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La camará [Fragmento]

Fernando Santiván





Una mala palabra de Mariano, un gesto de violencia, habrían bastado para cortar el hilo que los mantenía juntos a ellos y a él. Ya lo había visto claro el día en que Mariano quiso atropellar a la patrona del boliche. Ni uno solo de sus compañeros -que guardaban entre sí una libertad salvaje- estuvo de su parte, y si la escena, a causa de la entereza de la señora, no hubiese tomado un rumbo adverso a Mariano, seguramente Astete hubiera visto terminar su aventura en forma más desairada aun. Después se abrió entre ellos un precipicio insalvable: la admiración y la ternura, y quizás algo más, que los de la cuadrilla demostraban a Luscinda. Unos celos rabiosos encabritaban el alma de Mariano, celos que habrían estallado en forma violenta sino lo mantuviese atado a ella su vanidad de varón preferido. Luscinda temía aquel estallido que podría envolverlos en tragedia. Para su alma de mujer criada en un ambiente de orden, un desenlace semejante había constituido la peor de las vergüenzas. Paseose inquieta algunos minutos, avizorando el camino. Por un momento, la noche estrellada, la majestad del cielo y del paisaje la distrajeron de su angustia; pero concluyó por olvidarse de lo que la rodeaban y concentró sus pensamientos en un punto del camino, a orillas de la playa quieta. De pronto, allá se encendió una luz. El punto rojizo fue para ella una obsesión; lo miraba como si procurase interpretar las escenas que deberían estar ocurriendo en el boliche. Prestó oído a los ruidos. Le pareció que llegaban hasta ella vibraciones de voces roncas, amenazantes. Algunos tiuques batieron las alas sobre sus cabezas, en la copa de los robles. Un hombre de a caballo pasó por el camino; la rodaja de sus espuelas tintineaba claramente; a lo lejos se oían balar de ovejas y el ladrido empecinado de un perro. La angustia de Luscinda creció, se hizo insoportable. Entró entonces a la rancha, buscó en su caja, a tientas, una capita de lana para echarse sobre los hombros y salió precipitadamente. Muy luego la mancha blanca de sus ropas, como un alma errante en la obscuridad, fue diluyéndose, distanciándose, hasta perderse en dirección del boliche.





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