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Entre la crónica de viajes y la autobiografía: «Mi romería», de Emilia Pardo Bazán

María Isabel Jiménez Morales


Universidad de Málaga



Aunque no sea un concepto demasiado debatido el de la literatura de viajes, todos sus teóricos coinciden en las dificultades de deslinde del género1. Entre los rasgos más destacados de este tipo de libros, habría que mencionar la existencia, en unidad indisoluble, de una doble cara documental y literaria; su estrecha vinculación con crónicas y biografías históricas, la necesidad de mostrar un itinerario físico y un orden cronológico que dé cuenta al lector del desarrollo del viaje; que el núcleo central del relato sea la descripción de ciudades y que presente abundantes digresiones. Estas cualidades no son privativas del género que estamos tratando, pues pueden aparecer, por ejemplo, en la narrativa; pero sólo hay libros de viajes cuando las circunstancias del recorrido -descripciones, noticias, informaciones- dominan claramente sobre la experiencia del viajero2. Si relacionamos literatura de género y libros de viajes, comprobamos que fueron pocas las autoras que en el ochocientos dedicaron alguna de sus obras a describir sus experiencias viajeras: Cecilia Böhl de Faber, Carolina Coronado, María del Pilar Contreras y Alba, Concepción Jimeno de Flaquer, Emilia Pardo Bazán3. De todas ellas, sin duda alguna, fue la escritora gallega quien alcanzó cotas de mayor calidad en todos sus relatos, que todavía hoy se leen con verdadero placer, pese al tiempo transcurrido.

Los libros de Emilia Pardo Bazán que reflejaron íntegramente sus experiencias viajeras abarcan desde 1888, con Mi romería, hasta 1902, fecha de publicación de Por la Europa católica4. Aparte de estos títulos, aparecieron Al pie de la Torre Eiffel (Crónicas de la Exposición) (1889), Por Francia y por Alemania (h. 1890), Por la España pintoresca. Viajes (1896) y Cuarenta días en la Exposición (1900)5. Aunque Mi romería es el primer libro de viajes publicado, la autora ensayó el género quince años antes, en 1873, con una obra que todavía hoy permanece inédita: Apuntes de un viaje. De España a Ginebra, cuyo manuscrito se conserva en la Real Academia Galega6. Y me gustaría precisar que, a finales de 1888, el mismo año de publicación de Mi romería, Pardo Bazán dio a la imprenta una obra de carácter misceláneo: De mi tierra. Englobaba escritos sobre literatura gallega -los más numerosos-, estudios sobre dialectos y algunas descripciones de monumentos y paisajes de su tierra, todas escritas entre septiembre y octubre de 1887. Estos textos los publicó con anterioridad en la prensa y sirvieron para ir encaminando a la autora por la senda de la crónica periodística, donde, a juicio de A. M. Freire, doña Emilia encuentra el molde idóneo para este tipo de literatura7.

Mi romería ve la luz cuando su autora tiene 36 años y Por la Europa católica lo publicará rondando la cincuentena. Es, en definitiva, época de madurez en el quehacer de la escritora gallega, quien se decide a publicarlos después de bastantes libros editados, que le han granjeado fama en el mundillo literario. Cuando da a la luz Mi romería en la imprenta madrileña de Manuel Tello, doña Emilia ya ha publicado novelas como Pascual López (1879), Un viaje de novios (1881), La tribuna (1883), El cisne de Vilamorta (1885), La madre naturaleza (1887) o los dos volúmenes de Los pazos de Ulloa (1886-1887). Y al merecido renombre alcanzado entre sus compañeros novelistas, hay que añadir el logrado en la crítica literaria del momento, pues en 1883 ha dado a la estampa La cuestión palpitante, en 1886 ha publicado en París Le Naturalisme y al año siguiente, La revolución y la novela en Rusia, una serie de conferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid. Por tanto, en 1888, Pardo Bazán es una joven escritora que ha dado muestras de sus méritos y capacidad. Tampoco debemos olvidar que en esa fecha es una mujer curtida en numerosos viajes, de los que no siempre dejaría constancia escrita. Si atendemos las palabras de C. Bravo-Villasante, 1873 -fecha de su primera salida al extranjero- fue un año de gran intensidad, «que dejará impreso en Emilia definitivamente el gusto por los viajes, hasta convertirla en eterna viajera»8. Desde entonces, siempre que recorra nuestro país o que visite otro extranjero, se dedicará a otro género de vida, la «del viajero que observa y estudia y no se cansa de recorrer museos y monumentos»9.

Este capítulo tiene por objeto analizar en profundidad Mi romería, primer libro de viajes de Pardo Bazán. Esta obra ha pasado completamente desapercibida para la crítica pardobazaniana y sorprende, pues presenta un gran interés en el conjunto de su producción. En primer lugar, porque apunta las características que fue desarrollando en sus restantes libros de viajes: carácter digresivo y ecléctico, forma epistolar, literatura por entregas, fragmentaria; carácter culturalista, que denota la preparación y hondura intelectual de su autora; viajes que engloban otros itinerarios paralelos, estilo chispeante y ameno, magníficas dotes de observación, etc.; y en segundo, y no menos importante, por la trascendencia histórica y autobiográfica de sus páginas con respecto a la evolución de su propia ideología y al desarrollo de la entonces maltrecha política nacional.

Emilia Pardo Bazán viajó a Roma en diciembre de 1887 para asistir al jubileo de León XIII, quien conmemoraba sus bodas de oro como sacerdote. Todos los estudiosos sobre el tema coinciden en afirmar que la escritora gallega recibió el encargo de El Imparcial para cubrir, junto a José Ortega Munilla, este importante evento religioso. Sin embargo, mientras que en Mi romería aparecen alusiones a Ortega Munilla como reportero oficial de El Imparcial en tal acontecimiento, no he encontrado en la obra ninguna indicación de doña Emilia sobre idéntico encargo. Sí anuncia, y en más de una ocasión, que sus crónicas iban a aparecer en las páginas de dicho periódico, con el incremento de publicidad que esta circunstancia le reportaría. Revisadas, asimismo, todas las crónicas de El Imparcial, en ninguna de ellas se indica expresamente su condición de corresponsal oficial; mientras que en todas las notas que Ortega Munilla publicaba en la sección «Servicio Telegráfico de El Imparcial», siempre aparecía entre paréntesis la aclaración siguiente: «(De nuestro redactor-corresponsal)»10. En 1889 publica Al pie de la Torre Eiffel. Traigo aquí una cita de esta obra porque en ella recordaba con mucho afecto sus crónicas vaticanas:

Escritas a lo mejor en el rincón de una estación de ferrocarril, en la mesa de un café, en el salón público de un hotel, entre el bullicio de las conversaciones y los acordes del piano; unas veces con frío, otras con sueño, otras con apetito de despachar el almuerzo o de salir a beber la taza de café turco; otras en un estado de cansancio moral mayor aún que el material, porque era la fatiga abrumadora de la admiración y el vértigo del asombro, producido por las maravillas del Vaticano o los esplendores de Florencia.


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Estas crónicas periodísticas, aumentadas con textos inéditos, verían la luz a los pocos meses de regresar de Italia, en un libro que tituló Mi romería11. No sorprende la inmediatez de la publicación, pues una crónica sobre el jubileo de León XIII no podía editarse habiendo transcurrido demasiado tiempo. Perdería actualidad y, en consecuencia, interés para los lectores12. Tal vez, por ello, Pardo Bazán quiso ofrecer, como católica ferviente que era, su íntimo y humilde homenaje. Así presentó en Mi romería el componente religioso -especialmente ofrecido en sus crónicas periodísticas-, pero lo impregnó también de elementos autobiográficos y no olvidó el ingrediente artístico-cultural, que tanto prodigó en Por la Europa católica13. Las crónicas periodísticas de El Imparcial y el libro de doña Emilia fueron una de las muchas manifestaciones literarias que tuvieron lugar en nuestro país para conmemorar el jubileo de Su Santidad. En 1887 se reeditan las Poesías de León XIII, en versión libre de José María de Carulla14 y se publican en Barcelona unos apuntes biográficos y una traducción de la Vida del Pontífice, escrita en inglés por Bernardo O'Reilly; sin dejar de mencionar la Vida de León XIII que Manuel Polo y Peyrolón publicó el año siguiente en Valencia y que incluía una detallada descripción de estas fiestas. Se editan, a su vez, homenajes literarios, como los de Suárez de Urbina y Carbonero y Sol15, álbumes poéticos, como el que le dedicó el pueblo de Tondos: Obsequio poético con motivo de sus bodas de oro (1888); se organizan certámenes literarios para solemnizar su jubileo16 y se publican sermones, cuyos temas se centraron en las bodas de oro de S. S., valga de ejemplo el predicado por el P. José Vallet: Las bodas de oro de Su Santidad León XIII, preludio a otras bodas que se esperan celebrar entre el pontificado romano y la moderna civilización convertida a Dios.

Pienso que la autora ya llevaba, al iniciar su peregrinación, el encargo del impresor Manuel Tello de escribir un libro sobre el acontecimiento, pues el jubileo del Pontífice iba à ser un clamor unánime entre los cristianos. Si atendemos las afirmaciones de Pardo Bazán, el libro debió haber aparecido bastantes semanas antes de su publicación, pero el extravío en el correo de los pliegos del epílogo obligó a la escritora gallega a redactar por segunda vez ese capítulo desde su estudio en «la bahía de Marineda». Cuando rehace esas páginas perdidas, se queja del mal funcionamiento del servicio de Correos en España, pues ha desaparecido «un paquete certificado que yo enviaba al impresor Sr. Tello» desde Venecia. Con severidad, se pregunta, y aquí está la base de mi afirmación:

Supongo que el Estado, con una magnanimidad que le honra y previa una respetuosa exposición al Sr. Mansi, me abonará 50 pesetas por el mes y medio de retraso que sufre mi libro, y por las treinta o cuarenta cuartillas que hoy vuelvo a garrapatear -en cumplimiento de palabras que no por espontáneamente empeñadas obligan menos17.


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En consecuencia, tras su regreso a Madrid -que debió tener lugar aproximadamente el 23 o el 24 de enero de 1888-, escribió el prólogo de su libro, mientras esperaba que apareciese el envío certificado. Como no se encontró -«se sabe ya, después de activas pesquisas, que ni ha sido entregado ni parece por ninguna parte» (178)-, tuvo que redactarlo nuevamente. Parece obvio pensar que la autora pudo enviar sus crónicas por partida doble: al periódico y a su impresor; y que por correo certificado le fue remitiendo a éste todos los textos que no destinaba al periódico, pero que iba escribiendo en Roma, Florencia o Venecia. La intención de doña Emilia de publicar sus crónicas periodísticas inmediatamente en formato de libro justifica el contenido inédito de algunos capítulos de Mi romería, como la propia autora apunta en el prólogo: «Algunas (crónicas) inéditas contiene, sin embargo, el presente tomo». Y, sin detallarlas, sólo destaca por su importancia- las que se refieren a D. Carlos. La óptima acogida de sus escritos en El Imparcial, como confiesa en las páginas liminares, debió animar mucho a la autora en su empeño y también a su impresor:

Por primera vez en mi vida he escrito así, machacando el hierro hecho ascua, sin meditar ni consultar obra alguna. Confesión que explica los defectos y también el solo atractivo de mis crónicas, que por su misma franqueza y rapidez han conseguido hacerse leer de todo el mundo, ayudadas en este empeño por la extraordinaria publicidad de El Imparcial, donde vieron la luz.


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Este libro de viajes debió de ser muy especial para una escritora tan católica como Pardo Bazán. En él quiso darnos una visión personal de su peregrinación a Roma; de ahí, el título del libro: Mi romería, con el empleo del posesivo en lugar preferente, que anticipa la carga emotiva e íntima de sus páginas, como haría en otras obras. Contar un viaje para ella no era escribir guías ni hacer frías descripciones de sus joyas artísticas, sino «traducir fielmente una impresión personal, lírica, sentida»18. El viaje comenzó el domingo 18 de diciembre de 1887 -«El domingo, pocas horas antes de que vean la luz estos renglones, partiremos en el expreso de Francia» (18)- y llegaron a Roma, con un día de retraso19, el 24 de diciembre de 1887, «tras cinco días y seis noches de rodar por trenes, estaciones, ómnibus y fondas» (49). La estancia en Roma de los peregrinos varió, según los casos, de dos semanas a casi un mes, pues regresaron a España escalonadamente. Unos salieron de Roma el día 8 de enero, después de la audiencia de León XIII; otros, el 17, tras la solemne canonización de los nuevos santos; y «un grupo contado de veinticinco personas no más» -entre los que se encontraba la autora- se quedó rezagado hasta el día 18, «en que emprendimos la vuelta sosegada y gratamente, aprovechando los mejores trenes y pareciéndonos mentira que fuese aquel el mismo camino por donde un mes antes habíamos rodado como pelotas, sufrido persecuciones y calamidades sin número» (165). Durante estas cuatro semanas fuera de España, Pardo Bazán escribirá dieciséis cartas: la primera, fechada en Madrid el 18 de diciembre y la última, en Lourdes, el 21 de enero. La periodicidad sería constante, pues solía mediar un día entre carta y carta o incluso las escribía en días consecutivos, salvo los cinco que transcurren entre la sexta y la séptima epístola y la semana que va de la penúltima a la última carta; período éste que coincide con los preparativos de vuelta. Estas dieciséis epístolas recogen impresiones de dos viajes distintos: su estancia en Roma y su itinerario por el Norte de Italia, y en El Imparcial publicaría crónicas de ambos recorridos, al tiempo que de ambos viajes conservó material inédito para su libro.

La estructura de Mi romería es bien sencilla: un prólogo, seguido de dieciséis capítulos presentados en formato epistolar (y, en consecuencia, con indicaciones expresas de fecha y lugar de composición); y un epílogo. Nueve de estos capítulos se publicaron previamente en El Imparcial, pero, de ellos, son siete los que, en rigor, recogieron la crónica del jubileo20. Los otros dos artículos de la escritora que vieron la luz en dicho periódico recogen impresiones del otro viaje que hizo por el Norte de Italia, una vez finalizado el jubileo. Son textos que escribe en Padua y Ancona, donde sigue predominando lo religioso por encima de lo estético, cultural o biográfico y que ya no tienen el título unificador de la serie -«Crónica de la Romería»-, pues ya había finalizado la peregrinación21. A su vuelta de Roma, después de un mes de viaje, doña Emilia escribe unas páginas preliminares que fecha en Madrid el 1 de febrero de 1888 -Advertencia a quien leyere este libro- y reúne para la edición de su libro todo lo publicado hasta entonces en El Imparcial, el epílogo y siete nuevos capítulos: «La Noche Buena en Roma», «La Iglesia Madre», «Güelfos y gibelinos», «Dos muertes», «Una audiencia y una grilla», «Un cicerone gratis» y «Jornada florentina». Era bien comprensible que al epílogo -dividido, a su vez, en dos entregas: «Don Carlos» y «Confesión política»- no le diese publicidad en un periódico liberal como era el que acogió sus crónicas, por la clarísima adscripción carlista del contenido22; y con respecto a los capítulos, pienso que no reflejaban detalles de una peregrinación, pues presentaban un carácter más digresivo y un predominio del dato artístico, autobiográfico y político por encima de la reflexión religiosa propia del viaje.

En definitiva, podría apuntarse que Pardo Bazán, durante su estancia en Italia, escribía para dos tipos de público: el lector de periódicos, ávido de noticias e información cercanas, y el lector del libro, más sosegado, a quien ofrece una más completa visión del viaje, donde no sólo caben crónicas religiosas o visitas a santuarios. Es un lector para el que despliega todo su eclecticismo23. Como en sus posteriores libros de viajes, en Mi romería también será prioritario el componente de amenidad, llegar a todo tipo de público, no cansar: comunicar, en definitiva. Ella misma confesará que al tratar temas religiosos ha procurado «no mojar la pluma en agua bendita, sino en tinta de variados colores, a fin de no hacerme tediosa al lector profano» (8). Por ello, es su libro una amalgama de religión, arte, referencias culturalistas, política e íntimas confesiones, «que en su variedad y aparente desorden refleja y simboliza, no sólo la obra que hoy sale a luz, sino el alma de su autora» (6). Da cuenta anticipada del cariz de su libro en el prólogo, consciente de esta diversidad temática, que materializará a través de esos objetos y recuerdos que ha ido recopilando en su viaje: rosarios, camafeos, copas antiguas, ánforas sepulcrales, escudillas, cristal veneciano, fotografías... Esta variedad hace que el lector, incluso después de más de un siglo, disfrute con la lectura del libro, aprenda, madure y reconozca en Pardo Bazán a una gran escritora24.

Ella va a Roma, ante todo, como cristiana: «Por la índole de mi viaje y por genuina disposición de mi espíritu, en estas crónicas abundan párrafos y capítulos enteros consagrados a asuntos de carácter religioso» (8). Es una mujer optimista, que piensa ante todo en el fin ideal de su peregrinación, aunque no deja de advertir las posibles incomodidades de tan largo viaje. El entusiasmo de la escritora ante la posibilidad de ir a Roma se deja sentir desde las primeras páginas de Mi romería, pues es hermoso ir a la cuna del mundo latino y, no menos importante, al centro de la vida espiritual española. Pero no es un viaje cómodo, es una romería, en la que, aparte de la continua desorganización, Pardo Bazán resalta el frío, la desazón y la falta de sueño que imponía el particular modo de viajar de los peregrinos. Cuando llegan a Génova, después de varios días de viaje, el cansancio ya se dejaba notar25. En modo alguno se queja -«personalmente, no me importa haber venido así»-; bien al contrario, como buena sibarita del alma que es, sólo piensa en el goce espiritual. Este viaje ha excitado su curiosidad y manifiesta, cuando todavía no ha llegado a Roma, que quiere ver en qué parará todo y qué sucederá a la vuelta. Lo único que le desasosiega es el maltrato que han padecido los obispos que van con ellos, «asenderados y sujetos a todo linaje de incomodidades tontas e inútiles» (52).

La peregrinación española estaba formada por trescientas personas, que componían una romería «interesante, típica y animada». Estaba dividida en grupos de cien personas, yendo juntos Pardo Bazán y Ortega en el último grupo, el más numeroso. Con orgullo y alegría, confesará la autora al inicio de su viaje: «somos un pedazo del pensamiento nacional que anda», y más adelante: «nuestro departamento es un microcosmos de la vida católica», un pequeño universo donde están representados muchos y distintos aspectos del espíritu católico. Por comentarios de la autora, sabemos qué amigos le acompañaron en la romería. Todos destacaron en aspectos de la cultura, la política o el espíritu. Sabemos que viajó con el periodista Ortega Munilla, enviado especial de El Imparcial; con el catedrático y escritor salmantino Francisco Sánchez de Castro y con el periodista y político bilbaíno Antonio Juan de Vildósola, de conocidas inclinaciones carlistas y autor, entre otros libros, de La solución española en el Rey y en la ley (1868). Con estos tres amigos recorrió el Norte de Italia. Por indicaciones de la propia autora, podemos saber que se trasladaron a Roma un grupo de obispos, entre los que se encontraban el de Madrid-Alcalá y el de Salamanca, Tomás G. Cámara y Castro. De él destaca en su libro la polémica entablada con Williams Draper en relación a su obra anticatólica: Los conflictos entre la ciencia y la religión (1875), traducida el año siguiente por Augusto T. Arcimis26. También peregrinó el Sr. Sánchez Barrios, encargado por el obispo de Madrid de cubrir la retaguardia y amparar al tercer grupo de romeros, y viajó con la Marquesa de Salinas y con las Sras. de Creus y de Conde Luque, entre otras, siendo estas dos últimas con quienes visitó el Foro el 9 de enero, asistidas por las explicaciones del Sr. Llanos27.

A Emilia Pardo Bazán le gustaba impregnar sus obras de datos autobiográficos, aficiones, gustos, añoranzas... En Mi romería, ese elemento personal es mayor que en otras producciones suyas. Junto a pormenores nimios, que ayudan a conocerla mejor, la vemos muy religiosa, añorante de sus hijos en Nochebuena, visitando al jefe del partido carlista en el exilio y confesándose políticamente. Desde el principio de la obra, la escritora está presente en sus páginas con comentarios sobre su personalidad. Por ella misma sabemos que no le gustaba llevar provisiones cuando viajaba, pues le repugnaba el olor; tampoco era muy dada a madrugar para ver algún monumento -«heroísmo del cual soy incapaz en absoluto» (42)-, pese a su gran afición al arte; tenía buena salud y una gran facilidad para sobreponerse a cualquier tipo de privaciones o molestias físicas. Hace comentarios sobre su miopía; su preferencia por las iglesias románicas, que considera pequeñas y acogedoras...; sobre su aversión por la casa de Borbón; etc. Pero donde se perfila más claramente la intimidad de la autora es a su llegada a Roma, cuando recuerda que es Noche Buena y se muestra, ante todo, como madre en el recuerdo de sus tres hijos.

El viaje hasta Roma lo realizó en ferrocarril, elemento primordial en el progreso económico, industrial y social de los pueblos, tal y como apuntó L. Litvak. El tren se convirtió en tiempos pasados en símbolo de ese progreso y fue ampliamente utilizado en la literatura finisecular28. E. Pardo Bazán no se sustraerá a su influjo y lo incluirá en todos sus libros de viajes y en muchas de sus novelas y cuentos. La autora gallega rápidamente formó parte del grupo que apoyó este invento, demoníaco para unos, venturoso para otros. Llega a considerar al tren tan ventajoso y necesario para el progreso español, que propone soluciones que faciliten los trayectos y recorten el tiempo empleado en cada recorrido. Por ello, asociará la estrechez de la vida española con la pésima situación de su red ferroviaria29. Los cuatro primeros capítulos de Mi romería describen el itinerario hasta llegar a Roma: Madrid, Hendaya, Bayona, Toulouse, Séte, Marsella, Niza, Montecarlo, Ventimiglia, Génova y Roma. El trayecto duró del 18 al 24 de diciembre. Todos estos capítulos aparecieron en El Imparcial. En ellos la autora relataba los preparativos, las peripecias del viaje, las incomodidades, los incumplimientos de contrato..., pero, asimismo, el buen ambiente que había entre los romeros: su sentir religioso, el espíritu caritativo y el compañerismo. La escritora no desaprovecha ninguna ocasión para criticar el poco equipaje que dejaban facturar a cada romero, el pertinaz retraso de los trenes, la aleatoria permanencia de éstos en algunas estaciones, el frío glacial en los andenes, etc.30 Ello le lleva a afirmar que la romería, en su parte material, es un desbarajuste, que anda «remalísimamente» y que quien «hizo esta tortilla no sabe dónde tiene la mano con que se baten las yemas» (48). Y lo dice con absoluto conocimiento, pues la escritora proclama en varias ocasiones su carácter meticuloso y su fuerte tendencia a la observación, que se ve estimulada por la romería31. Pardo Bazán dedica parte de sus quejas a comentar la hostilidad que ella nota hacia los romeros ordenados y que percibe sobre todo en la compañía de ferrocarril Paris-Lyon-Mediterranée. Abundando en su razonamiento, nos cuenta el pánico al registro que sentían cuando atravesaban la aduana. Registro que se hacía especialmente molesto para los religiosos, a quienes llegan a tratar como contrabandistas y ladrones32. Pero no sólo Pardo Bazán resalta la desorganización. Cuando llegan a la ciudad de destino, denuncia la fría indiferencia de las autoridades, pues no encontraron ninguna muestra de simpatía que pudiese compensar tantas penalidades33, aunque en el capítulo que sirve de despedida apunta algo que le asombra, conociendo la situación política tan especial que se vive en Roma. La gente del rey Humberto ha sido la única que ha dado señales de advertir la existencia de los romeros españoles, «pues la diplomacia enviada al Vaticano nos ha mirado por encima del hombro, como a visita importuna» (172). Pero lo que más inquietaba a todos los romeros era que no les habían dado esperanza de poder ver al Papa. Todo ello tiene su explicación en el seno de una sociedad que aún enfrentaba el poder terrenal y el religioso y que ella retrata en el capítulo VII de su libro.

Esta desorganización se deja sentir también en la coordinación entre ella y Ortega Munilla, quien se tuvo que quedar en la estación de Bayona -«en compañía de un lío de mantas y sin saber cuándo ni cómo nos alcanzará» (32)- por no llevar billete especial de romero. Como Pardo Bazán sí pudo continuar el viaje, aprovechó las cinco horas que estuvo detenida la comitiva en Toulouse, en espera del tren hacia Séte, para escribir el artículo que se publicó en El Imparcial el 26 de diciembre: «Crónica de la Romería: una salve», y que en el libro está fechado en la ciudad francesa cinco días antes. Pardo Bazán especifica que este texto tenía que ser redactado por el corresponsal oficial34. Cuando llega la escritora a Roma, su primera diligencia será ir al hotel en busca de Ortega Munilla, a quien no ha vuelto a ver desde su separación en Bayona, «si bien recibí dos líneas suyas con lápiz en la estación de Marsella, donde me indicaba el hotel de la Minerva como paradero en Roma» (53). Pero allí no estaba y, al no quedar habitaciones, ella se alojará en el Hotel de la Posta, en espera de la llegada de su colega. Se regularizarán los encuentros con ocasión de la audiencia del Papa -capítulo XI- y ya no se separarán ni en los días finales para realizar el viaje a Venecia y, desde allí, visitar otras ciudades del Norte.

Ya en Roma, Pardo Bazán dedica ocho capítulos a contar a sus lectores aspectos diversos, desde asuntos estrictamente religiosos (como los relativos a las nuevas santificaciones o la misa jubilar de León XIII) hasta temas de política contemporánea -«Güelfos y gibelinos»-, pasando por visitas culturales -«Un cicerone gratis» y «La Iglesia Madre»-, elucubraciones filosóficas -«Dos muertes»- y añoranzas personales -«La Noche buena en Roma»-. Este libro entra plenamente dentro del género, que en el siglo XIX se distinguía de otros relatos por brindar conocimientos sobre diversísimas materias. La propia escritora explicaba en otra de sus obras que esa tendencia suya de escribir de omni re scibile y de deleitar e interesar a la vez, aunque fuesen materias áridas, le obligaba a nadar a flor de agua, a presentar de cada cosa sólo lo culminante o lo divertido35. En Roma permanecerá hasta el 9 de enero y de estos ocho capítulos, los centrales del libro y también de su romería a la Ciudad Eterna, sólo publicó en El Imparcial los referentes a la santificación y a la misa de León XIII. Ni siquiera incluyó el de la audiencia del Papa, por la alusión carlista que en él aparece. La autora dedica varias páginas a narrar su visita a la exposición de los regalos hechos a León XIII por los católicos de todo el orbe, que, en opinión de Ortega Munilla, es imposible describir minuciosamente por la monotonía de una misma cosa repetida hasta el infinito36. Pardo Bazán se detiene, obviamente, en la sección española, aunque también comenta anécdotas de los regalos más sobresalientes de otros países. Describe con absoluto entusiasmo las vidas de los nuevos santos españoles y, como era costumbre en ella, se documenta para informar convenientemente a los lectores37. Narra con delicia la misa jubilar de León XIII, que se verificó el 2 de enero de 1888. Por ella sabemos que sesenta mil católicos aguardaban bajo las bóvedas de San Pedro38. A fecha de 31 de diciembre -tras una semana en Roma- nadie les había garantizado poder verlo, pues, como apunta Ortega Munilla en sus crónicas, había que tener «papeleta de invitación» para asistir a dicha misa39. Con emoción añadida, Pardo Bazán describe al Papa. Nos cuenta cómo sintió el primer escalofrío, el primer estremecimiento psíquico nada más verlo y cómo terminó llorando de emoción. Confiesa que ella misma se sorprendió de su propia impresión: «Sabía que era católica, no que lo fuese tan apasionadamente» (88). En la crónica que apareció en El Imparcial el 9 de enero lo llamó el fantasma blanco, apelativo que fue considerado atrevido y escandaloso por determinadas personas. La polémica forma de referirse al Papa propició, a las pocas semanas, una aclaración en el prólogo del libro: si se había deslizado en la obra «alguna palabra o concepto más osado y vivo», fue por ofrecer unas crónicas católicas, pero que no oliesen en exceso a incienso y agua bendita, que reflejasen su pensamiento más íntimo. Recuerda con algo de estupor que el epígrafe en que se refería al Papa como «fantasma blanco» fuera tildado de irreverente. Nada más lejos de su intención, pues Pardo Bazán redactó esa crónica «con lágrimas en los ojos y el corazón inundado de ternura hacia el encantador viejecito» (8-9). Y rápidamente explica que empleó el término fantasma no en el sentido de visión espantable y horrenda, «sino en el de cosa que parece sobrenatural y soñada». No sería éste el único libro de viajes de la autora que suscitara polémica. En otra obra -Al pie de la Torre Eiffel-, unas declaraciones de Pardo Bazán sobre la guerra y el ejército español provocaron airadas protestas de algunos militares afincados en La Coruña. Hubo una inmediata contestación en la prensa coetánea e incluso llegó a publicar uno de sus detractores -que resultó ser Antonio Díaz Benzo- un folleto de título alusivo a su obra: Al pie de la Torre de los Lujanes. Pardo Bazán tuvo que comparecer ante los tribunales, acusada por la oficialidad coruñesa40. El último acontecimiento de su estancia en Roma fue la audiencia del Papa a los romeros españoles, que tuvo lugar el 7 de enero. Cuenta la autora que ese «apetecido momento se obtuvo a costa de muchos empujones y fatigas, y de interminable espera en una Logia de Rafael» (117), habitación completamente desamueblada de sillas y bancos, por lo que fue preciso permanecer de pie durante bastante tiempo, pues el marqués de la Vega de Armijo conversaba con el Pontífice. Tras este nimio inconveniente, Pardo Bazán recuerda que ella entró a la presencia del Papa en el tercer grupo, junto a Ortega Munilla, y que Monseñor Isbert -auditor de la Rota- la hizo colocarse a la cabeza del mismo. León XIII la acarició y aludió a su libro sobre San Francisco de Asís -«¡El mayor santo después de Cristo!», le dijo-. Es una gran emoción la que siente y para que todos podamos compartirla, explica cómo es el Papa y la poesía que emana su manera de bendecir, hablar, andar y reírse.

La controversia nunca se alejaba de la escritora. La provocaban sus debates narrativos y críticos, pero también sus manifestaciones sobre los temas de actualidad más diversos. Mi romería es un ejemplo paradigmático entre sus obras, si atendemos a las polémicas suscitadas por el apelativo papal, sus ideas sobre política exterior o sus declaraciones acerca del carlismo. El compromiso con su época y su preparación intelectual llevaban a la autora a opinar sobre todo tipo de temas, en especial, los de candente actualidad. Antes de finalizar las crónicas vaticanas, me gustaría aludir brevemente a sus reflexiones sobre la situación política que se vivía entre Italia y el Vaticano. Pardo Bazán dedicó todo un capítulo a retratar lo que entonces se llamó la «cuestión romana»: «Güelfos y gibelinos» y que, como apunta M. C. Seoane, fue uno de los temas que más ocupó a la prensa neocatólica del momento41. La escritora advierte que la lucha entre papalinos e italianísimos es sutil y que incluso quienes protestan contra el poder temporal del Vaticano no quieren apartarse del seno de la Iglesia, pues todos son católicos en Italia y en todas partes está presente el Papa. La autora aprueba y entiende la aspiración italiana de constituirse en nación grande y seria, expulsando al extranjero, pero cree que esa misión debe desempeñarla el Papa, no la casa de los Saboya: «El Papado es la virtualidad histórica que Italia posee. Por el Papado conserva acción sobre el mundo entero, y es todavía, espiritualmente, señora del orbe. [...] Quien posee las almas, debe poseer el territorio» (78). Explica que, a su juicio, los Papas no hicieron la unidad de Italia cuando eran materialmente poderosos, por «rectitud moral», por no ir contra los derechos de tanto rey, príncipe ni ciudadano independiente: «Lástima grande, pues respetando la vida tradicional de cada región, ejerciendo un protectorado, constituyendo una confederación que fuese gradualmente aproximándose a la unidad perfecta, en forma práctica, la corona de Italia debió haber sido una tiara, y el cetro unas llaves» (79). Ortega Munilla también aludió en su crónica romana a esta situación política, aunque con menor profundidad que la escritora gallega. En ambos escritores son inevitables las alusiones a problemas similares de España: la lucha entre clericales y liberales, en el caso de Ortega; y la ruptura de la unidad de la patria, en el de Pardo Bazán.

Pero Mi romería no sólo describe el viaje a Roma y el jubileo de León XIII. Después de la audiencia papal, «fragmentos de la romería» se desparramaron por toda Italia. Doña Emilia no iba a ser excepción y, del 10 al 16 de enero, realizó un itinerario circular por la Italia del Norte: Florencia, Padua, Ancona y Venecia. En este segundo itinerario aparece cierto componente íntimo y autobiográfico, en lo relativo a sus inclinaciones carlistas y a su ideología política. A sus compañeros los encuentra en Venecia, en la basílica de Loreto de Ancona y le llegan noticias de que muchos se han acercado hasta Nápoles. La autora se queja del poco tiempo del que dispuso para visitar Florencia -«el emporio del arte italiano»-, junto a Ortega Munilla y Vildósola, aunque éste, por una equivocación, se adelantó a sus compañeros al tomar otro tren. De Florencia marcharon a Venecia y aquí se alojaron en el Hotel de la Luna. Van a Padua en ferrocarril, pues sólo hay una hora de trayecto. Se detienen en la basílica de San Antonio y la autora rememora una escena medieval, al remontarse al siglo XIII, época en que vivió el santo. Siempre regresando a Venecia a dormir, el catorce de enero visitan el santuario de Loreto en Ancona, «curiosidad devota, que atrae todos los años la asombrosa cifra de medio millón de peregrinos» (156). Como en anteriores viajes, detallará el arte del santuario y narrará la historia del origen de la devoción. Tras estos breves viajes, permanecerá todo el tiempo en Venecia, donde la autora estuvo con sus amigos dos días «tratando y estudiando» a D. Carlos, pues su viaje no tenía otro fin que saludarlo en el Palacio de Loredán, cuyas puertas siempre estaban abiertas para cualquier compatriota que quisiese visitarlo, con independencia de sus ideas políticas. El encuentro de Pardo Bazán y Ortega Munilla con el pretendiente al trono tuvo gran trascendencia, pues el conde de Rodezno alude a él en su libro Carlos VII, duque de Madrid, destacando entre los comentarios de los periodistas el españolismo de la mansión y la augusta dignidad de su morador42; y no debemos olvidar que a esta visita y a la amistad entre D. Carlos y estos dos escritores recurrieron los disidentes del carlismo para presentar al pretendiente como príncipe indigno de ser rey de los carlistas43.

Terminado este viaje circular, la escritora gallega y sus amigos regresaron a Roma para emprender el regreso a España, que se narra en el último capítulo del libro: «Acqua vergine». Es un retorno sosegado y plácido. Sabemos que salió de Roma el 18 de enero, que atravesó de día Niza, Montecarlo y San Remo y que el día 21 estaba en Lourdes, pues desde esta ciudad escribe su última crónica al periódico. En ella nos cuenta la visita al santuario, que no pudo hacer en su viaje de ida y nos describe toda la añoranza que ya sentía por la Ciudad Eterna. Mucho debió de cansar a la autora la tensión de observar a cada instante, de tener que dar cuenta cumplida de todos los acontecimientos de un viaje que materializó, primero, en crónicas periodísticas y, después, en libro y que estuvo marcado por la polémica. Por declaraciones de Pardo Bazán en Al pie de la Torre Eiffel, sabemos que quedó exhausta tras sus crónicas vaticanas y que necesitaba hacer un viaje, pero «de pereza y descuido», donde no tuviese que dar cuenta de sus impresiones, donde pudiese guardárselas con exclusivismo egoísta y no se le estropeasen con el propósito de narrarlas. Así, a los pocos meses de su vuelta de Roma, asistió a la inauguración de la Exposición Universal de Barcelona, pero «no como corresponsal encargado de dar cuenta de las magnificencias del certamen, sino como libre y curiosa turista» (63).

Concluido el análisis de los viajes a Roma y a Venecia, queda por abordar el estudio del Epílogo. Pardo Bazán lo dividió en dos capítulos: «Don Carlos» -al que Bravo-Villasante da el título de «Coletilla a Mi romería»- y «Confesión Política». Como ya he comentado, fue ésta la parte del libro extraviada en el correo y la que retrasó su publicación. J. M. González Herrán comenta que, tal vez, reutilizase para su nueva redacción el pliego que la joven escritora dedicó a Venecia en los Apuntes de un viaje. De España a Ginebra y que, precisamente, falta en el manuscrito inédito44. Esta adenda engloba el mayor número de reflexiones sobre el carlismo, aunque este tipo de alusiones recorren todo su libro, pues es un tema en el que se involucra mucho la autora45. Por aquellos años todas sus simpatías estaban del lado del tradicionalismo, posicionamiento que no le impedirá apuntar en el último capítulo del libro los defectos y vicios en que había incurrido el carlismo, pues siempre caracterizó a la escritora un talante sincero e imparcial. De profesión de fe podríamos tildar estas palabras:

Imagino que si el público lee con algún interés mis trabajos, lo debo a la franca libertad con que dejo reflejarse en ellos el pensamiento o la emoción artística; porque presumo que ni la amistad me ciega, ni me engaña el instinto ni, en suma, podría, aunque lo intentase, dar gato por liebre a mis lectores.


(146)                


Ella es consciente de que todo lo que escriba y diga va a ser malinterpretado: «Sé de fijo que a mí se me ha de tomar a mal por tirios y troyanos el reflejo de mis impresiones venecianas en este libro. Sea lo que Dios disponga, que al fin y al cabo el público se va hacia los que se le entregan sin reserva ni artificio y le dan en comunión el pan de la verdad, quier dulce o quier amargo» (8); por ello, se alegra al saber que el artículo que escribió Ortega tras conocer a D. Carlos iba a publicarse en las páginas de El Imparcial antes que el suyo: «Ni de encargo me podían haber salido mejor las cosas», afirma la autora, pues no quiere que el público pueda confundir la justicia y la verdad «con rastros de fiebres políticas que me calentaron la cabeza cuando tenía pocos años» (146). Precediéndole Ortega Munilla, a quien nadie podía tildar de reaccionario ni tradicionalista, se avaloraba la templanza y mesura de sus opiniones acerca del aspirante al trono, a quien la autora concibe en el epílogo como la encarnación de uno de los conceptos fundamentales de España: la Monarquía. C. Bravo-Villasante resume brevemente las impresiones y los recuerdos de Ortega Munilla en dicha visita. Estaban presentes Vildósola, Melgar -secretario de D. Carlos-, el Príncipe de Iturbe y otras personas. Resalta en su crónica la generosidad del pretendiente y su deseo de acabar con todo enfrentamiento fratricida, pues por encima de todo sobresale el amor que siente por los españoles, sean o no fieles a su causa46. Pardo Bazán comenta en «Don Carlos» que, entre otros temas, conversaron sobre la granada que cayó cerca del pretendiente en Plewna -pregunta formulada por Ortega Munilla- y sobre el diario autógrafo que Pirala imprimió al final de su Historia contemporánea. Estos retazos de la conversación le ayudan a reafirmar su idea de hombre modesto, franco, mesurado, cortés y nada fanfarrón.

Este retrato contrasta con la imagen que entonces se tenía del carlismo, considerado la «bestia negra, la fuerza más atacada y vilipendiada, más despreciada y, a la vez, temida»47, por lo que se convirtió en uno de los principales temas políticos, abordados por la prensa joco-seria. Fueron frecuentes los ataques en El Cencerro, El Loro, El Motín, La Broma, etc. Se ridiculizaba a los curas carlistas, pero también al pretendiente, que fue para los dibujantes satíricos «Carlos Chapa» o «El Niño Terso». Ante frecuentísima visión satírica de D. Carlos, basada en «invenciones, cuentos de viejas y embustes»48, las palabras del epílogo nacen del deseo de justicia histórica, de ofrecer una correcta imagen del Duque de Madrid. Así, nos retrata a D. Carlos como hombre culto, inteligente, moderno, de gustos refinados, condescendiente, humilde y respetuoso.

Este primer capítulo del Epílogo da paso a uno no menos interesante, si atendemos la condición femenina de su autora, «Confesión política». Tiene valor de documento histórico, imprescindible para conocer la ideología política de Pardo Bazán y para comprender la evolución del Partido Carlista en nuestro país. Tal y como declara la escritora, tras su regreso de Venecia, eran muchos los que se preguntaban si era o no carlista y qué pensaba en política («jamás me figuré que necesitase dar explicaciones acerca de mi actitud» (193), reflexiona al inicio del capítulo); así que se confiesa públicamente. Y no sólo nos da noticias sobre sus ideas en política o las de su familia (liberal en un principio, evolucionó hacia la reacción más absoluta, para, con la Restauración, abandonar sus obsesiones políticas por el ejercicio literario), sino que también realiza un lúcido análisis de la situación política en el país, dando soluciones que intenten paliar la decadencia de la Restauración y ese continuo enfrentamiento civil que desangra a España. Por ello formula planteamientos imparciales que denuncian o alaban los defectos o virtudes de uno u otro hemisferio en que, a su juicio, está dividido el país: la Vieja y la Nueva España. Se centra en el constitucionalismo y el sistema parlamentario como lunares de la Nueva, al propiciar la ambición de los políticos y la miseria pública. De la Vieja España, apunta su impotencia absoluta para obtener un triunfo decisivo. Pero lo que especialmente avivó la polémica en el seno del Partido Carlista, motivando la escisión de la facción más ortodoxa, fue el planteamiento conciliador de la autora, quien defendió la tesis de que a ninguno de los bandos, aislados, sino a los dos reconciliados y unidos, les tocaba remediar los males del país y abrir horizontes gloriosos. Y detalla su planteamiento: la Nueva España no puede oponerse a dos principios esenciales de la Vieja: el catolicismo como religión nacional y la forma monárquica, cimientos del orden y de la vida pública. A su vez, la Vieja España debe asumir que han cambiado los tiempos y que no pueden mantenerse ciertas aspiraciones. Le afea su intransigencia, al no admitir transacciones ni pactos; y le achaca terquedad inútil al anteponer a la prosperidad y gobierno del Estado, inútiles razones estéticas o consideraciones sentimentales y morales. Y así comienza a analizar la crisis del Partido Carlista: su problema principal radica en su impotencia, en su cadavérica rigidez, en su inmutabilidad. Como buena observadora, apunta que, tal vez, la desastrosa situación española y la «conflagración europea que se cierne en la atmósfera» podrán animar a los carlistas a pelear otra vez, pero se quedarán, como siempre, a las puertas, si no entra en la esfera de lo práctico. No comparte esa rigidez del carlismo, que le hace preferir la proscripción de su líder antes que borrar un solo principio de su decálogo. Admira la templanza de D. Carlos y le alarma el radicalismo de ciertos seguidores, que propugnaban la vuelta de la Inquisición, la censura para el libro y un monarca absoluto. Ella misma se proclama, frente a esta ortodoxia, partidaria de la facción heterodoxa, «desenfrenada y punible», a juicio de tantos.

Ella afronta la situación española, sus problemas, no como una lucha entre liberales y absolutistas; entre alfonsinos y carlistas; ya no reflexiona sobre lo que debe hacer el carlismo para vencer en esa España dividida. En ésta una cuestión pasada de moda. No hay que olvidar que Pardo Baza parte de una sociedad pacificada. Ahora lo que a ella le preocupa verdaderamente es la lamentable situación del país, donde no importa tanto la política como la cuestión práctica, pues los contribuyentes están asfixiados: la agricultura en completa agonía, la industria se encuentra pisoteada, las provincias españolas arrinconadas, el abuso está institucionalizado y poco a poco, cunde en España el escepticismo. Son, como puede comprobarse, preocupaciones que están cercanas a las de los regeneracionistas que ya publicaban sus ideas por aquel entonces. «Por eso vuelvo los ojos hacia lo único que no se ha ensayado todavía, y doy vueltas a la cuestión» (205), porque ella, patriota ante todo, sólo busca el bien del país: «hoy por hoy me conformaría con cualquier cosa que nos sacase a flote y nos pusiese en marcha» (203-204).

Su «Confesión política» la publicó como colofón a Mi romería, pero también apareció el 30 de abril de 1888 en el periódico carlista La Fe. Este texto se contextualiza en un delicado momento por el que atraviesa el Partido Carlista, que estaba a punto de escindirse. Aquí tenemos una prueba más del valor de las obras de Pardo Bazán, interesadas siempre por la actualidad y cargadas de polémica. Su texto recogía la idea de un posibilismo carlista transigente. No debemos olvidar que el padre de doña Emilia era también «mestizo», pues militó en las filas del «partido progresista cuyo ensueño fue conciliar los intereses religiosos y la libertad constitucional»49 y que La Fe se unió, a principios de 1881, con los católico-liberales, facción calificada como «aberración monstruosa» por Ramón Nocedal desde las páginas de El Siglo Futuro. A su juicio, el liberalismo era irreconciliable con el catolicismo y sintetizaba todo tipo de horrores y herejías, por lo que los católicos sólo debían afiliarse al partido opuesto: el carlista. Las ideas de Pardo Bazán expuestas en «Confesión política» fueron alabadas tanto en las páginas de La Fe, como en las de La España Católica también carlista, periódico fundado por Alejandro Pidal y Mon. Ambas resaltaban su postura conciliadora e independiente de juicio. Pero es ideas de nuestra escritora provocaron también un verdadero escándalo entre los integristas. Su órgano de difusión, El Siglo Futuro, desencadenó una campaña contra Pardo Bazán, a quien acusaron de transigente y pacificadora, al tiempo que propició una trascendente polémica con La Fe -diario carlista en que colaboraban Vildósola, La Hoz, Granda-, en la que se enfrentaban conciliadores e integristas, las dos facciones que aparecieron en el seno del carlismo en torno a la Septembrina. Tras los ataques incesantes de Nocedal a La Fe -diario que continuaba la tradición de La Esperanza, antiguo órgano del partido-, se escondía su insatisfacción personal, pues no soportaba el papel a que había quedado relegado dentro del carlismo ni que su oponente periodístico hubiese vuelto a la gracia de D. Carlos. Este deseaba la paz entre sus partidarios. Hizo indicaciones que no fueron atendidas y el 9 de julio de 1888, indignado, expulsó del partido a Nocedal. Éste sostuvo que con él se expulsaba al neto antiliberalismo y que D. Carlos se había liberalizado50. Al escindirse El Siglo Futuro, el partido carlista quedó sin órgano importante en la prensa madrileña y D. Carlos encargó a Llauder la fundación de El Correo Español, que apareció en octubre de 188851. Tras esta quiebra interna, Nocedal escribió la célebre Manifestación hecha en Burgos por la prensa tradicionalista el mes de julio de 1888, en la que no faltan alusiones al artículo de Pardo Bazán52. Fue tanto el revuelo de esa Manifestación, que fundó el Partido Católico-Nacional, más conocido como Integrista.

Al año siguiente, cuando ya se había atenuado un tanto el alcance de sus palabras, la escritora recordaba toda la polémica surgida a raíz de estos dos textos en Al pie de la Torre Eiffel. En la carta VIII, fechada el 27 de mayo de 1889, al describir el ágape que los legitimistas franceses celebraron en el Hotel Continental y que presidió el Príncipe de Valori, tiene un recuerdo nostálgico y respetuoso hacia los integristas de Nocedal: «Yo hablo siempre de los legitimistas con simpatía, con respeto, con interés». Y continúa explicando la trascendencia que tuvieron entonces sus ideas:

Ha sido para mí un verdadero disgusto el que por culpa o, mejor dicho, por ocasión de la Romería vaticana se haya declarado un cisma en el seno de ese partido, ya acorralado desde la Restauración. Y no procede mi pena de que la catástrofe que involuntariamente provoqué me haya valido ser blanco de las protestas de infinitos tradicionalistas súbditos de Ramón Nocedal, los cuales desde el corazón de Navarra o el riñón de Vizcaya se despacharon a su gusto, llamándome Dalila, sirena, azote de la humanidad y liberala. Esta parte del asunto me ha entretenido muchísimo. Lo que me dolía era eso que nos duele cuando vemos desmoronarse un venerando monumento o descascararse una pintura vieja. No lo sé explicar mejor.


(144-145)                


Esta razón adujo la autora para no asistir al banquete presidido por Valori. Con su buen humor se justifica: «¿Qué contesto si me piden mi hoja de servicios? ¡Bueno fuera que les dijese: Unos artículos míos hicieron del partido campo de Agramante... y no hubo rey Sobrino que pacificase aquello!» (145). A esta delicada coyuntura del partido carlista también aludiría en uno de sus Cuentos de Marineda: «Morrión y boina», publicado en enero de 1889 en La España Moderna. No sólo reflejó la escisión de los integristas, sino que retrató la situación española de continuo enfrentamiento entre liberales y carlistas en las figuras de D. Pedro del Morrión y D. Juan de la Boina, respectivamente53.

Sus libros de viajes, escritos en los años centrales de su producción, son piezas clave para entender mejor la evolución ideológica de Pardo Bazán, para completar esa visión que tenía de España y para conocer su vertiente de escritora comprometida con su país, al que quiere ofrecer soluciones que le rediman de sus lastres y que le hagan avanzar y estar a la altura de otros países europeos. El patriotismo de doña Emilia evolucionará; no en su esencia, sino en los modos y lugares de encontrar soluciones. En este primer peldaño, abandonada la adscripción carlista, opta por la unión de las dos Españas: la liberal y la neocatólica. En un segundo estadio propondría abrirse a los países sudamericanos (así se aprecia en Por Francia y por Alemania) para evolucionar, junto a todos sus amigos regeneracionistas y del 98, hacia la europeización, que se aprecia especialmente en las páginas de Por la Europa católica.






Obras citadas

  • BOZAL, Valeriano (1979). La ilustración gráfica del siglo XIX en España. Madrid: Alberto Corazón Editor.
  • BRAVO-VILLASANTE, Carmen (1962). Vida y obra de Emilia Pardo Bazán. Madrid: Revista de Occidente.
  • FREIRE LÓPEZ, Ana María (2001). «La primera redacción, autógrafa e inédita, de los Apuntes autobiográficos de Emilia Pardos Bazán». Cuadernos para la Investigación de Literatura Hispánica, 26.
  • ORTEGA MUNILLA, José (1892). «Roma (Apuntes de la fiesta jubilar)». Viajes de un cronista. Madrid: Manuel F. Lasanta, Editor.
  • PARDO BAZÁN, Emilia (1886) Apuntes autobiográficos. Los pazos de Ulloa. Barcelona: Daniel Cortezo y Cía.
  • —— (1888). Mi romería. Madrid: Imp. y Fundición de Manuel Tello.
  • —— (1889). Al pie de la Torre Eiffel (Crónicas de la Exposición). Madrid: La España Editorial.
  • —— (1890). Por Francia y por Alemania. Madrid: La España Editorial.
  • —— (1894). Por la España pintoresca. Barcelona: López Editor.
  • —— (1900). Cuarenta días en la exposición. Madrid: V. Prieto y Compañía.
  • —— (1902). Por la Europa católica. Madrid: Est. Tip. de Idamor Moreno.
  • —— (1990). Cuentos completos. Ed. de J. Paredes Núñez. La Coruña: Galicia Editorial.


 
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