Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice
Abajo

El personaje en el teatro de tema histórico de Juan de la Cueva

Juan Matas Caballero


Universidad de León



Previo al análisis que se anuncia, tal vez sea necesario determinar el segundo concepto del enunciado que encabeza esta comunicación y que fijará nuestro campo de trabajo. La crítica ha venido manteniendo, de manera casi unánime, una misma clasificación de las catorce piezas teatrales de Juan -de la Cueva1 cuya aceptación nos lleva a fijar nuestra atención en el estudio de la caracterización de los personajes de las obras de tema histórico nacional. A renglón seguido, conviene matizar que no es nuestro propósito realizar un pormenorizado estudio de cada uno de los personajes que aparecen en las mencionadas piezas dramáticas-cuenta habida de que su extensión sobrepasaría con creces los límites a los que debe someterse esta comunicación-, sino que, más modestamente, nuestro contento se reduciría al ofrecimiento de unas pinceladas genéricas que permitieran trazar los perfiles que caracterizan a los personajes del teatro de tema histórico de Juan de la Cueva.

Una vez aclarado el objetivo de nuestra comunicación -a la par que se ha entonado la consabida y tópica, pero no insincera, palinodia-, conviene recordar que la mención especial y la óptima valoración que la crítica, ya desde don Ramón Menéndez Pidal2, ha ofrecido de la dramaturgia de Juan de la Cueva se debió, en gran medida, a su acercamiento a las grandes leyendas nacionales y a la historia reciente para la creación de su teatro. El propio autor sevillano fue consciente, ya en su tiempo, del valor de los romances como depósito argumental y de la importancia de las comedias históricas3. Y, tal vez, su autocomplacencia por haber explotado la historia como fuente argumental, lo llevó a creer erróneamente que había sido el primero en introducir reyes (y dioses) en la escena española:


A mí me culpan de que fui el primero
que reyes i deidades di al tablado,
de las comedias traspassando el fuero4.

Pero, más allá del desacierto cifrado en la comprensible ufanía de considerarse el iniciador de una práctica novedosa, lo que nos interesa resaltar es el hecho en sí de haber convertido las tablas en una pasarela por la que desfilaron algunos de los más genuinos héroes épicos y reyes hispánicos. En la frecuencia y en la variedad de tales apariciones se halla, en gran medida, la importancia de la empresa5, no tanto porque el escenario se llenara de capas descoloridas y raídas, de abolladas coronas y mutiladas espadas, sino porque éstas debían recuperar sus brillos y originarias pátinas, recobrando, gracias al brío de sus legendarios caracteres, una nueva vida, cuyas voces ilustraran el presente histórico de cuantos presenciaban -veían o leían- las vivificadas anécdotas históricas. En definitiva, a nuestro juicio, en el tratamiento de los legendarios personajes se cifra, en gran medida, la clave del éxito y del «fracaso» del teatro de tema histórico de nuestro autor.

La crítica ha venido sugiriendo algunas de las diversas causas que pudieron conducir a Juan de la Cueva a la escenificación de los grandes hechos de la historia española y de sus legendarias hazañas. Probablemente, la búsqueda de la aceptación «popular» de sus espectáculos teatrales fuera uno de los motivos que le hiciera incorporar la historia a su repertorio dramático, pues el espectador culto -y no necesariamente tan docto- conocía de antemano -bien por su estudio, bien por la constante evocación de la tradición folclórica- aquellos renombrados acontecimientos, y su identificación en las tablas debía de provocarle cierto regusto, aunque sólo fuera por el sentimiento de complicidad que tácitamente sintiera con el escenario.

Pero Juan de la Cueva actuaba desde la privilegiada trinchera del hombre culto, del humanista del Renacimiento, cuyo hedonismo se cifraba siempre a través de la doctrina6. La dicotomía horaciana del utile dulci se resolvía siempre en su caso -como era habitual en su época-7, a favor del primer término8, de manera que su acercamiento a la leyenda viva y a la historia, lejana y reciente, nunca se produjo de una forma neutra ni fría, pues nuestro dramaturgo, en su afán doctrinal, se había permitido utilizar dichas fuentes como un vehículo de penetración en la conciencia del espectador, para proponerle, gracias a la complicidad surgida a raíz de la escenificación del reconocido pasado, una reflexión sobre su propio presente, cuyo planteamiento de forma directa hubiera sido imposible. La veracidad de esta hipótesis ratificaría la instrumentalización política y ética que algunos críticos creyeron ver en el teatro de Juan de la Cueva9.

Pero, incluso al margen del probable valor propagandístico del teatro de Cueva, lo cierto es que el autor sevillano hizo especial hincapié en la dramatización del episodio legendario o histórico enfatizando sobremanera el carácter doctrinal que, desde su perspectiva, debía emanar de la representación de tales sucesos. El absoluto predominio de la función doctrinal sobre la hedonista en la concepción -y en la práctica- dramática de Cueva afectó, sin duda, a todos los elementos que forman parte de su construcción teatral y, de un modo especial, a los personajes, cuya adaptación y sometimiento a unos planteamientos radicalmente externos a la anécdota o leyenda histórica en sí misma -pues fueron impuestos desde la perspectiva del propio dramaturgo- terminó por abocetarnos y perfilarnos unos caracteres que no se correspondían esencialmente con la historia que se pretendía representar; más aún, tales personajes adolecían de toda una gama de vicios y defectos que terminaban no sólo por alejarse completamente de las figuras históricas que pretendían evocar, sino por arruinar la coherencia de su propia caracterización. La simplicidad, el anacronismo, la inverosimilitud de los personajes del teatro de tema histórico, entre otros rasgos fallidos, no son sino el fruto de la actuación maniquea que exigía el afán didáctico y moralizante de su creador. Veamos, pues, cómo Juan de la Cueva, actuando más allá de la anécdota legendaria o histórica, somete la caracterización de sus personajes a la dependencia de una concreta exposición didáctica, a la asunción de un nítido mensaje ético, religioso o político.

La comedia del rey don Sancho nos plantea, de una forma dramática dualista, el problema ideológico de la relación entre la fuerza y la justicia. El dramaturgo nos ofrece una lucubración de corte maquiavélico de la relación entre política y ética. La disputa sobre la herencia territorial, que es el conflicto de fondo, se cifra en torno a dos posibles opciones: mediante la proeza individual (asesinato, desafío, duelo), o mediante la fuerza militar (sitio y defensa). Sin duda, el dramaturgo se permite actuar sobre la historia para presentarnos, de manera más genérica, un planteamiento moral en su obra: las pasiones humanas deben ser gobernadas y controladas, sometidas siempre a la justicia.

El rey don Sancho, personaje central de la obra, aparece obsesionado con la idea de conquistar Zamora, y está dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir su propósito. Su locura por dominarlo todo y por tener más poder le hace actuar de forma irreflexiva e instintiva, pretendiendo someter todo por la fuerza al margen del dictado de la justicia10. Desde la perspectiva moral propuesta por el dramaturgo, dicha actuación debía ser castigada, de ahí el ajusticiamiento del rey.

El Cid, que aparece por primera vez en la escena española, es un personaje que muestra el conflicto entre su obligación de obedecer al rey y su propio pensamiento que desaprueba las pretensiones y la actuación de su señor. El papel del Cid representa simbólicamente una dicotomía (que también veremos en la comedia de La libertad de España por Bernardo del Carpio): fidelidad ciega al monarca frente a la libertad individual de seguir el dictado de la propia conciencia. Una dualidad que se inclina siempre a favor del primer término, puesto que el Cid mantiene siempre su fidelidad al rey: «Haz lo que gusto te diere, / Suceda qual sucediere, / Sea justo, o sin razón» (p. 25). Una fidelidad que no es ciega, no obstante, puesto que el Cid se permite aconsejar al rey que desista de su empeño de asolar Zamora, y le manifiesta su indisponibilidad para tal propósito:


Pero quierote avisar
Que aunque no podré dexarte.
Tampoco podré ayudarte
Ni contra Çamora estar.


(p. 25)                


La actuación del Cid coincide con la de un leal servidor, pero no con la de un súbdito que se identifica plenamente con el código de valores y las pretensiones de su monarca. De hecho, incluso parece más un árbitro, un juez que pretende sobre todo hacer justicia: no ratificando la ambición ni la acción de su señor, y pidiendo justicia por el magnicidio cometido. Es el único personaje con humildad que se muestra en el fiel de la balanza -leal a su rey, aun conociendo sus tropelías, y respetuoso vasallo de la hermana («enemiga») de su rey, a la que llama «mi señora»-, lo que le permite no sólo salir ileso del conflicto, sino erigirse en el justo árbitro que origina la derecha solución.

Doña Urraca también nos ofrece una interesante mezcla entre su función política y su afectividad o sentimiento personal. Pero la base de su teatralidad radica en su disposición a resistirse a los fines de don Sancho: «No se la pienso entregar, / Sino morir en Çamora» (p. 19).

Tres personajes de la obra -Vellido Dolfos, Diego Ordóñez y Arias Gonzalo- asumen también una significación doctrinal, pues representan la inutilidad de las soluciones individuales a los problemas colectivos. Sus actuaciones reflejan, por otra parte, una evidente soberbia que debía quedar sometida a la justicia poética; de ahí el castigo final que padecen11.

En la tragedia de Los siete infantes de Lara, más que una lección doctrinal dirigida al aspecto más social del hombre, nos encontramos con la recreación de un discurso ético sobre el tema de la traición y de la venganza y la ejemplaridad moral que el suceso escenificado proyecta en el individuo. Pero se observa también, aunque sea tímidamente, un planteamiento del conflicto socio-político y religioso entre el cristiano y el moro. El dramaturgo sevillano demostraba de nuevo su agudeza al recurrir a una anécdota histórica que le permitía dramatizar, por un lado, las universales y eternas preocupaciones y anhelos del hombre (la traición y la venganza, el amor, la religión, la ambición, etc.) y, por otro, la proyección de esa escenificación en un momento histórico en el que estaba muy presente en el recuerdo la reciente -en 1568-1571- insurrección de los moriscos en las Alpujarras granadinas, por lo que el público debía de mostrarse especialmente conmovido al presenciar una obra que recreaba muchos aspectos que incidían en su sensibilidad.

Almanzor es presentado con la imagen de un hombre con una paradójica mezcla de innecesaria crueldad y de generosidad de espíritu. Se muestra absolutamente cruel al presentar las cabezas de los siete infantes de Lara a su padre, y lo vemos generoso al alabar la virtud y valentía de los siete desdichados:


Rara virtud y eroyca valentia.
Hazaña digna de inmortal memoria.
Que esculpida estará en el alma mia.
Aunque en mi daño, su onorosa historia.


(p. 107)                


Por otra parte, encarna simbólicamente la crítica sociológica de carácter religioso.

Gonzalo Bustos es presentado por Cueva como un gentilhombre enamorado, y como un perfecto caballero del Renacimiento. Representa también el comportamiento prudente propio del carácter senil, y la encarnación de la fe cristiana, pues fue el que convenció a Mudarra a la conversión:


Quiero solo demandarte
Como padre, y no rehuyas.
Que dexes las setas tuyas
Por la ley que á de salvarte


(p. 141)                


Mudarra representa el ímpetu temerario e irreflexivo de la juventud. Aparece dominado por un deseo de venganza; pero también es el hijo obediente que, para satisfacer a su padre, no duda en convertirse a su religión. Así, logra encarnar la imagen de un mensajero divino que castiga a los traidores con mano inexorable y justiciera:


Excelso hazedor de cielo y tierra.
Divino Dios, tu ayuda pido agora,
Para vengarme en el traydor que atierra
Mi contento, con diestra vengadora.


(p. 148)                


Ruy Velázquez representa la flaqueza del viejo desleal, ambicioso y perjuro, que no siente fe ni temor de Dios, y cuya cobardía lo lleva a la muerte sin defenderse:


Seguro tiempo y diestro agüero llevo;
De mi maldad redimo el cruel castigo
Que me estimula, por quien no me atrevo
Sustentar la batalla al enemigo.


(p. 148)                


En la comedia de La libertad de España por Bernardo del Carpio también observamos un planteamiento teórico sobre el papel y la función del rey: el monarca incumple con su deber de velar por los intereses de la republica cuando, obsesionado porque su trono sería heredado por el hijo «bastardo» que tuvo su hermana Jimena con Saldaña, decidió entregar su país al ejército de Carlomagno. El héroe épico Bernardo del Carpio liberará al país de la invasión francesa, y el rey, arrepentido de su error, le ayudará en la empresa. En líneas generales, puede afirmarse que la excesiva dependencia de la lección moral impide una buena caracterización de los personajes, ya que se somete al planteamiento del tema de la realeza, del honor y del orgullo nacional12.

El rey don Alonso es presentado como un rey obsesionado de forma paranoica con la posibilidad de que su trono fuera heredado por un hijo «bastardo». Identifica dicha obsesión con una causa digna de su obligación como monarca, y a partir de ahí se nos muestra como un rey injusto, cruel y despiadado. Su actuación para evitar lo que él cree una deshonra, lejos de ajustarse al derecho o la razón, se convierte en la provocación de un problema mucho más grave, pues traiciona a su pueblo. Lo que interesa, finalmente, es cómo el rey reconoce su error y pretende subsanarlo. Al fin y al cabo, el dramaturgo quería presentar al rey como una figura sagrada y digna de veneración.

Bernardo del Carpio es presentado como héroe épico, pero no está bien caracterizado: se trata de un personaje absolutamente plano, que carece de matices y que ha sido puesto en la escena para cumplir exclusivamente su misión libertadora. Se nos muestra como la encarnación de la más alta expresión del orgullo nacional:


España triunfa, Francia se retira.
Llorando todo su valor perdido;
España queda libre, y vitoriosa
De la nación del mundo más famosa.


(p. 211)                


Tibalte refleja el conflicto entre el deber de la obediencia ciega a su rey y el deseo de seguir fiel a su amistad hacia el Conde de Saldaña. Se inclina al final a favor del primer término de la dicotomía, ejemplificando así la lección doctrinal de la ciega obediencia al rey (del mismo modo que actuó el Cid en la comedia del Reto de Zamora):


Mas ¡ay, qué ciego aviso!
Que no está en querer yo librar al Conde;
Porque deve ser hecho
Lo que a tuerto o a derecho
El Rey manda, y no ay lugar a donde
Se absconda el que traspassa lo que ordena,
Y en ley no corresponde
A su lealtad, y obliga se a la pena.


(p. 166)                


En la Comedia del saco de Roma se acercó Juan de la Cueva, por primera y única vez, a un asunto de la historia contemporánea, tan reciente que aún podía estar en el recuerdo de los espectadores más viejos de la pieza teatral, y de los más jóvenes que podían haber oído su relación. El mensaje que persiguió el dramaturgo con esta obra parece obvio: no se trata de una lección moral o política al uso, sino de la sencilla y maniquea exaltación de dos valores para la España de su tiempo: el patriotismo y el catolicismo13 . El autor sevillano quiso que el espectador vibrara, por un lado, con la exaltación del carácter valiente y vencedor de los españoles y, por otro, con el correcto y ardiente catolicismo de los primeros frente al insano luteranismo de los segundos. Tal vez sea la obra en la que más evidente resulta el maniqueísmo y la manipulación de la anécdota histórica por parte del dramaturgo sevillano, quien no duda en acomodarla a sus fines hasta un extremo ridículo e inverosímil.

Puede decirse que todos los elementos integrantes de esta pieza teatral están supeditados a su contenido doctrinal o, mejor aún, a la clara función propagandística que asume. Atendiendo al aspecto que nos interesa, podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que en esta obra ni tan siquiera nos encontramos con unos personajes mínimamente caracterizados, sino ante papeles que encarnan y simbolizan los dos sistemas de valores ensalzados: patriotismo español y catolicismo. Los caracteres son totalmente planos y se reducen a cumplir funciones simbólicas con el fin de que el público captara rápidamente, sin esfuerzo, el mensaje que encarnaban.

Resulta curioso cómo no se destaca ningún carácter de manera individual, sino que habría que hablar de un personaje colectivo, representado, no por los generales, y ni tan siquiera por el emperador Carlos V, sino por los soldados rasos -Avendaño, Escalona y Farias- que encarnan los valores ya comentados -patriotismo, catolicismo, valor, caballerosidad-.

Conviene aludir a la presencia en escena del mismo emperador Carlos V, lo que suponía una novedad importante en la época. El significado político parece evidente, pues su elogiosa evocación supone una tácita censura a la figura del rey Felipe II. Se trata, no obstante, de una aparición innecesaria para la exposición de la tesis del dramaturgo, pero no su presencia en las tablas, que reafirma, por un lado, el carácter histórico de la anécdota y, por otro, aumenta la teatralidad y refuerza la finalidad propagandística de la pieza teatral14.

El total sometimiento de los personajes del teatro de tema histórico a la lección doctrinal -y, en líneas generales, el absoluto predominio de las res sobre las verba- incidió de manera decisiva en la creación de unos caracteres carentes de la más mínima complejidad psicológica. En las obras de Cueva nos encontramos ante unos seres totalmente planos, que adolecen de falta de intimidad e, incluso, de vida privada, y toda su personalidad se reduce a su actuación y comportamiento externo sin revelarnos -salvo en contadísimas excepciones- sus pensamientos o sentimientos. La necesidad de que el contenido y su carga didáctica fueran claros exigía que los personajes se redujeran casi exclusivamente a un sentido simbólico. De hecho, nos encontramos, no ante personajes históricos o legendarios que tienen la imagen y los rasgos peculiares legados por las crónicas y por la tradición romanceril, sino ante máscaras, papeles que, al margen de su trascendencia histórica y legendaria, asumen una caracterización concreta, que fácilmente podría haber sido encarnada por cualquier personaje inventado por el dramaturgo, independientemente también de la anécdota pseudohistórica que se representa. Así, los personajes del teatro de tema histórico de Cueva terminan por asumir una simple, genérica e impersonal caracterización que incluso se podría reducir a unas definidoras y simbólicas asociaciones.

En la Comedia del rey don Sancho, su figura principal, don Sancho, quedaría retratado como ambicioso, impulsivo, cruel, injusto, arrogante y desequilibrado por su obsesión. El Cid: fiel, prudente, juicioso y coherente, simboliza el conflicto entre la obediencia a su rey y su propio pensamiento. Doña Urraca: de ánimo viril, es partidaria de la justicia en defensa de su patria. Vellido Dolfos: desde una doble perspectiva, puede valorarse como traidor cobarde o heroico.

En Los siete infantes de Lara, vemos cómo los personajes más importantes pueden quedar caracterizados de la siguiente manera: Almanzor: paradójica mezcla entre la crueldad y la generosidad de un gentilhombre. Gonzalo Bustos: gentilhombre, prudente y juicioso. Ruy Velázquez: traidor y cobarde. Mudarra: joven e impulsivo vengador.

La simbólica caracterización de los personajes más significativos de la comedia La libertad de España por Bernardo del Carpio sería así: Rey don Alonso: rey cruel, desequilibrado por una obsesión; traidor arrepentido. Bernardo del Carpio: héroe patriótico y libertador. Tibalte: refleja el conflicto entre la obediencia al rey y su fidelidad a la amistad.

Pero estas simbólicas asociaciones todavía podrían reducirse a tres papeles fundamentales, en los que terminarían por incluirse los principales personajes del teatro de tema histórico de Cueva, atendiendo a su funcionalidad dramática:

A) El rey: don Sancho (y doña Urraca), don Alonso (Jimena y Saldaña), Almanzor (caudillo) y los (infantes y G. Bustos) de Lara, y Carlos V (Emperador). Son los personajes de condición social y rango más elevado, y protagonizan, padecen o se ven afectados -ellos o lo que representan- por el conflicto desde su gestación hasta su desenlace.

B) El traidor: Vellido Dolfos, Ruy Velázquez y doña Lambra, y los soldados alemanes en El saco de Roma. También actúan como traidores los reyes don Sancho (incumple su propia palabra al no respetar la voluntad de su padre y traiciona a su hermana; a su vez fue traicionado por Vellido Dolfos) y don Alonso (traiciona a su familia -y, por lo tanto, también a la monarquía-y a su país). Los personajes incluidos en este grupo son los causantes directos que originan el conflicto planteado en la obra.

C) El libertador (Bernardo del Carpio), vengador (Mudarra) o consejero (Cid), y una mezcla de libertador y vengador la representarían los soldados españoles de El saco de Roma. De los personajes de este grupo emana la solución a los conflictos planteados.

El ciclo de la acción teatral se pone en funcionamiento y se cierra con la intervención, casi ordenada, de los tres papeles diferentes de las distintas piezas dramáticas, al margen de la incidencia de otros personajes de menor protagonismo en las respectivas obras.

La simpleza de los personajes del teatro de Juan de la Cueva se evidencia cuando estas figuras cambian, se transforman de manera absoluta, sin previa explicación y sin que se nos haya mostrado una paulatina evolución en sus pensamientos que incidan, a su vez, en sus actuaciones. Así observamos cómo el rey don Alonso pasó de repudiar y odiar mortalmente a Bernardo del Carpio, y de traicionar a su reino facilitando la conquista de Carlomagno, a ayudar al héroe épico a la expulsión del ejército extranjero, así como a admitir como legítimo heredero de su trono al que había considerado hijo bastardo; y todo ello sucede de forma rápida en la última jornada de la obra sin que se nos haya presentado ningún signo que permitiera entrever o que anunciara, siquiera simbólicamente, el cambio que se iba a producir. En la misma línea, carece de credibilidad la repentina conversión de Mudarra, quien abrazó la nueva fe cristiana por la simple petición de su padre; tampoco resulta más verosímil su absoluta frialdad para cumplir una venganza, al fin y al cabo, heredada.

Los inexplicados y repentinos giros copernicanos de los personajes, junto a los frecuentes y graves anacronismos que padecen, afectan a su verosimilitud que se resiente de manera notoria, hasta el extremo de creernos ante seres que han sacrificado su coherencia psicológica en beneficio de su funcionalidad escénica y finalidad didáctica convirtiéndose en caracteres extraños e, incluso, anormales. Lo cierto es que la inverosimilitud que muestran, en líneas generales, estos personajes de Juan de la Cueva termina por afectar también a su teatro de tema histórico que padece una grave ausencia de verosimilitud.

Estas actuaciones surgen de la necesidad del autor de conducir a los personajes a las situaciones límite que faciliten la construcción de su discurso ético o político y, por lo tanto, evidencian que los personajes están construidos desde fuera de una concepción de la vida humana y están condenados a no alcanzar ni categoría de personas ni verdad dramática. De esa imposición externa, desde la conciencia del autor teatral, de los rasgos caracteriológicos de los personajes surge el anacronismo que padecen no pocas figuras del teatro de tema histórico de Cueva. Es cierto que muchos personajes reproducen el código de valores, la ideología y el pensamiento de la época del propio dramaturgo en lugar de reflejar aquellos que pertenecen a la época recreada en la ficción teatral15. A mi juicio, no se trata de un anacronismo que surge de forma inconsciente y que se ha deslizado en las tablas por un error de nuestro dramaturgo. Más bien, se me antoja que el anacronismo que padecen algunos personajes ha sido fruto de una opción consciente del autor sevillano, quien se ha visto obligado a incorporarlo por el deseo de conseguir una óptima exposición del discurso doctrinal de sus obras, tanto por la obtención de una mayor coherencia interna en su función didáctica, como en una mayor capacidad de penetración en el público que, de esta forma, supera más fácilmente la distancia temporal que lo separa de la época recreada, al sentir como propios los valores, pensamientos y comportamientos que ve en las tablas.

Así, observamos cómo el Cid se nos muestra -como vimos- como un personaje moderado y prudente, que ha cambiado su aureola de legendario héroe épico por la imagen de un gentilhombre, juicioso y político, y de un hidalgo del honor de acuerdo con la imagen de un hombre de la época de Cueva:


Claros varones, viendo la sangrienta
Batalla entre Don Diego, que a retado
A Çamora, y teniendo bien en cuenta
Todo lo que sobre ello a resultado,
Fallamos por lo visto que sea esenta
Çamora, y a don Diego le sea dado
Nombre de vencedor, y assi, acordamos
Lo dicho, y por acuerdo lo firmamos.
Y tú, a quien Çamora dignamente
Embió a cobrar su clara fama,
Te buelve a tu reposo, qu' es decente
Admitir el descanso que te llama;
Que ya la pura luz que da el Oriente
Nos falta, y por el mundo se derrama
La obscura sombra, y con aquesto iremos
A descansar, y fin a todo demos.


(p. 53)                


En la misma línea, A. Hermenegildo había señalado, sobre la tragedia de Los siete infantes de Lara, que «ninguna de las figuras ha sido resucitada por Cueva tal como la pintaba la tradición, sino revestidas con sentimientos e ideas del siglo XVI»16. De hecho, Almanzor se nos presenta como un personaje de claro refinamiento novelesco con los rasgos de orgullo y nobleza propios del poderoso caballero del Renacimiento, que manifiesta conceptos elevados y nobles. Y Gonzalo Bustos participa también de los ideales de Almanzor, pues, el dramaturgo, lejos de reflejarlo como en la tradición, como un hombre furioso y desesperado que siente el amor como un fuego salvaje, lo presenta como a un gentilhombre enamorado, y sigue, igual que Zaida, las pautas comunes de los amantes que protagonizan la ficción sentimental de la literatura renacentista, sucediéndose en su relación amorosa los conocidos topoi amorosos:

G. BUSTOS:
Hermosa Çaida, luz mia.
Vida del alma que os ama,
Dulce aliento de la llama
Que mi coraçón ardia:
¿Qué hazeis, en qué pensays,
Que os veo descolorida,
Triste, confusa, afligida
y en lugar do nunca estays?.
ZAIDA:
Regalo de mi tormento,
Consuelo de mis enojos,
Luz de mis captivos ojos,
Premio de mi pensamiento,
Estar triste y congoxada.
Sin color y en tal lugar,
¿Qué me lo puede causar
Sino ser de ti dexada?
[...]
Porque ver que assi te alexas
Estando mi vida en ti.
Siguiendo te el alma assi
El cuerpo sin alma dexas.

(pp. 128-129)                


En La libertad de España por Bernardo del Carpio también nos resulta anacrónico el héroe épico, que, lejos de encarnar al protagonista impetuoso e insolente de los romances, se nos presenta como un digno caballero de capa y espada de finales del siglo XVI, que muestra fidelidad a su rey, moderación en el uso de la palabra y preocupación por el honor de su familia y el de su patria17:


Gran Señor, las razones que te é dado
Son poderosas de aplacar tu ira.
Pues ya su yerro tienen tan purgado,
Que al mundo espanta, y aun a ti te admira.
Sea me ¡o summo Rey! de ti otorgado
Este favor, y aparta si te aira
De ti alguna memoria, y considera
Que en tu clemencia su miseria espera.
Pongo te por delante la excelencia
De la benignidad, de Dios amada.
Quanto más resplandece en su presencia
Y quanto más que la crueldad le agrada.
Si esto es assi, tu gran manificencia
En lo que pido no me niegue nada.
Assi por imitar a Dios en esto.
Como porque te pido caso onesto.


(pp. 194-195)                


Como se ha visto, Juan de la Cueva ha sometido la caracterización de los personajes de su teatro de tema histórico a sus planteamientos teóricos y sus finalidades didácticas. Esta dependencia también llevó al dramaturgo a seleccionar a los personajes que mejor se acomodasen a sus pretensiones, aunque no siempre fueran los que le procuraran un mejor aprovechamiento dramático. Así, por ejemplo, en la comedia del Rey don Sancho resulta curioso que Cueva no hubiera dado un mayor protagonismo precisamente al personaje más legendario de la épica hispánica, el Cid, y que no hubiera enfatizado sus rasgos más novelescos. Nos hallamos ante un personaje secundario, excesivamente maduro y envejecido, más caracterizado por su prudencia y moderación, por su gravedad y agudeza política que por su fervor militar. Al dramaturgo le interesó más su capacidad mediadora, su imagen de fiel y justó consejero, que se acomodaba más a la tesis que defendía la comedia, a pesar de que tuvo que optar por sacrificar el brío y la teatralidad que su afamada conducta como héroe épico le hubiera reportado, en beneficio de un protagonista templado por su capacidad verbal, ofreciendo, eso sí, una imagen más original y menos trillada del Campeador. No obstante, el tratamiento que Cueva hizo del Cid fue un interesante precedente notablemente mejorado por Guillén de Castro, en Las mocedades del Cid, y por Lope de Vega, en Las almenas de Toro18.

Más curioso aún resulta el caso de Los siete infantes de Lara, pues en esta pieza, de forma un tanto extraña, el dramaturgo no se centró en las figuras de los personajes que le dan el título, ni en la venganza final de Mudarra. La obra transcurre paradójicamente en el tiempo intermedio entre la muerte y la venganza de los infantes, sin aprovechar las posibilidades dramáticas que se derivarían de ambos acontecimientos19. La exclusiva dependencia de nuestro autor de la lección doctrinal que se extrae del hecho en sí de la venganza, pudo ser la causa de que se contentase sólo con ofrecer un inverosímil y vertiginoso desenlace, en lugar de haberse recreado en la riqueza teatral inherente a la figura del converso vengador. De hecho, Lope de Vega, en El bastardo Mudarra, supo extraer toda la riqueza dramática que contenía la figura del héroe, cuyo nombre se incorpora incluso al título de la pieza, mientras se había visto reducida en la obra del sevillano a la última jornada20.

Estos dos ejemplos -a los que se podría haber sumado las figuras de Bernardo del Carpio y del Emperador Carlos V- demuestran cómo nuestro dramaturgo no siempre hizo una selección adecuada de los personajes, ni desarrolló precisamente los papeles dramáticos de aquellas figuras que hubieran enriquecido tanto la teatralidad de la obra como su contenido doctrinal. Los dos ejemplos anteriores demuestran claramente, además, cómo el autor sevillano reserva siempre para el final la aparición de los personajes que resuelven el conflicto planteado, desaprovechando la riqueza teatral que se hubiera derivado de una mayor presencia escénica de personajes legendarios como Bernardo del Carpio, Mudarra e, incluso, el propio Carlos V. La casi absoluta postergación de estos héroes es, a mi juicio, absolutamente perjudicial, ya que tampoco resuelve satisfactoriamente el final de sus obras, que, a la postre, resultan inverosímiles por la falta de una transición más ralentizada, que hubiera permitido una asimilación más racional de los giros y las transformaciones ocurridas, con lo que el propio mensaje ético o político que, en realidad, es lo que más interesaba a Cueva termina perdiendo las raíces con la propia obra teatral como algo que surge y emana de los propios acontecimientos. La ocultación de todo el desarrollo provoca que la lección doctrinal tenga que ser impuesta por el dramaturgo de una forma absolutamente independiente y externa a la propia obra.

Recapitulando, a modo de conclusión, podemos decir que Juan de la Cueva no consiguió crear, a partir de su inspiración en la historia reciente y lejana y en la tradición romanceril, grandes personajes de carácter épico que estuvieran a la altura de tales fuentes. El autor sevillano no supo aprovechar toda la riqueza dramática que tenían los héroes épicos y legendarios como el Cid, Mudarra, Bernardo del Carpio, ni logró captar sus cualidades y rasgos más genuinos21.

a) Se reducen a personajes-tipo, a figuras teatrales, «papeles», en el sentido dramático del término, elaborados según un sistema de convenciones artísticas, en el que destaca la sobrevaloración contenidista y doctrinal del teatro, que los alejan de los rasgos peculiares que deberían haber mostrado de acuerdo con su procedencia histórica y legendaria y con una concepción más hedonista del espectáculo teatral.

b) Sus personajes adolecen de una caracterización simple y plana y, lejos de ofrecer una interioridad y profundidad psicológica, se nos muestran con rasgos muy marcados que oscilan entre actitudes contradictorias y extremas, sin mediar una racional transición entre ambas.

c) No son personajes que hayan suplido su carencia de profundidad psicológica con la encarnación de valores humanos universales -con la excepción, quizás, de ciertos rasgos que simplifican y concretan su caracterización: la venganza, la traición, la ambición, el patriotismo, etc.-.

d) A veces, el dramaturgo no supo enfatizar precisamente sus cualidades y aspectos épicos que hubieran proporcionado una acción más climática y espectacular a su teatro.

e) En ocasiones, tampoco supo situarlos en los conflictos y momentos más climáticos de las anécdotas históricas o legendarias que pretendía teatralizar.

f) El acierto de la elección de estos personajes épicos se frustra por su caracterización, que se malogra, en gran medida, por su simpleza, excesiva acción y poca psicología, anacronismo y escasa verosimilitud.

En definitiva, Juan de la Cueva es un dramaturgo con ideas brillantes y con notables escenas, pero su teatro se desploma por la ausencia de una arquitectura dramática, por la falta de una concreción escénica y, evidentemente, por la mediocre caracterización de sus personajes.

Podemos afirmar, finalmente, que la caracterización de los personajes del teatro de tema histórico de Juan de la Cueva no refleja, desde un particular punto de vista, sino las mismas carencias que padece, desde una perspectiva general, su irregular construcción dramática.





 
Indice