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Un método para la interpretación de la «Marcela» de Bretón de los Herreros

Muro Munilla, Miguel Ángel


(I.E.R/U.R)



Mi propósito para los minutos venideros que hemos de compartir es el de ofrecerles una reflexión sobre metodología; más en concreto, por la índole teatral y bretoniana de estas Jornadas, sobre metodología de interpretación del teatro bretoniano y de su Marcela, en particular.

Si he de justificar ante ustedes la elección de tal asunto, me permitiría señalarles que, cuando se acometen tareas de interpretación (tanto en la vida académica, como en momentos concretos de nuestra vida ordinaria en los que tratamos de asuntos culturales), la utilización del método se revela necesaria; o, dicho de manera más tajante, que ante la labor de interpretación sólo queda la opción de emplear un método u otro, pero de ningún modo (salvo en el silencio o en la anarquía absoluta) cabría interpretar objeto u hecho alguno sin tal auxilio. Si extremáramos el razonamiento, cabría decir que incluso el espectador ordinario al que se le pide opinión sobre la obra de teatro que acaba de ver, y responde refiriéndose al argumento, a los personajes o a la interpretación de tal o cual actor, está utilizando, aun de manera irreflexiva, un (in)determinado método interpretativo.

Define el método el Diccionario de la Academia como «Procedimiento que se sigue en las ciencias para hallar la verdad y enseñarla.» (DRAE, 3 Fil.), y no es mala definición. Si, para hacerla más comprensible, y con ello más útil, la glosamos y metaforizamos, cabe entender que el método es un camino (es su significación etimológica), con sus jalones y señales; o unas andaderas para ayudar el discurrir de unos pasos, o un conjunto de focos que se van iluminando... Sea como fuere entendido, el método está constituido por pautas establecidas que se ofrecen (o se imponen, y entonces son reglas) para que, seguidas, se produzca un avance regulado controlado y fructífero en el conocimiento de lo propuesto como objeto de conocimiento. Es comprensible, entonces, que el método y su utilización se opongan a la actuación impresionista, o intuitiva y que, en principio, no cuente entre sus factores con el azar o la suerte. Como tal, el método se entiende como utilizable por cualquier persona. De hecho, si bien cualquier actividad del pensamiento (dentro de ella incluyo a la ciencia) se ha desarrollado siempre siguiendo y proponiendo un método (pongamos por casos señeros a Platón o Aristóteles), lo cierto es que cuando el método se convierte en sí mismo como objeto central para el pensamiento filosófico es ya en la Ilustración; y ello por motivos comprensibles: esta es la etapa en la que se sostiene la igualdad racional de todos los seres humanos; la Razón es una e idéntica para todos y, por tanto, también se consideran idénticos los procesos de pensamiento y, en consecuencia, se concibe al método, generalizable, como apoyo a estos procesos intelectuales en la indagación científica: no otra cosa es lo que informa El discurso del método, de Descartes. Por otro lado, el método ha de ser contemplado en relación dúctil con el objeto al que se aplica: pierde eficacia el método que se aplica con rigidez al objeto, constriñéndolo y, por tanto, desnaturalizándolo; por el contrario, es más adecuado y eficaz el método que es sensible a reacomodar sus pautas, a matizarlas, incluso a aumentarlas según los estímulos provenientes del objeto a que se aplica. Por último, no puede ignorarse que un método no es un instrumento ni aséptico ni huérfano; todo método está basado en una determinada concepción del mundo y del saber, y sus componentes responden a ella.

Mi propuesta específica para la interpretación de hechos teatrales (en particular, los bretonianos) es la de la utilización de un método que, a falta de denominación asentada, podría denominarse filológico-semiótico. Como se colige de inmediato por la denominación, nace de la conjunción de dos disciplinas, ciencias o saberes humanos, y me gustaría (aun a riesgo de repetir para ustedes conocimientos sabidos) dedicar algún tiempo a exponer qué son filología y semiótica, cuál es su concepción ideológica, qué configura su método y qué repercusiones tiene en la práctica hermenéutica.

Permítanme que recurra de nuevo al diccionario de la Academia, para buscar una definición de urgencia y generalizable de qué se ha de entender por filología. Entiende el DRAE por Filología, en su primera acepción, «Ciencia que estudia una cultura tal como se manifiesta en su lengua y en su literatura, principalmente a través de los textos escritos»; en la segunda acepción filología es «Técnica que se aplica a los textos para reconstruirlos, fijarlos e interpretarlos». Si observan, notarán que esta definición es muy ajustada y que nos exime (para nuestros intereses actuales) de recurrir a diccionarios especializados o textos explicativos específicos, en los que, si bien se pormenorizan los rasgos distintivos fundamentales, no se añade a ellos nada sustancial, salvo en un aspecto, y es que la definición del DRAE no hace referencia a que la filología es un saber y técnica producto de la conjunción de otros saberes y técnicas a los que se convoca con la finalidad interpretativa. La iluminación del texto, verdadero objeto de la tarea filológica, se produce de forma adecuada cuando se pone en contribución el mayor número de saberes conjuntabas. Algo que, por cierto, tenía muy claro quien definió la voz que nos ocupa en otro diccionario académico, el Diccionario de Autoridades. Para este diccionario filología es «Ciencia compuesta y adornada de Gramática, Retórica, Historia, Poesía, Antigüedades, Interpretación de autores, con intervención general de todas las demás ciencias.»

Como saber y práctica consciente, la filología nace en la época helenística. Es entonces cuando, frente a la concepción clásica, aflora una nueva sensibilidad (con no pequeños parecidos a la nuestra actual, por cierto) que lleva aparejada una nueva conciencia de lo universal humano, dentro de la cual se contempla el pasado literario como herencia, a su vez, transmisible a la posteridad. La filología de esta época es la que confecciona las primeras antologías de textos y recopila textos en bibliotecas (como la de Alejandría, valga como antonomasia).

No obstante, la configuración actual de la filología se produce ya en época reciente, en el siglo XIX. La visión del mundo en que germina tiene como componentes básicos al historicismo y a la erudición, reforzada más tarde por el factualismo positivista, y, como resultado lógico de estos factores, un cierta desatención inicial a la obra como objeto estético y a su análisis e interpretación.

Estamos -porque ustedes se sitúen- a principios del siglo XIX, en una etapa naciente que de forma global podríamos denominar como «romántica», en la que, por cierto, junto con la filología comienzan también los estudios de historia y crítica literaria, entre los que habrá solapamientos y entreverados múltiples.

El historicismo entraña el énfasis en la condición histórica del ser humano y de sus realizaciones culturales; ser humano y cultura encuentran su verdadera explicación si se consideran en relación con el momento temporal en que se producen (recuérdese la conocida tesis de Dilthey: «Lo que el hombre es, lo experimenta sólo a través de la historia.»). Sobre esta fundamentación conceptual, la filología se encaminó hacia la indagación histórica sobre el objeto investigado, y ello tanto en la vertiente lingüística como en la literaria. En lingüística es representativo el movimiento neogramático, con su búsqueda de las leyes de evolución histórica de las lenguas y su escrupulosa descripción, sobre todo externa. En la teoría del arte también se instala la concepción histórico-genética que atiende al nacimiento de la obra, a su devenir histórico o a la vida del autor. El denominado «biografismo» de Sainte-Beuve supone una tendencia singular dentro del interés filológico, al entender relacionados de forma íntima y causal a la obra y al autor que la hace, en tal medida que a través de la obra puede conocerse al autor que, se supone, se ha vertido en ella; con tal planteamiento es fácil entender que la obra se rebaja al papel de singular documento biográfico.

Del Renacimiento, con un fuerte subrayado en el Neoclasicismo, llega al Romanticismo, además, una corriente de erudición, preocupada por el acarreo de información sobre lo externo al texto. De ningún modo estos conocimientos externos se ponían a disposición de la vivificación del texto, antes bien se convertían, cuando mejor, en documentación paralela y, cuando peor, en parapetos que dificultaban el acceso a la obra como tal. La filología naciente a comienzos del XIX se configuró, por tanto, con una fuerte base historicista y erudita, a pesar de que el romanticismo rechazó esa modalidad de erudición paralizante

El factualismo, como nacido en etapa de prestigio de las ciencias naturales, suponía en propuesta de Comte (y supone) la atención predominante o exclusiva a los hechos positivos, a lo dado a los sentidos, a lo comprobable empíricamente; condición que vino a sumarse con facilidad en los estudios filológicos a la erudición.

Con tales planteamientos básicos, es comprensible que la obra literaria quedara desatendida en su condición estética y en sus propios componentes textuales. Suelen afirmar los estudiosos de la historia de las ideas estéticas que la actividad «filológica» clásica difícilmente podía llevar a cabo interpretaciones adecuadas de las obras de arte, porque carecía de los instrumentos precisos para ello (vid. Aguiar e Silva, Teoría de la literatura, Madrid, Gredos, 1975, pp. 342-343). No creo que sea esa la razón (aunque el resultado al que habremos de llegar sea el mismo), ya que la retórica se ofrecía como pertrecho excelente para la interpretación de cualquier texto, incluidos, por supuesto, los literarios: de hecho, la inserción entre poética y retórica viene a ser uno de los rasgos constitutivos más interesantes para entender la poética clásica; además, puede comprobarse cómo ya en los escritos de los estoicos se realizan minuciosos análisis de textos. La razón de la desafección de la «filología» clásica, en general, a analizar las obras tiene que ver, más bien, con su concepción poética y estética general, en la que primó el interés especulativo, al que con mucha frecuencia se sumó el normativo y prescriptivo. Si la filología moderna actúa de modo similar se debe también a que sus presupuestos epistemológicos y metodológicos no acogían esta faceta de atención a la textualidad ni a los valores estéticos. Y ello, a pesar de la inteligente mirada crítica que ejercieron autores que practicaron el método histórico literario (como Sainte Beuve y sobre todo Gustave Lanson) y que entendieron la necesidad de convertir la erudición en instrumento útil para el conocimiento literario y la valoración estética.

Durante décadas, ya adentrados en el siglo XX, cuando la filología se aplicó a la interpretación teatral lo hizo de manera consecuente con sus planteamientos, atendiendo de manera casi exclusiva y excluyente a la externidad textual y desatendiendo la mayor parte de los constituyentes del texto dramático, y, por supuesto, dejando de lado la dimensión espectacular del teatro. Y se obró así aun a pesar de que la teoría y críticas literarias de finales del XIX y principios del XX ya se opusieron con argumentación fundada a buena parte de los presupuestos filológicos y a su quehacer práctico. Cabe recordar, en particular, la oposición de Mallarmé, Valéry, Poe o Proust al biografismo, al historicismo que soslayaba la obra, al factualismo y a la erudición esterilizantes del conocimiento textual. Han de pasar décadas, también, para que en la generalidad de investigaciones filológicas se note la influencia de la crítica analítica ejercida por la estilística o el new criticism anglosajón, o a que se aprovechen los presupuestos del estructuralismo. Y cuando esto se haga, sus beneficios parecen agotarse en los comentarios de texto sobre poesía o novela, antes de llegar (de no llegar) al teatro.

De este modo puede entenderse que la mayor parte de introducciones críticas a ediciones teatrales, de estudios específicos o capítulos de historias de la literatura realizados con presupuestos filológicos tradicionales atienden, de manera natural, al autor y su vida (vicisitudes de su vida), a presentar un listado cronológico de sus obras, a indagar sobre las fuentes de la obra o del tema, a presentar un panorama histórico de la época, a elucubrar sobre el tema. Capítulo aparte, y encomio, merece la atención dedicada a la reconstrucción y fijación de textos (de la que algo puedo decir con conocimiento de causa por mi edición del Poema de Fernán González), que ha permitido una actividad indagadora posterior fiable en muchos campos del saber.

He tomado de mi biblioteca un manojo de ediciones filológicas de textos teatrales, de manera aleatoria, para ejemplificar para ustedes mis asertos anteriores. Veamos.

La edición de Las mocedades del Cid, de Guillen de Castro, hecha en Espasa-Calpe en el 1923, por Víctor Saíd Amesto tiene un «Prefacio» que arranca con un encomio patriotero sobre los valores y originalidad de Guillen y Corneille; continúa con catorce páginas dedicadas a la biografía del autor, para pasar, en las tres últimas a exponer cuál es el texto seguido en su edición y cuáles sus intervenciones (mínimas) como editor.

Lo aleatorio de la muestra nos lleva ahora al año 1970, a las ediciones de El caballero de Olmedo de Lope, hecha por Joseph Pérez, y la de la Raquel, de Vicente García de la Huerta, hecha por Rene Andioc, ambas para Clásicos Castalia. La primera de ellas tiene una «Introducción crítica» en la que se tratan (como deja ver el sumario) «El tema del Caballero de Olmedo», «Lope y El Caballero de Olmedo» y la «Métrica de la obra»; a esta «Introducción» siguen una «Noticia bibliográfica» y una «Bibliografía selecta». En el apartado «Lope y El Caballero de Olmedo» J. Pérez atiende a la condición de drama histórico de la obra (a su base histórica y legendaria), a consideraciones sobre los caracteres de los personajes y a la relación amorosa (deshonesta) del caballero con la dama, a la fuerza trágica del desenlace y a cómo toda la obra va preparándolo. Rene Andioc, por su parte, encabeza su edición con una «Introducción biográfica y crítica», en la que atiende a la «Vida», y otro apartado titulado «Raquel», dentro del cual se hace lo propio con «Las fuentes», «La fecha», «Raquel, tragedia política», «Raquel», ¿tragedia neoclásica o comedia heroica?»; hay también una «Noticia bibliográfica» y una «Bibliografía selecta sobre el autor». Lo transparente de los epígrafes me exime de pormenorizar más sobre los aspectos que han ganado el interés del filólogo.

Servir a señor discreto, de Lope, fue publicado por Castalia en 1975, en una edición preparada por Frida Weber de Kurlat. Su estudio consta de «Introducción biográfica y crítica», dentro de la que se incluye «I. Vida de Lope de Vega» y «II. Análisis crítico de Servir a señor discreto»; hay también una «Noticia bibliográfica y una «bibliografía selecta». En el apartado dedicado al «análisis crítico» de la obra la autora realiza una «Crítica externa» que, a su vez, incluye «A. Fecha de composición», «B. Fuentes», y una «Crítica interna» en la que la autora declara plantearse «el análisis de la comedia en términos de una descripción o morfología y, partiendo de ello, la de revalorizar una parte importante de la producción de Lope.» (p. 32). Atiende, entonces, Frida Weber al motivo original de la comedia, a su organización estructural (como secuencias constituidas por contenidos convencionales). En la «Morfología» la autora señala las secuencias (constituidas por funciones) libres y asociadas, y va analizándolas, llevando a cabo una comparación con la novella de Giraldi en la que Lope se inspira. Un apartado «B. Análisis situacionar viene a «completar» (p. 44) al anterior. La autora toma método y terminología de la obra de E. Souriau, Les grandes problémes de l'esthetique théatrale (París, 1960, C.D.U.), y analiza el juego de fuerzas entre personajes, que da lugar a las situaciones que, a su vez, se constituyen en el hilo que conduce la acción. El breve apartado «C» se dedica al estudio de los «Personajes» y el también breve «D» al «Análisis de una secuencia ».Como ha podido verse, en este estudio de Weber de Kurlat ya se han incorporado planteamientos estructuralistas a los propios de la filología tradicional.

La última de las ediciones que presentaré como ejemplificación de modos de abordar el hecho literario es la que José Montero Padilla ha hecho recientemente (1996) de las obras de Benavente Los intereses creados y La Malquerida (Castalia). Su muy analítico sumario nos presenta una «Introducción biográfica y crítica» que incluye el apartado «1, Vida; época, obra», dentro del cual se atiende a «Recuerdos de infancia y juventud», «Afición al teatro», «Primeras obras», «Benavente ante Echegaray», «El teatro español en la segunda mitad del siglo XIX», «Personalidad de un escritor», «La Real Academia Española y el Premio Nobel», «El intelectual y la política», «... y después...», «Un teatro renovador, extenso y diverso», «Clasificaciones y cronología», «Algunos elementos y aspectos del teatro de Benavente», «Su generación y filiación literarias», «Elogios, criticas, valoraciones». El apartado «II» dedicado a «Los intereses creados» atiende a «Estreno y éxito», «Género y estructura», «Tema y sentido», «Los personajes» y «La cuestión de las posibles fuentes ». Cuando Montero se ocupa de La Malquerida en el apartado «III» se centra en «El estreno», «De la crítica contemporánea a las valoraciones del cincuentenario», «Géneroy estructura» y de los «Tema, antecedentes, lenguaje». No es necesario, creo, entrar en glosa o explicación de estos epígrafes, ya que denotan con claridad sus contenidos. Su conjunto, me permito subrayar, revela una utilización característica del método filológico tradicional.

Es posible que ustedes se pregunten qué hubiera ocurrido si en vez de llevar a cabo este muestreo aleatorio, hubiera efectuado un seguimiento sistemático: en esencia no hubiera variado la situación. Hubiéramos notado cómo la mayor parte de las ediciones críticas siguen el método de la filología tradicional y cómo algunas (pocas) van dando cabida a planteamientos emanados del estructuralismo, de la crítica sociológica, de la crítica psicoanalítica, o de la semiótica.

Notados los aspectos desatendidos por el método filológico tradicional se impone encontrar el método adecuado para la interpretación, y la historia de la crítica y teorías literarias viene a mostrarnos cómo se han ido instituyendo otros métodos: desde el sicoanalítico al sociológico, de la estilística (la originaria y la neoestilística posterior), el estructuralismo y los formalismos y funcionalismos hasta los emanados de la deconstrucción o la estética de la recepción; y, por supuesto, el método semiótico.

No es este el momento más adecuado para exponer por extenso la fundamentación epistemológica y el desarrollo de este saber humano; valga (si ustedes lo admiten) con que (a los efectos de mi exposición) fije nuestra atención en varios aspectos que después redundarán en la asunción de determinadas pautas del método. Grosso modo, la semiótica es un saber humano que estudia los signos (todos los sistemas de signos) en el proceso de comunicación; por otro lado, la semiótica es (como bien ve Umberto Eco) una ciencia esponja, capaz de absorber cuantas aportaciones le son próximas y útiles.

Desde estos planteamientos es comprensible que el método semiótico note las carencias del filológico tradicional y trate de solventarlas. Considero conveniente destacar, en particular, tres aspectos capitales convertidos en pautas del método por la semiótica cuando interpreta una obra de arte (singularmente, en nuestro caso, un hecho teatral). En primer lugar la atención prestada a la textualidad de la obra, junto o sobre la concedida a los factores externos, de variada índole; en segundo lugar, la percepción del hecho artístico en su dimensión global, esto es, como signo, como signo estético y siempre en proceso de comunicación; y de manera complementaria, en fin, la atención a la singularidad de cada hecho estético, lo que hace que, por ejemplo, en el teatro, se contemple de forma inexcusable la peculiaridad de sus signos (el signo global y los formantes).

De este modo, cualquier tarea de interpretación llevada a cabo sobre un hecho teatral, siguiendo el método semiótico, deberá hacerse teniendo como presencia, o como horizonte (cuando menos) que la culminación estética se consigue en la representación. En texto literario teatral, entonces, se perciben (como ya notó temprano W. Kayser) dos discursos distintos (aunque complementarios, claro es): el texto dramático, que es el que confecciona la situación dramática y, por tanto, la trama de la obra, y el texto espectacular, que es aquel (ya sea en las acotaciones, ya en el propio diálogo de los personajes) que aporta consideraciones o datos sobre (o traducibles por) la puesta en escena. De la misma manera, se atiende, por supuesto, al código verbal (con sus elementos supraverbales, como la entonación, tan importante en el diálogo en situación), pero se amplía la atención a sistemas sígnicos no verbales como (en aportación de T. Kowzan) la mímica, el gesto, el movimiento, el maquillaje, el peinado, el traje, los aderezos, la luz, la música y el sonido. La mayor atención prestada al texto en sí y las aportaciones interpretativas hechas por la estilística y el estructuralismo, unidas a las propias de la semiótica, han hecho que se pormenorice y profundice más en las características del diálogo dramático (hacedor de la obra), en la iluminación de su asunto, en la discriminación de las unidades básicas del hecho teatral (la situación -de enfrentamiento tensión-, el mimema), en las relaciones (agonales, dialógicas) entre personajes, a la propia configuración de los personajes, a la estructura de la obra, en el tiempo dramático, en los espacios (escénico, dramático, latente, narrado, lúdico) en que se desarrolla la obra, o que se configuran a partir de ella, de su puesta en escena. Y volviendo a lo externo al texto, hay aspectos de enorme interés para la interpretación del hecho teatral que el método semiótico pone de relieve, como son la atención a la estética de la época, la poética del autor o el subgénero o forma a que pertenece la obra.

Después de cuanto les vengo diciendo, entenderán que cuando hube de encarar la edición de la Marcela para el Instituto de Estudios Riojanos y la Universidad de La Rioja optara, obviamente, por emplear el método filológico-semiótico.

De la vertiente propiamente filológica tomé la orientación para los apartados dedicados a la fijación del texto, a la biografía del autor y a la noticia sobre sus obras, al telón de fondo de historia literaria sobre el que se proyectan y a las características distintivas de la denominada «comedia bretoniana».

La semiótica encaminó mi interpretación hacia la construcción de los personajes, la configuración del lugar, el tiempo dramático, los códigos dramáticos, el «tono» (o, desde otro punto de vista, la actitud del autor ante el mundo que crea) de la obra, y el subgénero al que pertenece.

De un territorio intermedio entre filología y semiótica (con base en la primera y con profundización en la segunda) encaminé la interpretación hacia el ideario dramático de Bretón, la valoración de su teatro, al argumento y las situaciones que lo constituyen, a los personajes y su constitución, a las relaciones entre los personajes y las modalidades fundamentales y a la estructura de la obra.

El método (con la actitud y las pautas expuestas) lo entendí en todo momento como un instrumento que debía ser dúctil, de tal manera que sirviera para enfocar e iluminar aspectos convenientes a la interpretación, pero que en ningún caso forzara ni a la obra a adecuarse a él, ni violentara mi interpretación. De ahí, por ejemplo, que algunos apartados dedicados a determinados códigos teatrales sean muy escuetos; en algunos casos porque esos códigos (luz, música) no juegan papel importante en la obra; en otros, porque, al no llevar a cabo la interpretación sobre una determinada puesta en escena, no cabía la posibilidad de aquilatar el resultado de otros códigos (como el maquillaje, el peinado o el sonido, por ejemplo).

Por otro lado (y para terminar) esa ductilidad requerida a la aplicación del método lleva también a un diálogo en el que, si por un lado la obra es iluminada, por otro, también el método se perfila mejor. A manera de ejemplo les comentaré que el apartado dedicado al tiempo dramático fue fructífero, porque la propia obra revelaba dimensiones temporales interesantes que animaban a matizar la noción de tiempo en el método. Así, pude percibir que sobre el esquema temporal básico de la Marcela (un día, respetando la unidad de tiempo), Bretón intentó singularizar, hacer concreto y preciso ese día de la acción, con múltiples referencias económicas, literarias, ideológicas, costumbristas o geográficas. Además, claro es, hubo que atender al tiempo interno de la acción, al tempo: aceleraciones, retardaciones...que tensionaban la acción para producir efectos dramáticos. Atendí también al pasado y futuro de los personajes, que, aun siendo tipos, estaban dotados de unos mínimos, pero interesantes bagaje y perspectiva temporales; y, en fin, observé como el personaje de Marcela se cruzaba con el tiempo, proponiendo una situación dramática básica (envejecimiento vs. matrimonio) que Bretón no aprovechó.





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