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ArribaAbajo- III -

Días toledanos



I

Ya no empleaba Guerra las frescas mañanas de Diciembre en vagar con soñadora inquietud por las partes más solitarias y poéticas del histórico pueblo. Como reacción de aquella actividad, entrole una pereza también soñadora, y se pasaba las horas muertas en su cuarto, sin más compañía que la del Niño Jesús y los acericos, leyendo o meditando hasta que llegaba el ansiado momento de visitar a los mancebos. El sabio Palomeque prestábale libros, entre los cuales Guerra prefería los de Historia, y de éstos los de Mariana, porque aquel estilo ingenuo y viril le cautivaba, así como la espontaneidad y frescura con que el mundo antiguo salía de sus páginas. Los reyes y príncipes que la lectura, cual arte mágico, ante sus ojos resucitaba, parecían encajar dentro de los muros y entre las callejuelas de aquella ciudad, como si no debieran ni pudieran existir allí otra clase de habitantes. ¡Qué disonancia entre Toledo y D. José Suárez, verbigracia, o D. León Pintado y el mismo Palomeque! Echándose a divagar mentalmente, comparaba lo que leía con la realidad coetánea, y en verdad no llegaba a convencerse de que lo presente fuera mejor que lo pasado. Acordándose de Madrid, y de la política y la sociedad, todo informado de un modernismo   —88→   que lustrea como el charol reciente, llegaba a creer que vivimos en el más tonto de los engaños, sugestionados por mil supercherías, y siendo los prestidigitadores de nosotros mismos. Reíase también del afán que en tiempos no lejanos había sentido él por trastornar la sociedad. En aquel rincón de paz y silencio, ¿qué le importaba que el Estado se llamara República o Monarquía, ni que el Gobierno fuese de esta o de la otra manera? Tales problemas no eran ya para él más importantes que el trajín y las idas y venidas de las hormigas, arrastrando hacia su agujero la pata de un escarabajo.

Meditaba en estas cosas tendido en la cama, desde la cual, por la ventana frontera, disfrutaba de una grandiosa y extensa vista, el ábside de la Catedral descollando con gentil bizarría sobre el montón de tejados, los pináculos de la capilla de San Ildefonso, los almenados torreones de la de Santiago, detrás la torre grande, majestuosa y esbelta en su robustez, con el capacete de las tres coronas y la cimbreante aguja, en la cual parece que se engancha, al pasar, el vellón de las nubes. En término más lejano, la mole de San Marcos, los techos del ayuntamiento, la presumida cúpula de San Juan Bautista, y aquí y allí las espirituales torres de estilo mudéjar, cuanto más viejas más airosas y elegantes.

Estas dulces mañanas solía estropeárselas de vez en cuando el buen Palomeque con alguna jaqueca arqueológica. Era el canónigo correspondiente de las Academias de San Fernando y de la Historia, hombre muy erudito, punto fuerte en todo lo referente a fundaciones pías e impías, en letreros romanos, y   —89→   descifrador de los secretitos de una piedra rota o de un gastado losetón. Últimamente había dado en la tecla de demostrar que todo aquel cerro en cuya cima descuella San Miguel el Alto, fue ocupado en la Edad Media por el convento palacio de los caballeros del Temple, el cual edificio, con sus jardines y dependencias, se extendía por el Sur hasta San Lucas y por el Oeste hasta la Tripería. «Es error crasísimo -decía sulfurándose-, creer que las casas de aquellos señores se circunscribían a las que hoy conocemos como de los Templarios, junto a San Miguel. Además de estos vestigios, hay otros muchos que corroboran mi tesis, pues en el barrio que habitamos y en nuestro propio domicilio, voy descubriendo las esparcidas piezas del esqueleto de aquellos suntuosos alcázares. ¿Qué fue de tanta magnificencia? Pues allí sucedió lo mismo que lo que es hoy colegio de Santa Catalina, y en el palacio de Trastamara, ogaño corral de Don Diego: que el antiguo monumento fue dividido en viviendas alquiladizas, y sucesivamente se ha ido transformando hasta perderse en un maremagnum de reparaciones, revocos y apartadijos».

En efecto, Guerra, a poco de vivir allí, echó de ver junto al techo de su aposento una zapata de mampostería desfigurada por sucesivas capas de cal, pero que en su deformidad revelaba el morisco abolengo. Un día la limpió D. Isidro, encaramándose en una escalera de mano, y al descubrir su gracioso ornamento, dijo con gozo triunfal: ¿Ve usted? es gemela de la que está en mi cuarto. Sobre las dos zapatas se alzaba un arco de herradura que ha desaparecido; pero puedo reconstruirlo teóricamente por la   —90→   inducción del radio. Y si me apuran, aún puede verse un trozo del intrados, con su dentelladura perfectamente conservada y un pedacito de almarbate, en el desván medianero por la parte del Cristo de la Calavera. En distintos puntos de nuestra casa puede usted ver alfardas pertenecientes a la despedazada fábrica medioeval, y no dude usted que parte de los azulejos del patio corresponden a los aliceres de la misma. ¿Se ha fijado en el viguetón grande que hay a la entrada de la cocina? Pues me he tomado el trabajo de limpiarlo, y ahí tiene usted clarita la inscripción: El imperio es de Dios.

Un día entró Teresa en el cuarto de Ángel con las manos en la cabeza, gritando: «Este maldito canónigo me está echando abajo la cocina». Oíanse los golpazos que daba Palomeque, como si quisiera derribar la casa. Buscaba la continuación de la alfarda o viga, y la encontró, descubriendo además una magnífica alharaca que le hizo saltar de júbilo.

-¿Lo ve usted, lo ve usted? -dijo a Guerra, que salió presuroso tras su tía y patrona-. De aquí arranca un magnífico arco, que se apoya por esta parte en una columna con capitel de ataurique, la cual de seguro, la tenemos empotrada en la mampostería de la casa próxima. Aquí tengo el capitel: véalo.  (Guerra no veía nada.)  Y para buscar el fuste será preciso ¡ay dolor! descender a las letrinas de la casa. Pero no importa. Ubicumque labor... ¡Cuánta barbarie! ¡Desmenuzar y triturar así una construcción grandiosa! Para descubrir todo el arco, tendré que hacer un reconocimiento en la finca inmediata, y crea usted que pediré licencia al propietario. Como que podría suceder   —91→   que descubriésemos una gran galería, sabe Dios...! Y fíjese usted:  (Saliendo otra vez al patio, armado del de moledor pico.)  aquí, detrás de esta pared mal forrada de azulejos y que se desmorona por la humedad de la bajada de aguas, tenemos un trozo de columna, de mármol de Garciotum, que sin duda pertenece a la época goda.

En efecto, asomaba el fuste, y Ángel no dudó de la aseveración de su amigo.

-De todo esto infiero, Sr. Guerrita -prosiguió don Isidro, después de destruir otro poco de pared-, que estos alcázares, en cuyos destrozados fragmentos vivimos por la codicia y la barbarie de las últimas generaciones, fueron construidos en tiempos de la dominación sarracena, sobre la osamenta de otra suntuosa morada goda, que debió de ser la que hizo labrar Suintila, según dice San Julián II en el libro de la Sexta Edad, dedicado, al amigo Ervigio. ¿Y a quién se debe la superfetación? dirá usted.  (Ángel no decía nada.)  Pues, o yo veo visiones, o estamos en el palacio que levantó, rodeándolo de pensiles y amenidades sin fin, un morazo llamado Almamum Ebn Dziunum, el cual no es otro que el padre de Santa Casilda. ¿Nos vamos enterando? Aquí vivió, pues, aquel bárbaro con toda su gente, y no le quiero decir a usted lo deleitoso que esto sería con tantísima gala de arte y naturaleza que los tales solían gastar. Viene la Reconquista, y entra aquí el amigo D. Alonso, que se incauta de la finca y se queda tan fresco; andando los años, nuestro D. Alonso VIII se la da a los Templarios para su convento y casa-hospedería; los Templarios, en 1312, se van a donde fue el padre Padilla; vienen tiempos   —92→   de desbarajuste, y los restos del palacio, menos aquella parte que se conserva junto a la plazuela del Seco, van a parar a manos mercenarias que los descuartizan, los dividen, convirtiéndolos en míseros albergues de vecindad, en uno de los cuales usted y yo, corriendo el pícaro siglo décimo nono, tenemos el honor de vivir.

-Muy bien, Sr. Palomeque, muy bien.

Una de las habitaciones del piso alto, próxima a la estancia que Ángel ocupaba, habíala convertido Palomeque en depósito o almacén de los innúmeros fragmentos que iba descubriendo en la casa, o que recogía de aquí y allá, y era como naciente museo atestado de aleros medio podridos, pedazos de losetones con vislumbres de letra, azulejos, tinajas rotas, herrajes comidos de orín, y trozos de alharaca o almocárabe en deslucido y frágil yeso. Allí se pasaba las horas muertas el canónigo, juntando astillas y cascotes para reconstruir piezas magníficas de decoración arabesca, y hemos de reconocer que su trabajo resultaba a las veces de alguna utilidad para descubrir los agujeritos ratoniles de la Historia, empresa no despreciable, pues suele acontecer que por tales resquicios penetra la luz en las grandes cavidades obscuras.

El otro huésped de la casa, el angélico D. Tomé, sí que no se metía en tales averiguaciones. Hombre de modestia suma, ocultaba cuidadosamente lo poco que sabía, como si fuese delito. Con el platicaba Guerra más a gusto que con el sabio Palomeque, siendo preciso para ello violar el secreto de su estancia, pues don Tomé jamás iba a los cuartos de sus compañeros   —93→   de hospedaje, como no le apremiaran con súplicas que casi equivalían a mandatos. Tratábale Teresa como a un niño y le cuidaba con solicitud, adivinándole los deseos, pues el pobrecito no era capaz de pedir ni un vaso de agua. Si alguna vez tenía que salir de noche, la bondadosa patrona, conociendo el miedo de su huésped a verse sólo en las calles obscuras, mandaba con él a la criada o asistenta vieja, para que le acompañase a la ida y a la vuelta. Gracias debía dar a Dios D. Tomé de haber caído en tales manos, pues con otra pupilera no le habrían faltado ocasiones de morirse de hambre, por aquella costumbre evangélica de no pedir nunca. Era, en fin, alma sencillísima, toda pureza y humildad, un ser en quien Dios moraba, por lo cual decía su patrona que no creyó que existiesen serafines en la tierra hasta que hubo conocido a D. Tomé.

El cual tenía su familia en Cebolla, de donde era natural. En Toledo le protegía el Deán, que le sacó la capellanía de las monjas de San Juan de la Penitencia, dotada con el estipendio de dos mil reales anuales, y obligación de decir en el convento setenta misas. Pero como esto no bastaba para vivir, D. Tomé, con el favor del jefe del cabildo, se agenció una lección de Historia en un colegio particular, que le producía otros dos mil realetes. Cuatro años llevaba ya en su obscuro magisterio, habiéndose lanzado también a empresas literarias, pues era autor de un Epítome para uso de los alumnos de Historia, en el cual embutió toda la de España, ochenta páginas escasas, en preguntas y respuestas. Un ejemplar de este manualito regaló a Guerra, que lo agradeció mucho.   —94→   Con los cuatro mil reales que en junto daban la capellanía y la cátedra, y además los ochavos del Epítome (que iba acompañado de un mapa sinóptico de todos los reyes de España), no sólo reunía lo bastante para vivir, sino que aún le sobraba algo que mandar a su familia, la cual vivía míseramente en Cebolla labrando el ingrato terruño. Las monjas querían a su capellán como a las niñas de sus ojos, y solían regalarle en las festividades platos de arroz con leche, sobre los cuales dibujaban con el polvillo de canela el letrero ¡viva Jesús!, y de vez en cuando le mandaban acericos muy primorosos. He aquí la explicación de que hubiera tantos en la casa.

No podía Guerra explicarse que siendo D. Tomé tan para poco, hombre de cuya conversación se podía sacar difícilmente una idea propia, le agradase tanto su trato, hasta el punto de que se pasaba con él largas horas, oyéndole decir las cosas más sabidas del mundo, las más elementales, pero que en sus labios tenían una seducción misteriosa. Observaba en él más fe que opiniones, fe de calidad exquisita, de esa que ni se discute ni piensa en discutir o examinar la incredulidad ajena. D. Tomé creía, sin cuidarse de que los demás negaran o dejaran de negar. No se le ocurría ser corifeo ni apóstol de sus creencias. Ángel le envidiaba su espíritu sereno, teniéndole por un ser absolutamente conforme consigo mismo, conformidad que es tal vez el supremo ideal del hombre. Hablando con él y acompañándole en su cuarto, mientras preparaba las lecciones, Guerra se echaba a discurrir o imaginar cómo sería el estado interior de don Tomé, qué pensaría, qué sentiría. ¿Acaso juzgaría   —95→   del mundo por los pecadillos que le confesaban las monjas? ¿Por ventura carecía en absoluto de imaginación, y era un ser incompleto, a quien la magnitud de su imperfección hacía parecer perfecto? ¿A qué sonarían en los huecos de aquella mansa naturaleza las pasiones humanas? Estos misterios y enigmas atraían más a Guerra hacia el capellán angélico, y el afecto que le inspiraba era quizás una exaltación de la curiosidad científica. Queríale sin duda y le mimaba con cariño semejante al que un sabio entomólogo siente hacia el insecto raro y desconocido que le cae en las manos.




II

Las más de las tardes iba Guerra a ver a Leré, quien le recibía en el patio, delante de la puerta que daba al otro patio que fue morisca alfagia, y era ya corral de vecindad, donde hormigueaba un pueblo indigente y pintoresco, entre destrozados arcos de herradura y podridas vigas con restos de alharaca. Justina se hallaba casi siempre presente, y si el tiempo se ponía malo, o lloviznaba, se metían todos en el cuarto bajo, donde estaba el monstruo, a veces encima de la mesa, a veces en el suelo, acurrucado en una estera. En dicha sala había un piano decrépito, horizontal, de teclas amarillas y cansadas, tan opaco de sonidos, que estos parecían fantasmas de notas. En aquel veterano instrumento se educó el colosal ingenio músico de Sabas, el hermanito de Leré. Los chiquillos de Justina enredaban sin sosiego; el monstruo   —96→   mugía de vez en cuando. La sociedad que amenizaba la visita no podía ser más candorosa, y para colmo de inocencia, Ángel solía llevar alguna tarde a D. Tomé, el cual se sentaba en un banco de madera, o en la silleta del piano, y de allí no se movía, entretenido en jugar con los dos pequeñuelos o en hacerle preguntas a Ildefonso, examinándole de Historia, en la cual, dígase de paso, estaba el chico bastante flojo.

Lo que más agradaba a Guerra, en los paliques con la que fue su criada, era no encontrar en ella el mohín antipático ni el tonillo insufrible que suelen adoptar las personas que hoy se dan a la vida piadosa. Leré no hablaba de cosas de fe si de ello no se le hablaba; no hacía pinitos de perfección, no se quejaba de su marcada discrepancia con el mundo presente, y hablaba y discurría como si todo cuanto la rodeaba estuviese en completa conformidad con ella. Guerra la veía como a persona de pasados tiempos, y a veces hasta encontraba cierto parentesco entre la niña de los ojos temblones y el niño-hombre D. Tomé.

La dulzura y armonía de aquellas pláticas solía turbarlas el padre Mancebo las tardes que aportaba por allí, pues quería meter baza en todo, ridiculizando el misticismo de su sobrina. Gastaba el buen señor por aquellos días un geniecillo de mil demonios, y su cara habría revelado toda la acidez y amargura que le andaba por dentro, si no la tapara casi totalmente con los enormes espejuelos montados en plata. Guerra quería quitárselo de encima, echándoselo a don Tomé; D. Francisco mordía un momento el cebo, daba dos hocicadas al bueno del capellán, y volvía después contra la pareja.

  —97→  

Una tarde, antes de que llegara el beneficiado, rieron de lo lindo, comentando Leré con buena sombra el empeño de su tío de casarla con Pepito Illán. Pintó el carácter de D. Francisco, encareciendo sus buenas cualidades y atenuando sus defectos, y afirmó, por último, que su familia no necesitaba de ella para nada. Sólo estaba presente aquella tarde el monstruo, que no hacía más que mirarles atento y cariñoso, como perro manso. Con la mayor naturalidad del mundo dijo Leré que Dios había vuelto a hablarle de su porvenir religioso, incitándola a entrar en la orden de más trabajo y de mayor humildad, y advirtiéndole que no tenía por qué cuidarse de su familia, pues la familia corría de cuenta de Él.

-Por más que digas -observó Ángel-, a quien se comunicaba el entusiasmo de su amiga-, no hay orden bastante digna de que tú entres en ella. Estas noches, pensando en ti, se me ha ocurrido que debíamos fundar una orden nueva, para ti exclusivamente.

Reíase Leré de estos despropósitos, a los cuales contestó: «Eso es orgullo. ¡Una orden para mí sola! Hasta imaginarlo es pecado».

-Quiero decir que la fundes tú, y luego entrarán otras a ponerse bajo tu autoridad.

-¡Autoridad yo! ¡qué locura! ¡Autoridad quien ha nacido para la esclavitud!

-Déjate de esclavitudes, hija mía. De Dios, puedes ser todo lo esclava que quieras; pero en tu comunidad mandarás como superiora, y harás reglas o constituciones para que las cumplan las demás hermanas. Vamos, piénsalo. Pondremos a tu tío de capellán, a Ildefonso de acólito; yo me cuidaré de todo lo   —98→   externo de la dotación, y construiremos una iglesia magnífica, en la cual pondré mi sepulcro.

Los ojos de Leré relampagueaban. Nunca los vio Guerra más bailones.

-Y traeré el cuerpo de Ción para sepultarlo allí con nosotros. Tendrás en vida toda la clausura que quieras, y rejas dobles, triples o cuádruples. Pero haremos un hermoso locutorio donde poder hablar, tú de la reja para adentro, yo de la reja para afuera. Y... ya digo, labraré mi sepulcro en la iglesia...

-No diga usted más disparates, y guarde el dinero para otras cosas. ¿A qué fundar lo que existe?

-Pero ven acá: lo que han hecho otros señores, cuya memoria se perpetúa en las iglesias toledanas, el conde de Orgaz, por ejemplo, D. Gonzalo Ruiz de Toledo, ¿por qué no he de hacerlo yo? Yo te fundaré una casa de oración y recogimiento. Presidirás tu comunidad, usando báculo en los actos de coro. Leré soltó la carcajada.

-¡Miren que yo con báculo! D. Ángel no me haga usted reír con sus locuras.

Con estas y otras cosas se iba exaltando el hombre, hasta llegar a un punto tal que no sabía lo que se pescaba. Una tarde, Mancebo se presentó de muy mal talante. Después de saludar tibiamente a Guerra, encarose con su sobrina, y levantándose las vidrieras, le mostró sus ojos. «¿Ves -le dijo-, ves cómo me estoy poniendo? La luz me daña de tal modo, que no puedo resistir el escozor y la pena que me causa. Me parece, Sr. D. Ángel, me parece, Lorenza, que de esta se me apagan los candiles. Antes de un año estaré completamente ciego, y entonces... no quiero pensarlo;   —99→   ¿quién cuidará de esta pobre familia? ¿quién mirará por ti desgraciado,  (Al monstruo, tirándole de una oreja.)  quién...?».

La afectación de estas palabras, aunque bien disimulada, no escapó a la perspicacia de las dos personas que le oían. Leré sabía calarle bien, y entendió la intención de aquel argumento de la ceguera. «Si ese caso llegara -le dijo-, y ojalá no llegué, significaría que Dios quiere probarle a usted, ver si tiene paciencia, conformidad con la desgracia. Acostúmbrese, como yo, a la idea de que cuantos infortunios vengan sobre nosotros los merecemos; considere que cada día que pasa sin enfermar, sin rompernos la crisma o que darnos a pedir limosna, es un favor muy señalado. Cuando viene el mal, no hay que pensar que se nos castiga, sino que dejan de protegernos. Lo mismo digo del morir: cada día que vivimos es un perdón o benignidad de la muerte, la cual nos afloja un poquito la cuerda con que nos tiene amarrados.

-Bueno. ¿Y todo eso -dijo Mancebo con amarga burla-, es para recomendarme que me ponga a tocar las castañuelas en celebración de que pierdo la vista? ¡Bonito consuelo, bonito modo de ver las cosas, y bonita santidad la tuya!

-Tío -replicó Leré gravemente-, lo que yo he dicho lo comprende usted mejor que nadie, porque es buen cristiano; pero ahora se hace el tonto porque le conviene.

-Cabal, quieres probarnos que es un gusto ser ciego, como hace días te empeñabas en convencerme de que no hay mayor delicia que morirse de hambre... justo, y que la mayor de las satisfacciones es pedir limosna   —100→   de puerta en puerta, ¡zapa! Y al paso que vamos,  (Incomodándos.)  con tu manía de abandonarnos y de despreciar las buenas proporciones, pronto se realizarán tus deseos, y viviremos todos en esos espacios celestiales de la mendicidad que tanto te entusiasman... Pero usted señor D. Ángel, ¿qué hace que no me apoya? ¡Ay! porque a usted también le tiene medio embaucado, ya lo voy viendo, porque usted le hace caso y la toma por lo serio. El mejor día regala este señor todo su caudal a la Beneficencia, y se sale por ahí soga al cuello y un bordón de peregrino, pidiendo para las ánimas. No sería, que a eso vamos todos. Saldremos por los caminos a pordiosear; mi señor D. Ángel se echará a cuestas al fenómeno este, el beneficiado ciego llevará de la mano a los chicos menores y así, entre todos, haremos un bonito cuadro para hacer llorar a los que pasen.

Ángel se reía de la profunda seriedad con que soltaba Mancebo estos disparates, y el buen presbítero, que aquella tarde traía un humor de perros, se paseaba por la estancia dando pisotones para entrar en calor, subiéndose y bajándose las galerías de cristales a cada momento. Leré no se inmutaba; su temple era siempre el mismo; ni las bromas displicentes, ni las veras amargas de su tío, hacían mella en su voluntad diamantina. Ángel quiso echar a broma el asunto, y contestó a Mancebo en esta forma:

¿Pero no sabe usted, Sr. D. Francisco de mi alma, que Leré y yo hemos hecho un convenio? Justamente estábamos esperándole a usted para que nos diera su opinión.

-¡Un convenio! ¿Y qué es ello?

  —101→  

-Pues hemos resuelto dedicarnos, cada uno en su esfera, a la abstinencia, y a mirar por los desgraciados.

-Pues miren por mí, ¡zapa! miren por mí que soy el número uno.

-Espérese usted. Hemos convenido en establecer una orden semejante a la que fundó aquí, hace trescientos años una Princesa de Portugal, con el nombre de La Vida Pobre.

-¡Más pobreza, hombre, más pobreza!  (Pateando.)  ¿Les parece que no hay todavía bastante pobretería en este mundo? ¡Vaya, que los dos están tontos de remate!

-Calma, amigo, paciencia. Hemos convenido en que yo dedicaré todo lo que tengo a realizar esta idea. Y contábamos con usted, como co-fundador, a fin de...

-¡Yo co-fundador!  (Echando chispas.)  ¿De qué, hombre? ¿Qué demonios voy yo a co... fundar?

-Pues será usted apóstol de la nueva orden; mas para ello es preciso que se arranque a dar a los pobres todo lo que posee.

-¿Yo? Si yo no tengo ni tampoco un... ¿Quién ha dicho que yo tengo algo?  (Trinando.)  ¿Ha sido esta embustera?

-Lo dice la voz pública. Usted pasa por hombre que guarda mucho dinero.

-Don Ángel, no me queme la sangre... No se burle de un desgraciado clérigo, que...

Leré intervino para apaciguarle y cortar la broma que tanto le exaltaba. «Dígale usted, tío, que no necesitamos fundaciones, porque la pobreza, fundada   —102→   la tenemos en casa, y muy a gusto en ella. El Señor le hizo a usted pobre, y pobre le conservará mientras viva, rodeado de trabajos y contrariedades. ¿No es verdad que eso le gusta, y adelante con la cruz?

-¡Adelante, sí!  (Con sarcasmo.)  Vengan hambres, fríos, y por añadidura, enfermedades, ceguera, y cuanto Dios quiera mandarme. Claro que aguantaré. ¡Qué remedio...! Pero de eso a que me ponga a bailar de gusto porque me estoy quedando ciego... Don Ángel, hágame usted el favor...

-Cada cual -dijo Leré-, ve estas cosas a su manera. Yo acepto con alegría todas las cruces que el Señor quiera echar sobre mí; y si mañana tuviera que pedir una limosna por las calles, y me encontrara toda baldada, llena de úlceras o de lepra asquerosa, no estaría menos tranquila que ahora con salud y el pan asegurado, gracias a mi tío, que se desvive por nosotros. Y si me quedara ciega, andaría palpando las paredes; y si perdiese las piernas, me estaría sentada, ¿y qué? sentadita en el santo suelo, pensando que Dios me querría tanto más cuanto más baja me pusiera. ¿Qué me importan las enfermedades, la esclavitud, los trabajos y el desprecio del género humano, si lo que tengo dentro de mí persiste libre y sano y alegre? ¿Qué me importa causar repugnancia a todo el mundo, si Dios me da a entender que me quiere? Tío, convénzase usted de que el desamparo es un bien positivo, y el no tener nada tenerlo todo, y el ser rechazado en todas partes la mejor compañía, y el estar enfermo prepararse para la verdadera salud, y el cegar ver, y el hundirse subir, subir y llegar hasta arriba. Todo se reduce a esperar en calma,   —103→   esperar siempre, pensando en la verdadera vida. Tío, espere usted; y si viene la ceguera, que venga; y si viene la mendicidad, que venga; y si viene todo el mal en la forma más horrible, y las plagas de Egipto y el Diluvio Universal, que vengan.

Don Francisco empezó a balbucir. Algo, sin duda quería responder; pero no encontraba palabras apropiadas al caso. Retirose huido, refunfuñando. Después de aquellas solemnes declaraciones de Leré, Guerra la tuvo por completamente perdida, en el concepto de que era locura pretender desviarla del inalterable rumbo que llevaba, como un planeta. A quien de tal modo pensaba, a quien tan tranquilamente y tan sin afectación decía su pensamiento, no se le podía conquistar con intereses circunstanciales. Echarse a cuestas una montaña habría sido empresa más fácil que domar aquel carácter duro y de un peso ingente, de una homogeneidad abrumadora. «Es figura de otros tiempos -decía Ángel para sí-, y asisto a una milagrosa resurrección de lo pasado».

Y a medida que la última esperanza de humanizarla extinguiéndose iba, más honda era la atracción que su divinidad ejercía sobre él. Llegó la última de las tardes que permitían aquel visiteo, y la idea de que pronto dejaría de verla le sacaba de quicio. Al despedirse, indicole sus deseos de visitarla alguna vez en casa de las Hermanas, si éstas lo consentían, y ella le contestó que, pasado algún tiempo, no habría para ello dificultad, pues la congregación no tenía clausura, y las profesas y novicias podían recibir en ciertos días a sus parientes y amigos. Al decirlo, daba a entender también que recibiría gusto de verle,   —104→   y lo expresaba con la mayor pureza y sin gazmoñería. Guerra vio en esto como un sentimiento de amistad angélica, a la manera de la que ha existido entre santos, o entre los que estaban en camino de serlo.

-¿De modo que podré verte, y echar un parrafito contigo? ¿No temes que alguien interprete mal...?

-¿Yo...?  (Encogiéndose de hombros.)  No temo nada. Nada, en efecto, temía. El mal, en cualquier forma que tomase dentro de lo humano, no tenía significación alguna para un alma tan fuerte, tan aplomada y segura de sí misma. El miedo es la forma de nuestra subordinación a las leyes físicas, y Leré se había emancipado en absoluto de las leyes físicas, no pensando nunca en ellas, o mirándolas como accidentes pasajeros y sin importancia.




III

Volvió Leré a las Hermanitas del Socorro un día de la segunda quincena de Diciembre, próximas ya las fiestas de Navidad. Guerra paseó aquella tarde con don Tomé, que parecía más comunicativo que de ordinario, y hablaron de cosas de ultratumba, maravillándose Ángel de la sencillez de catecismo con que el autor del Epítome refería los trámites de la muerte, y de nuestro traspaso de una vida a otra. Después de dar varias vueltas por el Miradero y los altos del Alcázar, fueron a cenar, y Guerra volvió a salir para engañar el tiempo en la tertulia de su tío D. Suero, donde vio al canónigo Pintado jugando al tresillo   —105→   con el alcalde de la ciudad. Aburrido se fue de allí, y divagó larguísimo rato de calle en calle, yendo a parar, por instintiva querencia, a la solitaria judería. La noche no estaba para rondas de enamorado, ni aun tratándose de pasiones, como aquélla, tan espirituales y seráficas, porque el frío era glacial, y venía del Norte un vientecillo barbero que descañonaba. Retirose con el embozo hasta las orejas, por las sombrías calles, sin encontrar alma viviente, y andando andando por aquel pueblo de pesadilla, echábase la sonda para reconocer la extensión del contagio místico que invadía su alma. Semejante contagio podía atribuirse al medio ambiente, al roce del arte religioso, a las lecturas, a la soledad, y principalmente a la influencia de Leré. Y el misticismo determinaba en él fenómenos muy singulares, verbigracia: la memoria de su hija Ción había tomado forma bien distinta de las memorias que los muertos queridos suelen dejarnos. En sus horas de soledad, creía sentirla en torno suyo, revoloteando, y siempre que su pensamiento se enardecía, hasta levantar llama vigorosa y crujiente como de zarzales inflamados, la imagen risueña y juguetona de la chiquilla giraba en torno queriendo quemarse en él. También le perseguía el recuerdo de doña Sales, a quien no veía ya tan ceñuda y altanera como en vida, y para colmo de extrañeza, empezaba a creer que su madre había tenido razón contra él en la mayor parte de las cuestiones que les dividieron. De Dulce se acordaba ya pocas veces; y no le era el recuerdo desagradable. Pero el fenómeno más extraño que encontraba al calar de la sonda era que, a excepción de los pocos muertos y   —106→   vivos que interesaban de alguna manera a su corazón, toda la humanidad le iba siendo cada día más antipática. En Toledo mismo, lo personal no participaba de los encantos de lo material e insensible. Las piedras, la substancia artística, en que se encarnaba el ánima penitente de los tiempos pasados, tenía todo el atractivo que faltaba a las personas, expresión de la vulgaridad presente, y que parecían no alentar más vida que la puramente mecánica. Don Suero le resultaba tan antipático como los Medinas y Taramundi de Madrid, antipático el canónigo Palomeque con su sabiduría indigesta, antipático el padre Mancebo por su utilitarismo, D. León Pintado por su fatuidad. Los seres humildes y cuitados como D. Tomé, los que llevaban el fardo de la vida sin quejarse, como Justina y su marido, los de ánimo tranquilo y alegre como Teresa Pantoja, los chiquillos traviesos y de buena índole como Ildefonso, merecían su afecto, y entre ellos gustaba de buscar fraternidad y compañía. Con esta manera nueva de pensar y sentir, iba arraigándose en su espíritu la idea de aislarse, de apartarse sistemáticamente de una sociedad que se le indigestaba, viviendo por sí y para sí, solo o con las amistades que más le agradasen.

Retirábase por Santo Tomé y el Salvador, cuando al atravesar la cuesta de la Portería oyó una voz que clamaba como quien pide socorro. El sitio era solitario, fosco, siniestro, apropiado a los tapadijos galantes y a los acechos de la traición; la calleja se replegaba en la más intensa obscuridad, y sólo al medio de ella, traspasado el segundo recodo, distinguíase a lo lejos la lucecilla de un farol colgado como a cinco varas   —107→   del suelo delante de un Cristo que llaman de la Buena Muerte, con melena y enagüillas, en mohoso nicho cubierto de alambrera. Avanzó en seguimiento de la triste voz, hasta llegar a un espacio irregular formado por las tapias de Santa Úrsula y los paredones de la casa de los Toledos, plazoleta que merece el nombre de ratonera, porque la salida de ella es difícil para quien no sepa encontrar los pasadizos o callejones, que más bien son grietas, por los cuales tiene que escurrirse el transeúnte. El lugar no podía ser más propicio a la exaltación romántica. ¡Cuántas veces, al pasar de noche por recodos como aquel, veía Guerra desprenderse de las tenebrosas tapias toda la leyenda Zorrillesca! Tenía que encadenar su imaginación para ponerse en la realidad del tiempo, pues hasta el eco de los pasos parece sonar allí con la cadencia del romance. Aquella noche la ilusión era completa, y la desconocida voz gemebunda debía de pertenecer a un tipo con gregüescos y jubón de vellorí, que acababa de ser ensartado por otro del mismo empaque, y éste andaría por allí también, debajo del farolillo, dispuesto a despanzurrar al primer cristiano que pasase.

Cuando estuvo más cerca del que daba las voces, oyó que éstas eran blasfemias y porquerías desvergonzadas, no ciertamente en el estilo del siglo XVI, pues no decía voto a sanes ni pardiez, sino otros términos feos y chabacanos. Guerra no le veía. Llamó y dijo: «¿Quién es, qué ocurre?» y vio que del ángulo obscuro de la plazuela salía un bulto, derecho hacia él, y oyó claramente estas palabras: «Demonio de pueblo... Maldito sea quien me trajo acá... ¡Me   —108→   caso con la Catedral, tío Carando pastelero!... ¿Pero, dónde demonios me he metido yo?... ¡Eh! buen hombre... Ayúdeme a salir de este hoyo maldito».

Queriendo reconocerle más por la voz que por la figura, que distinguir no podía, le echó mano al pescuezo, y llevándole bajo la mortecina luz del lamparín de la imagen, vio que era D. Pito en persona.

El cual, conociéndole al punto también, exclamó con alegría: «D. Ángel... ¡Qué encuentro, yemas!... ¡Me caso...!»

-¿Pero qué le pasa a usted?

-No me hable, hombre, que estoy mareado, que estoy loco. ¡Me caso con Toledo y con quien inventó este pueblo de pateta! Así le dieran fuego por los cuatro costados. Nada, que me he perdido, y vuelta de afuera, vuelta de adentro, demorando aquí, demorando allá, vine a dar a este saco, y a donde quiera que me vuelvo, ¡yemas! doy con el tajamar en una pared. Nunca he visto otra. Dos horas hace que salí de la posada y no puedo volver. ¡Carando con el pueblecito éste! Si éstas no son calles, sino agujeros de Tatas... ¡Y qué tinieblas, qué soledad!... Ni en medio de la mar. Dos horas, dos horas dando repiquetes sin poder encontrar la ruta. Quería balizarme por la torre de la Catedral, y cuando la dejaba demorando por estribor, se me aparecía por babor... Si no sale usted, compadre, creo que aquí me encuentran heladito por la mañana, porque ya no puedo con mi alma.

-Vamos, ya está usted en salvo. Yo le llevaré a su casa. ¿Dónde es?

-¿Mi casa...? ¿Mi casa...? -dijo D. Pito mirándole   —109→   con estupidez, y echando sobre la cara de su interlocutor un vaho de aguardiente que tumbaba.

-¿Es la fonda del Lino, la Imperial?

-No, fonda no es. Verá usted. Déjeme fijar esta condenada cabeza, que con las vueltas de las calles se me ha puesto perdida.

-¿Ha venido solo a Toledo?

-No, hombre. ¿Cree usted que vengo yo a esta madriguera si no me traen a rastras? Ay, Dios mío; cómo me han puesto esta cabeza las calles... ¡Qué lío! Con un temporal duro me entiendo mejor que con estas correntadas y este ciclón de casas, que no hay cristiano que sepa tangentearlo. Pues verá usted... el demonio me trajo aquí, un demonio con faldas, que diciendo faldas se dice cosa mala. Figúrese usted que esta noche, después de la cena, me sentí con ganas de taparle las grietas al frío, ¡pateta! porque mire usted que hace frío en este lugarón, y salí diciendo «vuelvo», y la vuelta ha sido que me perdí en estas calles traicioneras, y mientras más daba para avante, más perdido; y doy para atrás, moderando, y más perdido, hasta que no sabiendo por donde tirar, caigo de rodillas medio yerto de frío, y llamo a Dios, ¡Carando! y como no me hace caso, llamo a todos los demonios, ¡yemas! y si no es por usted que sale, doy fondo en la eternidad.

-Pero sepamos dónde vive -dijo Guerra llevándole por la calle de la Ciudad-. Me figuro con quién vino. ¿En qué fonda están?

-No es fonda; la llaman posada, y es punto de mucha arribada de mulas y arrieros. ¿Se llama?... ¿a ver? Pues se me ha olvidado la numeral. Lo que recuerdo   —109→   bien es que está cerca de la plaza del Zoco... no sé qué.

-¿La posada de la Sangre, la de Santa Clara?

-No, hijo; no es cosa de sangre clara ni espesa. Suena más bien a cosa de muebles.

-Ya, la posada de la Sillería -dijo Guerra, recordando que aquel establecimiento y el llamado de Remenditos pertenecían a unos parientes de doña Catalina de Alencastre.

-Justo de la Sillería, ¡yemas! Eso es... Lléveme allí, que el frío es de patente.

-Estamos bastante lejos. En marcha.

Guiando hacia la plaza del Ayuntamiento, fue asaltado Guerra de una idea que le contrariaba. Temía el encuentro con Dulce.

-Pero es inútil ir allá -dijo-. Son más de las doce y la posada estará cerrada.

-Entonces, ¡yemas! ¡Carando!... Me quedaré en la santísima calle. ¡Me caso con el arzobispo y con el hijo de tal que inventó este lugar de mil demonios!

-Ea; no chillar. Yo le alojaré a usted hasta mañana. Véngase conmigo.

-Hombre, muchísimas gracias. Veo que el párvulo se ha humanizado, pues la última vez que nos vimos me trató como a un negro.

-Cierto -dijo Guerra, recordando con disgusto y vergüenza la brutal escena en casa de Dulce-. Pero aquello debe olvidarse. Estaba yo de mal talante aquel día.

-Y tan malo. Pero en fin, no soy rencoroso, y si tocan a perdonar, por mi parte... perdonado todo,   —111→   amén, y amigos otra vez... Y dígame: ¿en este pueblo cierran muy tarde las... los... establecimientos?

-No encontrará usted abierta ninguna taberna. Al vicio que espere hasta mañana. De veras que hace frío.

-Si parece esto el banco de Terranova. No me siento la nariz ni las manos. Nunca en otra me vi. Dígame, compañero, ¿aquello que allí se ve no será un establecimiento?

-Si es la Catedral, hombre. Y este otro edificio la Casa Consistorial.

-La Catedral, sí, muy señora mía. Entre Dulce y Catalina me han mareado hoy de firme, enseñándomela. Que mire usted esto, que mire aquello. ¡Ay, qué jaqueca! Yo no lo entiendo, y sólo me ha parecido de mucha largura. Compadre, cuidado que es eslora esta... ¡y qué puntal!

-Sí, gran edificio. ¿Conque tenemos aquí a la rica-hembra de Alencastre?

-Sí señor, y al rico macho también. ¿No sabe usted? Han heredado un castillo con cuatro torres, que dicen perteneció a esos reyes de pateta, tatarabuelos de Catalina. En fin, que embarcamos en el tren, y dimos fondo en el mesón, cuyos dueños son parientes de mi cuñada; buena gente, pero que tienen de príncipes tanto como usted y como yo. ¡Menudo pisto se da mi hermano Simón con los primos de su mujer! Sabrá usted que le colocaron; sí señor, en eso del Timbre, y ha venido aquí hecho un bajá de tres colas. Ello fue por mediación de un amigo que tiene en el Ministerio. Bailón les prestó los cuartos para pagar el pasaje en el tren. ¡Catalina trae unos humos...! Como   —112→   que hoy se empeñaba en que habíamos de entrar a visitar al Cardenal, y yo le dije: «Sí mujer, no es flojo cardenal el que sacaremos tú y yo en salva la parte, del estacazo que nos van a dar cuando nos colemos en Palacio».

Siguieron por la calle de la Puerta Llana, y allí observaron que en la fría atmósfera flotaban puntos blancos y tenues, los cuales, al darles contra el rostro, les herían con punzante frialdad. Principiaba a nevar; el cielo parecía un pesado toldo que se desplomaba; neblina espesa envolvía los edificios, dando a la mole de la Catedral un aspecto desvanecido y fantástico.

-Compadre -dijo D. Pito hociqueando el ambiente turbio y glacial-, esto se pone feo. Mire qué cariz. Nievecita tenemos, y cerrazón. A mí denme malos tiempos de viento y mar, pero no me den horizontes cerrados. Dígame, este paredón de la santísima Catedral, ¿hasta donde llega? Hasta las islas Terceras cuando menos. Y aquel faro que allá arriba demora por la amura de babor, ¿qué puerto nos marca?

-Es la Virgen del Tiro, alumbrada con un farolillo. No nos detengamos, que el temporal arrecia.

-Avante toda... ¡A la vía!

De repente, el temporal descargó con furia, cual si se hubiera abierto un boquete en el cielo por donde se precipitaran en formidable chorro los corpúsculos de nieve, que volaban trazando rayas oblicuas del cielo a la tierra, y al poco tiempo ya blanqueaban los pisos. De la boca del capitán llovían furiosas maldiciones con granizo de blasfemias. La pendiente   —113→   de la calle del Locum era un peligro en aquella difícil recalada: su estrechez tortuosa hacia más densa la obscuridad que en ella reinaba. D. Pito resbaló, cayendo al suelo dos o tres veces. «Agárrese usted a mi capa y sígame despacito -le dijo el otro-, palpando las paredes para poder avanzar paso a paso. La menuda nieve les envolvía y les cegaba; pero al fin, gracias a que el trayecto era corto, pudieron llegar sin ningún contratiempo. Guerra tenía llave, y entraron sin llamar. Todos los habitantes de la casa dormían el sueño de los justos.




IV

Ángel recomendó a D. Pito que no chistase, y subieron y encendieron luz. Ocurriósele entonces a Guerra albergar a su huésped en el cuarto donde Palomeque guardaba el carcomido fruto de sus investigaciones arqueológicas, al extremo del pasillo alto, en sitio fácilmente abordable. Andando de puntillas, condújole al museo, después de darle una buena manta para que se abrigase. Al marino le pareció de perlas el camarote, y se acomodó en una especie de tablado o rimero de maderas viejas que, según él, debían de ser del desguace del arca de Noé. En peores camas había dormido el hijo de su madre, paseando sus huesos de mundo en mundo y de mar a mar. Envolviose en la manta, y a roncar como un caballero. Buenas noches.

Al acostarse, Ángel se reía pensando en el bromazo que iba a dar a D. Isidro, y en la sorpresa de éste,   —114→   por la mañana, cuando fuese a echar el primer vistazo, como de costumbre, a su histórico Rastro; pero otros pensamientos más graves le inquietaron antes de dormirse. Al día siguiente, D. Pito habría de volverse a la posada, y daría cuenta de su extravío, del encuentro con él en la calle, y de cómo recibió albergue en aquella casa. Inevitable acometida de Dulce, que sin duda había ido a Toledo con intentos de amorosa persecución; inevitable encontronazo de los Babeles. Esto le quitaba el sueño, pues el sentirse acosado por Dulce le mortificaba cruelmente, y el rechazar a su perseguidora repugnaba a su conciencia. No quería nada con ella, ni nada contra ella.

Por la mañana, antes de la hora a que acostumbraba levantarse, sintió desusado estruendo en la casa. Vistiose más que de prisa, figurándose lo que sería, y al salir tiritando, se ofreció a sus ojos el más desatinado rebullicio que en aquella casa se había visto desde que moraron en ella los Templarios. Palomeque con una espada mohosa de tazón, Teresa con una escoba, la criada con una badila y D. Tomé con nada, pues era hombre incapaz de esgrimir el arma más inocente, formaban como un cerco de sitiadores frente a la puerta del cuarto de los trastos góticos y sarracenos, y los tres, porque D. Tomé no hacía más que temblar, se animaban recíprocamente con bélicas expresiones: «¡Que salga ese tunante... salteador... que dé la cara, y verá...!»

Don Pito apareció en la puerta vociferando, y sin hacer ademanes de resistencia contra tan terrible aparato de batalla, les dijo: «Ea, señores, que yo no soy ladrón, ¡yemas! y cuidado con faltarme. Yo   —115→   he venido aquí, porque me trajo mi amigo don Ángel».

Viendo reír a éste, desbaratose la equivocación, y la cólera de todos se trocó en bromas y cuchufletas. «Es el amigo Suintila -dijo Guerra-, que ha venido a pasar la noche en los restos de su palacio». Teresa preguntó a D. Pito qué quería para desayunarse, a lo que respondió el marino:

-¿Yo?... ¡qué pregunta! Tráigame ginebra de la Llave o de la Campana.

-¿Qué dice? Aquí no tenemos esos brebajes de llaves ni campanillas. Si quiere chocolate...

Renegó D. Pito de todo desayuno que no fuese de base alcohólica, y Ángel condescendió con un vicio que en mañana tan cruda tenía justificación, dadas las costumbres del inválido marino.

¿El señor es nauta? -dijo el canónigo frotándose las manos desesperadamente-. Vaya; por muchos años.

-Soy mareante, sí señor, y por mis pecados navego ahora por tierra firme, y he venido a embarrancar en este pueblo de pateta.

-Ea -le dijo su protector-, si no habla usted con decencia no le traigo la bebida. Aquí, mucha formalidad.

Don Tomé se alejó soplándose los dedos. Metiéronse los demás en el cuarto de Guerra, y allí le sirvieron el chocolate a D. Isidro, el cual, mirando la nevada al través de los cristales, decía: Toda blancura es hoy la gran Toledo. Buenas estarán esas calles de Dios. No verás hoy mi estampa, corito metropolitano. Traída la ginebra, D. Pito empezó a alumbrarse,   —116→   y en su alegría voluble y decidora, llegó a tomarse confianzas con el canónigo. Guerra le miraba con lástima benévola, viendo en él, más que perversidad, abandono y miseria. Palomeque dijo que la mejor manera de calentarse era coger el picachón y emprenderla con la pared del patio, hasta derribarla y descubrir todos los fustes de la época goda. Don Tomé, sin hacer caso del mal tiempo, salió embozadito en su manteo para ir a decir su misa, y Teresa y la criada se ocupaban en palear la nieve en el patio. Desde abajo invitaron al arqueólogo a tomar parte en la faena, y él no se hizo de rogar, bajando con su picachón, que al punto tuvo que cambiar por humilde escoba. Ofrecía el patio un aspecto lindísimo, con los evónymus cargados de albos vellones, como clara de huevo bien batido, el aro del pozo revestido también de aquella nitidez inmaculada, y los canelones, aleros y postes con informes colgajos de lo mismo, que se desprendían y rebotaban, encharcando el suelo recién barrido por la diligente escoba de Palomeque. El cabello enteramente cano de Teresa amarilleaba junto a la excelsa blancura de nieve.

A Guerra le habían servido café, del cual tomó también D. Pito porción de tazas, y con esto y la ginebra se dispuso el hombre a resistir las más bajas temperaturas. Encendieron sendos tabacos, y abriendo la ventana, pusiéronse a contemplar el panorama estupendo de la ciudad con sus techumbres cubiertas de nieve, sus torres perfiladas de blanco luminoso como estrías de luciente cristal. En sus viajes no había visto D. Pito nada semejante, porque si las nevadas de Nueva York eran más densas, en ellas todo   —117→   resultaba plano y sepulcral, mientras que Toledo parecía un oleaje gracioso, en el cual la espuma se hubiera endurecido con la rapidez de las mutaciones de teatro. La Catedral, con sus cresterías ribeteadas por finísimos junquillos de nieve, y su diversidad de proyecciones y angulosos contornos, presentaba a la vista un cariz de fantasmagoría chinesca. La torre se destacaba sobre el cielo vaporoso casi limpia, morena y pecosa entre tanta blancura, con sólo algunos toques de cascarilla en el capacete y en los picos de las tres coronas; más grande, más esbelta, más soñadora en medio de la desolación inherente al paisaje boreal. Creeríase que se estiraba y subía más. El sol luchaba por romper la neblina, y en ciertas partes del cielo esparcía destellos de oro. Pero la palidez diáfana y melancólica de la plata vencía, y lo más que lograba el sol era poner algunas hebras de su lumbre en la veleta de la torre o perfilar con ráfagas amarillentas las siluetas lejanas de la ciudad hacia el Nuncio, San José y Santo Domingo el Antiguo.

Don Pito se encontraba tan a gusto, que presumiendo le despedirían, se anticipó a la insinuación, en esta forma: «Estoy aquí como en el Paraíso, ciudadano Guerrita. No puede usted figurarse qué frío es aquel condenado posadón, y qué cargante la compañía de Catalina, que anoche se nos atufó, y salió con la gaita de siempre, diciéndonos que su familia venía del Emperador de Constantinopla, un tal palo gordo o no sé qué.

-Paleólogo, diría.

-Eso. ¡Y mi sobrina siempre suspirando, diciendo   —118→   cosas que le hacen a uno llorar...! Esto no es para un viejo aburrido como yo, que a poco que le apuren se muere de tristeza  (Súbitamente acometido de nostalgia.)  ¡Ay, Dios mío! Quisiera que me tragara de una vez la tierra. ¡Carando! Me cansa la vida, y si no fuera por el bálsamo, ya me habría ido al fondo cien veces. Crea usted que esto de no ver nunca la mar es horrible. No lo comprenderá quien no haya vivido cincuenta años viéndola, oliéndola y pasándole la mano por el lomo desde el puente. Lo que yo quiero es que me recojan en un asilo naval o terrestre, donde me den de comer lo poquito que como y de beber lo que me dé la gana; porque sepa usted que en casa de mi hermano un día se ayuna y otro también... Ahora; que tiene empleo, creo yo que lo pasaremos lo mismo, porque los hijos son unos trápalas, menos Dulce, que es buena, eso sí, buena como una uva y con mucho talento, cabeza firme, razón clara. Pero desde que cierto párvulo la dejó, no se harta de llorar... y a mí las goteras me cargan. No estoy yo para consolar a nadie, sino para que me consuelen a mí.

-Si no fuera usted un borrachín, de fijo encontraría quien le amparase... Trabajar tanto, y no tener a la vejez ni casa ni hogar es triste cosa.

-¡Así paga el comercio a quien bien le ha servido! Los armadores se han hecho poderosos con mi trabajo, y aquí me tiene usted a mí sin una hebra. ¿Por qué? ¿Acaso por maldad? Yo probaré que no he sido malo. ¿Quiere usted, Sr. D. Ángel, que con sinceridad le confiese mis debilidades?  (Excitándose y sosteniéndose los pantalones.)  Pues se las confesaré. Mi flaco ha sido el jembrerío. La faldamenta me perdió.   —119→   Cuanto gané se lo comieron ellas con sus boquitas monas. No podía yo remediar esta debilidad que siempre tuve, y ésta por rubia, la otra por trigueña, hacían de mí lo que les daba la gana. Pero yo pregunto: ¿pecados de faldas son para tanto castigo? ¡Ah! No señor. Yo conozco otros que fueron más mujeriegos que yo, y ahí los tiene usted en Nuevitas, en Cienfuegos, en Jamaica y Veracruz, abarrotados de dinero. Es el sino, el sino de la criatura. A ratos, de noche, cuando no he bebido y siento la penita en el estómago, me ocurre que si esto de mi mala suerte me vendrá de que anduve en aquel fregado de traer la esclavitud a Cuba. Pero, ¡me caso con San Francisco! Si otros que cargaron más que yo y los compraban y vendían como talegos de carbón, están ahí riquísimos con familia y mucha descendencia, llenos de felicidad. ¿Qué quiere decir esto, compadre? Que esta máquina del mundo anda muy mal gobernada, que el primer maquinista no hace caso, y se duerme, y la palanqueta del vapor está en manos del tercero y el cuarto, o de algún fogonero que no sabe lo que se pesca... Vamos a ver. ¿Acaso se me puede culpar a mí de haber inventado la trata? Yo no la inventé ¡yemas! Esclavos había cuando yo empecé, y del África iban para allá los barcos llenos. El tío que me crio, metiome en aquellos trajines, y si buenas onzas me ganaba hoy, buenos sustos me hacían pasar mañana los malditos ingleses, pues llevaba uno la vida vendida... Con que ya ve que no he sido malo, y que si lo fui, bien purgados tengo aquellos crímenes de pateta. Tenga usted compasión de mí, y vea de asegurarme los víveres. Yo me conformo y me avengo a todo, menos a   —120→   beber agua, porque... peceras en el estómago crea usted que no convienen.

Profunda lástima de aquel hombre infeliz sentía Guerra, que oyó sus sinceridades con benévola atención, y no contestó a ellas hasta pasado un buen rato. Perdida la mirada en el espacio incoloro y triste que ante ella se extendía, Ángel meditaba, y de su meditación salió esta frase consoladora para el triste mareante: «¡Quién sabe... Puede ser que yo, algún día, le recoja a usted!».

Al decir esto cerró la ventana.




V

-Buena caridad sería esa -dijo D. Pito, arrimándose más al ascua que calentaba su aterido espíritu-. Y dígame, señor: ¿no me dejará estar aquí, donde me encuentro tan a gusto?

-Esta casa no es mía. Creo que debe usted marcharse... y luego podrá venirse por aquí cuando le parezca.

-Bien: con esa condición, apechugo con la posada. Mi sobrinita me estará echando muy de menos, por que soy el único que la consuela. Bien haría usted en correrse un poco por allá, pues de veras le quiere...

Las insinuaciones de aquel desdichado hallaban un eco piadoso en el corazón de Guerra, cuya sensibilidad, fácilmente excitable, respondía prontamente a cualquier demanda hecha por voz humilde. Compadecía sinceramente a la que fue su ilegal esposa, y casi casi sentía deseos de verla y abrazarla. La idea   —121→   de que pudiera sufrir escaseces y miseria le mortificaba.

-Y crea usted -añadió D. Pito acomodándose junto al brasero que la criada introdujo-, crea usted que está muy mal la pobre. La madre y la hija siempre de puntas, porque ahora Catalina se empeña en casarla con un conde, digo, conde no es, sino un paleto rico, primo de ella; sólo que mi cuñada dice que el tal desciende del conde D. Duarte o D. Carando. También Dulce y su padre andan a la greña, porque Simón pretende que ella le trasborde el poquito dinero que le queda de lo que usted le dio al despedirse, y la noche que salimos de Madrid, el bruto de mi hermano la amenazó con sacudirle si no le largaba el portamonedas. Yo me cuadré, y como tengo este carácter hecho al mando, Simón se tuvo que callar. ¡Pobrecilla Dulce, es tan buena; pero tan buena...!

Ángel repetía el es tan buena; sus dudas y escrúpulos iban disipándose, y ganaba terreno en su espíritu la idea de consolar a la infeliz mujer, y servirle de escudo contra aquellos demonios de Babeles.

Toda la mañana se pasó en estas cosas, y hasta el mediodía no se decidió Guerra a dar el paso que don Pito le indicaba; pero estando próxima la hora de comer, acordaron despachar primero aquella importante función de la vida. Satisfecho y regocijado estaba el capitán de que su protector le convidara, y no poco se alegró también de ello Palomeque, que, como hombre ilustrado, gustaba de oír narrar proezas y trabajos de navegantes. El buen canónigo se asustó cuando Ángel dijo que saldría después de comer. «Hombre de Dios, ¿sabe usted cómo están esos pisos? En la   —122→   nevada de hace tres años, había que bajar a gatas la cuesta del Locum, y aun así me resbalé, y por poco me rompo el espinazo. No, lo que es a mí no me coge la calle hasta que no haya blandura. No soy tampoco de esos que en días de nieve salen a ver ¡el panorama!... que suele ser un magnífico reuma, o pulmonía doble. Créanme, no hay en estos días panorama tan bonito como el de una buena cama, a las nueve de la noche. ¡Qué belleza, qué poesía la de las sábanas a poco de meterse usted en ellas! No, señores, a yantar se ha dicho.

Sentáronse a la mesa, y desde la sopa, lo mismo Guerra que Palomeque pinchaban a D. Pito para que se arrancase a contar las traídas de negros, cómo los sacaba del África ardiente, cómo los alijaba en Cuba pero el marino se resistía, con cierto pudor de humanidad, pareciendo más aficionado al buen cabrito que a la Historia. Por fin, con la persuasión de un soberbio Jerez que D. Isidro tenía en su armario y que reservaba para las grandes solemnidades, se desató la lengua del inválido, y a brochazo limpio refirió sus hazañas, dándoles, aunque parezca mentira, una significación humanitaria.

-Mire usted -decía dirigiéndose a Palomeque-, la cosa era sencilla. Arranchaba usted su goletica en la Madera o en Canarias, embarcando bastante agua y víveres, y ¡listo! al Sur. Se proveía usted de pintura para desfigurarse... un día el casco negro con troneras, otro día todo blanco, y con esto y cambiar algo el aparejo, se les daba la castaña a los cruceros. Hala, hala para el Sur cortando los alisios, con el viento siempre en la aleta de babor; pasaba usted rascando a   —123→   San Vicente; quince grados más allá, la línea, y luego, mete para el golfo gobernando al Sudeste, demorando afuera si ventaba Levante duro, siempre con mucho quinqué en los cruceros ingleses, hasta que al fin reconocía usted la costa y el sitio que se le designaba, donde ya estaban los factores con el género tratado y dispuesto para embarcar. Le avisaban a usted desde tierra por medio de fogatas y otras señales convenidas. De noche se aproximaba usted, barajando la costa, y de día mar afuera. Venía la noche, y usted para dentro a meter otra partida, que se recogía en lanchas, veinte o treinta de cada barcada, bien amarraditos para que no se le escapasen. Digan lo que quieran, se les hacía un favor en sacarlos de allí, porque los reyes aquellos, más brutos que todas las cosas, les tenían ya por esclavos netos, y les hacían mil herejías, sacándoles los ojos y arrancándoles a latigazos las tiras de pellejo. ¡Pobrecitos! De aquel martirio les salvábamos nosotros, llevándolos a país civilizado. Y que les tratábamos bien a bordo, sí señor... Pues se echaba usted a la mar con su cargamento bien estivado en la bodega, ciento cincuenta, doscientas cabezas, unos chicarrones como castillos, bien trincados, se entiende, y si alguno enseñaba los colmillos, le daba usted un poquito de jabón... a contrapelo, y con este ten con ten, tan ricamente. Es raza humilde... ¡Animalitos de Dios! yo les quería mucho, y les daba de comer hasta que se hartaban. Cuando el tufo de sus cuerpos en la bodega era demasiado pestífero, les subía usted de dos en dos sobre cubierta y les baldeaba... Y ellos tan agradecidos... Y larga para la costa del Brasil en busca de los   —124→   Sures, ¡hala, hala! ciñendo el viento, siempre con el ojo en el horizonte por si asomaba algún inglés. Podía suceder que con todas las precauciones no pudiera usted zafarse, y el crucero se le venía a usted encima. Cañonazo, pare usted y adiós mi dinero. El oficial entraba a bordo, y en cuanto ponía el pie sobre cubierta, ¡puf! se tapaba la nariz. No necesitaba mirar por las escotillas: el olfato denunciaba la estiva. Y ya tenemos trocados los papeles: le ponían a usted grillos y esposas, y me le soplaban allá donde Napoleón dio las tres voces... y no le oyeron; y lo más probable era que le ahorcaran a usted.

-¿Y los pobrecitos negros?

-A los pobres morenitos les había caído la lotería, pues en vez de ir a Cuba, donde estarían tan contentos, les llevaban a las posesiones inglesas, y allí... les vendían... Pues qué creía usted, ¿que les daban la libertad y un huevecito pasado encima?

Don Tomé estaba horrorizado. De sobremesa obsequiaron al capitán con aguardiente, del cual cató también D. Isidro en discreta cantidad para templar el estómago. Mas no fue posible conseguir del autor del Epítome que otro tanto hiciera, pues antes se dejara cortar el pescuezo que llevar a sus labios aquel infernal líquido.

Dejaron a Palomeque instalado en su cuarto, junto a un buen brasero, la lámpara encendida, y en la mesa los libros, dibujos y papeles, y salieron cerca ya del anochecer, tardando más de una hora en llegar a la plaza. Las calles ofrecían a cada instante tropiezos, estorbos y peligros: en algunos sitios, el suelo cristalizado obligábales a realizar actos de   —125→   arriesgada gimnasia, en otros tenían que ir de la mano haciendo figuras como pareja de bailarines. Hallábase Guerra bien preparado para el frío, con mucha lana de pies a cabeza, calzado recio; no así don Pito, que llevaba botas veraniegas muy usadas y con mil averías; menguado gabán que al mísero cuerpo se ceñía, rasgando ojales y violentando botones, y el inseparable collarín de piel, de los de quita y pon, en medio de cuyos erizados pelos amarillos su cara de corcho ofrecía un aspecto de ferocidad felina que causaba miedo a los transeúntes. Por fin llegaron, y D. Pito se adelantó para subir presuroso y dar a Dulce la buena noticia.

Por el ancho portalón pasó Guerra a la extensa crujía, que más bien parecía patio cubierto, en el cual eran descargados los caballos y mulas antes de pasar a las cuadras por un hueco que a mano derecha se abría. Una de las puertas del fondo debía de ser de la cocina, pues allí brillaba lumbre, y de ella salían humo y vapor de condimentos castellanos, la nacional olla, compañera de la raza en todo el curso de la Historia, el patriótico aceite frito, que rechaza las invasiones extranjeras. A la izquierda, una desvencijada escalera, entre tabiques deslucidos, conducía a las habitaciones de dormir. En el suelo, paja y restos de granos, mezclados con la tierra, en la cual escarbaban las gallinas; el techo festoneado de telarañas; aquí y allí carros inclinados sobre las lanzas, y serones repletos unos sobre otros, ristras de ajos y cebollas, aperos, cabezales y arneses.

Lo primero que se echó Ángel a la cara al entrar en aquel recinto fue la respetable persona de D. Simón   —126→   Babel, que salía de la cocina, acompañado de un sujeto de zamarra y gorra de pelo de conejo, con zapatones y faja negra, el cual, no era otro que el dueño del establecimiento, vástago ilustre de la rama primera de los Alencastres.

-Te repito, querido Blas -le decía D. Simón atusándose los bigotes-, que no admito tu hospedaje, si no me pones la cuenta. No hay parentesco que valga. No están los tiempos para estas generosidades. Cada uno mire por sí, a la inglesa, pues de otro modo no hay libertad para...




VI

La presencia de Ángel le cortó la palabra, y dejando al otro con la suya en la boca, se fue derecho hacia el que había sido su yerno por detrás de la iglesia, y con benevolencia y tiesura le dijo:

«Querido Ángel, ¡cuánto bueno por aquí...! Me alegro de verle. ¿Y qué me dice usted de mi destino? Yo no lo pretendí, pero tanto se empeñó el Ministro, que no tuve más remedio que aceptarlo, sacrificando mis ideas. Pero, ¡qué demonio! todos nos debemos al país, y si los que conocemos bien el tinglado, abandonáramos la Administración, ¿qué sería de ella? El Director me mandó venir sin pérdida de tiempo, porque está la provincia muy descuidada. Me he traído un auxiliar, que es de oro, y conoce perfectamente la localidad por haber sido aquí delegado de policía. Ya estamos con las manos en la masa. Amigo mío, no hay más remedio que ser inflexible, y reventar al que   —127→   no tenga los libros corrientes, porque si no, ¿a dónde iríamos a parar? Yo le dije a D. Juan Francisco Camacho cuando se hizo cargo del Ministerio por tercera vez: «D. Juan Francisco, a recaudar, a recaudar a todo trance, y triplicaremos las rentas...»

El posadero, oyendo estas fanfarronadas, parecía orgulloso de su pariente, el cual comprendió al fin que ni la ocasión ni el sitio eran apropiados a una conferencia rentística, y dijo: «Pero le estoy entreteniendo, y usted querrá subir a ver a las... señoras».

A cada instante entraban arrieros con caballerías, en cuyas cargas blanqueaban los toques de nieve, así como en los sombreros redondos de los hombres, vestidos de paño de color de oveja negra, algunos con capa burda, que sacudían al entrar. Descargaban las caballerías y las llevaban a darles pienso, y pateando fuerte para entrar en calor, se iban a la cocina a calentarse. Tufo espeso de fritangas, humazo de leña verde y de paja llenaban el edificio, y por todo él oíanse las entonadas voces de los huéspedes, que a gritos, como es costumbre en la gente aldeana, daban cuenta del mal estado de los caminos. Subió Ángel, y en el pasillo de puertas verdes numeradas, encontró a Dulce que al encuentro le salía, y se abrazaron con muestras de mutuo cariño, como si nada hubiera pasado».

«Hijo mío, te esperaba, cree que te esperaba. No podías tú dejar de venir, ni yo acostumbrarme a la idea de que no vinieras».

A Guerra le sorprendió la flaqueza cimbreante de su antiguo amor, a quien veía como si hubiera mediado una ausencia de dos o tres años. Llevole Dulce   —128→   a un aposento cuyo techo se cogía con las manos, y cuyo piso de baldosín más bien parecía tejado, por la inclinación. En el mezquino rectángulo de la tal pieza había dos camas jorobadas, con mantas rucias y sin colcha, como las de los hospitales, un espejo guasón que ponía en solfa las caras, torciéndoles los ojos y llenándolas de flemones, una percha manca, un barreño con lañaduras, y dos o tres baúles en representación de las sillas y sofás ausentes.

-¡Ay, hijo -prosiguió Dulce-, no puedes figurarte lo mal que estoy! Yo me habría ido a otra casa mejor; pero mamá se empeñó en venir aquí por estar al lado de la familia. No puedo acostumbrarme a estos cuartos horribles, a estos pisos que parecen la montaña rusa, a este desamparo, a este frío. Luego, el ruido, ¡pero qué ruido, qué barullo toda la noche y todo el santo día! No cesan de entrar y salir paletos con mulas y caballos, dando unas patadas... A media noche salen el coche de Illescas, el de Orgaz, y qué sé yo qué... Todo se vuelve gritos, relinchos, coces... ¿Has visto alguna vez cuartos más indecentes? No soy yo para esto, acostumbrada a mi casita modesta, pero cómoda y limpia.

Compadecido y lleno de piedad, Guerra le prometió mejorarla de alojamiento, y cuidar de ella y de su salud.

-Yo me avengo a todo -añadió Dulce con ternura-, con tal que me quieras. Contigo, viviría... aquí, que es cuanto hay que decir.

En esto entró doña Catalina, con el mantón por la cabeza, diciendo: «¿En dónde está ese pícaro? ¡Ay, Ángel, qué gusto verle! ¿Y qué tal? ¿Pero ha visto usted   —129→   qué frío? Anoche creí que nos helábamos, porque como aquí no se estilan alfombras, ni chimeneas, ni portieres... Con que cuénteme... Pero nosotras somos las que tenemos que contar, porque al fin, gracias a Dios, hemos mejorado de fortuna, y además me ha caído una herencia. Ahora vamos bien; pondremos casa en Toledo; allá la quitamos; D. José Bailón se encargó de mandarnos los muebles en pequeña velocidad, y para entonces vendrá también Arístides. Tomaremos una casa baratita, porque aún estamos algo atrasados, y aunque Simón gana, conviene economizar y prepararse para otra tormenta que pueda venir. Mala cabeza es Simón; pero, descuide usted, que yo le meteré en cintura. Trabajando se enderezan los caracteres torcidos y no hay cosa más mala que la holganza, porque vicia al sano, embrutece al agudo y, como la polilla, va minando y destruyendo las casas.

Admirábase Guerra de ver a doña Catalina tan razonable, y bendijo el cambio de fortuna, que parecía haber echado tapas y medias suelas a los cerebros de toda la familia. En esto apareció de nuevo D. Simón dando resoplidos y estirándose los bigotes en toda su imponente largura.

-Ángel se quedará a cenar con nosotros -dijo-. Esto no es un Lhardy, ni mucho menos; pero hay voluntad. En nombre de los dueños de la casa que son gentes muy guapas, está usted convidado.

-Éste no cena aquí, papá. Cenad vosotros -dijo Dulce, que deseaba quedarse sola con su antiguo y para ella reconquistado amor.

Dando una prueba más de discreción, doña Catalina   —130→   se fue, llevándose al investigador del Timbre, a quien su hermano llamaba desde abajo para cenar.

-Conque cuéntame.  (Abrazándole otra vez.)  ¿Te has cansado ya de las tonterías esas de la santidad? No creas que he perdido el tiempo. En dos días que llevo aquí, he brujuleado, y por unas conocidas mías que son vecinas del padre Mancebo, sé que ese caprichillo tuyo persiste en ser beata y no te hace maldito caso. Más vale así.

Muy mal supieron a Guerra estas palabras, y reprimiendo su enojo, contestó:

-Si quieres que seamos amigos, no nombres a esa persona delante de mí, ni te ocupes de ella.

-Bueno: eso quiere decir, o que el chasco ha sido tremendo, o que...

-Significa que esa persona es sagrada para mí, y debe serlo para todos los que me aprecian. No tengo que decirte más.

Dulce sofocaba su pena, haciendo presión fuerte, sobre sí misma para no reñir. Largo rato charlaron, Guerra con propósito de no herirla, ella hiriéndose tontamente en los avances que daba para descubrir lo que su amante no quería revelarle. Otra vez les llamó a cenar doña Catalina, dando golpecitos en la puerta, y para que no se interpretara mal encierro tan a deshora, bajaron ambos y se sentaron a la mesa en un aposento próximo a la cocina y que más bien parecía prolongación de ella. La mesa en que cenaban los Alencastres tenía privilegio de manteles, loza menos tosca que los servicios ordinarios de la casa, y en vez de jarros de vino, botellas y copas. En la cocina comían los arrieros con villanesca algazara,   —131→   atizándose tragos como puños, consumiendo en un decir Jesús las calderadas de patatas, las sartenadas de migas, y los cabritos asados con cabeza, que parecían gatos. A Guerra le hacía muchísima gracia aquella sociedad rancia y castiza, y veía cierta dignidad quijotil en los enjutos tipos vestidos de paño pardo, pantalón corto de trampa, sombrero de veludillo y medias azules, otros de capote y gorra de piel. Las mujeres con sus abigarrados refajos, la saya de estameña negra y los moños de picaporte, no le resultaban tan airosas como los hombres; pero el habla de todos ellos era gallarda, noble en su elemental rudeza, bien matizada de acentos e inflexiones robustas, y si no enteramente limpia de algún feo barbarismo, de los que suenan en las ciudades y repercuten en las aldeas, retumbaba como párrafos de Mariana o metros de Jorge Manrique. Los manjares también eran de lo español neto, el vino raspante y de sabor a pez, los asados con ricos pebres olorosos y un picor que levantaba en vilo, las fritangas sabrosísimas, de esas cuyo dejo se agarra por tres o cuatro días al paladar. De la manera más ceremoniosa fueron presentados a Guerra por la rica-hembra de Alencastre los dueños de la posada, aquel Blas panzudo, y Vicenta su mujer, ambos cincuentones, personas sencillas y corteses, de esa hidalguía de barro tosco que ya no se encuentra más que en las zonas exclusivamente populares de campo y ciudad, tipos emparentados con los villanos de Lope y Tirso, y que Ángel creía perdidos en el oleaje turbio de las generaciones. Lo mismo Vicenta que Blas se desvivían por obsequiar al caballero amigo de sus parientes, y creyendo que   —132→   echaría de menos viandas exquisitas, mandaron abrir una lata de pimientos morrones y otra de sardinas en aceite, sacaron un vinillo blanco manchego, muy parecido al Jerez, y por fin, hicieron traer de la pastelería más próxima una empanada de pescado. La confianza y la alegría reinaron en la mesa hasta más de las diez, hora de descanso en la posada. Algunos arrieros roncaban ya como cerdos, tumbados sobre mantas, entre vacíos serones o sacos llenos de trigo; las mujeres subían a los aposentos altos con las sayas por la cabeza, comiéndose un chorizo y un pedazo de pan. Retiráronse Babeles y Alencastres a sus cámaras respectivas, y D. Pito no se atrevió a salir a la calle por miedo a perderse.

Guerra y Dulce metiéronse en el cuarto de ésta. Sentimientos diversos, tales como la compasión, el cariño refrescado por la memoria, la curiosidad, eslabonándose y confundiéndose con accidentes circunstanciales, como el efecto de una cena suculenta, el intensísimo frío, que quitaba las ganas de salir a la calle, motivaron que Ángel pasase toda la noche en compañía de su jubilada esposa ilegal.




VII

No fue perezoso para retirarse a la mañana siguiente, dejando a Dulce triste y meditabunda, pues la intimidad de aquella noche puso de manifiesto que si el hombre llevaba consigo toda su galantería obsequiosa, el corazón se lo había dejado en otra parte. Comprendió muy bien que los sentimientos de Ángel   —133→   tomaban una dirección desconocida, y las cosas de un orden místico y espiritual que en el correr de la conversación dijera, marcaban diferencia enorme entre el hombre actual y el de antaño. Para colmar el mal humor de Dulce, descolgose doña Catalina con una leccioncita de moral, que desentonaba horrorosamente en los labios de la buena señora.

-Vamos a ver: ¿te parece a ti decoroso ese amartelamiento con Ángel? ¿Qué me dices de tu poca aprensión para retenerle aquí toda la noche? ¡Qué dirán los primos, ¡ay! qué los honrados huéspedes de esta casa, que le vieron salir no hace mucho rato! No te haces cargo de nuestra posición, qué ya va siendo un poquitín elevada, ni de las conveniencias sociales. Figúrate qué cara pondré yo cuando me digan... No lo quiero pensar. Y otra: ya sabes que el primo Casiano, que te vio el día de nuestra llegada, le dijo a tu papá que le gustabas mucho. Me huele a matrimonio ¡Y qué chico tan guapo! Da gusto verle. Volverá dentro de dos días, y sería de muy mal efecto que a sus oídos llegara un rum-rum de que si eras o no eras... El corazón me dice que Casiano va a salir con el hipo de quererme por suegra. ¿Te parece que, en vísperas de que te pique un pez tan gordo, es decente andar en tratos con ese loquinario de Ángel, el cual es ya para ti agua pasada, que no mueve molino? Cierto que si él me pidiera tu blanca mano, no había que dudar; pero como no ha de pedirla, fíjate en el otro, hija mía, piensa en él, echas tus redes por ese lado, y considera que es dueño de media provincia.

-¡Media provincia! Mamá, no empiece usted ya con sus exageraciones.

  —134→  

-Ya iremos, ya iremos a Bargas, y lo verás. Por supuesto, que si tu primo nada en dinero, tú llevarás en dote mi castillo.

-Mamá, no desbarre usted. ¡Qué castillo ni qué niño muerto! Hoy está usted tocada. ¡Llamar castillo a unos pedruscos que se están cayendo, y que fueron paredes de un caseretón para encerrar ganado!

Entra D. Simón, poniéndose el gabán, con guantes de lana, soplado, insolente, rivalizando en altanería con el shah de Persia.

-Mujer, déjate de castillos y de mamarrachadas. ¡Pégame este botón, rayo de Dios! ¡Mi ropa sin cepillar! Luego se presenta uno hecho un tipo, y no le guardan el debido respeto.

-Eh... poco a poco. ¿Qué lenguaje es ese? ¡Vaya!... no puedo hacer de ti un caballero, y el tufo democrático sale por entre tus maneras, como en este patio la peste de las cuadras. Dulce te pegará el botón, si tiene con qué.

-Sois unas desastradas, ¡venablo! y con vosotras no hay manera de ser decente.  (Dando resoplidos.)  Me voy sin botón, y que se rían de mí... A bien que como somos señores de castillo y pateta, no importa que uno salga a la calle hecho un pelagatos.

-Pues te digo que es castillo,  (Remontándose y poniéndose como un pimiento.)  castillo y muy castillo, mal que te pese a ti y a toda tu casta plebeya. Pregúntaselo a Blas.

-Quita allá, tarasca. Se van a reír de nosotros hasta las mulas.

-¿Es que no queréis que yo recobre mi posición ni reclame mis derechos?  (Compungida.)  ¡Todos conjurados contra mí!

  —135→  

-Mamá, mamá, por Dios -dijo Dulce queriendo llevársela para adentro, pues la escena ocurría en el pasillo alto de numeradas puertas-. Déjate ahora de contarnos lo que es tuyo y lo que no es tuyo. Tiempo habrá.

-¡Todos contra mí!... lo de siempre. ¡Todos tirándome al degüello, hasta mis hijos, hasta mi esposo, a quien hice persona, dándole mi mano! Que venga Blas y diga si no es cierto que con hacer una solicitud en papel de tres reales, tendrán que darme toda una acera de la calle de la Plata.  (Con desaforados gritos.)  ¡Dios mío, Dios mío, qué familia esta! ¡Favor, socorro, que quieren deshonrarme y hacerme pasar por una persona cualquiera, como si no estuviera ahí la capilla de Reyes Nuevos, que con los letreros de sus sepulcros dice quién soy; como si no estuvieran ahí las tumbas de Santa Isabel; como si no estuvieran los archivos de la Catedral llenos de papelorios que lo cantan bien clarito, bien clarito!

Acudió el posadero, a quién D. Simón explicó mímicamente el caso con un ademán expresivo, llevándose el dedo índice a la sien, como si quisiera taladrársela. Acercose también Vicenta; afligidísima y llena de compasión, y procuró calmarla, asintiendo con la cabeza a los disparates que decía.

-Vengan acá todos -chillaba la noble dama, descompuesta, frenética-, y háganme justicia. Bien sabes tú, Vicenta, y Blas también lo sabe, que si no hubiera sido por aquel peine de D. Duarte, sobrino del Rey de Inglaterra, otro gallo nos cantara a los Alencastres. Pero se han propuesto hundirnos, y ¿qué ha de hacer una más que clamar al cielo?  (A don Simón,   —136→   que forcejeaba por meterla en el cuarto.)  Quítate allá, ralea baja, que me envenenas con el vaho infecto de tu democratismo. Pues qué ¿te habrían dado ese destinazo, si el ministro no tuviera interés en complacerme a mí? ¡No aprecias mi fidelidad, mi lealtad a un nadie como tú! Pues sábete que he despreciado partidos magníficos para faltarte, y que los montones de oro que me han puesto delante para que consintiera en un desliz, no se pueden contar. Ingrato, ¿te mereces tú mi virtud? ¡Ah! pero yo he mirado siempre que soy dama, y no puedo olvidar el honor de una familia en que jamás hubo mácula, de una familia que por parte de mamá es de la propia Constantinopla, y de aquellos Emperadores que para todos los usos domésticos, para todos absolutamente, tenían vasos de oro macizo.

Asustados y perplejos, los posaderos no sabían qué hacer. Por fin, uno tirando de este brazo, otro de aquél, los demás echando mano a las caderas o al cogote, consiguieron llevársela, sin que dejara de chillar; y tendida en la cama, Dulce y Vicenta la despojaron de su real túnica para darle friegas capaces de desollar un buey. D. Simón, haciéndose el afectado, decía: «Ea, ya le va pasando. Fuerte, raspadle fuerte... así. Vamos, ya se calman esos demonios de nervios... Y yo me voy a mis obligaciones, que es muy tarde. Ya puedes comprender, Blas, lo que he sufrido... Y ahí donde la ves es un ángel, un ser purísimo, todo bondad, paciencia y dulzura. Vaya, cuidármela bien. Ahora, Vicenta, tráele una tacita de caldo. Abur, abur».

El espasmo fue de los más fuertes, y para gozar de   —137→   la escena tragicómica subieron varios huéspedes de la posada, formando un corrillo de paño pardo y refajos verdes, en el cual se oían apreciaciones médicas de las más originales. Hasta dos horas después del arrechucho no estuvo doña Catalina enteramente sosegada y en situación normal. No recordando nada de lo que había dicho y hecho, reanudó con su hija, en la forma natural, la conversación del primo Casiano y de las esperanzas de una buena boda. Pero como huye del agua fría el escaldado gato, se abstuvo con instintiva discreción de mentar herencias y castillos, que fueron cabalmente los puntos en que su juicio empezó a resbalar.

Dulcenombre había hecho prometer a Guerra la repetición de la visita, amenazándole con salir ella en su busca si no cumplía. Esperó la vuelta un día, dos, y viendo que era la del humo, se dispuso a echarse a la calle. El tiempo mejoró, lucía un sol placentero, y las calles empezaron a secarse. Había traído la Babel en su equipaje un buen vestido de merino obscuro, su mantón fino de ocho puntas, buenas botas ajustadas de caña alta, manguito, guantes, velo. Se emperejiló bien, y en verdad que estaba bastante mona, luciendo su figura delgada y esbelta porque el defecto del seno escaso se disimulaba con el mantón y lo bien encorsetada que iba. No vaciló en poner en práctica sus planes de persecución. Ignórase cómo demonios averiguó las señas; pero ello es que las sabía, y de mayores dificultades triunfa una mujer celosa. Llegó a la casa de Teresa, y ésta le dijo que D. Ángel había salido; volvió, y lo mismo.

  —138→  

-Por aquí tiene que pasar -pensó, apostándose en la calle de la Puerta Llana-. Haré centinela hasta media noche. Yo no me canso.

En una de aquellas vueltas, le vio atravesar por la plaza del Ayuntamiento hacia la calle de San Marcos. Encaminábase a la Judería por el Juego de Pelota y el callejón y escalerilla de San Cristóbal, y por cierto que su sorpresa no fue muy agradable al sentirse detenido por un fuerte tirón en el embozo de la capa. ¡Dulce! ¡Iba pensando en cosas tan lejanas y tan distintas de ella!

-¿A dónde vas?

-Tengo que hacer. ¿Qué buscas por aquí a estas horas? ¿No temes el frío?

-Déjame a mí de frío. Si estoy abrasada. Iremos juntos.

-No puede ser.  (Con cariño, que disimulaba sus temores.)  Iré a verte. Espérame en tu casa.

-¿Esta noche?

-No. ¡Qué dirán! Mañana.

-Mañana! Esos mañanas tuyos ¿en qué Calendario están? Por de pronto, te acompaño ahora.

-Voy lejos.

-No importa. De más lejos vengo yo, que vengo del tiempo en que me quisiste.

-No puedo entretenerme ahora a disputar contigo. Déjame; yo te ruego que me dejes.  (Muy serio.)  No es ocasión de... Adiós.

-Que no te escapas.  (Siguiéndole y agarrándose al embozo.) 

-Eres pesada.

-Más tú.

  —139→  

-Pues no te escucho.  (Incomodándose.)  No te tolero que me detengas en la calle.

-Porque me da la gana, porque tengo derecho. -Vaya; déjame en paz. Adiós.  (Alejándose rápidamente por un callejón.) 

-Pero no le valía, porque Dulce, intrépida y escurridiza, le cogía la delantera por el enredijo de callejones, y a la vuelta de una esquina se le presentaba otra vez, diciéndole: «Que no te escapas, que no».

-No te hago caso. Voy a donde voy. Ve tú a donde quieras.  (Apretando el paso, sin cuidarse de que le siquiera o no.) 

Por fin Dulce, fatigada y sin aliento, más que por el ajetreo físico por la pena que la ahogaba, se detuvo en mitad de las escaleras de San Cristóbal, y mirándole bajar, se cuadró y le dijo con voz fuerte:

-Permita Dios que la encuentres muerta. No; es poco. Permita Dios que te la pegue con un sotana.




VIII

Retirose con el corazón oprimido, necesitando preguntar a los transeúntes para desenredar la madeja de calles hasta Zocodover. Su carácter sufrido y dulce, aún en las mayores adversidades, impedíale alborotar en medio de la calle, y tragándose su amargura y bebiéndose las lágrimas, llegó a la posada, y no quiso tomar alimento.

Por la noche otro rebumbio, porque se pareció por allí Fausto, que en compañía de su amigo el litógrafo vivía, y pidió dinero a su padre y como éste no se   —140→   mostrara propicio a dárselo, embistió a su hermana, sabedor de la visita nocturna de Ángel, y presumiendo que éste habría provisto el portamonedas de su amiga, en lo cual no se equivocaba. Pero aconteció que Dulce tampoco quiso atender a las necesidades del calculista lotérico, y de estas negativas resultó un ruidoso tumulto. Doña Catalina, amagada de un nuevo ataque, echó la culpa de todo al tuno de don Duarte, y los primos Blas y Vicenta tuvieron que intervenir, cogiendo al matemático por un brazo y plantándole en la puerta. Dulce no cesaba de llorar y su tristeza y desesperación no habrían tenido fin, si don Pito no hubiera tomado a su cargo el consolarla, sugiriéndole la feliz idea de ahogar las penas de entrambos en la sabrosa onda de un gin-cock-tail. A las altas horas de la noche hicieron el ponche, sin que nadie se enterase, y Dulce se administró con fe aquel bálsamo de consuelo y olvido.

-Al siguiente día, repitiose la persecución, pero sin resultado, pues en casa de Ángel dijéronle que éste se había ido al Cigarral, lo que Dulce interpretó como una fuga. Volvió a la posada con un peso sobre su corazón que no la dejaba respirar, y de manos a boca se encontró con el primo Casiano, que en aquel momento llegaba en el coche de Bargas. Saludola con respeto, encantado de la finura, donaire y buen ver de la madrileña, y doña Catalina no cabía en su pellejo de puro satisfecha, ilusionada por el espejismo de un buen arreglo de familia. Era Casiano un hombrachón apuesto, de treinta y cinco años, viudo sin hijos, propietario de tierras, traficante en ganado y semillas, y empresario de transportes, pues suyos eran los coches   —141→   de Bargas y Cabañas; rico, para lo que son las riquezas de pueblo, sencillote y de un carácter rústicamente hidalgo, con más vehemencia que malicia; agudo en las artes del comercio, como en las del amor; la cara torera, toda afeitada y muy española en sus líneas y en el resplandor de los ojos; afable sin floreos de lenguaje; tosco y de ley, respirando salud, hombría de bien y limpieza de corazón. Vestía elegantísimo traje de pana rayada negra, pantalón corto, polainas de cuero, sombrero de velludo, o livianillo de castor, según los casos, y para el viaje gorra de piel, de plata los botones del chaleco, y del propio metal la leontina del reloj, con cadenillas y gruesos pasadores; nada de cuellos engomados; el pescuezo al aire, robusto, musculoso y tostado del sol; capa ordinaria de paño de Béjar, bien ribeteada y con embozos de felpa obscura.

Minutos después de la llegada de Casiano, bajó del coche de Cabañas un clérigo que debía de ser popular en el mesón, pues lo mismo fue verle que acudir todos a rodearle y hacerle mil agasajos con discorde vocerío: ¡D. Juan, vivaa...! ya le tenemos aquí otra vez. ¿Qué tal?

El D. Juan (de apellido Casado) vestía balandrán de aguadera, tornasolado por el constante servicio a la intemperie, y llevaba la teja sujeta con una cinta debajo de la barba. Su paraguas habría cobijado con holgura una familia numerosa. Era hombre que llamaba la atención por su fealdad, y su cara parecía obra de cincel, verdadera figura de aldabón tallada inhábilmente en hierro por el modelo de sátiro gentil o de diablillo de capitel plateresco. Pero aquel horror   —142→   de naturaleza se compensaba con un genio alegre y un carácter bondadoso. Pasaba por hombre de no común inteligencia, conocedor de la ciencia del mundo, sin faltarle la de los libros. Había desempeñado la coadyutoria de una o dos parroquias de la ciudad; pero últimamente heredero de magníficas tierras en la Sagra, dedicaba parte de su tiempo a la agricultura, y era clérigo mitad urbano, mitad campestre, siempre con un pie en el altar y otro en el estribo. Con frecuencia iba y venía en los coches de Casiano, de quien era muy amigo y también algo pariente.

Contestaba a las bromas y cuchufletas con gran desenvoltura, echando pestes contra la nieve y el mal tiempo, y Blas le ofreció confortarle con unas magras y un buen jarro de vino, lo que hubo de aceptar de bonísima gana. Mientras él y Casiano almorzaban como lobos, trabose conversación entre el clérigo y los Babeles, y de aquel pasajero contacto nacieron otros, dando lugar por fin, como se verá después, a una cordial amistad.

Casiano era el encanto de doña Catalina, que comprendió muy bien con materno instinto que su niña le había caído en gracia a aquel espejo de los bargueños, y empleaba mil artimañas para que de la simpatía saltara el amor. Poníales frente a frente les enzarzaba en conversaciones fútiles, dejábales solos algunos ratitos para volver presurosa, afectando la cautela de una madre prudente, que no quiere exponer a su hija a largas pláticas con hombre guapo. A Casiano le encarecía con grandes aspavientos la bondad de Dulce, su aptitud para el gobierno de   —143→   la casa, su talento, su honestidad, su repugnancia a los noviazgos, y a ella le ponderaba lo majo que era el primo, lo cumplido, generoso y decente, y por cierto que no decía nada de más.

-Y a propósito, Casiano, ahora vas a sacarnos de una duda. ¿Verdad que es castillo lo que heredé del cura de Olías, mi tío segundo, D. Nicomedes de castro?

-Vaya... castillo es ¡potra! Perteneció, según dicen historias añejas, a los caballeros de Calatrava, y vendido después como bienes nacionales, lo compró el tío para encerrar ganado, y de allí sacaron muchos cargos de piedra los contratistas del ferrocarril de Malpartida. Tiene cuatro torres, de las cuales hay dos con almenas, y las otras se han ido cayendo. Se conserva el muro de Poniente con aspilleras, y unas ventanejas como las de la Puerta del Sol, cosa polida, que dicen es obra de los mismos mozárabes.

-¿Lo ves, lo ves, tonta, incrédula? -gritó doña Catalina saltando de gozo-. ¿Ves cómo es castillo por los cuatro costados? Veremos lo que dice ahora Simón. Oye, Casiano: ¿y no podría restaurarse ese magnífico monumento?

-¡Como resucitarse... sí! Ahí está el de Guadamur, sacado de la sepultura. Pero habrá que tirar millones.

-Quita, hombre, no se necesita tanto. Con ahorrar un poco... Iremos a verlo, cuando nos establezcamos. Nos llevarás en el coche de Cabañas hasta Olías; luego iremos a Bargas en tus mulas, y nos darás alojamiento en tu casa, que fue la mía, ¡ay! la casa en que nací y me crié, donde todo era abundancia;   —144→   ¡qué tiempos! Cada vez que me acuerdo del sinfín de gallinas que allí había, de las echaduras de pollos, de los dos cerdos que criábamos, tan gordos, tan lucios que no podían con las carnes, de los corderitos, del horno de pan, de las eras y de aquellas viñas, que daban un vino como el néctar de los ángeles, se me parte el corazón. Y todo eso es tuyo. Casiano, y además tienes lo de tu difunta mujer, que es lo de los Tristanes, y la huerta de junto a la Rectoral, y el molino de abajo y qué sé yo. Me alegro mucho de que todo te pertenezca, porque te lo mereces, y ya que yo, por las vueltas del mundo, me quedé in albis, al menos tengo el consuelo de verlo en esas manos, donde mil años dure.

Poco o ningún caso hacía Dulcenombre de esta conversación. El instinto de hacerse agradable, obrando en ella como en toda mujer, mantúvola frente a Casiano en actitud cortés, afectuosa, como de pariente a pariente. Comprendía que el guapo bargueño era un alma de Dios, y le tenía cierta lástima por el error en que estaba con respecto a ella; pero sus sentimientos no pasaban de aquí, y si el primo no le repugnaba, tampoco había despertado el menor interés en su corazón. Verdad que era aún muy pronto, como decía la de Alencastre, y debía esperarse a que las ricas uvas maduraran.

A Casiano no le faltaban ocupaciones, porque tenía que entregar una remesa de trigo, hacer varias compras, tomarle las cuentas a dos o tres carromateros, dependientes suyos; pero todo lo apresuraba o lo difería a por subir a platicar con Dulce y su empingorotada mamá, que parecía otra por lo cuerda y sesuda.   —145→   Durante las comidas y cenas, Don Simón se daba con el primo un lustre fenomenal, refiriéndole mil secretos pormenores de su amistad con ministros y personajes, brindando protección a toda la provincia, y preguntando por el estado de las cosechas y de la recaudación, como si tuviera la Hacienda española metida en los bolsillos. En cambio, D. Pito estaba más aburrido y descorazonado que nunca, presa de una nostalgia negra, que le envolvía el alma como niebla espesísima, cerrándole los horizontes. Contrariábale no encontrar a Guerra en su casa, pues éste le fomentaba el vicio, convidándole a todas las copas que quisiera; y enojado de aquella ausencia, se casaba con los Cigarrales y con el perro judío que los inventó.

Una noche, cuando se retiraron los Babeles y Casiano a descansar, D. Pito subió con Dulce al cuarto de ésta, y como la notara triste y suspirona, hízole el dúo, lamentándose de su suerte, renegando de la vida, y llegando hasta la hipérbole pesimista de que retirarse al Tajo, idea que la joven oyó expresar sin alarma, pues también en su cabeza chispeaban ideas semejantes. Sin saber lo que hacía, D. Pito le habló de Ángel con calorosos encarecimientos, ponderando su compasiva bondad y su tolerancia sin límites. Después habló pestes del primo bargueño, diciendo que era un salvaje que olía a cuadra, y que parecía figurón de comedia. Las murrias de Dulce se acrecieron con estas cosas, y toda la nostalgia y cerrazón de su tío se le comunicaron. Él no podía vivir sin ver la mar salada, la otra sin ver el cielo del amor. Ambos gemían bajo el peso de una gran aflicción, y no se   —146→   sabe a qué extremos habrían llegado, si a D. Pito no se le ocurriera prescribir nuevamente la eficaz panacea del olvido. Felizmente, Dulce tenía dinero: las proposiciones del viejo pareciéronle aceptables, y se encariñó grandemente con la idea de olvidar. Diez minutos tardó el capitán en traer de la tienda el específico, que no era otro que coñac fine champagne de las tres estrellas, y aunque a Dulce le parecía demasiado picón, ayudó a su tío a consumirlo, enfilándose algunos tragos, mientras él se atizaba copas enteras.

A eso de las diez, la pobre Babel rompió a reír a carcajadas, y doña Catalina, que tabique por medio dormía, se alarmó y fue corriendo en su auxilio, temiendo que se hubiese vuelto loca. No acertó a comprender lo que aquello significaba; pero los restos del brebaje y el ver a D. Pito hecho un talego a los pies del camastro, fueron luz de su ignorancia. Nada respondió Dulce a las exhortaciones de la ilustre señora, porque después de las carcajadas cayó en un sopor profundísimo, del cual no salía ni aunque le aplicaran carbones encendidos. Mala noche pasó la de Alencastre, y su gran apuro fue por la mañana, pues continuando la niña en el mismo estado de trastorno, había peligro de que el primo se enterase. ¡Ay, Dios mío, sólo pensarlo era para volverse loca! Por fin, allá pudo tapar el fregado aquel con cuatro mentiras muy bien hilvanadas. Su hijita se había atufado, porque el demonio del marino metió en el cuarto un brasero sin pasar... y naturalmente... ¡No era mal brasero...! A don Simón dio cuenta la noble dama de lo que había visto y olido, conviniendo ambos en que el causante   —147→   de tales horrores era D. Pito, y haciendo propósito de despedirle de su compañía para que no volviera a magnetizar a la pobre muchacha inocente.

Los primos Blas y Vicenta, aunque no decían nada, íbanse cansando de la pesada carga babélica que se habían echado encima, y aunque vagamente, daban a entender que les sería grato soltarla. «Estamos abusando de la bondad de esta pobre gente -decía Simón a su esposa-; y es preciso que nos larguemos pronto de aquí. Si no quieren cobrarnos, habrá que hacerles un regalito, por ejemplo, un corte de pantalón a Blas, y a Vicenta un pañuelo, peineta o cualquier chuchería.

-Quita, hombre. Cuando nos retratemos, se les darán nuestras fotografías con dedicatoria. No estamos ahora para obsequiar con nada que cueste dinero. Y en último caso, espera a que te regalen a ti, pues los tenderos algo te han de dar porque no les marees. Milagro es que no haya empezado ya el jubileo de la caja de pasas, el barrilito de aceitunas o la media docena de botellas de Jerez. Y los de telas tampoco han de ser tan puercos que dejen de mandarme algún trapillo de moda, pues tú no has de echarles multas, ni apurarles, ni...

Por fin, con ayuda de D. Juan Casado, que gallardamente se puso a sus órdenes, encontraron los Babeles casa de su gusto y por poco precio, allá en la subida del Alcázar, y llegados de Madrid los muebles juntamente con Arístides, se instalaron, dejando el bullicio y estrechez de la posada de la Sillería, con no poco gusto de los dueños de ella y de sus habituales parroquianos. Doña Catalina y su marido, recelosos   —148→   de la influencia de D. Pito sobre Dulce, y temiendo que ésta incurriera en nuevas fragilidades si el incorregible borrachín no se marchaba con sus botellas a otra parte, acordaron no admitirle en la nueva casa; más no era cosa de dejarle en medio del arroyo. El desvanecido inspector propuso expedirle para Madrid en gran velocidad y con billete de tercera (por no haberlo de cuarta). «Lo hacemos por tu bien, querido Pito -díjole su cuñada-. Aquí estás aburrido. Toledo no te peta. En Madrid tienes más distracción, más campo donde pasearte, y además tienes a tu hijo Naturaleza, que se ha colocado a la parte en la confitería de Andana, y según me ha dicho Arístides, está ganando montones de dinero».

-Sí, mejor estás allí -agregó su hermano-, por que Madrid parece puerto de mar por su animación, y aquel ir y venir de carros, y las mangas de riego... Luego los establecimientos de bebida son magníficos... no como aquí, que parecen mazmorras... Con que márchate, y dale memorias a Naturaleza y al amigo Bailón, y siempre que quieras, ya sabes donde estamos.

Cogió el dinero D. Pito, sin comentar con frase ni palabra ni monosílabo aquella cruel despedida, y salió con toda la arrogancia que su cojera le permitía, encaminándose a Zocodover para tomar allí el coche que baja a la estación. Mas no queriendo emprender viaje tan fastidioso en tiempo frío y con cariz de nieve, buscó en el dédalo de las calles toledanas algún rinconcito donde proveerse de combustible para las tres horas mortales desde Toledo a Madrid.