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ArribaAbajoSiglo XV

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Llegó a tanto la exigüidad, que el traje se hizo afectado y en cierto modo ridículo, viniendo a perder mucho de su nobleza anterior, y aun de su apostura rumbosa, aunque destartalada, del finido siglo. Aquellos altos bonetes del XV, aquellas calzas escurridas, y cuerpos no menos escurridos y derrengados, con sus cuellos altos y mangas de hombreras; daban a los varones un aspecto de fantoches, que no tardó en comunicarse a las hembras, por medio de sus talles oprimidos, mangas angostas, faldas aplanadas, desnudas pecheras, y sobretodo la arrocada tocadura que   —143→   se transformó en un verdadero cucurucho. Estas novedades incongruas, duraron más de medio siglo, desde 1420 a 1470, con identidad en todos los países, los   —144→   cuales aportaron a ellas su respectiva contingencia. Citaremos por ejemplo a los catalanes, que habiendo adquirido importancia en el continente y en las regiones de   —145→   levante, ya de algún tiempo ejercían su influjo sobre ellas; caso raro, nunca más repetido en la historia. En efecto, por la fecha de 1340 imponían sus modos a Italia, según Capmany citando a Muratori, con referencia a unos embajadores venecianos que se presentaron en Verona, vestidos a la catalana.

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Esto nos hace sospechar que la característica gorra del país, propia de la marinería durante 400 años, lejos de proceder de Italia como algunos autores suponen, nació en él mismo, donde todavía sigue arraigada, y él la comunicó a las regiones levantinas que alimentaban su comercio, habiéndola tomado seguramente de la capilla, tan vulgar en el siglo anterior, o del sarboj nacido a fines de él.

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Entretanto, a las sucesivas amplitudes y estrecheces de éste, siguió desde 1380 a 1420, una exageración desmedida   —146→   de ambos extremos. El jubón o perpunte, así dicho por parecerse al militar, formando un simple corpiño (corset) ajustado o libre, heredero de la cota, vergonzante aún en 1380, emancipose del todo diez años después, y reinó ya libremente en lo sucesivo, llevando con frecuencia anchas mangas cerradas al puño, llamadas de alforja. A los cinturones solía agregarse una abultada escarcela. La hopalanda, de innegable procedencia italiana, adoptada en igual fecha, también se generalizó para neutralizar la indecencia del restante traje, acompañada de cintas metálicas, a veces de oro y plata, llenas de colgajos y cadenillas, acaso cascabeles; y sobre el busto una especie de collera o paletina, sobrepuestos veneras, collares y jaceranes. No reinaron menos el cerboj o gorro frigio, y el birrete o casquete vascuence,   —147→   que era de pelo, con adorno de perlas en el borde delantero. El capirote o toca, cambiose en verdadero turbante, figurando una manga revuelta a la cabeza, de cuyos extremos la corneta, se encrespaba al lado izquierdo, y de otro la chía, desprendíase del borde derecho en forma de larga tira. Entre galanes era bastante común atravesarse bandas, con los colores de su dama. Las donosas vestiduras mujeriles ya conocidas, subsistieron largo tiempo, pues se trasmitían de madres a hijas, y hasta se alquilaban en ocasiones de ceremonial. Entre ellas prevaleció la hopalanda, larguísima de mangas, rozagante y cumplida de falda, hasta el ancho de 5 a 6 varas, ceñida al cuello, sujeta por el antiguo cinturón de la cota, que se elevó hasta debajo del seno, de una manera chabacana. Conservaron el cerboj o tripa de red de malla, que formaba una tocadura ligera y abultada, si bien dando preferencia a los fronteros o almohadillados, en figura de corona, corazón, mitra hebrea, orejeras, toldillo, etc. En Francia, la galantería de Isabel de Baviera dio mayores creces a ese lujo exagerado, que parecía insultar la miseria del pueblo, tendiéndose sin   —148→   medida las colas y las mangas, rasgándose los escotes, y elevado el frontero en cono piramidal, llevando velos copiosos, doblados en su punta o desplegados libremente. Atajado sin embargo el movimiento lujoso en Francia durante las guerras de Carlos VII (1420-30), hubo de refugiarse en Borgoña, donde la corte de Bourges le dio acogida por espíritu de rivalidad. En una requisitoria dirigida contra la célebre Juana de Arco, se describe el traje vulgar, compuesto a la sazón de camisa, bragas, jubón o chupetín mangueado y redondeado; calza tirada, que se atacaba al chupetín con agujetas; zapato bien solado, lazado delante, abierto o con vira en su entrada; hussa o bota justa, provista de largas espuelas; ceñidor sosteniendo espada y daga; sombrero o capirote. A la hopalanda, que engendró el gusto por los cuellos altos, sustituyéronla una ropeta ceñida, bajando en pliegues hasta la rodilla, y manguilla colgante; el tabardo, importado por los ingleses en 1415, especie de dalmática por estilo de la hussa de tiempo de Carlos V, y   —149→   el hoquetón o huca, a manera de blusa corta, desceñida, sin mangas, o de holgada manguilla. Desde 1435 a 1440, el jubón agregó a lo alto de las suyas, bastante henchidas, una descomunal armazón o rodete postizo, llamado mogote (francés mahoitre), cuyo primer objeto fue aparentar anchas hombreras, a la moda italiana. Privaba el cabello largo, algo cercenado sobre la frente, no sin excepciones, como la del duque de Borgoña Felipe el Bueno, que introdujo el cortárselo, en 1461, a consecuencia de una enfermedad. Él mismo era aficionado a los patines, utilizados de algún tiempo con zapato u otro calzado, ya para andar por barros, ya para darse elevación, como sucedía con el chapín español.   —150→   También por entonces las calzas adquirieron braguetas, o unos encajes entre piernas, engalanados de franjas y lazos, y los sombreros se aliñaron exageradamente con crestas o volantillos muy recortados, trencillas, dijes y joyeles. A imitación del sexo feo, en el mismo período, las bellas cercenaron excesivamente sus trajes, llenándolos de bordados, a saber: vestido de embudo, con larguísima cola; cintura debajo los sobacos; pechera abierta; cuerpo de manga muy justa, terminando en unos puños largos de piel o seda, llamados portapisas, que desdoblados se extendían sobre las manos; altísimo cucurucho por tocado, ocultando el cabello que se recogía en moño sobre la cabeza, asomando sólo unos pequeños rizos. El cucurucho o chapirón, adoptado en Francia por la reina Isabel, en competencia con las damas borgoñonas, fue importado en Flandes el año 1430, con nombre de hennin y con aparato de adornos (atours), entre ellos los couvrechefs, juego de velos formando muchas dobleces y cabos flotantes; en España formó el rocadero,   —151→   estilado algo más adelante. Inés Sorel primó aún sobre Isabel de Baviera, dando al chapirón proporciones exageradísimas, y a las modas de su tiempo un carácter de verdadero frenesí. Hacia 1450, ciertas damas viudas consagrábanse a la reclusión en traje monjil de ropón negro, sin ceñir, forrado de veros, toca de barbeta, chapirón, manteleta o manto, y nada de sortijas ni guantes en las manos etc. El luto blanco era entonces privativo de las reinas viudas.

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Fenómeno ordinario de la moda, principal agente de sus mudanzas, es la exageración. Aparece una novedad que choca, porque tiene sabor y gracia de origen, pero sus imitadores se esfuerzan en darle relieve,   —152→   y extremándose gradualmente, acaba por ser monstruosa y ridícula. Así ha sucedido modernamente con los miriñaques o polisones, y sucedió en todo tiempo con las diversas piezas del traje y sus agregados, y a medida que avanzamos en la historia, casi con igual versatilidad que en nuestros días. Por eso, en el período de 1460 a 70, llegan a trocarse las leyes naturales de formas y proporciones humanas, bajo la presión de los cuellos, de los jubones, de las cinturas, de las calzas, de los zapatos, haciendo   —153→   de hombres y mujeres una especie de muñecos, que en cualquier otro tiempo hubieron causado grima. La camisa empezaba a asomar por un agujero del codo, primer indicio del lujo de ropa blanca, que no debía tardar en apoderarse del abdomen, de los hombros y aun de los muslos, para situarse en el pecho. El perpunte cada vez más menguado, de raso, brocadillo o terciopelo entre gentilhombres, rebosaba en volumen de hombreras, con la novedad de rasgar sus mangas por la parte de debajo. Las piernas parecían dos remos, comprimidas por unas calzas justísimas, que nada ocultaban; felizmente el calzado de polaina iba limitándose, aunque todavía duró algunos años. Promiscuaban con este avío unas anchas sayas o batas de cuello y mangas espaciosas, ceñidas o no, y largas hasta los zancajos. La gente rica se   —154→   echaba multitud de dijes, collares y cadenas. En complemento de verticalismo, ideáronse unos bonetes altos de a cuarta y media, cuya cima algo floja simulaba cuatro angulosidades, que exagerándose a la larga, dieron su extraña forma al clerical; esos bonetes, además, dieron origen a los sombreros de aguja. Por contraste, aquellos otros sombreros valumbosos, que los doctores y otros varones de pro habían conservado en señal de autoridad, pasaron de golpe entre profanos a la reducida dimensión de morteros, a semejanza del birrete, adornados como éste de medallas, cadenillas, plumas y pedrería. El birrete o toquilla a su vez, era llevado por los pisaverdes, algo derribado sobre la oreja, y por otros sujetos, calado debajo del gorro o sombrero. Hacia 1480 decayeron del todo las hombreras, para ceder su puesto a un   —155→   henchimiento más natural, que resultaba del contraste del oprimido talle con la expansión de la collera, sustituyendo   —156→   al cuello una valona, primer anuncio de las reformas del renacimiento. Durante este período, llevábase el pelo caído y lacio, por delante hasta los ojos, y por los lados y detrás hasta el cogote, a la mercadera, así dicho por usarlo algunos traficantes y en especial los labriegos; pero luego tomose de los italianos el extremo contrario de rizarlo y atusarlo con hierro.

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La tocadura mujeril, cansada de aguzarse, se hendió como mitra, o bifurcó y trifurcó, siempre bellamente aliñada, sosteniendo un velo que flotaba como bandera hasta el suelo, acompañada de una viserilla que cubría la frente. Las damas aragonesas usaban velos de varios colores, y se los apuntaban sobre el pecho con alfileres cabeados de oro. Oprimía el talle una pretina (tejillo) o cinturón ancho de un palmo, amechando el vestido por debajo del seno y por la espalda. A la peletería del faldellín,   —157→   solía reemplazar un rodapié de terciopelo, y el miriñaque despuntaba ya para abultar las caderas, con el indecoroso nombre de albarda y albardilla, según un pregón del Concejo barcelonés. Llevaban asimismo las damas catalanas unas graciosas zamarras largas hasta la cadera, cerradas al cuello y con braceras; cotes empuñados, pordemases forrados de raso, con orillas de pieles, gramalletas, clochas, abrigales, monjiles y capuchas; gandayas, beatillas y velos; ricos parches sosteniendo bolsas de seda, guarnecidas de flecos y cantonadas de metal; guantes, pañuelos, lindos rosarios, alhajas en profusión, y a menudo un falderillo al brazo. De hombres eran el farseto, el jubón, el guardacuerpo, la marlota y la chaqueta; sayos, goneles, cotas y gramallas; ropones, bernias, tabardos, clochas, balandranes, mantos, capas y capuces; cubriéndose con chapeles, birretes y bonetes, carmañolas (carmellonas), y calzando zapatos o soletas, borceguíes, estivales, escarpines, pantuflos y   —158→   zuecos. La mayoría de estas piezas fueron comunes a los demás reinos españoles, inclusos Navarra y Portugal, prevaleciendo en ellos sin embargo, jaquetas y marlotas, sayos y gabanes, ropas, hucas, tabardos; capirotes, caperuzas y bonetes para hombres; para mujeres, sayas y sobresayas, faldetas, ropetas y ropas, ceñidores o tejillos, monjiles, mantillas, capas, mantos de contray, alhames, tocas y toquillas, alfardas, tocados de impla, garvines, albanegas, etc., estilando ya moscaderos y guardasoles. En 1450 se dictaron prohibiciones por abuso de ropas de seda, oro y lana, forros de marta y pieles semejantes, ricas guarniciones de oro, plata, aljófar y otras de gran valor. Prohibiéronse así bien en 1490, los brocados de oro y plata, los rasos de pelo, los bordados o broslados de ricos metales, los dorados, etc. Más adelante fueron otra vez proscritos los brocados y sedas, los chamelotes de ídem, los zarzahanes, terceneles (tercianelas) y tafetanes, las chaperías de oro y plata de martillo, salvas ciertas excepciones   —159→   en favor de los caballeros. Había paños de diversos matices y calidades, rasos, damascos, terciopelos y granas, courtrays, lilas, ruanes, velartes, divianes, bureles, frisas, bérteras, sayales, bucaranes, bayetas, etc.

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Los italianos de últimos del siglo, no menos jactanciosos que sus vecinos, lucían jubones de abultado peto, manga estrecha hasta la muñeca y acuchillada, con forros de color vivo, igual al de la ciudad o bandera de los señores; abrigos livianos; el cabello muy atusado, con tocaduras preeminentes en los dos sexos, etc. Entre alemanes fue análogo el traje, y común a hombres el pelo largo y rizado, de modo que hasta 1481 no dieron a cortárselo algunos príncipes, y también en Polonia fue exorbitante el lujo desde la fecha de 1466. Inglaterra seguía haciendo la competencia a Francia. Los Países Bajos, enriquecidos por el comercio, desde medio siglo ejercieron una influencia casi europea en tono y riqueza de vestir, según se ha visto ya por algunas modas que comunicaron a Borgoña, y de allí a París y a otras capitales. Por la magnificencia de tapices flamencos popularizados desde aquella fecha, cual lujo el más exquisito en cortes y palacios, cabe juzgar de la de trajes, que nada ceden a lo más espléndido y suntuoso de otras naciones, y que de seguro fomentaron grandemente las esplendideces y suntuosidades del Renacimiento.

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En el traje de guerra, a principios del siglo, no ocurre   —160→   más novedad que la definitiva adopción de la coraza, compuesta al principio de fojas, planchuelas o anillos de hierro (en francés plates o faudes) claveteadas unas sobre otras; pero bien pronto las sustituyeron dos planchas batidas, que componían el peto y el espaldar, descendiendo las fojas a guarecer riñones y muslos, juntándose a los primeros mediante una estrecha correa. Sin perjuicio, siguió con más lujo que nunca el cinturón articulado, atravesado sobre las caderas, sosteniendo espada y misericordia. Algunos de los antiguos accesorios de malla, fueron sustituidos por otros en piezas, como las pretinas o gocetes en hombros y rodillas, y las tacetas o tejas en el nacimiento de los muslos. Adoptáronse canijeras sin zapatilla, por ser ésta incómoda, sustituida ventajosamente por estriberas cubiertas, llamadas de pie. Las sillas de montar, muy altas de arzones, tenían por ambos lados dos grandes planchas, destinadas a proteger las piernas del jinete. Defendían asimismo al caballo varias piezas plancheadas, testera, pechera, gurupera, etc. Las guerras incesantes en España y en otras naciones llevaron a su apogeo la opulencia militar desde el segundo tercio de siglo, con el arnés completo del hombre de armas, compuesto de celada navarra, sucesora del bacinete, tomándole la visera,   —161→   y alternando con el almete, más liviano; gorguera o alzacuello, golorones y gorguerín; coraza, formada regularmente de cuatro piezas, encajadas unas en otras para más facilitar el movimiento; flanqueras o planchas que cubrían los flancos o riñones, agregándoseles a fines del siglo unas escarcelas o piececillas inferiores, como defensa de las bragas de cuero o del faldellín de malla; brazales, gambales y canijeras o grebas, con descomunales guardas y doble guardas en codos y rodillas; guanteletes o manoplas, y zapatilla-polaina de hierro, con enormes acicates. En Baviera, una polaina agudísima, encajada en la bota, servía de arma mortífera contra la caballería enemiga. Así el jinete como su montura, traían además ciertas guarniciones que acrecentaban su realce, entre ellas la jórnea (en francés journade), especie de camiseta que se adhería a la coraza; las mochilas o caparazones y sillas ricas; los vistosos arreos, testeras y retrancas; los pendoncillos, plumeros y divisas. La alta nobleza desplegaba en esto gran boato; el caballo del conde de San Pol, en el sitio de Harfleur (1449), traía un jaez de oro, valuado en 20.000 coronas, y el del conde de Foix, en la entrada de Bayona, lucíalo de pulido acero, con oro y pedrería, por valor de 15.000 coronas de oro. Llamábase arnés blanco, o armadura de punta en blanco, la compuesta de hierro o acero pulido (fabrido), habiéndolas para justas y torneos pavonadas, barnizadas de colores, doradas, incrustadas y esmaltadas, sin que todavía se usase   —162→   adamascarlas. Nada bastaba a la esplendidez de estos juegos de armas, en que cada caballero, con su acompañamiento, formaba una verdadera y vistosa cabalgata. Los peones solían armarse de celada, coraza o media coraza, dichas plastrón y brigantina, con piezas sueltas en piernas y brazos. Algunos, debajo del plastrón de hierro, poníanse coleto de ante o jaco (jaque, antiguo hoquetón), y la brigantina o coracilla de piel, tenía sobrepuestas escamas, planchuelas o clavazón de metal.

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En la galería de los condes de Holanda se guardan unos petos bombeados, que merecieron aceptación en la segunda mitad del siglo, al igual que las corazas y los quijotes acanalados, los petos festoneados, y un juego de tejillos más o menos largos al confín de la coraza. Pedro, duque de Bretaña, mandó a sus hombres en 1450, que caso de saber manejar el arco, llevaran brigantina, o de no guisarmas, buenas celadas, arneses de pierna, un cuchillero o mozo, y dos buenos caballos. La guisarma venía a ser una hacha de dos tajos, y la cuchilla (coustille en francés) una espada desceñida y larga, cuadrada y de tres filos. La celada, genuina de este período, formaba un simple capacete o timbre, con larga pescocera, cubriendo parte de los hombros, habiéndosele añadido después una visera rejillada, que poco a poco abarcó todo   —163→   el rostro. Esta celada de visera fue muy corriente en Alemania. Después, sin mudar de nombre, sufrió gran cambio con la adopción del encaje o barbote, que la completaba por la parte inferior, asentado sobre un cordón grabado en la coraza. Otro casco, dicho casquete, remataba por delante en un gran pico, para defender el rostro.

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La ballestería en muchas huestes fue un cuerpo de gran potencia, sobresaliendo la genovesa y también la catalana; su arma, rayando a la última perfección, constituía una verdadera máquina forzada, cuyo recio arco de acero se montaba, puesta el arma de cabeza al suelo, sujeta con uno o dos pies por medio de una argolla que había al extremo de ella, para la operación de tender la cuerda con ayuda de manubrios, poleas y garfios, a que llamaban ballestas de torno, de ganchos, de uno y dos pies (en Francia cranequins), etc. Otros cuerpos fueron   —164→   organizándose sucesivamente, ya por especialidad de destino, ya por analogía de armamento, mediante sueldo.

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Así se formaron los guardas de Castilla y los bacinetes en Francia, la gendarmería de a caballo y los arqueros francos, con traje convencional que tendía al uniforme. Estos últimos, desacreditados en breve por sus fechorías, no obstante los esfuerzos de Luis XI, tuvieron por sucesores los suizos, de formidable reputación entonces, y algunos cuerpos voluntarios. Mientras Luis XI, y después los Reyes Católicos y Carlos VIII de Francia, disciplinaban el ejército, extirpando de él el lujo, Carlos el Temerario de Borgoña lo propagaba en el suyo hasta el delirio: jaques elegantísimos, anchos tabardos de telas preciosamente recamadas sobre el arnés, bandas, arabescos, perfiles al agua fuerte y clavazones de oro en las piezas de hierro. También los militares estilaron aquellas hombreras redondeadas del traje civil. Gozaban ya reputación las armas milanesas, según un pedido que de ellas   —165→   hizo el conde de Derby (después Enrique IV de Inglaterra), cuando se preparaba contra el duque de Norfolk. Acreditáronse no menos los yelmos zaragozanos y otras armas españolas, las ballestas catalanas, las espadas y lanzas de Tolosa y Burdeos, los cascos de cuero de Montauban, etc.

Ensayada tímida e imperfectamente la artillería, se desplegó con rapidez desde los primeros ensayos de bombardas, uno de los cuales, históricamente comprobado, lo fue por la escuadra de don Pedro el Ceremonioso contra la de don Pedro el Cruel, dentro el puerto de Barcelona, año 1359. Juan sin Miedo, en 1411, atacó a París con numerosos ribadoquines, especie de ballestones tirados por un caballo; en el sitio de Dunleroi se utilizó una máquina cargada de pólvora, que vomitaba gruesas piedras. Había cañones de mano, compuestos de un tubo de hierro para arrojar pelotas de plomo. La artillería de Carlos VII era brillantísima, según decir de los autores contemporáneos; y ella jugó buen papel entre nosotros en todas las conquistas del reino granadino. En Italia, al finalizar el siglo, fue inventado el arcabuz de resorte (de clic) y de perrillo, que sustituyó con ventaja a los cañones de mano, generalizándose luego durante las grandes guerras de la época.

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