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ArribaAbajoSuplemento de Las cartas desconocidas de Galdós en «La prensa» de Buenos Aires

Matilde L. Boo


En su bien estructurada colección de las cartas que Galdós escribe para La Prensa de Buenos Aires, entre el 20 de diciembre de 1883 y el 31 de marzo de 1894, el profesor William Shoemaker pone al alcance de los estudiosos galdosianos una valiosa fuente de información sobre las actividades periodísticas de don Benito en la época en que escribió sus mejores novelas.

Después de haber dado a la imprenta el libro, el profesor Shoemaker encuentra una carta más,201 la del 20 de octubre de 1901, la cual incluye en el Apéndice de su libro. Considera esta colaboración, la primera y última de la «segunda época»: «parece que no había ningún otro (trabajo) que lo siguiera».202 Existen, sin embargo, de esta «segunda época» dos cartas más y un fragmento del cuento La novela en el tranvía.

En un viaje a Buenos Aires, en 1972, tuve oportunidad de examinar en la Biblioteca Nacional ejemplares de La Prensa a partir de 1884.203 Pude observar que, después de abril de 1894, la columna dedicada a España siguió apareciendo firmada por Luis Ruiz de Velasco. El 17 de noviembre de 1901, se anuncia la reaparición de don Benito Pérez Galdós que «se había incorporado de nuevo al cuerpo de colaboradores extranjeros de este diario». Con este motivo se publica una breve biografía del novelista (con la fecha de nacimiento equivocada, 1840 en lugar de 1843), acompañada de una reproducción del cuadro de Fortuny. En este mismo número aparece su primer trabajo de esta «segunda época», fechado el 20 de noviembre de 1901 (que es el que el profesor Shoemaker incluye en su libro). A éste le sigue el del 5 de agosto de 1902, con fecha de junio de 1902, que Galdós escribe con motivo de la muerte de Verdaguer. Este artículo, al que ya me he referido en otro lugar,204 es un estudio de la vida y obra del gran poeta catalán. En él se puede apreciar la ferviente admiración del novelista por el sacerdote-poeta injustamente perseguido.

El 12 de noviembre del mismo año se publican, a manera de narración breve, los capítulos VIII, IX y X de su cuento La novela en el tranvía, escrito por Galdós treinta y tres años antes, en 1871. A pesar de hallarse fragmentado, el cuento presenta cierta unidad por haberse seleccionado la parte descriptiva del viaje en el tranvía y el sueño del narrador-personaje. Además, se suprimen las divisiones de capítulo y se enlazan los capítulos VIII y IX con la conjunción «pero». Si se compara el texto de «La Prensa» con el de la edición Aguilar205 pueden observarse diferencias poco importantes. Así, por ejemplo, cambios en los símiles: «la condesa parecía difunta». (LP), «la condesa estaba pálida como una muerta». (A); en el objeto indirecto «decirle» (LP), «decirla» (A), forma usada sólo en España; el uso del «se» impersonal «sirvióse» (LP), «sirvió» (A), etc.

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Se podría pensar que Galdós, comprometido sin duda a enviar una colaboración al periódico porteño y urgido por el tiempo, optó por un fragmento de su cuento, introduciendo algunos pequeños cambios para darle unidad.

Con motivo del tercer centenario de la aparición del Quijote, se invita a Galdós a enviar una colaboración para La Prensa. El 7 de mayo de 1905, el periódico argentino publica en tres hojas de papel obra, con ilustraciones a toda página, artículos sobre el Quijote firmados por prestigiosos escritores. El 9 de mayo de 1905, aparece la colaboración de Galdós dirigida a Francisco Grandmontagne porque -según lo explica el editor- es dicho escritor quien, como «colaborador permanente» solicita en nombre del periódico «la opinión del conocido literato». En esta concisa carta muestra Galdós una vez más206 la profunda identificación con el Quijote, constante de su obra novelística.

Para Galdós, Don Quijote y Sancho representan la dualidad del ser hispánico, movido a la vez por ideales elevados e intereses materiales. Destaca la importancia de la lengua castellana, constitutiva del ser de los personajes: «alma, voz y gesto de aquellos dos seres». Este idioma, plasmado en las páginas del Quijote, es -según el novelista- el vínculo «espiritual y literario» de los pueblos hispánicos y debe conservarse como fuerza vital «para que su rico caudal pueda crecer y multiplicarse con los elementos que nos trae la evolución vital del saber y del sentir pan-hispánico».

Por ser estas colaboraciones de circunstancias y por haber quedado la columna dedicada a España a cargo del escritor Francisco Grandmontagne, se puede concluir que esta «segunda época» no cristalizó, o por lo menos no tuvo la duración esperada por la dirección del periódico y sus lectores. Es posible que don Benito, que se hallaba por esos años entregado con pasión a su obra de dramaturgo,207 no encontrara tiempo suficiente para dedicarse a tareas periodísticas.

University of Mississippi

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Textos de Galdós

La Prensa, 5 de agosto de 1902

(Correspondencia especial para La Prensa)

ESPAÑA

Sumario. Jacinto Verdaguer: su muerte y su vida - Semejanza entre la obra artística y la existencia de los que la producen - Mosén Colell - Mosén Jacinto, limosnero y capellán - Desgracia de Verdaguer y su persecución - Es acusado de locura - Visita al poeta perseguido - Narciso Oller - Entrada en la casa misteriosa - Voces de mujeres - Curiosidad y misterio - Mosén Cinto en nuestra presencia - No estaba loco - Miradas furtivas de mujer - Verdaguer en Madrid - Su rehabilitación regateada y tardía - Es nombrado coadjutor en Barcelona - Su muerte y exequias aparatosas - La Atlántida, su obra capital.



Madrid, junio de 1902

Inmensa emoción han despertado la muerte y exequias de Mosén Jacinto Verdaguer, no sólo por la pérdida de poeta tan grande, sino por el carácter dramático de los últimos años de su vida. Con la ostentación del entierro contrasta la pobreza en que vivió y murió el poeta, y con las muchedumbres que han acompañado el cadáver a la sepultura la soledad de una existencia siempre humilde, en ocasiones dolorosa, como de quien supo apurar todas las hieles y soportar con ánimo sereno la injusticia y la persecución. El homenaje tributado a Verdaguer en su muerte tiene, por lo solemne, así como lo tardío, alguna semejanza con la canonización. Como en los expedientes de santidad, se ha expurgado ahora la vida del muerto; se han aquilatado los grandes méritos de abnegación, mansedumbre, trabajos; han salido nuevamente a luz las acusaciones que contra él se formularon, y no ha quedado repliegue de aquella vida de martirio, en que no haya penetrado la observación de sus contemporáneos.

Gran poeta y mártir dirá la posteridad al pronunciar el nombre de Mosén Jacinto. Encuentran los críticos un admirable consorcio entre la inspiración esencialmente cristiana de Verdaguer y las tremendas amarguras de su existencia, hasta el punto que no concebimos la sublime espiritualidad de sus versos sin la extremada pobreza en que últimamente vivió, ni podemos separar la majestad de La Atlántida del carácter místico, soñador hasta en lo físico, del buen Verdaguer. Así como en un orden muy distinto la vida y las obras de Lope se resumen y sintetizan formando una entidad esencialmente dramática y un resumen de las humanas pasiones, en Verdaguer el lirismo cristiano se encarna en el hombre, la poesía y el vivir de la misma savia se nutren y ambas se expresan con los mismos latidos.

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No he de repetir las informaciones que acerca de la historia y fin del padre Verdaguer ha divulgado la prensa española. Acerca de sus persecuciones y martirio en aquellos días del 96 y 97, aciagos para el poeta, referiré algunas impresiones personales recibidas entonces y después, pues tuve la dicha de verle y tratarle cuando iba camino del Calvario con una paciencia y magnanimidad asombrosas. En la Exposición de Barcelona (1888) le vi por primera vez en compañía de Mossén Colell, que en aquellos juegos florales ganó el disputado premio de poesía. De Mosén Colell se ha dicho que figuró después entre los enemigos del que entonces era su amigo entrañable. No sé qué hay de verdad en esto.

Lo cierto es que, si Verdaguer inspiraba viva simpatía por la dulzura inefable de su alma, que fácilmente al rostro y a la voz se traslucía, el otro cautivaba por su decir franco, impetuoso y arrogante, más de caballero que de sacerdote, o en aquel punto social de los clérigos que llaman de caballería, con la añadidura de ser hombre ilustrado, atento y de agradable trato. Ganó su premio con una poesía catalana de marcado sentido regionalista, inspirada y briosa, y la leyó ante inmenso público con entonación viril. Junto a Colell parecía Mosén Cinto un cuitado, y era preciso asociar a su persona la formidable estatura de La Atlántida para verle en toda su grandeza. Uno y otro hablaban en castellano correctamente; pero no lo escribían. Verdaguer desempeñaba el cargo de limosnero en la casa del marqués de Comillas, gerente de la antigua empresa naviera de López, ya transformada en Compañía Trasatlántica de Barcelona. De Mosén Colell no sé más que ha encerrado sus alientos de poeta en la estrechez de un coro de catedral.

Verdaguer no ha podido ser canónigo, ni aún en los días de su rehabilitación, a pesar de interesarse en ello con platónico afán los ateneos de Madrid y Barcelona. Desde que perdió la plaza en casa de Comillas, su vida ha sido pobre y errante, por caminos sembrados de abrojos y pedruscos. Por qué perdió aquella plaza y fue lanzado al descrédito y a la inopia, es cosa que a ciencia cierta no se sabe. Desde luego, no puede atribuirse, pienso yo, a crueldad del opulento señor a quien servía, y debemos ver el móvil de la fiera persecución en la labor oscura de algún poderoso elemento social. Era el limosnero muy estimado en la casa de López. El fundador del Marquesado, viéndole por los años 73 y 74 desmedrado de fuerzas, y con todas las apariencias de un poitrinaire incurable, le recetó los aires de mar; embarcó Verdaguer en los vapores de la compañía con el cargo de capellán, y en repetidos viajes entre España y las Antillas (que entonces las expediciones de aquellos barcos no alcanzaban la extensión que hoy tienen), realizó dos grandes maravillas, la salud para sí, y para el arte y el mundo el poema La Atlántida.

*  *  *

Publicada La Atlántida en 1881, pronto se extendió la fama de Verdaguer por toda España, rebasando las fronteras, y se le tuvo por uno de los primeros poetas españoles del siglo, en lo épico seguramente el único. Catorce años transcurrieron desde la aparición de La Atlántida hasta los aciagos días en que, perdida la gracia del marqués de Comillas, comenzó la persecución contra el poeta capellán, la cual no puede explicarse por la desgracia en la casa del   —121→   prócer. Las razones de que perdiera la confianza de éste no afectan a la honra de aquél, y no debieron tener más consecuencia que su cesación en el cargo. Era Verdaguer demasiado pródigo, según decían, inocente en grado sumo, y con frecuencia le engañaban gentes astutas. Puede un hombre ser excelso poeta, puede atesorar las virtudes cristianas más elementales y no servir para la distribución equitativa y racional de limosnas, oficio que exige conocimiento del mundo y de la malicia humana. Los errores de Verdaguer en aquel ministerio de caridad, organizado por causa de su extensión, con un carácter administrativo y burocrático, no podían ser motivo de que se le acusara de mal sacerdote, y de que se desatara contra él la furibunda inquina de una parte del clero barcelonés.

No tardó en correr la voz de que el buenazo de Mosén Cinto, sugestionado por una familia que a su sombra quería vivir, se dejaba llevar con pueril candor a un estado harto sospechoso y a una situación moral poco recomendable. Vivía el pobre clérigo poeta en compañía de dos mujeres o señoras, hija y madre, y se obstinaba en no abandonar tal compañía, rechazando las amenazas y sin miedo alguno al escándalo que en torno suyo se hizo. Al fin vino lo que en casos tales es la vulgar razón de la sinrazón. Un hombre de tales antecedentes, tan virtuoso y cristiano, no podía, según el criterio vulgar, hacer tales desatinos en el pleno goce de sus facultades mentales, había de estar loco, y por loco se le tuvo y a su lado anduvieron médicos que fácilmente informaron y aun certificaron el estado de vesania. La situación que con esto se creó a Mosén Cinto fue de las más graves. El obispo Morgades, de ingrata recordación por aquél y otros casos, le retiró las licencias para celebrar la misa, y le puso en el trance de aceptar el manicomio en que se le quisiera encerrar o abandonarse a la miseria.

Tal era la situación del hombre que tanta gloria daba a su país, varón digno y puro, al cual concretamente sólo podía acusarse de candoroso. ¿Y por candoroso se le deshonraba? ¿Y en la simplicidad y falta de mundo se fundaba la acusación de locura? Entablado un proceso, nada se puso en claro, y como en estos casos sucede, la superposición de capas de papel sellado sólo sirvió para levantar un muro infranqueable entre la verdad de los hechos y la curiosidad del público.

Nada puedo afirmar respecto a las causas de la iracunda campaña con que afligieron al autor del Canigó algunos clérigos y seglares; pero, en cuanto a la supuesta demencia, sí, puedo decir algo, no porque nadie me lo haya contado, sino porque personalmente pude verlo y apreciarlo. En el verano del 96, hallándome en Barcelona, donde continuamente oía conversaciones y comentarios de la desdichada situación de Verdaguer, sentí vivos deseos de verle. Mi querido amigo, el afamado escritor catalán Narciso Oller, sentía la propia comezón que yo, movidos ambos del entrañable cariño al poeta y del natural anhelo de satisfacer la curiosidad en un asunto que tan vivamente movía y apasionaba la opinión. Según Oller me dijo, vivía Mosén Cinto en un apartado arrabal lejos de Barcelona, en aislamiento huraño de cenobita. Poco visitado de amigos, como quien huye del mundo o avergonzado se retira de un mundo que no le quiere.

*  *  *

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Allá fuimos Oller y yo una tarde calurosa del mes de julio. No recuerdo el nombre del lugar donde Verdaguer residía; recuerdo, sí, su aspecto como si lo estuviera viendo. Era en lo más alto de una población suburbana, no sé si San Gervasio o Sarriá. Recorrimos en ferrocarril una larga extensión urbanizada. En la parte más alta, donde las calles se confunden con los senderos, y las casas parece que se esparcen rebelándose contra los rigores de la alineación, debíamos encontrar lo que buscábamos. El terreno sube a cada paso, y no están lejos las alturas de Tibidabo y Valloidrera. No encontrando fácilmente la casa, hubimos de interrogar a los transeuntes. Pasamos por un terreno desigual que quiere y no quiere urbanizarse: aquí desmontes, allá terraplenes. Bardales de huertas antiguas y empalizadas de construcciones nuevas se cruzan y se estorban, entorpeciendo el paso. Por fin, unos chicos nos encaminaron a una casona vieja y destartalada. No recuerdo quién nos abrió la puerta, recuerdo, sí, que entramos en un ancho zaguán y que fuimos introducidos en un cuartito a la izquierda. El zaguán daba paso a un patio.

Un buen rato aguardamos en la salita, después de dar nuestras tarjetas, que nos pidieron como requisito indispensable. La desconfianza y el temor eran mudos huéspedes de aquel edificio, y a todo el mundo daban el «¿quién vive?». Humildísimo era el mueblaje de la estancia, y no faltaban estampas de santos y alguna efigie de Niño Jesús. Oíanse voces de mujeres en el próximo patio... Hay que reconocer que en todo asunto litigioso, por leyes o simplemente por la opinión, falta absolutamente el interés mientras no aparece el misterio, y el misterio no existe sino cuando del fondo del proceso surge y adquiere realidad el femenino eterno. Tanto Oller como yo sentimos la impresión del misterio íntimo, oyendo las mujeriles voces, y no se apartaba de nuestra mente la idea maliciosa que se encontraba en el proceso de Verdaguer; esto es que el clérigo poeta vivía en compañía de dos hembras, hija y madre, resistiéndose a separarse de ellas. ¡Mujeres! Esto era bastante motivo para que las gentes timoratas se apartasen horrorizadas del infeliz pecador y persignándose se fueran hacia la parte o partido de los que le acusaban. ¡Mujeres! Razón bastante para que al santo hombre se le prohibiera celebrar la misa y todas las demás funciones de su ministerio.

No se satisfacía nuestra curiosidad con oír las voces, y habríamos querido ver las caras; pero esto no era posible, toda vez que las tales no habrían de presentarse en la visita. Mediano rato tardó Mosén Cinto, que sin duda descansaba o dormía la siesta cuando llegamos. Al fin le vimos en nuestra presencia, con balandrán, y nos saludó cariñosa y expansivamente, tan bueno el hombre, tan sencillo, toda modestia y dignidad, contentísimo de vernos y de platicar de cosas literarias. No se quejó de sus desdichas, ni maldijo a sus enemigos, ni pronunció contra persona alguna palabra iracunda o despectiva. Su alegría, viéndose junto a nosotros, se manifestaba en la viveza de su mirada y en la facilidad de su conversación, circunscrita a personas y temas de literatura, dándonos ocasión de admirar así su condición apacible como su juicio sereno.

¡Y se le tenía por loco! A nosotros nos pareció el cerebro mejor equilibrado que podía concebirse, y el alma más reposada que cabe imaginar. Era el Verdaguer del 88 y de toda la vida, el joven capellán y limosnero, el espíritu candoroso, el creyente sincero, el hombre recto y puro que habíamos conocido   —123→   y admirado antes de su persecución, hombre de afectos acendrados y apacibles, no de pasiones exaltadas, el poeta cristiano, imitador de Jesús en el arte y en la conducta... Imposible que hubiera el menor artificio en la actitud y en la palabra del buen Verdaguer. Ni Oller ni el que esto escribe podíamos ser engañados en nuestra visita. Con viva efusión nos despedimos del querido amigo, y al salir, avanzando por la calle, nos dijimos una y otra vez: «No está loco. Ya quisieran los que de locura le acusan poseer un equilibrio tan perfecto de facultades».

Alejándonos por un terreno quebrado en el contorno de la irregular vivienda de nuestro amigo, volvióse Oller y vio que por las bardas de un corral o huerto apareció una cabeza de mujer, que sin duda quería vernos en nuestra retirada. Volvíme también, pero la mujer desapareció y nada vi. Ella satisfizo su curiosidad, nosotros no... Oller sólo había visto un rostro fugaz, que se ocultó apenas visto.

La presencia de las mujeres en la casa no fue parte a que modificáramos nuestra opinión sobre la conducta de Verdaguer, ni por ello le creímos indigno de nuestra estimación. En cuanto al estado mental del poeta, no podía caber en nosotros ninguna duda, y bien fuerte debía de ser su cerebro cuando la idea de tan temible acusación no lo perturbaba, como ha ocurrido en multitud de casos. Podrían citarse innumerables ejemplos de personas de uno y otro sexo, cuya firme razón ha flaqueado al verse pérfidamente recluidas en un manicomio. Contaban entonces que el más grande terror de Mosén Cinto era que su enemigo, el obispo Morgades, apoyado por las autoridades y por la policía, realizase su propósito de encerrarlo en el Asilo de Vich, tenebrosa residencia y presidio de curas locos, del cual no salía jamás el que una vez entraba. Si Morgades vaciló en su duro propósito no fue por falta de ganas, sino porque le amedrentó la prensa. Gracias al clamor de la opinión, el poeta de La Atlántida no fue sepultado en vida.

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Un año después de lo referido, vino Verdaguer a Madrid, y aquí se estableció, viviendo oscuramente, privado de licencias sacerdotales, gestionando por mediación de cariñosos amigos que se le levantara la injusta penitencia. Aquí le visité más de una vez y fui por él visitado, teniendo nuevas ocasiones de admirar la grandeza de su genio poético y la mansedumbre de su carácter. Al fin me anunció un día con gran júbilo que lo más duro de su desgracia, la privación de licencias, había terminado, y demostró viva gratitud a los Padres Agustinos, por cuya intercesión caritativa se veía libre de persecución. En el oratorio de la calle de Valverde, hoy regido por la orden Agustiniana, dijo Mosén Cinto la primera misa, después de restablecido en el uso de sus funciones eclesiásticas. Luego volvió a Barcelona. No le vi más.

Pronto se supo que el obispo de Barcelona, Sr. Catalá, nombró a Verdaguer coadjutor en una de las parroquias de aquella ciudad, y que allí vivía pobremente el poeta. Su pobreza fue más lastimosa al sentirse nuevamente atacado de la dolencia que con insidiosa lentitud minaba su naturaleza, una afección del aparato respiratorio, agravada por los afanes, la penuria y las tribulaciones de los últimos años. En Madrid y en Barcelona levantóse un clamor   —124→   compasivo; las sociedades literarias oyeron declamaciones de protesta contra la nueva desdicha del autor de La Atlántida, y menudeaban los proyectos para acudir prontamente al socorro del preclaro hijo de Cataluña. No fueron estos buenos propósitos tan eficaces como reclamaba la angustiosa situación de Verdaguer, y si algo de lo pensado no pasó nunca de un meritorio deseo, otros medios de alivio llegaron tarde, y al poeta enfermo no pudieron ofrecer sus amigos y admiradores más que una cómoda vivienda mortuoria. Quien habitó siempre en casa humilde, murió en un hotel espléndido situado en las grandiosas alturas de Valvidrera. Es tristísimo que el más lucido homenaje tributado a Verdaguer por su patria fuera un hermoso local para los últimos instantes, un entierro suntuoso de magnificencias oficiales y gran concurso popular; y por añadidura un soberbio mausoleo.

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Grandes composiciones debe a Verdaguer la literatura catalana, así líricas como épicas. Gloria es de Cataluña, y también de España, que en una sola corona juntamos catalanes y castellanos el homenaje a nuestros respectivos ingenios. Flors de Calvari y Sant Francesco son poemitas en que nuestro poeta compite en mística ternura con San Juan de la Cruz. Pero las obras que aseguran su inmortalidad son La Atlántida y el Canigó, sobre todo la primera, el último de los grandes poemas épicos, cronológicamente hablando, concepción de extraordinaria grandeza y majestad, con su plan mítico y sus personificaciones de la naturaleza, su máquina admirable de lo maravilloso, su fundación de pueblos, su lenguaje de dioses más que de hombres, y toda la contextura y traza de los inmortales poemas clásicos Ossiánicos.

Descuella entre los sublimes cuadros palingenésicos de La Atlántida, el incendio de los Pirineos desde Rosas al Canigó, y la primera hazaña de Hércules, que saca a Pirene de las llamas y después de verle morir y de enterrarle marcha hacia el Sur, y descansando en las alturas de Monjuich, promete edificar a la falda de este monte una gran ciudad. Grandioso es asimismo el canto 4.º en que Hércules abre a golpes de maza el estrecho de Gibraltar, y por el boquete se precipitan en inmensa catarata las aguas, dejando separados los dos continentes. Antes de esto, los Atlantes presienten el hundimiento del suelo que habitan. Sobreviene la catástrofe, y la Atlántida es arrastrada por las ondas, quedando sólo algunos fragmentos que flotan sobre el Océano. En tanto la Reina de Hesperis, soberana del país de las manzanas de oro, huye por entre arrecifes y entre los despojos del hundido reino. Hércules la busca en las tinieblas, alumbrándose con un pino encendido por antorcha. Por fin la encuentra, se juntan, corren juntos, son perseguidos por los Atlantes y el héroe se refugia en Grecia.

En el canto 8.º, de admirable belleza, reaparece Hércules en Gades. Lucha con Gerión, que le arrebata a Hesperis, y arroja sobre él el Peñón. Muerto y enterrado Gerión, el draco canaviensis, el árbol más viejo del mundo, llora sangre sobre la tumba. En España se renueva el suelo de las Hespérides por una rama que planta Hércules del árbol de las áureas manzanas.

El Angel de la Atlántida entrega al Genio personificador de España la corona del imperio del mundo. Hesperis reina en el suelo de la Península.   —125→   Hércules, personificación de la fuerza y también de la idea, preside y encarna los nuevos destinos. Es el héroe del poema y el verdadero fundador de la nacionalidad que durante siglos poseyó la fuerza y lo que podríamos llamar el numen político.

Hasta por el desorden de su plan es bello este poema, que nos presenta las fuerzas de la naturaleza en actividad creadora. La guerra entre los Atlantes y el genio helénico tiene más semejanzas con la lucha entre las celestiales falanges del Paraíso Perdido que con la expugnación de Troya por los griegos, en la incomparable Ilíada, y a uno y otro poema se aproxima en la intensidad poética. Obra de un pobrecito clérigo, de un mísero capellán, mezquino de cuerpo, robusto de espíritu, es este grandioso poema. Sin La Atlántida, la persona de Verdaguer habría sido de tal insignificancia que su paso por el mundo no hubiera sido conocido fuera de un círculo estrecho. Gracias a su genio poético conocemos otro poema, más bien drama, también bello y humano, que podría titularse El Martirio de Mosén Cinto.

Aún no se ha podido discernir qué obras nos interesan más, si las del Arte o las de la Vida. Queda la sospecha de que el mejor poema de un gran artista es su biografía, trasmitida a la posteridad con sincera exactitud.

B. Pérez Galdós



La Prensa, 9 de mayo de 1905

De Pérez Galdós

Una carta sobre el Quijote
(Especial para La Prensa)

Mi querido Grandmontagne:208

Cervantes escribió el Quijote y nosotros, los que acá y allá constituimos el ser hispánico, vivimos, hacemos ese mismo Quijote, y lo viviríamos y lo haríamos constantemente aunque Cervantes no se hubiera anticipado con maravilloso numen de poeta y de profeta, a pintarnos de cuerpo y alma tal como fuimos y como seremos hasta el fin de los siglos. En nosotros alienta el caballero inmortal, de arrestos heroicos y pura conciencia, soñador de ideales generosos, a quien no corrigen todas las durezas de la realidad; en nosotros está el escudero interesado y socarrón, soñador a su vez de provechos inmediatos.

¿Quién de nosotros no ha visto en las ventas, castillos; en las mozas bajuanas, limpias y elegantes princesas; en los rebaños de carneros huestes de fantásticos paladines? ¿quién de nosotros no ha gobernado ínsulas más o menos imaginarias, y no ha tenido que azotarse para desencantar Dulcineas, después de haber encantado con picardía y travesura? ¿quién no ha montado en el «clavileño» para volar hacia el lejano reino de Candaya, con escala en las Pléyades? ¿quién no ha tenido la idea de vender como específico el milagroso bálsamo de Fierabrás, obteniendo de aquella droga un negocio pingüe y mayor beneficio para la humanidad que para la caballería?...

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Al pensar en esto llegamos a invertir la lógica elemental, creyendo que no hemos engendrado un libro, sino que hemos salido de sus páginas.

Por su identificación intensísima con la vida nacional es Don Quijote de la Mancha el más clásico, el más contemporáneo de todos los libros. Su actualidad es eterna y abraza desde la más remota edad en que el libro fue impreso hasta los días en que hoy corre nuestra existencia. En la geografía intelectual continúa siendo el verdadero mundo nuestro, donde nunca se pone el sol. Eterno día lo ilumina desde las planicies manchegas hasta las cimas de los Andes. El espiritual paladín del honor y la justicia con su fiel escudero, más atento a sus alforjas que a los altos principios, recorren medio mundo, campos y ciudades, con la realidad viviente que les da el idioma castellano. El idioma es el alma, la voz y el gesto de aquellos seres, y de él reciben toda su hermosura y majestad.

Los españoles (designando así en la humana familia, a la rama de ésta que habla con más o menos pureza el castellano), no son los más aventajados habitantes del planeta. Si algunos pueblos de nuestra raza, desembarazados del opresor atavismo, se aproximan a las cabeceras de la civilización, otros menos libres de ligaduras y de compromisos con el pasado, andan y se atropellan por ganar mejor puesto y fila más delantera en la marcha fatigosa...

Toda la rama, que bien podríamos llamar cervántica, está bastante lejos de ostentar ante el mundo una influencia o preponderancia directora. Pero dispersa y fraccionada, posee un lazo federativo que a unos y a otros nos liga y aprieta con nudo indisoluble; este lazo al propio tiempo signo de concordia y marca de progenie, es el idioma condensado en el poema que ha tenido y tiene más lectores en el mundo, poema sintético de la fantasía y la realidad, intensamente español y humano. Los españoles de una y otra banda del océano podemos afirmar nuestra fraternidad por el vínculo de orden espiritual y literario, y proclamar en él la ejecutoria más fehaciente de inmortal parentesco y de unidad sin fin.

Los siglos han pasado por la obra de Cervantes sin envejecerla ni ajarla. Siempre es lozana y joven; su hermosura, lejos de amenguar, es cada día más seductora.

Los dominios de esta creación artística se extienden desde la Mancha melancólica a regiones alegres y felices. Los reinos ilusorios de Candaya y del Catal, conquistados por el brazo invencible del caballero, han venido a ser reales, lo mismo que los ducados y condados escuderiles y las ínsulas maravillosas. La vida española, con ejércitos espirituales y el empuje de su idioma vigoroso se ha engendrado y afirmado en lejanos territorios, poseídos en otro tiempo con dominio menos efectivo. Cabe dudar si la posesión material fue más real o más soñada que la posesión presente.

Universal es el Quijote; pero debemos distinguir siempre el nuestro del de todos. Dividamos la superficie intelectual del globo en dos partes: la del Quijote español y la del traducido. Reconozcamos la eficacia y poder del primero como fuerza plasmante, por la cual existimos y proclamamos la necesidad de conservar ese tesoro cerrado a las corrupciones sintácticas y abierto al enriquecimiento del vocabulario así poético como familiar. Sagrada, intangible sea el arca de oro; pero dejémosla sin cerraduras, para que su rico caudal pueda   —127→   crecer y multiplicarse con los elementos que nos trae la evolución vital del saber y del sentir pan-hispánico.

B. Pérez Galdós





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