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Samuel Gili Gaya

(Homenaje a la memoria de don Samuel Gili Gaya en la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 12 de febrero, 1992)

Fernando Lázaro Carreter


Real Academia Española



Puede justificar mi intervención en este acto mi doble condición de Presidente de la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, que gustosamente -ella sabe con cuánto gusto- colabora con la Asociación de Profesores de Español sumándose al recordatorio de don Samuel Gili Gaya, y la de Director de la Real Academia Española, a la cual perteneció nuestro llorado amigo, como miembro numerario, desde 1968 hasta su muerte en 1976. No traigo delegación expresa para representar a dicha Corporación, pero estoy seguro de que se siente muy satisfecha de que en este homenaje intervengamos tres de sus miembros.

Y dos de ellos, vinculados a la enseñanza secundaria, como él lo estuvo, porque, es bien sabido, don Rafael Lapesa fue Catedrático de Instituto, y don Manuel Seco lo son. Yo no pude. El final de mis estudios coincidió con la ojeriza indisimulada que la enseñanza pública padeció, y fueron pasando los años sin que se convocara una sola plaza de Lengua y Literatura de Institutos. Tantos, que me fue posible doctorarme y preparar la Cátedra universitaria que obtuve. Y así, me fue forzoso desviar mi carrera del proyecto concebido, que era bastante habitual hasta entonces: enseñar en un Instituto, mientras se aprendía y se trataba de sumar méritos con vistas a la enseñanza superior. Fui de los primeros que llegaron a la Universidad sin madurar -después, han seguido cientos-, y muy joven, hasta el punto de que don Dámaso Alonso me ordenó que, en el extranjero, ocultara mi condición de Catedrático de Universidad mientras no cumpliera treinta y cinco o cuarenta años.

Debo decir que yo mismo me sentía avergonzado, porque me miraba en el espejo de personas como José Manuel Blecua, Rafael Lapesa, Salvador Fernández Ramírez, José Filgueira, o Guillermo Díaz Plaja, y, cómo no, don Samuel, y sentía demasiado pequeña mi imagen. En especial, cotejándola con la de don Samuel, que fue por aquellos años la que, de entre todos los nombrados, tuve físicamente más cerca. Lo conocí, efectivamente, en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, adonde había aceptado acogerse a un ambiente nada cálido para poder dar remate a la obra en que se había empeñado antes de la guerra: el Tesoro Lexicográfico, recopilación del léxico registrado por los diccionarios de español hasta el de Autoridades. Cuando llegué al Consejo como becario, en 1946, andaba ultimando el primer volumen. Trabajábamos en la misma sala, y era para un joven doctorando el modelo más perfecto de la puntualidad y de la diligencia. Le preocupaba en extremo la pulcritud de la publicación, e iba frecuentemente a Chamartín a consultar los más pequeños detalles tipográficos con don Ramón Menéndez Pidal, su maestro venerado. Hablábamos de vez en cuando, interesado él por mi trabajo sobre las ideas lingüísticas del XVIII. Ya andaba, por entonces, pensando en su Diccionario de sinónimos, que vería la luz en 1958, y le parecieron útiles los datos que yo allegaba sobre la sinonimia en el pensamiento ilustrado. También mi distinción entre los rasgos del casticismo y del purismo, que aceptó y consagró en el prólogo de ese Diccionario. Cumplía así con la condición suprema de los maestros, que es acoger con cariño los posibles progresos del bisoño o, por lo menos, estimularle a hacerlos.

Pero don Samuel contaba con otro centro de trabajo espiritualmente mucho más confortable, en donde también íbamos a reunirnos: la Academia. Menéndez Pidal y Julio Casares habían concebido el audaz propósito de afrontar ex novo el Diccionario histórico de nuestra lengua, renunciando, por imperfecto, al que había empezado a publicarse antes de 1936 -tal vez ese mismo año, no recuerdo bien-, que ya alcanzaba hasta la letra «C», y cuyos ejemplares habían quedado destruidos en la contienda civil. Y a ese difícil tajo fueron llamados don Rafael Lapesa, Fernández Ramírez, Zamora Vicente y Gili Gaya. Don Rafael me libró de una emigración temprana a que estaba decidido, llevándome a colaborar como auxiliar con ellos en tan importante empresa lexicográfica, con lo cual, la relación con don Samuel, devota por mi parte, iniciada dos años antes, fue afianzándose en la calle de Felipe IV.

Sólo unos meses entre 1948 y 1949 duró nuestra convivencia allí; lo estoy viendo en su pupitre, junto a un balcón de la izquierda del Seminario, aplicado a las fichas y a los ordenamientos provisionales que los colaboradores menos preparados hacíamos llegar a los redactores de mayor responsabilidad. De vez en cuando, el silencio casi cisterciense del lugar, se rompía con la voz grave, amable, pero también un tanto rota y mal medida que la sordera imponía a don Samuel, aconsejando, rectificando y verificando datos.

En 1949, marché a Salamanca, donde había de permanecer más de veinte años. Pero nuestra relación prosiguió aún más intensa, con motivo de una pequeña aventura esperanzada que compartimos. Si las circunstancias me habían vedado la docencia preuniversitaria, no se había extinguido -no iba a extinguirse nunca- mi preocupación por la formación idiomática y literaria de los jóvenes escolares. Militaba entre quienes creían que la construcción de una sociedad mejor precisaba de una enseñanza muy mejorada de la capacidad de expresarse y de entender y de sentir los españoles. En mis primeros años salmantinos publiqué algunos artículos sobre la necesidad de la reforma de unos estudios que, esencialmente, consistían hasta entonces, por lo general, en un programa de Gramática y en una historia literaria, normalmente y salvo excepciones, alejada de los textos.

El acceso de Joaquín Ruiz Jiménez al entonces llamado Ministerio de Educación Nacional, y de mi amigo Joaquín Pérez Villanueva a una Dirección General, me proporcionó la oportunidad de contagiar la idea de la reforma a quienes podían decidirla, y se formó una Comisión para llevarla a cabo, en la que yo acompañaba a don Samuel, a don Rafael Lapesa y a don José Filgueira Valverde, encargados de planearla y de difundir sus principios entre todo el profesorado de Enseñanza Media, antes de proceder a su implantación oficial. A tal fin, don Rafael y yo -debió de ser en 1951-52-, nos trasladamos a París, donde visitamos durante un mes los liceos más acreditados por la perfección de sus enseñanzas, observando el trabajo en las aulas y cambiando impresiones con los profesores. Todavía permanecí casi otro mes más, asistiendo al Centro de Investigaciones Pedagógicas de Sèvres, y adquiriendo abundante material didáctico que el Ministerio pondría a disposición de los profesores.

Como es natural, nuestra idea de los cambios que deberían realizarse ya estaba en línea con lo que en Francia se hacía. Y organizamos una serie de reuniones en varias ciudades españolas, a la que concurrían todos, absolutamente todos, los Catedráticos que enseñaban en los Institutos más próximos. En ellas, a lo largo de una semana, y en seminarios que duraban todo el día, las cuatro personas que he dicho desarrollábamos ponencias sobre los distintos aspectos de la docencia lingüística y literaria, con intervención de los asistentes. Y en esas semanas inolvidables, pude conocer al Gili Gaya maestro, con sus explicaciones que resultaban de una larga experiencia y de un deslumbrante sentido común, de un conocimiento profundo, no diré de las materias, porque esto ya se supone, sino de la psicología de los niños y adolescentes, de su variable capacidad para aprender e interesarse, de lo que era posible enseñar u omitir, de lo que convenía no hacer nunca, y de lo que convenía hacer siempre. Aprendí de él enormemente, y es lástima que nunca se decidiera a dar forma escrita a aquella sabiduría magistral.

La reforma que predicamos, y que fue acogida sin reservas -mejor dicho, con la excepción de una sola persona, verdadero residuo paleontológico-, se fundaba en la inmersión de los alumnos en la práctica concreta de la lengua y en el comentario de textos. La última de aquellas reuniones tuvo lugar en Santander. El ministro, que nos acompañó el último día, nos confió la redacción del plan de estudios y de las instrucciones metodológicas, ya casi innecesarias, pues todos los Catedráticos habían intervenido en la tarea de perfilarlas. Y algo muy importante: el borrador de decreto por el que don Samuel Gili Gaya sería nombrado Inspector General de las enseñanzas de Lengua y Literatura en el Bachillerato.

Pero tales disposiciones nunca vieron la luz; mejor dicho, algunas sí la vieron, como luego diré. Cayó el Ministerio de Ruiz Jiménez a causa de unos sonados disturbios estudiantiles, y sus sucesores no sintieron mayor interés por aquello que con tanta ilusión habíamos planeado.

Parece ser que cuando alguien habló de ello al nuevo Director General de Enseñanza Media, boticario de oficio y Cátedra, comentó al saber quiénes habíamos intervenido: «Lo mejorcito de cada casa». Lo chusco es que nuestros escritos cayeron en manos de los nuevos regentes de otras enseñanzas, y los planes fueron promulgados para el Bachillerato Laboral. Cuando el comentario de textos entró por fin en el Bachillerato a secas, fue ya del modo infecundo a que lo condujo el modo de exigirse en los exámenes, tan contrario a lo que debía ser.

Volvió don Samuel a su Tesoro Lexicográfico y al Diccionario Histórico, hasta que la Academia lo llamó, en 1968, como he dicho, para suceder a don Gregorio Marañón. Y con una finalidad muy determinada: la de confiarle la elaboración de los capítulos de Sintaxis en el Esbozo de la Gramática que se proponía publicar; don Salvador Fernández Ramírez tendría a su cargo la Fonología y Fonética y la Morfología. Ya entonces nuestra amistad era estrecha, y se afirmaba en mis espaciadas visitas a la Academia, y en otros inolvidables encuentros, alguno en su Lérida natal. No era sólo de filología de lo que hablábamos: hacíamos generoso intercambio de chistes políticos, como buenos coleccionistas que éramos.

Nuestra última coincidencia se produjo con mi ingreso en la Academia, cuatro años después que él, cuando ya el Esbozo de la Gramática estaba terminado, y aún me cupo el honor y la alegría de formar parte de la delegación que lo presentó poco después en el Congreso de Academias de Caracas de 1972. Ese volumen fue la muestra del talento y de la abnegación con que hombres del saber de don Samuel y don Salvador consagraron su esfuerzo desinteresado a una tarea anónima, con un sentido emocionante del deber, y un ejercicio admirable de la humildad, tan consustancial con el espíritu de ambos.

Sería impertinente que yo me alargara tratando aspectos de la persona y de la obra de nuestro homenajeado que mis compañeros de mesa se disponen a glosar. Don Rafael Lapesa, que lo conoció mucho mejor y desde mucho antes en aspectos más íntimos, convertirá en retrato acabado el parcial esbozo que he trazado. Don Manuel Seco, con su autoridad en el arte de los diccionarios, explicará de qué modo lo cultivó don Samuel. Por fin, don Germán Suárez, que ha sabido mantener vivo el culto al gran profesor y filólogo, y a cuyo entusiasmo se debe aquel cálido volumen de homenaje in memoriam que le dedicamos en 1979, tratará justamente de esos dos aspectos de su personalidad, la de investigador y la de docente. Que no lo fue sólo en las aulas de enseñanza media: en sus libros, aprendimos los universitarios de mi tiempo, como siguen aprendiendo muchos de los de ahora. Aquel «Curso Superior de Sintaxis Española», tan claro, tan solvente, con que, en 1943, reanudaba la actividad gramatical e nuestro país, casi paralizada en el tiempo precedente; aquellos Elementos de fonética general, de 1950; las sucesivas ediciones del Diccionario VOX; las de clásicos, como las excelentes del Marcos de Obregón y Guzmán de Alfarache... ¡Tantos libros suyos, sin contar los artículos en revistas, que nos fueron formando durante largos años a quienes queríamos seguir su mismo camino!

La Asociación de Profesores de Español, organizadora de este homenaje me pidió que justificara el motivo. Pero se justifica por sí mismo; nos da pretexto el cumplirse dentro de sólo cuatro días, el centenario de su nacimiento. Bien está como pretexto, pero no lo necesitábamos cuantos nos hemos reunido aquí, porque, mientras vivamos, estaremos rindiendo íntimo homenaje en el alma a quien fue nuestro amigo, nuestro maestro o ambas cosas a la vez. Quienes lo conocimos, o quienes sólo han establecido contacto con él a través de sus publicaciones, siempre claras, pulcras, exactas de doctrina y testimonios perennes de elegancia intelectual. En todos nosotros, que consagramos o hemos consagrado nuestras vidas a los ideales que sirvió don Samuel Gili Gaya, el homenaje a su memoria es constante. Sin olvidar su calidad de ciudadano que, en la plenitud de su vida, cuando podía conducirla por derroteros más brillantes, vino a cebarse en él la adversidad política, y no se arredró: siguió laborando ascéticamente, sometido a las circunstancias, seguro de que estas pasarían porque siempre pasan, de que el tiempo borraría de las memorias el nombre de quienes bullían en puestos que él merecía más, y que quedaría en cambio el recuerdo, de quienes como él, habían creído en la función augusta del profesor y en el trabajo investigador bien hecho. Y, también, de quienes habían practicado la sabiduría modesta y bondadosa, y la dignidad cívica en años de tantas claudicaciones. Se trata, pues, de un homenaje merecido, por cuanto el maestro fue y sigue siendo un ejemplo para todos nosotros.





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