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El viaje a Camelot de Bartolomé de Las Casas1

Beatriz Barrera Parrilla




Introducción

Nos cuentan los historiadores que los primeros que llegaron a conquistar las Indias fueron, por lo general, voluntarios con aspiraciones de ascenso social y con ideario cristiano medieval, gente de edad avanzada (relativamente y en el contexto de la época), cuya actividad tenía un claro referente en la regularización de las fronteras de la península ibérica durante las guerras entre moros y cristianos, en las que algunos incluso habían participado (De Solano 1988), lo que explica que también la conquista americana fuera muchas veces representada por sus más directos actores y relatores como una prolongación de la tradición castellana fronteriza, en la que luchar, poblar, cristianizar y ennoblecerse o santificarse habían sido conceptos simultáneos.

Si hiciéramos caso a Irving Leonard, la España del siglo XVI habría querido revivir lo medieval caballeresco en una extraña nostalgia del pasado. El distanciamiento de la realidad guerrera que se había ido produciendo desde la conquista de Granada se habría visto compensado por la imaginación legendaria, que actualizaba de algún modo las aventuras de antaño2.

La experiencia del Nuevo Mundo así como su representación se correspondieron no pocas veces con los modelos literarios más próximos a la narrativa de caballerías y con un imaginario en gran medida cortesano, afín a los gustos de la época (los cronistas se saben mejorados por la pluma además de por la espada). Un código de honor, unos modales, rituales, formalismos, ceremonial; se hacía imprescindible el embellecimiento de la vida a través de su reflejo, así como la afirmación de los poderosos mediante la ostentación renovada de sus símbolos. Los espejos de príncipes no son ajenos a este impulso: armas y letras reunidas concilian el pasado heroico con el refinamiento que da la prosperidad colonial del Mediterráneo a las Indias. Los nuevos héroes son héroes escritos, podríamos decir héroes de novela, y el espacio que los define es social y pulido. Gustaban a los príncipes las historias de caballeros, y las favorecían. También sedujeron éstas a parte de la Iglesia, no otra cosa explicaría mejor la configuración de la orden jesuita, caballería a lo divino, si bien al topar con la religión los capítulos de amores y las presencias femeninas podían verse menoscabadas y trastocados los placeres asociados a estos personajes3.

La relación de Bartolomé de las Casas en concreto con este universo referencial en auge no ha recibido de momento una especial atención por parte de los estudiosos. Tal vez el apresuramiento narrativo provocado por la urgencia de su mensaje haya contribuido a que nos cueste detenernos en unas imágenes que son descompuestas casi en el mismo instante en que las avistamos. Se nos da una especie de microrrelación veloz de cada reino que se destruye, una imagen tras otra, sin tregua, apenas alcanzamos a ver cómo eran los lugares y las gentes antes de ser arrasados, el retrato resulta esquemático. La velocidad de la representación transforma los referentes.

O ha quedado quizá ensombrecido el reflejo caballeresco por el ineludible dramatismo y violencia de sus descripciones y la poderosa iconografía infernal. La peculiaridad de la escritura de Las Casas imprime un carácter específico a los estudios sobre su obra y los orienta preferentemente al realismo, a una retórica extrema e hiperbólica, a su relación con el derecho indiano y la justicia, a un cristianismo arcaico (mansos corderos a merced de fieras, reyes pastores que ignoran cuanto está sucediendo) o a su aportación fundacional al mito del buen salvaje en sus orígenes.

La leyenda negra ha proyectado su sombra sobre las lecturas que se han hecho de la Brevísima relación de la destruición de las Indias, oscureciendo bajo una pátina merecida aquel cromatismo suave y cierta pincelada amable que también fue capaz de dibujar Las Casas.

Ese trasfondo de líneas armónicas casi subliminales evidencia referentes culturales cortesanos y un anhelo de orden y belleza; funciona, probablemente de forma inconsciente, como contrapunto del caos para hacer más dolorosa la pérdida de las Indias. El paraíso con cuya destrucción y despoblación padece el lector y con el que se humilla al príncipe se nos antoja en su descripción utópica más cercano al Camelot artúrico que al jardín edénico que aparecía en los Diarios de Colón. La interpretación idealizada de la sociedad indígena quisiera ser tal vez un espejo (o un aviso de la decadencia) de la corte española, amenazada por rufianes, infieles que sirven no ya al rey sino al mismísimo diablo, y no buscan el Grial sino un becerro de oro. Porque la población india que nos presenta Las Casas está organizada en reinos regidos por príncipes, no son ya en modo alguno las gentes dispersas sin gobierno que despertaran la codicia instantánea del Almirante.






1. La leyenda de los caballeros pardos

Pues sepa agora, Vuestra Santidad, en qué se exerquitaban los cavalleros andantes de Bretaña y su fortaleza: en defender las donzellas, amparar las biudas, ayudar a los pobres y espunar los tiranos, desfazer los tuertos y agravios que los malos hombres hazían, dar a cada uno lo que suyo era; no robavan, no tomavan parte de despojo y, si algunos malos lo contrario fazían, nunca carecían de enmienda; y si los matavan justo era que muriesen pues mal vivían porque los otros viviesen en paz, porque aquel que mata los malos por su maldad ministro es de Dios, si aquel poder tiene de quien lo mismo podía hazer como hazían los cavalleros de permisión de los reyes en otros tiempos; y no eran ende homicidas, porque en las armas lo que se reprehende es la codicia de señorear los robos, la poca piedad de los corazones, lo que muy pocas vezes se hallava en los tiempos passados en los otros cavalleros, mas antes dexar los señoríos y riquezas por seguir las armas y sobir a la virtud perdonando a los vencidos, derribando y apremiando a los sobervios, tomando por fundamento de sus proezas lo que dize Santo Augustín, que cerca de los católicos y amigos de Dios las batallas son muy justas, cuando por tener más paz, por constreñir y castigar los malos y levantar los apremiados mezquinos se hazen. Pues agora assí lo debe Vuestra Santidad de permitir, endemás en Bretaña que no tiene otras leyes en esto salvo esta costumbre que se guarda.


Juan Díaz: Lisuarte de Grecia, Sevilla, Cromberger, 1526                


Debemos principalmente a la maledicencia de Gonzalo Fernández de Oviedo el desarrollo literario del episodio lascasiano que Marcel Bataillon llamara «leyenda de los caballeros pardos» (Bataillon 1976:157-177) y que aquí recordamos. Dice Fernández de Oviedo en su Historia general y natural de las Indias de 1535 que cuando en 1519 Bartolomé de las Casas preparaba la realización de su proyecto de colonización pacífica en tierras de Cumaná, reclutó para su propósito a «muy pacífica e mansa gente de labradores, y apuestos tales haciéndolos nobles y caballeros de espuelas doradas». Se burla el historiador de que mientras Las Casas se hallaba en la península consiguiendo a sus pobladores inofensivos, los indios se rebelaron contra los españoles que ya estaban allí, masacrando a franciscanos y dominicos. «Y cuando llegó a la tierra con aquellos sus labradores, nuevos caballeros de espuelas doradas que él quería hacer, quiso su dicha y la de sus pardos mílites que halló al capitán Gonzalo de Ocampo», que ya había batallado con los rebeldes y nombrado el lugar como Toledo. Es conocida la reacción de Las Casas, que se dirige a la audiencia de Santo Domingo contra Ocampo, dejando en Cumaná a «algunos de los españoles que consigo trajo muy llenos de esperanza de la caballería nueva que les había prometido, con sendas cruces rojas, que en algo querían parecer a las que traen los caballeros de la Orden de Calatrava».

Bataillon estudió la trascendencia de este gesto de Las Casas de prometer nobleza y orden de caballería a los colonos que habrían de acompañarle a Cumaná. Después de quedar impreso en la obra de Fernández de Oviedo, reapareció en la Historia general de las Indias de Francisco López de Gómara, y se vio enriquecido poéticamente en el retrato del obispo de Chiapas que dejara Juan de Castellanos en su Elegía de varones ilustres. De esta obra pasaría la leyenda a la Historia de las guerras civiles del Perú y otros sucesos de las Indias de Pedro Gutiérrez de Santa Clara, siendo ya su difusión imparable.

El hecho de que la Historia de las Indias del propio Las Casas, donde se refuta y esclarece el asunto, permaneciera inédita hasta 1875 favoreció la fijación de la leyenda «de los caballeros pardos» como suceso histórico.

Al parecer, la promesa de hacer caballeros a los pobladores pacíficos de Cumaná responde a la realidad, si bien no serían éstos desde un principio los labradores recién venidos de la península, sino otros colonos ya instalados en las Antillas que les habrían precedido, con experiencia del entorno y más camino andado en el merecimiento de privilegios. La concesión de caballería a estos veteranos habría sido un intento de dignificación de la empresa colonial, tratándose así de inhibir codicias, abusos e indignidades impropios de la nobleza y minimizando el carácter mercantil del proyecto. Luego quedarían los campesinos nuevos en su lugar para consolidar el poblamiento. Por otra parte, el deseo de Las Casas, según él mismo nos dice, de que ostentaran sus hombres la cruz en el pecho blanco respondía a la voluntad de mostrar a los indios que los guiaban nobles propósitos; quería que así los distinguieran de los conquistadores (Borges 1990:107)4. Nunca llegaron a lucir esas ropas los pobladores de Cumaná; aunque sí lo hizo por un tiempo Las Casas, proporcionando con ello insana inspiración a sus enemigos cronistas.

La escena de los labradores efectivamente vestidos con los hábitos con la insignia de Calatrava resulta ser una recreación paródica de Fernández de Oviedo, que podría haberse originado, curiosamente, no tanto en una idea de Las Casas como en un fracaso de su propia historia personal, ya que Fernández de Oviedo, habiendo sido candidato a una concesión en Santa Marta, había reclamado cien hábitos de la orden de Santiago para sus acompañantes hidalgos, justificando esta petición con el argumento de que la calidad de las personas pertenecientes a esta orden redundaría en el buen gobierno de los indios, un mejor trato a ellos y una superior industria5. No fue atendida la propuesta y Fernández de Oviedo se quedó sin ser gobernador vitalicio de Santa Marta. Este relato quedó sin editar varios siglos, y hoy lo podemos leer en la Historia de su protagonista principal, eso sí, insistiéndose en la distancia (que nos cuesta percibir) entre su propio planteamiento y el del fraile.

Hasta aquí agradecemos a Marcel Bataillon y también a Pedro Borges la oportuna revisión de los textos en busca de precisión histórica, aunque nos han preocupado además otros aspectos de la leyenda, los relacionados con un imaginario colectivo tal que propició que unos y otros agentes de la colonización aplicaran sin reparos el prestigio de las órdenes de caballería (precisamente en el momento más dorado de su recreación literaria) a un mismo propósito de captación de personal destinado a Ultramar. Atenderemos a ese imaginario y sus fuentes literarias más adelante.




2. La cortesía como argumento contra las ideas de «guerra justa» y «servidumbre natural»

Entre los argumentos que desarrolla la Brevísima para detener el despoblamiento violento del Nuevo Mundo nos interesa destacar uno: el dedicado a demostrar que los indios son humanos, es decir, participan de la humanitas, son civilizados y pacíficos, no salvajes ni rebeldes, lo cual llevaría a Las Casas y a sus lectores a concluir que la lucha de los españoles contra ellos no es una guerra justa ni son los originales de Indias «siervos a natura», como quiso, entre otros, su más famoso antagonista, Ginés de Sepúlveda6.

Si para el padre Vitoria ni Carlos V era dueño y soberano de las Indias ni el Papa tenía potestad sobre los infieles, Las Casas trataría de cumplir sus objetivos por una vía menos frontalmente opuesta al poder. Las leyes de Burgos (1512) ya habían reconocido la libertad de los indios y su derecho a un trato humano, pero establecían el sometimiento a los españoles para su conversión, es decir, que permitían la encomienda, si bien reglada de forma más cuidadosa7. Las Casas pretenderá entonces que los indios ya tienen un comportamiento cristiano, sólo que no son conscientes de ello, y se diría que hace uso de su autoridad religiosa en este punto para mostrar que los americanos originales no precisan intermediarios en sus relaciones con las instituciones españolas: ni con la Corona ni con según qué eclesiásticos. En la misma dirección actúa la parodia del requerimiento (Brevísima, 93), práctica que resulta más que nunca desubicada y brutal en un contexto en que los receptores del texto son, previamente a la llegada de los europeos, dueños de cortesía y modales8.

Así Las Casas no escatima en estrategias para desvalorizar el trabajo de los conquistadores: aprovechando la estela de los Diarios colombinos, se insiste en que los indios son pacientes y «fáciles de sujetar» (Brevísima, 75), huyen antes que recurrir a la violencia, son mansos. Sus armas son «juegos de cañas y aun de niños» (77), de modo que la desigualdad entre ellas y el arsenal de los españoles (desde la caballería y los perros a la impedimenta y todo tipo de espadas o cuchillería) impide cualquier consideración de guerra justa. El discurso lascasiano contra la esclavitud de los indios9 lo hemos leído como consecuencia de su convicción de estar asistiendo al desarrollo de una guerra injusta: si no hay derecho de guerra no pueden tomarse esclavos ni bienes como botín (de ahí que considere «todo aquello robado», 93-94).

Para sostener su intención Las Casas desarrolla, de forma complementaria a la descalificación de los conquistadores españoles, un retrato de los indios en el que una y otra vez son señores pero nunca guerreros. No se mencionan como tales los hombres que luchan, sus características los hacen aparecer como caballeros por su código de honor, pero como cortesanos antes que como militares. Las Casas nos ofrece relación de matanzas de casi exclusivamente civiles (como las de aquel tirano en Nicaragua «que no dejaba hombre ni mujer ni viejo ni niño con vida», 96): viejos, mujeres (doncellas, mujeres, embarazadas, hijas, y siempre presente el problema de la honra) y niños, muchos niños representando la escena bíblica de «la matanza de los inocentes» (en «De la isla Española», por ejemplo, 77). Los varones que se enfrentan a los herodes españoles actúan bajo la presión de circunstancias excepcionales y se justifica sobradamente su actitud, puesto que lo que provoca la guerra es la codicia de oro, siempre por parte de los españoles.

También se insiste en la búsqueda de ascenso social, en la ambición desmedida que provoca la ruptura del decoro y del orden establecido, Las Casas en sus retratos del nuevo rico ultramarino presenta a este tipo como factor fundamental de caos y desestructuración cósmica: «La causa porque han muerto y destruido tantas y tales y tan infinito número de ánimas los cristianos, ha sido solamente por tener por su fin último el oro y henchirse de riquezas en muy breves días, y subir a estados muy altos y sin proporción de sus personas» (75). Contrapuesta a esta anomalía encontramos la imagen ideal y naturalmente noble de los indios-caballeros, ejemplos de prudencia y mesura, que jamás rompen el decoro ni se violentan, ni atacan sin motivo, pero cuando es necesario se «ponen en armas» y defienden a sus damas, esos señores «muy varoniles y esforzados» (82) restauran el orden descompuesto por los malos cristianos. Algo tienen estos indios de cortesanos con disfraz pastoril, de falsos rústicos, discretos, de finos modales, que en realidad, viene a decirnos Las Casas, son gentes de alta cuna, lo mismo los varones que las mujeres, muertas antes que entregar su honra o faltar a sus esposos.




3. Materia de Bretaña en la Brevísima

Desde esta perspectiva de lectura que venimos planteando no resulta difícil identificar en cada pequeña relación de las que componen la Brevísima un patrón narrativo similar al de determinadas obras de la tradición caballeresca. De forma particularmente intensa advertimos estas concordancias en «De los reinos que había en la isla Española».

Los relatos comienzan con la presentación de cada reino desde una breve descripción idealizada y una valoración de su riqueza (mención del oro o elementos míticos equivalentes) y de su felicidad, acompañadas de una alusión al buen gobierno de su rey o señor. En las novelas de caballería el espacio físico que alberga la corte es un paraje ameno o similar, a veces, en la mejor tradición utópica, un lugar inaccesible o ausente de los mapas, tal vez una isla10.

Es herencia del ciclo de Bretaña que los caballeros se trasladen con frecuencia espacios maravillosos, al otro mundo, al caer en simas o grutas, tras un desvanecimiento, después de desorientarse en la niebla o durante una tempestad (como bien conocía Colón, ¿o deberíamos decir aquí también Las Casas?); hay muchos modos válidos de realizar el tránsito. En ese más allá está la aventura, están las fuentes de eterna juventud, los castillos encantados, las criaturas monstruosas que custodian tesoros, las ínsulas, el Grial y por supuesto el hotel de reposo de los héroes de la cristiandad que ahora nos interesa: Camelot en cualquiera de sus variantes.

La permisiva creatividad de otros cronistas en cuanto a los elementos fabulosos de las novelas no la encontraremos en la Brevísima, pero sí ese reflejo de Camelot, una geografía urbana cortesana11. Pensamos sobre todo en un tejido social: al ser expuesta la población indígena a modo de corte europea legendaria se desacredita cualquier pretensión de heroicidad por parte de los conquistadores en esos espacios llenos de gentes, en lugares sociales, en espacios políticos, que se entienden completos, acabados y por eso mismo intocables. No hay que olvidar que los caballeros andantes (elementos civilizadores) siempre realizaron sus hazañas en despoblados, la aventura sucede en el ámbito de lo salvaje: lo desierto o lo selvático. También este punto el ideal caballeresco (el referente de ficción) subyace al discurso lascasiano como criterio moral antes que una épica pragmática colonial o que los valores estrictamente religiosos.

Tanto en las narraciones cortesanas como en las relaciones de la Brevísima, cuando se dice quién era el señor de esa tierra afortunada suele tratarse del mejor de los príncipes o en su ausencia de una dama desvalida (como en el reino de Xaragua, Brevísima, 83), de un anciano o anciana (la reina vieja Higuanama, en el reino de Higuey, 84), rodeados en cualquier caso de una corte llena de refinamiento y en modo alguno armada: es propio de la civilización haber olvidado la amenaza de la barbarie y entregarse a una existencia inocente y pacífica.

El espacio social no es menos amable, el entorno de los caciques se describe según los tópicos de nobleza: modales exquisitos y, sobre todo, hospitalidad. Cuando los caballeros encuentran una corte siempre son recibidos con toda clase de atenciones. Tanto ellos como sus acompañantes, según la calidad de cada uno.

A modo de estampa de esta extrema e insólita gentileza propia del género, querríamos evocar el principio de Sir Gawain y el caballero verde. Los de la Tabla Redonda están comiendo espléndidamente y conversando cuando en pleno simposio irrumpe en el salón sobre su montura el caballero verde, que «parecía un ser sobrenatural y terrible» (Sir Gawain, 4), y que no lleva armadura pero sí en la mano un hacha «enorme y monstruosa, arma despiadada para quien tuviese que describirla» (5). La reacción de Arturo (que no era cobarde) ante esta grosería fue darle la bienvenida e invitarlo a quedarse en la fiesta. También cuando Tristán de Leonís llega a Irlanda después de haber matado al Morholt, herido y haciéndose pasar por un juglar, su enemigo el rey ordena que se le albergue, se le disponga un buen lecho y llega a pedir a su hija que cure al pobre juglar herido (Yllera 1992:54).

No son menos encantadores los habitantes de la isla Española:

El otro reino se decía del Marién [...], más grande que el reino de Portugal, aunque cierto harto más feliz y digno de ser poblado, y [...] muy rico, cuyo rey se llamaba Guacanarí, última aguda, debajo del cual había muchos y muy grandes señores, de los cuales yo vide y conocí muchos, y a la tierra deste fue primero a parar el Almirante viejo que descubrió las Indias. Al cual recibió [...] con tanta humanidad y caridad, y a todos los cristianos que con él iban, y les hizo tan suave y gracioso recibimiento [...] que en su misma patria y de sus mismos padres no lo pudiera recebir mejor.


(Brevísima, 81)                


En la Brevísima el esquema argumental que se repite es la llegada de los españoles a un reino tranquilo, que los acoge con toda amabilidad y hasta boato, al modo oriental tal vez pero coincidente con la cortesía artúrica: elegancia pacífica a pesar de la agresividad de los huéspedes (como la de aquel señor de Panamá llamado París, que a los conquistadores «recibiólos como si fueran hermanos suyos», 95), sin que en modo alguno este gesto signifique cobardía. Vemos en la relación de la llegada a Nueva España cómo envía «el gran rey Motenzuma millares de presentes y señores y gentes y fiestas al camino, y a la entrada de la calzada de México, que es a dos leguas, envióles a su mesmo hermano acompañado de muchos grandes señores y grandes presentes de oro y plata y ropas. Y a la entrada de la ciudad, saliendo él mesmo en persona en unas andas de oro con toda su gran corte a recebirlos, y acompañándolos hasta los palacios en que los había mandado aposentar» (Brevísima, 104).

¿Acaso las atenciones dispensadas a los españoles por rey de México no son equiparables a las que se narran en «Cómo el rey Lisuarte y la reina Brisena, su mujer, y su fija Leonoreta vinieron a la Ínsola Firme, y cómo aquellos señores los salieron a recebir» en el Amadís de Gaula?

Pues con mucho plazer fueron por sus jornadas fasta que llegaron a dormir a cuatro leguas de la ínsola; lo cual fue sabido luego por Amadís y por todos los otros Príncipes y cavalleros que con él estavan. Y acordaron todos juntos, y aquellas señoras con ellos, lo saliessen a recebir a dos leguas de la ínsola; y assí se hizo, que otro día salieron todos y todas las Reinas tras la reina Elisena. Los vestidos y riquezas que sobre sí e sobre los palafrenes llevavan no bastaría memoria para lo contar, ni manos para lo screvir; tanto, os digo, que antes ni después nunca se supo de una compaña de tantos cavalleros de tan alto linaje y de tanto esfuerço, y tantas señoras, reinas, infantas, y otras de gran guisa, tan fermosas e bien guarnidas oviesse avido en el mundo.


(Amadís, II, CXXIII, 1604-1605)                


Tampoco la sumisión inicial a los que llegan en nombre de Castilla se ve como vergüenza en el relato de Las Casas, cuyos indios encarnan con absoluta naturalidad la estructura feudal de familia y jerarquía que organiza la vida cortesana europea, asumiendo con normalidad el respeto a un príncipe superior. Sus amables gestos de servicio al rey español, señor de señores, se manifiestan, obviamente, en forma pacífica, como en Cibao, donde se ofrecen tributos agrícolas, excusando el trabajo duro en las minas (Brevísima, 80). La aportación indígena propuesta concuerda, por cierto, con el proyecto lascasiano de colonizar América con labradores y producir riqueza desde los cultivos y la ganadería.

Otro detalle que nos gustaría subrayar como punto de contacto entre las relaciones de Las Casas y el universo caballeresco sería la atención a la fisonomía de la nobleza en detalles y gestos. Un caso lo tenemos en la historia de Tristán de Leonís, a quien en Cornualla toman por hijo de un gran noble extranjero, pero él explica que su padre es comerciante, lo que extraña a su interlocutor: «Noble y cortés debe ser tu país cuando los hijos de mercaderes poseen tan bellas costumbres» (Yllera 1992:42). La calidad de Tristán la delatan sus modos pero también su físico. Si al caer la tarde el joven distraía las veladas del rey Marcos tocando el arpa con sus manos finas, delgadas y blancas como el armiño (Yllera 1992:43), no menor fineza corporal muestran los indígenas lascasianos: «las gentes más delicadas [...] y tiernas en complisión [...], que ni hijos de príncipes y señores entre nosotros, criados en regalos y delicada vida, no son más delicados que ellos, aunque sean de los que entre ellos son de linaje de labradores» (Brevísima, 72). Las Casas aprovecha así la oportunidad de escenificar sobre los cuerpos, de hacer obvia, la nobleza de los indios que absurdamente son obligados a trabajar como no les corresponde12.




4. La defensa de los límites de Camelot

La corte no puede percibirse sino como centro simbólico de un mundo ceremonial y mítico, conocido por los lectores en su momento de mayor esplendor:

Cuenta la historia que en aquel tiempo era señor de la Isla Joyosa el rey Héctor, la cual antes avía nombre de isla de Anidos, mas después que por el rey Héctor fue señoreada, fue llamada la Isla Joyosa. E aqueste rey tenía su corte y estado en una ciudad principal de aquella isla la cual era llamada Tiba.


(Arderique, 77)                


El derecho del espacio perfecto a permanecer inalterado no admite disputa, y los reinos que se defienden suelen despertar mayor simpatía en los lectores que los que se expanden, a menos que se den razones morales suficientes para justificar una misión en territorio ajeno. Los buenos príncipes siempre cuentan con la colaboración de otros señores para mantener la paz y la prosperidad de su estado feliz y defenderlo de bárbaros y extraños, no faltan esforzados y valientes caballeros dentro de sus fronteras:

En la muy abundosa, rica y deleytosa isla de Ingalaterra ovo un esforçado cavallero, noble de linaje y muy más de virtudes, el qual por su gran cordura y alto ingenio avía servido largos tiempos el arte de la cavallería con grandíssima honra suya, y en su tiempo estava subido en el triunfo de la fama, llamado el conde Guillén de Varoyque.


(Tirante el Blanco, 14)                


Hace muchos años reinó en Cornualla un poderoso rey llamado Marcos. Tuvo que hacer frente a una dura lucha contra sus vecinos que muchas veces penetraban en su territorio y devastaban sus campos y sembrados. Rivalín, señor de Leonís, tuvo noticias de la guerra y acudió en su ayuda.


(Yllera 1992:38)                


En el mundo feudal y honorable de los caballeros, la fama es merecida y el respeto a la jerarquía, natural o adquirida, y a las responsabilidades de cada cual, funciona como garantía de paz y estabilidad, y de la prosperidad que del orden se deriva; un buen rey protege a sus vasallos:

Cuando Daganel vio cómo destruía su gente, fue para el Donzel del Mar como buen cavallero y quísole ferir el cavallo, porque entre los suyos cayese, mas no pudo.


(Amadís, 314)                


Esta responsabilidad del señor no duda en recordarla Las Casas al príncipe Felipe desde las primeras líneas del prólogo a la Brevísima (67-68): «Porque de la innata y natural virtud del rey así se supone (conviene a saber) que la noticia sola del mal de su reino es bastantísima, para que lo disipe, y que ni por un momento solo en cuanto en sí fuere lo pueda sufrir»; la contrapartida es que un buen vasallo siempre está atento a servir a su superior, en los tributos como en la guerra:

Había en esta isla [...] reinos muy grandes principales y [...] reyes muy poderosos, a los cuales cuasi obedecían todos los otros señores [...]. El un reino se llamaba Maguá, la última sílaba aguda, que quiere decir el reino de la Vega. Esta vega es de las más insignes y admirables cosas del mundo [...] y todos los ríos que vienen de la una sierra que está al poniente [...] son riquísimos de oro. El rey y señor deste reino se llamaba Guarionex; tenía señores tan grandes por vasallos, que juntaba uno dellos diez y seis mil hombres [...] para servir a Guarionex, y yo conocí a algunos dellos. Este rey Guarionex era muy obediente y virtuoso, y naturalmente pacífico y devoto a los reyes de Castilla; y dio ciertos años, su gente, por su mandado, cada persona que tenía casa, lo güeco de un cascabel lleno de oro, y después, no pudiendo henchirlo, se lo cortaron por medio y dio llena aquella mitad [...]13.


(Brevísima, 79-80)                


Según se desprende de este texto, el valor de un buen vasallo lo da su actitud y disposición antes que su capacidad económica. En el universo caballeresco la fortuna es una rueda pero el honor y la nobleza se tienen o no se tienen:

El pago que dieron a este rey y señor tan bueno y tan grande fue deshonrallo por la mujer, violándosela un [...] mal cristiano. Él [...] acordó de irse y esconderse sola su persona y morir desterrado de su reino y estado a una provincia [...] donde era un gran señor su vasallo. Desde que lo hallaron menos [...] no se les pudo encubrir: van y hacen guerra al señor que lo tenía, donde hicieron grandes matanzas, hasta que en fin lo hobieron de hallar y prender, y preso con cadenas y grillos lo metieron en una [nave] [...]. La cual se perdió en el mar, y con él se ahogaron muchos [...] y gran cantidad de oro [...] por hacer Dios venganza de tan grandes injusticias.


(Brevísima, 80)                


La historia del virtuoso, prudente y de ningún modo soberbio rey Guarionex, que por no causar daño a sus súbitos y allegados marcha en soledad al destierro aunque no mereciera ese sufrimiento (de alguna forma su caballerosidad resulta una imitación de Cristo) concluye en una justicia simbólica: el castigo divino a los malos, solución siempre conveniente a los relatos de caballería desde los tiempos de Arturo:

No hace la historia más mención del malvado Morderec, ni qué fin ovo su mal deseo, créese murió en la batalla, o después como desesperado se mató como su desobediencia merecía. Y el buen rey Artús escapó de la batalla, mal herido, sólo con tres cavalleros, y así de la fortuna perseguido, tiró la vía de la mar donde halló una nao en puerto, la cual era de la hada Morgana, su hermana, que era nicromántica [...].


(Arderique, 77)                


Parece ser éste un motivo caro a Las Casas, el del mar como némesis, que desde sus reminiscencias bizantinas se proyecta sobre la Brevísima una y otra vez:

El tercero reino y señorío fue la Maguana, tierra también admirable, sanísima y fertilísima [...]. El rey dél se llamó Caonabo. Éste, en esfuerzo y estado y gravedad, y cerimonias de su servicio, excedió a todos los otros. A este prendieron con una gran sutileza y maldad, estando seguro en su casa. Metiéronlo después en un navío para traello a Castilla, y estando en el puerto seis navíos para se partir, quiso Dios mostrar ser aquella con las otras gran iniquidad e injusticia, y envió aquella noche una tormenta que hundió todos los navíos y ahogó a todos [...]. Tenía este señor tres o cuatro hermanos muy varoniles y esforzados como él; vista la prisión tan injusta de su hermano y señor, y las destrucciones y matanzas que [...] en los otros reinos hacían, especialmente desque supieron que el rey su hermano era muerto, pusiéronse en armas [...].


(Brevísima, 81-82)                


Es interesante la insistencia de Las Casas en las relaciones de parentesco entre los integrantes de la mejor sociedad indígena. De igual modo que en el género cortesano, los vínculos familiares bien avenidos son representativos del grado de nobleza de los personajes. Los parientes fieles de un rey valioso forman parte de la riqueza de un reino, contribuyen a su cohesión y prestigio, y lo mismo la grandeza de una corte y el número y calidad de los cortesanos que la componen. No desaprovecha el discurso lascasiano estas características y las pone en directa relación con el grado de civilización de sus defendidos y con la presunción de su pertenencia a la cristiandad previamente a la llegada de los españoles que antes hemos apuntado:

El cuarto reino es el que se llamó de Xaragua. Este era como el meollo o médula o como la corte de toda aquella isla; excedía en la lengua y habla ser más polida, en la policía y crianza más ordenada y compuesta, en la muchedumbre de la nobleza y generosidad, porque había muchos y en gran cantidad señores y nobles, y en la lindeza y hermosura de toda la gente, a todos los otros. El rey y señor se llamaba Behechio; tenía una hermana que se llamaba Anacaona. Estos dos hermanos hicieron grandes servicios a los reyes de Castilla e inmensos beneficios a los cristianos, librándolos de muchos peligros de muerte; y después de muerto Behechio quedó en el reino por señora Anacaona.


(Brevísima, 82-83)                


Necio y sobre todo villano y bárbaro ha de ser quien no aprecie el orden que emana de estas virtudes ni lo respete como a sagrado. Apenas esbozada la imagen virtuosa, Las Casas se apresura a denunciar la iniquidad de quienes se atreven a profanar tanta armonía:

Aquí llegó una vez el gobernador que gobernaba esta isla, con sesenta de caballo y más de trescientos peones [...] y llegáronse más de trescientos señores a su llamado seguros, de los cuales hizo meter dentro de una casa [...] muy grande los más señores por engaño, y metidos les mandó poner fuego y los quemaron vivos. A todos los otros alancearon y metieron a espada con infinita gente, y a la señora Anacaona, por hacelle honra, ahorcaron.


(Brevísima, 83)                





Conclusiones

De cuanto se ha expuesto concluiremos que existe en la Brevísima una impronta considerable de la forma narrativa de los géneros de caballerías, así como una presencia importante de ese universo ético y estético que alimenta el imaginario cortesano. Entendemos que Las Casas se vale de ciertos elementos de la tradición caballeresca para construir un retrato civilizado de los indios y reflejarlos viviendo en sociedad y según las virtudes cristianas antes de la llegada de los españoles.

El modelo de una corte legendaria, espacio ordenado, jerarquizado y feliz, constituye tal vez el centro y la cifra de su argumentación en favor de la humanitas de los indios, adornados de bondades y delicadezas que evidencian su natural nobleza y capacidad para depender directamente de los reyes de Castilla, sin encomenderos -de menor rango social y moral que ellos, se deduce- de por medio.

Los malos cristianos, los malos conquistadores, suponen en cambio una terrible amenaza también para Felipe II, a quien advierte Las Casas, más valdría confiar en sus mejores súbditos: los respetuosos, los refinados, los que viven según códigos cortesanos sin importar que nacieran de labradores, gentes bien gobernadas a nivel local, buenos vasallos generosos, sin ambiciones indecorosas, conformes a las necesidades de la corona y auténtico tesoro de las Indias.

Bartolomé de Las Casas, el vitalicio quijote de los indios, el jurista obsesivo, el confesor implacable, la conciencia culpable de la colonización y el narrador del peor apocalipsis fue además, para nosotros, el alucinado cronista de este viaje fugaz a Camelot.






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