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Delmira Agustini, sus lectores iniciales y los tropos de autoridad

Yvette López Jiménez






Ausencia quiere decir olvido

La historia pesa sobre la humanidad como una lápida, escribió (según interpretan los traductores) un filósofo harto conocido. En el caso de las mujeres habría que parafrasear y escribir íntima junto a historia. En el caso de Delmira Agustini esa lápida es literal. Las circunstancias de su muerte borraron en gran medida sus textos y los confundieron en una iconografía de retratos infantiles, poses art nouveau y titulares de periódicos: «El amor que mata- La poetisa Delmira Agustini ha muerto trágicamente- Ayer su esposo Enrique J. Reyes, la ultimó a balazos- y luego se suicidó descerrajándose un tiro en la cabeza- Detalles completos del sangriento episodio»1.

Historia e histeria, biografía y poesía se han bordado tan apretadamente que han pasado a coexistir en las lecturas que de la poesía de Agustini se han hecho. Tal la suerte de tantas escritoras: pienso en Virginia Woolf y en Julia de Burgos. Los titulares del periódico citado parecen haber servido de modelo a muchos textos críticos posteriores, incluso recientes. Las escritoras y la institución literaria han compartido una dialéctica sutil. Si bien las mujeres tienen conciencia de su fuerza subversiva, la institución tiende a ignorarlas, neutralizarlas o recuperarlas2. Las dos primeras acciones han sido la práctica en el caso de los textos de Delmira Agustini. Elijo la recuperación como una urgencia y busco trazar las huellas de esas letras, leer cómo se leyeron en su momento los poemas de Delmira, cuál es la envoltura que se escogió para sus textos y cuál o cuáles tejió la propia Agustini. Una narradora contemporánea ha señalado la necesidad de establecer «lazos ignorados», de «descubrir post facto las escritoras ausentes» entre las que marcaron su escritura y sobre el sentido de esas ausencias comenta: «Cuando Gabriela Mistral le reprochaba a Victoria Ocampo el haber ignorado a Alfonsina Storni, Ocampo contesta con toda naturalidad... que nunca tuvo la ocasión de establecer contacto con ella: no se le ocurría que fuera indispensable. Si hoy sorprende la ceguera de tal declaración es porque la necesidad del contacto se ha vuelto evidente»3.

¿Cómo leer entonces a Delmira Agustini sin observar cómo ha sido borrada del mapa del modernismo, separada de esa caravana de escritores cuyas lecturas posibilitaron su escritura? (Manuel Alvar señala que no se menciona a Darío entre las lecturas influyentes de Agustini -al menos al momento de él publicar su libro sobre la poeta en 1958)4. Si a Herrera y Reissig, tan cercano en fechas de publicación y afinidades a ella, se le incluye en el desfile modernista, a su compañera generacional la encontramos en el gineceo de «las poetisas» junto a figuras tan dispares como Storni y Juana de Ibarbourou. Quiero referirme a la recepción crítica que tuvo la obra de Agustini al ser publicada porque la oficialidad de los lectores codifica en gran medida una obra, define sus posibilidades de inclusión en el canon y «orienta» lecturas posteriores. Agustini debe haber tenido conciencia de la importancia de la crítica respecto a la validación, ante muchos lectores y lectoras, de una obra. Muestra de ello es el hecho de la publicación de dos cartas suyas, que no me ha sido posible consultar, en el periódico La Razón de Montevideo: «En la primera, dirigida al señor Eduardo Terreira, director de este rotativo, refuta enérgicamente una versión crítica que había emitido Alejandro Sux sobre el Libro blanco. Este incidente provocó que Delmira le escribiera otra carta pública a Vicente Salaverri, quien había salido en defensa de su amigo Alejandro Sux»5.




Una de cal y otra de arena

A pesar de la terquedad crítica posterior lo cierto es que la poesía de Agustini recibió una entusiasta acogida en su época, si bien los elogios están llenos de clichés sobre la poesía escrita por mujeres. Joanna Russ ofrece una muestra de cómo las clasificaciones sesgadas contribuyen ahorrar a las mujeres del canon literario; uno de sus muchos ejemplos es la lectura de la representación de varias poetas en una antología de poesía inglesa: Aphra Ben se convierte en la prostituta (versión de Mata Hari); Anne Finch, Countess of Winchilsea es una delicada pieza de porcelana; Elizabeth Barret Browning pasa a ser la esposa; Christina Rosetti es la solterona6. En el caso de Delmira Agustini los pormenores de esta recepción de los lectores que podríamos llamar «oficiales» de su época (críticos, escritores, periodistas), cuyas expresiones acompañaron las ediciones de Cantos de la mañana y Los cálices vacíos (incluidos en unas páginas finales de la primera edición de Los cálices) y fueron ampliados en la edición de Obras completas que hizo la familia de la poeta, son una mezcla de referencia insistente en la belleza y la femineidad: «rica sensibilidad y admirable belleza sugestionadora» le adjudicaron desde Santiago de Chile, «femínea originalidad» señalan en Caracas7. Muchos destacaron su aspecto infantil (que las fotos no confirman), creando así una de las máscaras que la propia Agustini adoptaría, pues le permitía circular con comodidad en un espacio que, quizás de otro modo, le hubiera resultado vedado: así el editor de su primer libro, Medina Betancourt, destaca en el primer poemario de Agustini (El libro blanco) a «esta niña de quince años (en realidad debe haber tenido dieciocho)... ligera, casi sobrehumana, suave y quebradiza como un ángel encarnado y como un ángel llena de encanto e inocencia» (p. 65), comparación que elabora repetidas veces en la presentación. Ya el propio Medina Betancourt se había encargado de presentar a Agustini en la revista La Alborada; en el número de marzo de 1903 escribe: «una verdadera joya, un 'bijou', más que una niña, casi una señorita... su pluma nueva escribe vibraciones encantadoras...»8. Inicia así la iconografía angelical y uno de los equívocos que acompañarán la recepción de la poesía de Agustini: el de la niña que a su corta edad escribe versos «encantadores». Cegado aparentemente por el «rayo de luz» que es esta «eucarística e ingenua virgencita» o por la «candorosa niña» no lee el prologuista el «lenguaje del torrente» que apunta ya en la sección «Orla rosa», especie de exceso o borde de El libro blanco, cuyo valor señala una diferencia respecto al resto del libro y se acerca tímidamente a la pasión (Agustini buscó borrar esa diferencia, hacerla menos evidente, al eliminar posteriormente el subtítulo). Lo innombrado queda así invisible, enmudecido en el texto.

El aniñamiento de Agustini, que ella expresó en parte de su correspondencia íntima, en las cartas a su novio que firmaba «La Nena» y que escribía imitando el lenguaje de los niños, es otro aspecto de ese vestido impuesto que ella no rechazó y del que se apropió. El mismo Darío propagó la lectura tergiversada de Los cálices vacíos cuando en el «Pórtico» escribe: «Si esta niña bella continúa en la lírica revelación de su espíritu como hasta ahora, va a asombrar a nuestro mundo de lengua española» (Agustini tenía entonces 27 años). Opacaban los lectores la retórica erótica de la uruguaya, su incursión en los temas prohibidos, que fue leída como una búsqueda de trascendencia; posteriormente redujeron su poesía a las secreciones de «un sexo encendido» o a un «delirio vaginal». Los críticos del momento sí reconocieron una diferencia en la poeta, que frecuentemente asociaron con su género: desde Venezuela alguien la cataloga «el más prodigioso temperamento femenino de los actuales tiempos»; «iniciada vehemente» y «poetisa centelleante» la bautizó el dandy del 900 Roberto de las Carreras9.

Las referencias a la originalidad y la modernidad se repiten en diversos periódicos; hay los que organizan su discurso a partir del asombro de encontrar «obra de tales proporciones de manos femeninas...» y otros que se refieren a «una de las individualidades más ricas y complejas de nuestras letras» (p. 165) o a «imágenes suntuosas y originales» (p. 166) o la llaman «apasionada expositora de ideas nuevas» (p. 188). Novedad y originalidad se reiteran junto a otro epíteto no tan elogioso: la virilidad. Así se elabora un discurso crítico en el cual la obra se valida por sus cualidades masculinas y se borran o silencian otros aspectos de la política sexual de los poemas. Se consigna la «arrogancia viril de sus cantos» (prólogo a Cantos de la mañana, Alvar, p. 153); el periódico El Siglo le adjudica «un estilo completamente viril», mientras que un crítico saluda a la «más cerebral y valiente poetisa» y otros escriben sobre estos versos «arrogantes y vigorosos... tan viriles, tan personales» (p. 247). Un caso extremo de esta lectura que masculiniza la figura de Agustini es la expresión de Unamuno en una carta que envía a la poeta sobre Cantos de la mañana. «¡Qué extrafemenino, es decir, qué hondamente humano es esto!» (p. 243). Uno de los críticos prestigiosos de la cultura uruguaya, Zum Felde, amigo y admirador de Agustini, tras ubicarla junto a las pitonisas en estado de trance, pasa a comentar su virilidad cerebral y capacidad de abstracción, su energía «propia de la mentalidad varonil»10. La virilidad, como ha dicho Annie Leclerc en Parole des femmes (Grasset, 1974) es un valor en oposición a lo «femenino», que carece de valor en la cultura. Agustini queda reificada como un artefacto de la cultura que oscila entre posesa inspirada, niña angelical y escritor viril, artefacto que adorna (con sus primeras dos variantes) muchas ediciones de los libros de y sobre Agustini.

Tendríamos que concluir que las poetas que se salen de la escritura aceptada como femenina en su momento sólo pueden existir por el toque de una vara (¿o pene?) mágica. Tal vez tengan sentido las palabras de Monique Wittig sobre lo universal y lo particular al explicar que sólo existe un género: el femenino. Lo masculino no es un género sino lo general. Por lo tanto, existe lo general y lo femenino11. Este dilema lo encararon los críticos en la recepción de la poesía de Agustini, de modo que entre «deslumbramiento estelar», «estrella fugaz» (Anderson Imbert) y «meteoro deslumbrante» (Zum Felde) tenemos que dudar si se escribe sobre una poeta o sobre una constelación. Su escritura queda así fuera de la órbita terrestre, descontextualizada, vista como una rareza excepcional cuya «virilidad» le asegura un pequeño espacio en el canon sagrado.

Es cierto que la poesía de Agustini resulta «extraña» en su época. Darío, lector tan avispado, lo reconoció de un modo velado en el «Pórtico» (ya la escritura misma del «Pórtico» entraña una aceptación) a Los cálices vacíos: «pues por ser muy mujer, dice cosas exquisitas que nunca se han dicho» (p. 198). Lo que podían ser esas exquisiteces y palabras nuevas queda opacado por una referencia anterior, que fue recogida como estandarte por muchos críticos: «[...] y es la primera vez que en lengua castellana aparece un alma femenina en el orgullo de la verdad de su inocencia y de su amor, a no ser Santa Teresa en su exaltación divina». Daba pie Darío a confusiones posteriores que le adjudicarían la exaltación mística (sin otras mediaciones) a la poesía de Agustini.

La rareza de la poesía de Agustini, su «insustituibilidad», en el decir de Carlos Vaz Ferreira («el lector está seguro de que ningún otro, puesto en la misma situación de escuela y de momento, las hubiera escrito en lugar de usted»12) habría que trazarla en la configuración de la sexualidad y el deseo en su poesía, en las máscaras que creó, tal y como le expresaba a Darío en una carta: «Es que hoy soy otra, al menos quiero ser otra» o como se revela en la forma de varias de las cartas a su novio oficial: la Nena, Delmira, yo.

De todos los breves juicios críticos recopilados sobre su poesía en sus libros, prefiero el de Alfonsina Storni, que reconoce tanto la novedad como el poder de esa escritura, para ella fundadora, y que no evade, sino que hace explícito, lo personal:

«[...] esta feroz feminidad avasallante, que la hizo producir una poesía nueva, cálida, porque es la expresión viva de un temperamento humano excepcional, suerte de llamarada ardiente que se levantó como un volcán de este suelo, iluminó el cielo americano, se corrió hacia España y levantó en el mundo de habla castellana un rumor de admiración, de aplauso, de consagración. Nunca la amaremos bastante»13.



No es de extrañar que Delmira reconociera la admiración, pero se sintiera ajena a ella; en una carta a Zum Felde escribe: «Cantaré más porque me siento menos sola. El mundo me admira, dicen, pero no me acompaña. El mundo -hasta amándome- tiene para mí en los ojos, una fatal dilatación de miedo»14. Por un lado debe haber entendido Agustini, como tantas escritoras supieron desde su presencia en la tradición literaria, que su escritura sería juzgada por criterios distintos a los que se usaban para los escritores. Desde otra perspectiva, los textos de Agustini muestran el deseo en un orden social y simbólico que no proporciona un lugar para ese deseo (en los textos de Darío, por ejemplo, no hay un lugar para el deseo femenino).

Si bien la recepción de la crítica en su momento es ambiguamente elogiosa, es interesante el testimonio íntimo (publicado más de treinta años después de muerta Agustini) de algunos lectores «reales» (es decir no oficiales) y su reacción. Escojo dos lectores, ambos masculinos, cuyos comentarios han quedado grabados en la Correspondencia íntima de Delmira Agustini. Uno es el intelectual Manuel Ugarte, quien sostuvo una apasionada correspondencia con Agustini durante unos seis meses antes de que ella fuera asesinada. Ugarte, al leer los poemas de su amiga se siente sujeto implícito de los mismos y reacciona equiparando a Agustini con los sujetos femeninos que aparecen en sus poemas: «Será vanidad o misterioso presentimiento, pero siempre he pensado que la serpiente ondularía mejor si yo la acariciara»15.

El otro lector es una persona cuya identidad se desconoce, que firma Manino en las cartas que se conservan. Le escribe desde un club de boxeo de Buenos Aires, meses antes del asesinato de Agustini, y en una de sus cartas hace referencia al poema «Serpentina» (el mismo que está implícito en la correspondencia de Ugarte), que había leído en la revista Fray Mocho de Buenos Aires. Manino responde a los poemas leyéndolos como si él participara en los mismos y como si Agustini fuera la persona o las personas de esos poemas: una de las cartas va dirigida «A la Serpentina» y otra se inicia con el saludo «¡Hermosa serpiente!»; ambas hacen referencias similares a las de Ugarte. Ambos lectores ofrecen otro aspecto de la lectura a la que estuvo sujeta la poesía de Agustini y son emblemas de la óptica masculina, otros tropos de autoridad: los poemas sólo pueden existir dirigidos a un hombre y cada uno de ellos los reclama para sí.

Agustini «asumía los papeles que su audiencia particular requería: la de niña modelo, la de poetisa poseída por un numen, la de mujer apasionada»16. Ya Guilberty Gubar, P. Meyer Spacks y Mary Poovey han documentado cómo las escritoras han encontrado modos indirectos y estrategias para publicar versiones subversivas mientras se las ingeniaban para protegerse de acusaciones de comportamiento divergente. Creo que en Delmira añoran también modos de protección. Sus letras iniciales son, junto a algunos poemas, retratos de señoritas de la burguesía uruguaya de la época, escritos que publica Agustini con el seudónimo justo para ellos: Joujou. No había mucho que decir sobre la mayoría de ellas, pero Agustini acepta ese espacio en el semanario La Alborada, que también publicará sus primeros poemas y construye retratos de f mujeres leídas desde la retórica del modernismo17.




Ediciones y buenas intenciones

La muerte repentina de Agustini a los 28 años trajo como secuela la distorsión de las ediciones que de su obra se harían, las cuales enrevesaron más sus textos. Al morir había publicado tres libros y en el último de ellos (Los cálices vacíos, 1913) Agustini releyó su obra anterior y escogió de entre la misma una selección: eliminó doce poemas de su primer libro (El libro blanco), incluyó íntegro Cantos de la mañana junto a los veintiún poemas que formaban Los cálices vacíos. Al final presentó un recuento de «Juicios críticos» que evidenciaban la recepción elogiosa de su obra en el mundo hispánico. Su último poemario venía avalado por la autoridad (y la orientación de la lectura18) de Darío: la portada art nouveau incluía, junto al título y en letras del mismo tamaño, el anuncio del «Pórtico» del nicaragüense. En unas palabras «Al lector» menciona Agustini el título de su próximo libro: Los astros del abismo. Diez años después de su muerte sus padres y «un admirador» publicaron dos tomos que se presentaron como las Obras completas. El tomo I, bajo el título de El Rosado de Eros, incluye poemas que, según los editores, fueron escritos entre 1913-14 y que parecen ser los que Agustini anunciaba que se proponía publicar con el título Los astros del abismo. Se incluye en este primer tomo Los cálices vacíos (con erratas que luego serán reproducidas, como la transformación de «lis púrpura» en «luz púrpura») y parte del segundo poemario (Cantos de la mañana) que quedó escindido en dos tomos sin que se explique el criterio que guió tal división. El resto de los poemas de este segundo libro aparece en el segundo tomo de las Obras completas, que lleva el título que había anunciado la poeta para el libro que no llegó a publicar: Los astros del abismo. Se incluye también en él el primer libro de Agustini pero no en su versión original sino en la editada. Bajo el título «La Alborada» se presentan poemas de los 10 a los 15 años y de los 15 a los 18 años. En realidad sólo cuatro poemas son inéditos, pues los demás son los primeros poemas publicados por Delmira en el semanario La Alborada (excepto «Poesía», el primer poema suyo, que publica en la revista Rojo y Blanco). Al final del tomo II se recogen en varias páginas «Opiniones sobre la poetisa»; son juicios más extensos que los que incluyó Agustini al final de Los cálices vacíos. No empece las confusiones, tiene el mérito esta edición de darnos algunos poemas iniciales de Agustini, que son de interés en cuanto muestran sus lecturas y re-escrituras (algunas de las cuales ella «borró» posteriormente) y los poemas posteriores a Los cálices vacíos (varios de ellos se habían publicado en periódicos). La iconografía es de por sí un texto en esta edición: fotos de Agustini bebé, de su madre, de las muñecas que adornaban su cuarto; es parte de ese «adorno» que se pensaba era la poesía en el caso de una escritora de esa época.

En 1940 el Ministerio de Educación de Montevideo hizo una edición de las poesías de Agustini, que llamó edición oficial y que reproducía en un tomo la edición que había hecho la familia; ésta se retiró por la cantidad de erratas e inconsistencias de la misma. Alberto Zum Felde preparó una edición de Poesías completas (Buenos Aires: Losada, 1944); en la misma hacía una selección de los poemas que Agustini dejó inéditos, guiándose por el criterio de que no todos tenían calidad literaria y que muchos parecían ser poemas que aún se estaban trabajando. Posteriormente Manuel Alvar publicó una edición de Poesías completas (Barcelona: Labor, 1971) en la que se hace una minuciosa labor de las variantes de los versos en ediciones anteriores. El criterio que expone Alvar es que la obra de un escritor o escritora es la que él o ella publicaron, por lo que deja fuera los poemas inéditos de Agustini así como los que publicó en periódicos pero no incluyó en libros. Las diversas ediciones, como se deduce de este breve recuento son lecturas de su poesía hechas por lectores que marcaron la recepción de esa obra.

La recepción inicial de la poesía de Agustini marca la codificación posterior de su obra y su inserción (o ausencia) en el edificio de la cultura. Nos habla ese discurso de la fuerza simbólica del género en nuestro imaginario social. La persona poética conflictiva que se va haciendo en los textos de Agustini19, en la que convergen ausencia, posesión, placer, dolor, escisiones y multiplicidad no se puede separar de esa persona pública que la institución literaria (y ella misma) formó. He querido acercarme a los inicios de su acogida en el canon, pues en esas letras se moldean los significados que sus poemas siguen convocando. De un modo opaco apuntan a la complejidad del espacio problemático que ocupa lo femenino en la representación social y a cómo la autoridad organiza sus tropos.





 
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