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ArribaAbajo- IV -

Leré



I

La situación de espíritu en que Guerra quedó al perder a su madre, no puede ser comparada sino al aturdimiento o conmoción cerebral del que sufre una violenta caída y se rompe la cabeza. El estupor, la pena, el cansancio le embarullaban las ideas, y no podía darse cuenta clara de lo que ocurría. El instante aquel breve y terrible del tránsito de doña Sales, subsistió estampado en su mente con relieve hondísimo. El sueño no le ayudaba a despejarse, y las treinta horas que transcurrieron desde la muerte hasta que la llevaron, las pasó en una especie de trastorno febril, incapaz de disponer nada. Por lo demás, su iniciativa no hacía ninguna falta, porque allí estaban Leré y Braulio para atender a todo. El bueno del administrador no cesaba de llorar a moco y baba, mientras iba y venía, organizando el entierro. La muchacha de los ojos bailones, traspasada de pena, la disimulaba con su entereza de ánimo, y amortajó a su ama ayudada de Basilisa. Las demás criadas alborotaban la casa con sus lloriqueos. Leré pasó todo el día y la noche, salvo los ratos en que tenía que atender a Ción, junto al cadáver de la señora, rezando, y lo mismo hizo, aunque con menos constancia, D. León Pintado.

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Encerrose Ángel con su hija, negándose a recibir visitas, y sólo Braulio entraba a darle cuenta de lo que disponía con plenos poderes del que ya era su amo. Después del entierro, lucidísimo, negose también a recibir a los amigos, atendiendo a su delicada situación jurídica, pues no podía figurar como presente en Madrid sin riesgo de ser detenido. A obviar este inconveniente, acudió con su influencia el oficioso marqués de Taramundi, quien, después de hablar con el Gobernador y aun se cree que con el Ministro, pasó a tranquilizar a Guerra, diciéndole que la autoridad le consideraba como ausente siempre que no se presentase en público, lo cual no significaba que estuviera libre de responsabilidad por su participación en los sucesos de Septiembre, sino que, en atención a las circunstancias, se le exigiría pasado el novenario. En vista de esta lenidad gubernativa, que era el colmo de la contemporización, Ángel recibió a los más íntimos de la casa, que iban a darle el pésame. Fatigosas eran las visitas, y atrozmente antipáticos para Guerra muchos de los que se presentaban con dolorido rostro, enmascarando la curiosidad y el fisgoneo. Pasó, entre otros malos ratos, el de la visita de su suegro, D. Manuel María del Pez, con quien cambió las frases reglamentarias, frías e hipócritas, apropiadas a la situación. Aborrecíanse cordialmente, y uno a otro se deseaban todo el mal posible. Pez hubiera llevado al patíbulo a su yerno, si pudiera, y lo menos que Ángel pedía a Dios para su suegro era una pulmonía fulminante o un mal de miserere. Mientras le tuvo allí, echaba frenos y más frenos a su palabra escurridiza para no   —156→   decirle cuatro insolencias, porque según contó a Guerra su amiga, la señora de Medina, el tío aquel se había permitido comentar la muerte de doña Sales del modo más inconveniente. «No me queda duda -había dicho en casa de la San Salomó-, de que la ha matado el botarate de su hijo... Crean ustedes que este es un caso de estrangulación moral... Conozco al asesino y sus mañas infames, porque de ellas fue víctima mi pobre Pepita. Ese mata sin comprometerse, y en el caso de la pobre doña Sales, no me atrevo yo a jurar que la estrangulación haya sido puramente moral». No se satisfacía Ángel con despreciar estas malicias, y si no se hallara tan abatido al recibir a Pez, le habría puesto la cara verde o roja.

Lo más singular del caso era que la brutal especie lanzada por D. Manuel Pez para molestar a su enemigo, tenía un eco siniestro en la conciencia de Guerra. A los pocos días de fallecer doña Sales, se inició en él un aplanamiento tristísimo y una depresión del amor propio, que se le representaban por medio de vagas imágenes del orden material. Su alma era como un vaso lleno de líquido, el cual, por la depresión aquella del amor propio, descendía hasta desaparecer casi completamente, permitiendo ver el fondo del vaso. En dicho fondo aparecía la responsabilidad por la muerte de su madre. Ni con los afectos, ni con los afanes de la vida material podía Guerra llenar el vaso, cuya vacuidad creciente le aterraba. Y lo peor era que su conciencia no se detenía en la responsabilidad moral, sino que iba más allá, con audacia increíble, buscando el goce supremo de la justicia (que en aquel caso era un placer insano, como el del llagado   —157→   que por nervioso impulso toca sus propias úlceras), y examinaba, cual instructor receloso, los hechos de la última noche para deducir su culpabilidad material en la muerte de la infeliz señora. «Cierto que ella no me había perdonado -decía-, más que en forma irónica, y que yo lo comprendí así; pero cierto es también que yo no me había arrepentido de mi conducta, ni abjurado mis ideas. Yo fingía y ella también. Asimismo es verdad que yo sentía en mi alma deseos de complacerla, de encontrar una fórmula, modus vivendi para evitar discordias en lo sucesivo. Pero ni ella ni yo podíamos llegar a un arreglo sin mentir, y en esto consistía la gravedad de mi situación frente a ella... Mentir... o sacrificar a la pobre Dulce... ¿Cuál de estos dos partidos era preferible? Los dos me parecían peores. Pero puesto a fingir, debí hacerlo con más arte. Ahora veo claro que mi madre se violentaba horriblemente para no romper en denuestos contra mí. Si me hubiera reñido con la violencia que solía desplegar, quizás viviría todavía. Recuerdo que todo mi afán, la noche de la muerte, era sostener aquella angustiosa situación, semejante a la de dos combatientes que mirándose se apuntan con armas de fuego montadas a pelo, sin atreverse a disparar... Bien lo decía Miquis: Si se rompen las sinergias, estamos perdidos. Y las sinergias se rompieron, causando la muerte; las rompí yo. Porque, sí, tengo que acusarme, y me acusaré mientras viva, de un acto brutal, movimiento instintivo que fue como el levísimo impulso que descarga un arma de fuego. Yo tenía una mano de mi madre entre las mías. Algo me dijo que me hirió en lo más vivo   —158→   de mi amor propio. Rechacé la mano casi sin darme cuenta de ello. Fue una de estas vibraciones del temperamento que no se pueden refrenar. La mano que yo rechacé, se la llevó mi madre al pecho. En aquel instante... no sé qué pasó en su interior... se desquició todo dentro de ella. Hubiera yo dado mis dos manos por no haber rechazado la suya como la rechacé. Mientras viva me acordaré de mi ademán, que en cualquiera otra ocasión habría sido insignificante, pero que entonces, ¡ay! se pareció tanto a tiro... que más no puede ser».

Esta idea le atormentaba día y noche, y al avanzar del tiempo, más tenazmente a su magín se adhería, y su espíritu se iba encapotando más, llenándose de sombras. Era pasión de ánimo, quizás monomanía, y esperaba verse libre de ella cuando pudiera salir, esparcirse y perder de vista los objetos y personas que rodearon a la difunta. Entre tanto se distraía con Ción, que ni un momento se separaba de él. El cariño que siempre tuvo a su hija, tomó en aquel singular estado de su ánimo, proporciones de un amor insensato, absorbente, quisquilloso, que ni un punto podía dejar de manifestarse, ya complaciendo a la chiquilla en cuanto se le antojaba, ya prodigándole ternezas y caricias a toda hora, vinieran o no a cuento. A Leré le disgustaban estos extremos, y Guerra, que en sus arrebatos pasionales solía perder toda idea de equidad, achacaba la actitud de Leré a celos. «Porque tú -le decía- pretendes ser única en querer a la niña, y no toleras que yo la quiera más que nadie». Sobre esto disputaban y Leré le argüía de un modo tan razonable y discreto, que el otro no sabía que responder.

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Tratábala con mas intimidad cada día, y a pesar de la ceguera intelectual en que le puso su conciencia turbada, reconoció en la maestra de Ción un espíritu recto y prodigiosamente equilibrado, en quien el sentimiento y el juicio obraban con la ponderación más perfecta.

¿Y Dulcenombre?




II

No olvidó Guerra en aquellos días luctuosos a su compañera de ilegalidad, a la que con él había compartido las dificultades de la existencia, fortificándole y sosteniéndole con su adhesión sin límites y su buena mano para el gobierno doméstico. Como la había dejado sin blanca, en cuanto pudo, envió a Lucas con una carta que contenía el dinero necesario para no perecer; y a los tres días de muerta doña Sales quiso repetir el envío por cantidad mayor, la cual pidió a Braulio. Al dársela el buenazo del administrador le dijo: «Lleva cuenta de lo que entregas a esa... familia, y no te corras mucho. Los mil reales de hoy, con los que me pediste dos días antes de tu llegada a esta casa, hacen dos mil...»

Sorprendido y alarmado, replicó Guerra que no recordaba semejante petición; a lo que añadió Braulio algunas palabras acusándole de falta de memoria.

-Trastornado estás, querido -le dijo-, y no te acuerdas hoy de lo que hiciste ayer. Como es natural, conservo la cartita en que me pedías te enviase mil reales con toda urgencia, pues te hallabas en la mayor penuria.

-El trastornado eres tú -insistió Guerra-, y conservo   —160→   perfectamente la conciencia de mis actos para saber que no escribí semejante cartita, en la fecha que dices.

La confusión pasó entonces del rostro del amo al del servidor, que sofocado, limpiándose el copioso sudor de la frente, corrió en busca de la esquela, y la trajo y la puso ante los atónitos ojos del hijo de doña Sales.

Sorpresa y turbación en ambos. Guerra leyó los caracteres aquellos, y los tuvo por suyos; pero segurísimo de no haberlos escrito, descifró el enigma en esta forma:

-Querido Braulio, no te asombres de haber caído en el lazo, porque mi letra está falsificada de un modo perfecto. ¿Quién te trajo esta carta? Si no fue ese pillo de Fausto Babel, pongo mi cabeza a que fue el mequetrefe de Policarpo.

-Si he de decirte la verdad, no distingo bien las fisonomías de los Babeles -dijo Braulio abanicándose con el hongo, porque sentía un calor excesivo-. Yo no vi más fisonomía que la tuya, es decir, tu letra, y di los cuartos. Claro es que no dije nada a tu pobre mamá. Como en la carta se decía... míralo, lee... que si te enviaba el dinero, saldrías de tu escondite secreto y volverías a casa, no quise preguntarle al emisario por tu residencia. Entregué los cincuenta duros y te escribí, informándote del grave estado de tu mamá, y diciéndote que vinieras, que serías bien recibido. Como a los dos días pareciste, atribuí tu vuelta a las razones que te daba en mi carta. Veo que me estafaron indignamente tus amigos, y pues me dejé sorprender por las apariencias de tu escritura, esa cantidad la perderé yo.

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-No, no faltaba más. La pierde quien la debe perder, yo. No se hable más de eso, Braulio, y para otra vez, desconfía de mis cartas.

Tanto le dolía el fraude, que le faltaba poca para echarse a llorar mientras que Guerra, afectado por el descubrimiento, no pudo olvidar en todo el día la imagen fatídica de los Babeles de una y otra rama. Con vigoroso esfuerzo mental quería extraer del seno de familia tan execrable la persona de Dulce, como quien, escarbando, saca una joya de entre las basuras del muladar. Diríase que intentaba cogerla con un palito por no mancharse los dedos; pero cuando ya la tenía casi salvada, volvía a caer y a perderse entre la inmundicia. Al escribir a la joya, anunciole que iría pronto a verla, y le encargaba que por ningún motivo ni pretexto fuese en busca de él. Aunque se tenía ya por amo de su casa, y lo era realmente, no gustaba de ver en ella a la persona que doña Sales aborrecía con toda su alma. Recibirla entre aquellas paredes habría sido una grave injuria a la memoria de la finada, una especie de provocación póstuma, y aquel hombre de ideas positivas se encontraba a la sazón en un principio de desquiciamiento moral, y le pasaban por la mente ráfagas de supersticioso y pueril miedo.

Otro fenómeno digno de observarse era que se sentía retenido en su casa por misterioso imán. Antes de la muerte de su madre, encontrábase mejor fuera que dentro, y ahora, si alguna vez hacía propósito de salir de noche con las precauciones que exigía su situación jurídica, pronto buscaba y encontraba pretextos para quedarse. Engañándose a sí propio, atribuía   —162→   su pereza al temor de ser aprehendido; mas no era temor de lo de fuera, sino un inexplicable apego a lo interior de aquella morada lo que le retenía. ¿Era quizás la satisfacción del novel propietario? Quién sabe si algo habría de esto; pero más bien convendría señalar otras causas, el amor de Ción, por ejemplo, que llegó a ser en él una pasión absorbente.

La chiquilla le pagaba en la misma moneda: siempre quiso a su papá más que a su abuela, sin duda porque él la mimaba, y la abuelita no. Jugando con la niña, o departiendo con ella o iniciándola en la lectura, sentía Guerra inefable dicha. Traviesa y alborotada, Ción era un prodigio de inteligencia, y a veces hacía preguntas que paraban a cualquiera, y daba respuestas maravillosas, en las cuales al través del candor infantil se vislumbraban destellos de la ciencia divina. «Papá, ¿por qué reza tanto Leré? Si Dios le concede a Leré todo lo que le pide, ¿por qué no conseguimos que no se muriera la abuelita?... Papá, te diré una cosa: cuando la abuelita decía que tú eras malo, Leré te defendía... para que lo sepas... Papá, ¿el morirse qué es? Y los niños que se mueren, ¿crecen luego en la vida de allá, o se quedan siempre chiquitines?... ¿Quieres saber cuánto te quiero?... ¿como cuánto? Pues te lo diré. Como de aquí al Cielo... No, eso es poco, porque el Cielo está cerca. Como de aquí al Cielo tantas veces como pelos tenemos tú y yo en la cabeza, contando también los pelos del gato... mil veces. Papaíto, ¿te estarás ahora siempre en mi casa, o vas a marcharte a la otra casa que tienes?...»

Ción pronunciaba correctamente, y construía las frases como una persona mayor, lo que hacía más encantadora   —163→   su charla. Sólo eran infantiles el tono y las ideas; pero en la dicción poco o nada tenía que aprender. Otra particularidad suya era que tramaba mentiras e inventaba historias con mil detalles de realidad que las hacían verosímiles. Esta mala costumbre se la combatía Leré; pero a Guerra le caían tan en gracia los donosos embustes de su niña, que los alababa, aparentando creerlos y a veces creyéndolos a pie juntillas... A lo mejor, iba contando que había llegado a la puerta de la casa un hombre con barba y preguntando por D. León Pintado, y que éste salía a recibirle, y el desconocido le entregaba una caja, de la cual sacaba después el canónigo chorizos, morcillas y una máquina de hacer pitillos. Indagado el caso, ¿qué resultaba? Pues todo mentira. Otra vez llevaba el cuento de que Faustina, la cocinera, recibía cartas de su novio, que era barbero, y le había dado palabra de casarse... Y una tarde el barbero se había metido en la casa, y llegó Braulio y tuvieron unas palabras... El barbero le dijo a Braulio que él era pobre, pero honrado... y Braulio le contestó al barbero que muy bien, muy bien, sí, pero que se pusiera en la calle. Estos cuentos con trazas de verdad no lo eran, y Ción los tramaba a cada momento, imitando la realidad con ingenio pasmoso. No condenaba Guerra en absoluto estas facultades imaginativas, que, según él, eran el tanteo instintivo de la propia fuerza pensante; sostenía que, el pensar se inicia en la infancia bajo la forma imaginativa, y que las mentiras desarrolladas con perfecta lógica eran, más que un vicio infantil, una gimnasia. A tales sofismas, contestaba Leré prohibiendo terminantemente   —164→   a su discípula el referir nada que no hubiese visto.

Cuando Ción dormía y Leré rezaba, Ángel, no pudiendo separar en su ánimo la atracción de la maestra y la de la discípula, se entrometía también en las prácticas religiosas de la pobre muchacha, haciéndole mil preguntas acerca de sus creencias, rebatiéndoselas suavemente, indagando a qué santo se encomendaba y por qué prefería unas devociones a otras. La bondadosa Leré no se ofendía por aquella intervención impertinente, y replicaba con bastante soltura y donaire. Como sus creencias eran firmes, y ninguna sugestión podía quebrantarlas en su espíritu, no le afectaba la argumentación del papá de su discípula. Oía en perfecta calma, y si acertaba con la respuesta, dábala sin orgullo; si no sabía qué contestar, se callaba, renunciando a ganar laureles en el campo de la controversia; mejor dicho, dejaba a su amo los laureles, quedándose ella con la fe, que era, a su juicio, lo importante.

-No creas -le dijo Ángel en una de aquellas polémicas por él provocadas-, que me disgusta notar en ti esa firmeza de convicciones, esa fe ardiente, ciega, como debe ser la fe, y capaz de llevarse tras sí las montañas. Yo no creo lo que tú crees; pero me da por admirar a los que creen así, con toda su alma, sin hacer de la fe una máscara para engañar al mundo y explotar las debilidades ajenas. Las personas que hacen gala de proscribir todo lo espiritual me son odiosas. Los que no ven en las luchas de la vida más que el triste pedazo de pan y los modos de conseguirlo, me parecen muertos que comen. Lo mejor sería que   —165→   hubiera en cada persona una medida o dosificación perfecta, de lo material y lo espiritual; pero como esa ponderación no existe ni puede existir, prefiero los desequilibrados como tú, que son la idea neta, el sentimiento puro. Porque no hay que darle vueltas, querida Leré; una idea, la idea tiene más poder que todo el pan que puede fabricarse con todo el trigo que hay en el mundo.

Leré convino en esto, y como Guerra le preguntara si las causas de su vocación religiosa eran todas puramente subjetivas (le salían de dentro fue la frase que empleó) o si por el contrario, eran de carácter externo o social, contestó la joven de los ojos temblones que había de todo, aunque más parte tenía lo de dentro que lo de fuera en su manera de ser. A la tarde siguiente, hallándose los dos en el cuarto de Ción, mientras ésta preparaba un convite en su cocina y en su comedor muñequil, Leré contó al amo ciertos sucesos de su vida que aquél ignoraba, y que cautivaron grandemente su atención.




III

Historia de Leré.

-Desde; muy chiquita -dijo la maestra-, gustaba yo de pensar en Dios y en las cosas del Cielo, poniéndome a discurrir cómo será la Gloria Eterna, cómo el Infierno y el Purgatorio, y cómo sería la cara de Nuestro Señor Jesucristo y de la Santísima Virgen, cuando estaban en el mundo. Oía leer a mi tía Justina las vidas de santos, y deseaba yo ser también santa, y tener ocasión de que me martirizaran. Doce   —166→   años escasos tendría yo cuando comprendí que no es preciso que vengan moros, judíos ni romanos a abrirnos en canal o rebanarnos la cabeza, para que haya mártires en estos tiempos, pues suplicios sin fin hallamos en donde quiera, y verdugos muy malos entre nuestros semejantes, y aún en nuestra propia familia. Mi madre fue mártir y yo también lo he sido, aunque no todo lo que me conviene. Ya sabe usted que mi padre tenía el vicio de la bebida. Era cantor en la catedral de Toledo, y el señor Deán tuvo que echarle, porque un día de la octava de Corpus hizo la barbaridad... usted calcule... de soltar en medio de la Misa unas coplas de zarzuela. ¡Lástima de hombre! porque según dicen, mejor músico que mi padre no lo hubo en la catedral, y para enseñar a los chicos el solfeo se pintaba solo. Pero aquella desgracia de la bebida le perdió, y echado del coro, tuvo que dedicarse a marchante de antiguallas para mantener a la familia. Andaba siempre a caza de azulejos, pedazos de trapo, aleros de casas viejas, clavos de puertas, y otros mil desperdicios de loza y hierro, que vendía a los pintores y a los ingleses. Puso tienda de cachivaches en la calle de la Obra Prima, y crea usted que sin el maldito vicio, hubiera salido adelante; pero el pobre, en cuanto cogía dinero, a la taberna derechito; volvía furioso a casa y pegaba a mi madre. Un día tuvo una cuestión con otro marchante sobre media docena de clavos que habían arrancado a una puerta de la calle de las Tendillas, y por si los clavos son tuyos o son míos; el otro le dio a mi padre un fuerte golpe en la nuca con un candelero de bronce, y mi padre cayó sin sentido. Dos semanas estuvo si vive si muere,   —167→   y yo nací en aquellos días. Dicen que el grandísimo susto que pasó mi madre fue causa de que me salieran los ojos así. No lo sé.

Para que usted comprenda lo desgraciada que fue mi madre, le contaré otra cosa: los primeros hijos que tuvo se volvían monstruos a poco de nacer. Mi hermano Juan, el único que vive de los cuatro primeros, es monstruo... Usted no le ha visto, y si le viera, se horrorizaría. De la cintura abajo, todo su ser es momio y blando como si no tuviera huesos; la cabeza de hombre, el cuerpo de niño, los brazos y piernas como fundas vacías. Ha cumplido veinticinco años, no puede andar ni a gatas, y si le ve usted en la mesa donde le tienen, con los brazos y piernas formando como un lío y en el centro la cabeza, no comprenderá que aquello es persona humana. Come por tres y no habla; sólo sabe gruñir como un animal, y repetir con perfecta afinación los trozos de música que oye. Rarísima vez despide algún destello de inteligencia; pero tan poca cosa, que no llega ni a la que vemos en algunos perros y gatos. De sentimiento no está mal: es cariñoso con los que le cuidan, y manifiesta su alegría y su amor con los ojos, mirando fijo, fijo, y así con cierto ángel. Hoy le tienen y le cuidan mis tíos, que viven junto al Pozo Amargo, y no hay obra de caridad que a esta se compare, porque otros le habrían tirado a un muladar o en mitad de un camino. Pero aquel par de santos, mi tía Justina y mi tío Roque, no faltan a la ley de Dios... y para que vea usted si son buenos... hasta le quieren, sí, señor, y dicen que si se les muriera, llorarían.

Pues verá usted. Después de haber tenido cuatro   —168→   monstruos, no todos iguales, pues hubo uno totalmente sin piernas, y otro con la cabeza deforme, mayor que todo el cuerpo, me tuvo a mí. Antes de tenerme, no cesaba de pedirle a Dios que no saliera yo monstruo, y el Señor la escuchó, porque, a pesar del gran susto que había pasado la pobrecilla cuando descalabraron a mi padre, no saqué más monstruosidad que esta cosa que tengo en los ojos, que no puedo remediar el bailarlos ni me doy cuenta de ello. Mi madre, loca de contenta porque yo no era monstruo, me crió con todo el regalo que podía, en su pobreza. A los dos años, otro hijo... otra vez el temor de que saliera fenómeno. Pero no fue así. Mi hermano Sabas, el más pequeño de todos, nació sin defecto, y se crió encanijadito; pero vive, y bueno y sano está. Siempre ha sido un ángel de bondad, y su vocación por la música se manifestó desde que no levantaba del suelo más que tanto así. Era un milagro de Dios aquél chico. Todo cuanto cantar oía repetíalo con una voz y unos gorjeos que parecían ecos de la Gloria. A los seis años le llevaron a la catedral, y el maestro de niños de coro se hacía cruces, porque en poniéndose a enseñarle algo, resultaba que ya el chico lo sabía. En fin, que todo cuanto hay que aprender en música, se lo sabía él por inspiración de Dios. Bien enterado está usted de que unos señores de allá, por iniciativa de D. José Suárez de Monegro, consiguieron que la Diputación le pensionara para estudiar aquí, en el Conservatorio. ¡Qué prodigio! A los diez años, primer premio de piano; para él no hay dificultades. Échele usted piezas y piezas de compromiso: se las bebe como agua: sus dedos son los dedos de los serafines que tocan delante   —169→   de Nuestra Señora. Por fin, bien sabe usted que doña Sales y otras señoras le pensionaron para que fuera a París y Bruselas a perfeccionarse, y allá está. Diecisiete años tiene ahora mi Sabas, y vea usted, vea usted lo que dicen estos papeles que mandaron de allá.  (Mostrando un periódico extranjero.)  Que es el asombro de sus maestros, y que será el primer pianista de Europa, el nuevo Mozart... porque también compone, y maravillosamente. Lo que me entristeció cuando doña Sales recibió estos papeles y los leímos, fue que le llaman monstruo, y yo digo: que le llamen lo que quieran, pero monstruo no.

Dispense que haya trabucado el orden de lo que le refiero. Pierdo la chaveta siempre que hablo de mi hermano Sabas. Vuelvo atrás para seguir contando al hilo. Pues señor, yo tenía ocho años, y mi hermanito cinco cuando murió mi padre, ¡de qué manera! Primero se quedó ciego y baldado, y le daban unos arrechuchos terribles de la rabia de no poder ir a la taberna. No había más remedio que darle aguardiente, porque si no, rompía la cama y las sillas, y se arrancaba el pelo, echando por aquella boca unas blasfemias que daban horror. Se murió un Jueves Santo, cantando los salmos del día, ¡qué preciosos! con aquella voz de bajo que era un asombro, y que con el aguardiente, créalo usted, se le había hecho más baja todavía... Dejonos bastante mal, porque en los últimos tiempos el infeliz había malbaratado todos los trastos viejos de su comercio. No quedaba más que una chinela o zapatilla bordada de oro, que decían fue de una reina mora, y valía un dineral; pero como mi madre era bastante descuidada, se la robó una vecina, no se si   —170→   para venderla o para usarla. Gracias al tío de mi madre, el beneficiado D. Francisco Mancebo, que fue siempre protector y amparo de toda la familia, no nos moríamos de hambre. Nos fuimos a vivir a la parroquia de San Lucas, a una casa muy pobre, que tenía un cuartucho alto, donde mi hermano el monstruo estaba constantemente, dentro de un cajón. No quería mi madre que nadie le viera; pero los chicos de la calle se subían por las rejas de la casa de enfrente para mirarle, mi madre salía furiosa y les cascaba, y con este motivo había en la vecindad pendencias y zaragatas. Yo cuidaba a mi hermano, que a veces se ponía como rabioso, dando mugidos y echando espumarajos por la boca: si nos acercábamos a él, nos mordía. El único remedio para esto era tocarle música o cantarle alguna cosa, y mi hermano Sabas, que sabía todos los cantos de iglesia y todas las coplas de los ciegos, se ponía en la puerta del cuarto, y cantaba, imitando también el órgano... No, no se ría usted: le cuento la verdad. Metiéndose los dedos en la boca, y poniendo los labios no sé cómo, imitaba el registro flauteado, los bajoncillos, dulzainas y qué sé yo, con tanta perfección que parecía que estaba usted oyendo el órgano de la catedral. Mi hermano Juan dentro de su cajón, hecho un ovillo, llevaba el compás con la cabeza, y así se amansaba hasta dormirse.

Si no se cansa usted, sigo contando, que ahora entra lo más gordo. A los seis meses no cumplidos de morirse mi padre, mi madre hizo la tontería de volverse a casar. ¡Disparate mayor...! ¡Y qué marido fue a escoger! Mi padrastro era un trajinante que vivía en las Carreras, llamado Escolástico, holgazán,   —171→   feo, pobre, tonto y enfermo. No se podían atar dos cuartos de cominos con semejante hombre, y mi madre, que lavaba entonces la ropa de algunos señores canónigos y beneficiados, le tenía que mantener. Al mes de casados, ya nuestra casa era un infierno, y mi madre y yo teníamos en el cuerpo más cardenales que los que hay pintados en la Sala Capitular. A mi hermano Juan le tomó aquel bárbaro grande ojeriza, y un día, hallándose mi madre en el río cogió el cajón del pobre monstruo y lo puso en mitad de la calle. Toda la vecindad se arremolinó para verle, y los chiquillos le cogieron por su cuenta, tirándole chinas y metiéndole pajitas por las orejas. Yo no podía impedirlo, y no hacía más que llorar. Mi hermano bramaba, y en una de aquellas arremetidas de los granujas, logró pillar entre los dientes el dedo de uno de ellos, y por poco se lo arranca. ¡Qué alboroto, Dios mío! Había usted de ver a mi padrastro riendo como un salvaje. En esto llega mi madre, y lo mismo es ver el cajón en medio del arroyo, ¡pin! cae con una pataleta. Las vecinas la auxiliaron, y el bruto seguía riéndose. No tiene usted idea de la tremolina que se armó pues los chicos, insolentándose más, arrastraron el cajón por la calle abajo. Me parece que estoy viendo los ojos del pobre monstruo, que centelleaban; el rechinar de sus dientes se oía desde lejos. Total, que no sé en lo que habría parado tanta barbaridad si no llega a aparecerse por allí mi tío el beneficiado Mancebo, que ha sido siempre nuestro paño de lágrimas. Pues se puso muy incomodado, y terciándose el manteo, la emprendió a pescozones con los chicos, le dijo a mi padrastro que era un pedazo de   —172→   acémila, y le hizo traer el cajón a casa... Al mes de esto, mi madre, que lavaba la ropa de los familiares y tenía mucho metimiento en Palacio, fue a ver al señor Arzobispo para que la descasara, y, como era natural, el señor Arzobispo la mandó a paseo. Mi padrastro era un haragán, y se pasaba el día tumbado o de parola con los amigos. Gracias que le subiera a mi madre del río los sacos de ropa. No ganaba algún dinero más que en Semana Santa, poniéndose la armadura para salir de guerrero en la procesión, o cargando las andas del Cristo de las Aguas. A mí me aborrecía, no sé por qué, y un día me colgó del techo por los pies, y sacó un gran cuchillo con el cual decía que me iba a abrir en canal. Mis alaridos atrajeron a la vecindad, y una vecina llamada, como yo, Lorenza, le dio cuatro pescozones a mi padrastro, que se quedó con ellos. En fin, para no cansar a usted, aquellas buenas señoras de Rojas, tías de don Braulio y hermanas del señor Magistral, me sacaron del infierno en que yo vivía, para ponerme en las monjas de San Clemente, donde me enseñaron lo poquito que sé, y viví tranquila, y fui instruida en todo lo que toca a nuestros deberes para con Dios.

Diré a usted que mi mayor gusto en el convento era trabajar y rezar. La holganza y la cháchara y el juego no me satisfacían, y esto no lo digo por alabarme sino porque es verdad. Mucho gozaba yo pensando en los misterios, figurándome la pasión y discurriendo sobre todo lo que abraza nuestra fe. En las horas de trabajo meditaba, y meditando sentía en mi alma consuelos y alegrías que de ningún otro modo entiendo que se pueden tener. Una noche se me apareció   —173→   la Virgen y me habló... Ya sé que se reirá usted con lo que voy a contarle; pero no me importa. Lo que digo, digo, y tómelo usted como quiera.




IV

Pues sí, señor, se me apareció la Virgen y me dijo: «Pobrecita, tú has nacido para padecer y ser esclava. Alégrate, que la mejor de las voluntades es obedecer siempre, y la mejor libertad no tener ninguna, y esperar sólo trabajos, obligaciones, molestias, y en una palabra, esclavitud. De niña, fuiste sometida a mil pruebas difíciles. Mujer, sometida serás a mayores pruebas. No pienses en nada agradable para los sentidos; no te recrees más que en sufrir, y acude siempre a donde quiera que veas dolores, miserias y penalidades. Desprecia la felicidad, y humíllate siempre, pues siempre has de ser sierva...» Así me habló, palabra por palabra, y por esto aunque la vida del convento me gustaba, como las señoras de Rojas no querían que me quedase allí, dispúseme a obedecerlas y a ir adonde me llevasen... Pues verá usted: otra noche se me apareció mi madre y me dijo: «Hija de mi corazón, me he muerto. Reza por mí y no te cases nunca». Al día siguiente supe la muerte de mi madre, ocurrida repentinamente. Fue una angina de pecho, según me contaron. Sintiose malita al volver del río, y se echó sobre la cama: a media noche era cadáver. Mi padrastro no vivía ya con ella, y según dijeron, andaba con los Juanillones... A mi hermano el músico le habían pensionado ya, y estaba   —174→   en Madrid. ¿Y el pobrecito monstruo? ¡Ay! Esto era lo que a mi me ponía en grandísima inquietud. Por dicha de él y mía, le recogieron mis tíos, y con ellos vive.

A poco de quedarme huérfana, las señoras de Rojas me llevaron consigo ¡qué pena dejar el convento! Pero como la Santísima Virgen me había dicho «ríete de la felicidad... obedece siempre... abomina de todo lo que te gusta» no hice la menor resistencia. ¡Y cuánto me querían aquellas señoras! Enseñáronme mil cosas útiles, y cuando murió la mayor, doña Cayetana, doña Pía me recomendó a su madre de usted para niñera o institutriz de Ción. Una tarde me trajo el Sr. Pintado a Madrid, en el tren, y en la estación estaba D. Braulio esperándome. Dos años hace que entré en esta casa. Lo demás lo sabe usted, y aquí se acabó mi cuento. He procurado cumplir con mi deber, y ser esclava de la señora, la que me tomó cariño, y me trataba como una madre. Ella mandando y yo obedeciendo sin tener más voluntad que la suya, hemos vivido en perfecta armonía, como alma y cuerpo, que siendo dos, parecen uno. Llevose Dios a la señora; he cambiado de amo. Me consagro a cuidar la niña, siempre que usted no lo disponga de otra manera y me plante en la calle.

-¡Plantarte en la calle! Tonta ¡qué cosas se te ocurren! -le dijo Guerra con calor-. Ción y tú formáis ya una especie de unidad indivisible. Ni la niña puede vivir sin ti, ni tú sin ella, ni yo sin las dos... porque mi madre te enseñó a gobernar tan bien esta casa, que eres en ella insustituible... Acepto tu esclavitud como un beneficio del Cielo, y yo cuidaré de que las cadenas no te pesen mucho... Pero se me   —175→   ocurre una duda, y has de satisfacerla al momento. Vamos a ver: si yo me casara... comprenderás que no tendría nada de particular... pues si yo me casara y diera a mi Ción una madrastra, ¿te conformarías...?

-¿Yo?... ¡otra! ¿tengo algo que ver con que usted se case o se deje de casar?

-Te pregunto si, casándome yo, seguirías al lado mío.

-Obedezco siempre, lo mismo si me mandan irme, que si me mandan quedarme.

-¿Y obedecerías a mi mujer?

-Claro que sí... siempre que no me mandara cosas contrarias a la ley de Dios...

-Qué ley ni qué... Supongamos que te tiranizara, que fuera exigente, antipática, regañona; que te obligara a trabajar con exceso sin darte descanso, y que te regateara y te usurpara al fin el cariño de Ción. ¿La obedecerías?

-He dicho que sí.

-¿Fuera quien fuese?

Ante esta condicional, Leré vaciló un instante; pero pronto imperó en sí misma diciendo:

-Fuera quien fuese, porque yo nací para la servidumbre, para el cansancio, para obscurecerme y no ser nunca nadie, y cuando las cosas se me arreglan de otro modo, paréceme que es ilusión, o que Dios me pone delante una felicidad de pacotilla, a ver si me dejo engolosinar por ella y caigo en la tentación de preferir los bienes de esta vida a los de la otra.

Estas afirmaciones, que revelaban el temple de alma de la moza aquella, pareciéronle a Guerra inspiradas en un sentido falso de las cosas divinas y humana;   —176→   pero aun así la desmedida grandeza de tal idea le subyugaba, y enmudeció ante ella, tributándole el respeto debido a los errores que implican abnegación. Aquella noche no hablaron más que de cosas pertinentes al gobierno de la casa, en la cual, gracias a Leré, no se echaban de menos la autoridad y pericia doméstica de doña Sales. En esto la satisfacción de Ángel era completa, pues en lo tocante a su servicio personal, al orden de todas las cosas que directamente le atañían, nunca se vio en su propia casa tan bien atendido. Leré le cuidaba, no mejor que Dulce, porque esto era imposible, pero sí lo mismo, estudiando sus gustos, sus deseos y hasta sus manías, para que nada le faltase.

Pero fuera de lo perteneciente a su servicio directo y personal, a cada instante encontraba motivos para dar a conocer su carácter brusco y autoritario. Si con Leré no reñía nunca ni podía reñir, con Braulio andaba siempre de puntas por cualquier insignificancia. Bien conocía la honradez intachable del administrador, y sobre esto no había cuestión, pero le acusaba de torpeza, de olvidos, de entenderlo todo al revés. Gracias que aquel bendito era hombre de paciencia sin igual, y bien lo había probado en tiempo de doña Sales. Con Pintado también tenía Ángel agrias cuestiones, por el reparto de la considerable suma que su madre había dejado para misas. Trataba el nuevo amo al capellán y amigo de la casa sin ningún respeto, y tanto miedo llegó a cogerle D. León, que una tarde, despidiéndose a la francesa, no paró hasta Toledo. Con los testamentarios, Medina, Taramundi, D. Francisco Bringas y el marqués de Casa   —177→   Muñoz, los rozamientos eran continuos y de mucha aspereza. Cuando alguna duda surgía, Ángel opinaba siempre en contra, y en aquellos asuntos de indudable claridad, en que no había más remedio que someterse, lo hacia gruñendo, lastimándoles con palabras desabridas.

Bueno será advertir que en su testamento disponía doña Sales del quinto, destinándolo a obras piadosas y a sufragios por su alma. El resto de la fortuna constituía la legítima de su hijo, y ningún entorpecimiento hubo ni haber podía en la transmisión. A Guerra no le contrarió que su madre hubiese dispuesto del quinto de los bienes, pues era hombre muy desinteresado; pero le molestaba la ingerencia de aquellos señores, para él atrozmente antipáticos, y habría preferido que su madre le hubiera encomendado a él solo la distribución de mandas y limosnas. Una tarde le cogió de mal talante el pobrecito D. Francisco Bringas; palabra tras palabra, Guerra se cegó, y por poco hay la de Dios es Cristo. Paco después la emprendió con Braulio, a quien dijo que no sabía donde tenía la mano derecha. El altercado amenazaba tomar proporciones, porque el pobrecito del administrador, harto de sufrir, creciose al castigo, y sabe Dios lo que habría pasado, si Leré, cogiendo solo a su amo, no se hubiera permitido amonestarle con aquella severidad dulce que era su secreto. ¡Cosa extraña! La humilde jovenzuela, que alardeaba de no tener voluntad, aventurábase a reprender al que con su mal genio hacía temblar a todos los de casa. La que practicaba la religión de la obediencia, ejercía de autoridad con el déspota, obediente solo a sus caprichos.

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-¡Qué mal hace usted -le decía-, en no comprender que la cólera es un tormento que las personas se dan a sí mismas! Quiere amargarse la vida, como si la vida no tuviese por sí mil amarguras. Y es además pequeñez de alma enfadarse sin motivo con ese bendito de Dios. ¿Pero no ve usted que con esos regaños sin ton ni son, se aturrulla más, y el infeliz se equivoca y suda el kilo solo por el miedo que le tiene a usted? Lo mismo que acoquinar al pobrecito don Francisco Bringas, que es un palomo sin hiel. Pero el pobre señor, ¿qué ha de hacer más que cumplir la ley? Y no salga usted por el registro de que la ley es estúpida. Pero qué, ¿se va a poner el pobre don Francisco a reformarla? Estúpida o no estúpida, él la tiene que cumplir, pues para eso lo designó doña Sales. Es preciso que usted se amanse. ¿De dónde ha sacado que todos los que le rodean y le sirven estas obligados a sufrirle? Así no se puede vivir en el mundo. Mándeme usted a mí despóticamente, desahogue en mí esa fiereza, y trate a los demás con agrado y cómo se debe tratar a los semejantes.

De primera intención, Guerra le contestaba mandándola a paseo; pero la amonestación caía en su alma como un bálsamo y le aplacaba. A poco de esto, volvió a entrar Braulio en el despacho de su amo trayendo unos apuntes que aquel había pedido, y se pasmó de encontrarle bastante menos áspero que antes, y con cierta inclinación a la indulgencia. Al siguiente día, quizás por haber mediado una nueva fraterna de Leré, notaron todos en el señor suavidades inusitadas, que les llenaron de asombro. Por la noche, hallándose la fiera en su despacho, entró la toledana y le dijo:

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-Ahí está el bienaventurado D. Francisco Bringas. Trae una cara de terror que da lástima, y viene con el refuerzo del marqués de Taramundi, el cual me parece que no las tiene todas consigo. No sea usted soberbio, y recíbales como le recibirían ellos a usted.

No dijo más. Bringas y Taramundi se pasmaron de lo tranquilo y humanizado que estaba el hijo de doña Sales, y aquella feliz noche vieron expedito el camino para resolver algunas cuestiones pendientes en la testamentaría. El mismo Guerra se hizo cargo ¿cómo no? de la misteriosa autoridad de Leré sobre sus nervios insubordinados y sobre su genio díscolo y batallador. ¿Qué artes celestiales o demoníacas tenía aquella pobre mujer de los ojos temblones, para aplacar su cólera con cuatro palabras? ¿De dónde, de qué orden de sentimientos emanaba tal poder? Si era tan débil: que se declaraba obediente hasta el servilismo y humilde hasta la anulación de su personalidad, ¿cómo gobernaba lo más difícil de gobernar, las pasiones y la soberbia del nuevo amo? Guerra no entendía bien esto, ni se devanaba los sesos por penetrar las causas de tal fenómeno; pero ello es que sentía una inclinación efusiva hacia los temperamentos de paz y concordia siempre que se encontraba en compañía de Ción y Leré, recreándose en la travesura hechicera de la niña, y departiendo con la maestra, que moralmente le cautivaba, no sin que descubriera cada día en ella encantos físicos hasta entonces mal observados. Sus ojos bailadores le hacían muchísima gracia, y el cuerpecillo esbelto y ágil, las formas redondeadas y el abultado seno de la sierva no le parecían ciertamente de paja.



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V

-Hasta los seis días de la muerte de doña Sales, no pudo Guerra visitar a su querida; es decir, sí pudo; pero no se determinó a ello, por ser el deseo de ver a Dulce menos fuerte que la inercia que en su propia casa le retenía. Fue pues allá una noche, la primera que salió a la calle, ya con el brazo completamente curado, y sin olvidar las consabidas precauciones. ¡Qué mal efecto le hizo el portal mezquino y la escalera angosta y sucia de la calle de Santa Agueda! Cuando su amante le abrió la puerta y se echó en sus brazos, Guerra, dicho sea con verdad, experimentaba la misma emoción y la misma extrañeza que si hubiera estado ausente un par de años. Sintió en su alma las ligaduras que a su esposa fraudulenta le unían, y creyó ver en ella un cambio, un decaimiento que estaban sin duda más en su imaginación que en la realidad. A poco de entrar allí se le escapó esta frase: «Pero, hija mía, ¡qué flaca estás!»

-De pocas carnes era la moza; pero a Guerra se le antojó que no tenía más que los huesos y la piel, y que su seno no abultaba más que el de un hombre.

-¿Te pareces -replicó ella con ternura-, que no tengo motivos para enflaquecer? ¡Qué siete días estos!... Llegué a creer que me habías olvidado, que no volverías... Hace tres noches que no duermo ni pizca, pensando disparates... Claro, ahora que eres independiente y rico no me vas a querer.

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-No pienses tal. Ya ves que te mandé dinero y te escribí una carta -dijo él meditabundo.

-Sí; pero en tu carta me decías: «mañana iré», y ese maldito mañana era lo que no venía nunca.

Quiso Guerra enterarse minuciosamente de cuanto su compañera de ilegalidad había hecho en aquellos nueve días, y la simpática y flaca joven le informó de todo con efusión y gracia, dándole cuenta hasta de sus comidas y almuerzos, y añadiendo que la única persona que le había hecho llevadera tan triste soledad era su tío D. Pito. El recuerdo de los Babeles acibaró el gozo de Ángel, que empezaba a sentir hacia ellos repugnancia indecible, la cual, como sombra creciente, cogía también en parte a la pobre Dulce. Ésta creyó firmemente que Guerra se quedaría en aquella casa toda la noche, y cuando le oyó decir que pensaba retirarse entre doce y una, hizo lo que es de reglamento en toda mujer enamorada, protestó con lenguaje y mohines en que las quejas se mezclaban con el enojo, y el cariño con la exigencia. Grande era su estupor ante los escrúpulos de un hombre a quien siempre tuvo por el más despreocupado o independiente del mundo. La razón dada por Ángel. «pero, hija, ¡qué dirán en casa, figúrate qué pensarán de mí en casa» le hacía el mismo efecto que si oyera al diablo cantando misa. «No te conozco -le dijo-, y la muerte de tu mamá ha hecho de ti otro hombre». Felizmente, sabía ella conformarse a la voluntad imperiosa de su amigo, tragándose las hieles y llenándose de resignación. Gracias a esto, no estalló el altercado que en circunstancias tales suele producirse entre varón y hembra. Por fin, Dulce   —182→   misma aprobó aquel afán de guardar las formas, que era cosa tan nueva en el revolucionario incorregible; pero no pudo disimular la tristeza, compañera de los presagios que asaltaban su mente. Tanta formalidad parecíale de malísimo agüero: tras las apariencias de virtud vendría la virtud misma, la virtud tardía, la del diablo harto de carne, que es la más desastrosa de las virtudes, y el lazo aquel tan débil, a poco que su diablo se metiese a fraile, se rompería en nombre de la sociedad.

Las horas que allí estuvo, no habló Guerra más que de Ción, ponderando su belleza, refiriendo sus gracias, sus dichos y diabluras, con tal prolijidad y calor, que Dulce no pudo menos de ver en ello algo de manía. También ella amaba mucho a Ción, aunque no había tenido ocasión de mostrarle su cariño; y cuando pidió a su amante el favor de verla y abrazarla, Guerra se lo negó con rebuscados pretextos. En un instante de espontaneidad, por poco se le salen del pensamiento a los labios estas palabras: «No sabes tú bien cuánto te aborrecía mi pobre madre: si te traigo a la chiquilla, me parecerá que ultrajo la memoria de su abuela»; pero comprendió a tiempo cuán poco delicado era el argumento, y se calló.

-Yo quiero verla -insistió Dulce-. De seguro la querré tanto como tú, quizás más que tú. Me parecerá que es hija mía, y me consagraré a ella como si la hubiera llevado en mis entrañas.

Esquivó el muy pícaro la cuestión, prometiéndole, en términos vagos, que algún día podría satisfacer aquel anhelo, y poco después pensaba que su primera observación, al entrar, acerca de la flaqueza de su   —183→   esposa de contrabando, no era caprichosa. Las carnes de ésta, que nunca pecaron de lozanas, iban a menos con rapidez aterradora. En lo más recóndito de la mente de Ángel despuntaban ciertas comparaciones, en las cuales salía Dulce muy desfavorecida. Por fin, no olvidó contarle la estafa que los Babeles fraguaron contra él, falsificándole la letra, lo que Dulce oyó con terror, cruzadas las manos y exhalando suspiros. Y él, que rara vez había usado con su querida los temperamentos autoritarios, la ordenó que tuviese el menor trato posible con la familia, que se apartase de ella poco a poco hasta llegar a un alejamiento absoluto, como el de su hermana Cesárea.

-Pero hijo mío -replicó ella con verdadera consternación-. Si voy allá alguna vez, es para impedir que se mueran de hambre.

Guerra se calló, viendo ante sí un problema difícil de resolver. Subvencionar a los Babeles le parecía indigno y desmoralizador; sitiarles por hambre, crueldad inhumana, y encaminarles a su natural destino, que era la cárcel, el presidio o el manicomio, resolución incompatible con la amistad de Dulce.

Camino de su casa, entre doce y una, pensaba que la variación notada en su consorte ilegal era un fenómeno puramente subjetivo.«Yo soy el que ha variado -se decía, haciendo en sí mismo sondaje sincero y profundo; yo no soy el que era. La muerte de mi madre, la posesión de mi fortuna y de mi casa han hecho de mí otro hombre. Surgen a mi lado de improviso cosas y personas nuevas, y me siento amoldado a ellas aun antes de pensarlo. Cierto es que no somos dueños de nosotros mismos sino en esfera muy   —184→   limitada; somos la resultante de fuerzas que arrancan de aquí y de allá. El carácter, el temperamento existen por sí; pero la voluntad es la proyección de lo de fuera en lo de dentro, y la conducta un orden sistemático, una marcha, una dirección que nos dan trazada las órbitas exteriores. Para probarme a mí mismo que he variado, me pondré un ejemplo, que encuentro en mi realidad interior. Antes de la muerte de mi madre, cuando andaba yo por ahí en salteaduras políticas, mi sueño dorado, mi ilusión eran tener riqueza bastante para fundar un periódico en que defender mis ideas. Deliraba yo por el tal periódico, pensando que fácilmente produciría con él una gran excitación en todas las clases sociales. Pues bien: ya tengo la fortuna, soy dueño de crear mi órgano; y lo mismo ha sido poseer los medios que sentir repugnancia del fin. No, nada de papeles. ¿Para qué? ¿Para calentarme la cabeza y tener mil disgustos, y luego no sacar nada en limpio, porque el país no ha de agradecerme que yo quiera ilustrarle, y los revolucionarios tampoco me han de agradecer que me queme las cejas por ellos?... En resumidas cuentas, que mi fortuna y mi posición me infunden cierto escepticismo político, y mayor apego a la vida del que antes tenía, como si pasara de niño a hombre. No quiere esto decir que mis ideas respecto a la cosa pública no sean las mismas, ni que se amortigüe mi deseo de verlas triunfantes... pero habrá otros que trabajen por ellas... habrá tantos... tantos... que...»



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VI

Pasaban días sin que nada indicara que corría peligro la libertad de Guerra. Ni polizontes, ni alguaciles parecieron por la casa, y el delincuente juzgábase olvidado o quizás protegido por amigos influyentes. Algo de esto pasaba, porque el buen marqués de Taramundi le vendía protección, trayéndole algunas noches recados misteriosos, que con la debida cautela le decía al oído, y que poco más o menos eran del tenor siguiente: «Hablé con el Ministro, y puedes estar sin cuidado. No resultará nada contra ti. Fácil es que te citen... y en este caso, vas, declaras... y punto concluido. ¿Quién te va a probar que anduviste por los Docks aquella noche? Y aunque te lo probaran. No habiéndote cogido infraganti, nada puede resultar contra ti... Que te estabas paseando... Conviene, por prudencia, que no salgas de día, que no te dejes ver en ningún sitio público... porque... ¿qué necesidad hay de que la gente arme catálogos? Dirían tal vez que mientras se persigue a otros infelices que no tienen sobre qué caerse muertos, a ti, por ser pudiente, te dejan libre y, encima te dan confites. Esto no conviene que se diga, por el decoro del Gobierno». Guerra, la verdad, no se preocupaba ya poco ni mucho de su situación jurídica. Entre las escasas relaciones que tuvo aquellos días con sus compañeros de motín, la única digna de mencionarse es que escribió al capitán Montero, refugiado en París, y le mandó un socorro. De día se estaba quietecito en casa,   —186→   sin recibir más que a ciertas personas, muy bien avenido con la clausura, pues lentamente iba tomando gusto a los quehaceres de propietario, y las nociones que poco a poco adquiría de todas las particularidades referentes a su saneada fortuna le causaban cierta placidez melancólica. Hasta aquellos días no se enteró bien de lo que rentaban sus cuatro casas de Madrid y sus valiosas fincas urbanas y rústicas de Toledo, ni de lo que importaba el cupón de los títulos de 4 por 100 que poseía. Fue para él novedad grande el discutir con Braulio en qué colocarían las considerables sumas que aparecieron en metálico, ahorradas por la difunta, y que aún estaban sin empleo.

Porque conviene advertir, para que se comprenda bien el asombro que a Guerra causaba su heredada riqueza, que doña Sales, parte por su condición despótica, parte por avaricia, le había tenido siempre en un puño, como suele decirse, sin permitirle intervenir en los asuntos de la casa, ni enterarle de nada. Y él, por abandono, por rutina, tal vez por evitar disgustos o cuestiones, resignábase a situación tan desairada y a la escasez consiguiente, y ni siquiera pensó nunca en reclamar su legítima. Gobernaba, pues, la señora autocráticamente, como si no tuviera tal hijo, o lo creyera incapaz de administrar lo suyo.

Doña Sales, además, guardaba gran parte de sus rentas en diferentes sitios recónditos, mejor será decir que lo escondía, obedeciendo a un instinto de urraca que en personas como ella, debe clasificarse como una forma de neurosis. En el cajón bajo de su armario de luna, en las gavetillas de su neceser de costura en el lavabo, entre objetos de perfumería, en un   —187→   baúl que guardaba ropas de su marido, y hasta en ciertos escondrijos de la despensa, se encontraron cartuchos de monedas de oro y plata, billetes dentro de sobres cerrados. ¿A qué fenómenos de la voluntad obedecía esta ocultación esporádica de caudales, y su singularísima mescolanza, pues en algunos cartuchos se veían entre el oro piezas de cobre? Imposible desentrañar la idea generadora de semejante extravagancia, sobretodo en persona tan ordenada y razonable. Cavilando en ello, pensaba Guerra que su madre guardaba en tal forma el dinero para que él no pudiese encontrarlo. También pensó que en aquel caso no debía verse más que un instinto de los más primordiales dentro de la sociabilidad, instinto no modificado por la educación, y que se conserva como las más arraigadas mañas orgánicas: el goce secreto de la riqueza. La única persona enterada de aquellas mañas de la señora era Braulio, y sabía también que doña Sales apuntaba en un librito todas las sumas escondidas. La señora debía de gozar secretamente en dar a su picardía el carácter de colocación metódica de capitales, llevando cuenta y detalle de aquel escamoteo pueril, que era sin duda uno de esos recreos cerebrales que la psicología no ha puesto ni quizás pondrá nunca en claro. ¿Y con qué objeto metía perros chicos entre las monedas de oro, o cuentas de la lavandera entre los billetes? Quizás gozaba considerando la estupefacción del descubridor del hallazgo.

A poco de espirar la señora, Braulio dijo a Guerra que buscara el librito en la mesa de noche de la alcoba. Como no lo encontraran allí sospechó que estaría entre los colchones de la cama, y en efecto allí estaba:   —188→   Pues con aquel guión, fueron revolviendo por toda la casa, y descubrieron los esparcidos retazos del tesoro.

En esto se entretenía el nuevo propietario, tomando más gusto cada día a la posesión de su caudal y a la independencia que le proporcionaba. A medida que se iba afianzando en aquel sólido terreno de la propiedad, sentía más inclinación a concentrar sus caudales que a diseminarlos, como si sus antiguos hábitos de pródigo se trocaran en instintos de allegador o coleccionista de capitales. En suma, la antigua generosidad, representada en su mente por una idea de mecanismo centrífugo, se iba modificando y tomando la expresión de una idea centrípeta. Trayendo a la memoria lo desprendido que era en sus épocas de penuria, achacaba el defecto del despilfarro precisamente a la carencia de materia despilfarrable.

Dicho está que uno de sus primeros cuidados fue pagar antiguas deudas, recogiendo todo el papel suyo que tenían usureros de los más feroces, uno de los cuales, el más feroz sin duda, no era otro que aquel don José Bailón, a quien vimos de punto fuerte en el comedor de los Babeles. Con estas ocupaciones de utilidad innegable, y el hábito naciente de administrar, se iba serenando su ánimo, cada día menos accesible a la cólera, aunque no libre de tristezas, porque su conciencia no se quería limpiar de aquel tremendo escrúpulo de haber contribuido a la enfermedad y muerte de doña Sales. Se consolaba pensando que si su mamá le hubiese tratado de otra manera, dándole parte de las rentas de su legítima, y permitiéndole colaborar en los asuntos de la casa,   —189→   no habrían quizás surgido entre los dos tantos motivos de discordia:

Todo el tiempo que tenías libre, consagrábalo a Ción, haciéndose tan niño como ella, y extremando su cariño hasta la idolatría. La chicuela comprendía la inmensidad del afecto de su padre, y lo explotaba para sus caprichos infantiles con arte instintivo, que anunciaba en ella las artes supremas de la mujer de mundo. Poseía ya los rudimentos de la estrategia: femenina, aparentando ceder para triunfar, y manejando la lisonja con exquisita destreza. A su lado, siempre estaba Guerra de buen humor, permitiéndose bromear con Leré en términos de familiar, malicia.

-Pero ven acá, Leré, y dime con toda confianza, pues sabes que te estimo y deseo tu bien: ¿tú no tienes novio? Eres muy modesta y crees que careces de mérito personal. Pues estás muy equivocada. Ten franqueza con tu amo. ¿No hay por ahí ningún joven honesto que te haya declarado su atrevida pasión?

Pensaba Guerra que la mística joven se turbaría al oír estas chirigotas; pero a buena parte iba. Leré se reía, diciendo con tanta naturalidad como firmeza:

«Déjeme usted a mí de novios y de jóvenes honestos. Yo no he pensado nunca ni pensaré jamás en tal cosa.

-Pues mira tú, yo he de poder poco, o he de casarte con un caballerito de mérito. Mucho ha de valer para igualarte; pero verás cómo le encontramos, siempre que tu ayudes.

-Que me deje usted en paz... vamos... don Ángel, ¡qué ganas de broma tiene usted!

-Que te casamos, mujer, que te casamos. No seas tonta, y no trines anticipadamente contra el matrimonio.   —190→   Por supuesto, es preciso que acortes un poco los rezos. Eso espanta a los novios, y yo sé de algunos que prefieren una mujer algo pizpireta a una engarza-rosarios. La religión es cosa muy buena; pero en la vida doméstica, hija, el cuidado del marido, y de los churumbeles, que los tendrás, vaya si los tendrás... te absorberá mucho tiempo, obligándote a dar de mano a las devociones. También es menester que te compongas algo, con permiso de la Virgen, que no se enfardará por eso. Tanta, tanta modestia es por demás. Convéncete de que eres bonita y de que lo serás más si te perfilas y acicalas un poco. ¿Para qué hizo Dios la belleza de las mujeres sino para que la luzcan? Te aseguro que con mi autoridad de amo voy a declarar la guerra al vestidito de hábito de la Soledad, y a la mantillita negra que parece una caperuza. ¿Obediencia has dicho? Pues ponte el sombrero que te compraré, y vístete como yo te mande.

Leré no se mordía la lengua, ni se achicaba, llegando a decir con gracejo que si su amo se lo mandaba saldría a la calle hecha un mamarracho. «¿Qué me importa? -añadió-. El vestido no hace la persona, y la misma librea del diablo puesta sobre mi cuerpo no dañaría mi alma». Después habló con repugnancia del matrimonio, con desdén y lástima de los muchachos pertenecientes a la clase de novios, y de todo lo que no fuera la comunicación continua con el Eterno Amante, terminando con esta afirmación categórica en tono firme y sincero: «Créame usted: yo no sirvo para eso. Mi corazón me llama a otra clase de vida. Ahora, Dios quiere que me consagre al cuidado de esta niña... Yo sé que Dios lo quiere... y también la   —191→   Santísima Virgen. El día en que Ción no necesite de mí, seguiré mi vocación, entrando en una orden religiosa, en la más estrecha, D. Ángel, en la más rigurosa, en la que exija más trabajo y más sacrificio, y ordene más humildad y más penalidades, en la que más nos aproxime al dolor y a la muerte.

-¡Qué convicción! -decía el otro para sí, entre confuso y asombrado-. Hasta elocuente es esta condenada chica.




VII

«Pero, hija -le dijo Guerra otro día-, no engordes tanto, que gordura y penitencia rabian de verse juntas. Cada día parece que te redondeas más. Verdad que las carnes que echas ahora son como un acopio de fuerza y salud para los días en que toquen a mortificación y abstinencias».

Sépase, entre paréntesis, que la santita de los ojos temblones usaba siempre corsé, por recomendación expresa de doña Sales, muy partidaria de una prenda que imprimía decencia y respetabilidad. «El corsé -decía-, es útil para el cuerpo y para el alma». Así debió de comprenderlo Leré, y en el hábito de comprimir y ajustar convenientemente su talle no hubo nunca asomo de coquetería. Al contrario, le enfadaba que su seno abultase tanto, y que cada día, a pesar de su sobriedad en el comer, tomase aquella parte del cuerpo desarrollo más insolente.

Por unas y otras cosas, por lo moral y por lo que no es moral, la maestra interesaba al papá de la discípula, despertando en él sensaciones y anhelos diversos,   —192→   que en breve tiempo pasaban de lo más a lo menos espiritual, y viceversa. Hay que decir en honor de Guerra, que siendo comúnmente hombre antojadizo y poco escrupuloso de medios, tratándose de fines que le solicitaran con ardor, en aquel caso no pensó ni por un momento abusar de su posición de jefe de la casa. Un respeto indefinible y que hasta entonces jamás estuvo escrito en sus papeles, le detenía ante la pobre toledana, defendida tan sólo por su tesón admirable y por su recta conciencia. No podía, sin embargo, resistir cierta comezón de vigilarla de cerca, de sorprenderla en su vida íntima; y movido de ardiente curiosidad, puso en práctica un procedimiento poco delicado para satisfacerla. Una tarde obligó a Leré y a la niña a salir de paseo; hizo salir también a Braulio, y en el tiempo que los tres faltaron de casa, practicó un agujero en la puerta que comunicaba la alcoba de doña Sales con el cuarto en que Ción y su aya dormían. Bien preparado todo para un seguro acecho, al llegar la noche, pudo trasladarse sin hacer el menor ruido desde su aposento al que fue de su madre: Lo que atisbó en el de Ción, donde ardía toda la noche una lamparilla, no hizo más que afirmar su creencia respecto a la ingenuidad del misticismo de Leré. La niña dormía. De rodillas en medio del cuarto, frente a una pintura del Redentor crucificado, la maestra tan pronto rezaba con las manos juntas sobre el seno, tan pronto leía en su libro de oraciones. Pasado un larguísimo rato, la exaltada joven se tendió boca abajo en el suelo, sosteniendo la frente en las manos cruzadas. Debía de ser aquello una actitud de meditación, no de sueño y descanso,   —193→   porque a los oídos del acechador impertinente llegaba un rumorcillo de sollozos o suspirar de monja, y algún silabeo como de conversación íntima con persona invisible.

Aunque aburrido de su inútil y poco digno espionaje, Guerra no quiso retirarse hasta no ver si Leré se acostaba o permanecía toda la noche en aquella fatigosa postura. Por fin, cerca ya del día la vio levantarse del suelo. La cama estaba frente al punto de mira. Pero ¡ay! ¡qué chasco para el centinela! la joven no se acostó en ella. Aflojándose el traje y quitándose el corsé, sin que se pudiera ver nada más que el corsé mismo al ser despegado del cuerpo, se cubrió con una manta ligera, y echose en el suelo contra la pared, apoyando la cabeza en una caja que contenía los chismes de cocina de Ción. Ángel se retiró descontento de sí mismo por lo innoble de su conducta aquella noche, descontento también de Leré, porque tanta, tanta virtud parecíale ya excesiva y antipática. «Sobre todo -murmuraba restregándose los cansados ojos-, mi casa no es convento del Císter... estas escenas de devoción y estos desplantes de santidad, son una antigualla... ¡Bonitas cosas le va a enseñar a la niña si la dejo!... No, no, hay que prevenirse con tiempo contra esta influencia mística, que puede ser terrible para la pobre criatura. Ción es inteligente, de imaginación viva, campo bien preparado para recibir impresiones e ideas que luego no habrá medio de arrancarle... ¡Ah! Leré, Leré, es preciso determinar pronto si soy yo aquí el amo o lo eres tú».

Esta última apreciación respondía tal vez a que empezaba a observar que, de un modo indirecto y no   —194→   apreciable para la servidumbre, la voluntad de Leré prevalecía en todo lo pertinente al gobierno de la casa; pues aunque el amo era quien visiblemente mandaba, rara vez dejaba de consultar con ella, o de amoldarse tácitamente a su deseo. Su autoridad resentíase de cierta subordinación a otro poder no definido velado, el cual se iba imponiendo en virtud de una atracción ligeramente supersticiosa o de un fenómeno sugestivo. Y debe notarse también que aquella primera idea, expresada al retirarse del acecho, acerca de los inconvenientes del misticismo de Leré para la educación de Ción, era una idea sofística con que Guerra quería engañarse a sí propio, o poner una venda a su orgullo herido, porque... sinceridad ante todo... el misticismo aquel le sabía mal porque habiendo sido espuela convertíase en freno de sus deseos.

Otra plática.

Hablaban una noche de si Guerra saldría o no saldría a la calle. Bien sabía Leré a dónde iba; y como su amo la autorizaba expresamente a tratarle con toda confianza, le dijo:

-Vaya usted, hombre, que esa también es de Dios. Está usted en pecado mortal; pero si no va a verla será pecado sobre pecado.

Ángel se turbó, manifestando disgusto, y la toledanilla, animándose con la idea del éxito que alcanzar creía, se lanzó a decir:

-Está usted en el caso de casarse o de romper con ella, si no quiere faltar descaradamente a la ley de Dios.

-Ambas cosas -replicó Guerra-, el casorio y la separación, parécenme a mí imposibles de realizar.

  —195→  

Muy pronto arreglan los beatos estas cosas tan graves, yo tengo mi ley, que no entiendes ni entenderás nunca.

-Buena será ella... No, maldita falta me hace entender su ley. Gobernándose con ella, no ha hecho usted en su vida más que desatinos, malquistándose con su madre, con sus amigos, metiéndose en enredos de política, para no conseguir nada, como no sea que la justicia le confunda con los criminales.

-De lo que yo he pensado y hecho desde que me lancé a esos delirios, porque delirios son, lo reconozco, no puedes tú juzgar. Eres demasiado buena y pacífica para poder entender de estas cosas, Lereita. ¿Quieres que te las explique? Hace tiempo que siento vivos deseos ¿qué digo deseos? necesidad de comunicarme con alguien, de aligerar y refrescar mi conciencia dando cuenta clara de los móviles de mis acciones, refiriendo lo que puede disculparme, lo que no tiene disculpa, y en fin, todo lo que he sentido, porque de lo que se siente, Leré, nacen las acciones, y aquellas que parecen más disparatadas, resultan no serlo tanto cuando se examina el corazón, que es la fuente, hija, la fuente de donde nace la voluntad. Desde que murió mi madre, vengo notando que se resquebraja dentro de mí todo el ser antiguo de mi vida, y aquello que me parecía la misma consistencia amenaza desplomarse... ¿Entiendes lo que digo?

-Vamos, eso se llama arrepentirse -observó la maestra prontamente-. Diga usted las cosas claras.

-Algo hay de eso. Llámalo transformación, crisis de la vida... pero arrepentimiento a secas, tal como lo entendéis los beatos, no me lo llames. No te contaré   —196→   todo lo que me pasa. Esta noche tengo que salir. Tú misma me has dicho que salga, y que es pecado no ir a donde me espera quien me espera. Mañana hablaremos.




VIII

Pero al día siguiente no hablaron nada de esto, porque Ción pasó la noche intranquila y con fiebre, lo que a todos los de casa disgustó mucho, y singularmente a Guerra, que con su disparada fantasía agrandaba lo pequeño y hacía montes y montones de cualquier contrariedad. Aunque Miquis le tranquilizó, estuvo todo el día muy mal humorado, sin sosiego, perseguido por cavilaciones y pensamientos tristes. Por fortuna, al otro día la chiquilla amaneció mejor; pero no le permitieron salir del cuarto, ni entretenerse con juegos en que pudiera mojarse. Mientras Leré daba vueltas por la casa, disponiendo diversas cosas, Ángel cuidaba de que Ción no se agitara demasiado, y de que no metiese las manos en la jofaina, pues el fregotear y lavarse era en ella verdadera manía. Para entretenerla y alegrar su ánimo, no hubo cosa que Ángel no inventara. Por la tarde, después de enredar mucho, se durmió, acostáronla vestida y bien arropada en su cama. La maestra se puso a coser, y el amo, tendido en un sillón, los pies sobre la banqueta y en la mano un periódico, por el cual pasaba los ojos sin enterarse de nada, le habló de este modo:

-Voy a contarte por qué hice tantas locuras, y por qué me metí con los revolucionarios. Desde niño, es decir, desde la segunda enseñanza, sentía ya en mí   —197→   la exaltación humanitaria. Estudiaba la historia, oía cantar sucesos antiguos y modernos, y en lo leído y en lo contado, así como en lo visto directamente por mí, me impresionaban el dolor y la injusticia, compañía inseparable de la humanidad, y se me antojaba que el mal debía y podía remediarse. ¡Ensueños de chiquillo despierto y algo pedante! Ya hombre, persistió en mí la idea de que la sociedad no está bien como está, y que debemos reformarla. En un tiempo pareciome esto coser y cantar, después comprendí que la obra no era fácil; pero que debíamos arrimar el hombro a ella, acometiendo la parte de reforma que se pudiera, fiando al tiempo y al esfuerzo de las generaciones lo demás. Horas de soledad y tristeza he pasado yo cavilando en esto, y cuando tanteaba el terreno, y cuando veía a tanto pillo y a tanto majadero cultivar la revolución como uno de tantas granjerías, me desalentaba. Pero también he visto hombres de fe, sinceros y desinteresados, que...

Interrumpiose creyendo que Leré no prestaba atención a lo que decía.

-¿Te aburro, hija?

-No, siga usted... Aunque parece que no oigo, oigo. Decía usted que hay personas que... vamos...

-En una palabra, que mi simpatía hacia los trastornadores data de larga fecha, y no porque creyera yo que iban a realizar inmediatamente el bien y la justicia, sino porque volcando la sociedad, poniendo patas arriba todos los organismos antiguos, dañados y caducos, preparaban el advenimiento de una sociedad nueva. La suprema destrucción trae indefectiblemente la renovación mejorando, porque la sociedad no   —198→   muere. La anarquía produce en estos casos el bien inmenso de plantear el problema humano en el terreno primitivo, y de resucitar las energías iniciales de la civilización, la energía del derecho, del bien y de la justicia... Porque mira tú, y fíjate bien en esto: hoy, nuestro organismo social y político es una farsa, un verdadero carnaval sin disfraces, porque todos los poderes viven engañándose unos a otros, ¡y dándose cada broma!... El poder legislativo no es más que un instrumento del poder ejecutivo, pues no existiendo cuerpo electoral, la comedia esa de los votos no expresa nunca la voluntad del país. El poder judicial, que debiera ser salvaguardia de las leyes, es otra maquinilla en manos del poder ejecutivo, y...

Nuevas manifestaciones de aburrimiento en Leré.

-Veo que no me entiendes, y que estoy hecho un pedante insufrible.

-Sí que entiendo. Pero dígame usted, el poder ejecutivo, ¿quién es?

-El Gobierno, hija mía.

-¡Ah... qué pícaro! Por eso todos hablan mal de él.

-Pues, abreviando, mi inclinación a las ideas más avanzadas exasperaba a mi madre, y la resistencia de ésta y su tenaz empeño de que pensase como ella, me sulfuraba a mí, empujándome hacia adelante, porque mi carácter, no sé si lo habrás conocido, me lleva a la contradicción y a la independencia. Aun después de casado, mamá me trataba como a un chiquillo, y una de las cosas más intolerables para mí era que apoyara las sandeces del Sr. de Pez y otros majaderos que frecuentaban su tertulia. Delante de aquellos señores, yo, según el criterio de mi madre, no tenía   —199→   nunca razón; yo no decía más que disparates; y ellos, singularmente el asno de D. Manuel Pez, eran la cifra de la sabiduría. Fui, como sabes, muy desgraciado en mi matrimonio, y por mil causas que ahora no vienen a cuento, le cobré a mi suegro un odio...! vamos, el mayor odio de mi vida. ¡Qué gusto, pensaba yo, poder intervenir en una trifulca muy gorda, muy gorda, con el sólo objeto de colgar de un farol a ese tipo! En fin, poco a poco me fui emparejando con los que quieren volverlo todo del revés. Frecuenté sus reuniones, híceme amigo de éste y del otro, y bien pronto la influencia del conjunto me convirtió en un sectario como otro cualquiera, participando, como soldado de fila, de los odios y de los compromisos de los demás, y sintiendo mi voluntad engranada en la voluntad colectiva. ¿Entiendes esto, Leré? Oyendo un día y otro las mismas cosas, y juntándonos con éste y aquel amigo, el vértigo nos desvanece y nos arrastra. Es como la mecánica de los ejércitos. Va el soldado a la lucha y a la muerte por la sola razón de que siente ir a su compañero, y recíprocamente se sugestionan sin saberlo. De este modo, avanza toda la fila; pero si consultas aisladamente y en secreto a hombre por hombre, no hallarás quizás ninguno que quiera marchar.  (Pausa. Leré continúa mirando su costura.) 

Después, mi vida entra gradualmente en un período de exaltación; mi madre se declara mi enemigo; erígese en personificación del orden social, y considera todos mis actos políticos y no políticos como ataques a su dignidad y a su existencia misma. La vida común se hace imposible, y tengo que buscar   —200→   fuera de casa la atmósfera de afectos que necesito para no asfixiarme. Mi madre pretende rendirme por la falta de recursos, y apenas me da lo preciso para la vida material. Yo me resigno, y aguanto la escasez sin hacer de esto un nuevo motivo de discordia. Reñíamos por cualquier simpleza, verbigracia, por el desacato de no reírme yo cuando soltaba un chiste de los suyos el marqués de Taramundi, o por burlarme de él cuando nos hablaba de la meta. Por cuestiones de dinero, jamás tuvimos una palabra más alta que otra. Pero la escasez, encendiendo en mí la ira, el despecho y el furor de independencia, me impulsó a trabar amistades con gente de la peor condición posible. Aquí tienes cómo llegué a ligarme con los desesperados, entre los cuales hay gente buena y honradísima, ¿a qué dudarlo? Pero yo, por las irregularidades y el vaivén de mi vida, he conocido de todo, mediano y detestable, hombres sin seso, familias abyectas...

El recuerdo y la imagen de Dulcenombre le cortaron la palabra. Mentalmente hizo una excepción de su querida en el desdoro de aquella irregular existencia, y continuó sus tardíos descargos:

-¿Comprendes ahora por qué anduve entre los desdichados aventureros de la noche del 19 y de la madrugada del 20 de Septiembre? Esto, que te habrá parecido tan horrible, vino a ser en mí uno de esos estados de fiebre a los cuales llegamos por etapas, por una gradación de circunstancias propicias al desorden nervioso y a los espasmos de la voluntad. ¡Qué horrores habrás oído contar de mí en este mismo sitio en que estamos ahora! Oirías llamarme desalmado, asesino,   —201→   qué sé yo, y no podía faltar aquello del feroz sectario y de la cobarde canalla...

-La señora -replicó Leré-, no hablaba conmigo ni con nadie de estas cosas. Rezábamos para que Dios le tocase a usted en el corazón; pero nunca dijo que fuese usted asesino. Si lo pensó, por algo que le contaron, se guardaba muy bien sus ideas y sus amarguras. Sabía tragarse toda la hiel, disimulando, siempre muy señora, siempre muy digna y sin dar su brazo a torcer.

-Pues yo no disimularé nada contigo... y no habrá repliegue en mi conciencia que no te descubra, porque me inspiras confianza y este irresistible deseo de confesar que es el instinto de reparación en nuestra alma. A nadie confesaría esto; pero a ti sí; para que me juzgues como quieras. No diré que fui asesino, pero sí que maté un poco. Aquel digno militar cayó delante de mí. No fui yo solo, fuimos... no sé cuántos... Un accidente de guerra; pero no de esos que quitan responsabilidad a los matadores... sino de los que caen bajo la jurisdicción de la conciencia, porque también las carnicerías de la guerra tienen su moral.

Levantose agitadísimo, y dio dos o tres vueltas por la estancia; parándose al fin ante Leré, que le miraba entre curiosa y asustada.

-Y aquel caso terrible y vergonzoso  (Volviéndose a sentar y pasándose la mano por la frente.)  abruma mi conciencia... No quiero engañarme haciéndome el valiente, el descreído, y escudándome con mi fanatismo. Repito que pesa sobre mi conciencia, y que no puedo echar este peso de mí.

-No hay delito -le dijo la toledana con firmeza-,   —202→   que sea bastante grande para medirse con la misericordia de Dios.

-¿Me lo perdonas tú?

-¿Yo?  (Riendo.)  ¿Acaso soy sacerdote?

-Pero eres sacerdotisa,  (Abandonando el tono serio.)  y vas en camino de la santidad. Si yo tuviera fe en ciertas cosas, primero me pondría de rodillas delante de ti para que me echaras la absolución, que ante el Papa.

-No diga usted herejías, por Dios... Bromear con la religión es feísimo pecado.

-Para mí -dijo Guerra con irreverencia-, que tengo tantos y tan gordos sobre mi alma, uno más no significa nada. Y cometeré más, más; no lo dudes. Si yo creyera en el Infierno, no me horrorizaría la idea de ir a él...

-¡Jesús! ¡Qué disparate!  (Tapándose los oídos.) 

-Iría, si, iríamos, porque o yo había de poder poco, bendita Leré, o habríamos de ir juntos... tú por delante.