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Hombre y hombre [Fragmento]

Volodia Teitelboim






Chile y Tolstoi: Peregrinos atrasados

Volando sobre Rusia en 1952, escucho a mi vecino de asiento, que ya toca los lindes de la vejez, el novelista chileno Fernando Santiván, llamarse «el peregrino» que llega por fin a tierras del antiguo maestro. En Moscú y Leningrado habla de la Colonia que, siguiendo sus enseñanzas, cuando joven, a principios de siglo, forma con un grupo de escritores y artistas de San Bernardo.

Precisamente su obra más conocida se llama Memorias de un tolstoyano. En ella, como en sus reminiscencias durante el viaje por la Unión Soviética, evoca los santos patronos de aquellos días: Dostoievski, Tolstoi, Gorka. Se jacta de que en aquel núcleo de muchachos iniciados nadie conoció a su héroe de barbas caudalosas mejor que él, «hasta en los menores detalles». Era su ícono familiar. No sólo había leído sus novelas sino que las estudió. Se embebía en sus teorías morales y filosóficas que «eran para mí tan conocidas como el silabario». Compartía esta adoración con el pintor Julio Ortiz de Zárate. Recuerda que confiesa a su amigo: «Tolstoy es como nuestro padre común. Yo... yo... iría en peregrinación a Rusia sólo para besar sus manos venerables...». Ahora andaba en peregrinación por tierras del santuario, pero su padre apostólico había muerto hacía más de 40 años.

Junto a Augusto Thomson, los tres volvían insistentes al tema: Tolstoi, la simplicidad de la vida campesina, la no resistencia al mal, huir de la atmósfera viscosa y sucia de la ciudad. Tanto hablaron del asunto que un día Fernando Santiván propuso pasar de la teoría a la práctica. Cuando Luis Ross, el mismo que enviaba a León Tolstoi empecinadas cartas admirativas que nunca tuvieron respuesta, supo la decisión, prorrumpió a gritos y planes muy de época: «¡Qué vida! ¡Qué linda vida! ¡Sublime!... Educarán ustedes a los araucanitos, como lo hacen los misioneros capuchinos... Formarán hombres libres, a semejanza de Reclus y Kropotkin».


Somos tolstoyanos

D'Halmar se veía participando en un falansterio de artistas y anunciaba con empaque de actor: «Estableceremos los métodos de Yásnaia Polaina». Entre nosotros Tolstoi, como Dostoievski y Gorki, ejercen un influjo fuerte a la vez que impreciso sobre escritores tan distintos como el propio Fernando Santiván, Augusto D'Halmar, Baldomero Lillo, Víctor Domingo Silva y curiosas figuras fronterizas de la literatura de ese entonces, como Luis Ross. Luego imprimen su sello sobre el Grupo de los Diez y la generación de pintores del año 1913. Cada uno buscaba en Tolstoi respuesta a interrogantes que los inquietaban. «Somos tolstoyanos», decían todos, pero cada cual a su manera, poniendo unos el acento en el artista, otros admirando más que nada al moralista; aquel transportado por La guerra y la paz, Resurrección o Ana Karenina; este deslumbrado por Mi confesión, que tomaba como manual de vida. Su signo inspirador fue, en primer término, social. Sin duda, tuvo también eco literario, a menudo difuso, sobre varios escritores chilenos de esa época. Hasta el propio D'Halmar, tan dado a la esotérica, publica una primera novela, Juana Lucero, donde el naturalismo se dulcifica con un sentimiento de conmiseración y al fondo de sus páginas cruza ondulando la sombra magistral.

Después de la llamada «Revolución de los Banqueros», en los comienzos del siglo XX, a Zola y Maupassant se agregaron otros ídolos.

Los rusos y los escandinavos eclipsan a los franceses, por una humanidad que traspone el límite. Los criollistas del Centenario suelen sentir a ratos un magnetismo hipnótico, reconocen su influjo casi mágico como el signo del tótem y eligen entre ellos sus nuevos dioses, fetiches y evangelistas.







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