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Acevedo Díaz y Florencio Sánchez: un ilustre desencuentro

Emir Rodríguez Monegal





No se han estudiado, o casi, las relaciones personales entre los grandes escritores de nuestra literatura. Y sin embargo, lo reducido de nuestro ambiente, la concentración casi inevitable de toda vida literaria en Montevideo, la necesidad de buscar un poco de comprensión entre quienes padecen la misma locura, han acercado repetidas veces a nuestros escritores, han establecido lazos de amistad, perdurables o efímeros, los han asociado con revistas y banquetes, manifiestos y capillas. Es cierto que muchos de los mejores han sido incurables solitarios, como Quiroga que busca refugio en la selva, como Rodó que lo encuentra en las profundidades de su moroso cavilar. Pero aún en estos casos existió vida literaria: Rodó colabora en la fundación de la Revista Nacional (1895), Quiroga tiene su primera peña literaria de la que surge la Revista del Salto (1899), su Consistorio del Gay Saber en Montevideo, el grupo Anaconda años más tarde en Buenos Aires.

Esta parte anecdótica, vital, de nuestra historia literaria está por hacerse. Ahora quisiera contribuir a su redacción con el análisis de un texto, bastante conocido pero que me parece no ha sido estudiado debidamente. Se trata de un artículo de Eduardo Acevedo Díaz que se titula «Los últimos momentos de Florencio Sánchez» y fue escrito en Río de Janeiro el 15 de febrero de 1913, hace hoy cuarenta y cinco años. Está recogido en el azaroso volumen de Crónicas, Discursos y Conferencias publicado por Claudio García y Cía., en Montevideo, 1935 (pp. 206-223).


Algunos antecedentes

Según declara Acevedo Díaz en el citado artículo, sus relaciones con Florencio Sánchez databan de la juventud del dramaturgo: «Desde muy jovencito era mi amigo, me escuchaba y algunas veces me entendía. Yo lo estimaba de verdad y lo alentaba en sus esfuerzos y trabajos literarios». Entre Acevedo Díaz y Florencio Sánchez mediaban algunas décadas. Acevedo había nacido en 1851.

Florencio era del 1875. Casi un cuarto de siglo los separaba. Más profundamente, tal vez, los separaba la concepción y práctica del arte literario. Acevedo Díaz se había formado en el crepúsculo del romanticismo que tarda en llegar al Plata pero encuentra aquí tierra propicia y se afinca. Aunque llegó a conocer la renovación naturalista (hay páginas curiosas sobre Diderot como precursor en un artículo de 1900, hay una calificación reservada del naturalismo en ese mismo texto). Acevedo Díaz era ya un escritor formado cuando Reyles y Javier de Viana introducen la nueva escuela en la novela uruguaya.

Florencio, en cambio, se había formado en la última década del siglo, en pleno florecimiento modernista. Había sentido la influencia directa del teatro italiano del naturalismo, había vivido en la acción periodística de la cuenca del Plata esa renovación que produjo tanta obra malograda y algunas de las más perdurables creaciones de nuestras letras. Como escritores, el autor de Ismael y de Soledad, el dramaturgo de M'hijo el dotor y Barranca abajo no podían estar más separados. Incluso es distinto el mundo campesino que levantan en sus respectivas obras. Para Acevedo Díaz (que alcanzó en la revolución de 1870 la última palpitación del espíritu gauchesco) era necesario hundir la mirada en las raíces de nuestra nacionalidad, de nuestra sociabilidad (como le gustaba decir). El gaucho que él pinta es el ser cuya epopeya se confunde con los orígenes de la patria. Aún en Soledad, de imprecisa ubicación cronológica, el gaucho es el de contornos individualistas, asociales, y de acento épico.

El gaucho de Florencio Sánchez es el vencido, la escoria abandonada por una sociedad que ha progresado demasiado rápidamente y a contrapelo. Es el viejo inútil de La Gringa, es el obsoleto Zoilo de Barranca abajo: seres que tienen que amoldarse a las circunstancias, aceptar el cambio o desaparecer. Y aunque no incurre en ciertos excesos doctrinarios que afean las primeras obras de Javier de Viana, Florencio Sánchez no deja de apuntar inflexiblemente (y a pesar de la enorme simpatía que siente por el gaucho vencido) su condición de objeto superfluo para una nueva sociedad. En sus obras ya aparece el nuevo tipo campesino: el paisano, de origen extranjero muchas veces.

Sin embargo, no cabe dudar del comentario amistoso de Acevedo Díaz. Las diferencias de edad y de concepción literaria podían compadecerse con una auténtica simpatía humana. Debe lamentarse que en su artículo Acevedo Díaz no sea más explícito, que no dé antecedentes sobre sus relaciones con Florencio. Acevedo lo estimaba. El destino los vuelve a enfrentar en Italia, hacia 1910. Florencio iba como enviado del presidente de la República, el doctor Williman, en una misión oficial, mero pretexto para facilitarle el tan anhelado viaje a Europa que Rodó, como diputado, había fracasado en conseguirle. El año es, pues, el último de la vida de Florencio. El escenario del encuentro, Roma.




Inesperada y silenciosamente

Acevedo Díaz declara su gusto de tenerlo con él. «Se sentó con frecuencia a mi mesa. Comía poco, era un decidor muy interesante. Pensé entonces en distraerlo, en retemplar su ánimo y encaminarlo a sitios que le produjeran emoción. Mediaban precedentes graves. Cuando pasó por Río de Janeiro la dolencia por él olvidada, o mejor dicho, no creída en razón de su edad, de la inexperiencia y acaso, de la obsesión de que uno no ha de morir sino cuando uno quiera -la más mísera de las obsesiones-, esa dolencia mirada por sus ojos grandes e ingenuos, por sus ojos llenos de ansias de conocer, de gozar, de prodigarse, como un malestar pasajero y despreciable, seguía su natural proceso. Lo sacudió, lo amonestó, lo amenazó con la actitud propia de la parca que se apresta a cortar el hilo. Como Florencio desdeñara las advertencias severas, le sorprendió de improviso un vómito de sangre. No le hizo tampoco caso, ni se resolvió a un cambio prudente de costumbres. Repúsose de esa impresión física, limpiose los labios con el dorso de la mano y siguió la vida errante».

Para distraerlo, Acevedo Díaz lo lleva a visitar los lugares más prestigiosos de la ciudad eterna. «A partir de sus planes de futuro, tales como me los confió en la intimidad con resolución y firmeza, me propuse acercarlo a autores entonces en boga, cuyo comercio de ideas podía serle de gran provecho, así como a artistas capaces de encarnar sus principales creaciones dándoles sangre, fuego y realidad palpitante... Mi sabio amigo, el profesor Angelo de Gubernatis, solía celebrar reuniones en su casa, vía Lucrecio Caro, a las que concurrían los más distinguidos hombres de letras; y con ese motivo pensé llevar allí a Florencio para ponerlo en relación con dramaturgos selectos que lo alentasen con su habitual gentileza y notoria pericia en el arte. Y en ello estaba, cuando el huésped desapareció de pronto, inesperada y silenciosamente. Pasaron días y semanas. Transcurrieron meses, sin que de él se supiera. No escribió una carta ni una tarjeta. Ni puso un despacho telegráfico. Tampoco un saludo verbal por algún trashumante, de tantos accesibles que salían de uno a otro clima, siempre amables y contentos».

Nada supo Acevedo Díaz del destino de Florencio, a pesar de sus gestiones reiteradas, hasta que una tarde, estando reunido con su familia en la mesa, le llega un telegrama del cónsul general Bernardo Callorda. Florencio había llegado a Génova, «exhausto, lívido el semblante, rojo el labio por la fiebre, la palabra breve y seca, la mano sudorosa, el aspecto desolado». A partir de ese momento comienza la larga agonía. Acevedo hizo cuanto pudo por Florencio. Pero el mal ya estaba muy avanzado. Ocho días después de su ingreso en la casa de caridad de Milán muere Florencio, sin haber llegado a explicar a Acevedo Díaz por qué huyó de su lado, donde tenía cariño y protección. O por lo menos, sin que Acevedo Díaz haya podido explicarse porqué. La explicación está, sin embargo en el mismo artículo.




Paseos en Roma

Hay un largo, elaborado pasaje de los paseos de ambos en Roma que contiene la clave de este ilustre desencuentro. No me excuso de la extensión de la cita porque me parece suficientemente ilustrativa. Acevedo Díaz empieza por reconocer cándidamente que no era fácil tratar a Florencio. Pero, dejémosle la palabra. Su estilo no tolera síntesis.

«Resolví, pues, proporcionarle oportunidades de distraerse y de estimular sus dotes de dramaturgo afín de inclinarlo a trabajar y producir. Con todo, ¡era tan difícil adivinar los gustos y predilecciones de aquel joven lleno de rarezas! Había, no obstante que ensayar. ¿A qué lugares lo llevaría que exaltaran su mente y lo predispusieran a la inspiración y a la labor estética?

»Era un problema.

»¿Allí, donde el mar entona duramente las noches invernales sus furiosos himnos de espuma y borrasca que estremecen los peñascos seculares y graban en la arena de las playas el idioma del abismo? No, no eran para cautivarle las monotonías de un coro siempre igual de agudos silbidos y las notas de bajo profundo del oleaje turbulento. Otros alicientes necesitaba su espíritu calmoso y adormido. Aquellos espectáculos de la naturaleza en desorden y aquellos estruendos nunca oídos sino en los dominios del piélago no producían en él más ecos que un fósil caracol marino.

»¿Sería, entonces allí, donde las ruinas sombrías cuentan a la noche y al silencio la tradición de dos mil años, hirsutas en el espacio, a modo de águilas que parecieran tener ocho alas para alzarse ufanas con todos los trofeos del mundo conocido?

»¿Allí donde los restos del teatro antiguo, como el teatro de Marcelo, sirven de madriguera a bajos oficios, en el sitio mismo en que se representaban los dramas y tragedias que ningún moderno ha superado?

»¿Allí, donde se declamaban el latín de Ovidio, de Marcial, de Lucrecio, y solían reproducirse los sones el platagón y del sistro, del alfa de la música griega como una perpetuidad de los tiempos en que los dioses vagaban por la tierra?

»No; nada de eso conmovía su espíritu.

»Miraba con indiferencia. El escombro, la piedra sucia, la estatua mutilada, símbolos de lo muerto, recuerdos imponentes de una vida anterior, no eran para su vida actual, ni encuadraban en su temperamento, ni decían a su ánimo taciturno cosas que lo soliviantasen por un rapto de admiración o de simple interés, siquiera pasajero.

»Acaso, me dije, en las clásicas galerías de lienzos y esculturas maestras: en las gradas del Coliseo -el teatro gigante de las pasiones en masas y de los sacrificios en carne viva-; en el fondo tenebroso de las catacumbas, asilos y osarios de generaciones perseguidas, ciudad subterránea del prístino credo, de los poemas místicos, de los mártires ignorados; en las catedrales y basílicas llenas de prodigiosos monumentos; en los conventos medievales con aspecto de enormes mausoleos, en cuyos recónditos la vida se arrastra y siente una atmósfera nunca renovada de seis o siete siglos, como si allí la marcha del tiempo siguiera midiéndose con la ampolleta de arena; los parques, los paseos, las villas, las campiñas, acaso, pensé, lodo esto en conjunto lo sorprenda, lo enajene, lo impresione al menos lo bastante para sustraerlo a sus hábitos de existencia errabunda. Intenté. Dócil como un niño se dejó llevar a todas partes; dócil escuchó».



Pero no hablaba, y si hablaba era para recordar (como el propio Acevedo Díaz lo subraya) lo «muy parciales y hostiles que habían sido para él muchos hombres de su generación, así como de cuán agradecido estaba a algunos que después de haberle negado habían concluido por reconocerle lo único que constituía su orgullo: sus aptitudes para las obras de escenas». De las ruinas, de las famosas perspectivas, de los monumentos históricos, de todo lo que constituye el deleite de los hombres cuya memoria se enraíza en el pasado más remoto, nada. Florencio callaba o interrumpía a su erudito interlocutor para volver la mirada al presente, al pasado más inmediato y parroquial, a su pasado.




Una lagartija entre las ruinas

Con objetividad, perplejo, Acevedo Díaz cuenta y no entiende. Ante los solemnes espectáculos, las fastuosas ruinas, Florencio actúa sorprendentemente:

«Si algunas cosas lo suspendieron o asombraron, ninguna observación oportuna hizo, ni un solo comentario. Concluía por encogerse de hombros. Todo eso le fastidiaba. En su rostro, en su palidez amarillenta, ni una línea se contraía. En el palacio Spada, frente a la estatua de Pompeyo, volvió a poco la espalda. En el templo de Vesta encendió un cigarrillo. En el arco de Tipo movió la cabeza con levedad y su mirada se perdió somnolienta en los contornos, como absorbido por algo que estaba lejos de aquellos fantasmas de la vieja historia.

»¿Presentía, tal vez, que él también comenzaba a ser ruina? Roma le dolía; le dolía los ojos ver los ladrillos negros, esos montones en hilera de la Vía Appia semejantes a rezagos de un saqueo y de un incendio. A ocasiones una lagartija le producía una impresión de sorpresa y contento y seguíala con la mirada curiosa hasta su escondrijo. Luego se reía como una criatura, más que con la boca, con los ojos. Su mano larga, con todos sus dedos flacos juntos, señalaba la marcha veloz del pequeño saurio a lo largo del vetusto murallón».



Dando obstinadamente la espalda a las ruinas, Florencio estira la mano para señalar una lagartija. Y cuando Acevedo Díaz le habla de los imperios desgastados por el roce del tiempo (o alguna otra imagen retórica equivalente), Florencio abre la boca para acordarse de quienes lo despreciaron en la patria chica. Acevedo Díaz, para consolarlo, se prodiga en una disertación sobre la envidia del prójimo y sobre el destino de los profetas en su tierra. Se exalta, su educación clásica le sugiere símiles y acaba redondeando una imagen tradicional:

«... aun cuando el mito de Ícaro no sea más que una clásica y honda ironía, los que usan alas de cera se imaginan por el contrario que el mito importa perdurable elogio hacia el esfuerzo por alcanzar la región de la luz; siendo por ende los pulmones del águila caudal en comparación...».



Aquí volvió Florencio a interrumpirle, para bisbisear, con mirar opaco y sonrisa leve:

«Plumas de pollo embadurnadas en palo de gallinero».



Mientras uno habla del arco de Tito, de las catacumbas, del enorme y nocturno Coliseo, el otro sigue el trazo de una lagartija entre las ruinas: mientras uno se remonta (y cae) con Ícaro, el de las alas de cera, el otro musita, irónico, el símil del palo del gallinero. Un diálogo de sordos, es claro, a pesar de la bondad de Acevedo Díaz, a pesar de su sincero deseo de ofrendar a Florencio, al muchacho amarillo y taciturno, la fastuosa hospitalidad de las ruinas, de los recuerdos prestigiosos, de la más castigada retórica. Entonces Florencio huyó, sin decir una palabra, inesperada y silenciosamente, a morir entre manos ajenas, en una ciudad lluviosa.

Lo que la honestidad de Acevedo Díaz no pudo entender, lo que su educación y sus gustos literarios le impidieron entender, fue que Florencio (moribundo, irremediablemente perdido ya) prefería estirar la mano, los flacos dedos juntos, para apuntar a una lagartija viva que para tocar las ruinas, demasiado sobadas por el tiempo y la retórica, de la ciudad imperial. La lagartija era de este mundo.

En cuanto a Acevedo Díaz, al noble y cándido Acevedo Díaz, el artículo es suficientemente revelador. Dentro de la obra de Florencio sus preferencias (parece deducirse de una alusión del mismo artículo) se inclinaban por Los derechos de la salud, «muestra elocuente de aquel pensar profundo que él clareó en la escena con toques magistrales». Tal vez (para nosotros), la obra más fallida, más muerta, de Sánchez porque lo que es el mejor conflicto dramático vivo, diálogo de terrible inmediatez, es en ésta retórica y explícito mensaje. Palabras muertas, en fin. Entre las inscripciones sepulcrales de Roma y esa lagartija que merodea por ellas, Florencio (el verdadero Florencio), supo elegir.







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