aun lógicas, sólo por él o ella perceptibles; entonces, entre otras prerrogativas, y de acuerdo con la naturaleza individual de lo que desea comunicar, cuenta con la libertad de emplear el lenguaje sin someterse a las reglas que, con el simple carné de identidad, se deben obedecer. Esa libertad, como es lógico, responde a la precisión de expresar el destello, tantas veces irracional, y tan distinto de esa iluminación monocroma con que vemos, y ve el poeta mismo, en cuanto ciudadano, el mundo de todos los días.

Parece redundante decir que es el yo poético, no el biográfico, el que dicta la poesía; éste no puede inducirla, si no experimenta una profunda transformación que cambie su naturaleza. Resulta injustificado el interés de la crítica por ahondar en la biografía de los artistas; no deja de ser simple curiosidad, intrascendente para la comunicación literaria, porque ésta se establece entre un poeta -no un contribuyente-, y un lector que también, para serlo, ha tenido que recluirse en un paréntesis de su trajín cotidiano. A veces, es muy honda la mutación que la mujer o el hombre sufren para ser verdaderos poetas (y lectores de poesía). En cualquier caso, nunca falta. Y puede ocurrir que se desconozca el vivir histórico del escritor, o que él mismo lo vele, y sólo nos permita acceder a él ya transformado. Pero es ese mundo profundamente trocado y aun trucado, siempre accesible sin conocer sus nexos con la verdad biográfica, el único que importa para entender la poesía, el único que tiene sentido explorar por una crítica lícita.

Gimferrer se muestra raramente explícito en su gran poema «Band of Angels». Puede sospecharse que alude al encuentro real con la amada. Pero poco interesa si lo sospechado ocurrió: que la vio en una sala de conciertos, su aparición y desaparición instantánea; su otra visión en un claustro... ¿Y si esas supuestas precisiones que el autor apunta, fueran sólo la metamorfosis de la historia en poesía, donde es hermoso el encuentro en un lugar donde latía «un corazón magnético / que envolvía en un círculo, hacia arriba, / sala y rostros y música hacia ti»?. De igual modo, a la naturaleza lírica de Gimferrer, con independencia de su verdad, pertenece el claustro silencioso en el atardecer, cuando vio salir a la amada con la vista «vertida en algo más allá de ti, / la astral fosforescencia de tus dientes», y «el hielo dulce y terso de tus labios».

Todo eso pudo ocurrir en una sala de conciertos y en un claustro, pero lo único cierto es que el poeta ancla la explicitación de su amor a su mundo espiritual de entonces, hermosamente decadente, como hemos dicho. Y esto es lo que importa para acompasar nuestro sentimiento al suyo: la coherencia de ese mundo en que arraiga su poesía, en el que surgen los destellos que transforma en versos. Carece de interés que la realidad en que se alojaba su biografía fuese otra, y el escritor la hubiera tergiversado. Desde Aristóteles sabemos que nunca se puede acusar de mentiroso al poeta.

De ese Pere Gimferrer temprano, demos un salto al último, porque no es el vestíbulo del presente volumen un lugar adecuado para detenerse con prolijas razones. Vengamos a El vendaval, el gran libro admirable. En el cual observamos que, si no me engaño, no aparece ni una sola vez el pronombre yo. Por ello, el contraste de esta obra con las anteriores, mueve a perplejidad. El autor, que había optado por la lengua catalana para poder utilizar la primera persona -debe entenderse: singular-, prescinde de ella en su más reciente poemario. La primera persona figura alguna vez, pocas, en los pronombres átonos («M'ha vingut el verd a la mirada»), nunca en el singular de las formas verbales, pero sí en las plurales, así como en el plural de los pronombres personales («Diem mots, però no diem el món. Impur, el vespre ens crida»). En El vendaval, la tercera persona es por completo dominante. Y ello, porque el libro manifiesta un universo poético donde el yo se retira, hay más sensación que sentimiento, y éste deja paso a sucesos espectrales, a acontecimientos impresionantes pero externos. Un caso extremo puede ser aquel en que el ojo contempla unas manos que pulsan un arpa -«Arpa» se titula el poema-, y forman un bloque blanco flotando en nada:

A la sala de París, una mà blanca i una altra mà blanca. Una barra de blanc a la sala de París.

Es todo. Parece como si en el escueto recinto concedido al poema, el yo no cupiera. El titulado «Exili», al que el autor me ha ligado con firmes vínculos de gratitud, es -tal vez soy parcial al calificarlo- el más significativo del libro. Corriendo el riesgo que implica la exégesis de un texto tan hermético, me atrevería a aventurar de qué exilio se trata. Helo aquí:


Clavats a la paret, el signe Rossinyol,
el signe Cadernera, noms d'un batec, d'un crit,
o l'Estornell, el passatger dels boscos,
una claror d'imatges en un moment verbal:
la llum en simulacre, el so del mot fet mot. Hem dit la tarda groga
o la caputxa de l´hivern, la conca
de plom del riu que esmola el glaç del cel,
la desafecció del mot i el món visible:
diem mots, però no diem el món. Impur, el vespre ens crida
amb un penell de llum al cel estrangulat de vermelleses,
la cacera dels signes i dels mots falconers.
I ni tan sols de signes vivim: del so dels signes,
no la vida del mot, sinó la pell del so.
L'entelament del món a l'obaga dels mots1.

Abstractamente clavados en la pared, es decir, inmovilizados, sin vida, vemos signos que nombran dos pájaros cantores, el Ruiseñor y el Jilguero, y un pájaro raudo, el Estornino. De ellos no hay en la pared más que su simulacro: el sonido de sus nombres.

De igual modo, cuando hemos dicho cosas como «la tarda groga / o la caputxa de l'hivern, la conca / de plom del riu», percibimos cómo el mundo visible y los vocablos que lo nombran no coinciden. «Diem mots, però no diem el món». Ahí está, por ejemplo, un cielo llameante en el atardecer: sólo podemos capturarlo, hacerlo nuestro, con signos, con palabras cetreras. Ni aun con ellas: con algo más débil, más lábil: la simple «pell del so». Es desolada la conclusión: «L'entelament del món a l'obaga dels mots».

He aquí, pues, nuestro exilio, del que se ha hecho portavoz el poeta, intérprete y revelador de una profunda intuición colectiva, con la que disuelve su yo en un nosotros poético. Estamos desterrados del mundo: sólo mediante las palabras entramos en comunicación con él. No poseemos las cosas, sino sus signos, las voces que las nombran, sus fantasmas.

Y con esta inverniza y triste conclusión, Pere Gimferrer escribe El vendaval, retrayendo su yo, afirmando un nosotros nuevo en su poesía, que nos funde en el exilio común de cuanto vemos. El poeta percibe las cosas, los acontecimientos, con sentidos maravillosamente agudos, y echa a volar lo único que poseemos para aprehender todo aquello: las palabras halcones, sus palabras poderosas, que son las auténticas autoras de El vendaval. Con un esfuerzo ascético de pureza, el yo del autor se ha trocado ya casi sólo en lenguaje. Se ha hecho en él verdad, más tal vez que en poeta alguno, aquella profunda aserción de Heidegger, según la cual, la poesía es sólo lenguaje que habla.





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