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Ángel Guerra, místico Quijote toledano

M.ª Luisa Sotelo Vázquez







Hoy, cuando a tu tierra ya no necesitas,
Aún en estos libros te es querida y necesaria,
Más real y entresoñada que la otra:
No ésa, más aquélla es hoy tu tierra.
La que Galdós a conocer te diese,
Como él tolerante de lealtad contraria,
Según la tradición generosa de Cervantes,
Heroica viviendo, heroica luchando
Por el futuro que era el suyo,
No el siniestro pasado donde a la otra han vuelto.

La real para ti no era esa España obscena y deprimente
En la que regentea hoy la canalla,
Sino esta España viva y siempre noble
Que Galdós en sus libros ha creado.
De aquélla nos consuela y cura ésta.


(Luis Cernuda, «Bien está que fuera tu tierra», Díptico español)                




De los críticos que se ocuparan en su época de reseñar la publicación de Ángel Guerra, Federico Urrecha, Perés, Ortega y Munilla, Rodrigo Soriano, Emilia Pardo Bazán, Valle Inclán, José Yxart, Clarín y Orts Ramos, sólo Perés en las columnas de La Vanguardia barcelonesa subraya la idea de que Galdós probablemente había querido escribir un «quijote racionalista que tendiera a convertir en libros de caballerías las fundaciones religiosas»1. Entre los demás únicamente y de forma muy tangencial Yxart y doña Emilia señalan algunos reflejos cervantinos, los restantes se interesan sobre todo por cuestiones de estructura y carácter del protagonista en correlación con otros personajes galdosianos, a la par que censuran la extensión cuando no la densidad de la obra.

Sin embargo, una lectura atenta de la larguísima novela, llamada certeramente por Noël Valis «novela monstruo», pone ante el lector no sólo múltiples reflejos e intertextualidades cervantinas -algunas ya señaladas por Rubén Benítez en su imprescindible Cervantes en Galdós-, sino ante la sospecha de que realmente al crítico modernista catalán no le faltaba razón y que merecía la pena seguir su sugerencia para ver hasta qué punto las andanzas de don Quijote fueron un hipotexto fecundísimo de Ángel Guerra, que guía y orienta recta u oblicuamente la conversión de Ángel de revolucionario radical en místico y fundador del ensueño dominista en los cigarrales toledanos.

Basta con ir al texto de la novela, en la tercera parte, página 481, ya muy avanzada la trama argumental, Galdós pone en boca del confesor del protagonista, el clérigo don Juan Casado, estas clarividentes palabras: «Amigo don Ángel, la vocación de usted es una vocación contrahecha. La loca de la casa le engaña. Su inclinación a la vida mística no tiene más fundamento que el hallarse revestida de misticismo la persona de quien anda enamorado. [...] Trátase de una pasioncilla mundana como otra cualquiera, de las que para bien o para mal perturban a los hijitos de Adan»2.

Pero hasta llegar aquí Galdós ha tejido la historia del revolucionario Ángel Guerra, «incorregible trasnochador» -en las primeras páginas de la novela-, en medio de una tupida red de personajes secundarios y situaciones de una extraordinaria densidad y riqueza que, sin embargo, a menudo desvían la atención del lector hacia la magnífica pintura de las clases populares, pícaros incluidos, la arquitectura toledana o toda una amplia gama de historias insertas a lo largo de la narración, que recuerdan en más de una ocasión las múltiples interpolaciones de la primera parte de El Quijote. Así la historia de los Babeles, verdadera novela picaresca o la de Tatabuquenque con su parte de novela dialogada, por citar sólo las más significativa y que como estrategia narrativa merecerían un estudio detenido, como ejemplo de «escritura desatada», tal como la empleó Cervantes, quien en el arte de la novela consideraba la variedad un mérito artístico de primer orden, por acercarse al ideal de novela en la que cabe todo. Quede pues para otra ocasión dicho estudio así como el de los múltiples préstamos lingüísticos, circunloquios, engarces estructurales, indudablemente deudores del rico manantial cervantino y paso a ceñirme el tema que aquí nos ocupa.

¿Quién es y cómo es realmente Ángel Guerra? Desde la anfibología del nombre, «ángel y demonio» a la vez, Galdós concibe la trayectoria vital del personaje siempre entre esos dos polos, el joven rebelde y revolucionario del principio y el hombre generoso y místico del final. La imitación del modelo cervantino está en la raíz misma del personaje, aunque no siempre se proceda a una imitación literal sino muchas veces paródica, tal como el propio Cervantes hizo con respecto a los libros de caballerías. En la caracterización física del personaje Galdós precisamente juega a parodiar el modelo: «Ángel Guerra, hombre más bien grueso que flaco, de regular estatura, color cetrino y recia complexión, cara de malas pulgas» (p. 9), contrasta abiertamente con don Quijote que «era de constitución recia, seco de carnes, enjuto rostro» (I, I, p. 36). Sin embargo en la caracterización psicológica de Guerra domina el mismo rasgo que en la del hidalgo manchego, su «excitada imaginación» -«la loca de la casa», en palabras de Casado-, que le llevaba a representarse como verdadero monstruo un simple insecto zumbador, o a tomar por reales sus sueños o alucinaciones primero revolucionarias y después místicas.

Ecos del ideario del caballero cristiano que impulsa las continuas acciones de don Quijote resuenan con fuerza en el ideario político de Ángel, tal como el mismo reconoce: «en la edad peligrosa cogióme un vértigo político, enfermedad de fanatismo, ansia instintiva de mejorar la suerte de los pueblos, aminorar el mal humano..., resabio quijotesco que todos llevamos en la masa de la sangre» (p. 17). Para admitir a renglón seguido que «el fin es noble pero los medios menguadísimos, y en cuanto al instrumento, que es el pueblo mismo, se quiebra en nuestras manos, como una caña podrida. Total que aquí me tienes estrellado, al fin de una carrera vertiginosa...; golpe tremendo contra la realidad...» (p. 17). No perdamos de vista esta afirmación final, «el golpe tremendo contra la realidad», que, como lo fue para don Quijote, va a ser determinante en la conducta del personaje en sus diferentes etapas vitales. Pues este revolucionario de origen burgués, dominado por el carácter autoritario de su madre, sometido a la presión del medio y atormentado desde la infancia por pesadillas y alucinaciones, como la recurrente visión sangrienta de la ejecución de los sargentos, muestra en más de una ocasión su preferencia por el idealismo extremo, tal como le manifiesta a Leré:

«Yo no creo lo que tú crees; pero me da por admirar a los que creen así, con toda su alma, sin hacer de la fe una máscara para engañar al mundo y explotar las debilidades ajenas. Las personas que hacen gala de proscribir todo lo espiritual me son odiosas.

Los que no ven en las luchas de la vida más que el triste pedazo de pan y los modos de conseguirlo, me parecen muertos que comen».


(p. 119)                


Y añade ponderando la virtud del justo medio muy del gusto de Galdós, que a menudo contempla a su criatura con una comprensiva y piadosa ironía de clara raigambre cervantina:

«Lo mejor sería que hubiera en cada persona una medida o dosificación perfecta, de lo material y lo espiritual; pero como esa ponderación no existe ni puede existir, prefiero los desequilibrados como tú, que son la idea neta, el sentimiento puro. Porque no hay que darle vueltas, querida Leré: una idea, la idea tiene más poder que todo el pan que puede fabricarse con todo el trigo que hay en el mundo».


(p. 119)                


El hombre que así se expresa y que justifica sus locuras revolucionarias por su exaltación humanitaria y por una especie de fanatismo consubstancial a su naturaleza, experimenta un profundo cambio al morir Ción, su única hija. La experiencia del dolor y la muerte representa el primer punto de inflexión en la vida de Ángel, que se va distanciando progresivamente de sus ideales políticos y también de la compañía de Dulce, la mujer con la que había convivido hasta la muerte de su hija. A partir de ese momento Ángel Guerra pasa a ser un «revolucionario convertido» (p. 161), al que fascina algo más que el «humanitarismo exaltado y etéreo de Leré», la niñera de Ción, que no corresponde a sus sentimientos, empeñada en profesar en una orden religiosa. Fascinación determinante en la conducta del fogoso revolucionario, como vería con perspicacia Emilia Pardo Bazán, para quien «la gradual influencia que va adquiriendo la santa sobre el demagogo, está estudiada, por matices, por pinceladas finas de artista flamenco, que no pierde detalle. No todo es místico en la tal influencia, pues Ángel nota que las formas del cuerpo de Leré contrastan, por su atractivo desarrollo, con las de Dulce»3, subrayando mejor que los demás críticos el innegable componente erótico de la pasión mística.

En la segunda parte de la novela, Ángel siguiendo a Leré se traslada a Toledo y en contacto con la mística ciudad mudéjar, sus callejas, el zoco, la catedral y los diferentes conventos, inicia su personal camino de perfección. Una vida prácticamente contemplativa que le lleva a pasarse horas muertas en su cuarto o deambulando por la ciudad, mientras para satisfacer los deseos de Leré proyecta una nueva orden religiosa, «La vida Pobre», de la que ella sería priora, y su tío, el cura Mancebo, capellán. Sin embargo, a pesar de todo este contagio místico, que Ángel experimenta poco a poco en sus pláticas diarias con Leré y en contacto con el culto y la liturgia, al presbítero Mancebo, apodado beneficiado Vidrieras, no se le escapan los verdaderos sentimientos de Guerra: «A lo que iba, como soy perro viejo y penetro en el magín de las personas más disimuladas, he comprendido bien que a ese caballero le peta mi sobrinilla, vamos, que está prendado de ella» (p. 263). Juego de perspectivas y certeras palabras que preludian las del cura Casado que hemos citado al comienzo. Ambos clérigos toledanos -que tanto habían de interesar a Clarín4-, Mancebo, con su «acendrado positivismo», y Casado, con su perspicaz ironía, son émulos y trasunto de sendos personajes cervantinos, el cura y el barbero de El Quijote, que, más allá del quimérico ensueño caballeresco, ven y descubren siempre la realidad desnuda y prosaica del caballero de la Mancha. En el caso de don Quijote la raíz libresca de su locura caballeresca y en el caso de Ángel la raíz erótica de su locura mística. Erotismo disfrazado de pseudomisticismo que no se puede expresar con más claridad que de nuevo con estas palabras de Mancebo: «Y no sé yo cómo no entiende [Leré] que el que fue su señor está enamorado de ella como un bruto, y que todo ese furor católico que le ha entrado no es más que los movimientos desordenados y el pataleo de la amorosa bestia que lleva en el cuerpo...» (p. 423), palabras tras las que incluso en el tono es perceptible la huella cervantina.

Sin embargo Ángel, cual otro don Quijote, empeñado en su particular ideal de perfección se obstina en no reconocer el verdadero móvil de su conducta, a pesar de que, como indica la voz omnisciente y tainiana del narrador, era propenso a autoanalizarse: «echábase la sonda para reconocer la extensión del contagio místico que invadía su alma. Semejante contagio podía atribuirse al medio ambiente, al roce del arte religioso, a las lecturas, a la soledad y principalmente a la influencia de Leré» (p. 286). El siguiente paso de esta escala mística, verdadero Camino de perfección teresiano5, es el aislamiento ascético en los cigarrales toledanos para imitar el modelo de conducta propuesto por Leré:

«Vivir para la verdad y sólo para la verdad, imitar a Leré y seguirla aunque de lejos, eran su deseo y su ilusión. Mas para que la semejanza con su modelo resultara perfecta, la vida nueva no debía concretarse sólo a la contemplación, sino propender también a fines positivos, socorriendo la miseria humana y practicando las obras de misericordia. Ved aquí la dificultad, y lo que ponía en gran confusión a Guerra: compaginar el aislamiento con la beneficencia, y ser al propio tiempo amparador de la Humanidad y solitario huésped de aquellos peñascales».

(pp. 321-2)                


Pasaje que evidentemente recuerda el episodio de la penitencia de don Quijote en sierra Morena, dónde se propone imitar a los héroes de los libros de caballerías, singularmente a Amadís. A este pasaje galdosiano se le añade la influencia de otro episodio de la novela cervantina, el encuentro de don Quijote con los cabreros, cuando pronuncia el famoso discurso de la Edad de Oro. Dicho episodio tiene en la novela galdosiana su correlato en la escena en que Guerra, rodeado de rústicos aldeanos en el cigarral toledano, rumia un quimérico proyecto de fundación religiosa, congregación o hermandad «destinada a realizar los fines cristianos que a Leré más le agradasen» (p. 338). Nombrándola a ella directora y contribuyendo él con los bienes materiales que fueran precisos. Y estableciéndose una especie de solidaridad universal que evoca la Arcadia feliz, en la que los que «vivían ignoraban las palabras tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes», en palabras de don Quijote (I, XI). Como es sabido el discurso se cierra con una cierta indiferencia de los cabreros que no acaban de entender aquella jerigonza de caballeros y escuderos que utilizaba don Quijote, algo similar ocurre en la novela galdosiana. Los rústicos habitantes del cigarral toledano permanecen indiferentes ante el ensueño místico de Ángel: «Terminado el laborioso parto, levantóse y salió para refrescar su alborotada mente, desafiando el frío de la noche. Los demás seguían charlando junto al fuego, y acostumbrados a ver las bruscas salidas y movimientos del amo, no hicieron caso de él» (p. 340).

A medida que avanza el proceso de conversión los paralelismos entre el ideal quijotesco y el ideal místico y fundador del personaje galdosiano se hacen más patentes. En el camino de perfección mística que Ángel, tan fascinado por la religiosa «que ante ella rendía la voluntad y el alma, como el caballero andante ante la señora ideal de sus pensamientos» (pp. 359-60), la convierte en su verdadera guía espiritual, y ésta le exige grandes sacrificios y humillaciones para su amor propio, como perdonar a Arístides Babel, hermano de su antigua querida, Dulce, con el que había mantenido una fuerte discusión. Perdón, que Leré exige sincero y auténtico, no como los falsos azotes que se propina Sancho en la aventura LXXI de la segunda parte de El Quijote, cuando golpea el tronco de una encina fingiendo que se está auto azotando:

«Pues no faltaba más sino -dice Leré- que el perdón de las injurias estuviera subordinado a condicionales que le quitaran todo su valor. ¡Que es un pillo! Pues si no lo fuera, ¿qué mérito tendría usted en pedirle perdón? [...] Se trata de que el soberbio se humille, se desdore, mundanalmente hablando, y aprenda a despreciar las categorías humanas, la falsa dignidad del mundo [...] ¿Conque le parece demasiado fuerte el primer zurriagazo? pues hay que entrenarse dando de firme. Si no, la fiera creerá que es cosa de juego. ¿Qué quería usted? ¿Decir, como Sancho, que se conformaba con los azotes, y luego apartarse a un ladito, y sacudir contra el tronco de un árbol, mientras el pobrecillo don Quijote, rosario en mano, contaba los falsos azotes como buenos?»

(pp. 360-1)                


En otros momentos las semejanzas con determinados pasajes de la novela cervantina son no sólo evidentes sino explícitas. Pues si don Quijote no admitía ningún defecto en su amada Dulcinea y estaba dispuesto a batirse con todo aquel que, aún sin verla, no reconociera su belleza y virtud, y esto es así hasta el final, incluso cuando vencido por Sansón Carrasco, tiene que renunciar a su vida de caballero andante. Ángel, por su parte, está dispuesto a desmentir hasta las últimas consecuencias las calumnias que pesan sobre el pasado de Leré y su relación con él. Se produce entonces un sabroso diálogo entre el protagonista y el presbítero Mancebo, que recuerda muchos de los diálogos entre don Quijote y Sancho. Como en la conversación entre las criaturas cervantinas, el idealismo apasionado de Ángel se contrasta a la cordura y el pragmatismo de Mancebo, en una renovada lección de comunicación y tolerancia. Veámoslo:

«-¿Y quién es el guapo, quién es el Quijote que se mete a deshacer un entuerto como éste?

-Yo, yo, yo lo deshago ¡vive Dios (con arranque generoso), aunque tenga que habérmelas con todo Toledo. ¡Pues no faltaba más! ¿Hemos de permitir que triunfe la mentira, que la inocencia sucumba sin defensa [...]

-Pues yo, qué quiere que le diga... (encogiendo los hombros hasta aproximarlos a las orejas). Yo no me metería en libros de caballerías... Claro, desmentirlo, sí; decir que la chica y el Sol allá se van a brillo y pureza, eso sí...; pero llevar las cosas por la tremenda y empeñarnos en que todo el mundo confiese, las hermanas inclusive, que no hay hermosura como la de doña Leré del Toboso...».


(p. 413)                


En la última frase el influjo del modelo cervantino llega a la paráfrasis literal teñida de sutil ironía y recuerda cuando don Quijote, en el capítulo IV de la primera parte, exige a seis mercaderes toledanos, cubiertos con grandes quitasoles, que confiesen que «no hay en el mundo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso». Por tanto en este caso el modelo funciona como espejo y, si don Quijote subraya y exige el reconocimiento de la belleza física de su dama, Ángel exige en términos absolutos el de la virtud o belleza moral.

Pero como en El Quijote el juego de perspectivas permite al lector relativizar los juicios del caballero, el narrador galdosiano subraya con mal disimulada ironía como Guerra no se conforma con imitar los modelos caballerescos sino que los supera. Esta forma de imitación en grado superlativo la vemos también muy a menudo en El Quijote, que no sólo imita conscientemente la conducta de los héroes de los libros de caballerías, que con tanto entusiasmo había leído, sino que en muchos casos supera al modelo. Así ocurre en este pasaje de la ficción toledana:

«Jamás caballero de los que iban por el mundo castigando la injusticia y amparando el derecho, soñó en su dama ideal atributos de belleza y virtud tan peregrinos como los que Ángel en su monja soñaba. Porque aquellos andantes aventureros veían a sus damas simplemente hermosas, y cuando más, castas como los serafines; pero Ángel veía a la suya hermosa sobre toda ponderación, de una honestidad y pureza absoluta y, además, con una ciencia que dejaba tamañitos a todos los padres de la Iglesia. Esta pureza y este saber divinizaban a sus ojos el rostro de Leré, si no vulgar, tampoco dechado de belleza».

(p. 420)                


La tercera parte de la novela coincide con el tercer estadio de la ascesis mística, la vía unitiva. El primer capítulo de este último peldaño en el camino de santidad de su héroe Galdós lo titula significativamente «el hombre nuevo». Y así es, Guerra, desde que vive en los cigarrales y se ha ido curtiendo -templando- en su vida espiritual se ha convertido en un hombre nuevo que desea vehementemente ordenarse sacerdote, incluso llega a verse en sueños con vestido talar6. Pero a pesar de todo este proceso de conversión casi paulina y de que está cada vez más dominado por la idea -verdadera monomanía-, de ordenarse sacerdote, el balanceo psicológico entre la pasión humana -la realidad- y la pasión mística -la ilusión- persiste en el personaje. Alcanza este balanceo un momento álgido en la descripción de la tentación que siente Ángel al contemplar a Leré dormida mientras vela a un enfermo. Reconoce entonces por primera vez el exaltado caballero la verdad de sus impulsos místicos. Y en estos términos que no dejan lugar a ninguna duda se lo confiesa a Casado:

«Pues resultó, amigo mío, que al encontrarme allí, solo, viendo por una parte al enfermo profundamente dormido, y a la enfermera por otra, mi ser sufrió uno de esos vuelcos súbitos que a veces deciden del destino de un hombre. Todo el espiritualismo, toda la piedad, toda la ciencia religiosa de que me envanecía, salieron de mí de golpe. ¿Ve usted cómo se vacía un cántaro de agua que ponen boca abajo? Pues así me vacié yo. No quedó nada. Era ya otro hombre, el viejo, el de marras, con mis instintos brutales, animal más o menos inteligente, ciego para todo lo divino [...] No me pregunte usted si había suficiente claridad en el cuarto para verla bien; yo sólo sé que la vi, y que consideré la mayor felicidad posible en este mundo y en el otro, felicidad superior a la bienaventuranza eterna [...].

No había ideas en mí, sino un apetito primordial, paradisíaco..., [...] Si en aquel momento me ofrecen lo que yo deseaba, a cambio de la bienaventuranza eterna, lo acepto sin vacilar. No me importaba una eternidad de tormento a cambio de...».


(pp. 499-500)                


Como se desprende del fragmento citado, a pesar de aquella idea dominante y obsesiva, el balanceo persiste y Guerra sigue experimentando dudas sobre su vocación religiosa, acompañadas en determinados momentos de una gran emoción ante la liturgia, el canto sacro, la contemplación de los ornamentos del culto, en una especie de religión sensual o de religiosidad de los sentidos, perceptible también en otras novelas decimonónicas como La Regenta. Y este peculiar balanceo remite de nuevo al Quijote, donde continuamente se da esa misma oscilación entre los diferentes niveles de realidad, la realidad ilusoria que ve, vive y siente don Quijote, que es fruto de proyectar sobre la vida ordinaria la literatura, el mundo quimérico de los libros de caballería, y la realidad prosaica y vulgar que ven y viven los otros, Sancho, el cura, el barbero, Sansón Carrasco, etc. Y si cuando se trata de don Quijote el resultado es un cuerdo entreverado de loco, pues sólo muestra su locura en todos aquellos asuntos que atañen a la caballería andante, de igual manera, el personaje galdosiano tiene una locura selectiva y sólo se muestra loco, o fuera de la realidad, en cuestiones religiosas y espirituales, pues en las demás solía demostrar como escribe el narrador, «tino y penetración admirables» (p. 578).

Empeñado en su quimérico ensueño de caballería cristiana Ángel Guerra emprende la fundación del Dominus domini, que es en realidad un proyecto de vuelta al cristianismo primitivo, igualitario, heterodoxo y revolucionario, tal como reconoce don Juan Casado:

«-Si no creyera [...] que habla usted sin saber lo que dice, amigo don Ángel, pensaría que con toda su vocación religiosa y su misticismo, no ha dejado de ser tan revolucionario como cuando se desvivía por alterar el orden público, antes de venir a Toledo. Por mucho que se modifique externamente, entusiasmándose con el simbolismo católico y volviéndose tarumba con la poesía cristiana, detrás de todos estos fililíes está el temperamento de siempre, el hombre único, siempre igual a sí mismo. Pero como todo eso que ha de traernos el dominismo será para dentro de una docena de siglos, o, como si dijéramos el día del Juicio por la tarde, no le hago caso, y si tan largo me lo fías, ya puede usted delirar todo lo que quiera».


(p. 609)                


Sin embargo, esta locura mística y fundadora pone al descubierto la crítica de Galdós a la Iglesia como institución y jerarquía, así como al afán materialista de determinadas órdenes religiosas, cuando escribe: «En Toledo no tienen casa los jesuitas... ¿Para qué la quieren, si Toledo es pueblo pobre?» (p. 466). Y aunque el proyecto del Domus domini es evidentemente utópico reivindica, bien que a través de las andanzas de un loco visionario, un cristianismo primitivo y evangélico, en contraste con el catolicismo convencional de la jerarquía eclesiástica y el afán materialista de muchos de los clérigos de Toledo.

En su proyecto extremo de dar cabida a los marginados y miserables acabará aceptando de nuevo la compañía de los Babeles, aquella familia de verdaderos pícaros que vienen siguiendo sus pasos desde Madrid a Toledo y que serán los causantes de su muerte. Concretamente Arístides, indudablemente el individuo moralmente más abyecto de toda la familia, comparte caminatas por los alrededores de Toledo con Ángel Guerra con el fin de socorrer a los necesitados y comparte también techo. Y es precisamente este ser despreciable el que una vez más, como lo hicieran antes en un juego de perspectivas los clérigos Mancebo y Casado, aunque con mayor brutalidad, el que desenmascara la verdadera naturaleza de la aparente pasión mística de Ángel:

«-Pero ¿qué? [...] ¿Crees tú que ella no lo desea más que tú? con tanta luz en la cabeza, desconoces la eterna condición femenina. Te adora como a un amigo espiritual, sueña contigo noche y día; pero todas esas efervescencias de la imaginación se traducen en el amor humano, en alianza dulcísima de vidas y sensaciones, por ley ineludible de la Naturaleza. Bien lo sabes tú; pero te lo disimulas a ti mismo, te engañas con artificios de inteligencia... Humanízate».


(p. 627)                


Para llevar el paralelismo con don Quijote hasta las últimas consecuencias Galdós hace que Ángel Guerra sea víctima de su propio proyecto de redención espiritual. Pues precisamente al dar hospedaje y ayuda a toda aquella caterva de Babeles va a poner definitivamente su vida en peligro, como le ocurrió a don Quijote -no sólo en la batalla final, frente al caballero de la Blanca Luna-, sino en múltiples ocasiones y, de manera muy significativa en el episodio de los galeotes, que tras liberarlos se volvieron contra él y lo apedrearon sin piedad. De la misma manera una noche penetran en la casa del cigarral Arístides acompañado de don Pito y de un sobrino de ambos con la intención de robar e hieren de muerte a Ángel. Y este definitivo choque con la realidad, como al principio de la novela, en la noche del asalto al cuartel, le devuelve la cordura. En ambos momentos Guerra resulta vencido, derrotado en sus propósitos y teorías extremas, tanto las políticas como las religiosas. Herido de muerte recobra el juicio y repasa en presencia de su amada Leré toda su vida, sus inquietudes políticas y espirituales. La experiencia de su vida en Toledo, que ahora le parece verdadera ensoñación mística, y admite la influencia determinante de la conducta de la religiosa:

«Después nos volvimos místicos los dos, digo, me volví yo, por la atracción de ti, porque una ley fatal me deformaba, haciéndome a tu imagen y semejanza»

(p. 639)                


De poco sirven las palabras consoladoras de Leré, que intenta mitigar su angustia ante la proximidad de la muerte, Ángel -con la misma lucidez que don Quijote en su lecho mortuorio-, prosigue su discurso con una serenidad, cordura y clarividencia fuera de toda duda:

«-¿Bueno yo? En eso no pienses. Tan seguro es que me muero como que tú eres una santa. ¡Y cuán a tiempo me voy de este mundo! El golpe que he recibido de la realidad, al paso que me ha hecho ver las estrellas, me aclara el juicio y me lo pone como un sol. ¡Bendito sea quien lo ha dispuesto así! me voy del mundo sin ningún rencor, ni aun contra los que me maltrataron; me voy queriendo a todos los que aquí fueron mis amigos, y a ti sobre todos; pidiéndote que me quieras mucho y no me olvides nunca».


(p. 639)                


Siguiendo literalmente la disposición del último capítulo de El Quijote, en que el hidalgo manchego tras recobrar la cordura, hace testamento, reparte sus bienes y se despide de todos, de igual manera y con un extraordinario paralelismo, Ángel tras hablar con Leré lo hace con don Juan Casado, su confesor:

«-Amigo mío, estoy muy charlatán, señal de alivio pasajero. Es una tregua que ha de durar poco, y la aprovecho para hacer una declaración delante de la hermana, ¡alma soror!, y de mi mejor amigo. Declaro alegrarme de que la muerte venga a destruir mi quimera del dominismo, y a convertir en humo mis ensueños de vida eclesiástica, pues todo ha sido una manera de adaptación o flexibilidad de mi espíritu, ávido de aproximarse a la persona que lo cautivaba y lo cautiva ahora y siempre. Declaro que la única forma de aproximación que en la realidad de mi ser me satisface plenamente no es la mística, sino la humana, santificada por el sacramento, y que no siendo esto posible, desbarato el espejismo de mi vocación religiosa y acepto la muerte como solución única, pues no hay ni puede haber otra».


(p. 640)                


Hasta qué punto debió tener presente Galdós el extraordinario final del Quijote que hace reaparecer al lloroso don Pito, el único Babel con un alma bondadosa y que en otro tiempo había sido fiel escudero de Ángel en sus aventuras fundacionales. Y en un magnifico correlato con la figura de Sancho pone en su boca estas sentidas palabras:

«-No tiene que morirse, nostramo -añadió sorbiéndose el moco-, porque aquí estamos los fieles amigos para impedirlo por el santísimo escapulario de la Virgen del Carmen, y por los reverendísimos clavos de todita la recopilación geodésica y mareante del Calvario».


(p. 644)                


Que recuerdan casi literalmente el ruego desesperado de un Sancho muy quijotizado que se rebela frente la realidad y, por tanto, se niega a admitir la muerte de su amo en el último capítulo de la novela:

«-¡Ay! -respondió Sancho, llorando-. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años; porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía».


(II, LXXIV, p. 1065)                


En las dos novelas triunfa la realidad, «el golpe tremendo contra la realidad», que señalé ya al principio de este trabajo. Y al igual que Cervantes da una muerte digna a su héroe, una muerte cristiana, Galdós, que por estos años experimenta la fascinación por Teresa de Jesús y la influencia innegable del resurgir espiritualista, hace morir a su héroe como un caballero cristiano, reconfortado por la creencia de que lo esencial en su vida ha sido el amor, en primera instancia el amor a Leré, y en grado máximo el amor al prójimo, la caridad cristiana. Porque tal como con extraordinaria agudeza subraya la condesa de Pardo Bazán en el cierre de su reseña, tras comentar que en esta novela «como en la Ronda nocturna de Rembrandt hay un hormigueo de cabezas puestas casi en un mismo plano», que distrae la atención principal, escribe:

«Cuando ya logramos vencer esta impresión de mariposeo, cuando fijamos nuestra apreciación, lo que vemos es hermoso de verdad, sobre todo el carácter del protagonista. No tanto el de Leré7, que aunque posible [...] es menos encarnado y terrestre [...] Ángel es la figura razonada de las dos que componen la pareja ensoñadora que intenta fundar la ciudad del porvenir... Cuando en el fondo de su alma, dándose cuenta de ello a veces y otras no creyéndolo, a lo que aspira es a fundar la casa, la descendencia y la egoísta ventura personal.

Pero de esta aspiración secreta, victoriosa, impuesta por ineludible ley, han surgido en el mundo todas las cosas bellas y grandes: el arte, la poesía, la misma caridad, a veces la santidad, porque el tercer cielo, pese a Dante, no lo mueve la inteligencia, sino el amor»8.


En conclusión es preciso señalar que en ambas novelas, El Quijote y Ángel Guerra, triunfa la realidad por encima de la ilusión y la quimera caballeresca o mística, que a juicio de Galdós no sólo son plantas naturales de la cultura española sino incluso una misma cosa:

«¡Importación mística, cuando tenemos para surtir cinco partes del mundo! No sean ustedes ligeros, y aprendan a conocer donde viven y a enterarse de su abolengo. [...] No vayan tan lejos a indagar la filiación de nuestro Nazarín, que bien clara la tienen entre nosotros, en la patria de la santidad y la caballería, dos cosas que tanto se parecen y quizá vienen a ser una misma cosa, porque aquí es místico el hombre político, no se rían, que se lanza a lo desconocido, soñando con la perfección de las leyes; [...] son místicos y caballerescos el labrador, el marinero, el menestral, y hasta vosotros, pues vagáis por el campo de las ideas, adorando una Dulcinea que no existe o buscando un más allá que no encontráis, porque habéis dado en la extraña aberración de ser místicos sin ser religiosos»9.


No caben dudas en la identificación entre caballería y misticismo -verdadero preludio de los ensayos unamunianos del En torno al casticismo-, y en consecuencia no se trata de un misticismo contemplativo, pues Leré aspira convertir a Guerra en un santo activo y práctico, de ahí que su pasión mística vaya siempre unida a su vocación fundacional, como la de la santa de Ávila, que fue motivo recurrente en las novelas finiseculares, en las galdosianas Nazarín y Halma, tal como observó Correa10, pero, además, también en La Quimera de Emilia Pardo Bazán, entre otros textos no menos significativos como el barojiano Camino de perfección, ya en los albores del siglo XX.

También querría subrayar el contexto en que Galdós escribe esta novela, la importancia de una resurrección espiritualista que se venía larvando en España desde 1887, las conferencias sobre la literatura rusa de Emilia Pardo son el punto de arranque al que se añadirá un creciente tolstosianismo por parte de Galdós y, en cierta medida, también de Clarín y Emilia Pardo Bazán. La quiebra irreparable del naturalismo más dogmático aunque perviva la metodología de la observación atenta de la realidad exterior y la atención a la psicología de los personajes, ahora de la mano de nuevos modelos como Paul Bourget. Y la elección de Toledo11, mística y caballeresca, donde Galdós pasó algún tiempo preparando su novela, como espacio simbólico muy apropiado a la profunda revisión espiritual que se inicia en Ángel Guerra y finaliza veinte años después con El caballero encantado (p. 1910).

Y, por último, creo que puede afirmarse que el autor de Ángel Guerra, al que Clarín retrataba destacando su capacidad de imaginar y también su mirada compasiva con estas elocuentes palabras: «la frente de Galdós habla de genio y de pasiones, por lo menos imaginadas, tal vez contenidas; los ojos, algo plegados los párpados, son penetrantes y tienen una singular expresión de ternura apasionada y reposada que se mezcla con un acento de malicia... la cual, mirando mejor, se ve que es inocente, malicia de artista»12, -imaginación y mirada, dos componentes esenciales en la poética del autor canario-, fue un lector lúcido e imaginativo de las obras de Cervantes, singularmente del Quijote, del que no sólo hizo un uso fecundo en toda su producción narrativa, de manera muy especial a partir de La desheredada, sino que aprovechó mucho de su teoría de la novela. Galdós aprendió mucho en la poética narrativa cervantina, reivindicada por él muy tempranamente en el texto programático de 1870, «Observaciones sobre la novela contemporánea en España», al subrayar que la verdadera novela nacional tenía que beber necesariamente en el autor de El Quijote, que poseía la capacidad de observar en grado sumo.

En él, en Cervantes, indudablemente encontró Galdós un corpus considerable de teorías sobre la ficción narrativa, aprendió no sólo a imitar los modelos sino a parodiarlos, pero, sobre todo, encontró la fórmula a su medida que armonizaba lo ideal y lo real sin renunciar a experimentar con la novela un discurso múltiple y polifónico, que evoluciona y se enriquece con nuevos hallazgos al compás de los tiempos.





 
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