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Esperando a Florencio

Emir Rodríguez Monegal





Cada año, cuando llega la hora del balance de la actividad teatral, los críticos comprueban con fingido asombro que todavía no ha aparecido entre nosotros el nuevo Florencio Sánchez. Más que el célebre personaje de Beckett, el nuevo Florencio es un ser anhelado e inconseguible. Hasta cierto punto, como Godot, o God, o Dios, ese Florencio que todos esperamos con tan increíble fidelidad, no existe ni existió nunca. Como se verificó al celebrarse en 1960 el cincuentenario de su muerte con una reposición parcial de sus Obras Completas, Florencio Sánchez no es ningún Shakespeare. Su creación dramática, velozmente realizada en la primera década del siglo, no ha resistido intacta el paso del tiempo. Se pudo ver entonces con toda claridad que se había estado adorando a un ídolo que dependía más de los falaces prestigios de la memoria o de la intermitente prueba de restauración escénica que de una viabilidad dramática indiscutible. Bastó que la Comisión de Teatros Municipales creyera oportuno reponer en el Verdi durante varios meses casi toda su obra para que se comprobara, reestreno tras reestreno con una sensación de ridículo que crecía metódicamente hasta lo intolerable, que no todo Sánchez es viable, que buena parte de su celebrada obra está muerta, que reponerla exige algo más que un ejercicio de descolocada o sospechosa piedad.

Se dijo entonces que su teatro estaba demasiado adherido a un estilo ya pasado: ese naturalismo exasperado y con sus taras de simbolismo y pedagogía que había convertido la escena del fin de siglo europeo (en que se apoya Sánchez para sus fórmulas literarias) en un púlpito o una tribuna desde los cuales exponer las lacras sociales y recomendar soluciones. Todo lo que sigue siendo mensaje en Florencio -ya sea la necesidad de una nueva moral sexual, como en Nuestros hijos; o la de superar el eterno pleito de las generaciones, como en M'hijo el dotor; o defender los derechos de la salud, como en la pieza homónima- resulta casi siempre mero eco de autores europeos, primeros y más profundos.

El cincuentenario también permitió ver que sus mejores cartas siguen siendo el instinto teatral para diseñar personajes, un poco nerviosa y rápidamente, como hacía Lope; su oído para el diálogo de indudable fluidez y entonación rioplatense muy sabrosa; su astucia para encontrar los pequeños símbolos dramáticos que ayudan a fijar un conflicto en la imaginación del espectador. Pero casi todas sus piezas se resienten de la rapidez con que fueron escritas, de una ambigüedad esencial del punto de vista (buena parte de sus héroes son insufriblemente virtuosos, o enmascaran peores vicios detrás de su debilidad tan noble), de un cierta timidez o inmadurez para calar hondo, hundirse en la entraña de los conflictos que plantea, hacer drama y no sólo teatro. También el cincuentenario demostró que Florencio necesita nuevos intérpretes. No sólo nuevos actores que se despojen de una tradición histriónica vieja y envejecida, sino nuevos directores que sean capaces de sentirlo y expresarlo en un contexto más nuevo. La prueba de esta afirmación la dio, dos años más tarde, Antonio Larreta al presentar una versión de En familia (Teatro de la Ciudad de Montevideo, 1962) en que el habitual costumbrismo casi folklórico de versiones tradicionales aparecía sustituido por una entonación amarga, exasperada, casi expresionista, que subrayaba como con un filete negro la crapulonería de los personajes, su blandura culpable, su instintiva complicidad en la explotación de los buenos y tontos. El padre que estafa al hijo para jugarse el dinero, o la madre que quiere salvarlo pero acaba complicándose en el engaño ya no son figuras de comedia en esta versión de Larreta: son despojos trágicos, casi dostoyevskianos. Es cierto que esta admirable lectura de la pieza puso más al desnudo no sólo su amargo fondo sino también sus limitaciones dramáticas. Casi siempre, el texto de Sánchez, la velocísima caracterización de Sánchez, el punto de vista oscilante de Sánchez resultó corto para dar todas las entrelineas trágicas de su tema. Otra vez habría que invocar a Lope que suele desamparar sus comedias en el punto mismo en que un Shakespeare empieza realmente a ahondar.

Pero la ilusión que nos hace seguir esperando a Florencio es tenaz. Se resiste a morir, y cada año medimos con un cartabón hasta cierto punto fantástico y anacrónico la obra de los nuevos dramaturgos. Creo que hay un equívoco mayor en la base de esta actitud. Lo que no se dijo en 1960, ni creo que se haya dicho después, es que no sólo Florencio pertenece a un estilo de teatro que ya es historia, y muy pasada, sino que el teatro mismo como espectáculo y como oficio, como experiencia emocional colectiva y como rito social, ha cambiado por completo desde la muerte de Florencio en 1910. Su teatro pertenece a una época rioplatense anterior a la introducción entre nosotros de la cultura de masas del siglo veinte: esa cultura del cine, de la TV, de los comics, de las grandes agencias noticiosas internacionales y todopoderosas. El teatro de Florencio refleja, en los planteos y en los temas, pero también en los presupuestos de su diálogo y en la caracterización de sus personajes, una relación muy firme y muy fuerte del autor con un público determinado. Florencio sabía que estaba usando, y bien, el lenguaje de la tribu. Su actitud es también la de un creador que está escribiendo en el género más importante y popular de su época. Está escribiendo para una creciente clase media urbana a la que sirve y entretiene después de la cena, con sus dramas sobre temas nacionales muy tópicos, como la ambición de ascenso social (M'hijo el dolor), las relaciones dialécticas entre criollos e inmigrantes (La Gringa), la decadencia del gaucho que es decadencia de toda una forma de cultura rioplatense (Barranca abajo), los males del alcoholismo (Los muertos). Pero Florencio sabe asimismo que su teatro hace algo más que entretener. Desde el escenario, su teatro ilustra y orienta al público con tesis en que el anarquista romántico, muy bohemio, se complace en escandalizar (algo, no demasiado) con veloces intuiciones de una moral nueva: los derechos sexuales de la mujer, los derechos de la salud y del amor. Al morir precisamente en 1910, en el apogeo de esa comunicación, de esa complicidad, entre autor y público, algo se quiebra definitivamente. Es cierto que hasta bien entrada la década del veinte continuaría esa comunicación entre autor y público en el teatro rioplatense, aunque raleada cada vez más por el triunfo del cine. Los sainetes con su increíble vitalidad demoran algo el proceso. Pero con la aparición del sonoro a fines de los veinte termina para siempre el predominio del teatro como espectáculo favorito de la clase media rioplatense. Toda una generación desaprende a ir al teatro y otra crece sin haber ido nunca. Queda tan solo un público dividido inconciliablemente en una mayoría que continúa siendo atraída por los extremos de la vulgaridad escénica (Revistas del Maipo, cómicos como Paquito Busto) y en una minoría de especialistas que todavía se resiste a creer en la muerte del teatro. Esa minoría tiene razón al cabo: el teatro no muere pero se transforma. El creador ya no hablará el lenguaje de la tribu. O mejor dicho: el lenguaje de la tribu, hecho ante todo de gestos y de lacónicas frases, tendrá un sesgo internacional y se empezará a forjar en la oscuridad de las salas cinematográficas.

Si en Buenos Aires el teatro había recibido un golpe terrible con la avasalladora difusión del cine, en Montevideo ese golpe había sido duplicado porque ya en la época de Florencio la capital uruguaya era cliente dócil de la argentina. No es casual que este montevideano, que empieza estrenando con éxito en su ciudad natal, sea pronto atraído por la gran metrópoli porteña y termine consagrado como autor argentino, con temas y topografía argentina, totalmente expropiado por el aplauso de la vecina orilla. Hoy, Florencio es clásico de nuestros vecinos y también cartabón para medir a los nuevos. Dependiendo hasta ese punto de Buenos Aires, Montevideo lucha por tener su propio teatro y no ser sólo el punto de escala de alguna compañía argentina en jira de provincias. El triunfo del general Perón y esa cortina de lata ostentosamente arrojada sobre el río, fomentaron indirectamente el desarrollo del teatro uruguayo a partir de 1945. La plaza se libró de las invasiones periódicas de elencos crasamente comerciales, aunque también perdió la oportunidad de ver buen teatro argentino. Es cierto que la rivalidad de Eva Perón con algunos ex-compañeros de trabajo, y la persecución de muchos de los más distinguidos actores y directores por su escasa adhesión al régimen, fomentaron el discreto traslado de algunos hasta esta orilla. Por eso, con elementos locales y con algunos importados (como Orestes Caviglia o Armando Discépolo) el teatro empieza a existir en Montevideo precisamente cuando la generación del 45 inicia su etapa de mayor actividad.

Ésta es la situación a partir de 1930, la situación que habrá de heredar la generación del 45 y en la que es necesario situar su esfuerzo por la restauración del teatro en el Uruguay. En ese esfuerzo la preceden hombres algo mayores. Uno de los más tenaces fue entonces Manuel Domínguez Santamaría, que con un grupo de compañeros funda Teatro del Pueblo en 1937; de una asociación fugaz de este grupo con otro dedicado sobre todo al teatro infantil, La Isla, que había fundado Atahualpa del Cioppo, surgirá la iniciativa de construir una sala propia. Aunque Domínguez se separa de Del Cioppo y los suyos para continuar por otro camino la trayectoria de Teatro del Pueblo, éstos se quedan con el local y fundan en 1951 El Galpón. La historia de esos años duros abarca no sólo el final de la década del treinta y toda la del cuarenta, sino que entra un poco en el cincuenta. Entonces, sólo el esfuerzo colectivo, la tenacidad de una vocación y una esperanza sostenida contra viento y mareos, justifica la existencia de los independientes. En esos años, no sólo el actor o el director eran vocacionales; también lo eran los escasos espectadores.

La labor de adelantados de estos grupos (y otros que sería prolijo enumerar) habría de recibir apoyo desde el campo oficial gracias a la insistencia de un hombre de la generación anterior, Justino Zavala Muniz (n. 1898), ante el Gobierno colorado. Reuniendo actores que ya habían demostrado su capacidad y su iniciativa en otras ocasiones, aprovechando la estancia en Montevideo de la gran actriz española Margarita Xirgu, se funda en 1947 la Comedia Nacional, sobre el modelo de la francesa. Es cierto que los antecedentes teatrales de Zavala Muniz (ya había estrenado algunas obras de subrayada denuncia social y discutible simbolismo) y su explícita militancia política hicieron temer por el éxito de la iniciativa. Pero el experimento iría asentándose poco a poco.

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La Comedia Nacional, sostenida por la comuna de Montevideo, habrá de ser el punto de partida de un movimiento oficial muy importante porque mantiene abierta y restaurada la primera sala de Montevideo, el Solís; luego se incorpora una segunda: el Verdi, ofreciendo en ambas espectáculos a precios reducidos. La subvención oficial también permite traer actores y directores extranjeros, desarrolla escenógrafos e intérpretes, crea una Escuela de Arte Dramático, promueve al autor nacional. No toda la obra de la Comedia es intachable. Como señaló la más exigente crítica teatral de entonces, en la Comedia predominó a veces un sentido anticuado del espectáculo teatral e incluso un afán nacionalista que la llevó en las primeras temporadas a exhumar obras realmente irredimibles. Como directora, Margarita Xirgu reveló ser mejor guía de actores que creadora de espectáculos. Es cierto que su aporte como actriz tiene puntos tan altos como una Celestina, en la versión de José Ricardo Morales, que fue memorable (1949), pero su dirección de escena se resintió de una concepción explicablemente pasada. También abundó la Comedia Nacional en un enfoque algo gigantesco del espectáculo que hacía gastar en monumentales escenografías y en extras a lo Cecil B. de Mille. Es posible recordar con cierto horror un Calígula de 1949, dirigido y protagonizado por Esteban Serrador, en que el texto ascético y perverso de Camus aparecía sepultado bajo una orgía de pavos reales vivos y esclavos nubios de alguna escuela de ballet municipal. También la ambición llevó al traslado, en traducciones nada teatrales, de algunas piezas de Shakespeare (Julio César, un Macbeth de infeliz memoria) en que la desdichada concepción escénica, y la falta de una dirección con sentido moderno, hizo creer a muchos que el bardo del Avon no era trasladable a Montevideo. Curiosamente, estos pecados de juventud de la Comedia eran sobre todo pecados de senilidad. Hacía falta gente más joven y más al día en los puestos de mayor responsabilidad. Esa gente ya estaba ahí pero no había sido todavía descubierta por los que creían saberlo todo.

En esa etapa de formación, fue muy importante la labor de la crítica teatral que no se cansó de fustigar errores y obligó a todos a levantar el punto de mira. Esa crítica era promedialmente más joven que la dirección de (a Comedia, había aprendido bien la lección de las compañías visitantes (Jouvet, Barrault) o del teatro que se ve en el cine, y no estaba dispuesta a tolerar anacronismos. Por eso, a medida que la Comedia se fue abriendo a los nuevos, la crítica también fue modificando su actitud censoria. Desde sus trincheras de papel, los más exigentes ayudaron a esa labor colectiva de restauración. Poco a poco, la Comedia fue formando un elenco, fue admitiendo directores y actores nuevos, fue creando un público. Su empecinamiento y las arcas municipales permitieron restablecer la costumbre de ir al teatro. En esta tarea, fue muy importante también la tenacidad de los conjuntos independientes que estaban en manos de gente más joven, más audaz y de menos recursos. Desde los ya mencionados Teatro de Pueblo y El Galpón, hasta Club de Teatro, que funda Antonio Larreta en 1949 y desarrolla con otros directores tan creadores como Laura Escalante y José Estruch, el movimiento de teatros independientes adquiere con los años una importancia excepcional. Hay una época heroica en que se trabaja en la noche, después de abandonar cada integrante sus empleos, hasta las altas horas de la madrugada para preparar minuciosamente un espectáculo que se presentará una o dos veces apenas. Cada miembro de una institución independiente, por más que ambicione llegar a ser divo, barre el escenario, pinta telones, vende entradas a sus familiares, antes de aspirar a un papel, por pequeño que sea. En esa época (hablo de 1949, por ejemplo) Domínguez Santamaría ensaya durante meses una versión de Crimen en la Catedral, de Eliot, que será presentada una sola vez. Para ella se ha hecho una traducción especial, en verso; se ha preparado un coro que pauta musicalmente los textos y los mima al tiempo que los dice; se ha ensayado y vuelto a ensayar cada gesto, cada luz, cada traje.

Felizmente, poco a poco, las cosas cambian. Los independientes crecen, fundan salas o rescatan del abandono algunos teatros, se organizan como clubes, practican un agresivo gremialismo, fundan la Federación de Teatros Independientes, obtienen algún apoyo municipal, crean público. Sobre todo, crean público. Esa es la época dorada en que todos trabajan con increíble sentido de equipo y amor a la camiseta; en que hasta las rivalidades y las escisiones (Teatro del Pueblo conoce varias, el Teatro Circular genera un Nuevo Teatro Circular) son casi siempre estímulo para mejores y más audaces empresas; en que va apareciendo toda una constelación de actores, directores, artistas, técnicos. Los une el participar activamente en la misma renovación generacional aunque a veces los separen algunos años; los une el creer en un teatro actual, comprometido con el mundo en que vivimos, experimental en el sentido más ambicioso de la palabra.

Es éste un teatro muy distinto del oficial pero poco a poco (el medio es chico) ambos se van acercando, intercambiando elementos, contaminándose. Algunas direcciones de Larreta en la Comedia Nacional (un memorable experimento: Los gigantes de la montaña, de Pirandello, en 1957; el éxito del Diario de Anna Frank, en 1958) preparan su nombramiento a fines de 1959 como director estable de la institución. Es cierto que el casi inmediato choque entre Larreta y algunos miembros de la Comisión de Teatros Municipales demuestra que las viejas malas costumbres políticas no habían desaparecido del elenco oficial, obligando a Larreta a retirarse. Pero en su lugar no se nombra felizmente a ningún protegido sino a otro hombre de teatro, Ruben Yáñez, que había iniciado su carrera junto a Domínguez Santamaría y era, en el momento de su designación para la Comedia Nacional, también director de Teatro del Pueblo. Aunque Yáñez no es Larreta, la sustitución mantenía el predominio de la gente nueva. También José Estruch y Laura Escalante estaban incorporados a la Comedia como directores; el primero es incluso profesor de la Escuela de Arte Dramática y muy influyente en la formación de actores para el elenco oficial. Un actor joven de la Comedia, que había estudiado un año en París junto a Jean Vilar, regresa a Montevideo y pone sucesivamente en escena tres de los mayores éxitos del elenco oficial hasta la fecha: El Cardenal de España, de Montherlant (1962); Las sabihondas, de Molière (1963); Noche de Reyes, de Shakespeare (1964), con el que no sólo bate todos los records de recaudación sino que demuestra que el bardo es al fin y al cabo aclimatable en el Uruguay. Hoy, Eduardo Schinca es sin lugar a dudas uno de los valores más firmes de la Comedia.

No es casual que este panorama insista sobre todo en los directores. A los mencionados habría que agregar gente como Juan José Brenta, especialista en comedias; Hugo Mazza que también es notable escenógrafo (lo prefiero como tal); Federico Wolff, fundador y alma mater del polémico Teatro Universal; Roberto Fontana, actor y director vinculado hasta hace muy poco a Club de Teatro; Sergio Otermin, actor, autor y director que en esta última capacidad hizo algunas cosas importantes en los últimos años; Ugo Ulive que aprendió en El Galpón, junto a del Cioppo, hasta madurar en algunos espectáculos originales como El gran Tuleque, de Mauricio Rosencof; Gustavo Adolfo Ruegger que ha hecho teatro y crítica de teatro. La lista podría extenderse hasta abarcar directores más esporádicos como Pablo de Béjar, de muy firme ambición, o más comerciales como Carlos Muñoz o César Charlone Ortega. Pero con los nombrados, basta para dar una idea del predominio bastante claro del director. Lo que caracteriza precisamente este período de restauración del teatro es la hegemonía del director. No quiero decir con esto que no haya actores sino que a pesar de haberlos (algunos son directores también, como Concepción Zorrilla, o Guarnero, o Candeau) y de ser muy responsable de atraer y fijar un público, son los directores los que entonces asumen el papel de jefe. Aquí no hace el Uruguay otra cosa que ponerse al día con el resto del mundo. La crisis provocada por la irrupción de medios masivos de entretenimiento afectó precisamente al divo. Mientras el teatro fue en Europa y en los Estados Unidos un espectáculo de enorme atracción para las clases medias, el actor fue su centro. Los actores-empresarios de fin de siglo y comienzos de éste, las grandes divas internacionales (la Bernhardt, la Duse) inventaron y desarrollaron el star system antes de los industriales de Hollywood. Pero precisamente la competencia del cine modificó profundamente la situación. Fueron los directores los que salvaron al teatro de la inexistencia como espectáculo, se llamen Jouvet o Barrault o Vilar en Francia; Visconti, Strehler o Zefirelli en Italia; Tyrone Guthrie, Kazan, Peter Brook, Quintero, Joan Littlewood o Schneider en el mundo anglosajón. Es cierto que a medida que el teatro vuelve a ser espectáculo favorito de una mayoría creciente el astro o la estrella regresan a su lugar central. Pero el director ha obtenido ya en este siglo un lugar del que no puede abdicar.

En el Uruguay, la labor de equipo de los independientes e incluso la concepción del elenco oficial, modelada sobre la Comédia Française, se opuso en un principio al star system. Fue inevitable, sin embargo, la aparición de una constelación teatral. Porque el público necesita ídolos, así sea a escala nacional. Esta evolución se hizo evidente al salir Guarnero y China Zorrilla de la Comedia para fundar, con Larreta, el Teatro de la Ciudad de Montevideo en 1960. La compañía descansaba astutamente no sólo en el prestigio de su joven director sino en la atracción formidable de los dos actores. Ese conjunto demostró que Montevideo estaba relativamente maduro para una tercera etapa. Junto a la Comedia oficial, financiada involuntariamente por todos, había sitio no sólo para los independientes (financiados por el sacrificio individual de cada uno de sus miembros) sino también para una o más compañías profesionales, financiadas por el público. El relativo éxito del TCM, su carrera de triunfos y azares, sus jiras ambiciosas por Buenos Aires, París, Madrid, ha demostrado la validez de la fórmula pero también sus peligros en un medio que recibe, precisamente en ese mismo año de 1960, el segundo asalto de la cultura de masas: la irrupción de la TV que alcanza a cuatro canales locales, compitiendo suicidamente por el interés de una audiencia relativamente pequeña.

Este segundo asalto ha obligado a una reordenación de las filas, a replantear la estrategia, a grandes cambios. Una de las cosas que ya se ha puesto en claro, por suerte, es que la TV no sólo retrae público del teatro (y del cine) sino que también puede ser usada para la mayor difusión del teatro, para hacer más popular a un actor, para despertar el apetito por fórmulas más novedosas o audaces del espectáculo. Es cierto que en los primeros años la TV desarticuló y disolvió a mucho grupo pequeño que sobrevivía, paradójicamente, porque la intemperie de hace algunos años era menos exigente. Al atraer a quienes hacían teatro sólo como forma sublimada del exhibicionismo, la TV consiguió situarlos en un nivel más preciso y cómodo. No a todos sienta el coturno, como fue penoso descubrir noche tras noche, durante algunos empecinados años. Pero también la TV ayudó a despejar ciertas confusiones del teatro independiente que en su momento de mayor fervor autorizaba a cualquiera (digo: cualquiera) a creerse actor o director, fomentando los más penosos engendros de la escena nacional. Es curioso, por eso mismo, que un año como 1965, en que no se ha hablado más que de crisis total (del país, de la economía, de las. instituciones, del arte, del teatro), el repertorio haya sido promedialmente mejor, la calidad de muchos conjuntos be haya mantenido, se haya experimentado con autores nuevos. La crisis no es mala para el teatro: lo es, eso sí, el conformismo, el estancamiento, la parálisis de la complacencia.

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Con este cuadro a la vista se advierte mejor, creo, el absurdo de seguir esperando a Florencio, El que vendrá, si ya no ha venido y está ahí, invisible delante de los ojos de todos los que siguen escudriñando el horizonte, no es Florencio. Será, es, tiene que ser, otro. Ya la generación del 45 ha presentado un elenco bastante considerable de nuevos autores nacionales que se han atrevido a hacer teatro aquí desde puntos de partida muy distintos y hasta antagónicos, pero revelando una pasión y entusiasmo impermeables al relativo fracaso de la mayoría. En la promoción inmediata, esa generación del 62 cada día más presente, el movimiento teatral es si cabe igualmente intenso. Por eso, sin ánimo de abarcarlo todo, quisiera dejar ordenados algunos nombres que representan a la promoción teatral del 45 en su aspecto más creador y ambicioso. Los de la gente nueva quedarán, como ya se ha advertido, para el apéndice.

Uno de los primeros en intentar el teatro y el que más esperanzas concitó durante mucho tiempo, fue Carlos Denis Molina (n. 1917). Hacia los años cuarenta, Denis representaba para los entonces jóvenes el nuevo teatro nacional. Era el suyo un teatro a la francesa, lleno de alusiones clásicas de segunda o tercera mano, muy literario. La más notable de sus obras se llama (naturalmente) El regreso de Ulises, y fue dirigida por Atahualpa del Cioppo en 1949. Por ese camino a la Giraudoux habría de seguir un tiempo con obras como Orfeo (1951)y como Morir tal vez soñar (1953), ambas presentadas por la comedia. Luego, Denis iniciaría con Un domingo extraordinario (también de la Comedia, 1958) un viraje hacia un teatro más arraigado en el ambiente. Poco a poco descubriría en sí mismo una veta de comediógrafo popular y hasta populachero que nada tiene que ver con sus aspiraciones iniciales. Es lastima porque en sus piezas primeras así como en su única novela (Lloverá siempre, 1953) o en algunos de sus libros de versos, como Tiempo al sueño (1947), Denis Molina había demostrado una auténtica sensibilidad literaria, una inquietud, una ambición. Fue un adelantado de la obra de muchos otros, y parece perdido ya.

Alejandro Peñasco (n. 1914), en su triple capacidad de crítico teatral y musical, poeta y profesor de literatura ha dejado su huella en la cultura de los años cuarenta en adelante. Su mayor esfuerzo teatral, Calipso (1950), también pertenece a ese tipo de obra que especula con una Grecia a la Giraudoux, aunque Peñasco conoce profesionalmente los textos clásicos mismos. Fue llevada a escena por Eduardo Acevedo Solano para la Comedia Nacional, con una pompa tan literal y tamaño esfuerzo de trascendencia que la versión aniquiló toda posibilidad de goce. Leída, la pieza parecía justificar un juego más liviano y hasta sofisticado; sobre el escenario era como una versión escolar de Sófocles o de Racine. Lo increíble es que el autor se declaró satisfecho con la puesta en escena a pesar del casi unánime voto en contra de la crítica y del público. Peñasco no ha estrenado más desde entonces y sólo ha reaparecido con un libro de poemas que revela su oficio; Despojo de la llama (1964) es su título.

Otro escritor que ha intentado con la mayor constancia el teatro es Héctor Plaza Noblía (n. 1924), también profesor de Secundaria. Sus obras han sido poco representadas en la capital pero aparecen inevitablemente recogidas por el autor en pequeños volúmenes periódicos. Ha ganado un concurso oficial con una obra sobre el sitio de Paysandú y la personalidad de Leandro Gómez, convocado con motivo del centenario de su ejecución (1965). Allí revela la madurez de un estilo teatral a pesar de las limitaciones impuestas por las mismas bases del concurso. En un campo -el del teatro histórico- que parecía propiedad exclusiva de Juan León Bengoa (n. 1898), hombre de la generación anterior, Plaza Noblía demuestra su solvencia. En la misma promoción, han intentado asimismo el teatro escritores que se habían manifestado primero en otros géneros. Así, Mario Benedetti (n. 1920) que se ha hecho famoso con sus cuentos y su poesía, ha escrito y publicado algunas piezas cortas y estrenó en 1958 una larga, Ida y vuelta, que tuvo éxito de público y hasta mereció algún premio pero no convenció a la crítica. La obra revela oficio literario pero se queda en la superficie del tema, tan rioplatense, del desarraigo y de la evasión por el viaje. Escrita antes de que Benedetti hubiera visitado Europa, su pieza carece de perspectiva. Muy poco aporta a quien es sobre todo admirable narrador. Pero la obra tiene su importancia porque ya marca el predominio de una temática nacional que habría de orientar casi todos los esfuerzos de los años siguientes. Incluso un narrador que como Juan Carlos Legido (n. 1923) se había iniciado en el teatro con obras de evidente cuño existencialista (Dos en el tejado, 1957, La piel de los otros, 1958) habrá de cambiar su rumbo para orientarse al costumbrismo. Legido parece atraído por gente sencilla, algo ingenua, que vive en un Montevideo de hace treinta y tantos años, cuando todavía había ranchitos de muchachos en Malvín (Veraneo, 1961), o revela su predilección por seres que vegetan mínimamente en pueblos del interior (Los cuatro perros, 1964). Hay en su enfoque mucho de la nostalgia que asoma también en las crónicas y las ficciones de Benedetti o Carlos Maggi, cuando se ponen a evocar algo románticamente el mundo de sus padres, o su adolescencia de muchachos de clase media. La última pieza de Legido se llama, inequívocamente, El tranvía (1965). Nunca llovía en los veranos de antes, dice un personaje de John Osborne en The Entertainer (1957), y esa frase define bien la hipocresía de la memoria que opera sobre el deseo de un paraíso perdido, creando una imposible y tibia Arcadia para las aspiraciones de una clase. Hasta la fecha, Legido no ha logrado superar ese equívoco nivel y hasta en sus mejores obras (como Veraneo) ha demostrado estar prisionero de ciertos amaneramientos sentimentales. Otro hombre de la misma promoción, Andrés Castillo (n. 1920) se ha dedicado en una serie de piezas cortas y algunas largas a explorar también los motivos y las costumbres más arraigadas del montevideanismo. Sus obras son bastante informes y aunque ambicionan captar la realidad (como pasa en Cinco goles, 1963) suelen quedarse en sus alrededores.

También es típica la evolución de otro narrador y dramaturgo, Ángel Rama (n. 1926) que es más conocido como crítico teatral de Acción (1957/1964) y por su labor como encargado de la sección literaria de Marcha, desde 1958. Después de una primera novela muy adolescente, Oh, sombra puritana (1951) que postula la existencia de un joven profesor de literatura que se va a vivir a un burdel de pueblo sin reconocer la naturaleza de esa institución (el libro está más en deuda con Julien Green que con la mera realidad uruguaya), Rama ha publicado en 1961 un tomo de relatos, Tierra sin mapa, que recoge pulcramente y en un estilo de costumbrismo español anacrónico hoy, los recuerdos de infancia de su madre. La obra obtuvo un premio en un concurso gallego. Hace tiempo que el autor anuncia un volumen de relatos nacionales, algunos de los cuales se han publicado en revistas y que son decorosos. Pero es en el teatro donde su ambición de creador se ha puesto más al desnudo. Sus dos primeras piezas se inscriben en una línea abiertamente europeizante y revelan su aplicada lectura de Sartre, de Anouilh, de Jean Genet. Una de sus piezas, La inundación (1958), imagina una catástrofe que aísla a un grupo en una torre; fue estrenada antes de las inundaciones de 1959 y depende más del impacto de Huis clos que de ninguna experiencia viva. La segunda obra, Lucrecia (1959), se sitúa en un convento italiano de hace tiempo y describe una colección de monjas que se dedican más a la ninfomanía o la represión sexual que al oficio divino; la concepción y la ejecución de esta obra son delirantes. Con su tercera pieza Rama intenta acercarse a la realidad de su tiempo y lugar. Queridos amigos (1961) pretende describir un segmento de la sociedad montevideana y postula que la dolce vita no es privilegio exclusivo de Europa. A pesar de cierto alboroto que precedió su estreno (se sabía que era una pièce à clef, con personalidades reconocibles), la obra no recibió siquiera la consagración del escándalo. Escrita, como las anteriores en un lenguaje intelectual pero sin nervio dramático (Sartre, Brecht, Shaw, podrían haberle enseñado algo), desdibujada en sus personajes y sin relieve teatral, desvaída en su anécdota, demostró por tercera vez que la creación dramática exige condiciones mínimas.

De los autores que se revelan entonces el más prolífico es sin duda Luis Novas Terra (n. 1923, en Alemania, con el nombre de Luis Neulander). Después de varios intentos más o menos fallidos (M. M. Q. H., 1958, Pan y circo, 1959), Novas Terra logró conquistar el público con una comedia musical, Todos en París conocen, o Madame Mylene (1959), que desató el auge del género entre nosotros y ha sido llevada con variado resultado a Buenos Aires y Santiago de Chile. Su concepción de un teatro actual y actualizado, oscilando en el filo de la sátira y la comedia con canciones y bailes, deriva obviamente de La ópera de dos centavos, de Brecht/Weil. Algunas de las teorías de Novas Terra sobre el distanciamiento pagan tributo a la equívoca y mutable Verfremdung del mismo teórico y practicante alemán. Pero a pesar de estas servidumbres aceptadas y reconocidas, Nova Terra tiene invención teatral. Su peor falla está en el lenguaje, casi siempre tieso y sin fluidez, en su funesta tendencia a escribir versos que no corren. El éxito de Todos en París conocen lo tienta a escribir otras obras en la misma línea, come La pequeña diferencia (1960), que Carlos Maggi rebautizó La Dolce Biblia y que no resultó viable por sus pretensiones trascendentes. Mucho más válida es una pieza para niños, Los cuatro musicantes (1963) que ya anda en una segunda versión mejorada, Pillín y los cuatro musicantes (1965), menos ajustada a Brecht y más atenta a su público. Aunque sus ensayos de teatro convencional (El jazmín azul, 1962) son irredimibles, Novas no ceja. Por su esfuerzo ha demostrado que la constancia a veces paga.

De los autores revelados a partir de 1945 los más importantes son tres que he dejado deliberadamente para el final: Antonio Larreta, Carlos Maggi y Jacobo Langsner. Los dos primeros han tenido una proyección mayor en nuestro medio y merecen un análisis más detallado. El tercero plantea un curioso problema de valoración. Porque Langsner (n. 1927, en Rumania) inicia tan tempranamente su carrera teatral que, a pesar de pertenecer cronológicamente a la promoción siguiente, su obra acompaña si no precede a la de muchos de los dramaturgos de la generación del 45. Esto lo coloca fuera del grupo que le correspondería por su fecha de nacimiento y obliga a considerarlo aquí. Su primera obra, Fruta verde (1951), es realmente prematura. Pronto se revela su ambición con piezas de una vanguardia chirriante y exasperada que sólo en los títulos, La rebelión de Galatea, (1951), El juego de Ifigenia (1952) pagan tributo a la influencia de Giraudoux. Ya en una pieza corta que publicó Número y que se titula Los ridículos (1951), ensaya Langsner un lenguaje y un enfoque que habrán de madurar casi de inmediato: consiste en una exageración del lenguaje corriente que lo potencializa de una violencia externa y una tensión interior, muchas veces intolerables. En esto, Langsner sigue sin duda a Pirandello y a Anouilh, pero también precede a Edward Albee. En 1954, obtiene un éxito de público y de crítica con una pieza, Los artistas, que presenta Club de Teatro bajo la dirección conjunta de Larreta y José Estruch. Parece dar allí el autor un viraje hacia el neorrealismo de implicación social, contrastando pirandellianamente la realidad de un barrio miserable, con su cola matutina para obtener leche, con la ficción de una compañía de cine que viene a filmar una historia en exteriores. El éxito de la pieza (que publicara La Licorne, en 1956) no arraiga a Langsner, que se va a Buenos Aires, donde parece perderse algunos años en labores muy secundarias como libretista de radio y de TV, hasta que reaparece en Montevideo con Los elegidos (1957) y más tarde con Esperando la Carroza (Comedia Nacional 1962), que convierte un velorio en tema jocosísimo. Exasperada, muy negra, ésta obra fue llevada por el director Sergio Otermin a tal velocidad y con visible regodeo por su materia macabra, que chocó a buena parte del público y de la crítica. De la colaboración de Otermin con Lagsner surgió más tarde otra obra, Ocho espías al champagne (1964), divertissement veraniego escrito por ambos y dirigido brillantemente por Otermin. Su tema es Mata Hari; su intención la de parodiar el film mudo de espionaje. Mientras tanto, en Buenos Aires (donde continúa residiendo), Lagsner presentó en 1964 una nueva versión de Los artistas, con el título ligeramente alterado como para documentar una entonación más lunfarda (Llegaron los artista..., así sin la s), que Inda Ledesma dirigió y protagonizó. Situado desde entonces entre Montevideo y Buenos Aires, indeciso aún entre el grotesco más fervoroso y la alegoría poética más exasperada, Langsner no parece haber encontrado del todo su estilo. Una obra suya que he podido leer en manuscrito, El agujero en la pared, me parece mejor que todo lo que ha estrenado hasta ahora y promete una madurez. Se trata de un dramaturgo indudablemente dotado, que ha estado y está luchando con sus demonios interiores. No me extrañaría que de llegar a alguna clase de pacto fructífero con ellos, Langsner se convirtiera en ese Florencio que todos esperan en una y otra orilla del Plata pero mirando hacia otro lado.





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