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Los paisajes literarios

José Antonio Hernández Guerrero


Universidad de Cádiz

Este trabajo está articulado en cuatro apartados desiguales. En los tres primeros, que poseen contenidos teóricos, formulamos los presupuestos sobre los que se asientan los diferentes valores que se asignan a los distintos planos y a los diversos elementos del paisaje. En el cuarto describimos, de una manera esquemática, los principales significados que, a lo largo de la Historia, se han ido asignando a los diferentes componentes paisajísticos.






Presupuestos teóricos


La literatura no es sólo ni principalmente un empleo peculiar de la lengua: es una visión, una interpretación y una reconstrucción -recreación- de la realidad

La Poesía, como todos sabemos, es la forma suprema de expresión humana y el instrumento más potente de creación estética; su función principal consiste en transformar el mundo descubriendo el valor profundo, la nobleza íntima y la belleza esencial de cada cosa.

El Poeta -con mayúsculas- es el ser privilegiado, profeta e iluminado, que dota de sentido a los objetos y que extrae significados inéditos de los movimientos; es el vidente que proporciona existencia a las ideas, vida a las imágenes, alma a los cuerpos y espíritu a la materia.

La Poesía -fuente de la que brotan y cumbre en la que convergen las diferentes artes- es la facultad «omnipotente» de transformar las palabras en música, en escultura, en arquitectura y en pintura. Recordemos que la poesía nació unida a la música y la música al baile, que inicialmente poseía un carácter litúrgico y sagrado. No olvidemos que el verso es anterior a la prosa, y el canto anterior al verso y el baile anterior al canto.

Sí, el primer lenguaje fue el corporal y, tras él, el hombre usó el grito. Los sensualistas afirman -y repiten después los darwinistas- que el grito partió de aquel gruñido mediante el cual cierta estirpe de simios trataba de imitar los sonidos que la naturaleza producía: el gorgoteo del agua, el chasquido de los cuerpos y el fragor de las fieras.

Cada uno de aquellos gruñidos expresivos se ha transformado progresivamente en una palabra dulce, agresiva o profunda, de igual forma que algunos de los salvajes mordiscos del primer hombre han terminado siendo un beso cariñoso o un doloroso ataque. Con el tiempo, la voz humana se ha enriquecido con ilimitados matices y éstos se han adaptado a las variaciones posibles de los sueños, de las imágenes, de las sensaciones y de los sentimientos.

En la actualidad, no podemos pensar sin imaginar, ni imaginar sin sentir, ni sentir sin hablar. Para eso nos sirve la poesía: para comprender las realidades misteriosas a partir de realidades cotidianas. La Vía Láctea nació cuando se escaparon unas gotas de leche del pecho de la diosa Juno. Las estrellas eran las salpicaduras de esa leche divina en el manto celeste.




E1 lenguaje humano es la capacidad de hacer que una cosa sea otra cosa

En la vida humana -social, política, religiosa o económica-, un tejido, un vestido, una melodía, una silla, un edificio, una flor, un metal, un futbolista o un cantante, por ejemplo, son otras realidades que cumplen, además, funciones diferentes. Los objetos y las acciones humanas hablan, expresan sensaciones y manifiestan sentimientos; explican rasgos interiores de su usuario y transmiten mensajes múltiples a los espectadores.

Un tejido se transforma en bandera; un vestido, en uniforme o en hábito; una melodía, en himno o en canción de protesta; una silla, en trono o en cátedra; un edificio, en palacio o en iglesia; una flor, en un sentimiento o en un deseo; un metal, en el testimonio de una promesa o de un compromiso; un futbolista, en el resumen de las ansias de éxitos y de los deseos de triunfos; un artista, en la encarnación de aspiración de libertad o de anhelo de belleza.

Por eso, cuando besamos con devoción o quemamos con odio una bandera, besamos o quemamos algo más que un trozo de tela; cuando el rey o el obispo se sientan ceremoniosamente en un trono, muestran algo más que su cansancio físico; cuando visitamos una catedral entramos en algo más que en una construcción arquitectónica que nos protege de las agresiones atmosféricas.

Y es que el lenguaje -la propiedad que nos define a los seres humanos- consiste en la capacidad para convertir en símbolos todos los objetos y todos los comportamientos; es la facultad de interpretar el sentido de los movimientos y de leer los mensajes que lanzan todos los seres de la creación divina y de la recreación humana.

Con las imágenes, con los símbolos y con los mitos, dibujamos esquemáticamente los valores que, en cada momento, asignamos a las personas con las que convivimos, a los gestos que realizamos y a los objetos que manejamos.

Leer es identificar qué nos dicen hoy el color rojo o el blanco, un coche o una moto, unos bombones o unas flores, un torero o una cantante. Hablar no es sólo articular palabras ni leer es sólo descifrar las letras plasmadas en un papel, sino, también, interpretar las voces de los elementos del paisaje y de los sucesos de la vida cotidiana.




El espacio es, sobre todo, un soporte de proyección personal y de identificación colectiva

El espacio y el tiempo, coordenadas en las que se resuelve la vida humana, se interpretan de maneras diferentes según las perspectivas intelectuales y de acuerdo con las actitudes emotivas que adopta cada hombre. Los poetas lo han convertido tradicionalmente en objeto de sus creaciones literarias.

La visión dependerá del temperamento y de la educación individual y de las concepciones filosóficas o de las creencias religiosas que la sostienen. Pero esta visión está plasmada, sobre todo, en las obras literarias. La Historia de la Literatura ilustra elocuentemente las distintas visiones sobre el espacio que definen sus sucesivas etapas cronológicas.

Hemos de tener claro, además, que el paisaje, como representación de la naturaleza, es una construcción de la imaginación que va conformando paulatinamente una memoria, y que constituye una biografía de cada espacio, en continua mutación. Recordemos que, en el mundo griego, la naturaleza era profundamente sentida y amada, y el paisaje era considerado como un conjunto unitario en el que el hombre se sentía inserto junto a las otras presencias vivas y operantes, como los seres atmosféricos, vegetales, animales o divinos.

El hombre griego se sentía integrado en el mundo circundante, estaba convencido de que entre él y la naturaleza existía una armónica continuidad, por eso se relacionaba con ella con una profunda familiaridad. Hemos de reconocer, sin embargo, que, aunque en la época helenística ya se consideró el paisaje como elemento decorativo con personalidad propia, dentro de la pintura, fue la escuela veneciana del siglo XVI la que dotó al paisaje un sentido nuevo, capaz por sí mismo de expresar el estado de ánimo del pintor y de constituirlo en protagonista de la pintura y de la poesía.

Desde entonces los espacios físicos reflejan los espacios íntimos y manifiestan los contenidos profundos de la emotividad. En los anchos cielos, en las aves migratorias, en el jazmín oloroso, en los trigos dorados o en los olivos cargados de promesas nos vemos nosotros mismos: escuchamos nuestros ecos que, al mismo tiempo, hacen vibrar las cuerdas más sensibles de nuestro espíritu.




Los valores del paisaje en el decurso de la Literatura Española

Hemos de insistir en que la significación de los elementos del universo ha ido cambiando de manera constante a lo largo de la Historia de la Literatura, en conexión con el pensamiento filosófico y con las creencias religiosas. El paisaje se ha pintado y cantado de diferentes maneras, y se ha interpretado según simbolismos distintos.

Por eso podemos afirmar que el arte y la literatura nos han enseñado a ver y a amar los paisajes. En general, las composiciones de los poetas y los cuadros de los pintores han ido configurando la visión de los lectores y de los espectadores, y han educado nuestra sensibilidad para gozar artísticamente de la vida; han influido, incluso, en nuestra manera de comportarnos con la naturaleza y de relacionarnos con los demás seres.

¿Qué aporta -nos hemos de preguntar- la descripción de un espacio al objetivo del encuentro del hombre consigo mismo y con los demás seres humanos? La casa o el templo, por ejemplo, pueden ser símbolos del propio espíritu: lo que allí sucede puede estar sucediendo en mí.

En la épica, inicialmente, el paisaje es el lugar o el escenario en el que se ubican los personajes y en que se desarrollan las acciones de la narración. Los movimientos espaciales de los personajes de un lugar a otro nos indican cómo avanza, cómo se dinamiza la historia narrativa. Los cambios espaciales señalan, más directamente, los cambios de la historia y de los conflictos de los protagonistas.

Hemos de tener claro que el paisaje es una elaboración humana; es una construcción que el autor confecciona mediante las selecciones y a través de los filtros que activa a través de las palabras del narrador o de las actitudes y de los comportamientos de los personajes. En este sentido, resulta posible adjudicar a los lugares valores positivos, tales como espacios familiares, íntimos o acogedores; u otorgarles valoraciones negativas, como lugares hostiles, inhóspitos, oscuros, siempre de acuerdo con la perspectiva del narrador o según el punto de vista de los diferentes personajes.

El hombre medieval encuentra en la contemplación de la naturaleza, sobre todo, un sentido alegórico:

«Los paisajes de Berceo son alegóricos; el "prado verde e bien sencido, de flores bien poblado" no es cosa terrenal; un viajero puede descansar en él cuando la fatiga le abruma; mas esta fatiga es la de la vida, y el descanso que el viandante va a tomar es el del eterno reposo. A pesar de su realismo -recordad el tan traído y llevado "vaso de buen vino"-, el poeta pone los ojos en el campo para recordarnos otra región más luciente y más alta. Su amor a la Naturaleza no es directo y desinteresado». (Azorín. 1968, El paisaje de España visto por los españoles, Madrid, Espasa: 8).

Esta visión simbólica de la naturaleza se expresa, en su mayor parte, a través de modelos que se vienen repitiendo desde la tradición literaria greco-latina, bíblica y patrística. El marco en el que los poetas sitúan sus figuras no está formado por la descripción realista del paisaje, sino que, como ocurre con la pintura, se dibuja el cuadro artificioso del huerto, vergel o jardín.

En el Renacimiento se produce la incorporación progresiva del paisaje a la temática del arte y a los asuntos de la poesía. El tema inicial y central es el hombre, pero, a partir de él, se van integrando todos los elementos del mundo viviente e, incluso, de los seres inanimados y de los objetos artificiales. El Renacimiento, con el platonismo que exalta lo natural, trae a la poesía un sentido bucólico pero, poco a poco, se va introduciendo el paisaje de naturaleza abierta y libre. Su elaboración acusa todavía un convencionalismo en la elección y en el empleo de sus elementos.

En Garcilaso la naturaleza es asunto, escenario e instrumento de expresión de los sentimientos dolorosos del poeta1. Partiendo de paisajes concretos -la vega toledana, la ribera del Tormes, las márgenes del Danubio, las Torres de Alba, las altas ruedas de Toledo, el retiro de Batres, etc.- Garcilaso dibuja una naturaleza estilizada, con rasgos idealizados y arquetípicos, que son propios de la tradición clásica e italiana. El paisaje responde a la convención pastoril: el agua es «dulce», «clara», «corriente», «cristalina», «pura»; las riberas y los prados «umbrosos», «verdes», «deleitosos», «floridos»; el viento «animoso» y «fresco», etc. Los epítetos expresan las sensaciones deleitosas deseadas y vivenciadas por el poeta, a partir de paisajes tomados de Virgilio o de Sannazaro2. La hermosura, además, es un reflejo de la divinidad. En la base de esta concepción subyace el tópico medieval del Deus artifex: Dios creó el mundo y lo hizo perfecto. La naturaleza, como obra de Dios, es perfecta; y esta perfección se aprecia plenamente en su contemplación afectiva.

Fernando de Herrera puede significar un puente entre el Renacimiento y el Barroco. El tema central de su poesía no es, como en la de Garcilaso, el paisaje, pero éste es un elemento decisivo para interpretar adecuadamente su mundo espiritual. En él, los rasgos visuales y los principios ideológicos, a veces, se superponen y se confunden. Su concepto de la naturaleza deriva de la visión renacentista y nos recuerda a Garcilaso. Si comparamos sus églogas con las de éste, veremos que hay mayor abundancia y variedad de árboles, de plantas y de flores en las de Herrera. En los elementos externos, como en tantos otros aspectos de su poesía, nos ofrece un paso sensible a la estética barroca.

San Juan de la Cruz nos pinta la naturaleza tal como la perciben sus sentidos, pero se eleva por encima de las características sensibles, y las trasciende, hasta alcanzar tal grado de espiritualización que nos descubre el rostro de su creador:

«Ante el paisaje que nos evoca, todos los sentidos se sienten estimulados y con una complejidad de sensaciones superior a la de Garcilaso. En mi opinión, aquí reside el doble milagro de su poesía. Nos atrae y nos exalta las bellezas de la creación, y a través de ellas, nos descubre a la divinidad. La naturaleza y el Amado se han unido en su hermosura».




Mi amado, las montañas,
los valles solitarios nemorosos,
las ínsulas extrañas,
los ríos sonorosos,
el silbo de los aires amorosos.3

A partir del Barroco, el paisaje, hasta entonces esencialmente fondo de resonancia de la figura humana (que es la que destaca y centra el cuadro y el poema), alcanza una progresiva relevancia. De ser mero marco se constituye, primero, en ambiente y, más tarde, en tema central de la obra. La configuración del paisaje barroco es también nueva: como dice Dámaso Alonso, nos encontramos ante un paisaje «lóbrego, inarmónico, de mal augurio, monstruoso. Nada más distinto del lugar de la literatura tradicional».4 En la poesía de Góngora destacan dos temas: lo efímero y lo mudable en los asuntos humanos, y la permanencia y la belleza de la naturaleza; son dos aspectos que están íntimamente relacionados. Para Góngora, el refugio de las vicisitudes y de los males de la Corte era la naturaleza (una naturaleza muy idealizada), protectora de sus hijos y mansión de lo permanente.

Fíjense cómo, por ejemplo, en el romance «En un pastoral albergue» (1602), Góngora usa su artificio poético para contrastar los valores de la corte y del campo, la primera como fuente de lucha, el segundo como hogar del amor. En las Soledades, por ejemplo, un castillo que se está desmoronando dominado por árboles que antes estaban a su sombra, es un emblema verbal de la caída de lo artificial y de la victoria silenciosa de la naturaleza, y, poco después, las pirámides y el Nilo fructífero, en una yuxtaposición similar, nos enseñan la misma lección.

Durante el siglo XVIII se advierte en la poesía cierto tono doctrinal con finalidad educativa. La naturaleza, «deleite útil», sirve de motivo poético encaminado a conseguir mayor interés por una auténtica reforma agraria. Éste es el propósito de Meléndez Valdés cuando dirige la epístola a Godoy. El poeta neoclásico traduce sus sentimientos de la naturaleza con los artificios de la poesía bucólica y pastoril que, según Salinas, tiene múltiples puntos de contacto con el anacreontismo, dado que el epicureísmo se complace en la sensual contemplación de las bellas formas de la naturaleza5.

La Filosofía de la Ilustración replantea, gracias a Locke y a Shaftesbury, el status del ser, el cual es reivindicado como el primer objeto del conocimiento, en tanto que sujeto capaz de dominar la naturaleza ateniéndose únicamente a la información que transmiten sus sensaciones para acercarse a la verdad6. Nos invita a gozar7, o a lo menos, a sentir, y a cantar la hermosura de la naturaleza, la belleza de los campos y las sencillas y rústicas pasiones de quienes allí moran.

¿Y el Romanticismo? Sabemos que la naturaleza no es un «elemento romántico», como la libertad o, en grado secundario, el subjetivismo, la melancolía y la pasión. Sin embargo, el poeta romántico adopta ante la naturaleza una actitud diferente a la del poeta clásico: la contempla, la tiñe y la colorea con sus propios sentimientos. En ella refleja su temperamento. En caso extremo puede convertirse en parte suya y suele hablar de ella como de su misma alma. El Romanticismo arranca de aquel sujeto que la Ilustración reivindica frente al hombre que el cartesianismo deja en manos del Ser Supremo. La autonomía del sujeto como primer logro del pensamiento ilustrado es fundamental para la concepción que el hombre romántico tiene de sí mismo y en relación con la Naturaleza.

Diderot y Rousseau rehabilitan la sensibilidad, la pasión y el amor por la naturaleza. No obstante, mientras el pensador ilustrado puede descubrir el valor de la sensibilidad, no hace de ella el núcleo de la existencia humana, mientras el romántico concibe para sí y en sí mismo un alma que experimenta intensamente el amor por la naturaleza, que se consume en sus emociones y en sus dolores, y que en el fondo siempre se busca a sí misma en todo lo que hace.

Azorín nos dice:

«El sentimiento amoroso hacia la naturaleza es cosa del siglo XIX. Ha nacido con el romanticismo poco a poco; gracias a la ciencia, a los adelantamientos de la industria, a la facilidad de las comunicaciones, el hombre ha ido desconociéndose a sí mismo. Ha surgido el yo frente al mundo; el hombre se ha sentido dueño de sí, consciente de sí frente a la naturaleza. De esa consideración y de esa afirmación ha brotado toda la literatura nueva, desconocida de los antiguos. Por primera vez, el romanticismo trae al arte la naturaleza en sí misma, no como accesoria...».8



Para el romántico la Naturaleza no es un objeto, un todo mecánico como quería Descartes, sino un todo orgánico y vivo. El yo romántico rechaza formar parte de la Naturaleza como una pieza más de su engranaje, y, por el contrario, hace constar su individualidad, su capacidad creadora y transformadora que extrae de sí mismo, de su interior, y plantea una relación con la Naturaleza como una comunicación del Uno al Todo, que a la vez desencadena su aspiración al infinito: «imagínate lo finito bajo la forma de lo infinito y pensarás al hombre» (F. Schlegel).

En el Modernismo, la historia y la tradición legendaria sirven de base para fastuosas evocaciones de lejanos ambientes y de épocas remotas. Los personajes se encuadran en escenarios refinados y raros: la silenciosa pagoda, la selva mitológica, el perfumado harén, el castillo encantado, etc.

Con insistente frecuencia, los poetas escogen el ambiente otoñal de jardines cubiertos de flores marchitas, como marco adecuado para sus sentimientos melancólicos. Como explica Pedro Salinas, el paisaje modernista posee perfiles eminentemente culturales9.

Juan Ramón Jiménez detiene su mirada en el mar y en el cielo; acepta la naturaleza para transmutarla, por su palabra, en otra realidad más íntima, en la contemplación



   Fría es la noche pura.
La luna, limpia, albea
oblicuamente la pared
oscura
y redonda. La salvia, que menea
sus cálices mojados de relente
embriaga la paz.

La estrella llora
virando hacia el poniente,
verde temblor sobre la sola acacia...

    Se oye jirar el mundo...

Y en la hora
clara y llena de gracia,
lo que es humilde tiene
una belleza eterna: el descanso y blando
rucio que llama, en el alto bando,
a un hermano; la brisa distraída
de la pobre ribera conocida;
el tardo grillo; el gallo alerta
que un momento despierta
las rosas con su voz que quiebra albores
por los llanos del alba...
Belén viene
a todos los corrales...

    Casi incoloros, los colores
parecen de cristales...»10

Los poetas de la Generación del 98 se proponen reivindicar una imagen de España distinta de la consagrada por los tópicos. Prefieren el paisaje castellano en el que, por su escueta sobriedad, ven el núcleo de la nación española, su historia y su expresión más caracterizadora. Pero su visión es intensamente subjetiva e idealista. En las descripciones proyectan su propio espíritu y tratan de rastrear el alma de Castilla.

Antonio Machado arranca del paisaje una vibración casi religiosa. Nos lleva a él a través del ensueño y a través de la propia realidad. Al detenerse en el fluir tortuoso del Duero cuyas aguas «plateadas se ensombrecen» al pasar bajo las arcadas del puente, el poeta es arrastrado a la consideración de esa «triste» y «noble» Castilla que cruza el río:


«el Duero cruza el corazón de roble
de Iberia y de Castilla»...

Para los poetas de la «Generación del 27» el tema del paisaje es también fundamental y significativo. Alberti canta el mar: el mar concreto y «abreviado» mar de Cádiz. El paisaje de las dunas, las playas y los pinares, los esteros y las salinas del litoral gaditano frente a la ciudad.



El MAR. La mar.
El mar. ¡Sólo la mar!

¿Por qué me trajiste, padre,
a la ciudad?

¿Por qué me desenterraste
del mar?

En sueños, la marejada
me tira del corazón.

Se lo quiere llevar.

Padre, ¿por qué me trajiste
acá?11








Conclusión

El paisaje, a lo largo de toda nuestra civilización, sin dejar de ser espacio ha sido, también, un símbolo, una llamada, una presencia y una potente en voz; a veces, nos ha transmitido mensajes ofreciéndonos su perfume, su mano o su regazo hasta llegar a constituirse en un todo íntimamente absoluto y profundamente propio. Si el espíritu científico en el siglo XIX abrió los caminos para que los hombres exploráramos -mediante las disciplinas geográficas, arqueológicas y etnográficas- las diferentes regiones del mundo civilizado, ya antes, a lo largo de toda la Historia de la Literatura, se había demostrado que el paisaje era el más potente foco y el más fiel espejo en el que se han visto reflejados las ansias más profundas de los seres humanos. El espacio, soporte físico sobre el que el hombre asienta su cuerpo, construye su hogar, desarrolla sus movimientos, recorre su tiempo, vive, muere y descansa, contemplado desde la perspectiva literaria, es, además de escenario, un espejo y un foco que ilumina y refleja nuestro rostro y proyecta nuestro espíritu, dibuja plásticamente nuestro origen, nuestro destino y nuestros caminos compartidos. El espacio se hace humano cuando se convierte en símbolo y en emblema de identificación colectiva. Por eso es cantado y celebrado y, por eso, para muchos alcanza la condición de sagrado; por eso constituye -ha constituido- la razón de esa serie interrumpida de guerras que es la Historia de la Humanidad. Pero hemos de reconocer que el espacio sólo será humano cuando todo él sea considerado como lo que es: la casa común de todos los hombres y de todas las mujeres.



 
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