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ArribaAbajoLa Literatura

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ArribaAbajoExilio y tragedia del desarraigo en El retorno, de Pablo de la Fuente

Manuel Aznar Soler



Universitat Autònoma de Barcelona

La primera edición de El retorno, novela de Pablo de la Fuente, apareció en agosto de 1969 en la editorial Joaquín Mortiz, la editorial creada en México por Joaquín Díez-Canedo, otro exiliado republicano español de 1939323. Recordemos que el 23 de agosto de ese mismo año 1969 aterrizaba Max Aub en el aeropuerto barcelonés de El Prat de Llobregat tras treinta años de exilio y que, desde el mismo momento en que volvió a pisar tierra española, manifestó de manera inequívoca su actitud personal ante aquella España franquista: «He venido, pero no he vuelto»324. Un regreso real el de Max Aub en La gallina ciega frente al retorno de ficción de Enrique Durán, el protagonista de El retorno, la novela de Pablo de la Fuente que vamos a analizar.

Frente al optimismo ingenuo de quienes sostienen que la recuperación de las literaturas de nuestro exilio republicano de 1939 puede considerarse satisfactoria, la narrativa de Pablo de la Fuente ejemplifica hasta qué punto esa recuperación es aún claramente insuficiente. Porque, a excepción de los escritores más prestigiosos, su desconocimiento es casi completo y, por ello, su reedición y estudio siguen   —244→   siendo tan necesarios como urgentes. Y, en rigor, muy poco se ha avanzado desde que en 1963 mencionara José Ramón Marra-López en las páginas finales de su libro pionero a Pablo de la Fuente entre los «Otros nombres» de escritores exiliados cuya obra narrativa no había podido analizar. El citado investigador se limitaba en 1963 a constatar que «Pablo de la Fuente, otro periodista, es autor de una novela en donde anota recuerdos de juventud, como crítica social de un ambiente y añoranza de la tierra perdida: Los esfuerzos inútiles (Santiago de Chile, Ed. Nuevo Extremo, 1949)»325.

En efecto, Los esfuerzos inútiles es la tercera novela publicada por Pablo de la Fuente, nacido en Segovia en 1906 y colaborador antes de 1939 de la revista El Mono Azul326. Autor en el diario El Sol de una nota necrológica de César Vallejo, «al que había tratado»327, este sindicalista ferroviario328 y militante del Partido Comunista de España fue también, con su obra El café... sin azúcar, uno de los dramaturgos editados en un volumen colectivo titulado Teatro de urgencia329, pues estuvo muy vinculado durante los años de la guerra civil a las actividades escénicas protagonizadas por María Teresa León, tanto en el Teatro de Arte y Propaganda instalado en el madrileño Teatro de la Zarzuela como en Las Guerrillas del Teatro330. Refugiado en 1939 junto a Santiago Ontañón en la Embajada de Chile en Madrid331, aquel grupo llegó a editar en aquellas circunstancias duras y difíciles, sin embargo, el diario El   —245→   Cometa332 y la revista Luna, de la que fue director333. Ese mismo año y en aquel mismo Madrid publicó Pablo de la Fuente su primer libro de relatos con el título de El hombre solo334.

Por el testimonio de Santiago Ontañón sabemos que, «meses después de nombrar embajadora de Chile a Olga Layo», aquellos asilados fueron trasladados «a la embajada del Brasil y fuimos saliendo hacia el exilio por tierra portuguesa, custodiados por policías y diplomáticos». Embarcados en el buque Siqueira Campos, aún permanecieron un mes en el muelle lisboeta y, antes de desembarcar en puerto chileno, «llegamos a tomar las uvas del naciente 1941 a Río de Janeiro»335. Instalado ya en Chile, el país al que habían llegado en 1939 muchos exiliados republicanos a bordo del célebre barco Winnipeg336, Pablo de la Fuente abrió en la capital chilena el café-restaurante Miraflores, situado en la céntrica calle del mismo nombre, que se convirtió pronto en sede de una tertulia a la que, además de Ontañón, asistían   —246→   también, entre otros, el musicólogo y narrador Vicente Salas Viu, el pintor Jaime Valle-Inclán, hijo de don Ramón, y el actor Alberto Closas337.


1. La obra narrativa de Pablo de la Fuente

El primer libro de Pablo de la Fuente, publicado como hemos visto por el editor madrileño Enrique Prieto en enero de 1939, se titula El hombre solo y está compuesto por «una novelita corta ambientada en París, cuyo título es el del libro, sentida historia de soledad y apartamiento»338; un breve «Tríptico de París», más una serie de cinco «Narraciones»: «La oficina», «Derrumbamiento», «La casa en la montaña», «Una noche...» y «Huida». En una breve nota introductoria, el autor escribe:

Este libro recoge algunas pequeñas cosas de las que se escriben con más ánimo de conservar las impresiones que con el de publicarlas. Sin embargo, he aceptado la idea de editarlas por dos razones. Primera, porque en Madrid, en guerra, nos parece a mis amigos y a mí que conviene no abandonar los trabajos intelectual y editorial en «cauta» espera, y segunda porque, reunidas en un libro, pueden significar el punto de partida -y el compromiso- para continuar, disciplinándolo, el propio esfuerzo.

Por eso, aunque en los temas no se la mencione casi, éste es un libro de guerra que sale en los primeros días de 1939, días duros, pero llenos de esperanza inmarchitable en la victoria histórica del pueblo y de los pueblos.

Pablo de la Fuente

Madrid, enero de 1939339.



Las experiencias vividas por Pablo de la Fuente durante la Guerra Civil española constituyen los materiales narrativos de su segundo libro, titulado Sobre tierra prestada (Santiago de Chile, Ed. Nuestro Tiempo, 1944), que, a juicio de Santos Sanz Villanueva, más que novela «debe calificarse de testimonio anovelado, narrado con una prosa de frase corta y en muchos momentos viva»340. En efecto, dedicado «A la memoria de mi hermano José, caído en el Ebro», la novela se estructura en siete partes («Las ilusiones abiertas», «Locura de heroísmo», «Las fuerzas obreras», «Aquel Madrid», «La vida anticipada», «El golpe por la espalda» y «Sobre tierra prestada») y treinta y siete capítulos, en los que, con un trasfondo indudablemente autobiográfico y testimonial341, Pablo de la Fuente nos evoca, a bordo del buque que realiza la   —247→   travesía de Lisboa a Chile con escala en el puerto brasileño de Fernando Noronha, sus ilusiones abiertas al nuevo año 1941, pero ya sobre la tierra prestada americana:

Nueva tierra, nueva vida, nuevo año. [...] Y desde allí veo la luz del primer día de 1941 mostrándome peñascos levantados y planicies cortadas de repente, de la isla presidio de Brasil.

[...]

¿Una nueva vida? ¿Hasta qué punto? América es un continente nuevo pero en nada está separado del destino de Europa. Para nosotros América es el lazo de relación con España, con el último día de nuestra República, con el último instante de un Madrid entrevisto desde los balcones de la Embajada de Chile.

[...]

Nuestra ruta es España siempre, pasando por Chile. Imposible el abandono de lo que fue tan claramente nuestra vida, a ese rincón de los recuerdos amados, cuya música se guarda para horas de nostalgia. Eso puede ser útil para los emigrantes, pero no para nosotros.

[...]

De España nuestro recuerdo, en nombres, fechas, personas, vidas. No podemos volver a nacer ya. El tronco de nuestra vida está allí: hermanos nuestros lo cuidan con su sangre, para que sintamos de nuevo aquella savia que no podremos encontrar jamás mientras estemos de paso y sobre tierra prestada342.



El propio título de Sobre tierra prestada viene a expresar con claridad en 1944 la esperanza de Pablo de la Fuente, compartida por la mayoría de nuestro exilio republicano, en el retorno inminente a una España democrática. Y, por ello, el exilio americano se considera entonces un capítulo fugaz, un estar de paso en que el intento de arraigar o de transterrarse sobre tierra prestada constituiría una traición flagrante a los republicanos muertos.

Así, según Sanz Villanueva, «la primera obra propiamente novelesca de Pablo de la Fuente llega con Los esfuerzos inútiles (1949), en la que el autor crea la figura de un evangélico sacerdote, Daniel, hombre de fe robusta, pero de conciencia inquieta   —248→   e indecisa ante los problemas de su magisterio. [...] El libro tiene un aire tradicional y un regusto decimonónico, tanto en su construcción como en su prosa»343.

Tras Los esfuerzos inútiles344, Pablo de la Fuente publica en 1953 su cuarto libro, Este tiempo amargo, una «novela de las actividades de un grupo de guerrilleros en la zona astursantanderina en los años inmediatos al fin de la guerra»345, con la que obtuvo en 1949 el primer premio del concurso de novelas de la Alianza de Intelectuales de Chile. El propio Pablo de la Fuente explica en el «Prólogo» las dificultades de publicación del libro, «escrito en 1944» y que, sin embargo, no pudo aparecer hasta nueve años después por diversas razones: «Incluso se aludió en una ocasión a la necesidad de hacer negocios con España. Curioso es también saber que editoriales de signo pretendidamente antifascista pretextaron carecer de posibilidades de imprimirlo»346. Sin duda, ni el tema ni la actitud militante del escritor contribuyeron a ello:

Si el tema de esta obra es la resistencia interior en España en los años en que fué escrito y con datos auténticos de la lucha en ciudades y montañas, preciso es que insista en que tal resistencia no ha muerto, por muchas partidas de defunción que el silencio con que se la rodea ahora -en el momento culminante del apaciguamiento con Franco- trate de extenderla.

[...]

Con lo dicho basta, por más reciente, para sostener que sigue siendo actual la lucha guerrillera en la Península. De las huelgas en las ciudades todo el mundo ha sido informado, porque los grandes movimientos aún cercanos quebraron la complicidad mundial del silencio sobre la verdadera situación de España. Éste es el cuadro. Por ello este libro, dedicado a tan heroicas empresas como las que limpian al pueblo español de la sospecha -indigna y solapadamente insinuada en ocasiones- de tolerancia o sumisión al tirano, sigue estando en su hora. Porque variando las vicisitudes, los campos de acción, el desarrollo de los sucesos, mientras Franco esté allí la resistencia está igualmente presente347.



  —249→  

Al año siguiente edita su quinto libro, El señor Cuatro y otras gentes348, compuesto por una docena de relatos («El señor Cuatro», «Un tipo extraño», «La obsesión», «M. Lanoy», «El muerto», «Gentes al margen», «Visita a los espíritus», «El hijo», «La luz de la ilusión», «El otro yo», «El jovial Mr. Worth» y «El puente») «de variada temática y fundamental preocupación por la psicología»349. Y, antes de El retorno, publica en 1966, por vez primera en España, una novela corta titulada La despedida, que aparece como número 48 de la colección «La Novela Popular» en Ediciones Alfaguara, colección dirigida por Jorge Cela Trulock. En esta edición se incluye una noticia biobibliográfica del escritor que constituye todo un ejemplo de los forzosos silencios y los deliberados olvidos impuestos por la censura franquista, pues su condición de exiliado republicano se escamotea por arte de birlibirloque como si, libremente, Pablo de la Fuente hubiese tenido la ventolera, a partir de 1940, de irse a vivir a América:

Nace en Segovia en 1905.

Estudia en Madrid tardíamente el bachillerato.

A partir de 1940 vive en diversos países de América del Sur, hasta 1955 que pasa a Italia, Roma, donde vive en la actualidad.

Ha publicado: El hombre solo (narraciones), Sobre tierra prestada, Los esfuerzos inútiles, Este tiempo amargo (primer premio del Concurso de Novelas Alianza de Escritores de Chile) y El señor Cuatro.

Tiene algunos libros traducidos350.






2. El retorno y las primeras impresiones del desarraigo

El narrador omnisciente de El retorno351 relata en tercera persona narrativa el regreso a la España franquista de Enrique Durán, un exiliado que va a experimentar en Madrid la tragedia del desarraigo, característica de todo destierro. Sus primeras impresiones son de inadaptación y desajuste ante la realidad de la España franquista, ante el casticismo folclórico de un Madrid vendido al turismo extranjero352. El   —250→   exiliado no puede ver Madrid sin recordar, sin evocar con nostalgia un pasado idealizado por el tiempo y la distancia. Constantemente el recuerdo del tiempo pasado se impone a la contemplación de la realidad presente y, por ello, «Enrique divagaba: su presencia en Madrid le parecía irreal. El presente se oponía al recuerdo pero éste, más vigoroso, impedía que le penetraran nuevas impresiones» [ER: 11-12].

Tres amigos que viven ahora en aquel Madrid franquista (Carlos Rubio, Luis Martínez y Nieves, la mujer de este último) le sirven inicialmente a Enrique como posibles puntos de arraigo a la realidad presente. Los dos hombres son antiguos exiliados: Luis, arquitecto, había regresado «a España a poco de terminar la guerra mundial» [ER: 12] y se había casado con Nieves, mucho más joven que él e «hija de un maestro de obras que conociera en otros tiempos y que durante la guerra llegó a comandante de milicias, pagando con el fusilamiento aquel breve período de popularidad» [ER: 13]. Carlos, por su parte, era un antiguo amigo de los años universitarios, un militante comprometido que se había exiliado a Perú y que, aunque en Madrid ahora y dedicado a la compra y venta de fincas, «vivía añorando Lima» [ER: 13].

La primera impresión que experimenta Enrique en Madrid es, como hemos visto, de desarraigo, pues al personaje «le parecía imposible adaptarse de nuevo a Madrid» y es el narrador quien nos proporciona la clave: «¿Cómo adaptarse a una ciudad a la que se ha vuelto en busca del pasado?» [ER: 16]. Pero ¿cuáles son las razones que ha tenido Enrique para su retorno? El protagonista evita las respuestas directas a sus amigos, aunque es muy consciente de que ha venido a Madrid «a cerrar la parábola» [ER: 17], a intentar arraigarse en el presente, pues «no vino aquí para morir sino para recomenzar, reanudando el hilo perdido de su vida» [ER: 21]. Enrique va a esquivar el reencuentro no sólo con Elisa -la secreta e íntima razón de su retorno- sino también con Ignacio, un viejo amigo que también la conocía a ella y con el que, por azar, coincidirá en una calle madrileña: «Ignacio era el amigo mejor informado de sus amores juveniles y se avergonzaría confesándole que aún guardaban vitalidad algunas de aquellas lejanas pasiones. Por ello no quiso explicarle el motivo del viaje» [ER: 21].

Las razones del retorno de Enrique se convierten así en un enigma para Nieves, quien se siente atraída por la leyenda idealizada del exilio353 y quien, con intuición muy femenina, sospecha intuitivamente que el viaje tiene «gata encerrada»: «Para mí que este viaje tiene gato encerrado, o tal vez gata, ¿no te parece?» [ER: 25]. Pero Enrique, aunque calle sus razones íntimas, sí le confiesa a Ignacio sin tapujos su inadaptación al Madrid presente: «-A ti te lo puedo decir -Enrique se dirigía a   —251→   Ignacio-. No me gusta esto. No sé cómo podéis vivir aquí» [ER: 28]. Ambos amigos recalan en el café Gijón y es allí donde el narrador reafirma el sentimiento de desarraigo del protagonista:

La realidad, el retorno, tenía la crueldad satánica de repetirle de mil modos que él pertenecía a un pasado, del que muchos tenían ya una información parcial y tendenciosa, negativa, y del que todos renunciaban a hablar.


[ER: 31]                


Ignacio va a presentarle en ese tan literariamente célebre café Gijón al pintor Ricardo Cacho, cartelista durante la Guerra Civil, un republicano vencido que había estado encarcelado en la España franquista: «-Veinte años en Burgos, ¿sabes?» [ER: 32]. Y este reencuentro se convierte en vital para Enrique, pues acompaña al pintor a su modesto piso del barrio de Embajadores. Allí conoce a Paloma, su mujer, quien se apresura a preguntarle «con hostilidad» por los motivos de su retorno, a lo que Enrique le responde que ha venido «a ver, a mirar; a ver fantasmas y mirar recuerdos» [ER: 35]. Y va a ser precisamente allí donde el protagonista, tras observar minuciosamente el comedor, experimente por vez primera un punto de inflexión en su impresión de desarraigo:

Pero tenía que confesarse que por primera vez desde que llegara a Madrid se sentía a gusto y encajado. En aquel ambiente vivirían antes varias generaciones, parientes de él o de ella, y era como si siguiera fluyendo por allí la sangre de una vena todavía sana.


[ER: 35]                


Enrique repetirá visita al piso de Ricardo y de Paloma Rojas, a quien el protagonista acaba por reconocer como una amistad adolescente. En sus conversaciones se contrastan experiencias y Enrique, desde su desarraigo de exiliado, demuestra no acabar de entender la dureza de ese mal llamado «exilio interior» que hubieron de padecer los vencidos republicanos en la España franquista354. Pero lo fundamental es que, al margen de desencuentros puntuales355, su sentimiento de arraigo se reafirma como voluntad de reconocer en el Madrid presente, por encima de recuerdos y nostalgias, de sueños y de pesadillas356, el fluido intemporal de la vida:

  —252→  

Todo tomó otro sentido después de aquélla y otras tardes pasadas en casa de Ricardo. Cambió su actitud hacia la ciudad, cuyo lenguaje no era ya el de un rechazo, sino un angustioso diálogo secreto que le hundía en un pasado palpitante. Resbalaba sobre las novedades de un presente fabricado: máscaras mal adheridas a las viejas fachadas de los barrios tan queridos. Lo que cambia es el decorado; lo que se mantiene es una vida continuamente renovada.


[ER: 38]                


Porque el error inicial del personaje consiste en haber intentado recuperar un pasado imposible, ese pasado sentimental que para él representa Elisa: «Si se encontrara con Elisa y tuviese ella esa misma chispa de locura que a él le había traído a España, cerraría la parábola y la vida entera recobraría sentido» [ER: 20]. Pero Enrique va a ser víctima de un «temor que le obligaba siempre a retardar la busca de Elisa» [ER: 45], a demorar su posible reencuentro con esa clave íntima y secreta de su viaje de retorno que es Elisa. El personaje, quien confiesa haber «vivido demasiado tiempo en una especie de sala de espera» [ER: 69], quiere ahora arraigarse en Madrid357, es decir, en un presente en el que enterrar los «sueños de un exila do adherido aún a recuerdos ya despersonalizados» [ER: 46]. Por ello siente la necesidad de abandonar su habitación de hotel y «buscar un cuarto no lejos de Ricardo, por las calles sinceras de aquel barrio» [ER: 44]. En caso contrario, «sería mejor abandonarlo todo y marcharse. Terminar con su inestabilidad mental, justificada con el pretexto de buscar a alguien, y organizar su vida» [ER: 45].

Y, en ese sentido, una mujer como Matilde, una argentina vitalista que aspira a ser pintora, representa una inyección de vida y de aire fresco: «Era un descanso encontrar una persona así, que no preguntaba nada y que vivía en razón del presente» [ER: 66]. Enrique se contagia de esa actitud de vitalismo y «carpe diem» de Matilde, ajena por argentina a la tragedia de la Guerra Civil española y a sus consecuencias. El personaje aprende a través de Matilde a gozar el presente, a intentar arraigarse en la realidad sin sentir angustia ante el futuro ni obsesión por un pasado amargo. Un pasado que le pesa como una losa y que para él representan tanto Nieves como Paloma y, sobre todo, la propia Elisa:

Enrique iba sintiéndose menos desarraigado. Tenía que haber encontrado aquel diablo de mujer, con quien se sentía libre de preocupaciones y que, por no ser española, no podía ver en ella al trasluz las huellas de los problemas más preocupantes. No era Nieves con su padre fusilado, ni Paloma con su marido en presidio. Ni Elisa... pero ¿qué sabía de Elisa? Mejor no saber más de ella. Matilde era hoy, el   —253→   presente sin pasado ni problemas para el futuro. Y la vida, la verdadera vida, no deja de ser una sucesión de presentes [ER: 71-72].


Pero contra esa voluntad de arraigo de Enrique, el discurso de Carlos, un militante comunista358, es demoledor. Éste diferencia perfectamente entre el retorno de un «emigrante» económico y el de un «exiliado» político precisamente en función del desarraigo, un sentimiento específico que es propio únicamente del exiliado: «El emigrante deja aquí su pobreza o sus problemas personales. Si regresa es que los ha vencido. En todo caso en su vida no entraba una crisis colectiva como la que ha sido razón de la nuestra. Hablo por mí» [ER: 18]. Por ello el exiliado Carlos, víctima también en Madrid de esa tragedia del desarraigo359, le alerta a Enrique: «No te acostumbrarás aquí. Has vuelto muy tarde. Yo, que volví antes, tampoco me acostumbro» [ER: 18]. Una imposibilidad de arraigo que el personaje le reitera con inequívoca contundencia: «Tú te planteas la cuestión de si eres un desarraigado o no, si te vincularás de nuevo o no con este ambiente. Yo te digo que no, que no lo harás, y no porque seas un caso, sino porque no puede ser de otra manera» [ER: 73].

Enrique, que sigue frecuentando la casa del pintor, va a experimentar una auténtica revelación cuando Ricardo le enseñe su «pintura clandestina» [ER: 41], las «pinturas "negras" como el Goya del último periodo, pero sin estridencias en los gestos o las composiciones» [ER: 40]. Así, la contemplación de «un cuadro de fusilamientos, en línea directa con el de Goya, pero mucho más patético» [ER: 54], le produce un impacto hondo: -«¡Qué bárbaro! -era todo lo que se le ocurrió decir a Enrique» [ER: 55]. Y de aquí va a derivarse el motivo fundamental de una trama novelesca algo folletinesca y no muy feliz: la sugerencia de Ricardo, que es víctima del miedo a la represión de la dictadura franquista360, de que Enrique le ayude a sacar sus cuadros clandestinamente de España. El protagonista se decide finalmente a viajar a París con objeto de prepararle una exposición a Matilde y camuflar de esta forma los cuadros de Ricardo entre los políticamente inocuos de la argentina.




3. París, espacio de reflexión

Surge así un nuevo espacio narrativo, París, adonde el protagonista viaja en busca de la relajación que no le proporciona Madrid: «La llegada a París le daba una inmediata sensación de serenidad» [ER: 79]. Allí se reencuentra con una antigua   —254→   amante, Germaine, a quien «casi sin mirarla le hizo una breve historia de su vida desde que terminó la guerra: emigración, traslado al sur de Chile, matrimonio, viudez y dinero para viajar» [ER: 81]. La biografía de Germaine, una periodista de intensa vida que ha viajado como reportera a Inglaterra, Estados Unidos o China, le hace pensar a Enrique que «nuestra generación -[...] ha terminado por hacer vulgar lo insólito» [ER: 82]. Pero ahora Germaine es una mujer que vive en paz consigo misma y que va a rechazar con rotundidad la propuesta de Enrique, quien «buscaba ver si podía recuperar el significado de su vida junto a ella» [ER: 83]: «Lo que tú y yo tenemos en común es una zona de belleza en nuestras juventudes. Déjalo como está. -[...] No podemos sustituirlo ahora por joyas falsas, que es lo que propones» [ER: 85]. Y Enrique le acaba por confesar a Germaine que, en rigor, ella es «una más en la lista de los reencuentros, y no la primera» [ER: 86], confesión que, significativamente, alivia a su antigua amante: «Ando buscando algo que no sé lo que es» [ER: 90].

El protagonista resulta en ocasiones excesivamente autorreflexivo en su indagación del desarraigo. Y como en El retorno existe una leve trama novelesca, este permanente ejercicio de introspección psicológica confiere a la novela un tono de morosidad un tanto reiterativa y farragosa que le resta agilidad e interés361. Porque el exiliado Enrique, que acaba de vivir una experiencia de desarraigo en Madrid, es un «cazador de fantasmas» según Germaine o un «evocador de sombras» [ER: 89] según se caracteriza a sí mismo, que ha viajado a París para reflexionar sobre su condición y situación:

-[...] Vengo de allí, he estado paseando las calles de mi juventud, pero incluso desde allí dentro me sigo considerando excluido.

-[...] ¡Qué raro!

-Es así. Tengo que razonar sobre ello y por eso he venido aquí, para ver más claro.

-[...]

-Eres ya un desarraigado.

-Puede que sí, y eso es lo triste.


[ER: 88]                


El exiliado Enrique pretende instalarse en París como manera de solucionar su desarraigo, porque si «Madrid me hace pensar con desesperación» [ER: 92], la capital francesa y su intensa vida cultural le relajan y sosiegan. El protagonista trata de aprender de su experiencia, sabe ya de la imposibilidad de ir À la recherche du temps perdu, y, en ese proceso de clarificación, le ayuda la lucidez con la que Germaine analiza el proceso de las relaciones amorosas: «El amor tiene un período de   —255→   crecimiento que es una maravilla. Yo no amo a nadie, amo al amor, ¿entiendes? Cuando se termina el periodo mágico me preocupo de hacerlo saber y cada uno sigue su camino» [ER: 95]. Un proceso de aprendizaje que inmediatamente atestigua el narrador, pues «seguramente Enrique estaba abandonando la idea de buscar otras antiguas amantes y comprendía ya que la vida no puede reanudar ligaduras corroídas por el tiempo» [ER: 96].

Un necesario proceso de clarificación para el que Pablo de la Fuente ha querido servirse de la técnica epistolar y conceder así ocasionalmente a Enrique Durán la primera persona narrativa. En este sentido, resulta muy significativo que el personaje afirme que «a veces ponerse a escribir es una manera de descubrirse» [ER: 102], para añadir a continuación que la carta ofrece más posibilidades de clarificación que el diario, porque «escribir para uno mismo [...] es mantener vivas las situaciones provisionales, acumular los problemas, modificarlos según pasa el tiempo, sin pretender alcanzar la solución» [ER: 102]. No nos sorprende, por tanto, que Enrique manifieste una lucidez extrema al explicarle precisamente a Nieves362 el proceso de su conflictivo retorno: «Yo vine a Europa desde lejanas tierras, en busca de mis huellas perdidas -y puede que me encuentre con la horma de mi zapato-. Los primeros pasos iban desviados porque seguía queriendo adaptar la realidad a mi imaginación» [ER: 102]. Y es que, en efecto, la raíz del desarraigo reside en el desencuentro espacio-temporal del exiliado, un desencuentro con Madrid que Enrique ya ha experimentado, un desencuentro dramático entre el pasado idealizado y la realidad pura y dura del Madrid presente que ha provocado que nuestro protagonista ande «desorientado, más despistado que nunca» [ER: 93]:

Ninguno de nosotros se cree destinado al eterno exilio. Sabemos haber representado un momento ascensional en la vida de nuestro país y que sobre él se enlazará el futuro. La pregunta es sólo ésta: ¿cuándo? Aquí viene el problema del tiempo.

... Y esto es que confrontar la realidad viva con la conservada en el recuerdo es una situación dolorosa que desequilibra el espíritu. La realidad es una imposición que destruye lo posible.


[ER: 103-104]                


Enrique le confiesa a Nieves los motivos de su viaje a París, una ciudad para él relajante «porque es extranjera y muchos de sus problemas no me afectan» [ER: 102]. Por ello ha decidido dejar Madrid y «venir aquí a serenarme» [ER: 105]. Ahora bien, entre los numerosos personajes literarios que han imaginado los escritores del exilio republicano español de 1939 para plantear el tema del retorno y la tragedia del desarraigo363, lo que singulariza a Enrique Durán, el protagonista de El retorno de   —256→   Pablo de la Fuente, es que, tras asumir los errores de su actitud y reflexionar hasta la saciedad sobre sus causas, manifiesta una clara voluntad de arraigo364:

-Ahora de lo que se trata es de saber dónde debo dejar que se sienten mis plantas para sentir crecer nuevas raíces.

-¿En Madrid, sugieres? Ya hablaremos.


[ER: 105]                


En París va a entrar en contacto Enrique con otros españoles, como Jorge Roldán y Gerardo Pastor, quien trabaja en la UNESCO. Y, claro está, «era fatal que al encontrarse varios españoles se hablara de lo mismo: de la guerra» [ER: 119]. Ambos personajes coinciden en condenar la actitud de estéril nostalgia de la mayoría de los exiliados republicanos, que han convertido la guerra y sus recuerdos de la misma en un tema obsesivo y recurrente. A sí, para Gerardo, que representa a la generación que ha padecido la larga y dura posguerra en la España franquista y que es la protagonista de un segundo destierro voluntario, el exilio republicano se ha convertido en una estatua de sal, «la estatua estéril» [ER: 120], porque «están todos ustedes fijos en 1939» [ER: 133].

Cabe resaltar que en El retorno abundan las críticas a la actitud de una parte del exilio republicano, tanto por parte del propio protagonista365 como por parte de personajes como este Gerardo, quien se refiere al exilio de 1939 como «una gusanera sobre un cadáver que, si alguien sostiene que fue bello, hay que decirle que nosotros no podemos juzgarlo así porque lo hemos hallado descompuesto» [ER: 120-121]. Gerardo le resulta a Enrique un personaje enigmático por su laconismo pero, sin embargo, le atrae por su cruda sinceridad. Así, cuando el protagonista le pregunte cómo puede dejar de ser una estatua de sal, es decir, dejar de incurrir en la nostalgia e idealización del pasado, Gerardo le recomienda pura y simplemente el retorno a Madrid, pero no al Madrid de 1939 sino al Madrid presente:

Hablando en términos generales pienso que uno de los medios sería volver a España. Yo estoy pensando regresar de nuevo a vivir allí. Salí creyendo que podría hacer algo positivo desde fuera, pero ya veo que uno se aleja cada vez más, según pasa el tiempo. La vida de un país no está solamente en las grandes líneas políticas, y la política tampoco está en los planes para el futuro.


[ER: 129]                


  —257→  

Enrique va a pedirle a Gerardo, quien «cuando podía llevaba la conversación hacia la conveniencia de regresar a España y limitarse a vivir allí» [ER: 137], que le ayude en esa «rocambolesca historia de sacar cuadros de España clandestinamente» [ER: 139]. La negativa de Gerardo provoca la irritación de Enrique, que aumenta cuando es la propia Germaine la que justifica su actitud: «Ahora cree, y no le falta tazón, que irse del país es desgajarse y, en este caso, o se trasplanta uno por completo, o se seca» [ER: 148]. Gerardo argumenta con claridad su postura contraria al posible exilio de Ricardo, al tiempo que critica la falsedad de la literatura desterrada:

... Me parece mal que ese pintor emigre; con angustia o sin ella él está pintando en su país y en su época; ésos serán los valores permanentes en su pintura. Fuera del país no hará sino imitarse, quedando cristalizado en una realidad que habrá dejado de serlo. Ése es el caso de los escritores emigrados. Hablan de una España más bella o más fea que la que es realmente, pero falsa, artificial, embalsamada.


[ER: 151]                


En cambio, Enrique sostiene que, aunque «ahora las proas de nuestras barcas se orientan al retorno», «tampoco hay que ser demasiado pesimista y creer que va a ser eterno el exilio» [ER: 152]. En una segunda carta a Nieves, el protagonista defiende «la dialéctica de la vida» [ER: 157] y afirma que «aquí me he rehecho... no exageremos, me estoy rehaciendo» [ER: 158].

Paulatinamente, la decisión del retorno a Madrid va madurando en Enrique a través de encuentros y conversaciones en París con distintos personajes: el anciano don Gustavo, padre de María Luisa, o un amigo joven de Gerardo constituyen dos claros ejemplos de actitudes opuestas. La historia de don Gustavo es la historia del exilio republicano español en Francia, una historia más militante que la del exilio en América. El testimonio de don Gustavo (campo de concentración en Argelia, Resistencia, liberación, independencia argelina) incita a Enrique a pensar «que quienes se quedaron en Europa o dentro de la zona de su política, habían luchado mucho más tiempo y empezaron a oxidarse más tarde que los que llegaron a América» [ER: 161]. Pero don Gustavo representa en El retorno la imposibilidad moral de la vuelta por fidelidad a los muertos en el exilio y por lealtad a los valores de la cultura republicana:

-Yo no pienso volver; no, no puedo volver. Yo salí de allí por algo y no volveré, a menos que ese algo vuelva a realizarme. No me lo perdonarían los muertos... Tengo amigos caídos aquí y allá; he enterrado algunos yo mismo en el campo; otros, de los que quedaron en España, han caído allí. Ya estoy casi solo entre mis compañeros de edad, de ideas, de actividad, de aspiraciones... Yo, compréndalo usted, no le critico, puede hacer lo que quiera, pero yo no puedo volver si no es con mi bandera desplegada. No... no puedo volver... ¡perdóneme!


[ER: 161]                


Por su parte, el amigo joven de Gerardo acusa a los exiliados de vivir anclados en sus recuerdos de la guerra y de estar, por lo tanto, fuera de la realidad: «La diferencia está en que ustedes pensaban en ajustar las realidades a sus sueños y nosotros   —258→   no queremos soñar, sino partir de realidades» [ER: 163]. Y el narrador apostilla la fecundidad para Enrique de ambas experiencias porque «encuentros como aquél incitaban a Enrique al regreso con mayor fuerza que las alusiones de Gerardo. Fuera de España se naufragaba en teorías y sofismas, o se condenaba uno al aislamiento negativo del padre de María Luisa» [ER: 167].

Pero Matilde va a irrumpir por sorpresa en París y su presencia perturbará todos los planes de Enrique, quien no olvidemos que está tratando de concretar una exposición de sus cuadros en alguna galería de la ciudad como pretexto para exiliar la pintura clandestina de Ricardo. Recordemos que éste es el motivo de una trama narrativa leve e inconsistente que el propio Gerardo caracterizará en sus justos términos: «Toda esa historia tiene algo de infantil y no le veo buen fin» [ER: 168]. Naturalmente, Matilde ha venido a París para profundizar en su relación sentimental con Enrique, un personaje que, a estas alturas del relato, ya ha clarificado parcialmente su situación. Así, «aunque ya no estuviera en sus planes seguir la busca de las bellas de su juventud, no sería Matilde la mujer con que él volvería a normalizar su vida» [ER: 180]. Además, Enrique va experimentando una progresiva insatisfacción en París porque «mi vida aquí no es vida, es literatura» [ER: 169]. En rigor, su decisión de retornar a Madrid ya es firme, tal y como le confiesa a Matilde: «Me urge terminar con esta historia porque tengo que volverme a Madrid» [ER: 182]. Un Madrid franquista en donde resulta significativa la mitificación de esa «España del silencio» en la que hasta el propio Gerardo cree y que, con perspectiva histórica, la realidad demostró ser completamente falsa366.

Esta decisión firme de retornar a España le vuelve a plantear a Enrique la memoria sentimental de Elisa367 y de su posible reencuentro en Madrid:

Si no hubiera emigrado, Elisa sería ahora la compañera de un hombre libre de aquella su tenaz lucha interior. Ella consiguió despertar en él confianza, fe en sí mismo, equilibrio, energía, con una naturalidad armoniosa, como si la vida debiera ser así. Su amor fue apasionado y sensual; iba descubriendo con él todos sus enigmas, con curiosidad insaciable y alegría sin cansancio.

Pero ya no estaba en su vida ni podía estarlo. Ni debía. Ella fue la síntesis de lo que no puede repetirse: la juventud excepcional de su generación y la circunstancia excepcional de aquella España.


[ER: 189]                


El contacto en París con Antonio368, un librero español que «tenía una red organizada para introducir en España prensa clandestina y facilitar el paso de los Pirineos   —259→   a los perseguidos» [ER: 192], posibilita que Matilde inaugure finalmente la exposición de sus cuadros. Sólo le queda ya a Enrique la despedida de Germaine, en la que el protagonista esboza un último intento de audacia sentimental, frustrada por la presencia de Gerardo: «Enrique encendió otro cigarrillo y dio dos o tres chupadas con rabia» [ER: 227]. Pero lo fundamental de la última conversación parisina con Germaine es la claridad con la que Enrique explica sus proyectos de vida, vinculados a la decisión del retorno y de su voluntad de arraigo:

-[...] Puede que lo mejor que deba hacer sea quedarme a vivir en España. Le guste a uno o no, sólo en el país propio se toca tierra. Lo demás es vivir en el aire.


[ER: 224]                


Enrique lamenta que la vida del exiliado parezca tener que «ajustarse a un cierto prototipo»369, un hecho que inevitablemente la falsifica. Lo que desea el personaje, en cambio, es una autenticidad vital que sólo el retorno a Madrid -pero un retorno activo que implique voluntad de arraigo e integración en el presente- puede posibilitar, aunque Germaine, como Carlos, coincidan en negarle esa posibilidad:

-[...] Ahora, al volver, tengo ya algo que hacer. Esto tal vez me dé la impresión de encajar en la vida. Me temo, de todos modos, que me costará adaptarme.

-No te adaptarás. Ya no encajas en ninguna parte. Ése es el mal que os han hecho.


[ER: 225]                





4. Retorno y voluntad de arraigo

Enrique, víctima de la tragedia del desarraigo que caracteriza a todo exiliado, regresa a Madrid, pero a Madrid y no a un pueblecito de Segovia porque «era necesario reiniciar la vida, no terminarla» [ER: 132]. Y el Madrid que halla a su regreso es el Madrid en el que Ricardo ha decidido camuflar sus cuadros clandestinos con una capa de pintura y distribuirlos entre sus amigos para preservar su obra y, a la vez, liberarse de su miedo. Ignacio va a ser el único que advierta el truco de esa «colección errante» [ER: 245] y el pintor acabará por confesarle su amargura y cobardía, su miedo al desarraigo del exilio y su voluntad, por tanto, de seguir viviendo en Madrid a pesar de sus pesares:

Mi pintura es una protesta -su voz era apagada y difícil-, es un grito de dolor y de ira. Yo no puedo irme del país, ni quiero. No sabría vivir fuera de España; no podría vivir fuera. Tendría que volver a nacer de nuevo. Eso lo sabéis vosotros, los que anduvisteis por ahí y habéis vuelto para volver a vivir. Mira ese Enrique, que parece un alma en pena. No, yo no puedo.


[ER: 208]                


  —260→  

El personaje de Ignacio va a cobrar protagonismo en los últimos capítulos de la novela y su relación con una joven actriz, Ely, va a resultar clave en su desenlace. Ely, una muchacha de gran belleza370 que tiene veinticinco años y que es hija de Elisa pero que no conoce la identidad de su padre, trata de indagar en una posible relación sentimental entre su madre e Ignacio, a quien cariñosamente llama Ñaguito. Y ese enigma sobre la identidad del padre va localizando progresivamente el relato. Ely sólo sabe que su padre «era también un rojo de los que habían tenido que irse» [ER: 218] a América y ha crecido con la esperanza de que algún día regrese: «Ignacio dio un respingo. ¿Qué quería decir? Siempre creyó que Ely había nacido de un breve matrimonio de Elisa cuando él estaba en América. Hasta hubo quien le dijo que ella se había enfermado al quedarse viuda. Ahora deseaba saber más» [ER: 218]. Naturalmente, a Ignacio no le resulta difícil atar cabos: «Por lo que contaba Ely, el padre tendría que ser Enrique, pero éste ni siquiera le había preguntado por Elisa. Puede que supiera que había muerto y que la mujer que andaba buscando fuera su propia hija. Todo con mucho misterio» [ER: 219].

Todos estos episodios constituyen el antecedente narrativo inmediato del retorno a Madrid del «nuevo» Enrique Durán, quien al aterrizar en el aeropuerto experimenta ahora sensaciones placenteras: «Le pareció natural ahora llegar a Barajas. Todo le era familiar. Ninguna pregunta a los edificios, ningún deseo de descubrir pasados. Ninguna sorpresa. Le esperaba Ignacio...» [ER: 229]. Enrique le confiesa a Ignacio su cambio de actitud, su voluntad de no querer «seguir de cazador de fantasmas» [ER: 235], pero, lógicamente, su amigo va a aprovechar la primera ocasión que se le plantea, un café en el bar del hotel en donde se aloja Enrique, para hablarle de Elisa:

-Me extraña que no hayamos hablado nunca de Elisa.

[...]

-Es que hemos hablado poco. Ya me dirás algo de ella, pero hoy no, ni ahora, ni aquí.

[...]

-Creí que no hablabas de ella porque ya sabías que murió.


[ER: 235]                


La noticia de la muerte de Elisa impacta profundamente a Enrique porque implica la revelación de la verdad pura y dura, la verdad destructora de todos sus sueños que le instala, descarnada y definitivamente, en la realidad del presente:

Enrique subió a su cuarto bajo la opresión de la noticia. Era como si su vida hubiera sido empujada bruscamente contra el rígido borde de la realidad implacable, sacándole de todos sus sueños. Descendió nuevamente a los infiernos de la soledad y la incertidumbre, sin asidero alguno en el pasado.

Su vida tenía que comenzar otra vez y ahora desde el nivel de sus años y en un mundo hostil o no, pero siempre desconocido. Su teoría de   —261→   la interrelación de la vida individual con las de los demás seres era más potente que nunca: la suya anterior se la había llevado Elisa consigo.

No pensaría más en ello. No visitaría más, a solas, el melancólico paraíso de los recuerdos. Quedará sellada su puerta, sellada para siempre.

[...]

Se sentía como un animal moribundo.


[ER: 236]                


Enrique, desde su voluntad de arraigo, se reencuentra a continuación con Ricardo, «un Ricardo nuevo, activo, seguro» [ER: 239] que ha asumido su éxito comercial pero que no ha claudicado como pintor: «A veces pienso que me he vendido, otras que me he prostituido. Pero la verdad es que no me he entregado. Lo mío sigue siendo lo mío. Y cuando yo pueda hablar otra vez, diré lo que tengo que decir» [ER: 239]. Naturalmente, el pintor le plantea si su retorno es ya definitivo, a lo que Enrique responde: «No sé qué hacer todavía» [ER: 241]. Pero el exiliado Enrique ya es consciente de que «nuestra vida no tiene una explicación sino partiendo de nuestras esperanzas de juventud» [ER: 241], unas esperanzas que el paso del tiempo ha destruido, por lo que es un error «querer incrustar el pasado en el presente» [ER: 241]. Enrique, quien aduce el testimonio del joven amigo de Gerardo en su favor371, compara su biografía con la de Ricardo para defender la necesidad del retorno en términos inequívocos:

-[...] Tú, por ejemplo: has estado preso, lo sé, y me imagino lo que debió ser ese tiempo para ti y los tuyos, pero continúas dentro de lo que es y ha sido la vida de este país. Representas algo que está, como tus cuadros falsificados, por debajo de la superficie visible, pero que también, como tus cuadros, volverá a la luz un día.

-No te referirás a los temas.

-No, a los temas no. A tus palabras, a lo que dices, a lo que con pedantería se llama el mensaje. Tú, y los que quedasteis aquí, podéis transmitir el mensaje de nuestra generación, lo estáis transmitiendo cada día con vuestra presencia. En cambio nosotros...


[ER: 241-242]                


Para completar la serie de motivos argumentales que se acumulan en lo que el narrador llama «este día del retorno» definitivo de Enrique, intenso y amargo, Ricardo le informa del suicidio de Carlos:

Su desaparición y la de Elisa, sabida el mismo día, este día del retorno, desvanecían los sueños retrospectivos. No había que buscar la España imposible. Aceptar esta idea era cubrirse el corazón de luto.


[ER: 244-245]                


  —262→  

Pablo de la Fuente acierta al decidir un final abierto para El retorno porque Enrique, desde la casa de Ricardo, va a ir paseando por las calles madrileñas hasta su hotel: «No se entretenía ya en observar calles y gentes. Iba encerrado en sus pensamientos. Las noticias recibidas aquel día cubrían su primera jornada con un manto de tristeza» [ER: 246]. Pero la convicción fundamental de Enrique, que determina su actitud de arraigo tras haber superado su sentimiento de impotencia ante la realidad372, está absolutamente clara: «No había que buscar la España imposible». Así, el narrador apuesta finalmente por la esperanza de que el exiliado, víctima del desarraigo, pueda integrarse finalmente en el Madrid del presente373, el Madrid que representan tanto Ricardo como Ignacio o Ely:

Enrique reanudó su marcha Alcalá adelante. Ya por Serrano le parecía pertenecer a la ciudad.


[ER: 246]                






  —263→  

ArribaAbajoRafael Alberti, poeta antiimperialista (Sobre Signos del Día y Coplas de Juan Panadero)

José María Balcells



Universidad de León

Uno de los temas más significativos de la poesía de índole política de Rafael Alberti es el del antiimperialismo, y más concretamente el de la denuncia y reprobación del imperialismo estadounidense. A dicha temática dedicó el escritor en 1935 un conjunto poético entero, y de inequívoco título, 13 bandas y 48 estrellas, en referencia a la composición de la bandera yanqui a mediados de los años treinta. El sub título de aquella obra es «Poema del Mar Caribe», porque en sus versos se censura el sojuzgamiento de los pueblos del área caribeña, a vueltas de una expansión política de los USA que respondía a las exigencias económicas capitalistas374.


USA y el régimen franquista

Después de este magnífico libro, el tema del capitalismo yanqui desaparece de la poesía albertiana durante casi dos décadas, retomándose en la primera mitad de los años cincuenta a causa de la alianza del régimen de Franco con los Estados Unidos.

  —264→  

Esta alianza se produjo, y excúseseme por referir cuestiones tan bien conocidas, porque respondía a intereses mutuos muy evidentes. De un lado, el Pentágono consideraba que la situación estratégica de España podía ser pieza clave para fortalecer el flanco sur de la OTAN, de ahí que el pacto comportara el establecimiento de bases militares en territorio español. De otro lado, Franco conjuraba el peligro de conspiración contra su régimen, obtenía sustanciosos fondos económicos y, con el apoyo estadounidense, iba viendo cómo se le abrían nuevamente las puertas, antes cerradas, de diferentes organismos internacionales375.

La naturaleza de los pactos entre el régimen franquista y los Estados Unidos, pactos suscritos el 26 de septiembre de 1953, justificó el antiimperialismo contra los yanquis que Rafael Alberti plasmaría en dos de sus poemarios de compromiso político de aquella encrucijada histórica. Nos referimos a Signos del día y a Coplas de Juan Panadero, elaborados ambos en su destierro argentino, y cuyas fechas de creación fueron, respectivamente, los diez años que van desde 1945 a 1955 (Signos), y los cinco que median entre 1949 y 1953 (Coplas).

A tenor de las cronologías referidas, en Coplas de Juan Panadero el contenido antiyanqui es más reducido, pues Alberti puso fin a este libro el año 1953, en cuyo mes de septiembre se firmó el acuerdo hispanoamericano. El poeta no tuvo tiempo, por tanto, de ver traducidos a la práctica dichos convenios, que iban a estar en vigor dos años, y se prorrogarían, según se estableció en tales pactos, durante dos nuevos períodos de un quinquenio cada uno. Más amplio fue, por el contrario, el pretexto antiimperialista que leemos en Signos del día, poemario que el gaditano acabó en 1955, y en el cual ya se reflejan los resultados de la relación entre los Gobiernos de los dos países: bases militares instaladas en varios enclaves del territorio español, y a cambio aportación de recursos económicos por parte de la Casa Blanca republicana del general Eisenhower, quien había alcanzado la presidencia el año anterior.




Coplas de Juan Panadero

En Coplas de Juan Panadero, Rafael Alberti creó un alter ego que respondía a un nombre -el de Juan-, y a un apellido -Panadero-, que consideraba auténticamente representativos del pueblo español, dado lo común del referido nombre, y dado lo no menos común del oficio de quien proporciona un alimento que puede considerarse básico. En el nombre Juan pudo gravitar el que en 1941 antepuso al libro Nuevos poemas de Juancito Caminador el poeta argentino Raúl González Tuñón376, autor comprometido a quien Alberti conoció en Madrid en los días republicanos. En el apellido Panadero hay una referencia explícita a las coplas satíricas del siglo XV conocidas como de «¡Ay, Panadera!». Alberti sería, por consiguiente, Juan Panadero, y Juan Panadero la España más genuina, la cual habría aflorado en aquellos versos medievales, y en estos versos del XX.

  —265→  

El propio escritor efectúa ambas equivalencias en «Algo sobre Juan Panadero», palabras liminares del libro, un prefacio en el que finge que la obra la compuso un poeta de aquel nombre y apellido. Pero el retrato que enseguida nos hace de dicho personaje coincide con su autorretrato:

Lo que sí puedo afirmar con certeza es que este Juan andaluz, poeta popular de estos años terribles, soldado del ejército republicano, combatiente desde los gloriosos días del Cuartel de la Montaña, ha andado peregrinando por América, emigrado político... coplero que gusta de lo autobiográfico... al escoger para sí un nombre como el de Juan está ya confundiéndose con el rostro del pueblo...377



El poemario está escrito a manera de «coplillas... casi siempre en forma de soleares para guitarra», y con voluntad de «rima pobre»378. Y constituye «una obra polifacética, puesto que en ella Alberti reúne los temas de la poesía del destierro, en parte también los de la poesía no comprometida; revela igualmente en varios capítulos sus ideas sobre la poética y por fin es un anuncio de su vuelta al neopopularismo en el destierro»379. Libro temáticamente variado, así pues. Al pretexto del imperialismo yanqui, sin embargo, le ha concedido el escritor una situación estructural muy relevante, pues aparece en la serie primera y última de la obra, a modo de enmarque del contenido antiimperialista de la misma. El antiimperialismo contra USA se vitupera, por tanto, en el grupo primero de coplas, titulado «Autorretrato de Juan Panadero», y también en el grupo último, «Juan Panadero contra los vendedores y compradores de España». En aquéllas, las coplas ad hoc abarcan la segunda mitad de la serie, a partir de la copla 10. Se procede al traslado de las más significativas de dichas coplas:



10Tengo dientes, tengo manos,
y en la punta de los pies,
puntapiés para el inglés
y los norteamericanos.

11¡Mueran los imperialistas!
Se llamen republicanos
o se llamen laboristas.

14Juan Panadero da pan.
Pero lo da al español,
no al yanki ni al alemán.
—266→

15... Mas hay español que entiende
que lo de Juan Panadero
puede robarse, y lo vende.

16Lo señalo con el dedo,
con tres señales que son
de sangre, de muerte y fuego.

17Repito estas tres señales:
¡Franco, fuego! ¡Franco, muerte!
¡Franco, muerte, fuego y sangre!

18Ayer con Hitler, y ahora,
con los que se están llevando
hasta la luz de la aurora.

19Y a mí no me diga nadie
que es español el que entrega
hasta las rachas del aire380.



En las coplas aducidas, hemos podido leer el siguiente discurso esencial: hay que combatir y echar a los norteamericanos de España, de la que se han apoderado con dólares porque la han comprado a quien no puede ser considerado español, y no lo puede ser precisamente por habérsela vendido. Igual argumentación se sostiene en las coplas antiyanquis de la serie final del libro, es decir en «Juan Panadero contra los vendedores y compradores de España», aunque aquí se añade una idea nueva, la de que la Falange, cuyo nacionalismo españolista fue proclamado como seña identitaria del mejor modo de ser español, ha quedado arrumbada, en aras del imperio bancario instaurado por la política del dólar. Leámoslo en las seis primera coplas de la serie:



1Revelaciones secretas:
la España azul ya no vale
ni el canto de dos pesetas.
—267→

2-¡Ay, qué negocio amarillo!
Ya soy el Ferrol de Truman
y no el Ferrol del Caudillo.

3¡Ay, Ferrol, Ferrol, Ferrol!
Sobre tu mar sale el dólar...
quise decir, sale el sol.

4¿Quién tal misterio me aclara?
Cara al sol, miro que tiene
el sol una misma cara;

5que aquel azul soberano
de las camisas relumbra
de oro norteamericano;

6que en los más altos luceros
más que contar la Falange
cuentan los nuevos banqueros381.



Esta serie última, y por tanto las Coplas de Juan Panadero, acaban con la copla 27, en la que el yo poemático arenga a los españoles para que su patrimonio no sea moneda de cambio, y se sacudan el yugo extranjero:


¡Afuera la gente extraña!
¡La tierra de España es sólo
para la gente de España!382






Signos del día

Signos del día es un libro subdividido en cuatro secciones, y en la cuarta predomina el contenido antiimperialista contra los USA. «Planteamientos simples y efectivos son los que se desarrollan en estas composiciones con un deseo de llegar a una comprensión rápida y hacer que el lector o el auditorio tomen partido»383. Tal contenido no se expresa ahora en textos del tipo que integra las Coplas de Juan Panadero, sino en composiciones de contorno variado, aunque con técnicas popularizantes   —268→   también, técnicas que admiten versos largos, en concreto alejandrinos, en el poema titulado «Del español al soldado yanki». A esta más notable variedad formal se une en el poemario un enriquecimiento temático más ostensible, porque el poeta añade motivos antiimperialistas no abordados todavía en las Coplas de Juan Panadero, el de las bases norteamericanas, el de la invasión del idioma inglés en una tierra de habla española, y sin duda el más íntimamente doloroso para el autor: la instalación de bases yanquis en Cádiz, manchando e insultando con su presencia los horizontes del paisaje infantil que enmarcó la bahía natal del poeta, bahía en la que fueron esparcidas sus cenizas.

Al pretexto de las bases establecidas en territorio gaditano dedica Rafael Alberti dos poemas, «A Cádiz, base extranjera», y «Rota oriental, Spain», si bien el motivo se prolonga en un tercero, el titulado «Cartagena», otro puerto naval que el poeta vincula al de Cádiz porque ambos se verán obligados a soportar que los mares del Sur de España sean, de hecho, aguas de control estadounidense:



Cartagena, plaza fuerte,
¿qué serás, qué no serás
si viene a verte la muerte?

De Cádiz a Cartagena,
no está tranquila la mar,
la mar ya no está serena.

Cañoneros gaditanos,
veleros cartageneros,
¿mares norteamericanos
han de ver los marineros?

¿Qué han de ver, qué han de mirar?
Si esa mar no es española,
es que esa mar no es la mar384.



En las estrofas de «A Cádiz, base extrajera», el escritor manifiesta sus temores por los estrechos ligámenes de dependencia que va a tener la capital gaditana respecto de Nueva York. No menciona Alberti Washington, sede de los USA, sino el Estado donde radica Wall Street, porque en el pensamiento albertiano es el dólar, el sistema capitalista, y no los representantes políticos, el factotum que dirige no sólo la economía, sino la acción política, tanto la interna cuanto la exterior. Pero la sumisión política, merced a la financiera, no es la única que lamenta el hablante poemático, a quien le preocupa también la pérdida de la idiosincrasia española que va a producirse, empezando por el retroceso del habla propia a favor del inglés:

  —269→  


Cádiz, espero de ti
lo que tú esperas de mí.

Muy cerca estás de Gibraltar
y hoy mucho más de Nueva York.
Dime en qué lengua vas a hablar,
con qué tacón taconear
y en qué cantar decir tu amor385.



Las mismas cuestiones de fondo subyacen en los versos de «Rota oriental, Spain», un poema de contextura muy diferente del anterior, porque se desarrolla en forma dialogística, de modo que en las estrofas se alterna un diálogo entre el poeta y la localidad gaditana y sus campos colindantes, acerca de la transformación del puerto pesquero en una base colonizada por los yanquis. En esta composición resurge asimismo un argumento que ya había sido esgrimido en las Coplas de Juan Panadero, el del contraste flagrante que supone que quien ha vendido la soberanía nacional proclame nada menos que es él mismo el que está salvando el país:


-¡Ay poeta, qué dolor!
Hasta mi nombre querido,
quien se aclama el Salvador
de España me lo ha vendido386.



Otras dos composiciones antinorteamericanas de Signos del día son «A España, vendida», y «Del español al soldado yanki». En la primera se insiste en la denuncia obsesionante de la venta política de España a cambio de dólares. La segunda tiene más interés temático, y también formal. Desde el ángulo de la forma, en efecto, el poema reviste características de silva, pero de versos alejandrinos y heptasílabos, y su desenvolvimiento discursivo se efectúa mediante continuadas interrogaciones retóricas. Tocante al contenido, el yo textual censura la voracidad del capitalismo estadounidense, tan insaciable que no le basta todo su poderío, y desea incrementarlo apoderándose de España. Uno de los momentos más relevantes de esta composición está en su comienzo, en el que Alberti ridiculiza y satiriza al soldado de los USA con estos versos:


¿Qué haces aquí, mascando
tu pegajoso chicle, mono yanki, y chascando
en la canina lengua tu triste coca-cola?
Di, ¿qué se te ha perdido
en la tierra española?
¿Cuándo mi mar ha sido
—270→
tu mar, di, cuándo, cuándo
mis abrigados puertos, respóndeme, tus puertos?
¿Cuándo tuyos mis valles, di, mis cielos abiertos?
¿Cuándo tuyos mis valles, mis montes y mis ríos?
¿En qué mapa aprendiste ser tuyos y no míos?387



En cuatro de los cinco poemas antiimperialistas de Signos del día, la parte final se centra en el tema de la resistencia que opondrá el pueblo español frente a esa invasión norteamericana militar y financiera. En «Del Español al soldado yanki», el hablante termina su discurso con el aviso a los estadounidenses de que la ira popular de España, por la gravedad de esta situación, estallará pronto: «Un pueblo entero aguarda mientras tú te sonríes. De su furor ya sube, rugidora, una hoguera». En los otros tres poemas, es a la gente española a la que se clama, aunque especialmente se dirige a los gaditanos, es decir a los que sufren más que nadie la afrenta de las bases, a fin de que Andalucía asuma el liderazgo contra los yanquis. «Rota oriental, Spain», acaba con esta arenga:


¡Españoles, despertad!
¡Es Rota, la marinera,
quien levanta la primera
llama de la Libertad!388







  —271→  

ArribaAbajoLa poesía del exilio. ¿Con qué marco epistemológico investigarla?

Claude Le Bigot



Universidad de Rennes 2

La poesía fue uno de los vectores de la cultura española del exilio, porque encarna la existencia de un pueblo y en el caso español fue el vehículo insoslayable a la hora de problematizar su libertad.

El exilio plantea una doble dificultad más allá de las necesidades inmediatas, vitales y sustantivas que es la que reside en su objeto y campo discursivo. En un primer tiempo, se apoya en la mirada sobre la realidad desde la que se había imaginado un proyecto político (experiencia republicana), realidad ésa que se va desmoronando bajo los embates de la historia. Pero luego, se nutre con la memoria que pretende mantener viva la imagen de la patria arrebatada sin poder garantizar ninguna fidelidad, a no ser que sea la consolidación de un mito.

Pensar el exilio cultural exige una necesaria periodización ya que el destierro se prolongó muchísimo para muchos autores. Una de las dificultades que surge es la dispersión geográfica del exilio español del 39 con una condicionarte particular que afectó a muchos escritores: el hecho de mantener sus actividades en un país donde la lengua no era un obstáculo sino un factor de integración rápida. Valiéndose del concepto forjado por Manuel Andújar, se podría distinguir según las áreas de destino: las zonas de transtierro y las zonas de destierro.

Crear y escribir en régimen de transtierro desde una comunidad de lengua no significa que hayan desaparecido las consecuencias traumáticas del exilio. Y a la hora de valorar la evolución paralela de la poesía exílica, se observará que el tiempo y la distancia han moldeado experiencias poéticas distintas. Manuel Andújar ya   —272→   se planteaba en 1984 la cuestión de la continuidad entre la poesía aherrojada bajo la dictadura franquista y la que se hacía en el exilio, especialmente en México, adonde fueron a parar muchos poetas. ¿De qué manera la estancia mexicana habrá influido en la singularidad cultural del país de destino? La pregunta no ha sido contestada; y curiosamente se evidenciarán casos muy significativos de autocensura en Luis Cernuda, José Moreno Villa o Juan Rejano.

El mismo Andújar señalaba la necesidad de distinguir la estratificación generacional:

- Los que llegaron con fama asentada (la casi totalidad de la generación del 27 con el caso del veterano Pedro Garfias).

- Los poetas incipientes con muestras ya alentadoras antes de salir para el exilio (generación del 36: Juan Gil-Albert, Herrera Petere, Juan Rejano, Giner de los Ríos).

- Los diaspóricos, niños o adolescentes cuando dejaron España: éstos tuvieron que adaptarse bien que mal a su nueva situación alejados de la tradición española y sin raíces en el sustrato autóctono (Ramón Xirau, Manuel Durán, Tomás Segovia, Luis Rius, José Pascual Buxó, Enrique de Rivas, García Ascot, Ángela Muñiz, Nuria Parés).

En cuanto a las vocaciones ya consolidadas, éstas continúan en su país de destino la poética de la modernidad iniciada en España bajo los auspicios de la generación del 27. Pero ¿cómo han logrado mantener el reto de la modernidad? ¿Hubo una involución o una superación frente a la ruptura histórica? Ésta es la cuestión que merece cierto interés.

En cuanto a la periodización que de manera inevitable afecta a la historia del transtierro, Fanny Rubio apuntaba en un coloquio celebrado en 1991: dos tiempos en la poesía del exilio: «un tiempo de vacilación, indignación y desesperanza» marcado por «una sentimentalidad herida», y luego un tiempo de superación en el que se produce «la sustitución de la angustia y del dolor por un rescate del pasado que trasciende la propia circunstancia» (página 247 en «Poetas en dos continentes», in El destierro español a América, un trasvase cultural).

El exilio de los maestros hizo que los jóvenes poetas de la España de posguerra se encontraran sin mentores o se vieran condenados a buscar sus enlaces con la modernidad a través de ediciones que entraban clandestinamente o a través de una presencia muy aparcelada en las revistas que aceptaban tomar riesgos.

En las zonas de destierro, la trayectoria de la poesía tiene muchos puntos comunes; pero al desarrollarse en un contexto con poco público no podía alcanzar los mismos logros, y acabó por desvincularse de la historia viva, salvo en algunos casos muy contados, ya rescatados o en vías de serlo. El caso del exilio francés tiene una particularidad que no se produjo en otros países de asilo: fue la estancia en los campos de concentración que marca un primer momento, breve, pero sumamente humillante y dolido. La verdad es que muchos intelectuales escaparon de esta etapa infamante (estuvieron en Saint-Cyprien Juan Gil-Albert, Rafael Dieste, Arturo Serrano Plaja, Ramón Gaya, Antonio Sánchez Barbudo, o sea casi todo el grupo directivo de la revista Hora de España; fue arrancado de los campos de concentración gracias a la mediación de Jean Richard Bloch y Jean Camp).

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La primera etapa que podríamos llamar etapa de desarraigo (1939-1949/50) tiene varios caminos que corren paralelos cronológicamente; pero configuran discursos poéticos muy dispares según la situación material, moral e ideológica de los autores:

- La postura de confinamiento (1939-1942) dio lugar a una actividad cultural que se planteaba la conservación de una cohesión social e ideológica. El caso más interesante (y ese fue el ejemplo que cristaliza toda la ambigüedad de las autoridades francesas frente a los refugiados) es el de Max Aub, que enfoca con alto grado los efectos demoledores de la persecución en su Diario de Djelfa. Pero la arenosis tuvo sus poetas testimoniales como el asturiano Celso Amieva con Almohada en la arena y Luis Bazal, con Vaso de lágrimas (cito sólo los libros que he podido manejar).

- La postura de ausencias y nostalgias (1939-1944) corre paralela para quienes no estuvieron en los campos de concentración. Se refugian en las esferas de la intimidad familiar, cuando ésta es posible, o en las desesperanzas de la separación. La mayoría de los poemas de Quiroga Pla con Morir al día ilustran la primera tendencia; la otra sería la de Antonio Otero Seco con Ausencia (libro aún inédito). La otra vertiente integra una forma de ensimismamiento y entrega a Dios: es el caso de Serrano Plaja y su Galope de la suerte que no hace sino recordar lo que sucederá en España con Hijos de la ira de Dámaso Alonso.

- La postura de resistencia y espera (1942-1950) caracteriza las más veces una escritura de compromiso que prolonga la poesía épica de la guerra que se siente reactivada con las luchas de los guerrilleros frente a las tropas de ocupación. Otra vez, Celso Amieva con Los versos del maquis; «La complainte pour José Vitini» de Jacinto Luis Guereña, y Poema del dolor y de la sonrisa de España. Escribió también sobre Vitini, Juan Miguel Romá («Romance del teniente coronel José Vitini»). El exilio francés plantea un caso diferenciador del transtierro hacia la América hispánica, que permitía la conservación de la lengua. Las perspectivas eran mucho más estrechas en Francia, por la ausencia de público, especialmente durante los años de la ocupación alemana, la cual condenaba al silencio. Esa situación cambió con la Liberación y la vuelta a la normalidad de la vida civil. En ese ambiente, se notarán los tanteos de un Jacinto Luis Guereña al publicar en francés cuatro «plaquettes» bajo el membrete de la editorial Méduse, nombre de la revista que él lanzó en 1947, con el significativo subtítulo de Frente de las letras hispano-francesas.

La segunda etapa de desilusión y superación (1949/50-1975), la más larga e interesante desde el punto de vista de la creación, se inicia cuando Francia y la España franquista normalizan sus relaciones. Está claro que el retorno se ha vuelto imposible. En los inicios del 60 surgen nuevos escollos: el foso se ha ahondado entre los exiliados y los españoles del interior que no se reconocen a través del franquismo y esos mismos exiliados tienen que encararse con las nuevas generaciones nacidas en el exilio que no se sienten involucradas en el trágico destino de la República. La fecha clave será la del 61; corresponde muy significativamente a la creación en París de la editorial Ruedo Ibérico. Así se injerta en el tronco primitivo   —274→   del exilio del 39 un llamado «segundo exilio» que no puede entrar en nuestras consideraciones porque no es un exilio cultural masivo.

Entonces, los «primitivos» sufren un cambio de rumbo con el resultado de que algunos lograron ser rescatados del olvido. Llega el momento en que tienen que aceptar su condición de exiliado o sea la necesidad de forjarse una nueva identidad poemática, si nos limitamos a este campo. Desde Francia son pocos (destaca el caso de Jacinto Luis Guereña que a partir de 1971 es editado en España); de la orilla americana la nómina es más larga si incluimos los que tenían fama asentada antes de salir de España. Pero entre los rescates más interesantes están los nombres editados en la significativa colección «Memoria rota» de la editorial barcelonesa Anthropos: Rafael Dieste, Andújar, Herrera Petere y Juan Rejano. Habría que completar la lista con Giner de los Ríos, Tomás Segovia, Enrique de Rivas y un largo etcétera. Las lagunas existentes fueron sugeridas en la ponencia de Josefa Báez Ramos. Dejo de lado a los diaspóricos, que constituyen un grupo desgajado del tronco del exilio (Susana Rivera se ha ocupado de ellos al reunir una selección muy representativa en su antología Última voz del exilio, Hiperión, 1990).

La segunda etapa es la más original desde el punto de vista creativo. Llega el tiempo en que el exilio se mira a sí mismo, se cuela en sus adentros en busca no tanto de lo perdido sino de una identidad pasada por las aguas del Leteo. Frente a la experiencia exílica, Francisco Caudet hacía observar en «Dialogizar el exilio» que el artista se encara con una paradoja: la pérdida de las raíces puede abrir al mundo, a los demás, o dicho de otro modo la renuncia a la utopía se convierte en nuevo avatar de la esperanza; hay que volver a empezar una «poética sin utopía adolescente» (Michel Deguy). Este tema ha sido planteado por Armando López Castro, el jueves por la tarde, al comentar la experiencia exílica de María Zambrano, o sea una visión claramente positiva de una superación de la soledad, de la angustia, de la impotencia muy alejada de la crisis existencial que afecta a algunos poetas del interior como a Dámaso Alonso, por poner un ejemplo conocido.

Otra cuestión. ¿Se termina la poesía del exilio con la histórica fecha de 1978? La respuesta es complicada porque los modelos literarios no obedecen a los cambios de régimen político de manera mecánica. El cambio de rumbo de los inicios del sesenta me parece muy significativo de manera global, porque muchas voces habían alcanzado la madurez, a la par que se deshacían de una poética de grupo (cónfer Jaime Gil de Biedma). Desde luego, el historiador de la literatura ha de distinguir entre las obras significativas y el aluvión de impresos que puede surgir a destiempo pero con un carácter meramente epigónico. ¿Qué pensar de un poemario de Juan Muñoz Frías (Desde mi exilio, 1998) que reúne poemas escritos entre 1945 y 1997 o de Juan Ignacio Ferreras con El libro del exilio (1960-1968)? Si el primero tiene un itinerario de militante, desde combatiente de la República hasta sindicalista de la CGT francesa, el segundo tiene una extracción social muy distinta, la del intelectual que se dedicó a la docencia. Ambos libros hoy parecen muy descentrados con vistas a las estéticas dominantes. Pero el fenómeno puede interesar al sociólogo de la cultura o al historiador a secas, si lo que se enfoca es el «deber de memoria».

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Última observación. Pese a su dispersión geográfica, la poesía del exilio español no puede ser considerada de manera autónoma sino en relación con la poesía de ambas orillas (exterior/interior), ya que hubo contactos. De modo que el marco idóneo más objetivo para estudiar este campo de la literatura española bien podría ser el que señaló hace tiempo ya Germán Gullón al hablar de las tres corrientes de la literatura de posguerra: la oficial, la del exilio, la de «resistencias». Pongo el último concepto entre comillas y en plural para indicar que esta vertiente no puede limitarse a lo que fue el grupo de oposición -en el sentido político de la palabra («los poetas sociales» y la canción de protesta)- sino que integra legítimamente grupos marginados cuya relevancia fue reconocida con mucha posterioridad (el grupo Cántico de Córdoba o el grupo Claraboya de León). Desde luego se podría matizar hablando en este caso de «disonancias» y reservando el concepto de «resistencia» para quienes lo fueron stricto sensu. Uno de los actores de un acercamiento entre los poetas de ambas orillas fue Manuel Andújar cuando lanzó la revista Diálogo de las dos Españas. La tentativa levantó polémicas, pero la mayoría de las veces eran dictadas por las ideologías en pugna, y no tomaron en cuenta el trasfondo estético, ni la cuestión, para mí esencial, ¿cómo asumir en tales circunstancias el reto a la modernidad poética? A los historiadores de la literatura les toca aclarar este interrogante.