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ArribaAbajo-V-

El sermón


«Boca bien grande para todos los usos de la boca; habilísimo matador del tiempo; buen violador de misas por su medro; gran escamoteador de las vigilias... Para decirlo de una vez: compendio y resumen de todos los frailes frailunos de la frailería.»


Rabelais.                


Cuando el capitán Jorge y su hermano atravesaban la iglesia para buscar un sitio cómodo y próximo al predicador, llamaron su atención unas carcajadas que se oían dentro de la sacristía. Entraron en ella y vieron a un hombre muy gordo, revestido con el hábito de San Francisco, de cara alegre y coloradota, que se hallaba charlando animosamente con media docena de muchachos jóvenes que tenían lujosos trajes.

-¡Vamos, muchachos, voy teniendo prisa! -dijo-. Dadme el tema para el sermón.

-Hablarnos hoy de las tretas que algunas señoras se traen con sus maridos -pidió uno de los jóvenes, en quien Jorge reconoció en seguida a Beville.

-La materia es rica, querido; convengo en ello. Pero ¿qué podré yo decir que supere al predicador de Pontoise, quien gritó en su sermón: «Voy a arrojar mi bonete a la cabeza de aquella de vosotras que haya puesto más cuernos a su marido»? No hubo una sola mujer en la iglesia que no se cubriese la cabeza con el manto en actitud de parar el golpe.

-¡Oh padre Lubin! -dijo otro muchacho-. No he venido al sermón sino para oíros hablar. Contadnos alguna cosa regocijante. ¿Por qué no predicáis sobre el pecado del amor, que es en la actualidad el más de moda?

-Será una moda para vosotros, caballeritos, que no tenéis arriba de veinticinco años; pero yo he cumplido hace tiempo los cincuenta, y a mi edad no se puede hablar de amor. Ya ni me acuerdo de ese pecado.

-No seáis hipócrita, padre Lubin; discurrís ahora sobre el amor tan bien como antes; si os conoceremos...

-Sí; predicad sobre la lujuria -añadió Beville-; todas las damas dirán que sois experto en la materia.

El franciscano respondió a esta afirmación con un guiño de ojos maliciosos, en el cual se advertía el placer y el orgullo que experimentaba al achacarle un vicio que supone juventud.

-No, no puedo predicar sobre ese tema, porque las señoras de la corte no querrían luego confesarse conmigo... si me encontraban demasiado severo... Si hablo sobre ello será tan sólo para demostrar que nos condenaremos para toda la existencia... por sólo un minuto de placer.

-¡Bien!... ¡Ah! ¡Ya está aquí el capitán! A ver, Jorge, si se te ocurre un asunto para el sermón. El padre Lubin se ha comprometido a predicar sobre cualquier tema que le indiquemos.

-Sí -contestó el fraile-. Pero concluid de una vez, porque ya debiera estar en el púlpito.

-Apostaría cualquiera cosa a que no os atrevéis a intercalar juramentos en el sermón -dijo Beville.

-¿Y por qué no, si me porfiáis mucho? -respondió osadamente el padre Lubin.

-Apuesto diez pistolas.

-¿Diez pistolas? Aceptado.

-Beville -dijo el capitán-, llevo la mitad en tu parte.

-No, no -contestó aquél-. Quiero ganarme solo el dinero del buen padre... Si él lanza los juramentos, no lloraré por mis diez pistolas. La cosa se lo merece.

-Os puedo anunciar que ya he ganado. Comenzaré mi sermón con tres juramentos. ¡Ah caballeritos! ¿Os figuráis que por llevar un espadón al cinto y una pluma en el sombrero sois los únicos que pueden lanzar interjecciones fuertes? ¡Ahora veréis cuán grande es vuestro engaño!

Y después de hablar así, abandonó la sacristía y subió al púlpito. Pronto reinó en la iglesia el más profundo silencio.

El predicador echó una mirada sobre la muchedumbre, dispuesta a escuchar su verbo; buscó con los ojos a Beville, y cuando le vio, frunció las cejas, puso una mano sobre la cadera y, en un tono de hombre arrebatado por la cólera, comenzó su sermón con las siguientes exclamaciones:

«Amados hermanos:

»¡Por la virtud!... ¡Por la muerte!... ¡Por la sangre!...» -y pegaba puñetazos sobre el púlpito.

Un murmullo de sorpresa e indignación interrumpió al predicador, o, más bien, reemplazó la pausa que él dejaba de intento.

«... de Dios -continuó el franciscano, substituyendo el tono iracundo por otro gangoso y clerical-, hemos sido salvados del infierno!»

Una carcajada general interrumpió el sermón por segunda vez... Beville sacó su bolsa y la sacudió con afectación delante del predicador, como confesando que había perdido.

«Pues bien, mis amados hermanos -prosiguió imperturbable el padre Lubin-, estaréis satisfechos, ¿verdad? Los hombres han sido salvados del infierno. Preciosas palabras. Supondréis vosotros que ya no nos queda más sino cruzarnos de brazos e irnos a divertir. Nos hemos librado del horroroso fuego del infierno, y respecto al del purgatorio, que no es, comparado con el otro, sino fogata de candelas, nos podremos curar con el ungüento de una docena de misas. Pues ¡a comer!, ¡a beber!, ¡a divertirnos!

»¡Oh! ¡Qué endurecidos pecadores estáis hechos! Pero -y es el padre Lubin quien os lo dice- no contáis con la huéspeda.

»Os atrevéis a creer, caballeros heréticos, hugonotes y hugonotizantes, que sólo para librarnos del infierno fue nuestro Salvador crucificado? ¡Qué enorme tontería! ¿Por semejante canalla iba a derramar su preciosa sangre? Eso sería arrojar margaritas a puercos, y no olvidemos que Nuestro Señor precipitó en el mar dos mil puercos. Et ecce impetu abiit totus grex praeceps in mare. ¡Buen viaje, señores puercos! ¡Y pueden todos los herejes tomar el mismo camino!»

Al llegar a este punto, el orador tosió y se detuvo un momento para dirigir una mirada sobre los fieles y juzgar el efecto que producía su elocuencia... Luego prosiguió:

«De modo, señores hugonotes, que convertirse pronto... y muy pronto; si no, es imposible que os libréis de los tormentos infernales. Dad la espalda los pecadores y gritad conmigo: ¡Viva la misa!

»Y vosotros, mis amados hermanos los católicos, que os frotáis las manos satisfechos pensando en las delicias del paraíso..., pues, con franqueza, hermanos: el paraíso está a más distancia de la corte donde vivís en pleno paraíso, que desde San Lázaro a la Puerta de San Dionisio, aun tomando por el atajo.

»La virtud, la muerte, la sangre de Dios os han librado del infierno... Sí, os libran del pecado original, de acuerdo. Mas ¡ay de vosotros si Satanás os atrapa! Circuit quaerus quem devoret.

»¡Oh mis amados hermanos! Satanás es un esgrimidor más experto que Juan el Grande, Juan el Pequeño y el Inglés, y son terribles sus asaltos.

»En cuanto nos quitamos los sayos y las botas de campana y estamos en momento propicio de pecar mortalmente, Satanás nos lleva a los Pré-aux-Clercs de la existencia eterna. Las armas con que nos defendemos son los divinos sacramentos; él lleva al combate todo un arsenal, que lo constituyen nuestros pecados, a la vez armas ofensivas y defensivas.

»Me parece verle entrar al duelo en campo cerrado, con la Gula sobre la tripa, sirviéndole de coraza, y empleada por la Pereza; en su cintura conduce la Lujuria, que es una espada muy peligrosa; la Envidia es la daga; el Orgullo se le coloca en la cabeza, como un soldado el almete; en sus bolsillos guarda la Avaricia, para aprovecharse de ella cuando tenga necesidad, y la Ira, con todas las injurias, hijas suyas, la tiene siempre en la boca; nuestro enemigo viene armado, como veis, hasta los dientes.

»Cuando da Dios la señal, no dice Satanás las palabras corteses de los duelistas bien educados: 'Caballero, ¿estáis en guardia?' Se tira a fondo sobre los buenos cristianos, con la cabeza baja, y sin decir oste ni moste. El cristiano, si advierte que va a recibir una estocada en medio del estómago, puede pararla por medio de la Templanza

Al llegar este momento de su sermón, el predicador, para que se entendiesen mejor sus imágenes, asió un crucifijo y comenzó a esgrimirle como si fuera una espada, tirándose a fondo, marcando paradas, sin olvidarse de romper y marchar, lo mismo que haría un maestro de esgrima para explicar un golpe difícil.

«Satanás se retira para descargar una finta con la Ira; luego hace otra muy astuta con la Hipocresía, y de repente os lanza una estocada armada del Orgullo... El cristiano para el primer golpe con la Paciencia y los otros con la Humildad... Satanás, irritado, acomete esgrimiendo la Lujuria; pero también puede este ataque dominarse con las Mortificaciones. Se ve perdido el enemigo e intenta echaros la zancadilla con la Pereza y arremeter a puñaladas con la Envidia, mientras prepara para entrar en el combate a la Avaricia como arma suprema. Entonces es cuando necesitáis tener buen ojo. Con el Trabajo os libraréis de la zancadilla que tiende la Pereza; de la puñalada de la Envidia, con el Amor al prójimo -parada muy difícil, amados hermanos-, y respecto a la estocada de la Avaricia, sólo podrá eludirse con la Caridad.

»Pero, queridos hermanos: ¿cuántos puede haber entre vosotros que, acometidos por un poderoso enemigo, unas veces en tercera y otras en cuarta, con puntas y con filo, tengan siempre prevenidas las respuestas a las estocadas del enemigo? A más de un campeón he visto caer a tierra, y entonces, si rápido no apela a la Contrición, está perdido para siempre. Este supremo medio defensivo es necesario usarle más tarde o más temprano... Muchos de vosotros creéis que para un pecadillo siempre habrá tiempo de confesarlo... Pero, ¡ay!, por desgracia, hermanos, yo he visto a muchos moribundos que querían decir su pecado; pero como les faltaba la voz..., su alma se la llevó el diablo.»

El hermano Lubin continuó todavía algún tiempo haciendo gala de elocuencia; y cuando abandonó el púlpito, un amante del bien hablar habría anotado que el sermón, el cual duró una hora justa, contenía treinta y siete símiles más, parecidos a los anteriores. Católicos y protestantes, aplaudieron al predicador, que permaneció algún tiempo al pie del púlpito, rodeado de una muchedumbre solícita, compuesta por gentes que acudían de todas partes de la iglesia para ofrecer sus felicitaciones al franciscano.

Durante el sermón, Mergy preguntó varias veces dónde estaba la condesa de Turgis; inútilmente su hermano la había buscado con los ojos... O la bella señora no estaba en la iglesia, o se ocultaba de sus admiradores en algún rincón escondido.

-Quisiera -dijo Mergy, saliendo- que todas las personas que han oído este absurdo sermón escucharan las simples exhortaciones de nuestros pastores.

-Mira a la condesa de Turgis -le dijo en voz baja el capitán, apretándole el brazo.

Mergy volvió la cabeza y vio pasar con la rapidez de un relámpago por el atrio obscuro a una mujer lujosamente vestida, que conducía de la mano un hombre joven, rubio, delgado, de rostro afeminado y de aspecto delicaducho, y cuyo atavío era de una negligencia tal vez estudiada... La muchedumbre abría paso ante ellos con un azoramiento no exento de terror... El caballero era el terrible Comminges.

Mergy apenas si tuvo tiempo de mirar a la condesa. No podía darse cuenta de sus rasgos fisonómicos, y, sin embargo, esa mujer le había hecho una gran impresión... Y Comminges le era extremadamente antipático, sin poder explicarse los motivos... Se indignaba de ver a un hombre tan débil en apariencia y ya poseedor de tanto renombre.

«Si la condesa -pensó- se atreviera a amar a cualquiera de éstos, Comminges lo mataría. Ha jurado matar a cuantos ame esa mujer...»

Y se llevó la mano involuntariamente al puño de su espada; pero pronto se avergonzó de tal arrebato.

«¿Qué me importa, después de todo? -se dijo-. No le envidio su conquista, a la cual no he podido ni ver.»

A pesar de estas ideas, el encuentro le había dejado una impresión penosa y durante el camino desde la iglesia a casa de su hermano guardó silencio.

Encontraron la cena servida. Mergy comió poco, y en cuanto quitaron la mesa, mostró deseos de volver a su hostería. El capitán le permitió que marchase; pero con la promesa de que volviera al día siguiente para establecerse en la casa de modo definitivo.

No hay necesidad de decir que Mergy encontró en casa de su hermano dinero, un caballo, etc., y además el conocimiento de un sastre de la corte y de un popular comerciante de la aristocracia, donde todo joven que deseaba ser bien visto de las damas debía comprar sus guantes, sus gorgueras a la confusión, y sus zapatos llamados en aquel tiempo de puente levadizo, que eran entonces las prendas más a la moda...

La noche estaba muy obscura, y Bernardo volvió a su posada en compañía de los lacayos de Jorge, armados de espadas y pistolas, porque las calles de París, después de las ocho de la noche, eran entonces más peligrosas todavía que lo es en la actualidad el camino de Sevilla a Granada13.




ArribaAbajo-VI-

Un jefe de partido


«Jocky of Norfolk he not too bold, for Dickon thy master is bought and sold.»


(Shakespeare: Ricardo III.)                


Bernardo de Mergy, al regresar a la humilde posada, miró con tristeza a su estancia vieja y lóbrega. Cuando comparó en su espíritu las paredes del cuarto -en otro tiempo primorosamente enjalbegadas y ahora ennegrecidas- con las brillantes tapicerías de seda de la habitación que acababa de abandonar; cuando recordó la bonita virgen italiana, y en lugar de ella veía sobre su lecho una viejísima imagen de santo, penetró en su cerebro una idea bastante vil. Todo aquel lujo, aquellas elegancias, los favores de las damas, la protección del rey, tantas cosas gratísimas, no le habían costado a Jorge sino una sola palabra, y una palabra bien fácil de pronunciar, pues era suficiente que saliera de los labios, sin que para nada se interrogase el fondo del corazón. Pronto se presentaron a su memoria los nombres de varios protestantes que el abjurar su religión les produjo grandes honores, y como el diablo hace un arma de cualquiera cosa, recordó la parábola del hijo pródigo para deducir esta moralidad extraña: que a un hugonote converso le tiene que ir mejor que a un católico perseverante.

Estos pensamientos, que se reproducían en todas formas y que le obsesionaban a pesar suyo, empezaban a proporcionarle disgusto. Tomó una Biblia de Ginebra que había pertenecido a su madre, y leyó durante algún tiempo. Más calmado entonces, dejó el libro, se metió en la cama y, antes de cerrar los ojos, se hizo interiormente el juramento de vivir y morir dentro de la religión paterna.

Mas a pesar de la lectura y el juramento, no podía olvidarse de las aventuras de la tarde. Veía las cortinas de seda púrpura, la vajilla de oro; luego se le presentaban las mesas derribadas, las espadas brillando, y la sangre que corría mezclada con el vino. Después, y en ese estado intermedio entre la vigilia y el sueño, se le apareció la pintada virgen italiana saliendo de su marco y bailando, delante de él. Quería fijar los rasgos de su cara en la memoria, y entonces sólo percibía un velo negro... ¡y aquellos ojos de un azul intenso y aquel cutis tan blanco que a través del velo advirtió un instante!... El velo caía, al fin, y aparecía una figura celeste, pero sin contornos fijos; era como la imagen de una ninfa surgiendo de un agua turbia. Involuntariamente bajó los ojos; pero presto los levantó, al no aparecer ante ellos sino la silueta del terrible Comminges con una espada ensangrentada en la mano...

Mergy se levantó pronto, y marchó en seguida a casa de su hermano para dejar su ligero equipaje. Rehusó por el momento visitar en su compañía las curiosidades de la ciudad, y se marchó solo al palacio de Chatillon para presentar al almirante las cartas donde le recomendaban.

Encontró la casa obstruida por una muchedumbre de criados y caballos, entre los cuales se abrió camino a duras penas, hasta llegar a una enorme antecámara repleta de escuderos y pajes, que aunque no tenían más armas que sus espadas, formaban una imponente guardia del almirante. Un ujier vestido de negro echó una mirada sobre la gorguera de Mergy y sobre una cadena de oro que su hermano le había prestado, y al ver este atavío lujoso, no tuvo inconveniente en introducirle en la habitación donde se hallaba su amo.

Señores, caballeros, pastores evangélicos, en número de más de cuarenta personas, todos en pie y con la cabeza descubierta y en una actitud respetuosa, rodeaban al almirante, que se hallaba vestido todo de negro y con gran sencillez. Era alto de estatura, pero algo encorvado, y las fatigas de la guerra habían impreso en su frente más arrugas que los años. Sobre su pecho caía una luenga barba blanca. Sus mejillas, ya de natural hundidas, le parecían ahora más a causa de una herida que le dejó una enorme cicatriz que apenas si podía tapar el largo bigote. En la batalla de Montcontour un pistoletazo le había horadado el carrillo, perdiendo varios dientes y muelas. La expresión de su fisonomía era más bien triste que severa, y podría asegurarse que después de la muerte del bravo Dandelot14 ninguno le había visto sonreír. Estaba en pie con la mano apoyada en una mesa cubierta de mapas y planas, en medio de los cuales había una enorme Biblia en 4.º Algunos mondadientes esparcidos entre los mapas recordaban una costumbre de la cual con frecuencia se le hacía burla. En la mesa trabajaba un secretario, escribiendo cartas, que entregaba luego al almirante para la firma.

A la vista de este grande hombre, que para sus correligionarios era más que un rey, pues reunía en una sola persona las cualidades del héroe y del santo, Mergy se sintió acometido de un respeto tal, que involuntariamente llevó una rodilla a tierra. El almirante, sorprendido y molesto por tan excesiva veneración, le hizo señas de que se levantara, tomó con cierta negligencia la carta que le entregaba el joven entusiasta y lanzó una mirada sobre las armas del sello.

-Es de mi antiguo camarada el barón de Mergy -dijo-, y vos, caballero, se le parecéis tanto que no dudo seáis su hijo.

-Señor, mi padre hubiera deseado venir en persona a ofreceros sus respetos; pero su avanzada edad no se lo permite.

-Caballeros -dijo Coligny, después de haber leído la carta, volviéndose hacia las personas que le rodeaban-, os presento el hijo del barón de Mergy, el cual se halla a más de doscientas leguas de nosotros. Parece que no nos faltarán voluntarios para la campaña de Flandes. Os pido, señores, vuestra amistad para este caballero. Todos tenéis a su padre en la más alta estimación.

Pronto recibió Mergy a la vez abrazos y felicitaciones.

-¿Habéis guerreado ya, Bernardo? -preguntó el almirante-. ¿Habéis escuchado el ruido que produce el fuego de los arcabuces?

Mergy respondió, poniéndose muy encarnado, que todavía no había tenido la dicha de pelear en defensa de la religión.

-Se os debe felicitar más bien, caballero, de no haberos visto obligado a derramar la sangre de vuestros conciudadanos -dijo, Coligny en tono grave-. Gracias a Dios -añadió suspirando-, la guerra civil ha concluido; ¡la religión es libre! y constituye una dicha para nosotros que no tengamos que sacar nuestras espadas sino contra los enemigos del rey y de la patria.

Después, golpeando la espalda del joven, prosiguió:

-Estoy seguro de que no desmentiréis vuestra sangre. Según la intención de vuestro padre, prestaréis servicio al lado mío, y cuando peleemos con los españoles os haré portaestandarte, y pronto seréis teniente de mi regimiento.

-¡Os juro -exclamó Mergy en tono resuelto- que al primer encuentro con el enemigo me haréis teniente, o mi padre habrá perdido a su hijo!

-Bien, bravo muchacho; habláis como hablaría vuestro, padre.

Y después, dirigiéndose a su intendente, añadió:

-Aquí tenéis a Samuel. Si necesitáis dinero para el equipo, os lo proporcionará.

El intendente se inclinó delante de Mergy, que, avergonzado, dio las gracias, rehusando la oferta.

-Mi padre y mi hermano -dijo- proveen con largueza mis necesidades.

-¿Vuestro hermano?... El capitán Jorge Mergy, que después de las primeras guerras abjuró de su religión?

Mergy bajó tristemente la cabeza; algo murmuraron sus labios; pero la respuesta no se entendió.

-Es un bravo soldado -prosiguió el almirante-; ¿pero para qué sirve la valentía sin el temor de Dios? Joven, en vuestra familia tenéis ejemplos a imitar y otros a eludir.

-Procuraré parecerme a mi hermano en sus acciones gloriosas..., pero no en su apostasía.

-¡Bien, Bernardo! Venidme a ver con frecuencia y consideradme como un buen amigo. París no puede ser para vos un espejo de buenas costumbres; mas yo espero llevaros muy pronto adonde se puede conquistar la gloria.

Mergy se inclinó respetuosamente y se retiró al círculo de señores que rodeaban al almirante.

-Caballeros -dijo Coligny, reanudando la conversación que la llegada de Bernardo había interrumpido-, de todas partes recibo excelentes noticias. Los asesinos de Ruen han sido castigados...

-Pero los de Tolosa, no -dijo un viejo pastor, de rostro sombrío y fanático.

-Estáis completamente equivocado, señor. La noticia me la dieron hace un instante. En Tolosa se halla establecido ya el tribunal de justicia, de nuestro partido 15. Cada día me da el rey fidedignas pruebas de que la justicia es igual para todos.

El viejo pastor sacudió la cabeza con aire incrédulo.

Un anciano de barba blanca, vestido de terciopelo negro, exclamó:

-¡La justicia es la misma, sí! A los Chatillon, los Montmorency y los Guisas, todos juntos, quisieran Carlos y su digna madre derribarlos de un solo golpe.

-Hablad más respetuosamente del rey, M. de Bonissan -dijo Coligny, en tono severo-. Olvidaos, olvidaos de los antiguos rencores. Hasta ahora nada nos dice que los viejos católicos practiquen peor que nosotros el divino precepto que nos manda olvidar las injurias.

-¡Por los huesos de mi padre! Les es más fácil que a nosotros -murmuró Bonissan-. A quien le han martirizado veintitrés parientes no puede exigírsele que lo olvide con facilidad.

Y continuó hablando en el mismo tono hosco hasta que le interrumpió la llegada de un viejo andrajoso, de cara repulsiva y con una capa muy usada, que entró en la sala y, rápido, entregó un papel sellado a Coligny.

-¿Quién eres? -dijo éste sin romper el sello.

-Uno de vuestros amigos -respondió el viejo con voz ronca.

Y se marchó inmediatamente.

-Yo he visto a este hombre salir esta misma mañana del palacio de Guisa -dijo un caballero.

-Es un hechicero -dijo otro.

-Un envenenador -afirmó un tercero.

-El duque de Guisa le envía para envenenar al almirante.

-¿Envenenarme? -preguntó el almirante-, ¿envenenarme con una carta?

-¡Recordad los guantes de la reina de Navarra! -exclamó Bonissan.

-No creo en el veneno de los guantes ni en el de las cartas... De lo que estoy seguro es de que el duque de Guisa no puede cometer una cobardía.

Iba a abrir la carta, cuando Bonissan se lanzó sobre él, y agarrándole una mano, exclamó:

-¡No la rompáis, por Dios, que saldrá de ella un veneno mortal!

Todos los presentes rodearon al almirante, que hacía grandes esfuerzos para librarse de Bonissan.

-¡Veo salir un vapor ligero de la carta! -exclamó uno.

-¡Dejadla! ¡Dejadla! -fue el grito general.

-¡Pero parecéis locos! ¿Me queréis soltar? -dijo el almirante, contendiendo con sus cortesanos.

Y durante la especie de lucha que había sostenido, el papel cayó al suelo.

-¡Samuel, amigo Samuel! Mostraos como servidor leal -exclamó Bonissan-. Abrid esa carta y no la entreguéis a vuestro señor sino cuando os halléis seguro de que no contiene nada sospechoso.

La comisión no parecía ser muy del gusto del intendente. Sin titubear, Mergy recogió la carta y rasgó el sello. En el acto se encontró aislado de todos los caballeros, que se habían echado atrás como si estallase una mina dentro del aposento... Pero no salía ningún vapor maligno; no se oyó ni un estornudo... Un papel muy sucio y unas cuantas líneas de escritura era todo lo que contenía el terrible documento.

Las mismas personas que fueron las primeras en separarse temerosas, fueron también las que más pronto se aproximaron riendo al advertir que no existía nada peligroso.

-¿Qué significa esta impertinencia? -exclamó colérico Coligny, desembarazándose de Bonissan-. ¡Atreverse a abrir una carta que me está dirigida!

-Señor almirante: si por acaso este papel hubiera contenido algún veneno suficientemente sutil para que perdierais la vida, era preferible que fuese la víctima un hombre como yo, y no vos, cuya existencia es preciosa para la causa de nuestra religión.

Se escuchó un murmullo admirativo; Coligny estrechó con cariño la mano del joven, y después de un instante de silencio, dijo:

-Ya que has abierto la carta, lee en voz alta su contenido.

Y Mergy leyó estas líneas:

«El cielo está esclarecido al Occidente de resplandores sangrientos. Algunas estrellas han desaparecido del firmamento y espadas ardiendo han sido vistas en los aires. Es necesario ser ciego para no comprender lo que presagian esos signos. Gaspar, ciñe tu espada, calza tus espuelas, o, en caso contrario, dentro de pocos días los grajos se repartirán tu carne.»

-Al decir los grajos designa a los Guisas16 -dijo Bonissan.

El almirante se encogió de hombros con desdén y todo el mundo guardó silencio, pues era evidente que la profecía había hecho cierta impresión en la asamblea.

-¡Cuánta gente hay en París que no se ocupa más que de tonterías! -dijo fríamente Coligny-. Lo menos existen diez mil pícaros cuyo solo oficio es el de predecir lo futuro.

-El aviso, tal como viene, no es, sin embargo, de despreciar -dijo un capitán de infantería-. El duque de Guisa ha dicho públicamente que no dormirá tranquilo hasta que no os dé una estocada en el vientre.

-¡Y le será muy fácil a un enemigo llegar hasta vos! -añadió Bonissan-. En vuestro lugar, no iría al Louvre sino acorazado.

-¡Vamos, camaradas! -respondió el almirante-. Creed que no es tan fácil que se dirijan los asesinos a viejos soldados como nosotros. ¡Si tienen más miedo de uno que uno de ellos!

Habló después durante algún tiempo de la campaña de Flandes y de asuntos religiosos; varias personas le entregaron memoriales para que los remitiera al rey; a todos los suplicantes les recibía con bondad, dirigiendo a cada uno palabras afectuosas. Sonaron las diez, y pidió su sombrero y sus guantes para marcharse al Louvre. Algunos de los caballeros le suplicaron permiso para retirarse, y otros muchos le acompañaron con objeto de servirle a la vez de guardia y de cortejo.




ArribaAbajo-VII-

Un jefe de partido. (Continuación.)


En cuanto volvió a ver el capitán a su hermano le dijo:

-¿Qué? ¿Has hablado con Gaspar I? ¿Cómo te ha recibido?

-Con una bondad que no olvidaré nunca.

-Me alegro mucho.

-¡Oh Jorge! ¡Qué hombre!

-¿Qué hombre? Un hombre como casi todos, que tienen un poco más de ambición y de paciencia que mis lacayos..., sin hablar de la diferencia de origen... El nacimiento de M. de Chatillon ha hecho mucho en favor suyo.

-¿Y fue su nacimiento el que le ha enseñado el arte de la guerra y le ha hecho el primer capitán de nuestro tiempo?

-No, sin duda; pero su mérito no ha evitado que le derrotasen siempre... ¡Bah! ¡Dejemos esto!... Hoy has conocido al almirante. ¡Muy bien! A tal señor, tal honor... Te convenía comenzar a hacer la corte a M. de Chatillon... Ahora, dime: ¿quieres venir mañana de caza? Te presentaré a una persona que merece ser conocida: a Carlos, rey de Francia.

-¿Que iré a la cacería real?

-Sin duda, y en ella verás a las más bonitas damas y a los mejores caballos de la corte. La cita es en el castillo de Madrid, adonde debemos ir temprano. Te cedo mi caballo tordo y te aseguro que no necesitarás usar las espuelas para estar siempre al lado de los perros.

Un lacayo entró en la habitación y entregó a Mergy una carta que acababa de traer un paje del rey. Mergy la abrió y su sorpresa fue tanta como la de su hermano, al encontrarse con un título de teniente. El sello real estaba agregado al pergamino y el nombramiento venía extendido en buena forma.

-¡Demonio! -gritó Jorge-. Vaya un favor repentino e inesperado. ¿Pero cómo Carlos IX, que no sabe que existes en el mundo, te envía un título de teniente?

-Creo deberle el favor al almirante -dijo Mergy, y refirió a su hermano la historia de la carta misteriosa que había abierto con tanta valentía. El capitán se rió mucho de la aventura, y sin piedad alguna hizo burlas de su hermano.




ArribaAbajo-VIII-

Diálogo entre el lector y el autor


-¡Ah! Señor autor: qué ocasión más bonita se os presenta para trazar retratos literarios. ¡Y qué retratos! Nos vais a llevar al castillo de Madrid, en medio de los esplendores de la corte. ¡Y qué corte tan magnífica! ¿Nos quiere usted describir esa corte francoitaliana? Procure mostrarnos, uno después de otro, todos los caracteres que la distinguen... ¡Cuántas cosas vamos a aprender! ¡Y qué interesante va a resultarnos pasar una jornada en compañía de tan principales personajes!

-¡Ay! Señor lector; ¿qué me pedís? Yo quisiera tener suficiente talento para escribir una historia de Francia; entonces no narraría cuentos. Pero, decidme, amigo; ¿por qué queréis hacer conocimiento con gentes que no desempeñan un papel importante en mi novela?

-¿Pero habéis cometido la grande injusticia de no concederles un primer puesto? ¡Cómo! ¡Nos trasladáis al año 1572 y pretendéis esquivar los retratos de tantos hombres renombrados! ¡Vamos! No debéis dudar. Comenzad. Os voy a dar hecha la primera frase: La puerta del salón se abre y se ve aparecer...

-Pero, querido lector, si en el castillo de Madrid no había ningún salón. Los salones...

-¡Bien! El grande aposento estaba lleno de una muchedumbre..., etc., entre la cual se distinguían...

-¿Quiénes quiere usted que se distingan?

-¡Pardiez! Primo, Carlos IX.

-Secundo?

-¡Alto! Describamos antes su traje; después trace su retrato físico, y, por último, su retrato moral. Es el camino que actualmente siguen todos los novelistas.

-¿Su traje? Está vestido de cazador, con una corneta de caza que cuelga de su cuello.

-Sois muy breve.

-Respecto a su retrato físico... Esperad... Creo que le conoceríais mejor yendo a ver su cuadro al museo de Angulema. Se halla en la segunda sala, número 98.

-Pero, señor autor, vivo fuera de París. ¿Pretendéis que haga un viaje nada más que por ver el busto de Carlos IX?

-¡Bueno! Pues figuraos un hombre joven, bastante bien proporcionado de líneas, aunque con la cabeza algo hundida en las espaldas; el cuello, tendido, le obliga a presentar con torpeza la frente hacia adelante; los labios son delgados y largos y acentuadísimo el superior; la tez es descolorida, y sus grandes ojos verdes parecen no mirar nunca a la persona con la cual conversa. No creáis, sin embargo, que en su mirada pueda leerse estas dos terribles palabras: San Bartolomé, ni nada semejante. Su expresión es más bien estúpida e inquieta que dura y feroz. Os le podréis representar a la perfección al acordaros de algún inglés joven que hayáis visto entrar en un gran salón donde todo el mundo está sentado. Le veréis atravesar una fila de damas, que guardan silencio cuando pasa. Enganchándose en el traje de una, chocando con la silla de otra, a duras penas podrá llegar hasta el sitio donde se encuentra la dueña de la casa, y sólo entonces podrá advertir que al descender del coche se ha manchado el traje de barro... ¿No habéis visto nunca estas caras azoradas?... Acaso vos mismo la habéis contemplado en vuestro espejo antes que los usos del gran mundo os hayan dado un dominio completo de las formas sociales.

-¿Y Catalina de Médicis?

-¿Catalina de Médicis? ¡Diablo! No pensaba en ella. Creo que es la última vez que voy a escribir su nombre. En aquel tiempo era una mujer gruesa, pero todavía frescachona, bastante bien conservada para su edad. Su nariz era muy abultada y sus labios apretados como las personas que sienten los primeros efectos del mareo marítimo... Los ojos los tenía siempre a medio cerrar, y bostezaba a cada momento, diciendo con el mismo tono: ¡Ah! ¿Quién me librará de este odioso bearnés? Magdalena, da leche azucarada a mi perrito napolitano.

Pero precisa decir algunas palabras de más importancia. Catalina acababa de hacer envenenar a Juana de Albret, al menos el rumor público lo aseguró, y todo lo aparentaba.

-Nada de eso... Y si se asegura que existía tal apariencia, ¿dónde está el astuto disimulo que tanto se mienta?

-¿Y Enrique IV? ¿Y Margarita de Navarra? Mostradnos a Enrique, bravo, galante y bueno sobre todo. Margarita desliza un billete en la mano de un paje, mientras que, por su parte, Enrique enamora a una dama de la corte de Catalina.

-Respecto a Enrique IV, nadie podía adivinar en aquel muchacho aturdido al héroe y al futuro rey de Francia. Olvida a su madre a los quince días de su fallecimiento. Habla como un caballerizo, metido en una conversación sobre la cacería del ciervo. Os hago grada de su retrato, sobre todo si, como espero, no sois cazador.

-¿Y Margarita?

-Estaba un poco indispuesta y no salía de su cámara.

-Bonita manera de evitar dificultades. ¿Y el duque de Anjou? ¿Y el príncipe de Condé? ¿Y el duque de Guisa? ¿Y Tavannes, Rets, La Rochefoucauld, Teligny? ¿Y Thoré? ¿Y Méru? ¿Y tantos otros?

-Los conocéis mejor que yo. Os voy a hablar de mi amigo Mergy.

-¡Ah! Advierto que no voy a encontrar en vuestra novela lo que buscaba.

-Mucho lo temo.




ArribaAbajo-IX-

El guante



«Cayose un escarpín de la derecha
mano, que de la izquierda importa poco,
a la señora Blanca, y amor loco
a dos fidalgos disparó la flecha.»


(Lope de Vega: El guante de doña Blanca.)                


La corte estaba en el castillo de Madrid. La reina madre, rodeada de sus damas, esperaba en su cámara que el rey viniese a desayunar con ella, antes de montar a caballo. El rey, seguido de los príncipes, atravesó lentamente una galería donde aguardaban cuantos debían acompañarle a la cacería. Oía con distracción las flores de los cortesanos y contestaba con brusquedad. Al pasar delante de los dos hermanos, el capitán hincó la rodilla y presentó al nuevo teniente. Mergy se inclinó con gran respeto y dio gracias a su majestad por el honor que acababa de recibir sin merecerlo.

-¡Ah! ¿Sois vos el caballero de quien me ha hablado mi señor, el almirante? ¿El hermano del capitán Jorge?

-Sí, señor.

-¿Sois católico o hugonote?

-Señor, soy protestante.

-No lo he preguntado más que por curiosidad, pues me importa un ardite la religión que tengan los que me sirven bien...

El rey, después de pronunciar estas palabras memorables, entró en busca de la reina.

Un enjambre de mujeres pululaban por la galería, pareciendo enviadas para que perdiesen la paciencia los caballeros. No quiero hablar sino de una sola de las beldades de una corte fértil en bellezas; me refiero a la condesa de Turgis, que desempeña un gran papel en nuestra historia. Se había puesto un traje de amazona, a la vez ligero y galante, y no llevaba el odioso velo. Su tez de una blancura deslumbradora, pero uniformemente pálida, hacía resaltar sus cabellos negro azabache; las cejas arqueadas, que por la extremidad se tocaban ligeramente, comunicaban a su fisonomía un aire de dureza, o más bien de orgullo, sin quitar ninguna gracia al conjunto de los rasgos. En sus grandes ojos azules no se observaba sino una expresión de fiereza peligrosa, y en una conversación animada se veía pronto que sus pupilas se engrandecían y dilataban como las de un gato; sus miradas quemaban como el fuego, y era muy difícil, hasta para un habituado hombre de mundo, sostener algún tiempo la acción mágica de sus ojos.

-¡La condesa de Turgis! ¡Qué bonita está hoy! -murmuraron los cortesanos, procurando acercarse para verla mejor.

Mergy, que se encontraba a su paso, quedó tan encantado de aquella belleza, que permaneció inmóvil, y no se le ocurrió volver a la fila para dejar camino hasta que tocaron su justillo las enormes mangas de seda de la condesa.

Notó ella esta emoción, acaso con placer, y se dignó fijar un instante sus bellos ojos sobre los de Mergy, que bajó los suyos rápidamente, mientras sus mejillas se cubrían de púrpura. La condesa sonrió, y al pasar dejó caer uno de sus guantes al lado de nuestro héroe, que, inmóvil, azorado, no pensó en recogerlo. Pronto un hombre joven y rubio -no podía ser otro que Comminges-, que se encontraba detrás de Mergy, le empujó con rudeza para adelantársele, y asiendo el guante, y después de besarlo con respeto, lo entregó a la de Turgis. Ésta, sin dar las gracias, se volvió a Mergy, a quien contempló un instante con expresión de desprecio; luego llamó a su lado al capitán Jorge.

-¡Capitán! -dijo en voz alta-. ¿Quién es ese pazguato? Seguramente que será hugonote, a juzgar por su cortesía.

Una carcajada general acabó de desconcertar al desgraciado Mergy.

-Es mi hermano, señora -respondió Jorge un poco más bajo-. No lleva en París más que tres días; pero os juro por mi honor que no es tan torpe como lo era Lannoy antes de que os encargaseis de educarlo.

La condesa pareció molestada.

-Capitán, ésa es una fea galantería. No habléis mal de los muertos. Venid. Dadme la mano. Os tengo que hablar de una dama que no está muy contenta de vos.

Jorge tomó respetuosamente su mano y la condujo hacia un alejado rincón de una ventana, y al marchar lanzó ella otra mirada sobre Mergy.

Deslumbrado todavía por la aparición de la condesa, a la que tenía miedo de ver, por lo cual continuaba con los ojos fijos en el suelo. Mergy sintió que le golpeaban cariñosamente en la espalda. Al volverse se encontró con el barón de Vandreuil, que, agarrándole de la mano, le separó de los cortesanos para poder hablar sin ser interrumpido.

-Mi querido amigo -dijo-, no conocéis todavía nuestras costumbres, y quizá ignoréis cómo debéis de conduciros.

Mergy le miró con aire de asombro.

-Vuestro hermano está ocupado y no puede aconsejaros; si lo permitís, le reemplazaré yo.

-No sé, caballero; no sé...

-Habéis sido gravemente ofendido, y al ver esta actitud pasiva, creo que no pensáis en buscar los medios de venganza.

-¿Vengarme? ¿De qué? -preguntó Mergy, rojo hasta en el blanco de los ojos.

-¿No os ha tropezado Comminges hace un momento con rudeza? Toda la corte ha presenciado la ofensa y espera un acto de vuestra energía.

-Pero -dijo Mergy- en una galería donde hay tanta gente nada tiene de extraño que alguno me haya tropezado involuntariamente.

-Caballero de Mergy, no tengo el honor de ser antiguo amigo vuestro; pero lo es vuestro hermano, y él os podrá decir que yo practico, tanto como me es posible, el divino precepto de olvidar las injurias. Por lo tanto, no quisiera meteros en una contienda; pero al mismo tiempo creo que mi deber es deciros que Comminges no os ha tropezado por inadvertencia. Lo ha hecho para afrentaros, y si no os tropieza habría buscado otra ofensa. Después, al recoger el guante de la de Turgis, usurpó un derecho que no correspondía más que a vos. El guante se hallaba a vuestros pies; ergo a vos sólo correspondía recogerlo y entregarlo. Además, mirad al final de la galería y hallaréis a Comminges que os muestra con el dedo y se burla de vos.

Mergy volvió la cabeza y advirtió a Comminges rodeado de cuatro o cinco señores, a quienes contaba riendo alguna cosa que parecían oír con mucha curiosidad. Nada probaba que se tratase de Bernardo; pero ante la afirmación de su caritativo consejero, sintió nuestro héroe que se agitaba una violenta cólera en su corazón.

-Iré a buscarle después de la cacería -dijo- y le hablaré del asunto.

-¡Oh! No demoréis nunca una resolución, y tened en cuenta que ofendéis menos a Dios llamando a vuestro adversario inmediatamente después de la injuria que haciéndolo cuando ha habido tiempo de reflexionar. En un momento de arrebato -que no es más que un pecado venial- se debe provocar a un enemigo, y si se bate uno pronto no se comete un pecado muy grande. Pero olvido que estoy hablando a un protestante. Creedme, sin embargo, que os conviene llamarle en seguida.

-¿Supongo que no se negará a darme las excusas que merezco?

-En eso, querido amigo, estáis equivocado. Comminges no ha dicho nunca: «Perdón; he sido injusto.» Pero es un hombre muy galante y os dará una satisfacción.

Mergy hizo esfuerzos para dominarse y adoptar un aire de indiferencia.

-Si he sido insultado me dará la satisfacción; cualquiera que sea, yo sabré exigirla.

-Muy bien; sois un bravo. Me gusta veros tan audaz, tanto más que no ignoráis que Comminges es una de nuestras mejores espadas. ¡Pardiez! Es un hombre que sabe tener un arma en la mano. Tomó en Roma lecciones de Brambilla, y «Juan el Pequeño» no se atreve a tirar con él.

Y al hablar así, miraba con atención la pálida figura de Mergy, que, sin embargo, parecía más emocionado por la ofensa que miedoso ante sus resultas.

-Me gustaría serviros de padrino; pero además de que comulgo mañana, estoy comprometido con M. de Rheincy, y sólo contra él puedo sacar mi espada 17.

-Os lo agradezco, caballero. Si llega el caso, mi hermano será el testigo.

-El capitán conoce admirablemente esta clase de asuntos. Ahora os voy a traer a Comminges para que os expliquéis con él.

Mergy se inclinó, y volviéndose hacia la pared, pensó la forma del reto, procurando al mismo tiempo que su rostro adquiriese una expresión digna.

Se necesita una cierta gracia para provocar un duelo, y no se adquiere al igual que tantas cosas, sino por la costumbre. Era la primera cuestión personal de nuestro héroe, y, por consecuencia, tuvo un instante de emoción; pero sentía ya menos miedo a recibir una estocada que a decir algo que fuese impropio de un caballero. Cuando apenas si tenía preparada una frase dura y concisa, se presentó el barón de Vandreuil con su enemigo.

Comminges, con el sombrero en la mano, se inclinó con una cortesía impertinente, y con voz melosa, dijo:

-¿Deseabais hablarme, caballero?

La ira le hizo sentir a Mergy la sangre en el rostro, y respondió en el acto con una voz más dura de lo que esperaba.

-Os habéis conducido conmigo de manera impertinente y deseo de vos una satisfacción.

Vandreuil hizo un signo de aprobación. Comminges se irguió, y colocando la mano en la cadera, postura de rigor en esos casos, dijo con mucha gravedad:

-Como sois el que demanda, caballero, me corresponde a mí la elección de armas.

-Elegid las que prefiráis.

Comminges pareció reflexionar un momento.

-El sable con punta y dos filos es buen arma; pero sus heridas nos pueden desfigurar, y a nuestra edad -añadió, sonriendo- no gusta a las amadas vernos una gran cicatriz en medio del rostro. La espada no hace más que un pequeño agujero, pero es suficiente -y sonreía al decir estas palabras-. Escojo, pues, la espada y la daga.

-¡Muy bien -dijo Mergy.

Y dio un paso para marcharse.

-Un instante -exclamó Vandreuil-; os olvidáis de convenir el sitio.

-En el Pré-aux-Clercs se bate toda la corte. ¡Pero si este caballero prefiere otro sitio!...

-En el Pré-aux-Clercs, sea.

-En cuanto a la hora... Yo mañana no me levantaré hasta las ocho, por ciertas razones. No duermo en casa esta noche y no podré ir al Pré hasta las nueve.

-A las nueve, pues.

Al volver los ojos Mergy se encontró con la condesa de Turgis, que venía de dejar al capitán entregado en una conversación con otra dama. A la vista de la bella, culpable de la cuestión, nuestro héroe procuró adoptar una actitud de gravedad y fingida indiferencia.

-Desde hace algún tiempo está de moda batirse con calzas rojas -dijo Vandreuil-; si no las tenéis, yo os las podré proporcionar. La sangre se confunde con la ropa y resulta más apropiado.

-Me parece una puerilidad -dijo Comminges.

Mergy sonrió de mala gana.

-Bien, amigos -añadió el barón-; ya no falta más que convenir cuáles han de ser los padrinos18.

-Como este caballero es nuevo en la corte, le será difícil encontrar un segundo padrino; pero, por condescendencia, me contentaré con uno solamente.

Mergy, con algún esfuerzo, insinuó una sonrisa.

-No se puede ser más cortés -dijo el barón-. Es muy agradable tener una cuestión con un caballero tan correcto y tan acomodaticio como monsieur de Comminges.

-Como tendréis necesidad de una espada del mismo tamaño que la mía, os recomiendo la tienda de Laurent, en la calle de la Ferronière: es el mejor armero de la ciudad. Decidle que vais de mi parte, y os servirá bien.

Al decir estas palabras se despidió con un ademán elegante y se volvió al grupo de jóvenes que había abandonado.

-Os felicito, Bernardo -dijo Vandreuil-; habéis lanzado muy bien vuestro reto. ¡Decidle tales palabras a Comminges! No está habituado a que le hablen de esa manera. Se le considera el más grande de los esgrimidores, después de haber matado al gran Canillac; porque Saint-Michel, a quien mató hará dos meses, no constituía un gran honor. Saint-Michel no era de los más hábiles, mientras que Canillac había ya matado a cinco o seis caballeros, sin sufrir ni un rasguño. Había aprendido en Nápoles con Borelli, y se decía que Lausac, sintiéndose morir, le enseñó un golpe secreto, con el cual lograba sus triunfos; pero, a decir verdad, como Canillac había saqueado la iglesia de Auxerre y arrojado a tierra las hostias sagradas, es natural que fuese castigado.

Mergy, aunque estos detalles no le divertían, se creyó obligado a continuar la conversación, temeroso de que Vandreuil sospechase algo ofensivo para su bravura.

-Felizmente -dijo- no he saqueado ninguna iglesia ni he tenido en mis manos una hostia consagrada; tengo, pues, un menor peligro que correr.

-Necesito haceros una advertencia. Cuando crucéis el hierro con Comminges, tened cuidado con una de sus fintas, que le costó la vida al capitán Tomaso. Gritó Comminges que la punta de su espada estaba rota. Tomaso elevó entonces su arma por encima de la cabeza, aguardando el ataque; pero la espada de su adversario, que conservaba la guardia, penetró en el pecho de Tomaso, el cual estaba completamente desprevenido... Pero os vais a batir con espadas largas, y no es tan peligroso el golpe19.

-Me defenderé lo mejor que pueda.

-¡Ah! Escuchad todavía... Elegid una daga cuya empuñadura sea sólida; son muy útiles para las paradas. ¿Veis esta cicatriz en mi mano izquierda? Me la ocasionó el haber salido un día de casa sin daga. Tallard y yo nos desafiamos, y, falto de una defensa importante, llegué a creer que perdía la mano.

-¿Y fue herido el contrario? -preguntó Mergy, adoptando un aire de distracción.

-Gracias a un voto que hice a San Mauricio, mi Patrón, pude matarlo... Cuidad de envolveros bien con alguna tela... Eso no puede perjudicar. No es tan fácil la muerte con esa envoltura... Deberíais también colocar vuestra espada sobre el altar durante la misa...; pero me olvido que sois protestante... Todavía otra advertencia... No hagáis un puntillo de honra de no romper...; por el contrario, dejarle marchar... Está falto de aliento y se ahoga... Procurad cansarle, y cuando encontréis ocasión oportuna, tiraros a fondo, con una buena estocada en el pecho, y os habréis desembarazado de vuestro enemigo.

Vandreuil hubiera continuado todavía con tan excelentes consejos de no haberse oído un gran rumor, que era anuncio de que el rey había montado a caballo... La puerta de la habitación de la reina se abrió, y sus majestades, en traje de cacería, se dirigieron hacia la escalinata.

El capitán Jorge, que acababa de dejar a su dama, se dirigió a su hermano, y, golpeándole cariñosamente en la espalda, le dijo en tono alegre:

-¡Granuja! ¡Estás de enhorabuena! ¡Miren el barbilindo!... No haces más que mostrarte en la corte, y ya las damas se han vuelto locas. Durante un cuarto de hora la condesa no me ha hablado más que de ti. ¡Vamos! ¡Ahora un poco de valor! Durante la cacería, procura galopar siempre al lado de ella, y pórtate con mucha galantería... ¿Pero qué diablos te pasa?... Cualquiera supondría que estás enfermo... ¿Qué cara larga es ésa?... ¡Anda, hombre, alégrate!

-No tengo muchas ganas de ir a la cacería, y quisiera...

-Si no vais de caza -dijo en tono bajo Vandreuil- Comminges creerá que tenéis miedo de encontrarlo.

-¡Vamos! -dijo Mergy, pasándose la mano por su frente ardorosa...

Creyó que era preferible esperar al fin de la cacería para confiar a su hermano la aventura.

-¡Qué vergüenza! -pensaba-. ¡Si la señora de Turgis llega a creer que tengo miedo! ¡Si supone que la idea de un próximo desafío me impide gozar de la cacería!




ArribaAbajo-X-

La cacería


«The very butcher of silk button, a duellist, a gentleman of the very first house -of the first and second cause: ¡Ah!, -the inmortal passado the punto riverso


(Shakespeare: Romeo and Juliet.)                


Un gran número de señoras y caballeros, vestidos con gran lujo y montados en soberbios caballos, ambulaban aquí y allá por el patio del castillo. Las trompas de caza, los ladridos de los perros y las tumultuosas y galantes palabras de los caballeros formaban una algarabía deliciosa para las orejas de un cazador, pero muy desagradable para otro oído humano.

Mergy siguió maquinalmente a Jorge por el patio, y sin saber cómo se encontró al lado de la bella condesa, cubierta ya con un velo y montada en un hermoso caballo andaluz, piafante de impaciencia y que mascaba el bocado, anheloso de libertad. Sobre este animal, que hubiese preocupado al más experto jinete, estaba la condesa sentada en su silla de cuero con tanta tranquilidad como en los sillones de sus cámaras.

El capitán se presentó con el pretexto de encinchar mejor el caballo andaluz.

-¡Aquí está mi hermano! -dijo a la amazona a media voz, pero lo bastante alto para que lo entendiese Mergy-. Tratad con dulzura al pobre muchacho, ya que le tenéis algo loco desde cierto día en que os vio salir del Louvre.

-He olvidado su nombre -respondió ella con brusquedad-. ¿Cómo se llama?

-Bernardo... Fijaos, señora, en que lleva la banda del mismo color que vuestras cintas.

-¿Sabe montar a caballo?

-Vos juzgaréis.

Saludó cortésmente y fue a buscar a una dama de la reina a la cual cortejaba hacía algún tiempo. Medio inclinado en el arzón de su silla, con la mano en la brida del caballo que conducía a su cortejo, pronto olvidó a su hermano y a su bella y altiva compañera.

-¿Conocíais a Comminges, señor de Mergy? -preguntó la condesa de Turgis.

-¿Yo, señora?..., muy poco -respondió balbuceando Bernardo.

-Pero hace un momento le hablabais.

-Era la primera vez.

-Creo adivinar lo que le habéis dicho.

Y a través del velo sus ojos parecían leer hasta el fondo del alma de Mergy.

Una dama se acercó a la condesa e interrumpió la conversación, lo que satisfizo a Bernardo, que estaba horriblemente azorado. Pero continuó sin separarse de la de Turgis, sin saber por qué, o acaso esperando así causar alguna molestia a Comminges, que le observaba de lejos.

La cabalgada había salido ya del castillo. Los ojeadores lanzaron un ciervo que, rápido, penetró en el bosque; todos los cazadores le siguieron, y Mergy pudo observar, no sin cierto asombro, la pericia de la de Turgis en el manejo del caballo y la intrepidez con que franqueaba cuantos obstáculos se oponían a su paso. Bernardo, debido a la bondad de su cabalgadura, conseguía no separarse de Diana; pero el conde de Comminges, tan bien montado como él, no se apartó tampoco, y a pesar de la rapidez de un galope impetuoso, a pesar del entusiasmo que ponía en la persecución, el otro hablaba constantemente con la amazona, mientras que el pobre Mergy tenía que envidiar a su rival en silencio la gracia, la suficiencia, y sobre todo, el talento de decir cosas agradables, que, a juzgar por el placer con que las oía la condesa, debían de ser muy divertidas... Los dos jóvenes, animados de una noble emulación, se dedicaron a saltar las más altas empalizadas y los fosos de enorme profundidad y longitud, expuestos veinte veces a sufrir heridas peligrosas.

La condesa, de repente, se separó del grueso de la cacería y entró en una calle del bosque, la cual hacía ángulo con otra en la que cazaba el rey con su comitiva.

-¿Qué hacéis? -exclamó Comminges-. ¡Habéis extraviado el camino! ¿No escucháis al otro lado el sonido de los cuernos y el ladrido de los perros?

-Pues bien: tomad el otro camino, ¿qué os detiene?

Comminges no respondió nada y la siguió. Mergy hizo lo propio, y cuando se internaron algunos cientos de pasos por la senda, detuvo la condesa su caballo, imitándole Comminges a su derecha y Mergy a su izquierda.

-Lleváis un buen caballo de batalla, señor de Mergy -dijo Comminges-. No se le ve ni una gota de sudor.

-Es un berebere que le regaló un español a mi hermano. Mirad la cicatriz de una estocada que recibió en Montcontour.

-¿Habéis hecho la guerra? -preguntó la condesa.

-No, señora.

-¿No habéis recibido nunca un arcabuzazo?

-No, señora.

-¿Ni una estocada?

-Jamás.

Mergy creyó advertir que ella sonreía. Comminges se atusó el bigote con aire desenvuelto.

-Nada sienta mejor a un caballero joven que una herida -dijo-. ¿No es cierto, condesa?

-Sí; pero tiene que estar bien ganada.

-¿Qué entendéis por bien ganada?

-Una herida es gloriosa si se gana en el campo de batalla; pero en un duelo no es lo mismo; no conozco nada más despreciable.

-Me figuro que el señor de Mergy ha hablado con vos antes de montar a caballo.

-No -dijo secamente la condesa.

Mergy aproximó su caballo cerca del de Comminges.

-Caballero -le dijo en tono bajo-, en cuanto nos hayamos divertido un rato con la caza nos podremos apartar a algún soto escondido, y espero que os probaré que no he hecho nada para evitar el duelo.

Comminges le miró con aire mezcla de alegría y de piedad.

-No puedo adoptar semejante proposición. No somos unos miserables para batirnos sin padrinos. Y nuestros amigos que deben de acudir a la fiesta no nos perdonarían haberles olvidado.

-Como queráis, caballero -dijo Mergy.

Y se volvió junto a la condesa, cuyo caballo se había adelantado algunos pasos al suyo. La señora de Turgis cabalgaba con la cabeza inclinada sobre el pecho y parecía por completo entregarse a sus pensamientos.

Silenciosos los tres, llegaron hasta una encrucijada en que terminaba la senda.

-¿No escucháis el ruido de la trompa? -preguntó Comminges.

-Me parece que viene de aquel soto a nuestra izquierda -contestó Mergy.

-Sí, es el ruido del cuerno. Estoy seguro de ello, y hasta apostaría a que es un cuerno de Bolonia. ¡Dios me valga! Ese cuerno no lo ha construido mi amigo Pompignan. No podéis figuraros, caballero de Mergy, la gran diferencia que existe entre un cuerno de Bolonia y los que fabrican los miserables artesanos de París.

-Éste se escucha de muy lejos.

-¡Y qué pureza de sonido! Los perros, al oírle, se olvidan que han corrido diez leguas. A decir verdad, no se construyen buenas trompas más que en Italia y en Flandes. ¿Y qué pensáis de mi cuello a la valona? Es muy decoroso para un traje de caza; tengo cuellos y gorgueras a la confusión para ir a los bailes; pero este cuello tan sencillo ¿creéis que me lo podrían bordar en París? Imposible. Me los traen de Breda. Si os gustan, haré que os los traigan también por conducto de un amigo que tengo en Flandes... Pero... -y se interrumpió riendo-. ¡Qué distraído soy!... No me acordaba...

La condesa detuvo su caballo.

-Comminges, la caza espera. Y a juzgar por el cuerno, el ciervo está ya acorralado.

-Tenéis razón, señora.

-¿No queréis asistir al momento del triunfo?

-Sin duda; de otra manera, perderíamos nuestra buena reputación de cazadores y jinetes.

-Pues bien: es necesario darse prisa.

-Sí; nuestros caballos están inquietos. ¡Vamos! ¡Dadnos la señal!

-Estoy fatigada y me quedo aquí. El señor de Mergy me hará compañía. Partid vos.

-Pero...

-Lo voy a decir dos veces... Picad espuelas.

Comminges permaneció inmóvil. La sangre le subió al rostro y miró a la condesa y a Mergy con mirada furiosa.

-La señora de Turgis tiene necesidad de que haya un desafío -dijo Comminges con amarga sonrisa.

La condesa extendió la mano hacia el soto de donde venía el ruido del cuerno e hizo con los dedos un signo muy significativo. Pero Comminges no parecía dispuesto a dejar el campo libre a su rival.

-Va a ser necesario que me explique claramente con vos -dijo furiosa-. ¡Dejadme, caballero Comminges; vuestra presencia me importuna! ¿Me comprendéis ahora?

-Perfectamente, señora -respondió furioso. Y añadió más bajo:-Y en cuanto a ese barbilindo..., no tendrá mucho tiempo para divertiros. ¡Adiós, caballero de Mergy; hasta pronto!

Estas últimas palabras las pronunció con un énfasis particular; y después, picando espuelas, partió al galope.

La condesa detuvo su caballo, que quería imitar al compañero, y poniéndose al paso, cabalgó largo rato en silencio; levantaba la cabeza de cuando en cuando para mirar a Mergy, como si desease hablarle; luego bajó los ojos, como avergonzada de no encontrar una frase para entrar en materia.

Mergy se creyó obligado a comenzar.

-Os estoy muy agradecido, señora, de la preferencia de que me hacéis objeto.

-Bernardo... ¿Sabe usted tirar a las armas?

-Sí, señora -respondió un poco asombrado de la pregunta.

-Pero... ¿Bien?... ¿Bien?

-Bastante bien para un caballero; pero, sin duda, muy mal para un maestro de armas.

-Pero en el país en que vivimos los caballeros son más expertos en las armas que los propios maestros.

-En efecto, he oído decir que muchos de ellos pierden en las salas de armas un tiempo que podrían emplear mejor en otra parte.

-¿Mejor?

-Sí, sin duda. ¿No es preferible conversar con las damas -dijo sonriendo- que no derretirse en sudor haciendo esgrima?

-Decidme: ¿os habéis batido muchas veces?

-Jamás... ¿Pero por qué estas preguntas?

-Sabed, para vuestro gobierno, que no se debe nunca interrogar a una dama por qué hace alguna cosa; al menos tal es la costumbre de los caballeros bien educados.

-Me conformo a ella -dijo Mergy sonriendo ligeramente e inclinándose sobre el cuello del caballo.

-Sepamos... ¿Qué haréis mañana?

-¿Mañana?

-Sí; no os hagáis el asombrado.

-Señora...

-Respondedme; lo sé todo -exclamó extendiendo la mano hacia él con un gesto de reina. La punta de su dedo tocó una manga de Mergy y le hizo estremecerse.

-Haré lo que mejor pueda -dijo al fin.

-Me gusta vuestra respuesta; no es ni de cobarde ni de fanfarrón... -¿Pero sabéis que vuestro primer duelo va a ser con un espadachín de gran fama?

-¡Qué queréis! Me encontraré algo cohibido, como me hallo en este momento -añadió sonriendo-; yo no había tratado nunca más que con aldeanas, y el primer día de mi entrada en la corte me encuentro conversando con la más bella dama de la corte de Francia.

-Hablad con seriedad. Comminges es la mejor espada de París, población donde viven los mejores esgrimidores. Y, además, Comminges es el rey de los «refinados».

-Se dice.

-¿Y no estáis inquieto?

-Repito que haré lo que pueda. No se debe nunca desesperar con una espada en la mano, y, sobre todo, contando con la ayuda de Dios.

-¡La ayuda de Dios! -interrumpió ella con aire de desprecio-; ¿no sois hugonote, señor de Mergy?

-Sí, señora -respondió con su seriedad de costumbre, cuando le hablaban de la religión.

-Corréis más riesgo que el otro.

-¿Por qué?

-Exponer la vida no es nada; pero vos exponéis más que vuestra vida... vuestra alma.

-Razonáis, señora, con las ideas de vuestra religión; las mías son más seguras.

-No juguéis con estas cosas. ¡Os puede esperar toda una eternidad de sufrimientos!

-De todas formas sería lo mismo, pues si muriese mañana católico, moriría en pecado mortal.

-La diferencia es muy grande -dijo ella algo molesta de que le opusieran un argumento razonable y fundado en su propia creencia-. Nuestros doctores lo explican.

-¡Oh!, sin duda. Ellos lo explican todo. Como se toman la libertad de alterar a su gusto el Evangelio... Por ejemplo...

-Dejad esto. No se puede hablar un momento con un hugonote sin oír una cita de las Santas Escrituras.

-Es que nosotros las conocemos y vuestros sacerdotes apenas si las han leído... Pero cambiemos de conversación. ¿Creéis que hayan cazado ya al ciervo?

-¡Sí que estáis convencido de vuestra religión!

-Volvemos a comenzar, señora.

-¿Pero la creéis buena?

-Creo que es la mejor, o, mejor dicho, la única buena... Si no fuera así cambiaría...

-Vuestro hermano se ha convertido...

-Tenía poderosas razones para hacerse católico, y yo tengo las mías para continuar protestante.

-¡Qué obstinados y sordos estáis todos para oír la voz de la razón! -exclamó colérica.

-Me parece que mañana va a llover -dijo Mergy mirando al cielo.

-Caballero de Mergy, la amistad que yo tengo con vuestro hermano y el peligro a que estáis expuesto me inspiran hacia vos una gran simpatía.

Bernardo se inclinó respetuosamente.

-Los heréticos ¿no tenéis fe en las reliquias?

Mergy sonrió.

-¿Y creéis mancharos si las tocáis? -continuó ella-. Os molesta usarlas, mientras que a nosotros los católicos romanos tanto nos satisfacen.

-Ese uso nos parece, por lo menos, inútil.

-Escuchad. Uno de mis primos colocó en cierta ocasión un escapulario en el cuello de un perro de caza; después le disparó un tiro con un arcabuz cargado de perdigones.

-¿Y murió el perro?

-No le alcanzó ni un solo plomo.

-Admirable. Me gustaría tener una reliquia parecida.

-¿De veras?... ¿Y la llevaríais?

-Sin duda; ya que vuestra religión defiende hasta a los perros, acaso pueda convenirme... Pero... un instante. ¿Un hereje valdrá tanto como un perro..., un perro de un católico, se entiende?

Sin atenderle, la de Turgis desabrochó ligeramente su corpiño y sacó de su seno una pequeña caja de oro muy lisa, atada por una cinta negra.

-Tened -dijo ella-. Me habéis prometido llevarla. Ya me la devolveréis.

-Si puedo, ciertamente.

-Pero escuchad... Tened mucho cuidado... No cometáis ningún sacrilegio.

-Acepto la reliquia por venir de vos.

Y colocó la reliquia alrededor de su cuello.

-Un católico hubiera besado la mano que le otorga este santo talismán.

Mergy cogió su mano e intentó llevarla a los labios.

-No, no; es demasiado tarde.

-Pensadlo bien; mirad que acaso no pueda gozar nunca de semejante fortuna.

-¡Quitadme el guante! -dijo ella tendiéndole la mano.

Y al quitárselo creyó sentir Bernardo que la condesa le oprimía dulcemente, e imprimió un beso de fuego sobre aquella mano blanca y bella.

-Caballero -dijo la condesa con voz emocionada-, ¿seréis siempre contumaz? ¿No habrá algún medio para sacaros de vuestro error?... ¿Os convertiríais gracias a mí?

-No lo sé. Rogadme con constancia y con energía... Lo que puedo aseguraros es que no habrá otra mujer capaz de conseguir mi conversión.

-Decídmelo francamente: si una mujer..., una... cualquiera que sea; una mujer se decidiera...

La condesa se detuvo.

-¿Se decidiera?

-Sí..., al amor, por ejemplo. Sed franco y hablad seriamente.

-¿Seriamente?

E intentó de nuevo estrechar su mano.

-Sí, si tuvierais un grande amor por una mujer de religión diferente a la vuestra... Este amor ¿no sería capaz de haceros cambiar de ideas?... Dios se vale de toda clase de medios.

-¿Queréis que os conteste con franqueza y seriedad?

-Lo exijo.

Mergy bajó la cabeza y dudó al responder. Procuraba encontrar una respuesta evasiva. La señora de Turgis se insinuaba de una manera que él no podía rechazar. Pero, de otra parte, como no llevaba en París sino unas cuantas horas, su conciencia de provinciano se sentía terriblemente puntillosa.

-¡Ya escucho el grito de la victoria! -exclamó de repente la condesa, sin aguardar la difícil contestación. Y dio un fustazo al caballo, que partió rápidamente... Mergy la siguió, pero sin obtener de ella ni una mirada ni una palabra.

En pocos minutos se unieron a los cazadores, muy emocionados en aquel momento por los incidentes de la caza.

El ciervo, en su huida, se había arrojado a un estanque, y era dificultoso ir en su busca. Muchos caballeros echaron pie a tierra, y armados de pértigas le obligaron a proseguir la carrera. Pero la frialdad del agua había acabado de extenuar las fuerzas del animal. Salió del estanque, tiritando, con la lengua fuera, y siguió corriendo, pero en curvas irregulares. Los perros, por el contrario, parecían redoblar su ardor... A una poca distancia del estanque el ciervo comprendió por instinto que le era imposible huir, e hizo un esfuerzo desesperado. Se apoyó contra un viejo y fuerte roble, y con gran bravura hizo frente a los perros. Los primeros que le atacaron los lanzó al aire con el bandullo colgante. Un caballo y su caballero fueron violentamente volteados... Hombres, caballos y perros, adaptando una actitud prudente, formaron un gran círculo alrededor del ciervo, pero sin osar valerse de sus armas amenazantes.

El rey puso pie en tierra con mucha agilidad, y con el cuchillo de caza en la mano se colocó astutamente detrás del roble, y, rápido, asestó un golpe en el corvejón del ciervo.

El animal lanzó una especie de silbido angustioso y cayó en seguida. Al instante veinte perros se precipitaron sobre él, y agarrándole por la garganta, el hocico y la lengua, le obligaron a permanecer inmóvil. Unas gruesas lágrimas corrían de sus ojos.

-¡Que se aproximen las damas! -exclamó el rey.

Las señoras se aproximaron, pues ya casi todas se habían apeado.

-Toma, parpaillot -gritó el rey, y clavó el cuchillo en el costado del ciervo, revolviendo la hoja para agrandar la herida. La sangre corría con abundancia y cubrió la cara, las manos y el traje de Carlos IX.

Parpaillot era un vocablo despectivo con el cual solían designar con frecuencia los católicos a los calvinistas. La palabra y la forma en que fue empleada disgustó a muchos, mientras que otros la recibieron con aplausos.

-El rey tiene el aspecto de un matarife -dijo bastante alto y con una expresión de disgusto Teligny, el yerno del almirante.

Algunas almas caritativas, de esas que no faltan nunca en las cortes, comunicaron la frase al monarca, que no la olvidó nunca.

Después de haber gozado del espectáculo agradable de ver a los perros devorando las entrañas del ciervo, la corte emprendió el camino de París. Durante el trayecto, Mergy refirió a su hermano el insulto que había recibido y su provocación a desafío. Como ya todo consejo era inútil al capitán, se contentó con prometerle su compañía en el combate.




ArribaAbajo-XI-

El desafío en el Pré-aux-Clercs


«For one of must yield his breath ere from the field on foot we flee.»


(The duel of Stuart and wharton.)                


A pesar de haberse fatigado en la cacería, Mergy pasó una gran parte de la noche sin dormir. Fue presa de una fiebre elevada, que comunicaba a su imaginación una actividad desesperante. Numerosos pensamientos accesorios y hasta extraños al encuentro futuro asediaban y turbaban su cerebro; alguna vez llegó a imaginarse que la fiebre que le acometiera no era sino el preludio de una enfermedad grave que se declararía dentro de pocas horas, obligándole a permanecer en el lecho. Y entonces, ¿qué sería de su honor? ¿Qué se pensaría entre las personas de su sociedad? ¿Y qué dirían, sobre todo la señora de Turgis y Comminges? ¡Si hubiera podido apresurar la hora fijada para el combate!

Felizmente, al salir el Sol, sintió su sangre calmarse, y pensó con mucha menos emoción en el encuentro. Se vistió tranquilamente y hasta estuvo atento en su tocado. Empezó a pensar que la hermosa acudiría al campo de batalla, y al encontrarle ligeramente herido, le cuidaría con sus propias manos, declarando en público su amor. El reloj del Louvre, al dar las ocho, lo apartó de estas ideas, y un segundo después su hermano entró en la habitación.

En su rostro tenía Jorge marcada una profunda tristeza, demostrativa de que tampoco había pasado una buena noche. Se esforzó, sin embargo, en adoptar una actitud alegre y en sonreír al estrechar la mano de Mergy.

-Aquí tienes una espada y una daga de gran cazoleta, las dos forjadas en casa de Luna, en Toledo. Mira si el peso te conviene.

Y arrojó las armas sobre el lecho de Bernardo.

Tomó éste la espada, la plegó, examinó la punta y pareció satisfecho. Luego fijó su atención en la daga; la cazoleta estaba horadada por numerosos agujeros, dedicados a detener la punta de la espada enemiga, y a no dejarla salir fácilmente.

-Con tan buenas armas -dijo- creo que me podré defender.

Después mostró la reliquia que la señora de Turgis le regalara, y que ella llevaba escondida en el seno.

-Éste es un talismán -añadió sonriendo- que preserva de las estocadas mejor que una cota de malla.

-¿De dónde te viene ese juguete?

-Adivínalo.

Y su vanidad de parecer un favorito de las damas le hizo olvidar un momento a Comminges, y a la espada de combate que delante de él estaba desnuda.

-¡Juraría que te lo ha regalado esa loca de condesa! ¡Que el diablo se lleve a ella y a su caja!

-¿Sabes que la reliquia me la ha dado con el exclusivo objeto de que me auxilie en el combate de hoy?

-Me parece que haría mejor en enguantarse y no buscar ocasiones de enseñar su bella y blanca mano.

-Dios me libre -añadió Mergy poniéndose rojo- de creer en los talismanes de los papistas; pero si muero hoy, quisiera que ella supiese que había caído con su reliquia en el pecho.

-¡Qué fatuo! -exclamó el capitán encogiéndose de hombros.

-Toma esta carta para nuestra madre -dijo Mergy con voz temblorosa.

Jorge se quedó con ella, y aproximándose a una mesa, abrió un ejemplar pequeño de la Biblia, mientras que su hermano, acabándose de vestir, se ocupaba en anudar la profusión de ojales que contenían los vestidos de aquel entonces.

En la primera página de la Biblia que leía el capitán estaban escritas las siguientes palabras, por mano de su madre: «El 1 de mayo de 1557 nació mi hijo Bernardo. ¡Señor, condúcele por buen camino! ¡Señor, presérvale de todo mal!» Se mordió los labios con rabia y arrojó el libro sobre la mesa. Mergy, que observó el movimiento, supuso que alguna idea impía habría cruzado por su mente; recogió el tomo con gran respeto, lo guardó en un estuche bordado y lo encerró en un armario.

-Es la Biblia de mi madre -dijo.

El capitán se paseó por la estancia sin responder.

-¿No será ya hora de partir? -dijo Mergy, abrochando la espada al tahalí.

-Todavía no. Tenemos tiempo de desayunarnos.

Se sentaron los dos delante de una mesa cubierta de toda clase de pasteles y de un jarro de plata lleno de vino. Mientras comían discutieron largamente, y con apariencia de interés, si el mérito de este vino era mejor o peor que otros de la bodega del capitán; cada uno de ellos se esforzaba en esta conversación fútil en ocultar al otro los verdaderos sentimientos de su alma.

El capitán se levantó el primero.

-Marchemos -dijo con voz ronca.

Y colocándose el sombrero hasta los ojos, descendió por la escalera.

En una barca atravesaron el Sena. El barquero, que adivinó en sus caras el motivo que los conducía al Pré-aux-Clercs, se apresuró, mientras remaba con gran vigor, a referirles, con muchos detalles, que el mes pasado dos caballeros, uno de los cuales se llamaba el conde de Comminges, le habían hecho el honor de alquilarle su lancha para poderse batir a su gusto, sin temor a ser interrumpidos. El adversario de Comminges, cuyo nombre sentía no recordar, había perecido, y después fue el cadáver llevado a la orilla, de donde no se le había podido recoger.

Al llegar a la ribera opuesta advirtieron otra barca que conducía a Comminges y al vizconde de Beville.

-¡Hola! -exclamó este último-. ¿Eres tú o tu hermano a quien va a matar Comminges?

Y al decir estas palabras abrazó a Jorge, riendo.

El capitán y Comminges se saludaron con gravedad.

-Caballero -dijo el capitán a Comminges en cuanto pudo desembarazarse de Beville-, creo que es mi deber realizar todavía un esfuerzo, a fin de impedir las consecuencias de una contienda que no está fundada en motivos que atenten realmente al honor. Estoy seguro que Beville unirá sus esfuerzos a los míos.

Beville hizo un gesto negativo.

-Mi hermano es muy joven -añadió Jorge- y carece de experiencia en la esgrima; por consecuencia, se halla más obligado que otro a mostrarse susceptible. Vos, caballero, tenéis una reputación bien ganada, y vuestro honor en nada desmerecería si reconocierais delante de nosotros que, por una equivocación...

Comminges le interrumpió con una carcajada...

-¡Es gracioso, querido capitán! ¿Creéis que soy un hombre que abandona al amanecer el lecho, en donde yace con su amada, y atraviesa el Sena para dar excusas a este mozalbete?

-Olvidáis, caballero, que se trata de mi hermano, y le despreciáis...

-Aunque fuera vuestro padre, ¿qué me importa? Me preocupa muy poco vuestra familia.

-Pues, con vuestro permiso, recojo el guante dirigido a mi familia, y, como soy el hermano mayor, seré el primero en batirme con vos, si no os oponéis.

-Perdonad, capitán. Estoy obligado, con arreglo a las leyes del duelo, a dar prioridad en el desafío al caballero que me ha provocado. Vuestro hermano tiene un derecho imprescriptible, como dicen en el Palacio de Justicia. Cuando concluya con él estaré a vuestras órdenes.

-Es perfectamente justo -exclamó Beville-, y no permitiré que sea de otra manera.

Mergy, sorprendido de lo largo del coloquio, se acercó a pasos lentos y llegó en el preciso instante en que su hermano colmaba de injurias a Comminges, llegando a llamarle cobarde, a lo que respondió fríamente:

-Después de vuestro hermano me ocuparé de vos.

Bernardo agarró a Jorge por el brazo.

-¿Es así como me ayudas? -le dijo-. ¿Pretendes que delegue en ti el puesto que me corresponde?... Caballero -dijo, volviéndose hacia Comminges-, estoy a vuestras órdenes. Podemos empezar cuando gustéis.

-En seguida -respondió el espadachín.

-¡Admirable contestación! -dijo Beville, estrechando la mano de Mergy-. Si no tenemos el sentimiento de enterrarte en este campo, irás muy lejos, muchacho.

Comminges se quitó el justillo y desabrochó las cintas de sus zapatos para demostrar que tenía el propósito de no retroceder ni un paso. Era una moda al uso de los duelistas profesionales. Mergy y Beville le imitaron; sólo el capitán permaneció sin quitarse ni la capa.

-¿Qué haces, querido Jorge? ¿No sabes que tienes que batirte conmigo? -dijo Beville-. Ni tú ni yo somos de esos que, cruzados de brazos, dejan a sus amigos que combatan. Nosotros practicamos la costumbre de Andalucía20.

El capitán se encogió de hombros.

-¿Pero supones que estoy de broma? Te juro por mi vida que tenemos que batirnos. ¡Que me lleve el diablo si no lo consigo!

-Eres loco o tonto -dijo Jorge con frialdad.

-¡Pardiez! Me darás cuenta de esas palabras, si no quieres obligarme a...

Y llevó la mano a la espada, todavía en la vaina, en actitud airada y agresiva.

-¿Lo quieres? -dijo el capitán-. Sea...

Comminges, con una elegancia especial, desenvainó rápido la espada y arrojó a veinte pasos de distancia la vaina y el tahalí; Beville quiso imitarle; pero su arma se resistía a salir al llegar a la mitad de la hoja, lo que juzgó como una desventura y un presagio. Los dos hermanos desenvainaron también las espadas, aunque menos aparatosamente; también arrojaron las vainas que habrían podido estorbarles. Cada uno se colocó delante de su adversario con la espada desnuda en la mano derecha y la daga en la izquierda. Los cuatro hierros se cruzaron al mismo tiempo.

Jorge, por cierta maniobra de esgrima que los maestros italianos llamaban entonces liscio di spada a cavare alla vita21, y que consiste simultáneamente en oponer la fuerza a la habilidad, dominó a su adversario, el cual tuvo que soltar su espada, encontrándose en el pecho con la punta de la de su enemigo.

Pero Jorge de Mergy bajó el arma.

-Tienes menos fuerza que yo -dijo-; cesemos el combate... No esperes a que me encolerice.

Beville se había puesto pálido al ver la espada del capitán que le rozaba el pecho. Algo confuso le tendió la mano, y los dos, después de arrojar sus armas a tierra, se volvieron impacientes para contemplar el combate de los importantes actores de esta escena.

Mergy conservaba su sangre fría, dando muestras de bravura. Era ducho en la esgrima y tenía una fuerza corporal superior a la de Comminges, que, además, parecía resentido de las fatigas de la noche anterior. Durante algún tiempo se concretó tan sólo nuestro héroe a parar con una prudencia extrema, que olvidaba únicamente al avanzar Comminges; Bernardo, con gran vista, presentaba siempre a su enemigo la punta de su espada, y mientras se cubría el pecho con la daga. Esta resistencia inesperada irritó a Comminges. Se le vio palidecer; pero en un hombre valiente la palidez no indica sino un exceso de ira... Con gran furor y pericia redobló sus ataques... En uno nuevo batió con suma destreza la espada de Mergy, y se lanzó a fondo sobre su enemigo, el cual necesariamente hubiera perecido sin una circunstancia imprevista, casi milagrosa. La punta del acero tropezó con el pulido amuleto, y el arma resbaló, tomando una dirección oblicua, y, en vez de entrar en los pulmones, no atravesó más que la piel, y siguiendo una dirección paralela a la quinta costilla, fue a salir a pocos centímetros de la primera herida. Y antes de que Comminges pudiese poner de nuevo su espada en guardia, Mergy le hirió en la cabeza con la daga tan violentamente, que perdió el equilibrio y cayó a tierra. Comminges vino al suelo simultáneamente y los dos padrinos les creyeron muertos.

Bernardo se levantó en seguida, y su primer impulso fue recoger su espada, que se le había escapado en la caída... Comminges no se movía... Beville acudió en su socorro y le encontró con el rostro todo cubierto de sangre. Al atajarla vio que la daga había penetrado en un ojo y que su amigo murió instantáneamente, pues que el hierro le debió llegar hasta el cerebro.

Mergy contempló el cadáver, un poco turbado.

-Estás herido, Bernardo -dijo el capitán, yendo a su socorro.

-¿Herido?

Y advirtió entonces por primera vez que su camisa estaba ensangrentada.

-No es nada -dijo el capitán-. La estocada ha resbalado.

Y restañó la sangre con un pañuelo, pidiendo también el de Beville para acabar la cura. Beville dejó caer en la hierba el cuerpo del espadachín y entregó su pañuelo en el acto, así como el de Comminges, recogido del justillo.

-¡Pardiez, amigo! ¡Vaya un golpe! ¡Por mi vida! ¿Qué van a hacer los «refinados» de París si de provincias empiezan a venir muchos jóvenes de vuestra fortaleza? Decidme: ¿Cuántos duelos habéis tenido ya?

-Éste es el primero -respondió Mergy-. Pero, en nombre de Dios, id a socorrer a vuestro amigo.

-Tal como le habéis dejado, no tiene necesidad de socorros; la daga ha entrado hasta el cerebro, y el golpe ha sido tan bueno y con tal fuerza descargado, que... Mirad su ceja y su mejilla; la cazoleta de la daga ha quedado marcada como un sello en la cera.

Mergy sintió un gran temblor en todos sus miembros, y gruesas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

Beville recogió la daga y empezó a observar con gran atención la sangre que llenaba las estrías.

-He aquí un instrumento -dijo- a quien el hermano menor de Comminges deberá algo importante. Esta hermosa daga le hace heredero de una soberbia fortuna.

-Vámonos... ¡Llevadme de aquí! -dijo Mergy con voz emocionada, agarrándose al brazo de Jorge.

-No te aflijas tanto -contestó, mientras le ayudaba a ponerse de nuevo el justillo-. Después de todo, el hombre que ha muerto no era digno de que se le llore.

-¡Pobre Comminges! -exclamó Mergy-. ¡Y decir que te ha matado un hombre que se bate por vez primera, a ti que contabas cerca de cien desafíos! ¡Pobre Comminges!

Tal fue el fin de su oración fúnebre.

Al echar una última mirada sobre su amigo, Beville advirtió el reloj del difunto, suspendido sobre el cuello, según la moda de entonces.

-¡Pardiez! -exclamó-. Ya no tienes necesidad de saber la hora.

Y recogiendo el reloj se lo metió en el bolsillo mientras hacía observar que el hermano de Comminges iba a ser suficientemente rico y que él quería conservar un recuerdo de su amigo.

Y como viera alejarse a los dos hermanos, exclamó mientras se ponía el justillo con mucha prisa:

-¡Aguardadme! ¡Eh, caballero de Mergy! ¡Que os olvidáis de vuestra daga! Al menos, no dejarla perder.

Y limpiando la hoja con la camisa del muerto, corrió a reunirse con el joven duelista.

-Consolaos, querido -le dijo cuando entraban en la lancha-. No pongáis esa cara afligida. Creedme. En vez de esas lamentaciones, id hoy mismo a casa de vuestra amada y dedicaros a una tarea que, dentro de nueve meses, proporcione a la república un ciudadano, que será compensación ante vuestra conciencia del que acabáis de matar. De todas maneras, el mundo poco habrá perdido con lo que habéis hecho... Vamos, barquero, rema como si fueses a ganar por ello una buena propina... Mirad esos hombres con alabardas que avanzan hacia nosotros... Son los alguaciles que regresan de la torre de Nesle, y no nos conviene encontrarnos con ellos.




ArribaAbajo-XII-

Magia blanca


«Esta noche he soñado con pescado muerto y huevos podridos, y me tiene enseñado el señor de Anaxarque que los huevos podridos y el pescado muerto indican un mal encuentro.»


(Molière: Les amants magnifiques.)                


Aquellos hombres armados de alabardas constituían la ronda encargada de vigilar los alrededores del Pré-aux-Clercs, con la obligación de intervenir en las contiendas que ocurrían constantemente en el terreno clásico de los duelos. Según su costumbre, avanzaban con gran lentitud, con objeto de no llegar hasta que todo estuviese terminado, pues sus tentativas para restablecer la paz eran con frecuencia muy mal recibidas. Más de una vez se había visto a dos enemigos encarnizados suspender un combate a muerte para cargar unidos contra los soldados que pretendían separarlos... Las funciones de esta guardia quedaban, por lo tanto, reducidas a socorrer a los heridos y a transportar a los muertos. Por esta vez, los arqueros no tenían sino este último deber que cumplir, y lo realizaron según su costumbre, o sea después de registrar cuidadosamente los bolsillos del desgraciado Comminges y de distribuirse sus vestidos.

-Querido amigo -dijo Beville, volviéndose hacia Mergy-: os voy a dar un consejo, y es que os hagáis llevar con el mayor secreto a casa del maestro Ambrosio Paré, que es un hombre admirable para coser una herida o para sanar un miembro roto. Verdad que el hombre es tan herético como el propio Calvino; pero tiene tan buena reputación que hasta los más fervorosos católicos recurren a él. No ha habido hasta ahora más que la marquesa de Boinieres, que se dejó morir con gran bravura antes que deber la vida a un hugonote... Apostaría diez pistolas a que está en el paraíso.

-La herida no es de importancia -dijo Jorge-. Antes de tres días está cerrada... Pero Comminges tiene parientes en París y me figuro que se creerán en el caso de tomar su muerte a pecho.

-¡Ah! Sí... La madre, por el qué dirán, se dedicará a perseguir a nuestro amigo... ¡Bah!... Si le pide el indulto por conducto de M. de Chatillon, el rey accederá en seguida; Carlos IX es como una cera modelada a su gusta por los dedos del almirante.

-Quisiera, si eso es posible -dijo Mergy con voz débil-, que el almirante no supiera nada de lo que acaba de pasar.

-¿Y por qué? ¿Creéis que a esa vieja barba gris podrá molestarle saber de qué gallarda manera un protestante acaba de despachar a un católico?

Mergy respondió con un profundo suspiro.

-Comminges era lo suficientemente conocido en la corte para que su muerte no produzca escándalo -dijo el capitán-. Pero tú te has portado como un caballero, y en esta cuestión todo es honorable para ti... Hace ya mucho tiempo que no he visitado al viejo Chatillon, y se me ofrece un buen motivo para renovar con él mis conocimientos.

-Como es muy desagradable pasar algunas horas entre los cerrojos de la justicia -advirtió Beville-, voy a llevar a tu hermano a una casa adonde ninguno ha de ir a buscarlo. Allí estará perfectamente tranquilo aguardando que su asunto quede arreglado... pues ignoro si en su calidad de hereje podrá ser recibido en un convento.

-Os agradezco la oferta, caballero -dijo Mergy-; pero yo no la puedo aceptar... Podría comprometeros, y me disgusta...

-En nada, en nada... Además, ¿no es justo que se haga algo por los buenos amigos?... La casa adonde os voy a alojar pertenece a uno de mis primos, el cual no está ahora en París, y la puso a mi disposición. Vive en ella una persona a quien he dado permiso para que la habite, y que os cuidará; se trata de una vieja, mujer muy útil para la juventud, y que me es muy fiel... Está ducha en medicina, magia y astronomía... ¡No ignora nada! Pero donde demuestra mayor talento es en los asuntos de tercería... Estoy seguro de que se las arreglaría bien para llevar una carta de amor a la reina, si yo se lo pidiese.

-¡Bueno! -dijo el capitán-. Le llevaremos a esa casa en seguida que el maestro Ambrosio le haya hecho la cura.

Hablando así, llegaron a la orilla derecha del río. Después de subir Mergy a un caballo, no sin alguna fatiga, le condujeron a la habitación del famoso cirujano, y desde allí a una casa solitaria en el arrabal de San Antonio, y no le abandonaron sino hasta muy caída la tarde, bien acostado en una mullida cama, y después de recomendar a la vieja que lo cuidase mucho.

Cuando se acaba de matar a un hombre, y este hombre es el primero que se mata, se está atormentado durante algún tiempo, sobre todo al aproximarse la noche, por el recuerdo y la imagen de la última convulsión que precedió a la muerte. Está el espíritu completamente preocupado por ideas negras y no se puede sin gran trabajo tomar parte en la conversación más sencilla, que fatiga y aburre. Pero, de otra parte, hay miedo a la soledad, pues ésta infunde más energía a las ideas atormentadoras. A pesar de las visitas frecuentes de Beville y el capitán, Mergy pasó los primeros días que siguieron al desafío dominado por una tristeza horrible. Una fiebre muy alta, consecuencia de la herida, le privaba del sueño durante las noches, y entonces se sentía muy desgraciado. Tan sólo la idea de que pensara en él la señora de Turgis y admirara su valor podía consolarle un poco, pero no por completo.

Una noche, deprimido por el calor asfixiante -era en el mes de julio-, quiso salir de su habitación para pasearse y respirar el aire libre en un jardín plantado de árboles, en medio del cual se situaba la casa. Se puso una capa sobre sus espaldas e intentó salir; pero se encontró con que la puerta del cuarto estaba cerrada con llave por fuera. Supuso que no podía ser otra cosa sino una equivocación de la vieja que le cuidaba; pero como tenía el cuarto muy lejos de él y a aquella hora estaría profundamente dormida, creyó que era completamente inútil molestarse en llamarla. Además, la ventana estaba a poca altura del suelo y la tierra del jardín se hallaba muy blanda, por haber sido recientemente removida. En un instante se encontró en pleno arbolado. El cielo se hallaba cubierto de nubes. Ni una estrella mostraba la punta de su nariz, y sólo algunos rarísimos soplos de viento producían un frescor de vez en cuando a la atmósfera cálida y pesada. Era alrededor de las dos de la madrugada, y el más profundo silencio reinaba en aquellos lugares.

Mergy se paseó algún tiempo, absorbido por sus ensueños, los cuales fueron interrumpidos al oír golpear en la puerta de la calle. Era un ruido débil y misterioso, y quien lo produjo debía de contar de antemano con que alguien le escuchase para salir a abrir. Una visita a una casa solitaria y en hora semejante resultaba sorprendente. Mergy permaneció inmóvil en un sitio sombrío del jardín, donde observaba sin ser visto. Una mujer, que no podía ser otra sino la vieja, salió inmediatamente de la casa con una linterna sorda en la mano; abrió la puerta y entró en el jardín una persona cubierta con un gran manto negro, guarnecido de un capuchón.

La curiosidad de Bernardo se excitó vivamente. El talle y los vestidos de quien acababa de entrar indicaban a una mujer. Saludó la vieja con muestras de gran respeto, mientras que la del manto negro apenas si se dignó hacer una leve inclinación de cabeza... Pero puso en la mano de la anciana cierta cosa que ésta pareció recibir con mucho agrado. Un ruido claro y metálico que se escuchó, y que obligó a la vieja a inclinarse para rebuscar en tierra, hizo comprender a Mergy que acababa de recibir dinero... Las dos mujeres marcharon hacia el jardín, caminando primero la vieja con la linterna escondida... Al fondo del jardín había una especie de glorieta, formada por unos tilos plantados en círculo y reunidos en un seto muy espeso, que podía bastante bien reemplazar a un muro. Dos entradas, o, mejor dicho, dos puertas, conducían a este boscaje, en medio del cual estaba colocada una mesita de piedra. Entraron allí la vieja y la mujer tapada. Mergy, conteniendo la respiración, las siguió a paso ligero y se colocó detrás de la glorieta en forma de poder oír y ver tanto como le permitiera la escasísima luz que alumbraba aquella escena.

La vieja comenzó por encender alguna cosa que ardió pronto al ser raspada en la piedra de la mesa, produciendo una luz pálida y azulada, como la del espíritu de vino mezclado con sal. La vieja apagó o escondió su linterna; de forma que a la claridad titilante que salía del infiernillo le hubiera sido muy difícil a Mergy reconocer los rasgos de la mujer extraña aunque ella no estuviera oculta por un velo y un capuchón. El talle y el talante de la vieja no valían el trabajo de intentar reconocerla; observó tan sólo que tenía la cara pintarrajeada de un color obscuro, que le daba una apariencia de estatua de bronce, y venía cubierta con una papalina blanca. La mesa estaba repleta de cosas rarísimas que apenas se entreveían. Parecían alineadas con cierto orden, y creyó distinguir frutas, osamentas y jirones de lienzos ensangrentados. Una figura de hombre hecha con cera, que tendría un pie de altura y que se parecía mucho a Bernardo, estaba colocada encima de aquellas telas antipáticas.

-De modo, Camilla -preguntó la dama en voz baja-, que ya está mejor, ¿verdad?

Esta voz hizo estremecer a Mergy.

-Un poco mejor, señora -respondió la vieja-, gracias a nuestro arte. Sólo con estos jirones y la poca sangre que contienen he podido hacer sus compresas, y, por lo tanto, me es difícil hacer una gran cosa.

-¿Y qué dice el maestro Ambrosio Paré?

-Lo ignoro. ¿Qué importa lo que diga ese ignorante? Os aseguro que la herida es profunda, peligrosa y terrible, y que sólo sanará con arreglo a las leyes de la simpatía mágica...; pero es necesario con frecuencia hacer sacrificios a los espíritus de la tierra y del aire... y para sacrificar...

La dama comprendió en seguida.

-Si le curas -dijo-, tendrás el doble de lo que te llevo dado.

-Tened buenas esperanzas, y contad conmigo.

-¡Ah Camila! ¡Si él fuera a morir...!

-Tranquilizáos; los espíritus son clementes, los astros nos protegen, y el último sacrificio del carnero negro ha dispuesto favorablemente al otro.

-Te aseguro que me ha costado un gran trabajo encontrarlo. Se lo hice comprar a unos arcabuceros que han despojado el cadáver. Ella sacó algo por debajo de su manto, y Mergy vio brillar la hoja de una espada, que cogió la vieja y aproximó a la luz para examinarla.

-¡Gracias el cielo, la hoja está sangrienta y herrumbrosa! -dijo-. Sí, su sangre es como la del basilisco de Cathay y deja sobre el acero una huella que nada puede borrar.

Era evidente que la señora tapada experimentaba una emoción extraordinaria.

-Ved, Camila, cómo la sangre está cerca de la empuñadura. ¡El golpe acaso sea mortal!

-Esta sangre no es del corazón: curará.

-¿Curará?

-Sí, pero para ser atacado de una enfermedad incurable.

-¿Qué enfermedad?

-El amor.

-¡Ah Camila! ¿Dices verdad?

-¿Cuándo he faltado a ella? ¿Cuándo me he equivocado en mis predicciones? ¿No os predije ya que saldría vencedor en el combate? ¿No os había anunciado que los espíritus combatirían a favor suyo? ¿No he enterrado en el mismo sitio donde debía batirse una gallina negra y una espada bendecida por un sacerdote?

-Es verdad.

-Vos misma ¿no habéis taladrado en imagen el corazón de su adversario, dirigiendo así los golpes del hombre a quien dedicaba yo mi ciencia?

-Sí, Camila; horadé en imagen el corazón de Comminges; mas se dice que ha muerto de una estocada en la cabeza.

-Sin duda; el hierro penetró en el cerebro. Pero si ha muerto, ¿no es porque la sangre de su corazón se ha coagulado?

La dama tapada quedó convencida ante la fuerza de tal argumento, y calló. La vieja roció de aceite y de bálsamo la hoja de la espada, envolviéndola en tiras con sumo cuidado.

-Ved, señora. Este aceite de escorpión, con el cual froto la espada, posee una virtud simpática para ese caballero, que recibirá los efectos saludables del bálsamo africano como si lo colocasen en la herida, y si pusiera la punta de esta espada a enrojecer en el fuego, el pobre enfermo sentiría igual dolor que si le quemaran vivo.

-¡Oh! ¡Te guardarás bien!

-Una tarde estaba yo al lado del fuego ocupada en frotar de bálsamo una espada, a fin de curar a un caballero joven que tenía dos tremendas heridas en la cabeza, y me quedé dormida en la faena. Poco después, un lacayo del enfermo vino a golpear mi puerta; me dijo que su amo estaba sufriendo la pasión y muerte, y que en el instante en que le había dejado clamaba que se sentía como en un brasero encendido. ¿Sabéis qué había pasado? La espada distraídamente la dejé resbalar y la hoja estaba en aquel momento entre los carbones. La retiré rápida y dije al lacayo que a su vuelta encontraría a su amo completamente bien. En efecto: sumergí pronto el hierro en agua helada, que mezclé con algunas drogas, y fui a visitar a mi enfermo. Al entrar me dijo:

-¡Ah! Mi buena Camila, qué bien me encuentro ahora. Me parece estar en un baño de agua fría, mientras que hace poco me hallaba, como San Lorenzo, en la parrilla.

Concluyó la vieja de untar con bálsamo la espada, y dijo con aire satisfecho:

-Ya está bien. Ahora me encuentro segura de su curación; ya podéis ocuparos de la última ceremonia.

Arrojó unos polvos odoríficos sobre la llama y pronunció unas palabras bárbaras haciendo el signo de la cruz. Entonces la dama cogió la imagen de cera con mano temblorosa, y teniéndola debajo del infiernillo, pronunció con voz emocionante estas palabras:

-Lo mismo que esta cera se ablanda y se quema ante la llama de ese fuego, quiero que el corazón de Bernardo de Mergy se ablande y queme de amor por mí.

-Bien. Tomad ahora esta bujía verde, colocadla al mediodía según las reglas. Mañana deberá alumbrar el altar de la Virgen.

-Lo haré así. Pero, a pesar de todas las promesas, estoy horriblemente inquieta. Ayer soñé que había muerto.

-¿Dormías sobre el costado derecho o sobre el izquierdo?

-¿Según el costado que se duerma son los sueños verdaderos?

-Decidme, desde luego, sobre qué costado dormís. Podríais si no haceros ciertas ilusiones.

-Duermo siempre sobre el costado derecho.

-Tranquilizaos. Vuestro sueño no anuncia sino felicidades.

-¡Dios lo quiera! Se me apareció todo pálido, ensangrentado y envuelto en un sudario.

Al hablar así volvió la cabeza y se encontró a Mergy de pie junto a una de las entradas del boscaje. La sorpresa le hizo lanzar un grito tan penetrante, que el propio Mergy se quedó asombrado. La vieja, fuera por intención, o fuera por descuido, derribó la mesa embrujada, y al momento se elevó hasta la cima de los tilos una llama brillante que dejó ciego a Mergy durante unos segundos. Las dos mujeres escaparon rápidamente por la otra salida de la glorieta. En cuanto Mergy pudo distinguir la abertura del seto, se puso a perseguirlas; pero, al primer paso creyó caer al suelo, pues sus piernas tropezaban con cierto estorbo. Reconoció que era la espada a la cual debía su curación. Perdió el tiempo en separarla y en volver a encontrar el camino, y así, al llegar a una calle de árboles larga y recta, pensó que no podía alcanzar a las fugitivas, y escuchó el ruido que al cerrarse producía la puerta de la calle... Estaban ellas, pues, fuera de alcance.

Un poco mortificado de haber dejado escapar tan buena presa, regresó a su cuarto a tientas y se metió en la cama. Todos los pensamientos lúgubres fueron desterrados de su espíritu, y los remordimientos, si los hubo, como las inquietudes que podía causarle su posición, desaparecieron como por obra de encantamiento. No pensaba más que en la felicidad de amar a la mujer más bonita de París y ser correspondido por ella, pues no admitía duda de que la señora de Turgis era la dama tapada... No pudo dormirse hasta un poco antes de la salida del Sol, y despertó muy avanzada la mañana. En su almohada encontró una carta colocada allí sin que él pudiese explicarse cómo. La abrió y leyó estas palabras: «Caballero: El honor de una dama depende de vuestra discreción.»

Poco después entró la vieja en el cuarto trayendo un caldo. Contra su costumbre, llevaba pendiente de la cintura un rosario de gruesas cuentas. Su piel, cuidadosamente lavada, no tenía la apariencia del bronce, sino la de un pergamino ahumado. Marchaba a pasos lentos y con los ojos bajos, como una persona que supone que la vista de las cosas terrenas no debe turbarla de sus contemplaciones divinas.

Mergy creyó que para practicar más meritoriamente la virtud que el billete misterioso le recomendaba debía antes instruirse a fondo sobre aquello que tenía que callar a todo el mundo. Con el caldo en la mano, y sin dejar a la vieja Marta tiempo para ganar la puerta, le dijo:

-No me habéis advertido que también os llamabais Camila.

-¿Camila?... Me llamo Marta, señor... Marta Michelli -contestó la vieja, afectando sorpresa.

-¡Bien! Pero os llamáis Marta para los hombres; pero con el nombre de Camila tenéis vuestros tratos con los espíritus.

-¡Los espíritus!... ¡El Señor me valga!... ¿Qué queréis decir?

E hizo varias veces el signo de la cruz.

-¡Vamos! ¡Pocos fingimientos conmigo! No diré nada a nadie, y todo se quedará entre nosotros. ¿Quién es esa dama que se interesa tanto por mi salud?

-¿Una dama que...?

-No repitáis cuanto voy diciendo Y hablad francamente. ¡Por mi fe de caballero, os juro que no os traicionaré!

-En verdad, os digo, mi buen señor, que no entiendo lo que decís.

Mergy no pudo evitar la risa al verla adoptar un aire de asombro y llevarse la mano al corazón. Sacó una pieza de oro de una bolsa que pendía en la cabecera de la cama y se la presentó a la vieja.

-Tomad, excelente Camila; son tantos vuestros cuidados para conmigo, y trabajáis con tal escrúpulo frotando las espadas con bálsamo de escorpión, que hace tiempo he debido haceros un regalo.

-¡Pero, caballero! Os juro que no comprendo nada de cuanto decís.

-¡Pardiez! Marta o Camila, no me pongáis colérico y respondedme. ¿Quién es la dama con la cual habéis hecho tanta brujería la noche última?

-¡Ah! ¡Dios mío!... Ya está colérico... ¿Le entrará el delirio?

Mergy, impaciente, agarró la almohada y se la arrojó a la cabeza. La vieja la colocó, sumisa, sobre la cama; recogió el escudo de oro que había caído a tierra, y como el capitán entrase en aquel momento, se vio libre de un interrogatorio que hubiera podido acabar muy desagradablemente para ella.