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ArribaAbajo- III -

La vuelta del hijo pródigo



I

Sin quitar ni poner nada, contó a Guerra su amante lo que había visto y oído aquella noche en la cueva de los Babeles, y si algunas cosas, de puro carácter sainetesco, les movieron a risa, en general la situación de la familia sin ventura despertaba en ambos compasión muy viva. Dulce se angustió considerando que el problema vital se presentaba en aquella casa con peor cariz cada día, y Guerra habló de los peligros que podía correr su seguridad personal, si alguno de los Babeles daba en la tecla de denunciarle, y aunque Dulce porfiaba que su padre y hermanos no le venderían nunca, él no las tenía todas consigo. «De D. Pito no temo nada. De tu padre estoy menos seguro, y en tu hermano Arístides no tengo maldita confianza. Esa miseria desesperada y rabiosa, esa limpieza de bolsillos, esa falta de ropa en persona acostumbrada a vestir bien y a darse buena vida, son muy de temer. En tales condiciones, un hombre de su temperamento y de sus hábitos me asusta como un animal venenoso. Luego, no puedes figurarte entre qué clase de gentes anda, lo más perdido y desastrado del mundo. ¿Crees tú que se pasa las noches conspirando y que le desvela la política? ¡Quiá! Nosotros, los que anduvimos en las correrías   —81→   del mes pasado, no le hemos visto por parte alguna, ni sabemos que se haya comprometido en nada. ¿Sabes dónde está en este momento? En un garito que hay en la escalerilla de la Plaza Mayor, junto al café de Gallo. Allí le tienes de punto fijo, viéndolas venir. En cuanto a tu ilustre papá, ya sabes que con todo ese republicanismo de cháchara y la farsa de cartearse con D. Manuel, se pasaba las mañanas adulando a don Basilio Andrés de la Caña, ese que está en Hacienda, para que le vuelvan a nombrar inspector del Timbre... Y por si no cuaja, marea también a Juan Pablo Rubín, el de Gobernación, para sacarle una placita de la ronda secreta.

En los días que siguieron a la mencionada visita a los Babeles, los recursos pecuniarios de la pareja ilegal fueron mermando hasta ponerla en situación dificilísima. Dulce, como antes se ha dicho, hacía milagros de administración, y nadie sabe el partido que sacaba de una peseta. Si Guerra hubiera tenido fe y hábitos religiosos, habría dado gracias a Dios por el hallazgo de aquella mujer incomparable, tan bien cortada para la adversidad, que no sólo parecía resignada, sino satisfecha con la pobreza, y daba siempre una acentuación humorística a sus cálculos para estirar el dinero o para aprovechar los víveres, como los aprovecharían los náufragos refugiados en una balsa en medio de las olas, esperando ver pasar un buque. Su temple era siempre el mismo, y su natural bondad y dulzura mayores quizás en aquella vida de prueba.

Pero llegó un día, ya muy entrado Octubre, en que vio Ángel la necesidad imperiosa de salir de su   —82→   guarida en busca de recursos. Ya no podía dilatar más tiempo el trámite imprescindible de acudir a su madre. Temblaba de pensarlo. ¿Cómo le recibiría? De fijo muy mal. El carácter inflexible y los modos autoritarios de la buena señora presentábanse en su viva imaginación con caracteres aterradores. Una noche decidiose a salir, no con ánimo de entrar en su casa, sino de rondarla, imaginándose que de este modo se familiarizaría con la idea terrible de hacer frente al tirano que la habitaba. Disfrazose lo mejor que pudo, y como las noches empezaban a refrescar, pudo echarse la capa para ocultar el brazo que llevaba en cabestrillo; encasquetose una gorra de pelo y a la calle. Era la primera vez que salía después de la famosa noche del 19 de Septiembre, y todo le parecía extraño, los escaparates, los tranvías, las personas, hasta los perros.

No tardó en llegar a su barrio natal, que es aquel olvidado rincón de Madrid comprendido entre la plaza de las Descalzas, la costanilla de los Ángeles, las calles de la Flora y de Preciados. Pasó por su casa, situada más arriba de la plazuela de Trujillos, con vuelta a una de las estrechas y solitarias calles que parecen prestadas por la parroquia de San Pedro a la de San Ginés. La urbanización novísima las envuelve sin penetrar en ellas, y la soledad y paz de aquella isla apenas son turbadas por el rumor de las corrientes que pasan lamiéndola por un lado y otro. La casa de Guerra es de fines del siglo XVII, restaurada, de un carácter arquitectónico muy madrileño, toda de ladrillo, menos la holgada puerta rectangular, de jambas almohadilladas y dovelas enormes; los balcones   —83→   de hierro sostenidos por palomillas del propio metal, retorcido y moldeado. La restauración moderna de este edificio concuerda en carácter pintoresco con su severa fábrica antigua. Los paramentos altos hállanse pintados de rojo imitando ladrillo descubierto, y en las ventanas y machones se ha simulado también con pintura bastante hábil un almohadillado de piedra semejante al de la puerta. El piso bajo imita sillares berroqueños, y sus huecos hállanse defendidos por colosales rejas. Este tipo de fachada, tan común en el Madrid antiguo, no carece de elegancia y grandeza, y aun con su deleznable pintura, decora y urbaniza mejor que esas antipáticas fachadas modernas de labrada escayola, todas afectación, petulancia y fragilidad.

Después de pasar varias veces por delante del portal sin ver a nadie, observó Guerra atentamente los balcones de las dos fachadas, por si algo se descubría en alguno, de donde pudiera colegirse lo que dentro pasaba. Ni en el cuarto de la señora, ni en el de Leré se veía luz. Todo cerrado a piedra y barro. Ningún indicio, ningún dato, ninguna claridad. Sólo en uno, de los balcones vio colgada ropa blanca, que debía de ser de la niña. Verificada esta inspección, empleó largo tiempo en recorrer las inmediatas calles de la Sartén, las Conchas, las Veneras, la Ternera. Érale tan familiar aquel trozo de Madrid como el interior de su propia casa, y conocía de vista y de trato a casi todos los vecinos de las tiendas y prenderías. En la puerta de la taberna de las Conchas estaba el tabernero hablando con la dueña de la pollería, y ninguno de los dos le conoció; tan bien disimulaba su   —84→   persona con la peluda gorra hasta las orejas y el embozo de la capa hasta los ojos. Iba y venía, y a nadie llamaba la atención aquel rondador nocturno, pues es cosa corriente encontrar en cada esquina de Madrid algún entapujado de tal catadura, el cual suele ser Tenorio de menor cuantía, que ojea doncellas de servir o Maritornes inservibles.

No decidiéndose a entrar, Ángel acechaba al criado aquel; que dio noticias a Dulce pocos días antes, y se admiraba de que habiendo vigilado tan cuidadosamente las calles que a su casa conducían, no hubiera tropezado ya con aquel demonio de Lucas. Imposible que en tanto tiempo dejase de salir con alguna comisión o recado. Era además hombre muy callejero per se, y en cuanto concluía los quehaceres más perentorios, bajaba a tomar el fresco y a charlar con las lecheras de la esquina de enfrente. ¿Qué diantres le pasaba aquella noche, para contravenir sus hábitos de toda la vida? Esto pensó Guerra, metiéndose y sacándose por las calles, y fatigado ya de tantas vueltas y remolinos. Por fin, cuando no se acordaba ya del criado, al desembocar de la calle de la Sartén... paf, ¡Luquitas! Este no le conoció. Fuese tras él su amo y le agarró por el pescuezo.

-¡Ay, Dios mío, el señorito aquí!... Le creíamos en Francia o qué sé yo dónde... ¡Ni siquiera escribir para dar noticias de si vivía o moría!... ¿Qué hace que no entra corriendo a ver a la señora, que está...?

-¿Cómo está mi madre?

-Muy mala; pero muy mala. Mañana, junta de médicos. Vengo de llevarles los avisos de parte del señor don Alejandro Miquis.

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-No me engañes, Lucas. Me cuentas eso, para que entre... Mira que te pego sino me dices la verdad. Mi madre no está tan mala como dices.

Con estas palabras artificiosas quería Guerra envalentonarse, y pasar hacia abajo el nudo que se le había puesto en la garganta y que no le dejaba respirar.

-Entre y véala... Pero qué, ¿será capaz de no entrar? ¡Valiente disgusto le ha dado a la señora! ¡Qué días y qué noches está pasando la pobrecita!... con aquel ahogo que le corta la respiración, y aquellos letargos que le dan... Lo que hay es que como tiene tanto coraje y tanto tesón doña Sales, si no fuera por lo que se desmejora, no se le conocería la procesión que le anda por dentro.

A Guerra sí que le andaba por dentro procesión de las más lúgubres, al oír tales cosas.

-Dices que... ¿junta de médicos?

-Sí, señor; y ha venido de Toledo el señor canónigo Pintado a administrarla.

-¿Y qué más, hombre? ¿Qué más noticias malas tienes que darme? Te estrangulo si me engañas... Di otra cosa. ¿Y mi hija?

-La niña tuvo un resfriado; pero ya está bien, gracias a Dios. Pregunta cuándo viene de Francia su papá, y a todos nos vuelve locos con sus monerías y con lo mucho que sabe.

-Otra cosa. ¿Quién está ahora en casa?

-Cuando yo salí no había nadie más que D. Braulio, que desde que la señora se agravó, duerme aquí todas las noches. Estuvieron las señoras de Santa Cruz, de Medina y la marquesa de Taramundi. El   —86→   canónigo don León vive también en casa; pero por las noches, después de comer, suele ir a la tertulia de los señores de Bringas. No vuelve hasta las once dadas. Pero, en fin, ¿entra el señorito o no entra?

Guerra dio algunos pasos hacia el portal con resolución firme; después otros tantos en dirección contraria; se detuvo, volvió a ponerse en movimiento. Su mismo propósito de entrar impulsábale a ponerse lejos, como si la puerta de su vivienda fuese un trampolín, y necesitara tomar carrera para saltarlo.




II

-Ya ves, Lucas, mi situación es muy desagradable. Ausente tanto tiempo... mamá enferma... Entraré, ¿pues no he de entrar? Pero necesito preparar el ánimo... pensar las disculpas que debo darle... En fin, déjame aquí, vuelve tú a casa, y si está allí Braulio dile... No, no le digas nada. Entraré sólo... Y mamá, ¿duerme ahora? Descansará tal vez, y no conviene que me vea hasta mañana. Pero si está despierta, bueno sería que Braulio la preparase, diciéndole que ando por Francia, que he escrito, que me he puesto en camino al saber la enfermedad, que deseo me perdone... que llegaré por momentos...

Comprendiendo Lucas la penosa incertidumbre del hijo de su ama, discurrió que para capturarle convenía la intervención de persona más autorizada, y obrando con la presteza que el caso exigía, se internó en la casa. No habían transcurrido diez minutos cuando apareció de nuevo, acompañado de un señor   —87→   obeso, el cual precipitadamente se abalanzó hacia Guerra, y abrazándole le dijo:

-¡Ángel, gracias a Dios!... ¡Qué alegría tan grande!

Y sin darle tiempo a responder ni a decir nada, le empujó hacia la puerta. Como Guerra se desembozase en aquel momento, el gordo notó que tenía un brazo en cabestrillo. «¿Qué es eso, hijo? Poca cosa, sin duda. ¡Ay, qué alegrón, pero qué alegrón!... ¡Y doña Sales que había perdido la esperanza de volverte a ver...!»

Cogiéndole de la mano sana y estrechándosela con cariño, le llevó por el portal adentro, sin que el otro hiciera resistencia. Los porteros, viejo y vieja, que desde el año 53 vivían dentro del garitón situado a la derecha, conforme entramos, salieron presurosos a ver la captura del señorito de la casa, pero sin atreverse a expresar con un solo gesto su satisfacción. El portal es bastante ancho, con suelo de empedrado fino: en el fondo, dos arcos de fábrica revocada dan ingreso a la escalera, de peldaños de pino reforzados en la huella con flejes de hierro. De abigarrados azulejos es el zócalo, y el barandal de hierro pintado de verde obscuro. Cuelga del alto techo un inmenso farol prismático y sin ningún adorno, especie de cajón de cristales, dentro del cual colea en forma de media luna la llama del gas. Más arriba, en el rellano del principal, hay otra luz, próxima a la puerta de cuarterones, por donde se entra en la habitación de los Guerras. Al penetrar en el portal y subir a la escalera, la opresión que Ángel en su pecho sentía se disipó de súbito, dejando espacio a una impresión de descanso y alivio. La casa en que había nacido,   —88→   aquellas nobles paredes, con las cuales su niñez y su juventud parecían formar un todo indivisible, le habló ese tiernísimo lenguaje con que lo inanimado nos dice todo lo que sabe y puede decirnos. Una sirvienta anciana, que aguardaba en la puerta, echó sobre el hijo pródigo una mirada de tierna reconvención que le hizo bajar los ojos. Como Braulio entraba de puntillas, Guerra procuró no hacer ruido. Ambos se metieron en un despachillo próximo al recibimiento.

-La señora no duerme -dijo Braulio-; pero está descansando ahora de su ahogo, y una fuerte impresión le haría muchísimo daño. Verás a la niña si no se ha dormido aún. Pero quítate esa gorra, por Dios, que el pobre Ángel se asustará de verte en semejante facha. Hace mucho calor aquí, ¿verdad?

Aquel Braulio, administrador de los cuantiosos bienes de doña Sales, representaba cuarenta y cinco años; era grueso y rubicundo, usaba gafas de oro, y sus mejillas parecían dos rosas frescas, bañadas de rocío, porque en toda ocasión le veríais sudando y sofocadísimo, cual si volviera de una larga carrera; hombre, en fin, que siempre tenía calor de sobra, como estufa encendida al rojo, y que en invierno vestía de riguroso verano. Y no obstante la riqueza de su sangre, que parecía rezumársele por la piel, y encendérsele en llamaradas en los mofletes, su temperamento era frigidísimo y su carácter enteramente contrario a la prontitud y a la irascibilidad. Todo aquel lujo sanguíneo y aquella opulencia muscular servían de continente a la calma, a la paciencia, a la minuciosidad laboriosa y al método rutinario. Abanicándose   —89→   con su hongo, dijo al recién venido estas cariñosas palabras: «Doña Sales te perdonará; ten por seguro que te perdonar».

Como Ángel se levantara para salir del despacho, Braulio le detuvo diciéndole:«No te muevas, no hagas el más ligero ruido, que la enferma es capaz de oír el vuelo de una mosca. Conviene no turbar su descanso».

Llegose a Guerra en aquel instante la criada anciana que le había recibido en la puerta, y oprimiéndole la cabeza, le besó en la frente, diciendo en voz muy queda:«Al fin el Señor nos ha tenido lástima y te ha echado para acá».

La buena sirviente tuteaba al señorito, a quien había visto nacer. Él no le contestó nada. Su emoción no se lo permitía.

Secreteando, la vieja habló de este modo:«Ahora parece que está como traspuesta. Ha cerrado los ojos; pero no me fío, no, y sospecho que se hace la dormida para escuchar mejor. Hasta mañana no conviene que la veas, Angelín de mi alma, y antes habrá que prepararla».

A esto asintió Guerra, y luego manifestó deseos de ver a su hija; pero la niña dormía en la alcoba inmediata a la de la señora, y no era prudente penetrar en ella.

En esto apareció la que llamaban Leré, quien ya sabía la vuelta del hijo pródigo, y le saludó desde el pasillo, sonriendo y llevándose el dedo a la boca, con lo cual, al mismo tiempo que expresaba la felicitación por la llegada, ordenaba silencio absoluto. Por indicaciones de la misma Leré, hechas también a   —90→   usanza de sordomudos, Braulio y Ángel pasaron al comedor andando de puntillas, y allí pudieron expresarse con más libertad, pero siempre moderando la voz.

Íbase Guerra adaptando a su nueva situación; disipábanse su temor y vergüenza, y la casa natal le sonreía con amoroso agasajo. En el comedor no se habían alzado aún los manteles, y por la disposición de los cubiertos, así como por los esparcidos residuos de postres, se echaba de ver que habían comido allí cuatro personas. Intacto permanecía el puesto de doña Sales. El que ocupó su hijo durante tantos años, revelaba haber pertenecido aquella noche a la considerable personalidad del canónigo de Toledo. Guerra lo conocía, y se hubiera atrevido a jurarlo.

Entró Leré en el comedor, y después de reñir suavemente a Lucas y a una de las criadas, por no haber levantado los manteles, se llegó al señorito para preguntarle por aquel desperfecto del brazo. Contestole Ángel que no era nada, y con la mano sana dio un puñetazo en la mesa, diciendo:«¡Vaya que estar en mi casa y no poder ver a mi hija!»...

-Quien se ha pasado un mes sin verla -dijo Leré entre severa y bromista-, bien sabrá esperar una noche. La señora no puede conciliar el sueño, y al menor rebullicio se altera y le entra la congoja. Tenemos a Ción en el cuarto próximo. La puerta abierta. Sólo con que yo la cerrara, ya tendría la señora para calentarse la cabeza toda la noche. Pues digo, ¡si llega a sospechar que usted ha venido...! Dios mío, impresión tan fuerte, en su estado delicadísimo, podría perjudicarla... No, no; vayamos con tiento... Ahora cuando   —91→   yo entre, si está despabilada, como es de creer, le diré: «Señora, noticias del perdido... A don Braulio le han dicho que le vieron en París la semana pasada». Y mañana se le dirá que hay telegrama... En fin, yo me entiendo.

Con estas cosas se arreciaba el tumulto que Guerra sentía en su conciencia. Al propio tiempo, le mareaban los ojos de Leré, acerca de los cuales conviene dar una explicación.




III

Ante todo, la joven aquella, cuya edad no pasaría de veinte años, soltera y natural de Toledo, había entrado en la casa con el carácter de institutriz o aya de la niña de Ángel, y tales aptitudes y cualidades reveló al poco tiempo de estar allí, que sus funciones se fueron multiplicando, y doña Sales le tomó vivísimo afecto, concediéndole su confianza en unión de Basilisa, la criada veterana; pero como más inteligente que ésta, tenía Leré atribuciones de mayor importancia en el gobierno doméstico. En aquellos días oficiaba también de enfermera, sin olvidar sus demás quehaceres, ni el cuidado engorroso de la chiquilla. En la casa la querían todos, altos y bajos, y su autoridad no fue nunca molesta, por el tacto singularísimo que siempre tuvo para imponerla dulcemente y sin humillación de nadie. Su actividad era tal, que no se concebía hiciese tantas cosas y desempeñara funciones tan distintas con un solo cuerpo. Iba y venía de estancia en estancia, ligera, sin que se le sintieran los pasos, y la servidumbre inferior se acostumbró   —92→   pronto a no verse nunca libre de su incansable vigilancia.

Comprometido se vería el definidor de bellezas a quien mandaron poner a Leré en el grupo de las feas o en el de las bonitas, porque era su cara de las más enigmáticas que pueden verse, ininteligible o expresiva por todo extremo, según por donde se empezara a deletrearla. El blanco marmóreo de su tez contrastaba con lo negro de su pelo y de sus cejas, las cuales parecían dos tiritas de terciopelo pegadas en la piel. Mal figurada la nariz y no muy correcta la boca, blancos y desiguales los dientes, resultaba un conjunto dudoso, de esos que deben entregarse al personalismo estético y al capricho de los hombres. Además, sus ojos verdosos con radiaciones doradas hallábanse afectados de una movilidad constitutiva, de una oscilación en sentido horizontal, que la asemejaba a esos muñecos de reloj, que al compás del escape mueven las pupilas de derecha a izquierda. Cuentan que la causa de tal afección nerviosa fue que, hallándose su madre embarazada, tuvo un gran susto y la criatura salió con aquella vibración de los nervios ópticos, que científicamente se denomina nistagmus rotatorio. Como si esto no fuera bastante, contrajo, ya grandecita, el tic o maña de pestañear incesantemente, más a prisa cuando redoblaba su actividad en cualquier asunto, o cuando por diferentes motivos se excitaba; y de la oscilación horizontal de sus pupilas, junta con aquel abre y cierra de las pestañas largas y negras, resultaba un cruzamiento y enredijo tal de destellos y sombras, que, al hablar con ella, no se le podía mirar atentamente sin marearse. A veces ocurría el fenómeno   —93→   extrañísimo de que, por efecto de un contagio nervioso, el interlocutor de la muchacha, si era la conversación algo viva, a poco que se fijase en los ojos de ella empezaba a tartamudear. Hasta que no se iban acostumbrando al cabrilleo de los ojos de Leré, las personas que con ella vivían pasaban muy malos ratos. De cuerpo era bastante esbelta, de mediana talla, el seno más abultado que lo que a su edad correspondía, la cintura delgada y flexible, el andar más que ligero volador, las manos listas y duras de tanto trabajar.

-Sí, prepárala gradualmente -le dijo Guerra-. Hazlo tú como te parezca mejor, y Braulio ayudará. ¿Está muy incómoda conmigo? Yo reconozco que no faltan motivos; pero también habrá algo que me disculpe... Mira Leré, hazme el favor de no pestañear tan vivo, que me mareas. Había ya perdido la costumbre de ver tus ojos, y créeme que es como si estuviese viendo el reflejo del sol en el agua movible.

Leré se echó a reír, y mirándole sin pestañear, abría mucho los ojos, cuyo movimiento oscilatorio no cesaba, porque era superior a su voluntad.

-¿Y no podrías -añadió Ángel- corregirte ese bailoteo de los ojos? Francamente, temo mucho que se le pegue a mi Ción...

-No se le pegará... Esto lo tengo porque mi madre...

-Sí, sí, ya sé la historia... Hablemos de otra cosa. ¿Y dices que mamá no duerme esta noche?

-Si acaso, algunos ratos, muy breves. No puede acostarse, y la tenemos en el sillón, derecho el cuerpo entre almohadas. Ayer estuvo tan bien que nos dio   —94→   esperanzas pero esta tarde ¡ay, qué tarde! Creíamos que se ahogaba.

-El médico -apuntó Braulio, considerando que debía decir a Guerra toda la verdad-, se muestra muy reservado, y teme mucho que las impresiones morales influyan de un modo funesto.

-Me oprimís el corazón con vuestro pesimismo -dijo Ángel dominando su inquietud-. Mamá tuvo siempre una salud vigorosa. Si me dais a entender que los disgustos que yo le doy han podido, para destruirla, más que su naturaleza para defenderla; no tendré consuelo, y si ocurre una desgracia... No, no me digáis que mamá se muere. No, no me digáis eso: sed indulgentes. Mi maldad no es maldad, es fanatismo, enfermedad del espíritu que ciega el entendimiento y dispara la voluntad. Mi madre y yo pensamos y hemos pensado siempre de distinta manera. No es culpa mía... Cierto, ya sé lo que me vais a decir, cierto que yo debí, ya que no subordinar mi pensamiento al suyo, por lo menos contemporizar, disimulando... Pero no supe, no pude hacerlo, ni puedo. Mi fanatismo ha sido más fuerte que yo, y dado el primer paso, los acontecimientos me han llevado más lejos de lo que creí... Nada, nada, confiésame tú, Braulio, y tú también, Leré, que mis faltas no son de las que deshonran. Llamadlas, si os parece bien, imprudencia temeraria, desvanecimiento, exaltación política, tontería si queréis; pero no me digáis que soy un hombre de quien se debe huir como de un apestado. Eso no, eso no.

Leré contestaba suspirando, y en cuanto oyó la exculpación del hijo pródigo, se fue del comedor, llamada   —95→   por sus quehaceres. Braulio, al quedarse solo con Ángel, le dijo en voz confidencial: «Mira, hijo, lo que más disgustó a tu mamá fue... Quizás sea mentira; pero me consta que se lo dijeron. Aquí no lo hemos inventado... Pues alguien le dijo que fuiste tú de los que mataron a ese pobre coronel conde de...

-¡Yo!... ¿quién ha dicho eso? Bah, bah.  (Turbándose visiblemente.)  Pues aunque lo fuera, quiero decir, aunque, por una fatalidad de pura táctica, de pura posición polémica ¿me entiendes? quiero decir, suponiendo que el deber, un punto de honor... relativo me hubieran llevado a tomar parte en aquella escaramuza... ¿qué responsabilidad moral tendría yo? Porque hay que considerar estas desgracias como accidentes de una acción militar... Concedo que tratándose de guerra civil, de lucha política, el caso no es glorioso que digamos..., pero es guerra ¿sí o no?, pues en toda guerra ocurren desastres y matanzas. No se pueden evitar... cae a veces lo mejorcito... no se repara... hay que matar para que no le maten a uno; hay que cerrar el paso a todo el que intente auxiliar al enemigo... Porque, fíjate bien, si dejamos que el enemigo se rehaga, estamos perdidos. Admitida la necesidad de la lucha, o partiendo del hecho fatal de la lucha... como tú quieras... tienes que concederme que las desgracias parciales son inevitables. De modo que... yo... ni sé quién cayó ni sé quién quedó en pie... Y francamente, Braulio...

No se mostraba éste muy atento a las excusas que con desordenado juicio daba el hijo de doña Sales, y con más ganas de dormir que de charlar, buscaba postura cómoda en dos sillas, abanicándose con La Correspondencia.   —96→   Había pasado varias noches en claro, y su resistencia comenzaba a flaquear. Como el otro continuara defendiéndose, Braulio quiso llevar la cuestión a un terreno donde le fuera más fácil entrar en polémica.

-Has de saber que otro de los motivos del enojo de tu mamá es tu obstinación en vivir con esa chica de Babel, que es... lo que todos sabemos, y su familia un atajo de ladrones y tramposos. ¿Y esto no es deshonra, querido? y este escándalo ¿tiene alguna disculpa? ¿Te parece propio de una persona de tu posición y de tu nombre vivir de esa manera? ¡Y con qué apunte! Porque si al menos te hubieras echado una mujer de antecedentes regulares, nada más que regulares... Ángel, Ángel, lo primero que tienes que hacer cuando veas a tu mamá, y quiera Dios que puedas verla y hablarle, es manifestarte decidido a romper esas relaciones indignas... Mejor aún, anúnciale que ya las has roto, y esto será la mejor medicina para la pobre señora.

Tan agitado se puso Guerra, que no supo por dónde romper, y la ira y la compasión de sí mismo se disputaban su alma.

-Esa pobre Dulce... -dijo al fin-. Nadie la comprende más que yo. ¿Y cómo convencer a los demás de que esto que parece error no lo es? ¡Fuerte cosa que no pueda uno vivir con sus propios sentimientos, sino con los prestados, con los que quiere imponernos esta imbécil burguesía, entrometida y expedientera, que todo lo quiere gobernar, el Estado y la familia, la colectividad y las personas, y con su tutela insoportable no nos deja ni respirar... No culpo a mi madre,   —97→   ¡pobrecita! por su intransigencia en este asunto, como en el otro; culpo al antipático medio social en que ha vivido, y a la tiranía de la clase, a la cual no ha podido ella sustraerse.

Braulio, a quien hacía falta un tema de conversación que le sirviera de excitante contra el sueño, apoderase gustoso de aquel, haciendo con los tópicos del sentido burgués, que fácilmente manejaba un sinfín de juegos dialécticos, a los que contraponía Guerra el aparato deslumbrador de sus ideas extremosas, cismáticas y anarquistas. Ambos contendieron sin que ninguno de los dos descubriese la falsedad de las ideas del contrario, por lo que la disputa fue un continuo saltar de lo mismo a lo mismo, o una oscilación mareante de derecha a izquierda, como el espasmo de los ojos de Leré.




IV

A eso de las once corrieron voces por la casa de que la señora descansaba, con letargo que parecía más seguro que los de las noches anteriores, y todos se dispusieron a descansar también. Quiso Guerra ocupar su cuarto; pero Leré se la quitó de la cabeza con esta observación: «El cuarto de usted está cerrado de orden de la señora. Yo tengo la llave y puedo abrirlo; pero estoy segura de que haremos un ruido infernal. La cerradura aquella suena como un tiro, y la señora se enterará, y la tendremos toda la noche cavilando y haciéndome preguntas».

Convencido Ángel por esta explicación, no quiso admitir de Braulio la cama que éste ocupaba en una   —98→   pieza próxima al comedor, ni consintió tampoco que le pusieran un catre de tijera en el cuarto de la plancha. Prefirió dormir en un sofá de los varios que en la casa había, mejor dicho, acostarse, pues dormir le sería difícil, por la fuerte excitación de su cerebro. Braulio metiolo en su alcoba, que había escogido como lo más fresco de la casa; Leré y Basilisa se deslizaron como sombras hacia las habitaciones de doña Sales. En aquel momento entró D. León Pintado, que después de cuchichear en el pasillo preguntando por la señora, se coló en su abrigado gabinete, sin enterarse de la vuelta del pródigo. Cerrose la puerta principal; retiráronse los criados, y Ángel se quedó solo, errante y sin lecho en su propia casa. Había dejado encendida la luz del comedor, y desde allí, para distraer el insomnio, hizo varias excursiones por todos los aposentos que estaban abiertos. Calzado con zapatillas que no chillaban, sus pasos eran como los de un ladrón. Conocía tan bien todas las vueltas de su casa y la disposición de los muebles, que andaba de aquí para allí en la penumbra sin tropezar en nada, y lo que sus ojos no podían ver, veíalo y apreciábalo con los del espíritu. Paseaba sus pensamientos de rebeldía y su alborotada conciencia por los mismos sitios en que había correteado de niño, cabalgando en un bastón; reconocía los lugares donde consumó alguna travesura, veinticinco años antes; el rincón donde su mamá le tomaba las lecciones o le daba la azotaina; la estancia donde había pasado la convalecencia del sarampión; y con estas memorias acudían a su mente otras más próximas, dulces y amargas, referentes a la época de sus bodas, del nacimiento   —99→   de Ción, de la muerte de su esposa. La imagen de su madre se le había clavado en el cerebro como una idea fija, foco y raíz de innumerables ideas radiales, y la llevaba consigo en su ambulación nocturna, tan pronto atormentado como consolado por ella.

En una de aquellas excursiones fue a dar al salón de la casa, en el cual apenas veía por dónde andaba, a la escasísima claridad que del mechero del recibimiento venía por un montante; pero su memoria y su imaginación daban luz y cuerpo a todos los objetos. En aquella pared, el retrato de su madre, del tiempo en que se usaba el peinado de cocas, a esta otra parte el de su difunto papá, D. Pedro José Guerra, con una levita de esas que no se ven ya mas que en los sainetes, prenda, además, que el respetable sujeto se puso muy pocas veces en su vida. Todo lo demás que en el salón había, íbalo viendo y reconociendo en la obscuridad, los floreros dentro de fanales, el reloj quieto y mudo, guardado también dentro de una redoma de vidrio, la sillería de damasco color de canario, los dos confidentes de caoba y rejilla, las cortinas y varios adornos de consola, Juana de Arco por un lado, las Parcas por otro. Pasó de allí, casi a tientas, al próximo gabinete, y reconoció con la memoria su propio retrato, pintado quince años antes, cuando sus compañeros de instituto le llamaban Guerrita. «Estoy cargantísimo -decía-, con mi aire de niño aplicado, mis cuellos hasta las orejas y un librito en la mano». Con grandísima cautela anduvo por allí, porque sólo un delgado tabique separaba aquel gabinete de la alcoba de doña Sales; se sentía el penetrante   —100→   olor del éter, y a ratos las voces de Leré y Basilisa, que alentaban y consolaban a la enferma. La voz de ésta también llegó a los oídos de Ángel, débil, oprimida, despedazada, como si en jirones la sacara del pecho. Tan viva pena le produjo aquella voz, que se retiró de allí por no oírla, y vagando otra vez, fue a dar con su cuerpo en el cuarto de costura de doña Sales, donde la señora solía estar todo el día, aposento que más que ningún otro conservaba la impresión del ama de la casa y como su molde personal. Aquella era la sede de su autoridad doméstica, pues allí cosía, hacía media, repasaba la ropa, asistida de sus criadas, allí daba las órdenes a la cocinera, recibía a los chicos del tendero, pagaba las cuentas, y recibía en audiencia a su administrador. No era allí completa la obscuridad, pues por la ventana del corredor de cristales entraba la claridad de la luna llena. Ángel reconoció el sillón de su madre, las enormes cestas de la ropa lavada, el pupitre en que la señora hacía sus apuntes, y en el cual tenía dos o tres cestillos con plata menuda y cuartos, para el gasto ordinario. De aquellos cestucos sacaba las pesetas y medias pesetas que daba a su hijo los domingos por la tarde. Ángel tenía la seguridad de que, buscando bien en los roperos de aquella habitación, se encontrarían restos de su juguetería de antaño, algún caballo sin patas, sus huchas rotas, el cinturón de hacer gimnasia, o vestigios de la imprentilla de mano en que él y sus amigotes habían tirado los números de La Antorcha Escolar, periódico del tamaño de un pliego de papel de cartas, en verso libre y prosa más libre todavía.

Echose en el sillón, que era blando, de gastados   —101→   muelles, pues la señora, hallándose muy cómoda en él, no quiso componerlo nunca, y allí la idea fija tomó tal fuerza en su espíritu y con tal vigor reprodujo su imaginación la persona de la madre ausente, que poco faltó para que sus ojos creyeran verla. Cabalmente, en tal sitio le había echado doña Sales grandes pelucas, de niño y de hombre. Tan bien conocía el genio de la buena señora, su manera de argumentar y los registros que usaba, que su fantasía se lanzó locamente a construir el tremendísimo responso que habría de echarle en cuanto tuviera salud y aliento, y aun antes, pues harto sabia él que la enérgica doña Sales, con sólo un hilo de voz moribunda, era capaz de abroncarle sin miramiento alguno. Como si la estuviera oyendo, sabía Guerra que su madre le hablaría de este modo:

«Yo creí que esta vez tendrías siquiera vergüenza. ¿Cómo te atreves a presentarte delante de mí? Yo no te he llamado; yo me había hecho a la idea de no verte más. ¿Qué buscas, qué esperas? Si sabes cómo piensa tu madre y cuánto abomina de ti, ¿qué quieres de ella? ¡Que te perdone! Perdonado otras veces, has vuelto a tus locuras con más ardor; has obrado villanamente conmigo, haciendo lo que sabes que me desagrada, dejando de hacer lo que sabes es de mi gusto. Yo te he criado con esmero, y he consagrado mi vida a tu felicidad; tú parece que vives para mortificarme y escarnecerme, porque tu conducta es mi sonrojo, y ni una sola vez me hablan de ti que no sea para avergonzarme. ¿Para qué he de hablarte del nombre de tu padre, si ni su nombre ni el mío significan nada para ti? Cuando tus locuras no consistían   —102→   más que en hacer el tonto, barbarizando entre otros tan majaderos como tú, podría tu madre ser indulgente contigo. Pero ahora que has pasado de las palabras a los hechos, y no así como se quiera, sino hechos criminales, perdonarte sería ponerme yo a tu nivel. No; no te arrimes a mí; acepta la responsabilidad de tus actos, y si la policía te coge, y te llevan atado codo con codo a cualquier presidio, no seré yo quien te compadezca. Olvidaré que eres mi hijo; no te reconozco como tal; los sentimientos de madre me los trago, los devoro y nadie verá en mi rostro señales de condescendencia ni debilidad. ¿Has oído? ¿Te has enterado bien?»

Esto lo diría doña Sales con su amenazador empaque, tiesa de cuerpo dentro de la férrea máquina del corsé, que daba a su busto la rigidez estatuaria, seca y altanera de lenguaje, inflexible en su orgullo y en la dignidad de su nombre. Pertenecía la tal señora a la renombrada familia de los Monegros de Toledo, en quien se cifraba, según ella, toda la honradez y respetabilidad del género humano. Sin pretensiones aristocráticas, doña Sales creía representar en su persona esa nobleza secundaria y modesta que ha sido el nervio de la sociedad desde la desamortización y la desvinculación. «Mis abuelos fueron humildes -decía-, mis padres se enriquecieron con el trabajo y los negocios lícitos. Somos personas bien nacidas, cristianas, decentes, y tenemos para vivir, sin haber quitado nada a nadie, sin trampas ni enredos, sin que la maledicencia pueda poner tacha al buen nombre mío ni al de mi marido. No queremos suponer, ni echamos facha; no usamos escudos ni garabatos en   —103→   nuestras tarjetas; somos pueblo hidalgo y acomodado; pagamos religiosamente las contribuciones, y obedecemos a quien manda; nos preciamos de católicos apostólicos romanos, y vivimos en paz con Dios y con el César». Esta profesión de fe salía de la autorizada boca de doña Sales siempre que se le presentaba ocasión de ello, recalcando en la hidalguía sin boato de los Monegros y los Guerras, en que jamás debieron un cuarto a nadie, ni tomaron nada que no fuera suyo, protestando de que en política permanecían siempre en los términos medios, y en los matices más incoloros de la gama. A su marido, el señor don Pedro José Guerra, le dominó siempre, amoldándole a su propia hechura, y gracias a esto, aquel buen señor fue toda su vida liberal tibio y pálido, persuadido de que lo decoroso para un hombre de bien es no meterse en politiquerías; sujeto tan medido en todo, que nunca prestó dinero sino a réditos módicos y racionales, y con sólida garantía, que jamás hizo cosa alguna que disonara en medio de la afirmación social; tan enemigo de la tiranía como de las revoluciones; religioso sin inquisición, liberal sin bullangas; amante del progreso material; pero sin entender ni jota de estas novedades ambulosas y enrevesadas, traídas acá por los estudiantes, los ateneístas y los que viven con ideas y gustos de extranjis.




V

Al exordio de su madre, Ángel no contestaría nada. Sabía por larga experiencia que la contradicción la sacaba de sus casillas. Mejor era dejarla que se desfogase,   —104→   guardando las réplicas para cuando la elocuencia de ella principiase a desmayar. Después del estilo severo, la dama había de usar el sarcástico en esta forma: «Pero tú, ¿qué caso has de hacer de esta pobre mujer ignorante, que no ha ido a la Universidad, ni sabe leer esos libracos franceses? Claro; tú, destinado a reformar la sociedad, y a volverlo todo del revés, levantando lo que está caído y echando a rodar lo que está en pie, eres un grande hombre, un pozo de ciencia. No estoy a la altura de tu sabiduría. Verdad que hasta ahora no has hecho más que borricadas, vomitar mil blasfemias delante de otros tan tontos como tú, juntarte con lo más perdido de cada casa, y embaucar a los cabos y sargentos para que salgan por ahí como unos cafres y asesinen a sus jefes. ¡Vaya, que te estás cubriendo de gloria! Tenemos que ponernos vidrios ahumados para mirarte, porque el resplandor de tu aureola de gloria nos ciega, y de tu cerebro salen las llamaradas del genio, como de una fragua magnífica, en que se está forjando el porvenir de la humanidad. ¡Vaya, que me ha dado Dios un hijo, que no me lo merezco! Lo malo es que mientras la humanidad no se resuelva a dejarse arreglar por estos profetas de papel mascado, a mi hijo y a otros como él hay que mandarles a Leganés, ya que no hay encierro para los memos. ¡Lástima grande que esta sociedad tan tonta no os comprenda, y siga despreciándoos y teniéndoos por unos grandísimos imbéciles! ¡Ay, qué equivocación haberte dado crianza de caballero y haber puesto sobre tu cuerpo una levita! A estos grandes hombres hay que dejarles con su trajecillo corto y su baberito, para que estén más en carácter   —105→   cuando nos hablen de todas esas bienandanzas que nos van a traer... Lo que es en ésta os habéis lucido, y agradece a Dios que aquí no hay gobiernos que sepan castigar. Si los hubiera, ya os arreglarían bien, y tendríais que guardar eso que llamáis dogmas y eso que llamáis el credo... ¡Valiente credo! para predicárselo a los salvajes del África.

«Otra cosa tengo que decirte. Por lo visto, te has decidido a ser revolucionario práctico, y a predicar con el ejemplo, porque todos esos ¡dogmas! que quieres meternos en la cabeza con ayuda de los militronches, no tienen maldito chiste sin la salsa del amor libre, y he aquí por qué el muy salado de mi niño vive amancebado con una princesa de la ilustre dinastía de los Babeles, cuya filiación puede verse en el Almanaque Gotha... o de la Gota. Lo que nosotros llamamos escándalo, inmoralidad, pecado, estos redentores lo llaman ley de humanidad ¿no es eso? anterior y superior de la ley escrita; y aunque para los que vivimos en el mundo civilizado, de esto a volver a la edad salvaje, no hay más que un paso, el sabihondo de mi hijo no lo ve así, y hace vida matrimonial con su tarasca, cuyos hermanos cuando no están presos los andan buscando. Claro, para regenerar la sociedad hay que empezar por lo de abajo, y buscar nuestra compañía en las barreduras sociales. Hay que enseñar el dogma, ¡vaya con el dogma! a la prostituta, al ladrón y al falsificador, y sacar de los presidios la sociedad que ha de ocupar los sitios donde hoy estamos las personas honradas. Eso, eso; suprime las leyes, así religiosas como sociales, destituye a Cristo crucificado, y al Papa, y al Rey, al Gobierno y a la Sociedad.

  —106→  

No seas tonto; puesto a ello, suprime también la vergüenza, que es otra de las antiguallas que estorban; y como vas a destronar las clases y los nombres y todo, empieza por abolir la ropa, introduciendo tú y tu querida la moda de salir a la calle con taparrabo».

Al llegar, a esta parte del discurso, ya Guerra no podría contenerse más tiempo en el silencio respetuoso, y diría: «Mamá, si tratas la cuestión de esa manera, y con tanta pasión y mala fe, no puedo contestarte. Me callo y te dejo con tus exageraciones, quedándome con las mías, si lo son, y con mis errores, pues reconozco que algunos hay en mí».

Entonces doña Sales pasaría súbitamente al tercer período de su sermón, que era el de la cólera ciega y estrepitosa, sin admitir réplica; cólera acentuada con imponente mímica.

«Cállate, mal hombre; ya que no me consideres como madre, tenme el respeto que se debe a una señora. Estás envileciendo el nombre honrado de tu padre y el mío, y si aún tus actos no son mirados como vergonzosos, es porque las ridiculeces que hay en ellos dejan poco espacio a la vergüenza. No hables delante de mí; aquí vienes a oír y callar, y a someterte. Ya que no por mí, que soy vieja y me moriré pronto de los disgustos que me das, podrías enmendarte por tu hija, a quien transmitirás el nombre de un loco aventurero, de un estrafalario sin ley, sin honor, y sin formalidad. No consiento tus explicaciones, que son siempre las mismas, ni tus arrepentimientos; que son el principio de la reincidencia. No te nombran una sola vez nuestros amigos, los amigos de tu padre y de toda mi familia, que no sea para   —107→   sonrojarme. Me vas a matar... Pronto te quedarás solo y podrás campar por tus respetos, y harás cuanta tontería y cuanta barbaridad se te antoje. ¡Pobre Ción, pobre angelito, en tus manos...! Dime, ¿qué vas a hacer de esa pobre niña? ¿La vas a educar en las estupideces de tu escuela, sin Dios, sin ley, sin honor? Esto me vuelve loca... Te pegaría, estaría pegándote hasta que el palo se rompiera en mi mano; te pondría una mordaza; te encerraría en una prisión, hasta que te quedaras en los huesos, y abjuraras de tus disparates ridículos... No me quemes la sangre, no contradigas a tu madre, que se ha desvivido por educarte, por hacer de ti un hombre recto y juicioso como tu padre, y como todos los Guerras y Monegros del mundo... Si no te escucho; si no quiere saber tus razones estúpidas; si no cedo un ápice de mis convicciones; si eres un simple, y un loco, y un disoluto, y ante mí tu papel es callar y bajar la cabeza, y no hacer ni pensar sino lo que yo te mande que pienses y hagas... ¡Silencio!»

Con todo este poder imaginativo iba Guerra componiendo previamente la terrible filípica de su madre, calcada en las que infinitas veces había oído de sus labios. Tan seguro estaba de que doña Sales le hablaría conforme al patrón o modelo de rúbrica, que lo hubiera escrito de antemano; por vía de prueba, seguro de que la realidad no habría de diferir de la ficción sino en palabra de más o de menos. Pero al fin le venció el cansancio, y se quedó dormido con ese letargo tenebroso, abrumador y calenturiento, que parece el último período de una fuerte borrachera. Primeramente, soñó que andaba por los últimos pisos de   —108→   una casa en construcción, saltando de viga en viga, por entre las cuales se veían los pisos inferiores. Todo ello, a izquierda y derecha, era como inmensa jaula de maderos, algunos rodeados de sogas. Ángel corría y saltaba, movido de un hondo afán inexplicable. De pronto le faltaba el piso, sus pies quedábanse en el aire y caía, sin que la velocidad le impidiera razonar aquel viaje aéreo, contando los pisos que recorría, tercero, segundo, principal, bajo, y calculando rápidamente la manera de caer para no estrellarse. Pero esto no le salvaba, y con la violencia del choque las piernas se le embutían dentro del cuerpo, sentía los fémures penetrando al través del estómago y pulmones y saliendo por los hombros como charreteras...

Este sueño sin relación alguna con la vida real, solía tenerlo Guerra cuando su cerebro se excitaba por vivas impresiones deprimentes, caso muy común, pues cada persona tiene su manera especial de soñar, y su pesadilla que podríamos llamar constitutiva. Hay quien sueña que va por galería interminable, buscando una puerta que no encuentra nunca; hay quien se cae en un pozo, y quien corre desalado tras su propia sombra llevando los pies metidos en los bolsillos. Pero además de aquel sueño de la caída, Guerra solía tener otro, relacionado con una impresión real de su niñez, de la cual quedara profunda huella en su mente, como esas cicatrices que por toda la vida conservan en la piel la desgarradura del tejido.

Un día de Julio del 66, teniendo Ángel doce o trece años, se fue de paseo con otros chiquillos de su edad, compañeros de instituto. Concluidos los exámenes, entretenían sus ocios en largas correrías por el Retiro   —109→   y Castellana, hablando pestes de los profesores, o discurriendo alguna desabrida y fútil travesura, propia de la edad del pavo. ¿A dónde irían aquella mañana? ¿Qué había que ver aquella mañana? Pues nada menos que un espectáculo muy nuevo para ellos, el fusilamiento de los sargentos del 22 de Junio. Algunos sentían inexplicable terror; otros, entre ellos el intrépido Guerrita, votaron por la asistencia. Sí, era preciso ver aquello, que sabe Dios cuándo se volvería a ver. La ardiente curiosidad pueril pudo más que el instintivo recelo de las emociones demasiado fuertes. No había que vacilar, y allá fue la banda saltando de gozo. Averiguado que el acto se verificaría hacia la Plaza de Toros, pusiéronse en camino, y antes de llegar a la Cibeles supieron por el rumor público que los reos venían ya por la calle de Alcalá de dos en dos, en coches de alquiler, escoltados por parejas de la Guardia Civil a caballo. Corriendo como exhalaciones, anticipáronse a la fúnebre procesión a fin de tomar sitio en el lugar del suplicio. La muchedumbre, no muy grande, que a la husma del siniestro espectáculo acudía, fue detenida en la Cibeles por la Veterana; pero los chicuelos, burlando la orden de atrás, atrás, se escabulleron hacia arriba. Cerca del Retiro vieron pasar los coches... Guerra observó las caras de los sargentos... ¡Pobrecillos! Algunos llevaban ya la lividez de la muerte impresa en sus rostros atezados, los menos querían aparentar una serenidad que se les caía del semblante, como máscara mal sujeta.

Al parar los coches para que bajaran de ellos los reos, que eran veinte, atados codo con codo, la confusión era grandísima. Arremolinose el gentío; la   —110→   tropa no pudo aislar a los reos sin repartir algunos culatazos; pero las mujeres, más intrépidas que los hombres, y los chiquillos, que se filtran por todas partes, pudieron acercarse por un momento a las víctimas. Guerrita vio a una mujer que, abriéndose paso a fuerza de empujones, ofrecía cigarros a los sargentos. Uno de éstos, que en el espantoso trance alardeaba de estoicismo, echose a reír y despreció el ofrecimiento con palabras groseras: «¿Para qué... quiero yo cigarros ahora?» Colocose también una aguadora, que intentaba vender vasos de agua fresca a las víctimas; pero hubo de salir a espetaperros. Angelito no se acobardó cuando la tropa empezó a despejar para formar el cuadro, y eso que su miedo era grande; le amargaba horrorosamente la boca; sentía dolorosa opresión en el pecho; pero la curiosidad pudo más que el instintivo terror, y se hubiera dejado pisotear por los caballos antes que renunciar a meter su hocico en la hecatombe.

Formose el cuadro, y fuera de él la tropa seguía conteniendo a los curiosos; pero el gran Guerrita se coló, sin darse cuenta del procedimiento, por entre los caballos, por entre las piernas, por entre los fusiles. Sentíase más delgado que un papel, y tan difuso como el aire. Sin saber cómo, hallose junto a un seco arbolillo en el cual pudo encaramarse, próximo a un montón de escombros, en el extremo superior del cuadro, junto a la tapia de la Plaza. Un hombre que parecía loco, logró escabullirse también en aquel sitio. Guerra le vio aparecer en el montón de escombros como si de entre las piedras y el cascote saliera. Ninguno de los dos se asombró de ver al otro. Imposible   —111→   apreciar ni sentir cosa alguna fuera del espectáculo terrible que se ofreció a los ojos de entrambos. El pavor mismo encendía la curiosidad del buen Guerrita, que olvidado del mundo entero ante semejante tragedia, miró el espacio aquel rectangular, miró a los sargentos, que eran colocados en fila por los ayudantes, como a un metro de la tapia... Unos de rodillas, otros en pie... El que quería mirar para adelante miraba, y el que tenía miedo volvía la cara hacia la pared... Un cura les dijo algo y se retiró... Inmediatamente, las dos filas de tropa que habían de matar avanzaron... La primera fila se puso de rodillas, la segunda continuaba en pie. No se oía nada... Silencio de agonía. Nadie respiraba... ¡Fuego! y sentir el horroroso estrépito, y ver caer los cuerpos entre el humo y el polvo, fue todo uno. Caían, bien lo recordaba Guerra, en extrañas posturas y con un golpe sordo, como de fardos repletos, arrojados desde una gran altura. Todo fue obra de segundos, piernas por el aire, pantalones azules, cuerpos tendidos de largo a largo, otros en doblez, caras boca abajo, otras con la última vidriosa mirada fija en el alto cielo. Algún alarido estridente rasgó el silencio lúgubre, posterior a la descarga, y el humo se deshizo en jirones pálidos... Olor a pólvora.

El desconocido que parecía demente salió otra vez de entre los escombros, los ojos desencajados, los cabellos literalmente derechos sobre el cráneo. Por primera y última vez en su vida observó Guerra que la frase del cabello erizado no es vana figura retórica. La cabeza de aquel hombre era como un escobillón, su rostro una máscara griega contraídas por la mueca   —112→   del espanto... De su cuadrada boca salió, más que humana voz, un fiero rugido que decía: «¡Esto es una infamia, esto es una infamia...!» Ángel se quedó sin movimiento, quiso huir del espectáculo terrible y del hombre aquel, no pudo; se había quedado inerte, paralizado, frío. Aún vio algo más: algunos soldados se acercaron a rematar a los que aún vivían, disparándoles a quemarropa. Concluido el acto, avanzaron algunos señores, hermanos de la Paz y Caridad, y echaron sobre los cuerpos de las víctimas sábanas blancas. Más miedo le daba a Guerra el verlos así, que descubiertos. Echose a llorar, quiso rugir también como el desconocido energúmeno, a quien no volvió a ver, por más que lo buscaba en el rimero de cascote con espantados ojos. Podría creerse que se habría escurrido entre las piedras.

No supo tampoco Guerra cómo se bajó del árbol, ni cómo se escabulló entre la tropa. En pocos segundos encontrose lejos del sitio en que vio lo que ya le pesaba haber visto... Recibiendo empujones fuertísimos por una parte y otra, avanzó buscando a sus camaradas; pero no les halló ni cerca ni lejos. Anduvo largo trecho sin dirección fija, arrastrando sus pies por el polvo, pues era tiempo de fuerte sequía... La impresión recibida era tan honda, que no se dio cuenta de los lugares por dónde iba ni de la gente que encontraba al paso. Dábase cuenta sólo de los toques de corneta que le rasgaban los oídos. A lo mejor era empujado por una racha de gente que retrocedía ante los jinetes de la Guardia Civil; poco después hallábase solo, frente a los yermos y solitarios campos del este de Madrid. De repente empezó a sentir un   —113→   gran malestar físico, debilidad, opresión, náuseas, y fue acometido de vómitos violentísimos. Se sentía tan mal, que rompió a llorar, y pidió socorro... Por fin, andando a tropezones, y teniendo que sentarse de trecho en trecho para tomar aliento, pudo llegar al Prado, y de allí tardó lo menos una hora en ir a su casa, donde le recibió su madre con amor, no sin echarle una fuerte reprimenda, en cuanto se enteró de la función a que el diabólico muchacho asistido había.

Tres días estuvo en cama, y por las noches le atormentaba la opresora pesadilla, reproduciendo en toda su terrible verdad la trágica escena. Uno de los pormenores que con mayor viveza persistían en su mente, era el del hombre aquel desconocido, con cara de mascarón griego y cabellos como púas. En ninguna ocasión de su vida volvió a ver a semejante sujeto, por lo cual llegó a sospechar que carecía de existencia real, que era ficción de su mente, y forma objetiva que tomó su terror en aquel momento que jamás olvidaría, aunque mil años viviera.




VI

Como subsiste indeleble hasta la vejez la señal de la viruela en los que han padecido esta cruel enfermedad, así subsistió en la complexión psicológica de Ángel Guerra la huella de aquel inmenso trastorno. Siempre que se destemplaba moralmente, confundiéndose en su naturaleza el acíbar de una pesadumbre con el amargor de la bilis, y se acostaba caviloso   —114→   y algo febril, despuntaba en su cerebro la terrible página histórica, alterada quizá conforme a ley del tiempo, pero sin que faltaran en ella ni el hombre del cabello erizado ni los infelices sargentos pataleando entre charcos de sangre. Y aquella noche, después de caído desde el piso más alto de la casa en construcción, y cuando otra vez lentamente sabía ¡cosa extraña! con las piernas embutidas en el cuerpo, tuvo la siniestra visión... Su angustia y pavor eran los mismos que en los días de su niñez, cuando sobrecogido y temblando entre las sábanas, le atormentaba la reproducción de lo que había visto. El grado último, irresistible, de la opresión cardíaca determinaba el despertar. Lanzó un ay lastimero, y abrió los ojos, revolviéndose en el sillón. Al propio tiempo, alguien le tocaba al hombro. En aquella transición nebulosa de la falsa a la verdadera vida, vio al abrir los ojos, algo que le obligó a cerrarlos inmediatamente, un brillo tembloroso como de lentejuelas que se mueven al sol... Volvió a mirar, dudando si era ficticia o real la impresión recibida, y...

-¡Ah! Leré... No creas, estaba despierto; sólo que...

-¿Quiere usted que le traiga chocolate?

-Ante todo, ¿cómo está mamá? -preguntó Ángel restregándose los ojos.

-No ha pasado mala noche. Algunos ratitos de molestia. Ya sabe que anda usted por París, y que ha telegrafiado, y que va a venir a escape. Más tarde se le dirá que está en camino.

-Eso es, y que vengo por los aires... montado en una escoba.

-Lo que importa es evitarle un golpe, una sorpresa   —115→   peligrosa. De aquí al mediodía, puede usted hacer el viaje de París a Madrid.

- Bueno, bueno; me someto a lo que queráis... Pero con la niña no necesitamos de esos estudios. Tráemela al momento.

-¡Eh! ¿qué es eso? ¿Ya empieza el despotismo?  (Con gracejo y bondad.)  Dentro de un ratito la levantaré. Es muy temprano.

-Me la traes enseguida.

-Poco a poco. ¡Qué genio tan vivo! La niña es impresionable, como su papá, y además muy charlatana. Por mucho que se le predique, será difícil evitar que lleve a la abuelita el cuento de que su papá está aquí.

- ¿Pero qué farsa es esta?  (Sulfurándose.)  ¿También quieres impedirme que vea a mi hija? Leré, no me saques la cólera. Aquí mando yo, quiero decir, en lo que concierne a la niña, manda su padre. Obedéceme, o te armo un escándalo.

-¡Ay, qué genio de hombre! Tenga usted calma. Yo lo arreglaré. Ante todo, ¿quiere café o chocolate?

-¡Veneno... es lo que me das tú con tus prohibiciones estúpidas!  (Paseándose por la habitación.)  Soy un extraño en mi propia casa, y me tratan como a un huésped importuno. Te digo que me traigas a Ción, o voy por ella.

En esto entró Braulio, recién salido de las ociosas plumas, y quiso buscar una componenda.

-Vamos, Ángel, hazte cargo de las circunstancias. Verás a la niña en cuanto haya estado un ratito con su abuela. Procuraremos entretenerla por acá; para que no nos estropee la comedia que hemos de representar.   —116→   Ven al comedor, donde ya tenemos a nuestro don León Pintado tomando su chocolate.

De muy mala gana pasó Ángel al comedor, protestando de tanta disposición restrictiva, y de tanta traba y expedienteo, y allí tuvo el disgusto de ser abrazado por el canónigo toledano, quien, servilleta en pescuezo, se levantó para salir a su encuentro, diciéndole:

«Angelito de mis entretelas, ven acá. ¡Qué grata sorpresa, y qué medicina para tu madre! Eso del brazo no es nada ¿verdad? Siéntate, y... pecho al soconuzco. ¿Con que otra vez por aquí?... Alleluia. Has hecho bien, hombre, bien, bien, en venir a consolar a tu pobre madre y a reconciliarte con ella. Alleluia. Habrá indulgencia plenaria y olvido de lo pasado».

Aunque Pintado no le era simpático, agradeció Ángel sus frases cariñosas y de concordia. Tenía el canónigo gran predicamento en la casa, y su actitud tolerante era señal de que las cosas irían por buen camino. Jamás, la verdad sea dicha, hicieron buenas migas el hijo y el confesor de doña Sales, pues aquel tenía de éste mediano concepto, juzgándole un vividor, amigo de arreglos y de no llevar nunca las cosas por la tremenda, más atento a su propio interés que al rigor de las ideas, y por esto le toleraba como un anal atenuado, que preservaba de mal mayor. Natural de Illescas, deudo y protegido de los Guerras y los Monegros, había sido capellán de las Micaelas en Madrid, y de esta posición obscura lleváronle las influencias de doña Sales y de sus amigos y parientes a la silla del coro metropolitano, en la cual vivía bien a sus anchas, pronto a plantarse en Madrid si su protectora   —117→   manifestaba deseos de consultarle algo, o en cuanto se empeoraba de sus males crónicos.

Era (como recordará quien conozca la historia de Fortunata) corpulento y gallardo, de buena edad, afable y conciliador, presumidillo en el vestir, de absoluta insignificancia intelectual y moral, buen templador de gaitas, amigo de estar bien con todo el mundo, mayormente con las personas de posición. Mejor tresillista que teólogo, sus admirables disposiciones para aquel juego, así como para el ajedrez, se habían desarrollado en la vida soñolienta y desocupada de la ciudad imperial. Por doña Sales tenía veneración, y habría dado cualquier cosa de precio, verbigracia, su mejor roquete, por reconciliarla definitivamente con el hijo, apretando en la cabeza de éste los tornillos que, según decía se le habían aflojado. Pero es el caso que las exhortaciones del capellán de la familia oíalas Ángel como quien oye llover, y cuando se liaban en alguna controversia de política o de moral, Pintado salía con las manos en la cabeza, aun cuando en muchas ocasiones la razón estaba de su parte. Pero, lo que pasa: así como a un combatiente no le vale de nada el arrojo si carece de brazos, a Pintado maldito de lo que le servía la razón, no teniendo razones.

Contestó Guerra con frases de pura fórmula a las afectuosas de D. León, y ambos esquivaron entrar en el fondo del asunto, como dicen los discutidores, pues los momentos no eran propicios para disputas graves. La llegada del médico concentró la atención de todos en la enfermedad de la señora: Augusto Miquis consideró que la vuelta del hijo pródigo podría influir lisonjeramente   —118→   en el estado de doña Sales, siempre que se evitaran las emociones hondas y repentinas; y después de ver a la enferma, volvió al comedor, recomendando cariñosamente a Guerra que se presentase a su madre como dispuesto a variar de conducta, haciéndole en aquel trance delicado el sacrificio de todas las ideas que contrariaban a la pobre señora y afligían su espíritu.

«Bueno, bueno, bueno -decía Guerra media hora después, paseándose en el comedor, con las manos en los bolsillos-. Por, sacrificios míos no quedará.

Y acordándose en aquel instante de la infeliz Dulce, lanzó al espacio un suspiro como un templo, en el cual envueltas iban estas ideas. «¡Pobrecilla!... borrada de mi mente desde que estoy aquí. No, no es justo que yo la olvide... ¡Qué iniquidad! ¡Maldita suerte mía! ¡Que me vea yo en este conflicto diabólico! ¡Que no pueda yo entrar en mi casa sin dejarme a la puerta ideas, sentimientos que no es fácil arrancar de mí! ¡Maldita suerte mía!»

Dijo esta última frase en alta voz y Braulio, que presente estaba, se alarmó. «Ángel, ¿qué estás mascullando ahí? -le dijo-. ¿No hemos convenido en que se acabó todo eso... todo eso que...?»

El buen administrador no pudo concluir la frase. Guerra, que fácilmente se enardecía, parose ante él, diciéndole con desabrido tono: «Braulio, la vida no es fácil más que para los tontos. Bienaventurados los que tienen la cabeza vacía, porque de ellos es la felicidad. Si yo fuera una máquina, no me vería delante de estos problemas.

-¡Problemas! -exclamó Braulio con desdén, pues   —119→   no conocía más que los de la aritmética-. Pero ¿quién te mete a ti en... eso? Lo que dice D. León: hay que apretarte los tornillos de la cabeza... ¡Problemas! ¿de qué?

-De sentimiento, hijo, de razón, y de... Cuanto más discurro, más se me salen de su tuerca los tornillos estos. El que me los apretara, me haría un grandísimo favor, aunque me dejase más tonto que Pintado, que es cuanto hay que decir.

Disponíase Braulio a contestar, atacándole con las armas del sentido común, no tan al alcance de su mano como él creía, cuando oyeron ambos en el pasillo unas pataditas rápidas y sonoras. Guerra se lanzó a la puerta, y antes que Ción entrara, la cogió en brazos, dándola mil besos y estrechándola contra su corazón. Detrás venía Leré, el dedo en la boca, sonriendo y recomendando silencio y formalidad.

-Cuidadito, Ción con lo que te he dicho. No, chilles ni alborotes. Tu papá te comprará el ajuarito de cocina, si eres buena.

En la exaltación de su cariño, Guerra, tan pronto besaba a la chiquilla, como a la muñeca que traía en sus brazos.




VII

Ción callaba, un tanto cohibida por las extremosas caricias de su padre, a quien no había visto en algún tiempo. Desproporcionada en su desarrollo intelectual, que aventajaba al del cuerpo, sus seis años, si parecían diez por la inteligencia, representaban cuatro por la estatura. Su precocidad manifestábase en   —120→   la inquietud ratonil, en el afán de apreciar por sí misma todas las cosas, tocándolas, revolviéndolas, examinándolas por dentro y por fuera, en el flujo de hacer preguntas por todo y para todo, ansia de saber, prurito de observación, reconocimiento del mundo en que se han abierto los ojos, y tanteo del terreno vital en sus diversas zonas morales y físicas. Era delgaducha, ojinegra, más graciosa que bonita; su cara diminuta, toda expresión, viveza, prontitud; su agilidad pasmosa, acortando lo más posible la distancia entre el deseo y el acto. Llenas de cardenales y arañazos estaban sus rodillas, las manos magulladas, resultado de aquel incesante rodar por el suelo, de aquel encaramarse en sillas y mesas, como si el instinto la impulsara ciegamente a baquetear su naturaleza, desgastando la sobrante energía vital.

Los niños olvidan pronto a los ausentes; pero también con prontitud reanudan sus familiaridades interrumpidas. Al cuarto de hora de hallarse sobre las rodillas de su papá, Ción le trataba como si no hubiera dejado de verle, y restablecía la antigua confianza y las libertades que con él solía tomarse. Ni un segundo se estaba quieta; si su padre no la sujetara, veinte veces se habría desprendido de su brazo para volver a trepar sobre él otras tantas, y no pudiendo moverse, se desahogaba con una granizada de preguntas y observaciones.«Papaíto, ¿por qué tienes el brazo colgando de ese pañuelo?... Papaíto, ¿por qué no has entrado a ver a la abuelita?... ¿Vas a comer hoy en casa? Come, sí, que Leré ha mandado traer pescadilla, que a ti te gusta tanto... Te enseñaré la sillería que me compró el marqués, verás... pero los cajones   —121→   de la cómoda no se abren, y las sillas están todas paticojas... Después voy a lavar este pañuelo... ¿No es verdad que tú quieres que lo lave? Dice Leré que me mojo, y qué sé yo qué... ¡Qué mentira tan grande! Yo no me mojo... Déjame, déjame, que voy a decirle a la abuelita que estás aquí. No lo sabe... Verás qué alegre se va a poner.

No había medio de sujetarla, y para entretenerla allí, Leré le trajo las muñecas, los mueblecitos y vajillas, ocupando casi toda la mesa del comedor. Su padre, que en todas ocasiones era complaciente con la niña, en aquella no ponía ninguna tasa a sus peticiones ni a sus caprichos. Leré trinaba contra Guerra al ver en manos de la chiquilla cuanto ésta deseaba. ¿Quería lavar? Pues le ponía delante una jofaina con agua. ¿Quería fregotear las sillitas hasta desteñirlas y echarlas a perder? Pues el padre se prestaba a la operación, ofreciendo también su ayuda para abrir en canal a una muñeca, y sacarle la estopa que formaba sus carnes. ¿A la niña se le antojaba armar un castillejo con las tazas y copas, no de juguete, que sobre la mesa estaban? Bien. ¿Que se rompían? Mejor. Y si Ción quería subirse sobre la mesa, él la ayudaba; y si quería arrastrarse por debajo de ella, también.

-Usted la pierde consintiéndole todo -dijo Leré reconviniendo con igual severidad al padre y a la hija-. Así, en cuanto usted llega, ya está otra vez la niña ingobernable.

Protestó Ángel contra esto, y dejándose llevar de su carácter iracundo, la emprendió con Leré, diciéndole que no entendía palotada de educar niños; que   —122→   éstos necesitan moverse y ejercitar sus nacientes facultades; que el sistema de prohibiciones viene a ser como ligaduras que oprimen los músculos y detienen la circulación, y que el efecto de dichas ligaduras se ve en las anquilosis que se forman luego, así en lo físico como en lo moral. «Y en resumidas cuentas -añadía-, aquí mando yo, y quiero que Ción celebre mi vuelta recobrando su preciosa libertad, según los dictados de la Naturaleza. Yo pregunto: ¿qué importa que Ción rompa ese plato? Nada. ¿Qué importa que se haya mojado el delantal? Con ponerle otro, hemos. concluido».

-Sí, y aquí estoy yo para pasarme todo el día quitándole y poniéndole delantales -dijo la maestra riendo-. Como si hubiera poco que hacer en casa.

-Nada, nada -dijo Guerra sin hacer caso de la exhortación muda que con su mirar severo le dirigía Braulio, suspendiendo la lectura de El Imparcial-. Hoy, Ción, eres libre. ¿Qué quieres tú? ¿Degollar la muñeca? Pues perezca esa bribona en castigo de sus culpas. ¿Qué más quieres? ¿Echarla de remojo para que se destiña toda, y luego secarla con la falda del trajecito? Muy bien, bien. Esa vajilla está muy usada. ¿Quieres majarla en el morterito hasta que sea polvo, y después echar agua y hacer un pisto y dárselo a comer al buey de cartón para que engorde? Muy bien pensado me parece. Marchemos, y yo el primero, por la senda constitucional.

Incomodábase Leré, y para no ver el escandaloso espectáculo de la anarquía triunfante, emigraba del comedor. Braulio refunfuñó tímidamente una opinión contraria a tal sistema educativo, lo que enardeció   —123→   más a Guerra, llevándole a extremar y generalizar sus argumentos.

-Desengáñate, tonto -decía mientras la niña, debajo de la mesa, arrancaba las patas de las sillitas para metérselas por los ojos al buey de cartón-; las prohibiciones, impidiendo el desarrollo, encanijan física y moralmente a los niños. Lo mismo pasa con las sociedades. Con tanta tutela y el mírame y no me toques del poder central, ¿qué resulta? Que los pueblos no se ejercitan, que no se educan, que se vuelven idiotas y lisiados, y desconocen sus propias energías.

Algo pasó aquella tarde que pudo extrañar a los que no estaban habituados a los rasgos de penetración de doña Sales; pero que a Pintado, al administrador y a Leré no les cogieron de nuevas. Sorprendida la señora de que Ción no pareciese por su cuarto, preguntó la causa de esta inexplicable ausencia. Diéronle varias versiones, que la astuta señora aparentaba creer. Al fin, para que no se calentara la cabeza, lleváronle a la niña, encargándole que no nombrase a su papá delante de la abuela, y empleando, para ganar su ánimo, promesas y caricias antes que amenazas. La chiquilla, que era más lista que la pimienta, hízose cargo de la situación, y al presentarse a doña Sales, cumplió fielmente la consigna. Pero al poco tiempo, como se dedicara con insano ardor a los mismos juegos inconvenientes de por la mañana, y doña Sales antes de reprenderla la llamase a sí, con la intención de amansarla con su cariño, la chiquilla se negó a obedecer diciendo con muy mal modo: «No quiero». Entonces la señora, como quien recibe una   —124→   luz del cielo, se llevó las manos a la cabeza, y dijo con acento de profunda convicción:

-¿La niña se insubordina? Mi hijo está en casa.

El primer impulso de los allí presentes fue negarlo; pero sus contradictorias y vagas expresiones no convencían a doña Sales, quien repitió la frase, añadiendo:«A mí no me engañan. Anoche tuve como un presentimiento de que mi hijo estaba cerca. Le sentía sin oírle, y le adivinaba... no sé por qué. Luego, lo que me dijisteis de si había telegrafiado, si venía pronto, y qué sé yo... pareciome una farsa para prepararme. ¿Acierto?

-Pues bien, señora mía -dijo D. León Pintado con solemnidad, poniendo cara dulzona-, alleluia... Anoche llegó, por cierto arrepentidísimo de sus errores y dispuesto a corregirse.

-Pero tú, Leré, y tú, Braulio, os habéis pasado de precavidos. Bueno, os perdono esa diplomacia tan lenta y con tantos trámites, y me declaro en estado de perfecta preparación. Que entre ese loco, que ya me muero por verle y abrazarle.




VIII

Abriose la puerta; pero quien entró por ella no fue ese loco, sino Basilisa, susurrando:«Sr. de Miquis». Éste apareció en seguida, y doña Sales le dijo riendo: «Estoy de enhorabuena, doctor. Ha parecido el prófugo. Esto me ha sentado mejor que los brebajes de usted, que saben a demonios, sobre todo, ese extracto de... no sé qué. Dígame: ¿vienen esos señores a la   —125→   consulta? ¿No sería mejor que antes viera yo a mi hijo?»

Miquis opinó que ante todo la consulta. «Los compañeros ya están ahí. Aguardan en la sala. No quiera que me la vean a usted bajo la influencia de una emoción fuerte.

-Si estoy serena, doctor; si me encuentro ahora muy bien.

-El estado general no es malo, mi querida doña Sales; pero se me ha puesto usted nerviosilla, y no será extraño que el corazón nos juegue una mala pasada. ¿A ver ese pulso?  (Tomándolo con profunda atención.)  Calma, calma, señora mía. Procure usted tranquilizar su ánimo. Al Kronprinz que aguarde en la puerta. Si quiere usted hacer extremos de sensibilidad con alguien; si siente usted arrebatos de amor, abráceme a mí, que estoy decidido a curarla para casarme luego con usted.

Doña Sales y todos los presentes se echaron a reír. Otro médico de mejor sombra que aquel Miquis, no lo había en Madrid. Consolaba a los enfermos con su carácter festivo y sus humoradas familiares; inspirábales confianza en el tratamiento, robusteciendo la moral, y encubriendo la aridez adusta de la ciencia con las flores más agradables del trato urbano. Por esto y por su saber y experiencia clínica tenía tanto partido. Doña Sales le apreciaba mucho, y cuando murió el Sr. Martínez de Castro, fue su heredero en la dirección médica de la casa el buen Miquis, discípulo y ayudante predilecto de aquel sabio eminente. Era doña Sales señora muy mirada, muy atenta a las conveniencias sociales, cuidadosísima de su persona;   —126→   obedeciendo a cierta presunción decorosa, que más valiera llamar decencia. Aunque se estuviera muriendo, no se presentaba nunca al médico desgreñada y a medio arreglar. Según ella, si se viste a los cadáveres; también deben vestirse los enfermos. En esto era la señora la misma pulcritud, el decoro personificado, y aquella tarde de la consulta, considerando ésta como un acto de etiqueta en las relaciones del enfermo con la sociedad, se hizo peinar con exquisito esmero sus cabellos blancos, en bandós; se puso el corsé, prenda que no abandonaba sino cuando le era imposible soportarle, y la bata de las solemnidades, de raso, negra con listas blancas. Antes aguantaría sin chistar los mayores dolores y molestias, que presentarse en facha innoble delante de personas entrañas. El día que le dieron el Viático, se peinó y vistió de la misma manera, porque si rendía tributo a la idea religiosa, también acataba la sociedad y la ciencia, dando al César lo que del César es. Hallábase, pues, como he dicho, sentada en su sillón, muy tiesa, muy aseñorada, muy convencida de que lo enfermo no quita lo decoroso, y de que debemos padecer y morirnos con las formalidades correspondientes a la clase a que pertenecemos.

Había sido mujer de figura arrogante, que conservaba en sus años maduros, y de la cual hacia gala siempre, imponiéndose la disciplina del corsé, coquetería decente que merece respeto. Su cuerpo derecho y gallardo, su busto de formas abultadas por delante, su espalda sin curva, sus bien aplomados hombros y su carnoso cuello ofrecían, a los sesenta años largos, un buen ver que la señora cuidaba sin afeites, como   —127→   se cuida una buena casa de sillería, a la cual no hay que sostener con apeos ni revocos, basta con que se vigile la trabazón arquitectónica. Mas si perfecta era la conservación de su cuerpo estatuario; no podía decirse lo mismo del rostro, en el cual el tiempo se había vengado de su impotencia para estragar el talle, pues de las facciones hermosas, aunque duras, de doña Sales, apenas quedaban vestigios. Cara de pocos amigos, ningunos tuviera si con la afabilidad de la palabra no conquistara en segunda instancia todos los que en la primera perdía. El pelo, con sus añadidos correspondientes, era todo blanco, y las cejas enteramente negras; la nariz de caballete, la piel pergaminosa, toda pautada de finísimas arrugas que modelaban las facciones; la boca armada de una magnífica dentadura postiza.

Nacida en Toledo, como su esposo, genuino cigarralero, en aquella provincia y su capital tenía fincas urbanas y rústicas, y parentela variada, quiere decir, rica y pobre. Rarísimas veces iba la señora a su pueblo, porque le desagradaba el moverse, y tenía aversión invencible al tren; pero conservaba relaciones constantes con personas de allá, principalmente con un señor de muchas campanillas, D. José Suárez de Monegro, primo suyo, a quien Ángel solía llamar Don Suero. De él, así como de los parientes pobres, se hablará después.

Momentos antes de empezar la consulta, Miquis fue a la sala, donde Ángel estaba, y llevándole a un rincón, le dijo:«Mala cabeza, fíjate bien en esto. Tu mamá está grave, no debo ocultártelo, y la gravedad de esta clase de lesiones no es independiente, en buena   —128→   doctrina fisiológica, del estado moral; de modo que éste puede influir en aquella determinando cierto alivio, o dándonos un disgusto cuando menos se piense. Mucho cuidado, Angelito. Si con tantas lecciones y fracasos, no estás decidido a corregirte para siempre de tus locuras, hazle entender a tu madre que lo estás. Dale este consuelo, bruto; ayúdame a combatir el mal».

-¿Puedes dudar que lo haré? ¡Mala idea tienes de mí, Augusto!

-Y otra cosa. La primera entrevista, que sea natural, sin aquello de ¡madre mía, hijo mío! Nada de escenas de teatro. Yo me encargo de prepararos la anagnórisis, de modo que entres y la saludes como si la hubieras visto ayer. Siempre será difícil evitarle una emoción intensa; pero con tal que sea expansiva y no nos vengan después fenómenos deprimentes, no importa. Cuidado, Ángel, domina tu carácter, ponte un freno, y si es preciso un bozal; conviértete en el hombre más comedido, más burgués, más neutro y más anodino del mundo.

Guerra le contestó con un fuerte apretón de manos, y cuando Miquis y los dos médicos pasaron a ver a la enferma, quedose en la sala, aguantando la visita de dos amigos íntimos de la casa, el marqués de Taramundi, inquilino del cuarto segundo, y D. Cristóbal Medina. Uno y otro son conocidos maestros, el primero como hermano del Amigo Manso, el segundo como esposo de María Juana, una de las tres casadas que dieron tanta guerra a nuestro amigo Bueno de Guzmán, y ambos eran tipos acabados de la ciudadanía correcta y sensata, del estado llano con pretensiones   —129→   directivas, hombres de menguada inteligencia y de instintos acomodaticios y vividores. Si Guerra les profesaba cordial antipatía, ellos miraban con el mayor desprecio al desgraciado hijo de doña Sales. En las conversaciones que solían entablar, Ángel les tomaba el pelo, como vulgarmente se dice, ridiculizando las expresiones enfáticas de Taramundi, y los pedestres alardes de sentido común del bueno de Medina, con lo cual doña Sales se volaba, llevando muy a mal que su hijo bromease con personas para ella tan respetables y tan bien ajustadas al canon social. Taramundi, que andaba por aquellos años de puntas con el Gobierno, porque éste no había querido traerle diputado, no hacía más que lamentarse de lo mal que iban las cosas públicas, presagiando desdichas, y viendo en cualquier suceso una catástrofe nacional. Fáciles de contar eran sus pensamientos por lo escasos, su lenguaje pobrísimo y reducido a una escasa baraja de palabras, su tono hueco y retumbante como el de una zambomba. Usaba con abrumadora frecuencia de ciertas expresiones y figuras, y rara vez dejaba de decir: «¿Cuál es la meta a que todos nos proponemos llegar? Pues la meta no es otra que la nivelación de los presupuestos». O bien: «Yo entiendo que hay una meta en la cual el carro del progreso debe detenerse». Y con esto de la meta tenía tan mareados a todos los de la tertulia, que Ángel no hablaba nunca con él sin sacar a relucir también, por chanza, su poquito de meta.

Medina hablaba un lenguaje ramplón, alardeando de campechana claridad y de sentido proverbial y refranesco. Creía que con dos palabras resolvía todas las   —130→   cuestiones y cortaba las más empeñadas disputas. Se jactaba de expresar la opinión neutra, y malquisto con todos los políticos, no argumentaba más que con los apuros del contribuyente. Limitadísimo en su dialéctica, no había quien le sacara de aquel terreno, y hasta para la cuestión más sencilla y más apartada de las cargas públicas, había de sacar mi hombre el espantajo del afligido contribuyente. Una noche, en trinca de hombres solos, se enfureció tanto Ángel por la terquedad marrullera con que Medina defendía una tesis absurda, que no se pudo contener y le soltó esta barbaridad: «Sepa usted que me revientan las economías, y que me chiflo en el contribuyente».




IX

Ambos le saludaron y celebraron su vuelta, sin aludir explícitamente a los tristes sucesos del 19 de Septiembre, y, cada cual en su tonadilla, endilgaron una exhortación al revolucionario. No sé cómo se las compusieron, que en la de Taramundi salió la infalible meta, y en la de Medina el nefando peso de las contribuciones. Ángel no quería chocar, y se resignó a oírles en calma.

Los dos doctores, que con Miquis constituían la facultad consultiva, pasaron a ver a la enferma. Gran contrariedad para ésta tener que despojarse de su corsé y someterse a las auscultaciones, palpaciones y al examen impertinente de la ciencia, amén de las enfadosas preguntas; algunas de tal calidad, que doña Sales tenía que afinar su delicadeza y discreción para   —131→   contestarlas. Durante mediano rato fue su busto guitarra o pandereta de aquellos señores, que la tocaban por aquí y por allí, aplicando el oído, y observando cómo entraba y salía del corazón la sangre, y los ruidos que hacía por aquellos caños y tubos internos. Satisfecha la curiosidad científica, los sabios pasaron a deliberar al gabinete próximo, y Miquis reclamó la presencia de Ángel, pues la consulta, en buena ley, debía verificarse delante de una persona de la familia. La discusión no fue en verdad muy larga, El más viejo de los tres, el Sr. Carnicero, glorioso veterano de San Carlos, sostenía que la insuficiencia aórtica; perfectamente apreciable a la auscultación y al tacto, era esencial, mientras que el otro, Moreno Rubio, teníala por fenómeno sintomático, y calificó el mal esencial de endocarditis, originada por accesos reumáticos sucesivos, que habían ido lesionando paulatinamente el tejido del corazón y disminuyendo energía. Señal de la endocarditis era la palidez del rostro de la enferma, sin perjuicio de su robustez, la hinchazón de las piernas, y los dolores pungitivos en la región precordial. Por virtud de la misma insuficiencia aórtica dilatábanse los ventrículos, produciendo la compensación. Pero había el gravísimo peligro de que se rompieran las sinergias. Moreno Rubio, algo aficionado a emplear figuras en sus deliberaciones, completó su pensamiento en esta forma: «Si nos faltan las sinergias, mi querido Sr. Carnicero, si esas activas mediadoras entre el sistema nervioso y la función cardíaca nos presentan la dimisión, un breve síncope puede traernos un desenlace muy funesto».

  —132→  

-Oyó el anciano con expresión de incredulidad benévola el dictamen de su compañero, que había sido discípulo, y le faltó tiempo para calificar la enfermedad de asma esencial, explicando, en apoyo de su opinión, el proceso de la esencialidad, que Moreno Rubio y Miquis habían oído mil veces de boca del maestro, así en la cátedra como en las consultas, Y casi casi lo podían repetir de memoria sin equivocarse ni en una sílaba. Firme en su doctrina, propuso el Galeno del antiguo régimen las emisiones sanguíneas y los derivativos. Moreno Rubio se manifestó contrario en absoluto a las sangrías, ventosas y sanguijuelas, y recomendó la convallaria, los tónicos; la digitalina y el uso constante de los bromuros, indicando para los accesos de disnea inhalaciones de oxígeno.

En cuanto a Miquis, más avanzado aún que su compañero, si aceptaba el diagnóstico de éste, no estaba de acuerdo con él en el tratamiento, y era partidario de la menor cantidad posible de medicación farmacéutica. De Carnicero aceptó los purgantes, de Moreno la cafeína; pero rechazó la digitalina, prefiriendo la preparación de la digital a estilo casero, cociéndola y administrándola en infusión. En cuanto a las sangrías, no había que pensar en semejante cosa.

Luminoso fue el debate, y muy bonito para cualquier academia, aunque para la salud de doña Sales resultaba de una esterilidad manifiesta, pues ya fuese el mal como lo describía el uno, ya como el otro lo pintaba, el peligro era indudable, y así lo reconocían ambos desde sus respectivas posiciones científicas,   —133→   acordes también en el desastroso efecto que había de producir en la enferma toda impresión moral demasiado fuerte. La paz del ánimo era el auxiliar más positivo de la acción terapéutica, mucho reposo, y ninguna contrariedad. Hermanando con arte supremo la psicología y la medicina, Miquis les explicó el carácter entero y tozudo de doña Sales, su propensión a la inflexibilidad y a las resoluciones inquebrantables. No había más remedio que evitarle la contradicción, y procurar en todo caso que su rígida voluntad no tuviera que romperse ni doblarse: Esto se lo dijo a sus compañeros para que lo entendiera Ángel, que escuchaba todo con atención profunda.

Terminada la consulta, volvieron los tres al lado de doña Sales (ya nuevamente apasionada dentro de su corsé y en postura de besamanos), para despedirse de ella y darle consuelos y esperanzas, asegurándole con la hipocresía más caritativa que se hallaba muy bien. Contestoles la paciente con gratitud, y también les endilgó su poquito de farsa hipócrita, diciéndoles que se notaba mejoradísima, y que la consulta le infundía una confianza y una seguridad a prueba de disneas y síncopes. Siguieron unos toquecitos de broma por parte de Miquis, y se disolvió la junta, siendo Carnicero el primero en desfilar. Partió después Moreno Rubio, a quien el marqués de Taramundi ofreció su coche, y en la sala quedaron Augusto, Ángel y D. Cristóbal Medina, que pretendía pasar a saludar a la enferma. Hízolo con permiso del médico, y en tanto Miquis y Ángel hablaron brevemente.

-Ya lo has oído, querido Ángel. Tu madre puede vivir ¿quién lo duda? si conseguimos restablecer la   —134→   regularidad circulatoria, ayudados del reposo moral. ¡Lo moral, el espíritu!... Maldita llave. Como se destemple, cuenta que se te desafinarán todas las notas de la gaita. No sería yo médico si no fuera un poquito psicólogo, y no veo salvación para tu madre si no conseguimos equilibrar su temperamento. Considera que tus lamentables desacuerdos con ella, de diez años acá han contribuido no poco a las averías de su trastornada mecánica vascular. No echo sobre ti toda la culpa; la reparto por igual entre los dos. Si tú eres terco y absoluto, absoluta es ella y de una pieza. Pero tú no estás enfermo y ella sí. A ti te corresponde ceder, transigir, quitar de en medio todas esas diferencias de apreciación y de conducta, aparecer... digo aparecer porque no me atrevo a mayores pretensiones, aparecer en completa concordancia con ella, dispuesto a someterte a su voluntad y a vaciarte en el molde de sus opiniones.

Impresionado por la consulta, y por la situación de su madre, cuya gravedad entendió tan bien como los médicos, Guerra no decía nada, mostrando su conformidad con enérgicos movimientos afirmativos de cabeza, resuelto a poner en ejecución lo que su amigo le recomendaba, por creerlo no sólo conveniente, sino justo y profundamente humanitario.

Pasó después Augusto al cuarto de doña Sales, a quien, halló en gran parla con Medina, muy animada y risueña. Leré le preparaba la mesita para comer, ayudada por Ción, la cual mostraba en este trajín doméstico una oficiosidad graciosa y una diligencia que solía concluir con romper algún plato. Lo primero que hizo Miquis fue alejar a Medina, diciendo   —135→   que la conversación, aun con persona tan juiciosa, perjudicaba a la enferma; despidiose el otro; sirvió Leré la comida, y mientras doña Sales despachaba con mediano apetito una sopa tapioca y un alón de pollo, con medio vaso de vino en agua de Seltz, el médico psicólogo la preparó para el paso crítico de la entrevista, empezando por asegurar que Ángel no parecía el mismo, tal mudanza habían hecho en él los desengaños. Convenía, pues, en provecho de todos, que el delincuente arrepentido fuese tratado con consideración, no abroncándole con el recuerdo de sus botaratadas. Si se comprometía doña Sales a pasar una esponja sobre todo lo pasado, Augusto salía garante de la sumisión incondicional del hijo.

La enferma creyó, o afectaba creer lo que su médico le decía, y a todo se avino, luciendo aquel formulismo social que tan magistralmente manejaba. Miquis empleó su viva imaginación y su fácil palabra en un ingenioso trabajo sugestivo para incrustar, digámoslo así, en la mente de doña Sales la idea de que no debía permitirse la emoción más leve ante su hijo, recibiéndole como si le hubiera visto aquella misma mañana y todos los días. En suma, pretendía crear en la enferma un estado psíquico normal, y con tal arte presentó la cuestión, que la señora, echándose a reír, se dio por bien sugestionada y le dijo: «Sí, si estoy convencida de que Ángel no ha faltado de casa un solo día... Basta de brujerías, doctorcito. No necesito que me manipule usted más. Quedamos en que no ha pasado nada extraordinario, en, que le recibiré como si le hubiera visto hace una hora y viniese de una corta diligencia en la calle, por ejemplo,   —136→   de preguntarle a usted si tomo la digital dos veces o cuatro durante la noche. Y para concluir, si ese tonto está oyéndonos detrás de la puerta, que entre de una vez. No, si no me altero, si estoy tranquila... Entra, bobo, y basta ya de comedia».




X

Entró, y a pesar de todas las preparaciones, tanto él como doña Sales experimentaron al verse frente a frente, una emoción que no por bien reprimida dejaba de traslucirse. Ángel, sombrío y balbuciente, dijo a su madre: «Mamá, estoy aquí... deseando agradarte... y si eres indulgente... como creo...

-¿Qué es eso de indulgencias? -rectificó Miquis prontamente-. Tú entras diciendo que yo ordeno y mando que tome la digital cuatro veces por la noche.

En el rostro de doña Sales fluctuaba una sonrisa; tan pronto iniciada como desvanecida y vuelta a iniciar sobre sus labios incoloros. Hizo sentar al reo en la butaca próxima, y con aparente tranquilidad le dijo: «He estado bastante malita... es decir, muy mal, lo que se llama muy mal, no, ya me siento bien».

Acerca del brazo enfermo de Ángel, no pronunció una palabra. Observaba callando. El hijo en tanto no sabía qué decir, y su situación era la de un menor de edad que vuelve de cumplir condena en el colegio por desaplicación o travesura grave. Habló del tiempo y de las enfermedades que asolaban a la familia de su amigo D. Cristóbal Medina. «María Juana -dijo-, no levanta cabeza hace tres meses, y su tío   —137→   don Serafín tiene paralizado todo el lado izquierdo». Después expresó risueñas esperanzas respecto a su propia curación, alentada por Miquis, que le aseguraba podría andar por toda la casa la semana próxima, metiendo en cintura a todos sus sirvientes. El médico se retiró intranquilo, con el recelo de que, cuando él no estuviera delante, no irían las cosas tan a la buena de Dios. Confiaba en la prudencia de Guerra, quien, como culpable, carecería de vigor ofensivo y defensivo; pero temía que la iracunda doña Sales no pudiera contenerse y se disparara. Al despedirse de Ángel en la puerta, le recomendó que en caso de altercado evitara toda réplica descompuesta, y añadió que si algo ocurría, se le avisase sin pérdida de tiempo. Vivía muy cerca de allí.

Mandó a Leré su ama que abriese el cuarto de Ángel. Ya la muchacha se había anticipado a esta orden, y el señorito tenía su habitación dispuesta para dormir. Pero él declaró que se quedaría en vela, acompañando y cuidando a su madre, pues Leré y Basilisa debían de estar rendidas. «Más lo estarás tú, hijo -le dijo la enferma-, que acabas de llegar, y anoche no dormiste en cama». Como él insistiera, doña Sales no quiso llevarle la contraria. Después de acostar a la chiquilla, Leré preparó a la señora para el descanso nocturno, quitándole el corsé, colocando las almohadas bien mullidas en la silla larga donde dormía, pues no se acostaba en cama desde que se le agravó la enfermedad, liando en su cabeza un pañuelo de seda, envolviéndole los pies en bayetas. Explicó al señorito los medicamentos que se habían de administrar, añadiendo que a la menor duda la   —138→   llamase, pues ella tenía el sueño muy ligero y acudiría con prontitud. Puesta en el lavabo la lamparilla enfermera, con pantalla, retirose Leré, y se acostó vestida en su cama por orden de la señora. El sosiego y la calma reinaba en la alcoba y todo hacía creer que la enferma pasaría bien la noche.

Al quedarse solos, la madre y el hijo se contemplaron sin hablarse. «Si me dice algo fuerte -pensaba Ángel-, o me callaré como un muerto, o le diré a todo que sí». Doña Sales no tenía sueño, pero respiraba con facilidad, síntoma favorable. El sueño vendría. Lo malo era que habiéndose acostumbrado a no ver al hijo durante su enfermedad, el tenerle allí la impresionaba, motivando una fuerte congestión de pensamientos en el cerebro. Del mismo modo, para Guerra era una gran novedad hallarse frente a su madre después de ausencia tan larga, y de tantas aventuras y lances peligrosos. Tampoco él tenía ni pizca de sueño, a pesar de la mala noche anterior. Miraba a su madre y le parecía mentira que estuviese callada, que no soltase contra él todo el fuego de su carácter despótico. Pasó algún tiempo en semejante situación, ella mirándole, él viéndose mirado y sintiéndose como delante de un juez. Llegó a pensar que más valía un corto y vivo diálogo de explicaciones que aquel silencio sordo, precursor de tempestades. Doña Sales lo rompió al fin, diciendo a su hijo en tono muy pacífico: «Mañana es menester que visites de mi parte a la familia de Medina, y te enteres de cómo están en aquella casa. Es una gente a la cual debemos mil atenciones».

Ángel replicó que lo haría con mucho gusto, y a   —139→   sus palabras siguió otra pausa larguísima. Pero si doña Sales no hablaba a su hijo más que con los ojos, el volcán le hervía por dentro. Con la voz interior, doña Sales echaba de este modo los tiempos a su hijo:

«¡Y quieres hacerme creer en tu arrepentimiento, grandísimo farsante, hipócrita, insensato! Tu sumisión es una comedia inventada por el bueno de Miquis, deseoso de evitarme disgustos y con los disgustos la agravación de mi enfermedad; comedia a que te prestas tú, porque en medio de tus extravíos quieres algo a tu madre, y no deseas su muerte... ¿Pero cómo he de creer en tu arrepentimiento, si tus ideas están remachadas, si tu carácter es puro bronce? Finges someterte para que yo no empeore. ¡Ay! ¡si este corazón mío no estuviera descompuesto, cómo te arrancaría yo esa máscara infame! Pero más vale que me contenga. No quiero morirme, no quiero, pues la idea de que esta casa, de que esta pobre niña van a quedar en tus manos, sin traba alguna, me horripila, me quita la conformidad con la voluntad del Señor, y me hace morir sin paz, tal vez en pecado mortal... Me contendré y fingiré creer en tu arrepentimiento».

Al llegar a esto, doña Sales se agitó un poco, manifestando alguna ansiedad en la respiración. Acercose alarmado Guerra; pero la señora le dijo: «No es nada... Éter, un poco de éter...» La enferma pareció tranquilizarse, y firme en su papel, volvió a decir que se sentía mejor. «No es preciso que veles. Estarás rendidísimo. Échate en el sofá, y descabeza un sueño».

Ángel no quiso obedecerla en esto, y se sentó frente a ella, vigilándola con profundo interés. Sin mirarle,   —140→   doña Sales continuó con la voz interior su catilinaria en esta forma:

«Cuando un hombre olvida su posición social, el respeto que debe al nombre honrado de sus padres, como lo has olvidado tú, no tiene derecho a ser admitido en la compañía de las personas regulares. Yo me avergüenzo de ti y de tu conducta, y cuando me cuentan tus hazañas, se me oprime el corazón y se me paraliza la sangre. Aquí tienes la causa de mi enfermedad. Nos esforzamos en no dar a conocer nuestra pena, y por dentro se desarregla toda la máquina... Yo le doy esto al más pintado, a ver si lo resiste. Una persona como yo, que en su familia no ha visto nunca más que ejemplos de honradez, de cristiandad y de moderación, ¿ha de sufrir con calma que su hijo, su unigénito, se pase la vida entre la gente más desalmada, tramando conspiraciones soldadescas, pretendiendo invertir la sociedad para traernos aquí la anarquía, y eso que Taramundi llama el cuarto estado, que yo entiendo es el populacho ignorante, vengativo y puerco? ¿Hase visto delirio semejante?... Pero ¡ay, hijo mío, que si todo esto es mucho, tu hazaña última da a todas quince y raya! Todo lo sé, todo lo sé, que aquí tengo a mis amigos que me informan punto por punto... Y por fin no han fusilado a ese Campón; lo que prueba, como dice Taramundi, que aquí no hay Gobierno, y estamos a merced de los pillos... Pues no contento con mangonear en todo ese infernal desbordamiento revolucionario, se sospecha que anduviste con los que asesinaron vilmente a los dignísimos oficiales que iban a cumplir con su deber... Esto, esto me ha llegado al alma... Esto, esto me   —141→   abrió en al corazón la brecha por donde se sale toda la sangre a borbotones para correr y agolparse donde no debe... Esto, esto me ha formado aquí, en medio del pecho, el nudo horrible que ataja la sangre y me corta la respiración. Podría yo haberme resignado a la vergüenza de tu radicalismo bárbaro, de tus conjuraciones dementes, y a que te divorciaras de tu familia y de mis amigos de toda la vida; pero esto de unirte a los asesinos, esto de matar a hombres de honor, esto, Ángel, es tan grave que... que... ¡Ay, Dios mío, paréceme que me entra la disnea!... No, me contendré... Alejaré del pensamiento las ideas tristes, y procuraré ahogar la cólera... Dios mío, ¿cómo quieres que viva así? No es posible. Rezaré un poco, a ver si pasa. ¡Virgen Santísima, que no me ahogue tan pronto!... Ya, ya pasa. No ha sido más que un amago... Respiro bien».




XI

Entre tanto Guerra, sin sueño alguno, inquieto al ver que su madre no dormía, y no atreviéndose a entablar con ella un diálogo festivo para entretenerla, pues temía que a lo mejor las expresiones cariñosas se agriasen en los labios del uno o del otro, dejaba correr sus miradas por el techo de la habitación, y sus pensamientos por toda aquella última etapa de su vida, tan llena de extraños accidentes. La imagen y el recuerdo de Dulce le perseguían. Consideraba lo que padecería la infeliz, sola y sin recursos, ignorando las causas de la ausencia de él. «Anoche salí con propósito de volver pronto -pensaba-, y esta es   —142→   la hora. ¡Pobre Dulce! No dormirá en toda la noche... Se le ocurrirán mil desatinos... que me ha cogido la policía... qué sé yo... ¡Cuanto más considera uno la farsa de este convencionalismo en que vivimos, más ridícula nos parece! Yo pregunto ¿qué razón humana ni divina, bien entendido lo divino y lo humano, se opone a que yo traiga conmigo a Dulce cuando vengo a esta casa, a que nos quedemos aquí los dos, viviendo con mi hija y mi madre...? Pero ya oigo la respuesta. Ninguna razón, divina ni humana se opone; lo que se opone es el comedión social, y el carácter y las ideas de mi madre... ¡Dulce en esta casa! Parece que sólo de pensarlo revienta un volcán, o se abren las cataratas del cielo y se nos viene encima otro Diluvio Universal. Nada, nada, para que yo sea persona decente, digna de alternar con los Medinas, Bringas y Taramundis, es preciso que abomine de aquella infeliz mujer que no sabe vivir ni respirar sino por mí y para mí. ¡Pretensión ridícula que yo la abandone! Mi mayor gozo sería traerla aquí, y decirle: «De todo esto que ves, de toda la comodidad y amplitud de esta crasa, participas tú, y del cariño de mi hija, y del afecto de mi madre. Viviremos los cuatro tan contentos». ¡Qué sueño, qué delirio!... No puede ser. Hay que romper con esto o con aquello... Tengo por seguro que si Dulce viviera aquí, sería para mi hija una verdadera madre, y si mi madre se amansara y fuera otra, Dulce sería para ella una hija cariñosa. La pobrecilla está formada de esa substancia moral, blanda y fina, que se amolda a todo lo que la rodea, y se adapta mejor cuando lo que la rodea es bueno. Pues si mi madre estuviera bien de salud   —143→   y me hablara de esto... ¡Oh qué cosas le diría yo! ¡Cómo razonaría mi conducta, cómo le explicaría por qué quiero a esa mujer, y por qué olvido sus culpas y su pasado negro, obra de su propia mansedumbre y de la miseria! Yo me río a carcajadas de los escrúpulos sociales, y del fariseísmo de todo ese vulgo tiránico y egoísta que quiere gobernarnos...»

Doña Sales había cerrado los ojos. Por efecto de la prolongada quietud física, Ángel sintió también algo de pesadez en sus párpados. Pero repentinamente se despabiló, cual si hubiera oído la voz de la enferma que le increpaba. La miró, cerciorándose, por su aspecto, de que reposaba tranquila, al menos en apariencia. Volvió a cerrar los ojos, y entonces la voz interna vibró dentro de él, hilando conceptos iracundos, que no eran divagaciones, como los de antes, sino más bien réplicas a algo que doña Sales no le había dicho, pero que muy bien le habría podido decir. Óigase la réplica:

«Parece mentira, mamá, que sostengas cosa tan contraria a la verdad de los hechos. ¡Que yo me debo a mí propio mis desgracias!... ¡que todo el mal que sufro es obra mía!... ¡que tú te has desvivido por rodearme de bienes, y yo he tirado esos bienes por la ventana! Pero, mamá, vamos a cuentas, y examinemos un poco lo pasado. ¿Quién es responsable del mayor mal de mi vida, de mi matrimonio, sino tú? En aquel tiempo, yo sentía en mí los instintos cismáticos; pero aún conservaba la forma ortodoxa, la obediencia. Yo te quería y te respetaba sobre todas las cosas, y tu voluntad era sagrada para mí. Influida por esos amigos de la familia, que tú admiras y veneras   —144→   tanto como yo les detesto, te empeñaste en que me había de casar con Pepita Pez. «Pero, mamá, si Pepita Pez no me gusta, si no congeniamos... Es más, me figuro que yo no le gusto a ella. Soy muy rudo, ella muy fina, superficial, educada en el formalismo madrileño, en el culto de las apariencias, trasunto fiel de la tontería remilgada de su papá y de todos los Peces...» Recuerda cómo te volabas cuando yo te decía esto, recuerda también los elogios que hacías de la chica. Entre ella y su padre, con adulaciones y marrullerías, te habían trastornado la cabeza... «Nada, nada, tonto. Que te has de casar, y que te has de casar, y que te has de casar... ¿Qué entiendes tú de mujeres? Pepa es un ángel, y en la intimidad te prendarás de ella». Yo tenía ya ideas propias, pero conservaba el hábito de sacrificarlas a las tuyas. Me sentía niño ante ti, como cuando me sentabas sobre tus rodillas. Nada me afligía tanto como disgustarte... «¿Con que te empeñas en que me case, mamá querida? Pues allá voy, te obedezco, soy tu esclavo... ¡Prueba terrible y cara! Pago con mi felicidad mi patente de hijo sumiso... En efecto, aquello salió como debía salir: no necesito recordártelo. Mi mujer y yo fuimos, desde los primeros días, de una incompatibilidad desesperante. Todo lo que a mí me desagradaba, gustábale a ella. Su presunción, su frivolidad me atormentaban más que la sequedad de su alma. Me ofendía con sus trajes, con su incesante callejeo, con sus artificios, con su desamor y con sus mimos y patatuses cuando no la complacíamos en cualquier estúpido capricho. Lo que pasé, mamá, lo que sufrimos, ¿cómo ha podido olvidársete? Escapamos de aquel suplicio gracias a la pulmonía   —145→   que se la llevó. ¡Y todavía el mamarracho de don Manuel Pez aseguraba que yo maté a disgustos a su pobre niña! ¿Te acuerdas del día en que nos liamos de palabras en el comedor de esta casa, y arremetí a él y por poco le ahogo? Ese Pez y otros como él nulidades huecas, fariseos y escribas de este dogmatismo imbécil de las conveniencias sociales, han sido los determinantes de mi conducta rebelde y de mis aficiones anárquicas. Cuando me quedé viudo, considereme indultado de una terrible condena, y dije: «ya no obedezco más...» Pues te diré, ya que aquella lección no te curó de tus mañas autoritarias, que Dulce es la antítesis de mi mujer. Esta, y no aquella, merecería ser la madre de tu nieta. Esta, y no aquella, endulza y alegra mi vida. Esta, y no aquella, debiera reinar en nuestra casa, al lado tuyo. Pero no cederás en esto, lo sé. Primero correrán las montañas, y los bueyes pastarán en las nubes, y las aves darán de mamar a sus polluelos... No, no me eches la culpa de que se te haya trastornado el corazón. Culpa más bien a tu carácter absorbente y despótico, que no admite ni la desobediencia más leve, ni la réplica, ni siquiera la opinión de los demás. Encontreme atado con mil lazos, algunos legítimos, otros no; quise romper los que más me oprimían, y tirando, tirando se rompieron todos. Soy revolucionario por el odio que tomé al medio en que me criaste, y a las infinitas trabas que poner querías a mi pensamiento. Te lo expliqué mil veces, y nunca lo quisiste entender. Volveré a explicártelo cuando estés mejor, y puedas oírme sin peligro».

Doña Sales no dormía. Deseando conciliar el sueño,   —146→   y librarse de aquel suplicio de la voz interna, apretaba los párpados, evocaba el descanso y el olvido, poniendo en práctica para ello ciertas recetas de higiene cerebral, como rezar tantos o cuantos Padres nuestros y Avemarías, hacer sumas y restas, o contar cifras altas. Pero ni por esas. El verbo interior saltaba por encima de todo aquel fárrago aritmético y piadoso con que ahogarlo se pretendía, y clamaba de esta suerte:

«¡Cualquier día me engañas tú a mí con esa humildad de farsa! ¡Quién sabe si, aparentando quererme y respetarme, habrás traído a casa contigo a esa mujerzuela!... Puede que en estos momentos la tengas escondida en tu cuarto o en otra habitación de la casa... No, no, esto sería el colmo. A profanación tan grande no te atreverás; y si te atrevieras, Braulio y Leré no lo consentirían... Pero ¡bah! como yo me muera, seguro es que te faltará tiempo para meterla aquí, y ponerla al frente de la casa, gobernándolo todo, personas y cosas... Dios mío, ¿esto cabría en lo humano? ¡Mi Ción en poder de esa...! ¡Mi casa...! No, no, no quiero pensar tal disparate. Toda la sangre se me lanza al pecho en terrible catarata, y me ahogo, se me paralizan los miembros, se me acaba la vida. Dios mío, Virgen Santísima, libradme del infierno de esta idea. Si me muero, que muera en paz. Alejad de mí la cólera; que no espire, no, rabiando».




XII

Bastante después de medianoche, Guerra se adormeció, apoyando el codo en el brazo de la butaca, y la cabeza en el puño cerrado. Fue tan solo un bosquejo de sueño, sin perder totalmente la apreciación de lo real; pero entre brumas y contornos indefinibles se le presentó la visión de la máscara griega con el cabello erizado, la contracción de espanto en su boca cuadrangular. Al volver en sí, vio que a su madre se acercaba una persona, de leve andar y forma escurridiza. Era Leré, envuelta en su mantón, y descalza, con medias. Había venido a echar un vistazo a la señora, y hallándola despierta, habló con ella. Acercose también Ángel, y doña Sales les riñó a entrambos por empeñarse en velar cuando menos necesidad había de que se molestasen. «Idos a acostar -les dijo-. Y tú, Ángel, no seas terco, ni me enfades. Vete a tu cuarto y descansa, que quizás lo necesites más que yo. Leré, que tiene el sueño ligero, me dará la digital. Además yo me voy a quedar dormida ahora mismo pues ya me está entrando un sueño que no me lo merezco».

Guerra no se dio por convencido; pero salió un rato a fumar un cigarro, y al volver, media hora después, a la alcoba de su madre, encontró a ésta sola y tan despierta como antes. A las interrogaciones cariñosas del hijo, contestó que, a pesar del insomnio, se, sentía muy bien. La buena señora no tenía ya fuerzas en su espíritu para guardar ante el delincuente aquella reserva   —148→   y compostura que se había impuesto. Su pasión autoritaria podía más que su prudencia, y rompiendo los frenos, se lanzaba al exterior sin que nada pudiera contenerla. No obstante, aún desplegó las últimas energías de resistencia, no ya para contener la expresión; cosa imposible, sino para encerrarla en una fórmula irónica, como la que emplean los oradores de peor intención.

-Hijo de mi alma -le dijo, haciéndole sentar a su lado-, tu arrepentimiento ha de influir mucho en mi salud. Créeme, siento una gran mejoría desde que has vuelto. Ahora, no hay que decir que tus acciones buenas serán tan extremadas como antes lo fue tu mala conducta... No, no es preciso que hagas promesas. Si no desconfío de ti, vaya... Basta que tú lo hayas dicho, para que yo lo crea. Ahora, moralidad, juicio, respeto a todo el mundo, y olvido de tantos errores. ¿No es eso lo que piensas?

-Sí, mamá -afirmó Guerra, creyendo que no debía decir más, y para sí, hizo el siguiente comentario-: «Me hablas irónicamente. No crees que yo esté arrepentido, ni mucho menos. Te conozco bien y adivino tus pensamientos».

-Bueno -añadió doña Sales-. Y al entrar aquí, has abominado de las malas compañías... de ambos sexos; has dado al diablo ciertas relaciones, que a mí me parecieron siempre vergonzosas, y a ti te lo parecen ahora también.

Sí, mamá; todo, todo concluido -afirmó Ángel besándole una mano.

Doña Sales miraba al techo, y agitando ligeramente los labios como si rezara, decía para sí:

  —149→  

-¡Cómo me engaña este pillo! Y se figurará que creo su farsa.

Guerra comprendió que su madre se excitaba con aquel diálogo, en el cual, ninguno de los dos se expresaba con sinceridad, y rogándole que dejase para mejor ocasión el tratar de asunto tan resbaladizo, reiteró su propósito de no darle más disgustos.

-Todo se te puede perdonar -dijo doña Sales; ex abundantia cordis-, si rompes con esa mujer de mala vida.

-Pero mamá, si ya te he dicho que... Vamos, no te inquietes... Eso concluyó... Te juro que...

-Eso, eso me gusta... Me agrada que jures, porque no has de jurar en falso. Una idea me causa terror, la idea de que después de muerta yo, entre en esa mujer y...

-Pero mamá, ¡qué cosas se te ocurren! En primer lugar, no te has de morir. En segundo lugar, no existe tal mujer.

-¡Cómo me trastea, cómo me engaña!  (Para sí, moviendo la cabeza con la mímica de la incredulidad.)  Y en alta voz, tomando un tono solemne:«Te aseguro una cosa. Si supiera que tu hija había de quedar en poder de los Babeles y Babelas, preferiría que muriera conmigo, y pediría a Dios que conmigo se la llevara.

-Mamá, por Dios, ¿de dónde sacas esas ideas?  (Trémulo y displicente.)  Te transtorna el insomnio. Yo también, cuando paso toda una noche sin dormir, digo mil disparates... Ya sabes que los descalabros me han... hecho reflexionar... Ya notarás que soy otro... No pienses ahora más que en ponerte buena.   —150→   Viviremos en perfecta concordia... Pero qué ¿no lo crees?

-Sí, lo creo.  (Afinando el tono de su ironía) ; ¿pues no lo he de creer? ¿Cuándo he dudado yo de una declaración tuya?

-Se burla de mí.  (Aparte, frunciendo los labios.)  La culpa es mía, porque no sé fingir, y la sinceridad que ahuyento de la boca se me sale por los ojos.  (En alta voz.)  ¿Cómo quieres que te lo pruebe?

-No, si no necesito más pruebas... Estoy convencidísima. Me basta con lo dicho. Tienes razón: en perfecta concordia, eso es. No hemos de cuestionar por un más o un menos. ¡Qué dicha! Eres todo mío, pensarás con mis pensamientos, y obrarás con mis acciones.

-No lo digas en broma, pues es verdad. Ponte buena pronto, y verás cómo no tienes por qué quejarte de mí.

Doña Sales calló durante largo rato. Ángel fue quien primero rompió el silencio:

-Todavía no has oído mis explicaciones, y tus palabras más bien parecen irónicas y mortificantes que consoladoras y sinceras como yo las necesito.

-Mis palabras serían de otra manera -dijo doña Sales, sacando de improviso su austeridad, como un gato saca las uñas-, si las de mi hijo no fueran mentirosas y...

Se le cortó el aliento y no pudo concluir. Ángel sintió en su interior el brinco enorme de su genio impetuoso, incapaz por más tiempo de permanecer achicado y escondiéndose de sí mismo. Por uno de esos impulsos instantáneos, que en los temperamentos   —151→   vivos son como vibraciones eléctricas y que apenas dejan tras sí responsabilidad, rechazó sin violencia la mano de su madre, que tenía entre las suyas, empezando una frase que al instante truncó: «Pero cómo quieres que te hable si...»

Rehaciéndose, balbució esta enmienda cariñosa: «Mamá, por Dios, no me quieras mal», e intentó volver a tomarle la mano. Pero doña Sales se la había llevado al pecho, y estirando el cuello y abriendo espantados los ojos, exhaló un angustioso gemido, presa de violentísimo acceso de disnea. Comprendiendo en seguida la gravedad de la situación, Ángel llamó a gritos a Leré, quien no tardó en acudir presurosa.

La cabeza caída hacia atrás, la boca abierta y trémula, la madre de Guerra parecía querer tragarse todo el aire de la habitación, cogiéndolo a bocados. Pero el aire no entraba, porque el movimiento de inspiración resultaba imposible. Consternado ante aquel espectáculo, Ángel no sabía qué hacer, y salió, corriendo para mandar venir a Miquis. Leré, más serena, aunque también alarmadísima, empleó el éter sin ningún resultado. La señora se calmaba un momento, y luego volvía el pérfido ataque con más violencia. Viendo que con el éter no conseguían nada, rompieron un tubito de tila en un pañuelo, para que la sorbiera por la nariz. Ni por esas. En tanto, todos los de casa se levantaron; entró Basilisa en refajo, llegó también Braulio a medio vestir, poniéndose las gafas. Leré propuso los maniluvios, recordando que el médico los había prescrito para un caso como aquel. Todos corrían de aquí para allá. Mientras se calentaba el agua, pasó algún tiempo en cruel incertidumbre.   —152→   La señora no se ahogaba ya; pero había caído en profundo sopor, y no contestaba a las expresiones cariñosas de su hijo ni de los demás que la rodeaban. Cuando le metieron las manos en el agua caliente, lo más caliente que se podía resistir, abrió los ojos. «Mamá, mamá -le dijo Guerra queriendo animarla con caricias-, serénate. Eso no es nada. Miedo, aprensión. Si estás bien... Míranos, contéstanos. Aquí estamos dispuestos a curarte contra tu propia voluntad».

La enferma sonrió vagamente, arqueando las arrugas que contornaban su boca. No era fácil apreciar si aquella expresión de sus labios secos y de su faz rígida y amarilla era un sentimiento de placidez por verse entre los suyos, o de desconfianza, o de profunda ironía. Poco duraron las esperanzas de Ángel, Leré y los demás, ante tan leves apariencias de mejoría, porque de súbito fue acometida del ahogo en un grado tal, que todo su cuerpo se estremecía, contrayendo enérgicamente los brazos. Abatiose después toda aquella energía como enorme castillo que se derrumba; cesó el esfuerzo por respirar, y del fondo del pecho salió un hervor sin cadencia ni ritmo, como de olla puesta a la lumbre. En aquel instante, entró presuroso el canónigo Pintado, abrochándose la sotana, y en cuanto vio el rostro de su amiga dijo lúgubremente: «La Extremaunción... pronto... que Lucas avise corriendo a la parroquia». Se puso a mascullar entre dientes rezos y más rezos. Aplicaron además a la enferma sinapismos en el pecho, en las extremidades. Cuando Miquis llegó, el rostro de doña Sales se descomponía intensamente, hundíansele los ojos, y de su boca salía una cadencia estertorosa, que disminuyendo,   —153→   disminuyendo, como el ruido de algo que con enormísima rapidez se aleja, llegó a ser imperceptible. Todos aguzaron el oído tratando de atrapar los últimos golpes de aquel péndulo que se paraba en la lejana inmensidad, y luego se miraban unos a otros preguntándose con los ojos si habían oído algo. Miquis, tétrico, no decía nada, pues nada tenía que decir. Despuntaba la aurora cuando hasta los más reacios en admitir la tremenda evidencia de la muerte, se convencieron de que la pobrecita doña Sales no vivía ya.