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Antonio Buero Vallejo, ayer, hoy, siempre


Virtudes Serrano





El 29 de abril de este año 2000 que atravesamos murió Antonio Buero Vallejo y, con su muerte, se cerró un importante capítulo de la historia de la dramaturgia española del siglo que también termina. Sirvan estas líneas de sincero homenaje a quien admiré como artista y quise como amigo. Sirvan, así mismo, como vehículo transmisor de uno a otro continente de algunos de los rasgos que definieron su teatro y lo configuraron a él, desde su primera obra y sin ningún género de duda, como el autor más importante y representativo de la dramaturgia española de la segunda mitad del siglo XX.

En 1949, como se sabe, estrena Historia de una escalera, obra que había obtenido el Premio Lope de Vega, prestigioso galardón con que le Ayuntamiento de Madrid distinguía la mejor autoría teatral. En la «Autocrítica» de la obra, publicada en la prensa de octubre de aquel año, se puede leer: «Pretendí hacer una comedia en la que lo ambicioso del propósito estético se articulase en formas teatrales susceptibles de ser recibidas con agrado por el gran público». Un año después, cuando el espectáculo viajó a Barcelona, en la «Autocrítica» aparecida en El Noticiero Universal del día 25 de julio, añadía el autor: «Historia de una escalera es una obra en tres actos y treinta años. Treinta años vistos desde nuestro tiempo, y que no tienen por ello la fisonomía fácil y risueña del sainete, sino la áspera y angustiada de la tragedia. Frente a las graves crisis que el mundo vive, caben dos salidas individuales: refugiarse en las triviales diversiones que dispersan nuestra vida, o dar valerosamente cara a los problemas con toda la piedad y sinceridad que nos son posibles. Fue esta mirada que no teme el amargo escondido en las cosas, atributo de las más representativas obras de arte españolas. Por español que, humildemente, no tiene miedo a mirar así, preferí escribir una comedia de tendencia trágica a servir al público una divertida frivolidad más.

Se observa ya en sus iniciales manifestaciones públicas, hechas en una España cohibida por el temor y la censura, una decidida voluntad de contar la verdad de la vida de su país y de su tiempo. Para llevar a cabo su propósito no dudará en utilizar, como en su primera obra estrenada, los ambientes que eran habituales al teatro más popular de la época pero invirtiendo el signo humorístico al uso por otro en el que aflorase la denodada lucha por la vida de un pueblo sumido en la pobreza y la inacción. Tales planteamientos no implicaban desesperanza. La nueva tragedia inaugurada en España por Buero adopta la construcción abierta, tal como aparecía en algunos de los trágicos griegos; de esta forma, si el final en ocasiones supone la aniquilación de los personajes que han intervenido en la peripecia dramática, queda abierto al receptor quien, a la vista de lo representado, puede activar su conciencia para modificar el destino histórico o individual. No obstante su deseo de impulsar las conciencias del público de su tiempo, «el sentido aleccionador o moral va implícito en la comedia; no se expresa de una manera concreta, porque la fuerza del teatro está en las pasiones y en la vida más que en las ideas o soluciones absolutas; en sugerir y conmover más que en afirmar».

La recuperación de una fórmula teatral de tragedia contemporánea se debe, pues, a nuestro dramaturgo, y su empeño lo coloca junto a otros autores también de alcance internacional que en el mismo tiempo y con idéntica intención consiguieron iguales logros, como es el caso del norteamericano Arthur Miller. Tal género viene construido en el teatro bueriano a partir de situaciones y personajes de nuestra historia, sometidos a revisión crítica en el drama. Adquiere así el teatro histórico en sus manos un valor especular por el cual el espectador podrá reflexionar sobre su presente a partir del pasado, porque, como él explicaba: «cualquier teatro, aunque sea histórico, debe ser, ante todo, actual [...]. El teatro histórico es valioso en la medida en que ilumina el tiempo presente». Dentro de esta línea se encuentran dramas que recrean personajes míticos (La tejedora de sueños, sobre le mito de Penélope); secuencias de la historia de España (Un soñador para un pueblo, sobre el motín de Esquilache), y de la de Francia (El concierto de San Ovidio); proyecta su visión del mundo a partir de las figuras de artistas y escritores en lucha por su libertad de expresión: un Velázquez que se debate entre su verdad como creador y su mentira como hombre en Las Meninas; Goya, sordo y aniquilado por el peso de su ancianidad y por la persecución del rey, que padece El sueño de la razón; o Mariano José de Larra, segundos antes de apretar el gatillo y terminar con su vida en La detonación.

A pesar de la incontestable importancia que la actitud ética adquiere en el teatro de Buero y del alcance social e histórico que posee, es preciso recordar las grandes preocupaciones estéticas y constructivas que durante toda su trayectoria caracterizaron al autor y que afectaron a la temporalidad dramática, a la utilización y significado del espacio y, sobre todo, a la situación del receptor, al que focaliza desde el punto de vista de sus personajes en lo que Ricardo Doménech denominó «efectos de inmersión». Ya en En la ardiente oscuridad -texto que presentó junto con Historia de una escalera al Premio Lope de Vega en 1949- realiza su primera experiencia en este sentido cuando, mediante un apagón total de las luces del teatro, sumerge al espectador por unos segundos en la negrura que viven las criaturas de su obra, ciegos en un país de ciegos; en virtud de tal procedimiento, la deficiencia física cobra un doble significado, real y simbólico. A partir de entonces, Buero ha hecho que el espectador perciba las imágenes que aquejan las conciencias de sus personajes convirtiendo el espacio escénico en lugar apropiado para la materialización de los fantasmas que habitan las interiores galerías; o ha permitido que el receptor se vea aprisionado en un mundo subconsciente que es real para el héroe trágico pero no para los que lo rodean. Ocurre cuando ante un Goya sordo, el público sólo escucha lo que escucha el pintor, quien deforma la realidad de unas conversaciones para él inaudibles y elabora mundos ficticios a partir del espacio sonoro. También se ve sometido al bloqueo mental que sufre Tomás, el protagonista de La Fundación (representada en el Teatro Cervantes de Buenos Aires en noviembre de 1999), y no se le permitirá saber la verdad, hasta que él asuma la suya. Otro tanto podríamos decir del espectáculo que contempla desde la mente atormentada de un Larra que ha decidido quitarse la vida y rememora la historia de España al hilo de su biografía. O de la incertidumbre sobre el destino de los personajes principales con la que da fin su última obra, Misión al pueblo desierto, estrenada en el Teatro Español de Madrid el 8 de octubre de 1999.

Al llegar a este punto, podemos afirmar que Buero, testigo lúcido de nuestro tiempo, abrió los caminos del compromiso a los dramaturgos y dramaturgas posteriores y que, artista inquieto, se adelantó a formas y estructuras que aún hoy nos parecen renovadoras y que reproducen no pocos de los autores españoles que le han seguido en el tiempo, acepten o no su influencia.

A lo largo de toda su vida intentó «mirar la vida [...] con la misma serena mirada [...] con que Velázquez vio a sus bufones y a sus infantas; Solana a sus prostitutas; Benavente y Lorca a sus campesinos, o Baroja a sus parias», y con esa mirada implicar al público y convertirlo en el receptor ideal, capaz de razonar y reformar. Desarrolló nuevas técnicas mediante las que se colocó junto a los grandes y reconocidos innovadores de nuestro siglo. La juventud de los años sesenta y setenta gritaba en sus estrenos: «¡Gracias, Buero!», y «¡Buero, pueblo!», porque su obra venía a iluminar su presente. La joven dramaturgia española de los noventa no le acompañó a su última representación, y hasta se permite poner en tela de juicio los logros de toda una vida y la herencia de la que todos disfrutan: peor para ellos; ya se sabe que el que no sabe honrar a sus mayores a sí mismo se deshonra. No obstante, como a nuestro Garcilaso no le podían quitar «el dolorido sentir», a nuestro autor ya no se le podrá desposeer del lugar del privilegio en el que se encuentra instalado en la historia del teatro del siglo XX. A este respecto quiero terminar con unas palabras recogidas en un artículo que con motivo de su muerte publicó el diario La Nación, de Buenos Aires (1 de mayo de 2000): «Con del Valle Inclán y García Lorca, Buero Vallejo constituyó el aporte renovador más importante de la escena española de los últimos cincuenta años».





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