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ArribaIV. Amanecer

El juicio final


Abre la puerta de su habitación golpeándola contra la pared y se tira en la cama, boca abajo y con los zapatos puestos. No pasan diez segundos y se sumerge en un sueño inquieto, al comienzo, y profundo y asfixiante al final. La Bestia persigue a su víctima de forma implacable, hasta que decide terminar con esa fuga repetida diciéndole que no hay nada que pudiera hacer, un esfuerzo humano, para salvarse de un monstruo mil veces superior. Cualquier defensa o cualquier agresión contra la Bestia está destinada al fracaso, como una vara contra los cuernos de un rinoceronte, porque la Bestia también es inmortal.

-Comprendo -dice el hombre o la mujer que huye, que por momentos es Consuelo y por momentos un pobre desconocido-. Pero si realmente eres indestructible, podrás resistir cualquier castigo que yo, inútilmente, pretenda ocacionarte.

-Así es -reconoce la Bestia, que no solo es poderosa sino también inteligente y comprende la intención de la pequeña creatura.

-Te arrojaré una gota de agua sobre la cabeza -dice benévolo, el hombre o la mujer- hasta que yo lo decida o hasta que me canse de hacerlo. El tiempo lo mediré yo, porque tú eres inmortal y no tienes apuro.

-Estoy de acuerdo -dice la Bestia- sométeme inútilmente a tu castigo y yo resistiré sin dolor, hasta que un esfuerzo tan breve acabe con tu vida.

Entonces la víctima se tomó su tiempo. Con aparente calma, comenzó la lenta destrucción de la Gran Bestia que le llevaría toda la vida. No porque pensara vencer, sino porque era un hombre o una mujer y debía hacerlo. Arroja la primera gota como una piedra y la gota cae lenta, como arrastrándose en un aire espeso y asfixiante, y golpea en la frente del monstruo que no parpadea ni se mueve. Solo mira a su víctima con sus pequeños ojos, mientras la víctima se dispone a una lucha de cincuenta años. Hasta que despierta más agitada que al comienzo.

Apoya un codo sobre la cama y refrega la cara con la mano dura. Sí, no había sido un sueño muy freudiano, que digamos. Más bien parecía haber salido de una de las historias de las Mil y una noches. No parecía un verdadero sueño. ¿Pero por qué? Apoyó la cara en las dos manos y se quedó pensando en la frente ancha y oscura de la bestia, en sus ojitos diminutos como el de los toros de Picasso o el de las bestias de Cuevas, en la historia que no dejaba del todo claro quién era el vencedor. Digamos que tal vez no era un sueño moderno; era un sueño antiguo, como una historia persa o hebrea. Porque si las manos y los pies cambian con los siglos amontonados, si las miradas ya no son las mismas, si las herramientas, las ideas y los miedos cambian también, si todo va para algún lado o va para ninguna parte, ¿por qué no habrían de cambiar los sueños también? ¿Por qué pensamos que con las mismas piedras que los hombres levantaron las pirámides de Egipto solo se pueden levantar pirámides y no murallas o catedrales? ¿Tal vez porque los sueños son el único reducto, científico y ateo, de la Eternidad?

Fue un funeral escaso de concurrencia, of course. Cuando la vi pálida, recostada en el cajón, un instante antes que le pusieran la tapa para llevársela, me dije o le dije, con una imperdonable ironía: al fin os encontré. Y la vida siguió igual, como dicen que sigue siempre. Yo maldiciendo al tío porque no me había dicho que sabía adónde vivía, cuando seguramente ella me había necesitado, o tal vez me habría llamado antes de morir, y yo y él huyendo de la vergüenza de esa mujer. ¡Y él haciéndose el estúpido, contestando con evasivas o no contestando nada! Apenas llegaba de la oficina, dejaba sus cosas, se cambiaba y se iba, para no escuchar mis preguntas, para emborracharse con sus muchachos y volver a las tres de la madrugada chocándose con los muebles del living.

Ya ves que esta vez no me olvidé deste libro. He estado muy ocupada. Incluso Voltaire se ha vuelto insoportable. Yo no sé qué le pasa. No leas tanto y cuídese del frío de la noche.

Una noche, cuando llegó el tío, tarde como siempre aunque no tan borracho, puse en marcha mi venganza. Esperé a que apagara las luces y que se fuera a dormir para ir a su dormitorio. No había luz debajo de la puerta y tampoco estaba cerrada con llave. Entré y me detuve un momento ante esa silenciosa oscuridad, sabiendo que me estaba mirando, y me desnudé para entrar a su cama. Había pensado que si era homosexual lo descubriría tocándolo, y eso lo llenaría de vergüenza; y si no lo era o era hermafrodita, cometería su mayor error, porque yo iba a tirarme del décimo piso y todos pensarían que él me obligaba a compartir su cama. Solo podía ocurrir lo peor: que el tío Vicente fuera un buen tipo, un santo padre, como decía la profesora de francés, y me humillara diciéndome que saliera de la cama, que eso no se hacía. No me penetró, pero me estuvo manoseando hasta que me harté y me desprendí de su lado. Salí a la calle, confundida, derrotada y humillada por el señor. Había sido masturbada por un hombre y no tenía ninguna prueba que lo involucrara después de mi muerte. Pero algo había ganado (quise pensar): había quedado claro que el tío Vicente no era el santo padre que fingía ser y ahora yo tenía una buena razón para odiarlo como lo odiaba. Y mi desprecio se desparramó por toda la gente que a esa hora caminaba por la calle, porque comprendí que todo hombre es un santo hasta que se le presenta la oportunidad para dejar de serlo, y que si entre todos aquellos peatones había tanta gente fiel a sus maridos y a sus esposas y a sus puestos en la administración y a sus religiones, era porque no habían tantas Consuelos que estuvieran dispuestas a probarlos para descubrir la verdadera naturaleza de sus corazones. Y que era por la escasez de elementos provocadores como yo que la hipocresía de esos nobles ciudadanos estaba a salvo de la luz. Comprendí que los más profundos deseos sexuales se oponen a los sentimientos morales, que unos son la causa de los otros, y que la gente no quiere que hagan con ella lo que ellos quisieran hacer a los demás; y que por eso mismo se predica lo contrario: no hagas a los demás lo que no quieres que los demás hagan contigo; que un hombre de moral no es solo un hombre de buenos sentimientos sino un ser sucio y animal que reprime exitosamente sus horribles deseos. Y también comprendí que nada de eso importaba, o no debía importarme a mí, y que era más fácil cambiar el Universo entero que una mísera parte del mundo.

Bajé al río cuando ya casi amanecía, la primera niebla espesa del año, sin ideas y sin sentimientos, el recuerdo débil de un viejo verano. Después subí a la rambla y tomé el 195, al Cementerio Norte. En el camino me ocurrió algo curioso. En una parada vi que subía el padre Roberto, con su gabardina negra y su portafolios de cuero. Entonces hice que no lo había visto y mantuve la cara para el otro lado, como si estuviera muy ocupada con lo que ocurría afuera, en la calle, y no incómoda con su presencia. Pero él se colgó al caño del pasillo y se quedó allí, mirándome durante varias cuadras, inundándome con su perfume de Pino Silvestre y recostándose contra mí de forma que tuve que inclinarme hacia el otro lado para no sentir más sus testículos contra mi hombro izquierdo. Más allá, por General Rivera, me pareció que subía el Tito y me llené de miedo. Siempre temía encontrarme con este ser despreciable en esa ciudad que se estaba volviendo maldita para mí. Pero cuando el sospechoso subió, comprobé que solo había sido una impresión, la misma que había tenido del supuesto padre Roberto, que en realidad era un tipo muy parecido, incluso en la insistencia de mirarme como un tarado cuando le pedí permiso para bajarme. El nicho adonde la habían puesto no tenía flores y los restos del portland que sellaban la entrada estaban secos y agritados. Una inscripción desalineada y con pintura negra decía, como una broma de mal gusto:

MABEL MORENO ZUBIZARRETA
REINA DE AMÉRICA
MADRID - 2 DE JULIO DE 1942
MONTEVIDEO - 21 DE OCTUBRE DE 1983

En el Sanatorio, la enfermera gorda termina de colocar todas las pertenencias de Mabel en una caja (el cepillo de dientes, las fotos viejas, un lápiz de labios, un par de sutienes y un par de bombachas demasiado íntimos y gastados como para que le puedan servir a otra persona) y la sella con cinta de embalar. Cuando se dispone a llevársela, advierte que no ha revisado los cajones de la mesita de luz. Revisa y encuentra un sobre de carta con una dirección de Buenos Aires. Lo mira de ambos lados y, luego de dudar un momento, se anima a abrirlo. Es una carta de la pobrecita, se dice y lee unas líneas:

Mi querido J. J.:

Antes que nada, disculpa la letra, pero tengo frío. La gente de la casa dice que es suficiente el calor que hay que la calefacción está demasiado fuerte y que hasta da para sudar pero yo no puedo decir lo mismo hace frío y me imagino que Buenos Aires estará igual.

¿Cómo estás tu? Sé por una amiga que no estás mal aunque tu suerte no ha sido mucho mejor que la mía claro que desde hace muchos años sé tu dirección en Buenos Aires pero nunca me atreví a escribirte porque tenía miedo (pánico) de que me pudieras encontrar el por qué ahora no importa te escribo porque ya...

La enfermera dice, en voz baja: «pobrecita, quién sabe quién...» y enseguida se da cuenta que se trata de otra fantasía de la Reina de América. Teme hacer una pelota de papel con la carta de la muerta y la dobla en cuadraditos, cada uno más chico que el anterior, antes de arrojarla en la papelera para que nadie se entere de que ha leído una correspondencia que no iba dirigida a ella. Titubea, aprieta los cuadraditos que se esfuerzan por desplegarse y, finalmente, les da un beso y los arroja a la basura, como hace siempre cuando tiene que tirar el pan que se pone verde en alguna bolsa de la cocina, como hacía la madre y como dice que hacía siempre la abuela Coca, porque a la vieja, gorda y hambreada, le había faltado la comida allá en el campo, castigo de Dios por tirar a los perros lo que todavía servía a los cristianos en época de sequía, cuando todavía llovía lo suficiente y en los campos los animales no se morían en las barrancas de los arroyos secos o inundados. El recuerdo de la abuela Coca se despliega de a poco, igual que la cartita de Mabel, piensa la enfermera, que ya ha duplicado su tamaño en un rectángulo, pero que no tendrá fuerzas para repetir la hazaña entre las otras pelotitas de papel y envases de té de mburucuyá. En un rincón de la cara visible parece decir miedo a las esquinas de... y el movimiento ahora casi imperceptible del papel le recuerda al Toco, un perrito que tuvo cuando todavía era una muchacha de pocas muertes y lo vio morir atropellado por un auto, acariciándole la cabeza mientras echaba sangre por la boca, respirando con dificultad, como casi no podía respirar de niña cuando lloraba y más tarde de joven cuando veía a su viejo amigo tirado en el patio de la casa, apenas rugiendo de dolor, esperando que se muriera de una vez por todas para no verlo así, pidiéndole inútilmente ayuda, mirándola cómo le pasaba la mano por la cabeza y por el lomo hasta que el alma se le desprendió del cuerpo en un temblor brusco y definitivo. Un miedo a las esquinas no podía ser más que el miedo de otro enfermo, de un ágora fóbico, como dice el doctor, piensa la enfermera y se decide por vaciar la papelera en una bolsa, mientras en el cementerio Consuelo camina haciendo sonar discretamente los tacos altos en el pavimento desparejo y solitario, cada vez más frío. El hombre que cuida a los muertos la mira, mira sus piernas largas y desnudas y en voz baja dice mamita. A Consuelo ya no la asusta la noche, no es tan débil, ya no puede ser tan infeliz. Yo le decía a una amiga que estaba pasando por un momento oscuro y clamaba por un profesional de la mente, que yo también había pasado por los infiernos y que, como una perro herido, me había curado a mí misma, lamiendo mis propias heridas. ¿Cómo? Palabra clave: rebeldía, rebeldía contra los fantasmas, rebeldía contra el enemigo interior. Fuerza, tal vez soberbia, iracundia. A vivir he venido a este mundo y vida entera voy a tomar de él. Temer, temblar, es morir.

Camina y se vuelve indiferente, que también es una forma de no sufrir y de morir un poco.


Y si la tristeza me sienta en un banco
a revelarse en un banco de cementerio
yo descanso de mi risa frívola y apurada
solo por respeto descanso
por los muertos no me río
pero no me siento a mirar sus ojos
sus ojos negros sus ojos secos
como fui siempre
rebelde descanso y me levanto
no me tientan
no me agarran
en vano alegre o triste
¡yo siempre sé dónde, cómo,
quién es el ángel blanco y quién
dios!
el ángel negro.

Consuelo da vueltas por el centro (cuando caminaba le salían mejor las ideas, como si la reflexión fuera un acto semejante a transitar) hasta que se cansa y se desploma en un banco de Plaza Cagancha. Mira con cuidado la estatua que está sobre el pilar corintio, demasiado alto, separando en dos el tránsito que corre por 18 de Julio, como una piedra en medio de una de esas corrientes de agua que se forman a los costados de la calle los días de lluvia. Y aunque nunca llega a verla bien, supone que es la estatua de la Libertad, porque es mujer, y una mujer mal arropada siempre significa para los hombres la libertad, cuando es una estatua y no es una mujer de verdad; porque los héroes que son recordados en el bronce montando un caballo musculoso, son todos hombres, mientras que las ideas abstractas o las pasiones nacionales por las que se matan son todas mujeres, y porque en los países en donde se violan la libertad y la democracia siempre hay estatuas, edificios y calles con nombres como Democracia y Libertad.

Querida Augusta:

No olvide poner este libro adonde estaba. Cuando salga no quiero encontrar mi biblioteca desarmada. Tampoco quiero que otros la usen sin mi permiso. Estar preso no significa que me haya muerto. Después sí, ya es otra historia. Pueden desarmarla y donarla en pedazos a las bibliotecas de barrio. Lo mismo digo para mis órganos, que ya los doné todos (a sugerencia del médico del Ministerio de Salud Pública, al que le debía el favor de mantenerme vivo, sin ese maldito dolor), salvo el cerebro, que ya no sirve para más nada, y mi probable alma, que por lo visto está destinada a trasmigrar solitaria, de gato en perro, de hombre en rata.

En la cárcel he meditado mucho y creo haber aprendido algunas cosas (¿Qué otra alternativa tiene un preso si no la libertad espiritual?): es demasiada soberbia tener una concepción personal del mundo cuando a los pueblos les ha llevado miles de años desvelar verdades más simples. Por ejemplo, yo alguna vez pensé que las almas podían tener alguna oportunidad de encontrarse después de la muerte, no por la fe sino por el amor. Ahora me doy cuenta que es un error: las almas son entes solitarios por naturaleza, y vagan de un lado del Cosmos infinito hacia el otro, y solo de vez en cuando se encuentra una con otra semejante, chocan y rebotan como un montón de átomos de gas rebotan en un frasco.

También creo haber aprendido algunas otras cosas. Pocas, pero suficientes. En realidad, el secreto no está en saber muchas cosas sino las necesarias. Y la gente cada día sabe más sobre lo que menos importa. Tanto libro al cuete, ¿vio? Como alguno de esos que me trae por equivocación o por recomendación de Charly. Recuerdo que en el colegio de Villa Devoto casi nadie sabía un corno de filosofía. Mucho menos de religión (si yo fuera ministro de cultura, haría obligatoria la enseñanza de religiones en la secundaria. ¡Eso es laicismo, qué joder!). Y aquellos que podían hablar algo de Sartre, Buda o Buber eran apenas excelentes repetidores de manuales. Es decir, eruditos. ¿Qué decadentes son los eruditos, no le parece? Jamás comprenderán que la estupidez y la decadencia es algo que se cultiva con mucho esfuerzo. Recuerdo que los chicos de la clase alta, y otros aspirantes, dominaban con facilidad dos o tres lenguas. Sus padres eran viejos y seguían acumulando títulos y diplomas y todo tipo de certificados que se expidiera en cursos y congresos internacionales de quince días, trofeos de ajedrez y todo tipo chatarrezco de conocimiento disperso o especializado. Conviví un largo tiempo entre toda aquella gente culta, atendiendo padres que sabían pronunciar mejor que nadie «Harvard» y «Yale», porque habían estudiado allí, y no alcanzaba a darme cuenta lo lejos que estaba toda esa cultura de la sabiduría. A mucha gente la cultura les hace mal; no saben qué hacer con ella. Recuerdo el caso del padre de Riquelme, una alumna mía, la gurisa más coqueta y elegante de la institución, que vivía para su Currículum, el que aumentaba de cuatro páginas en cuatro cada año y se ponía terrible cuando no lograba superar esa cifra al promediar diciembre. Tenía alumnos con papis de todo tipo, pero en lo esencial no se diferenciaba uno de otro: doctores, arquitectos, posdoctores, ilustrados o analfabetos con plata. Hoy una licenciatura en Oxford, mañana otra en Berkeley; hoy un millón, mañana dos, y si no patatús en el corazón y al carajo tanta acumulación. ¡Ay, nuestro mundito, tanto conocimiento y tan poca sabiduría, tanta superstición, tanta violencia, tan poca vista panorámica, tanto miope urbano, tanto ruido y tan poco silencio. Tanto cerebro y tan poco espíritu! ¿Y el hermanito de la Riquelme? Otro cerebro portentoso (como el de todo hijo), y un adoctrinamiento aún mejor. El pobre muchacho no había cumplido los cinco años y ya contaba el dinero que le daba su padre en francés y en inglés, hasta los céntimos, como hacen los yanquis, porque la honestidad comercial de los yanquis siempre estuvo rigurosamente en proporción inversa al valor del dinero, y por eso cuando uno paga un café te devuelven hasta la más ínfima monedita de cobre de cero centavo. El padre decía que así se aprendía más rápido, y el pobre Robertito metía la cultura en su cabeza de la misma forma que metía las monedas en un chanchito amarillo, a través de una ranura en el lomo. Coin, coin, cronch, cronch. A veces el colegio se me ocurría como un hipódromo donde concurrían los mejores caballos, nacidos para competir y para ganar, sudando por una meta que está al final de una absurda espiral, montados por un jinete que se lleva la poca gloria de un logro tan artificial. Toda nuestra elite, los futuros dirigentes y empresarios, estaba allí, entrenándose para el Futuro Éxito, tan ocupados en la meta al final de la espiral que no les quedaba ni tiempo ni capacidad para detenerse un momento a reflexionar sobre los monstruosos resultados. Cuando el padre de la Riquelme reventó a los cincuenta y dos años, todos elogiaron su capacidad para administrar una empresa líder en Latinoamérica, su cultura y su poderoso intelecto. Y nadie se acordó de ese pobre corazón que un día, cansado y olvidado, se partió en dos.

Cuántas monstruosidades se practican a diario con tanto entusiasmo, ¿no? Claro, Augusta, usted dirá todo lo contrario, porque es una buena mujer de Río Cuarto, y porque cree que su vieja es más feliz ahora que le mandó el televisor que antes, cuando vivía rodeada de niños mentirosos. Sí, también, usted o Charly enseguida dirán que antes el paisaje humano de las ciudades industriales no era para nada alentador. Y tendrán razón. Pero fíjese, Augusta, cómo no sería el entusiasmo de aquella gente que vivió hace cien años en nuestra Europa, que invirtieron décadas enteras proyectando sociedades perfectas. Los que no se tomaron la molestia de pensar estaban convencidos que la perfección era inevitable. Nada que hacer contra el progreso. Hasta que en nuestro siglo pusieron manos a la obra, y entonces tuvimos revoluciones y contrarrevoluciones, guerras y silencio de cementerios. El Progreso de la Historia acabó con todas las esperanzas de los Bienintencionados. Ahora fíjese que ya nadie habla de construir una sociedad fraterna que reemplace a nuestra civilización salvaje, algún proyecto utópico de sociedad basado en el progreso moral. Ahora la discusión ya no se centra en aclarar cómo se puede construir una sociedad perfecta, como antes, sino en cómo haremos para evitar la Catástrofe. ¿Y qué hacemos los blancos para evitarla? Lo mismo de siempre: imponer en todo el mundo nuestras verdades de turno, porque si antes era la Salvación y el Evangelio con la pólvora y la espada, la Corona, el Imperio, el Rey y la Reina, o el Republicanismo, ahora estamos convencidos de que lo mejor para el mundo son el Parlamento, la Justicia, el Derecho, la Libertad, el Perdón para los asesinos, los Intereses Financieros, las Tasas de Interés y las Leyes del Mercado, la Propiedad y el Lucro. E incluso el Feminismo, según el cual una mujer de bikini (liberada) es superior a otra con túnica negra (sometida), por lo que uno podría deducir, por propiedad transitiva, que una africana sin sutienes es superior a una americana de bikini. Aunque no creo que este tipo de razonamiento tenga mucho éxito.

Bueno, basta de cháchara. Tengo cosas para hacer. Ahora me estoy preparando para no reencarnarme en una rata. Creo que me gustaría ser un cóndor, aunque los cóndores se alimenten de carroña y alguno piense que así habré descendido y estaré más lejos de la liberación. En realidad, Augusta, se dice que un cóndor o un elefante están más abajo que un hombre en la escalera de la liberación, porque ni un cóndor ni un elefante están capacitados para alcanzar el conocimiento de su propia cárcel. El hombre sí, es capaz de alcanzar ese conocimiento liberador; el cóndor y el elefante, en cambio, solo pueden conformarse con ser más felices que los hombres.

Saludos a Charly.

J. J.

Sobre una mano de la estatua que representa la Libertad, hay una paloma descansando. Consuelo la mira y se dice: «bicho ridículo». Se imaginaba a un artista dibujando la estatua con la paloma y el pésimo resultado obtenido por no haber deformado la realidad a tiempo. Evidentemente era una paloma alegórica, demasiado ridícula para los ojos de una mujer culta, pero allí estaba, existiendo auténticamente. Ridículo y verdadero como esos momentos en que el amor es joven y necesita ser confirmado constantemente con gestos y palabras tiernas. «Tsch», se dice Consuelo, haciendo sonar la lengua y descansa la mirada dejándola caer sobre tierra. A un costado, una muchacha con una camisa de hombre sostiene un pequeño bulto que debe ser un niño dormido. A Consuelo le parece demasiado frágil y joven como para ser madre; y sin embargo, piensa, Mabel no debió ser más fuerte ni menos joven cuando la tuvo a ella. Y se sorprende, como si siempre la hubiese imaginado adulta, fuerte y segura de sus actos. La muchacha espera a alguien, nerviosa, mirando cada tanto hacia un lado y hacia el otro, con la cabeza un poco inclinada hacia delante, como si quisiera proteger al niño del resto del mundo. La piel de su rostro pálida y la mirada inquieta en un grupo de gente que forman un círculo delante suyo. Otros que pasan apurados se detienen un momento para ver una estatua humana que, pintada y vestida de blanco, está parada inmóvil sobre un pedestal de piedra. Un joven de treinta años, piensa Consuelo, que se parece increíblemente a Abayubá, a lo que hubiera sido Abayubá en algunos años más, o a lo que sería el fantasma de Abayubá ahora, condenado al silencio y a la inmovilidad. Pero la estatua no está totalmente inmóvil; cuando una niña le arroja unas monedas, la estatua se mueve, con un solo movimiento muy lento, y la invita a acercarse. La niña se acerca temerosa, apoyada por el padre. Entonces la estatua le pide la mano y le da un beso elegante, como si fuera un caballero antiguo. Más atrás, Consuelo advierte que una mujer anciana, tan fantasmal como la estatua, vestida como para una fiesta de salón de los años veinte, pintada con cuidado y hasta con exceso, se detiene de repente y mira aquel gesto elegante que ha tenido la estatua con la niña, lo que vuelve a repetir cuando otra joven le arroja unas monedas a los pies del caballero inmóvil. Debió ser hermosa en su juventud, piensa Consuelo mientras ve que la anciana se esconde detrás de un hombre con gabardina negra para quitarse los guantes. Luego se acerca a la estatua y le arroja cinco pesos en monedas de a uno. Entonces Consuelo da vuelta la cara, avergonzada o dolorida por aquella escena; en un teatro hubiese servido para reflexionar, para conmoverse de otra forma, pero allí la realidad la compromete de tal forma que no puede otra cosa que sentir dolor y vergüenza ajena. La imagina a Mabel, caminando esa misma vereda, atravesando esa misma calle en busca de sosiego, comprándole a ese mismo hombre-estatua un gesto de caballero, único recurso de las personas que se han quedado solas, por dentro y por fuera (solas en una moderna Sociedad Anónima), y que ella conocía mejor que nadie. Y seguido se acuerda, dos veces (cuando el sol se ha escondido ya detrás de los edificios y todavía no se encienden las luces), de Abayubá, porque él decía que este mundo era injusto porque Dios y los Hombres lo habían hecho así. No lo decía porque creyera en Dios, sino porque le resultaba una metáfora de infinito valor: Dios no solo podía significar Naturaleza; también significaba Destino, Condición Humana, Espíritu, Historia, ese No-sé-qué del que hablan hasta los ontólogos más ateos. Lo que Dios había hecho era irremediable -decía-, pero se podía hacer algo con la injusticia humana. Y, por otro lado, la escena de la anciana y la soledad de Mabel le recuerdan a Abayubá, una tarde inubicable de invierno, en un ómnibus rumbo a la Aguada. Un muchacho, al que le falta un brazo y un par de medias, sube con unas estampitas de la Virgen y, mientras las va repartiendo, dice «a voluntad, a voluntad, cualquier monedita sirve». Cuando pasa de nuevo, la gente le devuelve las estampitas sin monedas, pero Abayubá se apresura a hurgar en sus bolsillos y saca una moneda que no vale más que el bronce que lleva, y se la entrega al manco junto con la estampita. El muchacho le dice «muchas gracias, flaco, que Dios te lo pague».

-Pensé que eras enemigo de dar limosnas -dice Consuelo sin mirarlo, casi en secreto para que los demás no la escuchen.

Él siempre tenía varias razones para odiar las limosnas. Un día le había comentado que en un bar de Rusia, antes de la Revolución, los mozos habían colgado un cartel que decía: «En este lugar ganamos sueldos de miseria. No nos humille con limosnas». Y, con todo, con esas y diez razones más, el problema se le replanteaba cada vez que veía a un miserable extendiendo la mano en espera de ese tesoro simbólico que, para la mayoría de la gente, son los incómodos residuos de bronce que quedan después de alguna gran adquisición.

-El día que abandones tantos dogmas vas a dejar de ser contradictorio -dice Consuelo, en un tono que (se da cuenta) suena a reproche.

-Seguramente sí -contesta Abayubá-. Los fachos siempre dicen que la gente de izquierda es contradictoria. Decimos una cosa y hacemos otra. Decimos que hay que repartir y nos quedamos con lo nuestro.

-Sí. Hablan de amar al prójimo indiscriminadamente y no tienen reparos en poner una bomba en el almacén de un pequeño burgués.

-En cambio ustedes no. Para ustedes está todo permitido. Todo vale. Nunca pueden haber contradicciones para gente inescrupulosa.

-Mirá, yo no soy ni comunista, ni socialista, ni nada. Y todavía tengo escrúpulos. Yo, por lo menos, soy tan ignorante que nunca se me ocurrió que matar a alguien sea algo bueno en determinadas circunstancias. Vos hubieras puesto una bomba en el liceo, ¿o no?

-Sí, juro que sí. Eso es lo que debía haber hecho a tiempo.

-Abayubá está molesto -piensa Consuelo, mirándolo una fracción de segundo que sirve para retener su imagen, concentrada en las cosas difusas que pasan por la ventanilla del ómnibus-. Siempre está molesto y últimamente más que de costumbre. Se está volviendo pesado con el tema de la Revolución y no tiene otro.

Consuelo no dice nada y entre los dos se abre un enorme pozo de silencio. Hasta que, diez cuadras más adelante, Abayubá le dice:

-Sí, en realidad soy un egoísta, como todo el mundo. Le di a ese infeliz un miserable peso, solo para oír en el día de hoy que alguien me diera las gracias y que fuera sincero. Lástima que no tenía un billete de mil; así no me hubiera quedado la duda sobre la autenticidad de tanto agradecimiento.

-Si tuvieras un billete de mil pesos no se lo hubieras dado al vendedor de estampitas.

-No se lo hubiera dado al Gobierno, por lo menos.

Querido Jacobsen:

Usted es muy injusto cuando me dice que le puedo estar desordenando la biblioteca. Bien sabe que en estos largos años nadie más que yo se ha ocupado de usted, y a cambio recibo órdenes y reproches. Charly dice que tu caso es muy difícil. El lunes me reúno otra vez con él para ver qué vamos a decir en la audiencia con el juez. Voltaire no aparece. Charly bromea que se lo comieron los coreanos, los nuevos vecinos que pusieron un restaurante a una cuadra de su casa.

Augusta.

Mi muy estimada Augusta:

Por favor, dígale a ese Charly que se olvide de mi caso. No estoy tan enfermo como dice el médico (ese argumento es solo una estrategia inteligente del doctor Garmendia), solo que no me siento de ánimo para recibir visitas. Garmendia se ocupará de aquí en más de mis asuntos. Tal vez mi suerte cambie.

J. J.

Querido Jacobsen:

No sea usted duro conmigo. Ojalá el doctor Garmendia pueda sacarle de ahí antes de tiempo. Cuando sea así, yo estaré ahí para acompañarle de regreso a su casa.

Agst.

Querida Augusta, cuando yo salga de aquí, usted no estará para acompañarme. Es lógico que se haya confundido conmigo. Yo no puedo guardarle rencor. Solo le pido que no me mienta, ya que usted siempre fue una buena mujer. Tampoco Charly es un mal tipo. Claro que no; nunca dije eso. Pero no me mienta, ni siquiera con el silencio. Voltaire no lo soportaría.

J. J.

Cuando volví al apartamento ya era casi de noche y una mujer que apenas conocía me estaba esperando en el hall de entrada. Quería decirme, antes que nadie, que mi querido tío se había pegado un tiro en la boca. Supongo que era una vecina del edificio y que nos debía conocer a mí y al tío; lloraba como si nos quisiera a uno de los dos, pero seguramente solo la conmovía su propia sensibilidad. «¡El señor Zubizarreta -gritaba la mujer-, tan bueno que era el señor Zubizarreta con la sobrina y con los vecinos y se mató así!». Yo solo atiné a poner una cara grave. Estaba impresionada, pero no sentía nada de compasión por el tío Vicente. El apartamento estaba lleno de vecinos curiosos que se habían adelantado a la policía y a los médicos. Querían ver al muerto y cada uno sabía por qué se había matado el señor Zubizarreta, un hombre que lo tenía todo, todo, vecina: capital, cultura, la gente lo amaba, era elegante, codiciado por las mujeres pero buen tío y benefactor del Club de Leones, probablemente masón y mártir de algún grupo subversivo.

-Se mató porque la empresa estaba en quiebra.

-No lo creo, Molina. El hombre manejaba mucho dinero y se dice que la gente le debía una fortuna. Si se mató fue porque lo obligaron a hacerlo. Quién sabe qué mafia lo estaba extorsionando. Fíjese que el señor Zubizarreta, millonario como era, podía estar viviendo en una mansión en Punta del Este.

-Pero, mansión en Punta ya tiene una.

-Tenía -corrige una mujer con los brazos cruzados debajo de sus enormes senos, como si se fueran a derramar o como si tuviese frío, como si los otros hubiesen olvidado por un momento que el señor Zubizarreta ya no poseía nada porque se había muerto.

-¿Y vivía metido en la ciudad? -observó una mujer que había entrado para ver de una buena vez por todas cómo vivía el dotor Zubizarreta con su sobrina, porque siempre había sospechado algo raro en esta gente.

-¿Por qué no? Hay gente de negocios que aunque llegue a ser millonaria sigue trabajando como el primer día. Y este hombre era laborioso por demás. No tenía descanso.

-Ustedes digan lo que quieran -dice un hombre bajito, con una cabeza enorme y casi pegada a los hombros-. Pero deberían ser más observadores antes de especular en abstracto...

Como se imagina que es Kojak, no termina la frase y trata de crear el suspenso entre sus vecinos que lo miran interrogantes.

-¿A qué se refiere, exactamente?

El hombre bajito se da media vuelta, camina unos pasos y vuelve a girar con cuidado para mirar en perspectiva a sus personajes secundarios:

-Todos han entrado al lugar del hecho con el apuro lógico en estas ocasiones -dice, con una voz chillona de muñeco-. Por eso no repararon en ciertos detalles...

Nueva pausa y una mujer que se aburre de esperar la resolución del enigma y dice:

-Bueno, como esto no es un crimen sino un simple y resuelto suicidio, los dejo porque tengo cosas que hacer. Si necesitan algo me llaman al trabajo. Adiós.

-Detalles como... -se apresura a decir el Kojak con pelo, temiendo quedarse sin público-, como el cuadro que está a la entrada.

-Es cierto -dice Molina, uno de los primeros vecinos que entró en el apartamento después que Norma y el portero forzaran la puerta con una barra de hacer pozos-. ¡Hay un cuadro del Che Güevara! Lo he visto y no he puesto atención en el detalle.

-Pues, yo me di cuenta desde el comienzo.

-¿Quién diría? El hombre estaba metido con los tupamaros. Lo apretaron para que les entregase más dinero o lo amenazaron con matarlo. Uno nunca termina de conocer a la gente, che.

Los tres hombres miran a Consuelo que está sentada a la mesa, sin expresiones en su rostro. Ella no se da por enterada. Solo mira con obsesión un pequeño candelabro de plata. Lo toca, lo gira, descubre minúsculos detalles geométricos gravados en la base y sigue esas formas con atención, como si las estuviese dibujando con la mirada. Recuerda dibujos de la infancia, una tela escocesa de muñeca y enseguida le vienen a la memoria unos versos que Mabel le había enseñado cuando ella era una niña y no se podía dormir de noche:


Every lady in this land
Has twenty nails upon each hand
Five and twenty on hands and feet
All this is true without deceit.

Y mientras repite para sí este antiguo orden de palabras, descubre el truco de los versos infantiles:

Every lady in this land Has twenty nails -upon each hand Five- and twenty on hands and feet. All this is true without deceit.

Siempre tenía que descubrir las cosas de golpe. Allí donde los versos afirmaban que no había engaño alguno había algún engaño. De niña había crecido imaginando una joven inglesa con veinte uñas en cada mano y ahora descubría una uña en cada dedo y se preguntaba si Mabel alguna vez lo había llegado a saber o simplemente lo repetía como lo había escuchado en España. Otra vez el truco, el secreto, la mentira. Había sido engañada desde la infancia, con ternura primero, como en las noches previas al 6 de enero cuando tres reyes, que además de reyes y de hombres eran magos, entraban de noche a su habitación para dejarle un cuaderno de cincuenta hojas y un lápiz de grafo, o una pulsera de plástico que ella imaginaba de exquisito valor; más tarde, engañada con piedad o sin piedad, por su propia madre, acostándose con hombres por dinero y explicándole, con su inclaudicable silencio, que eso era algo horrible, un pecado capital ante Dios y ante el resto de la ciudad; había sido engañada sistemáticamente por la radio, por la televisión, por las fiestas marciales en honor a dudosos héroes, víctimas de la hipocresía oficial o inmerecidos caudillos, populares genocidas, inventados Padres de la Patria, porque un país que se precie de soberano e independiente debe tener algún viejo tótem que celebrar; y había sido engañada, día a día, año a año, por la institución más opresora del estado que era el liceo, y gracias a la cual había aprendido, con alguna sabiduría, a olvidar toda esa basura, a guiarse por los valores opuestos para poder pensar de vez en cuando con alguna libertad, porque, como decía Abayubá en su desconsuelo, la verdad es siempre clandestina. O simplemente no existe, concluía después de un ascenso metafísico. De forma que ya no podía confiar en nadie, ni siquiera en sí misma, ya que alguien que había vivido desde siempre en el engaño no podía tener las cosas claras, y si tenía algo claro seguramente era producto del error, de la locura precoz de la adolescencia. Había juzgado sin piedad a su madre y al tío Vicente, que tan malo no debía ser, porque si se mató fue por que algo le importaba lo que había hecho.

-Pero si no hay una Verdad -piensa Consuelo-, sino verdades relativas; si es cierto que uno no puede conocer la Verdad sino su verdad, lo mismo vale decir que cada uno tiene su mentira propia. Pues bien, yo tengo derecho a mi mentira y tendré que defenderla.

Los hombres se miran entre sí y Consuelo adivina su conversación; pero vuelve la atención otra vez al candelabro de plata para que no piensen que los odia, porque una persona que ha experimentado la muerte tan temprano sabe que no hay tiempo para perder, que la felicidad que tarda no llega, que la incomprensión es remordimiento y el remordimiento desconsuelo; porque una persona que ha experimentado la muerte tan temprano -quiere pensar Consuelo- puede enojarse, puede levantarse e insultar, pero no puede darse el lujo de odiar en serio. Y Consuelo quería comprender la muerte antes que sentirla.

Uno de los intrusos que esperaban no sé qué delante del retrato del Che era un tal Gastón Rodríguez, más conocido por Rodríguez-Brindisi, ya que todos los que tienen la suerte de tener un primer apellido tan común o monosilábico tienen la consecuente costumbre de enlazarlo con el segundo: Rodríguez Brindisi, Pérez Gerson, Gómez Calzavara, Ruiz Picasso, Col Martínez, So Fagúndez, Niz Fernández, Noy Rebuffo, and so on. Enseguida me di cuenta de que R-B no participaba de la conversación de los otros y más bien se dedicaba a mirarme. Acostumbrada a estas situaciones, casi no necesité barrer con la mirada para darme cuenta quién era: lo había visto antes en la Empresa del tío, esperándolo con un portafolios de ejecutivo sobre las rodillas, seguramente con alguno de esos interesantes proyectos de subcontratos que el tío se encargaba de rechazar por inconsistente. Aquella vez, en la empresa, había procedido igual, mirándome con insistencia, como si por su linda cara yo debiera sentirme halagada. Tenía una frente ancha y más bien morena, un poco picada por la varicela o por unos granos de adolescencia mal reventados, la nariz aguileña como la de Santos Discépolo y unas primeras canas comenzando a avanzarle por las patillas. Era ancho de tronco y de una altura escasa que quedaba en evidencia cuando se levantaba para demostrar su fingido respeto por la persona que acababa de entrar. Y digo fingido respeto, porque este tipo de gente puede lamerle los zapatos al gerente de Bolt Limitada, pero si se saca el sombrero ante la telefonista no lo hace nunca sin una fuerte dosis de ironía, no como un Jesús Cristo lavándole los pies a sus discípulos, ni como un Papa remedando el gesto del Maestro, por costumbre o por obligación (previa desinfección con alcohol), sino más bien como un Aristóteles dejándose montar por una prostituta para halagarla o divertirla, jugando a ser menos cuando de entrada se sabe que se es más.

Imposible de confundir este Rodríguez Brindisi, no sé si por su figura algo desproporcionada o por su mala estrella.

En el entierro del tío, aprovechó que yo no quise entrar al cementerio y se aproximó a mi auto. Yo hice como si no lo hubiese visto, pero él se inclinó y puso su cara contra el vidrio, mostrándome una sonrisa blanca y despareja y haciéndome señales para que le abriera la puerta.

-Disculpe, señorita Zubizarreta, ¿puedo hablar un momento con usted?

-Entre.

Entró y se acomodó con dificultad, exhalando con alivio, como si hiciera muchas horas que hubiese estado soportando de pie. El interior del auto se llenó con su aliento de fumador. De repente se acordó del motivo por el cual estábamos allí y puso cara de circunstancia, como diría mi amiga Dorita.

-Pobre gallego -dijo, con una expresión que no llegaba a ser irrespetuosa pero que seguramente nunca la hubiese dicho delante del tío.

No sé por qué, en ese momento me di cuenta que él sabía que el tío y yo no nos llevábamos muy bien.

-Un tipo muy particular el señor Zubizarreta, ¿eh? Con tantas virtudes como defectos, en fin, como todo el mundo... No niego que solíamos no entendernos pero... Incluso yo le estaba debiendo plata. Mejor dicho, aún le debo...

Me miró por primera vez y bajó el tono de voz, aunque de todas formas el chofer podía escucharlo.

-Pero, de cualquier forma, ese dinero se lo pagaré. ¿Y quién mejor que usted para recibirlo?

Yo no decía nada. Todo me resultaba tan indiferente que ni siquiera me incomodaba su presencia, otras veces repulsiva. Se arreglaba el pantalón que le apretaba las rodillas y seguía hablando:

-Porque ahora que falta el señor, comenzarán a caer las aves negras que nunca faltan, tratando de sacar partido. Si yo dejo ese dinero en la oficina, seguramente usted no lo verá más, con la excusa que siempre queda alguna cuentita para pagar. ¿Quiere un consejo? Consígase un abogado, pero mañana mismo. Yo conozco uno muy bueno, claro, pero sería mejor que sea uno de su confianza. Tal vez el doctor Olveira Moor, que era de confianza de su tío. Mire, le puedo asegurar que antes que se enfríe el cuerpo del finado estarán golpeando a su puerta los falsos acreedores, concubinas de todo tipo y color, y mafiosos profesionales que tratarán de embaucarla aprovechándose de la circunstancia y de que usted no domina el negocio como su tío. Y cuando quiera acordar, se habrán repartido toda la torta. Y usted se quedará para limpiar la mesa y lavar los platos, ¿me entiende?

Debió ver en mi rostro la misma cara de circunstancia que él mismo había puesto al comienzo, y prefirió no insistir más sobre el asunto.

-¿Cuánto le debía al tío? -pregunté, pensando que yo podía comenzar a fumar si quisiera; podía comenzar por pedirle un cigarrillo a R-B y, sin embrago, no me animaba.

-Ah... Bastante -dijo, algo incómodo, haciéndome notar con los ojos que adelante estaba el chofer-. Digamos que algunos miles. Y como no me gusta aprovecharme de una circunstancia semejante, esta misma semana hago las cuentas y paso por su casa. Así cancelo mi deuda con el finado. ¿Qué le parece?

-Me parece honesto -dije, y enseguida me arrepentí de la palabra «honesto».

-Entonces, ¿nos vemos el jueves?

-El jueves.

-O.K. -dijo, y puso una mano sobre mi rodilla, a modo de despedida, y salió.

Ese mismo jueves, a las seis de la tarde, apareció con el dinero y algunos recibos.

-No pude conseguir todo -dijo, contando el dinero. A mí me pareció mucho, y pensé que hombres de negocios como Rodríguez Brindisi, por poco que fueran, debían estar acostumbrados a manejar ese tipo de cifras que ellos consideraban exiguas. En cambio yo, recién comenzaba a darme cuenta que «mucho» en realidad era «poco».

-Como le decía, no pude conseguir todo lo que le debo, pero le prometo que en esta semana, o a más tardar la próxima, le cancelaré todos los vales. Palabra de honor -decía y levantaba la mano derecha, como si fuera a prestar juramento.

-¿Se sirve un café? -le dije, ya en toma de posesión de los negocios, porque eso es lo que significa un café entre extraños.

-Cómo no -aceptó sin dudar, frotándose las manos.

Mientras le preparaba el café, Rodríguez Brindisi hacía los correspondientes elogios a los cuadros de la casa y, especialmente, a una alfombra persa que estaba en la sala de estar.

-¿Ha pensado sobre lo que hablamos del abogado?

-Todavía no...

-Claro, no son momentos. Entiendo. Pero le repito: no se deje estar.

-Todavía no lo tengo decidido -insistía yo- pero he pensado mucho en sus palabras -yo descontaba que el tío no me dejaría un solo peso partido al medio-. Como me había dicho usted, en los últimos días he recibido muchas ofertas...

-¿No le decía yo? Gente interesada en ayudar.

-Sí, claro...

-Como no he dado señales claras y concretas, hoy mismo vino a visitarme Ana, la secretaria de...

La conozco, la conozco -repetía, y su tono de voz quería decir: «conozco a esa oportunista».

-Vino a hablarme como mujer, según quiso darme a entender. Pero yo sé que la mandaron de la oficina... Aquí tiene.

-Gracias, gracias -decía dos veces, ansioso-. ¿Y qué quería?

-Quería que supiera que podía contar con su ayuda, para ponerme en conocimiento del mecanismo de la empresa y de los asuntos que el tío había dejado pendiente. El escribano del tío quiere verme,

-El Cacho López, sí, sí...

-y como yo no atiendo el teléfono ella decidió venir personalmente.

-Dígame la verdad, señorita Zubizarreta: Anita nunca fue amiga suya, pero ahora se acuerda de usted. Mire, yo también le dije que estoy a sus órdenes, pero no seré yo quién le mienta. Usted sabe que si bien no tengo intención alguna de quedar debiéndole nada a un muerto (si no le decía que le debía este dinero a su tío, usted ni nadie se hubiera enterado nunca), también es cierto que soy un hombre de negocios. Y por lo tanto siempre pienso en las ganancias.

-Lo sé; como mi tío.

-¡Claro! Como su tío -confirmó, feliz de que yo comenzara a comprenderlo-. Es por eso que nos entendíamos tan...

-No se entendían mucho, que digamos. En alguna reunión de amigos, aquí mismo, en esta mesa, lo oí hablar mal de usted -eso sí me divirtió, al punto de tener que esforzarme por no reírme en esa cara de pecador descubierto.

-¿En serio?

-Sí, en serio. Yo no le mentiría.

-¿Y qué decían -si se puede saber?

-Que usted nunca daba puntada sin hilo, que no tenía escrúpulos y que... -yo hacía que buscaba en mi memoria, mirando alternativamente el techo y la ventana del comedor. Sí, creo que me divertía-. Y que se había querido cargar a la mujer del contador Cánepa, para conseguir no sé qué cosa.

-Bueno -me interrumpió, poniendo las manos en actitud de PARE- en parte es cierto. Pero no fue que quise cargármela para conseguir nada. Solo que me gustaba y la mina, digo, la señora (perdone la expresión) me daba entrada. Hasta que se asustó, porque la cosa conmigo siempre va en serio y se acordó que era una mujer decente.

-¿También es cierto que no tiene escrúpulos? -insistí sin darle tregua. De repente se dio cuenta de que el papel de muchacha confundida que yo había representado hasta el momento era pura farsa y, poniéndose inquieto, se levantó y se puso a caminar por la sala.

-No sé bien a qué se refiere con eso de «escrúpulos». Además, no entiendo por qué me invita con un café, en su apartamento, sabiendo que yo soy un mal tipo.

-Bueno, pues, tal vez yo no soy mejor mujer...

Se quedó pensando en algo. Luego volvió a la mesa, como si dijera «bueno, ahora vamos a hablar de negocios». Bebió lo que quedaba de su café.

-Sin embargo -dijo, tratando de recomponerse-, todo lo que le dije se lo dije sinceramente. No quisiera que los buitres se aprovecharan de usted.

-Pero usted se aprovecharía de mí, si me descuidase.

-No puedo negarlo; usted es un sueño de mujer, y lo sabe...

-Entonces, ¿de quién debo cuidarme?

-Ya ve que ni yo puedo decirlo -terminó por reconocer. Pero ese reconocimiento era una forma íntima de desnudarse, y debía tener su lado atractivo para él-. Ya ni siquiera puedo defenderme haciéndole creer que quiero protegerla, aunque sea cierto.

-Tal vez yo no necesite a nadie que me proteja.

-¿Está segura?

-Sí, estoy segura -le dije, y le estampé un beso en la boca. Se quedó inmóvil, por un instante, tal vez sopesando las consecuencias de lo que iba a hacer.

Me retiré y me dispuse a terminar con mi café, pero antes él me agarró de los brazos y me levantó hasta una pared.

-¿Esto era lo que querías, entonces? -repetía él, varias veces, sin esperar ninguna respuesta.

Lo hicimos en la alfombra del estar, al lado de la mesita redonda de cristal, allí donde tantas señoras y señores se habían reunido para programar sus obras de caridad, allí mismo donde el tío había dicho alguna vez «ese Rodríguez-Brindisi es una basura de persona, capaz de vender a su propia madre por unos pesos flacos», y entonces yo pensé que en ese adjetivo final, innecesario para enjuiciar a una persona, estaba todo lo más oscuro que tenía el señor Zubizarreta, aflorando en un momento de esforzada pureza del alma.

-Sos un tipo sin escrúpulos, Gastón, tenés que reconocerlo -le decía yo, metiéndome a la ducha, al tiempo que volvía a pensar en el tío Vicente, con una intensidad inevitable. Era allí, en el baño, donde estaba más presente el muerto, tal vez porque ese era el lugar de la casa que contuvo toda, o casi toda su intimidad, su lado más carnal y, por lo tanto, lo que más tenía de frágil y de mortal.

-Si vos lo decís... -decía él, casi distraído, más ocupado en el lujo de baño que tenía el gallego que en mí misma, como si todo su deseo se hubiera agotado en la eyaculación y volviera a predominar su siempre persistente avaricia.

-Un tipo inescrupuloso, capaz de vender a su propia madre.

-Si vos lo decís...

-Lo decía el tío.

-Bueno, ahí tiene.

-¿Ahí tiene qué?

-Que me acosté con su querida sobrinita en su propio apartamento.

-Yo no era su querida sobrinita.

-Pero sin duda a él no le hubiera gustado nada lo que te hice, ¿no?

-No, no le hubiera gustado nada. Se hubiera puesto furioso. Pero ahora ya no tengo que cuidarme de nada.

-A vos sí que te ha gustado, por lo que se ve.

-Claro, ¿por qué no? Yo tampoco tengo escrúpulos. Ahora, después del baño, lo haremos en su propia cama.

-¿En su cama? -dijo, sorprendido, interrumpiendo su inspección ocular del baño para correr la mampara y mirarme los pechos.

-Claro. ¿No me digas que te da pudor hacerle el amor a la sobrina del difunto, en su propia cama?

-En esa cama se pegó un tiro.

-¿Y qué? ¿Dónde está tu Realismo Materialista, del que tanto te enorgullecés? Tiene sábanas nuevas. ¿Te parece morboso o todavía le tenés miedo al señor?

-Al contrario. Estoy dispuesto a vengarme de todos los desplantes que me hizo. Y lo voy a hacer contigo. De esta no te vas a escapar.

-Veremos.

Por supuesto que no hubiera podido escaparme. Abierta la puerta, ya no se podía cerrar. Pero ni que me convenía. Cuando terminamos de mojar las sábanas del tío y él se puso a fumar, le pregunté qué haría él por mi dinero.

-Todo -fue la respuesta.

-¿Qué significa Todo?

-Todo, lisa y llanamente. Me interesa tu dinero tanto como me interesás vos, pequeña, por sobre todas las cosas. Seré tu amante y cuidaré de tu empresa.

-Vas muy rápido, querido. Todo eso está por verse.

-«Veremos»

-Puedo entregarme a vos las veces que yo quiera, y de mi dinero vas a ver lo que yo quiera que veas. Do you agree?

-Of course. Eso no te lo puedo discutir. Otra vez me dejaste mudo. Sos bastante inteligente, además de bonita.

-Antes que nada, comenzarás por hacerme un favor.

-¿Un favor?

-Si querés mi dinero y mi cuerpo, tendrás que acostumbrarte a recibir órdenes.

-Estoy a tus pies, mon amour. Quiero que mates a un tipo.

-¡Qué! ¿Te volviste loca?

Su expresión me dio risa. Clavó un codo en la cama y me miró con toda la cara retorcida.

-Quiero que mates a un tipo -repetí, con la misma naturalidad que antes. Él se quedó mirando el techo, fumando, calculando, mientras repetía «esta mina sí que está chiflada». Hasta que finalmente preguntó:

-¿Y se puede saber a quién?

-Ya te lo voy a decir a su momento. Verás que es una verdadera basura. Más basura que vos y yo juntos, que ya es mucho decir.

-Será mejor que sea verdad, porque no estoy dispuesto a limpiar a un pobre infeliz.

-Este que yo digo no vale un real, de todos los seres miserables que se arrastran por esta tierra, él es el peor. Dejarlo vivir sería una verdadera injusticia.

-Conozco a alguien que podría hacerlo.

-¿Cómo? ¿Vos no tenés valor?

-Vamos, querida, yo soy hombre de negocios. Yo encargo y otros hacen el trabajo. Siempre ha sido así.

-Me da lo mismo. Si lo haces, tendrás una buena recompensa.

-Quiero la torre de Punta del Este.

-Tendrás los apartamentos de Constituyente.

-¡Pero esos apartamentos están destrozados por los inquilinos!

-Son seis apartamentos, amplios y bien iluminados. Hacé cuentas. No tengo ningún apuro. Puedo conseguir algún otro inescrupuloso, mejor amante y que haga el trabajo por menos.

-¿Mejor amante que yo? -dijo, por rigor, fingiendo incredulidad, pero más bien concentrado en lo otro. Hizo cuentas y no tardó mucho en contestar:

-Está bien, está bien. ¿Y cómo me los vas a pasar a mi nombre?

-Un contrato ante escribano y punto. A lo sumo dirán que te quedaste con esos apartamentos porque eras mi amante. A la gente le gusta pensar en esas cosas.

-Además es cierto, ¿o no?

-Sí, claro, además es cierto. Ya ves, nos conviene a los dos.

-Pero antes del trabajo quiero un papel firmado -me pidió, naturalmente desconfiado.

-Te lo firmaré, después del trabajo. Un minuto después.

-Está bien, está bien, ¡me vas a volver loco!... ¿Y se puede saber algo más de ese tipo?

-Como te dije, es una escoria, y de la más baja categoría. Nadie notará su ausencia en este mundo y le haremos un favor a la humanidad. Vive en la calle General Pacheco y trabaja en un depósito de cueros de la Aguada.

-¿Y se puede saber por qué querés limpiarlo?

-Eso sí que no, querido. Cada uno hace justicia como puede -dije, pero enseguida agregué, como una forma de comprometerlo más-: solo te puedo decir que ese tipo puede dejarme sin nada.

-¿Algo más?

-Sí. Se hará todo según lo tengo pensado. Antes que se muera quiero que sepa quién le manda las flores. Le compraremos una bonita corona que diga... A ver, ¿qué puede decir la corona?

Finalmente, no vaya a creer que mandé matar al Tito. Claro que no: el hombre se merecía algo peor que la muerte del gato. Al poco tiempo de hacerle la propuesta a mi amigo Rodríguez Brindisi, me llamó para decirme que no podía hacerlo. Casi como lo había imaginado. Cuando me habló por teléfono, noté que tenía todo un discurso pensado y escrito. Decía que eso era demasiado, que por más basura que fuera aquel tipo etcétera. Pedime cualquier otra cosa, tesoro, pero eso no.

-¿Cualquier otra cosa?

-Cualquier cosa que no sea matar a un cristiano.

-Está bien, entonces dejame pensar.

En realidad ya lo tenía pensado, pero no puedo decir que lo disfruté cuando él y sus mastodontes arreglaron el encuentro que yo iba a tener con el Tito, en un galpón de lanas, cercano a su trabajo, en la Aguada. Lo llevaron hasta allí un sábado de noche, creo que a las 21 ó 21:30, con la excusa de un trabajo especial. El Tito suponía que se trataba de un contrabando brasilero, tal vez de whisky, porque la clave era «cabalinho branco». Yo solo entré cuando me dieron la señal, que significaba que el hombre ya estaba reducido. Y, en efecto, allí estaba mi hombre, desnudo y atado de manos a un pilar. Yo era la única que no llevaba máscara de disfraz, y cuando me vio se quedó un largo rato mirándome con los ojos bien grandes y sin decir palabra. Hasta que dije que estaba listo y gritó «¡qué me van a hacer!», como si hubiese adivinado lo que seguiría después y prefiriese de verdad la muerte: le pusieron una mordaza en la boca para que no molestara demasiado y uno de ellos, que seguramente fue el que más caro le salió a R-B, comenzó a hacerle lo que tenía que hacer, sin preservativo, como habíamos acordado. Yo permanecí no muy lejos del acto amoroso, como una maestra que espera a que uno de sus chicos hagan la tarea, con las manos en los bolsillos, controlando el reloj no sé por qué curiosidad, sintiendo que estaba muy segura allí, sola entre tantos hombres musculosos y excitados, sintiendo el poder inviolable del dinero, tres pasos adelante del ex-Señor Tito, que prometió pegarme un tiro en mi maldita cabeza, pero que ni siquiera me inmutó, porque yo sé perfectamente que antes de que pueda encontrarme en Nueva York, nevará sobre Chichen-Itzá o Rodríguez Brindisi cobrará sus seis apartamentos de la calle Constituyente. Aunque no creo que Rodríguez Brindisi me busque para cobrar lo incobrable, porque no es culpa mía que el tío no me haya dejado nada a mi nombre (excepto esos pocos días de Poder que usé con sabiduría), o que me haya dejado bastante menos que seis apartamentos, y además porque es un tipo más bien maula, como decían antes en el campo, cobarde, lo que pude notar en sus ojos cuando en la puerta del galpón insistió queriendo saber qué me había hecho ese tipo y yo le dije que en realidad él ya lo sabía, de alguna forma, porque no podés hacerte el tonto, Gastón: ese tipo me hizo el amor -le dije, y enseguida agregué sin dejarle tiempo a decir más nada-: No se olviden del dinero.

El rubio de la musculosa, que había terminado de acomodarse el pantalón y pedía por favor dónde había un baño para lavarse aquella porquería, sacó plata del bolsillo y la puso arriba de un cajón de cerveza.

-¿Cuánto? -pregunté, advirtiendo que no era mucho.

-Trescientos -dijo el rubio-. ¿Pero dónde mierda hay un baño?

-De ninguna forma. Dijimos Treinta mil -corregí.

-¡Treinta mil! -se quejó R-B-. Pero...

-Pero nada.

-Pero... ¿estás loca?

-El trato fue treinta mil. ¿Sí o no?

-Bueno, sí, pero yo pensé que era una cifra simbólica. Nunca me iba a imaginar que...

-Nada de símbolos. Nada de símbolos, querido. Trescientos no le da ni para el alquiler. Yo le debo plata al señor y quiero ser generosa -dice Consuelo, al tiempo que siente que la venganza, esa forma más primitiva y más pura de la justicia, no puede realizarse sin una fuerte dosis de símbolos y que, por lo tanto, toda aquella escena, desde el galpón hasta la desproporcionada cifra que le dejarían al Tito, sobre un cajón de cerveza, eran sobre todo eso: símbolos, terribles símbolos, un verdadero castigo, piensa Consuelo, lleno de significado, todo lo opuesto a lo que son las cárceles donde se amontonan asesinos y ladrones de gallinas, todos castigados por igual con la misma nada.

-Conque se pueda pagar el taxi ya...

-Dijimos treinta mil. Podíamos haber dicho cuarenta o cincuenta, pero dijimos treinta mil.

-Bueno, bueno... -se apresura a decir R-B, temiendo que Consuelo pronuncie las palabras mágicas: «...o no firmo nada». Sacó de su cartera de cuero un sobre y del sobre, tembloroso, el dinero. Consuelo se rio, sin nervios; estaba tranquila y se sorprendía de ello: la señorita Zubizarreta debe saber lo que hace.

-Veinticinco mil -terminó de contar R-B, mientras el rubio encontraba una canilla en el patio trasero y el Tito murmuraba, amordazado y mirando de reojo, hija de puta...-. Es todo lo que pude juntar. No me pidas más porque no tengo. No-ten-go.

-Esta vez te creo -dice Consuelo-. Le quedaremos debiendo cinco mil al señor Tito. Pero algo es algo y sé que no lo va a rechazar. Otro día se lo podemos arrimar, ¿no?

El taxista que me llevó a casa me hizo la historia de su suegro, que vivía allí, entre Galicia y La Paz, y que lo había despreciado siempre porque era negro, y resultó que cuando una noche se cayó en la calle y quedó tirado, dio la casualidad de que él pasaba por allí y terminó llevándolo al Hospital de Clínicas, donde se salvó de puro pedo.

-Las vueltas de la vida, ¿no? -comentó el taxista negro, devolviéndome el cambio.

-Eso -dije yo.

Ahora voy a emigrar, como lo hizo el abuelo Rodrigo, que también se había venido de lejos para escapar de tanta locura. En Nueva York vive Dorita, mi amiga del colegio, la fumadora de marihuana, que ahora trabaja en la ONU haciendo traducciones y que me había invitado a compartir su apartamento de la 30 street. Ella ha tenido la rara suerte de seguir siendo ella misma. La vez que estuve allá, hace un par de años, me encantó. Me parecía el paraíso, bajar por la Quinta hasta la 42 y tomarme un café en un Dunkin Donats, almorzar en un Deli, una comida muy rica y muy mala, para luego irme al Pier 17, a ver gente desconocida, toda gente desconocida para la cual una casi no existe. Eso me fascinaba. Con todo, Dorita siempre me decía que una se libera de sus realidades cuando viaja. Y cuando una se radica en el otro lado del mundo, esas mismas realidades que llevamos adentro comienzan a tomar cada una su lugar, de a poco, hasta que terminan por reconstruir el infierno del que una quería escapar. Pero hay que intentarlo, ¿no? Yo no pienso pasarme la vida lamentándome de no haberlo hecho. Mi problema es que no puedo alegar persecuciones políticas, y las persecuciones sexuales no poseen un estatus tan prestigioso como para que me den asilo. Así que pensaba hacer como cualquier latino y aguantarme sin papeles. En Nueva York encontraré algún empleo y en poco tiempo me convertiré en la Reina de América. ¿Sabe que allá hasta una mucama gana dos mil dólares por mes? Imagine qué no podría hacer yo, con más educación. The Queen of America enviará postales de la Gran Manzana a las pocas personas que puedan quererla. Y a todas las otras que ella ha odiado en su pequeño mundo, of course. Y cuando logre conquistar lo que me propongo, vendré en una limousine blanca a buscarlo a usted y me lo llevaré conmigo, para que no sufra más de esa horrible soledad de viajero sin destino.

Así que me vine de paso a Buenos Aires, en uno de esos ferris que no se apuran por llegar... Ya no recuerdo ni siquiera el nombre. Cuando iba a sacar pasaje al puerto, vi aquel barco anclado en un costado y lo elegí precisamente por eso, porque parecía viejo. Recordé que hacía algunos años uno parecido se había incendiado en el río y tenía la idea de que me iba a ocurrir algo inevitable, aunque luego, ya en el barco, mirando el surco de espuma y humo que iba dejando la máquina, pensaba que si tenía que ocurrir algo que ocurriera después de llegar, para ver por lo menos Nueva York otra vez, y no tener que morir ahogada en este río de barro. Al llegar a esta gran ciudad, refinada y espantosa, pude haberme quedado en la casa de una amiga que conocí en una bienal de San Pablo, pero en lugar de eso me hice llevar por un taxista a un hotel barato de La Boca, hasta que conseguí otro mejor ubicado sobre Avenida de Mayo y Suipacha, un hotel viejo de veinte dólares. Después de mil años me volví a sentir libre de verdad. Conseguí una guía telefónica y busqué con cuidado:

  • Jackson
  • Jacob
  • Jacobacci
  • Jacobaccio
  • Jacobbi
  • Jacobwitz
  • Jacobs
  • Jacobsen.

Habían más de uno con ese apellido, pero solo dos tenían un nombre que comenzaba con jota. Job Jacobsen y Gillermo J. Jacobsen. En principio descarté a Guillermo, porque me pareció más criollo que Job, aunque por estos lados a la gente le gusta tomar nombres de la Biblia casi tanto como del cine, y podía ocurrir también que Guillermo no sea otro que algún William que se tradujo el nombre al llegar a América. También podían haber otros J. Jacobsen que no tuvieran teléfono, pero yo sentía que me bastaría con verlo para reconocer su rostro, y me jugué por Job Jacobsen.

Usted vive en Recoleta, un barrio tranquilo, supongo, en una casa antigua pero bien arreglada. No crea que me fue fácil ubicarlo; en este país, como en el mío, nunca hay suficientes calles para tantos héroes nacionales y por eso unas se llaman Doctor Chanta para un lado y General Picana para el otro. Cuando dejé Las Heras y estaba a punto de tocar el timbre del portero eléctrico, me di cuenta que no tenía claro qué iba a decirle. Me dio pánico y me fui a un bar que estaba en una esquina, por la vereda de enfrente. Elegí una mesa al lado de una ventana que me permitía controlar la puerta de la entrada y me puse a esperar que saliera. Pero usted no salió en todo el día. Durante horas debí escuchar los pequeños problemas de sus vecinos (que seguramente usted ni conoce), las mismas cosas que se dicen en los bares de mi país pero a los gritos. Creo que los porteños y los uruguayos tienen los mismos rasgos y el carácter diferente. ¿Será por eso que los uruguayos nos enojamos cuando nos confunden con un argentino y nos volvemos a enojar cuando nos vienen a hablar mal de ellos?

Cuando se hizo de noche volví al hotel y al otro día, de nuevo, estaba en el mismo bar, contando las horas y los minutos que me quedaban antes del vuelo a Nueva York, que se supone debí tomar ayer de noche. Otra vez vi a la misma mujer que entraba y salía de la casa, cargando bolsas de supermercado o barriendo unas pocas hojas caídas de un árbol que hay a la entrada. Casi a las siete de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer, me levanté para volver al hotel, porque debía estar dos horas antes en Ezeiza. Caminé rumbo a la verja de Jacobsen y, sin pensarlo, toqué timbre. Me atendió la empleada, por el portero eléctrico.

-¿Se encuentra el señor Jacobsen?- dije sin titubear, pero llena de miedo. Pronunciar aquel nombre en voz alta me sonó extraño, como si estuviese confesando un secreto íntimo en medio de la calle.

-Sí... -dijo la mujer, dudando sobre lo qué debía agregar- ¿de parte de quién?

-De parte de Silvia.

-¿Silvia?... Bueno, pero el señor se encuentra indispuesto, no podrá recibirla. Pero si quiere tomo nota.

-No -insistí-, tengo que verlo personalmente.

La mujer volvió a titubear. No parecía segura de lo que debía hacer, por lo que no le dejé tiempo para que pensara y me adelanté:

-Es solo por un momento.

-No sé, es que...

-Solo tengo que hacerle una pregunta.

-¿Una pregunta? No, no podrá ser, es que se encuentra indispuesto.

-¿Está en cama?

-No... Está en el jardín, pero no podrá atenderlo.

Comencé a impacientarme y ya decidida del todo le tiré con el último recurso:

-Por favor, señora, hice muchos kilómetros para verlo. No me haga este viaje inútil.

-¿Es familiar suyo?

-Sí, soy una sobrina.

-Hubiera comenzado por ahí- dijo, y al rato salió por la puerta principal, con un manojo de llaves.

-Discúlpeme -decía mientras abría el portón-, hubiera comenzado por decirme que era una sobrina. El señor nunca recibe visitas de familiares. Y antes de enfermar había dejado orden expresa de no recibir a ningún conocido. Cosas de gringo, ¿vio?

La mujer me condujo por una sala enorme y después por un pasillo hasta una biblioteca que daba directamente a un patio, de donde entraban los últimos rayos de sol. Me indicó con la mano a donde estaba un hombre en una silla de ruedas, de espaldas. Me acerqué para verle la cara, pero como advertí que permanecía inmóvil, con la mirada perdida entre las ramas de un árbol, pregunté:

-¿El señor Jacobsen?

Pero no me escuchaba.

-¿El señor Jacobsen?- volví a preguntar y no recibí respuesta.

La mujer que lo cuidaba se había acercado para decirme que él no podía escucharme.

-Pensé que ya lo sabía -dijo la mujer-; él tuvo una parálisis y no puede escucharlo. O mejor dicho, no puede contestarle, porque los médicos dicen que es posible que pueda escuchar lo que uno dice. Aunque es lo mismo, porque no puede quejarse y una no puede saber si está bien o si está mal.

Mientras la mujer me hablaba yo contemplaba su rostro casi anciano pero aún atractivo. Tenía una mirada tranquila y profunda y un perfil de antiguo vikingo, rubio, casi calvo. «Ese es Jacobsen -pensé-; este es Jacobsen».

-¿De dónde dijo que venía?- me preguntaba la mujer.

-De Noruega- contesté.

-¿Noruega? ¿Eso queda cerca de Dinamarca, no?

-Sí, muy cerca.

-Claro que sí, porque el señor me contaba, cuando estaba bien, que su familia era de allá, pero nunca nadie había venido antes a visitarlo. Eso debía dolerle mucho, porque nunca hablaba demasiado de su familia. Lástima que nunca...- dijo, y bajando la voz me llevó un poco aparte-. Lástima que nunca sabrá que estuvo aquí.

-Pero, ¿no es que puede escuchar?

La mujer torció la boca con un gesto escéptico.

-Eso dicen los doctores, pero yo lo veo todos los días y para mí es una planta más en el jardín.

Me di vuelta y miré otra vez a Jacobsen.

-El doctor Murena, que es una eminencia, me dijo que no le quedan muchos días de vida.

Allí estaba la espalda y la cabeza casi calva del único hombre que mi madre había amado y esperado, derrotado para siempre. Sentí curiosidad, casi lástima, y me acerqué para mirarlo de frente. Sus ojos aún tenían vida, aunque parecían mirar a lo lejos, como quien está sumergido en un recuerdo o en un pensamiento melancólico, con la frente relajada. Había envejecido muy rápido, totalmente. Su rostro era el rostro de un anciano que nos demuestra que la vida humana es ese tiempo en que las creaturas pueden reírse. Porque así como un niño con poco tiempo de vida aún no sabe reírse, así también los ancianos olvidan cómo se hace. Y esos dos tiempos son las puntas de un arco que se asienta sobre la naturaleza animal y sobre el misterio de un espíritu que aún no llega o que ya se fue.

Lo miré con tiempo: era él. Y tal vez era también el hombre elegante que yo veía de niña, parado en la dársena del puerto, todas las tardes de febrero, hombre del cual yo casi me enamoré, piensa Consuelo.

-Usted no perteneció a esa especie contemporánea de hombres que se adaptan a las circunstancias -se me da por pensar-; usted debió pertenecer a esa otra especie de románticos que viven y mueren persiguiendo una idea o permaneciendo fieles a una pasión, por algo real o por algo imaginario.

Me agaché hasta sentarme en los talones y vi sus ojos azules que buscaban algo indefinido. Encontraron mi rostro que se acercaba y, sin saber bien lo que hacía, lo besé en la boca, sin ganas, pero obedeciendo a un mandato, a una orden. Y cumplí. Su rostro continuaba inexpresivo, tal vez había un leve cabeceo hacia los costados, pero eso debía deberse a la vejez o a la debilidad de su enfermedad. Tal vez sus ojos querían decir algo sin su permiso, porque se humedecieron en una proporción mínima. O no se humedecieron más de lo que estaba y fue solo una impresión mía. Sí, tal vez fue solo una impresión mía; tal vez usted ni era Jacobsen, quise pensar. Me levanté y vi a la empleada que esperaba en la puerta de la biblioteca, mirándome sin saber qué hacer.

Yo quería quedarme aquí, contándole todo lo que usted no debía saber, haciendo las cosas al revés para terminar con la maldición de Paquita, porque he vivido toda la vida ocultando y mintiendo sin buenos resultados.

Y como si fuera lógico lo que iba a hacer, me acerqué a la empleada que me esperaba en la puerta y le dije que yo me iba a quedar con usted, para acompañarlo toda la noche. Creo que dudó en algún momento, pero estaba decidida a tomarse libre. Usted debe ser muy aburrido para ella... Me dijo que su señora volvería esta noche, pero por lo visto no volvió. ¿Es su esposa? También me pidió encarecidamente que cuidara al gato, pero con la conversación hasta me olvidé que tenía su comida en la heladera. En el fondo esa empleada suya es una irresponsable, ¿no? Dejarlo solo aquí, en una casa tan grande y tan bonita con una desconocida.

Aún no amanece, pero un suave resplandor comienza a notarse en el horizonte, entre las ramas de la acacia gigante que de repente multiplica su población de pájaros ruidosos. Uno de ellos, tal vez el más pequeño e inquieto, se acerca a Consuelo y gorgotea con una fuerza casi escandalosa que la hacen apretar más fuerte el mamut. Es el único momento en que el gato de la casa abandona su postura de dios egipcio para deslizarse como un cazador. Pero cuando está a punto de saltarle encima, el pajarito vuela y él se queda mirando por un instante a Consuelo, como si reconociera su derrota y se avergonzara por eso. O como si me culpase a mí por haberlo espantado, piensa ella, mientras

amanece.

Querido Jacobsen:

Le mando este libro que no sé si le pueda gustar. Charly dice que es bueno de veras y que se ha vendido como pan caliente en los Estados Unidos. Hay muchas cosas que quisiera contarle, pero como comprenderá no puedo hacerlo por carta y usted ya no recibe más visitas que las del doctor Garmendia y sus colaboradores. No lo culpo. Su situación no es fácil. Yo sé que lo suyo no fue solamente en defensa propia, sino que hay algo más ahí que nunca quiso contarme. Y no lo culpo. Al fin y al cabo yo siempre fui su mucama.

Agst.

Luego de esa breve distracción, el gato vuelve a subirse a la mesa de piedra, con mosaicos de ajedrez en el centro, y continúa mirándola, como una estatua, de forma que incomoda al límite sus nervios. ¿No le parece insoportable que un animal nos mire así toda la noche?, pregunta Consuelo, y procura mirar para otro lado. Pero el gato no se mueve. Sobre todo a esta hora, ¿qué puede querer allí, mirándonos todo el tiempo con esos ojos amarillos? ¿Qué clase de pueblo poseído debió ser el egipcio para tomar a esos demonios como dioses? No resiste y vuelve a mirar: esos ojos amarillos que en la semioscuridad brillan, de vez en cuando, como rubíes. Imagino que usted soporta esos ojos porque no puede hacer nada. O no se da cuenta quién nos está mirando por ellos ahora.

Consuelo se levanta, rápida pero cautelosa, y se aproxima al gato que levanta los ojos y maúlla suavemente. Lo agarra del lomo y se lo lleva a la fuente que está debajo de un roble, llena de agua estancada y hojas podridas. Solo en este momento Voltaire comprende las intenciones de la visita, cuando se aproxima diez centímetros a la fuente y comienza a maullar, esta vez con pánico, tratando de fijarse con sus cuatro patas al borde azulejado de la fuente, primero, y a los brazos de Consuelo después. Ya no es el gato ágil de antes, pero igual logra clavar las uñas en los brazos de la agresora que logra sumergirlo por debajo de las hojas podridas y de repente todo se vuelve oscuro y frío. Consuelo siente las uñas del animal entrando en su carne, como agujas frías, y enseguida una especie de pinza dolorosa que deben ser sus dientes que perforan su mano derecha. Reprime un grito de dolor y aprieta aún más al pequeño demonio para que afloje la fuerza de sus espinas, pero el gato continúa ofreciendo resistencia debajo del agua, por un tiempo que a Consuelo le parece exagerado, más propio del demonio que de un simple gato. Pero finalmente vence la visita y se consume el crimen del gato, ante los ojos aparentemente indiferentes de su dueño. Consuelo saca las manos del agua oscura, las que comienzan a sangrar desde las muñecas, mientras la fuente vuelve lentamente a la tranquilidad.

-Usted pensará que matar gatos es una actitud infantil -dice Consuelo, mirándose las manos que no se atreve a secar-, porque de chico habrá aplastado hormigas con un martillo, le habrá cortado patas a más de un grillo y quién sabe qué cosas que jamás le contó a nadie. Pero a mí no me gusta hacer nada de eso. De niña siempre fui muy pacífica. Pero seguramente no podría comprender ciertas cosas.

Consuelo sabe que ha matado al gato pero no al demonio, y que el demonio volverá tarde o temprano, tal vez en el cuerpo de otro hombre. ¿Y qué hará entonces?

Querido señor Jacobsen:

No se preocupe por Voltaire. Nunca le faltará de comer hasta que usted regrese a su casa. Para no volver tan seguido allí, lo hemos traído con nosotros, a Villa Devoto. Solo que ahora no sale de noche.

Supongo que su silencio se debe a que estará muy ocupado en convertirse en un cóndor. He pensado mucho eso que me dijo de la reencarnación y creo que a mí me gustaría seguir siendo una mujer. Quisiera seguir siendo Yo misma.

Saludos, su amiga y servidora,

Augusta

Seguramente que ni se imagina cómo conocí a Voltaire. Lo encontré una tardecita flotando adentro de una bolsa de nylon en las aguas de la dársena Oeste. Parecía una rata negra adentro de una burbuja de aire y se había salvado porque el supersticioso marinero que lo tiró desde algún barco, con pocos días de vida, había anudado la bolsa sin quitarle el aire. Y cuando pude engancharlo con un alambre, ya comenzaba a entrar agua por los orificios que el mismo gatito todavía sin nombre había hecho en la bolsa, desesperado por escapar de esa agua al principio seca como gelatina que se movía debajo de sus patas. Podía haberlo llamado Moisés, pero como no había nada de sagrado en su apariencia de cachorro mojado y tembloroso, y como no me gustaban las cosas obvias, le puse Voltaire, no sé si por el filósofo ateo o porque me vino a la mente esa breve calle que iba a ser mi primer destino al llegar a Buenos Aires. A mí siempre me atrajeron sus ojos amarillos y su pelo negro como noche sin luna, una ventaja de la naturaleza que la cultura humana convirtió en desgracia.

Se detiene un momento, deja de acariciar el opalino y lo mira a Jacobsen. Ahora que ha amanecido puede verlo mejor, aunque está agotada y los ojos se le cierran sin remedio. Él también lucha para no caerse dormido, aunque más bien parezca una de las estatuas que vigilan la sala principal. Ninguna expresión en su rostro sugiere que ha comprendido algo de lo que le dijo. Por un momento, Consuelo piensa que ése no es Jacobsen, y, si lo es, es como si no lo fuera o como si hubiese dejado de serlo. Lo mira otra vez a los ojos, esos ojos azules y ensimismados que miran hacia adentro. Los ojos pensativos de la muerte, dice Consuelo y vuelve a su silla para no enterarse que el pobre viejo no ha resistido tantas horas en esa posición de confesor, escuchando lo que tenía que escuchar antes de convertirse en cóndor, mientras en un rincón de un basurero, en Montevideo, una rata camina lentamente sobre un trozo de papel que todavía dice: ...el por qué ahora no importa te escribo porque ya sé que el encuentro es imposible. Ya no tengo miedo, como siempre tuve miedo a las esquinas de Montevideo, porque me imaginaba que un día volverías y terminaríamos por cruzarnos sin querer o a propósito. Ahora que nada de eso es posible, me animo a escribirte y te juro que me emociono solo de pensar que podrás estar leyendo y estudiando la forma de estas letras, que ya no son las letras que elogiaban mis viejas maestras en España. Y me pregunto, yo, que siempre tuve pánico de encontrarte, ¿qué sentiré cuando deba enfrentarte en la Eternidad? ¿O es que la Eternidad se limitará a nuestro pasado y no será necesario sumarle nada más? Ni explicaciones ni miedos de volverte a ver... Prefiero esa posibilidad. Ya ves; he recogido tu promesa de amarme toda la vida y más allá también, aunque todo eso ya esté bien fuera de moda. Promesas son promesas. Y tengo derecho a reclamarla, porque yo he cumplido con mi parte de serte fiel toda la vida.

Por siempre tuya,

Mabel.

El gato asoma un poco a la superficie rompiendo, lentamente, el espejo de agua oscura que no se aclara con las primeras luces de la mañana, y ahí se quedará, casi como un pequeño bulto de hojas de roble, hasta que alguien decida limpiar la fuente. Por su parte, la rata da vuelta sobre su cuerpo y comienza a roer el papel por el lado donde dice ¿O es que la Eternidad se... mientras caen unas gotas del cielo. Pero la lluvia no es lo suficientemente fuerte y la rata continúa comiendo: Eternid...




 
 
FIN
 
 


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