Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

  —[1-5]→  

ArribaAbajoSegunda parte


ArribaAbajo- I -

Parentela.- Vagancia



I

En efecto, Ángel Guerra tomó el tren de Toledo el 2 de Diciembre por la mañana. Sus primeros pasos en la histórica ciudad fueron vacilantes, sus horas aburridísimas, conforme al estado de indecisión de su voluntad y al cansancio del viaje. Dio con su cuerpo en una de las detestables fondas toledanas, y por la tarde, después de vagar a la aventura de calle en calle, sentándose a ratos en solitaria plazoleta, o persiguiendo el misterio que precedía sus pasos a la vuelta de cada esquina y en la curva de las retorcidas calles, pensó en la obligación de visitar a sus parientes. Sentía el desasosiego, la inapetencia moral que inspira la proximidad de personas con quienes se tiene más parentesco que relaciones amistosas, y de buena gana habría prescindido de la visita.

Conviene repetir que esta parentela se dividía en dos ramas: rica y pobre. La pobre hallábase reducida   —6→   últimamente a una prima hermana del padre de Guerra, llamada Teresa Pantoja, viuda de un cerero de la calle Ancha. Ángel la había visto algunas veces en Madrid y en su casa, por San Isidro, y conservaba de ella buen recuerdo. Apreciábala mucho doña Sales, que puntualmente recibía de ella, por Navidad, una caja de mazapán y otra de los celebrados bizcochos de Labrador para chocolate; y le correspondía con un mantón de ocho puntas o un corte de vestido. Al enviudar, la doña Teresa suspendió sus excursiones de Mayo a Madrid; pero seguía en amistoso carteo con doña Sales.

Personificaba la parentela rica D. José Suárez de Monegro, a quien Ángel solía llamar por chanza don Suero, persona de buena posición en la ciudad. No pocas veces le había visto también en Madrid en la temporada Isidril, aunque nunca le tuvo de huésped en su casa, pues D. Suero paraba siempre en el Hotel de Embajadores o en Las Cuatro Naciones. Era primo carnal de doña Sales, cuyas fincas rústicas y urbanas de Toledo administraba con escrupulosa honradez, y también tenía parentesco con Braulio, hermano de su esposa, doña María de Rojas. Así como el de Suárez hizo Guerra el Don Suero, de la doña María hizo doña Mayor, mote que le cuadraba admirablemente por rivalizar la buena señora en estatura con los granaderos de Federico el Grande.

De este matrimonio habían nacido tres hijos: Pelayo, que el 85 era oficial de artillería, y dos hembras, la mayor de las cuales se casó a disgusto de los padres con un joven que fue secretario del Gobierno civil de la provincia; la menor permanecía en estado   —7→   de merecer. A su primo el artillero le conocía Guerra; pero a las dos primas no las había visto desde muy niñas, y por ciertas referencias se las figuraba, ya mujeres, bastante antipáticas. Que D. José Suárez pertenecía al elemento más ilustrado de la ciudad era cosa vulgar de pura sabida, y también era público y notorio que dio la última mano de barniz a su ilustración con la visita que hizo a la Exposición de París del 79. Por dicha de la localidad, casi siempre figuraba en la Diputación Provincial o en el Ayuntamiento, entre aquellos nobles discretos varones a quienes amonesta el autor de la espinela estampada en la escalera de la Casa Consistorial, y en ambas Corporaciones dejaba sentir un año y otro el empuje formidable de su ilustrada iniciativa.

Fatigado de dar vueltas al acaso por el dédalo de calles, sentose Guerra en el escalón de una puerta, en solitaria encrucijada, para meditar en el grave problema de la visita a sus parientes. ¿Por qué rama empezaría? Decidíase al fin por la parentela humilde, y buscó el itinerario de la morada de Teresa Pantoja, preguntando a los pocos transeúntes que encontraba.

Había visitado Toledo bastantes veces, pero por poco tiempo, y siempre con escolta de habitantes de la ciudad que le ahorraban el trabajo de estudiar la inextricable topografía de ésta. Fuera de las vías que conducen de Zocodover a la Catedral, y de la calle Ancha a la de la Plata, no sabía dar un paso sin perderse. Pero preguntando se llega a todas partes, a Roma inclusive, y a la calle del Locum, donde la viuda del cerero vivía.

  —8→  

El mendigo y el cicerone suelen ser allí una sola persona. Los chiquillos pobres, y aún los que no lo parecen, dedícanse también, si al salir de la escuela tropiezan con algún forastero, al oficio de guías por el rompecabezas toledano. Guerra utilizó los servicios de uno de éstos, y pudo llegar a donde quería, rodeando la Catedral, y acometiendo después el empinado y tortuoso callejón que sube desde las inmediaciones de la Posada de la Hermandad hacia San Miguel el Alto, y enlaza también, por otra calleja inverosímil, con San Justo y San Juan de la Penitencia. El madrileño se vio en una plazoleta de tres dobleces, de esas en que los muros de las casas parecen jugar al escondite; pasó a la calle del Cristo de la Calavera que culebrea y se enrosca hasta volver a liarse con la del Locum; vio puertas que no se han abierto en siglo y medio lo menos; balcones o miradores nuevecitos con floridos tiestos; rejas mohosas, cuyo metal se pulveriza en laminillas rojizas; huecos de blanqueado marco, abiertos en el ladrillo obscuro de antiquísima fábrica; vio gatos que se asomaban con timidez a ventanuchos increíbles; labrados aleros, cuya roña ostenta los tonos más calientes de la gama sienosa; de trecho en trecho, azulejos con la figura de la Virgen poniendo la casulla a San Ildefonso, y por fin llegó a una puerta modernizada, que fue el límite de su viaje.

La entrada y patio de la casa de Teresa Pantoja eran de puro tipo toledano, mitad de empedradillo, mitad de baldosín rojo, muy limpio, recién fregoteado; las paredes como acabadas de enlucir; el patio ajardinado con matas de evónymus en arriates o en   —9→   barriles pintados de verde; y a lo largo del zócalo azulejos descabalados de mil trazas y dibujos distintos, como procedentes de demoliciones de palacios o monasterios, los unos con grotescas figuras, los otros con retazos de cenefa, muchos dejando ver trozos de un paramento decorativo, el cuartel de un escudo, o sílabas de un letrero. Los postes que daban forma claustral a dos lados del patio eran de pino antiquísimo sin pintar, de un caliente tono de yesca, secos y un poco desplomado, sosteniendo con la carcomida zapata las apandadas vigas. Las ventanas altas lucían pintura de un verde agrio, las paredes el blanco cegador del yeso. Concluía la decoración, en un ángulo del patio, brocal de berroqueña, musgoso en la base, reforzado por zunchos de hierro, con su polea pendiente de la horca y un historiado cacharro para extraer el agua.

No tuvo tiempo Guerra de observar bien todas estas cosas porque salió su tía dando voces, y le abrazó en medio del patio, invitándole a entrar en una salita baja, que por lo fría debía de ser la sucursal del Polo Norte. Representaba Teresa cincuenta y cinco años, mujercita de tipo muy de Toledo, ojinegra, corta de estatura, suelta de miembros y de lengua, graciosa y ágil, cara de estas que a cierta edad se curten, y en una vida reposada, metódicamente vulgar y sin afanes, se conservan con cierta dureza reluciente y picoteada como la cáscara de la almendra. Ostentaba completa y sana su dentadura y tenía el pelo casi enteramente blanco. Los agasajos que hizo a su pariente no acababan nunca, ni las memorias tristes y cariñosas que consagró a doña Sales y a la   —10→   pobrecita Ción. Díjole después que si se proponía pasar una temporada en Toledo huyendo de los trajines de Madrid, debía hospedarse en aquella casa, pues las fondas eran rematadamente malas y bulliciosas, como Ángel había podido observar.

-Aquí estarás como en la Gloria. No hallarás en todo el mundo lugar más sosegado, más silencioso. Hay aquí dos huéspedes... vamos, aunque esto no es casa de huéspedes, tengo dos señores para ayudarme, sacerdotes, personas tan tranquilas, que no se las siente, cada uno en su cuarto, calladitos como en misa. No gasto criadas: yo lo hago todo. Sólo viene aquí una mujer que me lava los suelos y me ayuda durante el día. Te daré mi habitación que es... un verdadero nido de canónigo. Sube y la verás, y yo me pasaré a otra.

A Guerra, en efecto, pareciole aquello el Paraíso; ¡Qué silencio, qué apartamiento, qué paz! Podría creer que un fabuloso hipogrifo le había transportado, en un decir Jesús, a cien mil leguas de Madrid. Aceptó sin vacilar; aquella misma noche trajo de la fonda su equipaje, y se instaló. Su cuarto era un verdadero rincón arqueológico, cuya limpieza y chabacanería ingenua le encantaron; las paredes blanqueadas; en la cómoda panzuda un Niño Jesús de talla, monísimo con témporas de metal y zapatos de tisú, trajecito muy hueco de raso con lentejuelas; las maderas de la ventana pesadísimas, de cuarterones pintados al temple; la vidriera verdosa, con más plomo que vidrio; en la pared un cuadro torcido con estampa manchada de humedad, representando al cardenal Lorenzana, y otro con el célebre Transparente   —11→   en el momento de ser visitado por los reyes Carlos IV y María Luisa; el piso del baldosín bruñido, cubierto en parte por valenciana estera de las más sencillas; tocador de espejo sobre pivotes, y otras varias rarezas que él no había visto nunca más que en las prenderías. Púsole además su patrona, por si quería escribir, un tintero de Talavera, que debió de prestar servicio a los que redactaron el Fuero Juzgo, con otros objetos cuya aplicación no entendió Guerra, como dos o tres acericos muy lindos colocados allí con un fin puramente ornamental, porque no tenían alfileres.

La cena fue tan clásica como familiar, compuesta de las inmemoriales sopas de ajo, acartonaditas, el huevo, el guisado de carnero y la ensalada, minuta o documento gastronómico que ya no debía de ser nuevo en tiempo del arrianismo. Sirviola Teresa con diligencia y aseo. Los cubiertos traían a la memoria industrias que fenecieron, y las servilletas raspaban poco menos que papel de lija. Pero todo era limpio, inocente, patriarcal, y constituía para el advenedizo un mundo enteramente nuevo. Cenando, conoció a sus dos compañeros de hospedaje, el uno canónigo de la catedral, D. Isidro Palomeque, sexagenario muy corriente y francote, dado a las investigaciones arqueológicas; el otro capellán de las monjas de San Juan de la Penitencia, varón de una timidez inenarrable. Llamábanle D. Tomé; se ruborizaba siempre que tenía que decir algo, por insignificante que fuera, y apenas alzaba del plato sus ojos lánguidos, exentos de toda malicia.

A entrambos les observó Ángel, empezando por   —12→   Palomeque, rostro muy de paleto, con cejas de guardapolvo, piel curtida, bien cortada nariz, que empezaba en nuez y acababa en tomate, orejas como aventadores, fisonomía vivísima y modales corteses con gravedad, de ese tipo de hidalguía que se va perdiendo como otras muchas cosas. Picando en varios asuntos, dio a conocer el canónigo su temple conciliador y propicio a la amistad, exento de pasión hasta en materias religiosas, carácter que intelectual y moralmente se gozaba en su propia inepcia, en las delicias intermedias y opacas de un presente sin brillantez, pero también sin afanes. Asimismo reveló el buen prebendado, en las breves pláticas de la primera noche, su caudalosa erudición de menudencias y chismes históricos. En cambio, el capellán de monjas parecía mudo. Su cortedad causaba pena. Ángel observó de soslayo aquella cara, al propio tiempo aniñada y decrépita, tan desprovista de expresión varonil, que bien podría pasar, si le pusieran tocas, por cara de mujer.

No durmió Guerra muy bien, porque la paz desvela como el bullicio, y la primera noche de silencio excita a los que vienen del tumulto. Extrañaba la cama, harto menos blanda que las suyas de Madrid; extrañaba el calzado elegante del Niño Jesús, la imagen borrosa de Lorenzana y la inmaculada blancura de las paredes. Durante largo rato atormentó su cerebro caldeado por el insomnio una enfadosa cavilación sobre el uso que tendrían los acericos que en número tan desproporcionado veía en su alcoba. Su imaginación se los reprodujo, y ya no eran tres sino treinta o más los adminículos de aquella clase que por todas   —13→   partes le cercaban, no ya sin alfileres, sino tan guarnecidos de ellos que parecían puerco-espines acechando su sueño. No apagó la luz hasta muy tarde, y allá de madrugada, durmiendo a pedacitos, oía campanas de diferente timbre, que tocaban a misa. Unas sonaban chillonas, otras graves, con distintas intensidades y tonos, música ondulada según los caprichos del aire, y que a veces se venía encima hasta herir de cerca los oídos del durmiente, a veces se alejaba, dejando sus ecos en las cavidades del sentido. Era como los términos de un lenguaje que se comprende a medias, palabra sí, palabra no, y que por su propia ininteligencia embelesa más el alma, meciéndola entre dos dudas, la duda de que vela y la de que reposa.




II

Al siguiente día, costole trabajo a Guerra decidirse a visitar a D. Suero. Pero la razón fría venció su desgana, y después de comer se encaminó perezosamente a la calle de la Plata, la calle de alcurnia, toda flanqueada por una y otra banda de soberbias puertas que son otros tantos muestrarios de clavos hermosísimos. Lo primero que en el patio se veía era una colección de columnas de mármol, árabes, con bellísimos capiteles, los fustes rotos, sujetos por zunchos de hierro. Estaban arrimados a la pared en buen orden, a estilo de museo, y tal carácter en efecto tenían, pues Suárez, como todo toledano rico, era algo arqueólogo, y habiendo encontrado aquellos magníficos restos al hacer excavaciones en su finca de Azuqueica,   —14→   los puso ordenadamente en el patio para que pudieran apreciarlos las personas de gusto. Por lo demás, el patio no desdecía del tipo común, sólo que los pilares estaban pintados, el pozo era magnífico, el baldosín y empedrado de lo más fino, y extraordinariamente lujoso el caldero de bronce para sacar agua del aljibe. Los evónymus no faltaban, ni canarios en bonitas jaulas. Pero lo más notable era la caterva de cuadros viejos que en todas las paredes se veían, algunos sin marco, y por lo general malísimos; asuntos de frailes encanijados, Ánimas del Purgatorio imitando el bacalao a la vizcaína, y Vírgenes con basquiña, despojos sin duda de santuarios rurales, que don Suero había ido recogiendo aquí y allí para almacenarlos en la creencia de que eran cosa de mérito. En todas las ciudades donde ha florecido la pintura, como Sevilla, Valencia y Toledo, aparece, tras el espurgo de los siglos y la selección que nutre los museos, esa barredura artística que invade las casas burguesas y se perpetúa en las prenderías.

La casa ofrecía diversos planos y perfiles en su desigual arquitectura. Al llamar a la puerta del zaguán, una criada daba el quién vive desde altísima ventana del patio, y tiraba de una cuerda, franqueando la entrada. El visitante subía por la escalera de peldaños de madera guarnecidos de azulejos, atravesaba pasillos derrengados por los asientos de la antigua fábrica, y para llegar a la sala tenía que volver a bajar, y subir luego dos o tres escalones. La sala ¡ay! ostentaba sillería de seda color de corinto, la cual se daba de bofetadas con pedazos de tapiz y con mueblecitos antiguos de taracea. Las arañas de vidrio de lo más   —15→   común insultaban con su modernismo insolente la figura severa de un San Pedro Mártir, que si no era del Padre Maino lo parecía. Pero lo más discordante y chillón era una media docena de cromos, con moldurita dorada de a peseta la vara, representando escenas del Derby y todo el matalotaje insípido de las carreras de caballos, traídos de París por D. Suero, como la más fina muestra de sus ilustradas aficiones, y que lucían en la sala junto a las cornucopias procedentes del destruido monasterio de San Miguel de los Ángeles. Pero en estas disonancias no reparaba don José, ansioso de poner su casa a estilo de Madrid; y en sus viajes a la Corte siempre se traía alguna cosa elegante, bien las cortinas de linón rameado, bien la parejita de figuras de bronce alemán, de lo barato, el marquillo de felpa para las fotografías o algún muñeco de biscuit o terracotta, de estos que hacen gracia por lo picantes, sin que faltara el chisme de latón galvanizado con emblemas de caza o pesca rodeando un termómetro, que ni a palos marcaba la temperatura.

Recibió Suárez a su pariente con demostraciones de afecto, en las que pusieron su parte doña Mayor y María Fernanda, la hija soltera. Era el jefe de la familia un señorete de estos que aún dentro de casa, ostentando el gorro de terciopelo engrasado y la americana de desecho, revelan el uso público de las prendas nobles de sociedad. En efecto, no se concebía a D. Suero sin su levita cerrada y su sombrero de copa, partes tan esenciales como el bigote corto de tres colores, la nariz cotorrona y algo torcida, el bastón con puño de plata, todo realzado por una gran pulcritud   —16→   de la persona, de pies a cabeza. Era una figura que daba respetabilidad al pueblo y al vecindario. Veíasele mucho en la calle, no así a su señora, de tal modo petrificada en las formas y costumbres antiguas, que nunca traspasaba los umbrales, salvo la salidita a misa muy de mañana en San Nicolás, la única iglesia de Toledo, tal vez, absolutamente rasa de interés artístico y de poesía religiosa o legendaria.

Los tres hablaron largamente con Guerra; pero no le ofrecieron la casa para vivir, ni dijeron nada al saber que vivía con Teresa Pantoja. Ni una palabra de los últimos acontecimientos de la vida de Ángel en Madrid, lo que éste agradeció mucho, pues esperaba reticencias y alusiones impertinentes. En resumen, la acogida pareciole de agasajo cortés y un tanto receloso. Doña Mayor era un eco servil de las observaciones ilustradas que a cada instante hacía su esposo, y en cuanto a María Fernanda, Guerra la calificó al primer envite, de enteramente vulgar. Preocupábase mucho de las modas, para ponerse cuanto ringorrango traían los figurines del periódico a que estaba suscrita; al dedillo se sabía las óperas que iban echando en el Real de Madrid, y lamentaba que Toledo no tuviera la animación correspondiente a capital de tanto señorío. De físico no andaba mal la niña, sin ofrecer nada extraordinario, finita, mal color, ojos bellos, mixtura de damisela de cortijo que se hace su propia ropa y tiene las manos bastas, y de costurerita de corte que sabe mil suertes y toques de agradar. Viéndola y escuchándola, Guerra se convenció de que nunca sería la tal prima santo de su devoción.

Don Suero se condolía de lo triste que ha de ser   —17→   para un madrileño la vida toledana. «Y eso que Toledo, con la Academia, no es conocido. La plaza está bien surtida. Casi todos los días vienen ostras.

-Y los pescados finos nunca faltan -apuntó doña Mayor.

-Este invierno -dijo la niña-, que siempre cuidaba, con noble patriotismo, de ensalzar la población, vamos a tener compañía seria de zarzuela. La que tuvimos este verano no daba más que mamarrachos, pero ahora nos anuncian Las Campanas de Carrión y El Reloj de Lucerna.

-Nuestro vecindario -observó D. Suero-, no ayuda a los artistas, y si no fuera por los chicos de la Academia, esto sería un cementerio. Hay muy poca sociedad, y son contadísimas las casas donde se reúnen tres personas por la noche a jugar al tresillo... A los hombres les tienen todo el día en el Casino, hechos unos vagos, y las señoras siempre en casa. Por no salir, no van ni a las funciones de la Catedral.

Aseguró que una de las causas de la tradicional desanimación era la estructura laberíntica y huraña de la ciudad, compuesta exclusivamente de cuestas, callejones y pasadizos, sin salida fácil a la Vega. Él había trabajado lo indecible en el Ayuntamiento por decidir a éste a una reforma radical, derribando media ciudad y reconstruyéndola, con arreglo a las modernas pautas de la urbanización. «Yo he viajado, hijo, yo he estado en París, y sé lo que son poblaciones. Vivimos en un nido de águilas, y la vida moderna no cabe aquí. Dicen que no hay medio de regular este ciempiés, y yo respondo que una voluntad de hierro todo lo facilita. Respetando los grandes monumentos, Catedral,   —18→   Alcázar, San Juan y poco más, debemos meter la piqueta por todas partes, y luego alinear, alinear bien. Vengan bonitas fachadas, vías amplias, con árboles, kioskos y candelabros de gas. Pero me canso de predicar en desierto, y cada día está la población más horrible. ¡Figúrate tú qué hermoso sería aislar completamente la Catedral, ensanchar la calle del Comercio y poner un tranvía de punta a punta! Lo que falta es dinero, dinero, dinero. Con él se podrían restaurar los buenos edificios, con arreglo a lo que dictaminaran las Academias y cuerpos facultativos, declarar la guerra al gusto barroco, demoler murallas y puertas, pues con el producto de la piedra sillería que en ellas hay, levantaríamos de nueva planta un palacio de hierro para exposiciones de caldos y otros productos agrícolas. Di tú que aquí no hay iniciativa para nada, que este es un pueblo apático, y lo mismo le da pitos que flautas. No sabes lo que he trabajado por que se establezca aquí un buen Ateneo, donde se den veladas y conferencias, y se lean bonitos versos, para que los jóvenes se vayan ilustrando. Pues no señor; háblales de levantar una nueva Plaza de Toros, pero de Ateneo no les hables, porque se quedarán en ayunas».

A Guerra se le sentaba en la boca del estómago la ilustración de su tío, el cual, metiendo también baza en política, dijo que si hubiera en España patriotismo, todos los hombres notables debían unirse para formar un solo partido, que gobernaría sin mirar más que al interés de la nación, subiendo los aranceles y bajando las contribuciones. «Pero no tengas cuidado, que no lo harán. Mientras riñen por el turrón, el extranjero   —19→   se apodera de nuestra riqueza y nos explota. Y no prosperaremos, créelo, hasta que no hagan lo que digo, unirse todos, todos, desde el carlista al republicano».

Todo el tiempo que pudo aguantó Ángel la matraca que sus tres parientes le dieron, hasta que apurada su paciencia, se despidió, prometiendo ir a comer el día que le designaran. Acompañole el propio don Suero, que quiso prolongar la jaqueca al través de las calles, y lo primero que hizo el buen señor fue mostrarle las reparaciones últimamente hechas en la casa bajo su dirección. La fachada plateresca era de las más típicas de Toledo; mas para evitar el descascarado de la piedra, habían dado una mano de pintura color perla a toda la fábrica, y otra de blanco a los escudos, imitando mármol. Sobre la magnífica puerta armaron un cierto mirador de pino, imitando nogal, que parecía obra del mismo demonio por lo fea y profana; las rejas quedaron de negro, mostrando las persianas verdes tras su labor airosa, y los clavos de la puerta, estupenda obra de herrería, que figuraban cuatro conchas unidas en cruz, desaparecían bajo una capa de pintura imitando bronce. Satisfecho estaba D. Suero de su restauración, y Guerra, disimulando la antipatía que el buen señor le inspiraba, no tuvo más remedio que elogiar aquellos horrores. Brindose después el eximio toledano a enseñarle lo más notable de la ciudad, acompañado de un entendido arqueólogo; pero Guerra esquivó el ofrecimiento con toda la cortesía posible. Le enfadaban los admiradores furibundos, los sabios prolijos que quieren hacer notar mil insignificantes pormenores, los que   —20→   se embelesan delante de una piedra o ladrillo roñoso, que maldita la gracia que tiene.

-Bueno, pues vete por ahí, y registra bien la Catedral y demás cosas de mérito. Después que te hayas hartado de antigüedad, te llevaré a ver la Diputación, donde hemos hecho obras de suma importancia. Verás también los dos Casinos, que son notables, pero muy notables, bien decorados, con espejos, cortinas de terciopelo, unas arañas para petróleo que se han traído de Bayona, directamente, y dos o tres soberbias alfombras de fieltro. En fin, que está muy bien, y verás que, aunque pasito a paso, algo se va adelantando.

Despidiéronse al fin junto a la Catedral, y al verse libre de su ilustrado pariente, Ángel ¡ay! respiró como si despertara de una pesadilla.




III

Faltábale la visita a Leré, objeto principal de su viaje; mas un sentimiento de delicadeza dictábale la idea de aplazarla, porque habiéndole precedido la joven toledana tan sólo dos días, parecería que le acosaba. Determinó, pues, esperar, saboreando en tanto el gustillo de considerarse próximo a ella, de suponerla tras este o el otro muro, o de creer que momentos antes, había pasado por las calles que él recorría. Porque su ocupación única, en los días primeros, fue vagar y dar vueltas, recreándose en el olor de santidad artística, religiosa y nobiliaria que de aquellos vetustos ladrillos se desprende; su placer mayor perderse   —21→   sin guía ni plano, jugando con el ovillo revuelto de las calles. De noche, el misterio y la poesía resaltaban más que a la luz del sol. Las puertas erizadas de clavos, la desigualdad infinita de planos, rasantes y huecos, las fachadas con innumerables dobleces, las rejas, las imágenes dentro de alambrera y con lamparilla, los desfiladeros angostos, entre muros que se quieren juntar, los cobertizos y travesías empinadas, la soledad, la sombra distribuida en masas caprichosas, avivaban más en el espíritu del vagabundo la impresión de leyenda dramática o de histórico lirismo. En sus primeras caminatas, la planimetría de la ciudad érale desconocida; pero pasando y revolviéndose de Norte a Sur y de Levante a Poniente, empezó a orientarse, fijó los grupos de edificios más visibles, las torres y cúpulas, y de este modo pudo dominar el sentido de las calles, y entenderlas como signos de endiablada escritura, que se va comprendiendo después de pasar por ella los ojos una y otra vez. Sale ahora este vocablo, después aquel; se despeja parte de una cláusula, luego se trasluce una frase íntegra, hasta que interpretados con cálculo y paciencia los espacios intermedios, llégase a leer de corrido todo el conjunto de garabatos.

Las excursiones nocturnas dejábanle con ganas de ver a la luz del día lo traslucido entre las sombras de la noche. «¿Qué serán estos muros altísimos? -se preguntaba-. Esta vertiente espantosa ¿a qué abismos conduce?». Y levantándose muy temprano, se lanzaba de nuevo a su exploración vagabunda. Las campanas de los conventos y parroquias llamando a misas tempranas producíanle una emoción suave que   —22→   no lograba definir. No era que a él le entrasen ganas de oír misa, pero le encantaba la impresión fresca y estimulante del madrugar, y miraba con simpatía a las pobres mujeres que arrebujadas y carraspeando se metían en las iglesias. Allá se colaba también él, movido del dilettantismo artístico y de cierta curiosidad religiosa, ligeramente estimulada por pruritos de vida espiritual. Las iglesias de los conventos de monjas le ofrecían singular encanto, y siempre que abiertas las hallaba, a primera hora, se metía dentro. De este modo multitud de misas pasaban por delante de sus ojos todas las mañanas. Comúnmente, una sola persona o dos cuando más, fuera del cura y monaguillo, se veían en el templo, alguna vieja que entraba rezando entre dientes, algún anciano catarroso con trazas de mendigo. Lo que más le enamoraba era el sentimiento de reposo, de convalecencia, de tranquilidad interior que aquellos recintos monjiles tenían en sí. El fresco matinal resultaba placentero en aquella cavidad hospitalaria, en la dureza del banco lustrado por el tiempo, o de rodillas sobre el ruedo de esparto. Y de tal modo le iban gustando las iglesias de monjas, que vista una quiso verlas todas, y poco a poco, esta quiero, esta no quiero, visitó Santo Domingo el Antiguo, las Capuchinas, Santo Domingo el Real, las Claras, San Clemente, San Pablo, etc., y allí permanecía hasta que le echaba el sacristán, entre siete y ocho. Si el cura no estaba en el altar, recorría la iglesia con estudiada compostura buscando Grecos, que eran su delicia, examinando altares barrocos, Cristos con melena y Vírgenes de cerquillo, investigando siempre lo raro, lo   —23→   artístico, lo sentido, que en medio de mil vulgaridades suele encontrarse allí dónde un poderoso sentimiento ha engendrado tantas y tan diversas formas. Durante la Misa se sentaba o se arrodillaba con fingida devoción, echando miradas furtivas a la verja del coro, por la cual se traslucían, bañadas en luz azulada y misteriosa, las siluetas blanquinegras de las esposas del Señor.

Allí dejaba correr el pensamiento por el campo sin fin de la Historia, de la Filosofía, y aun por el secano de la Economía política, encontrándose en su propia mente con mil ideas contradictorias. Mirando las cosas desde cierta altura, envidiaba la existencia apacible, sublimemente egoísta de aquellas buenas señoras desligadas del mundo, sin familia, pensando sólo en su salvación y cultivándola con una vida de sobriedad, abstinencias y privaciones, en cuyo fondo, al liquidar la cuenta de afanes y goces, resulta quizás un regalo y bienestar profundísimos. Cuando la misa concluía, acercábase a la reja y de cerca las contemplaba, admirándose de que ellas no se asustaran ni parecieran hacerle caso. «Esta monja que aquí cerca veo -decía-, ¿quién será? ¿Cómo se llamaría en el mundo? ¿Por qué entró aquí?» Oíalas rezar, y aquel murmuro dulce que, en el conjunto de veinte o más voces, sonaba con ondulaciones perezosas como si el aire a desgana lo transmitiera, le penetraba hasta el alma dándole cierto escalofrío placentero.

Al fin de la visita, se entretenía viendo al sacristán apagar las luces, recoger las velas, los vasos sagrados, las ropas del cura, y pasarlo todo al coro por medio de un cajón como los de las cómodas, que una   —24→   monja recibía por la parte interior de la verja. Veía cómo las señoras se retiraban hacia dentro, dejando vacío el coro, lo mismo que la iglesia, pues el único individuo que había oído misa se marchaba, persignándose, envuelto en su capa. Guerra salía también, no sin dar propina al sacristán, el cual le tomaba por extranjero que iba a la husma de algún brocado antiguo para el comercio de bric-à-brac.

Pero nunca le había dado por coleccionar trapos ni cachivaches. Lo que hacía era recrearse en la inmensa riqueza artística, que obscuramente y sin que nadie lo eche de ver atesoran aquellas casas de recogimiento. En unas observaba la fábrica hermosa, del severo estilo del Greco, en otras las enmiendas y superfetaciones de los siglos, empeñados en desmentirse unos a otros; aquí la insulsez de la piel académica dejando ver por intersticios la oreja mudéjar, el plateresco que lleno de savia se abre paso entre restos góticos.

Un día de fiesta, encontrose en San Clemente con misa cantada y solemne función. Mayor encanto que los demás monasterios de señoras tenía para él el de monjas Bernardas de San Clemente, porque allí se había educado Leré, allí pasó parte de su infancia, y allí le inspiró el Cielo la divina ciencia con que había trastornado el seso de su amo. La aristocrática iglesia resplandecía con enorme profusión de cera encendida, colgadas las paredes de soberbios damascos, los altares vestidos de gala. La concurrencia escasísima, pues apenas constaba de tres o cuatro mujeres y un viejo, hacía más interesante el acto. Oficiaba un solo cura, y las monjas respondían a su canto, acompañadas del   —25→   órgano, con plañidero sonsonete, que a Guerra le hacía muchísima gracia. En la iglesia y en lo que del coro se veía notábase lo que en el mundo se llama distinción, un no sé qué de nobleza no afectada y de esplendor mate, como el de los metales de ley, cuando el tiempo les hace perder el antipático brillo de fábrica. Ángel se acercó a la reja del coro, y vio en la sillería lateral de la izquierda una figura gallardísima, descollando entre el grupo de monjas. Era la abadesa, que empuñaba báculo como el de un obispo, adornado, para que resultase femenino, con magnífico lazo de ancha cinta de seda blanca como la nieve. Imposible pintar lo guapa que estaba aquella señora con su hábito blanco y negro de pliegues amplísimos, y lo bien que le caía la toca con el pico en la frente. Era dama hermosa; ya algo madura, de airoso continente, sin que su hermosura y gracia quitaran nada al tono episcopal que le daban su colocación en la silla mayor, el báculo y el aspecto de subordinación de sus compañeras.

Embebecido Guerra ante semejante espectáculo, consideraba cuánto más bonito era aquello que una función de gala en el Real o que una recepción palatina. No quitaba los ojos de la abadesa, y ésta no parecía enojada de su mirar impertinente. Por el contrario, notó Ángel que, al levantarse después de humillar su frente sobre el libro de rezos, se arreglaba el borde de la toca con mano de mujer, mano delicada y flexible que parece que tiene ojos. La señora aquella pareciole a Guerra tan digna como elegante, toda majestad, y no se cansaba de contemplarla, atisbando también a las otras monjas entre las cuales las   —26→   había de variados tipos, viejas y jóvenes, pálidas todas, de mirar indiferente. La idea de que todas ellas debían de conocer a Leré se las hacía más interesantes. Cuando por guardar las conveniencias miraba al altar, sus ojos se deslumbraban con la custodia que parecía un sol, oro puro, brillo de piedras preciosas, destellos vívidos, en los cuales algo había de lenguaje misterioso, como el de las estrellas que chispean en el fondo del cielo obscuro. Prefería mirar hacia el interior del coro, porque la custodia le encandilaba, imponiéndole cierto respeto que él creía supersticioso, y el cura oficiante le resultaba bastante antipático, con su rostro de salvaje y su vozarrón destemplado y becerril.

Al introducir de nuevo su investigadora mirada en el coro, vio una cosa que antes, fijándose sólo en la elegante abadesa, no había visto. Era una Virgen de tamaño casi natural, con estupenda corona de las llamadas imperiales, pectoral y broches guarnecidos de pedrería, vestido riquísimo de tisú de oro y seda carmesí, recamado de aljófar. Alzábase la hermosa imagen en un trono portátil frontero a la silla de la abadesa, con andas de chapa de plata, y flores magníficas de plata y tul rosa. Cirios de transparente cera labrada con picos mil la alumbraban, reflejándose en la pintura del rostro, el cual era de lo más agraciado, de lo más simpático (si tal calificativo cabe) que es posible imaginar. ¡Aquella Virgen hermosísima era sin duda la que hablaba con Leré en éxtasis, diciéndole las cosas que ésta refería con tanta ingenuidad! Los ojos de la efigie brillantes como luceros miraban a la abadesa, y la abadesa, atenta a su libro, leía y   —27→   releía murmurando las cláusulas con ritmo de canto llano. Después cantaron alternando las voces: la abadesa decía un versículo y respondían las otras. Terminada la misa, los cantos y rezos siguieron largo espacio dentro del coro, hasta que vio Guerra que unas monjas que parecían acólitas incensaban a la Virgen... Entonces reparó que ésta tenía Niño, y que el Niño ostentaba escarpines de oro acabados en punta. Por fin las monjas cargaron la imagen, arrimando el hombro a los plateados palos de las andas, y se la llevaron en lenta procesión, en dos filas, la abadesa detrás marcando el paso con su báculo, asistida de media docena de ellas, que debían de ser las más ancianas, y la comunidad se filtró cantando por una puerta que al claustro sin duda conducía.

Sacó a Guerra de su abstracción una desentonada voz, que le dijo casi al oído estas palabras: «Caballero, quiere usted ver dos bandejitas de plata repujada y un porta-paz cincelado, del siglo XVII, legítimo, obra preciosa?... Se dan baratos».

Quien le hablaba era un hombre no muy viejo, pero sin dientes, mal vestido, con andrajosa capa, el cual poco antes se había sentado en el banco junto a él.

-Gracias -replicó Ángel-. No soy anticuario.

Y se marchó, porque el sacristán repicaba con el manojo de llaves. Todo el resto del día estuvo saboreando la impresión de lo que había visto y oído, la elegante abadesa, la custodia como un sol, la Virgen bonita, amiga de Leré, los artísticos ornatos de la iglesia, tapices y cornucopias, el misterioso ámbito del coro, el canto desmayado y nasal de las monjas, y por la tarde no pudo resistir a la tentación de volver   —28→   allá. Pero la iglesia estaba cerrada, y su puerta vieja, roñosa y musgosa, era como la de un panteón donde hace mucho tiempo que no se entierra a nadie. Recorrió la calle mirando la tapia inmensa, llana, desesperante, en la cual se pierde el gracioso pórtico de Berruguete, como joya engarzada en infinita capa de paño pardo. Ni un alma pasaba por allí, ni gato ni perro ni mosca, ni ser viviente alguno. Embebecido en aquella soledad, miraba la tapia y se decía: «¿Qué estará haciendo ahora la abadesa guapa? Y las demás monjas, ¿qué harán? Estarán comiendo. ¿Y qué comen?... ¿qué dicen, qué piensan? Cuando duermen, ¿qué soñarán?»




IV

Leré vivía con sus tíos y con el padre Mancebo en un barrio laberíntico, entre el Pozo Amargo y la parroquia de San Andrés. Dos o tres veces pasó Guerra por allí sin atreverse a entrar: rondaba su ilusión, temiendo ahuyentarla si se lanzaba derechamente hacia ella. Decidido al fin una mañana a preguntar por su antigua criada, hizo tiempo hasta que llegase la hora oportuna, y después de examinar por dentro y por fuera la interesante iglesia de San Andrés, se sentó en el altozano que frente a la parroquia domina todo el Sur y parte del Oriente de la ciudad, y contempló la perspectiva de techumbres, de tan variados planos y con tal diversidad de ángulos y cortes, que parece que todo ello se mueve como un oleaje, flotando arriba la mole del Alcázar y no lejos de   —29→   ella la torre mudéjar de San Miguel el Alto. El cielo azul da más vigor al tono de los tejados, que parecen esteras viejas o superficies duras y arrugadas como la cáscara de nuez. Sin saber por qué, a Guerra se le figuraba que el mismo aspecto debía de tener Samarcanda, la corte del Tamerlán. No le resultaba aquello ciudad del Occidente europeo, sino más bien de regiones y edades remotísimas, costra calcárea de una sociedad totalmente apartada de la nuestra por sus extrañas nociones de la propiedad y de la geometría. Llegada la hora que estimó conveniente, se precipitó por el callejón de los Muertos, agarrándose al muro. ¡Qué confusión de lo noble y lo villano! En las gruesas estribaciones de la parroquia, vio los escudos de los Rojas, morrión por arriba, losanges y cascabeles por abajo, y entre los miembros rotos de fabricas que fueron magníficas, casuchas miserables, puertas increíbles, rejas gastadas que semejaban palos de canela, paredes hendidas y tabiques de ladrillo que se sostenían de milagro. Atravesó una plazoleta de la cual se salía por angosta hendidura que apenas daba paso a un hombre, y en la cual se veían oquedades siniestras, inhabitadas, donde las telarañas, sobre la madera color de yesca y matizadas por el sol, remedan la lividez mate del veludillo que ha perdido el pelo. Encontrose en un crucero donde jugaban chiquillos, y les preguntó por la vivienda que buscaba. «Por aquí se entra -le dijo uno-, señalando una puerta grande, como de mesón o taller de carretería». Sobre su clave dislocada veíase un precioso azulejo con el letrero Capilla de cantores, indicando la pertenencia de la finca antes de la desamortización.

  —30→  

La puerta aquella daba a un patio plantado, de raquíticos árboles. A la derecha vio Ángel una construcción con aspecto de taller, y examinando su interior desde la puerta, vio una cavidad negra, con suelo como de herrería, las vigas del techo ahumadas, y en el fondo algo como restos de fraguas, hornos o cosa tal. Pero el destino presente debía de ser el de almacén o depósito de Estancadas, porque Guerra vio multitud de cajas en montones a un lado y otro. Una mujer andrajosa, encinta y con un chico en brazos, le salió al encuentro, tomándole por extranjero rebuscón o arqueólogo, y le dijo con satisfacción toledana: «Sí señó, aquí, aquí jué donde se coció el metal de la campanona grande. Pase si quiere».

-Gracias. ¿Me podría usted decir dónde vive el padre Mancebo?

-¿Don Paco? ¡Ah! sí que tal. Por aquí pasan Roque y la Justina cuando vién de arrriba. Pero la puerta grande la tién por el Plegaero.

-Volveré por la calle.

-No que tal. Pase, ya que está aquí, y vederá esto. Muchos extranjeros que lo veden, se quedan asmados.

Franqueada una puerta, que más bien parecía gatera, y salvados dos o tres escalones, encontrose Guerra en un aposento cuadrado. Como pasase por él sin fijarse, deseando salir pronto de tal laberinto, la mujer le llamó la atención señalando al techo: «¿Pero qué, no mira esto que dicen es de lo güeno que hijieron los moros?»

En efecto, Ángel vio un techo magnífico, de ensamblaje, sostenido por arábigo friso, cuya graciosa   —31→   alharaca se apreciaba muy bien bajo la mano de cal que la cubría.

-Muy bonito. ¡Lástima de arquitectura! ¿Y qué es esto?

-Mi casa, que tal.

Dos camastros, una cuna, cómoda y cuatro banquetas derrengadas eran el ajuar de la extraña pieza.

-Pues por esto, y aquel otro camarín donde está la cocina; y que también tié techo moro, pago veintiséis riales al mes, que es un irror de carestía.

-¿Y de qué vive usted?

-El mi marío es ciego y vende to el papelorio de Madril. ¿No le ha uyido busté vocear por las calles? Yo, si a mano viene, hago buñuelos. ¡Pero con tanta familia...! Ya vede busté; ca año por Navidá, criatura.

¿Siempre por Pascuas? ¡Qué puntualidades se usan en esta tierra!  (Dándole limosna.)  A ver, lléveme pronto a la casa del Sr. Mancebo.

Tres escaloncitos más, un corralón triangular donde hormigueaban chiquillos y mujeres pobres, que se peinaban al sol; un pasadizo, otra puerta árabe apuntalada, y por último, un patio más decente con pozo, tiestos de matas sin hoja, empedrado musgoso y lleno de verdín, y una artesa de lavar. Aquel espacio, al cual se entraba desde la calle del Plegadero por un derrengado portalón, servía de atrio común a dos o tres viviendas de aspecto relativamente decoroso. Por la puerta de una de ellas salió una mujer cuarentona y obesa, morena, desbaratada de cuerpo, vestida de trapillo, con las mangas arremangadas. Era Justina. Después de saludarla, preguntole Guerra por Leré, dando a ésta su verdadero nombre, y ella, con cierta   —32→   indecisión y desconfianza, como temerosa de decir la verdad, le respondió que su sobrina estaba haciendo ejercicios en la casa provisional de las Hermanitas del Socorro, junto al Tránsito, y que no vendría tal vez en dos o tres semanas.

Cuatro chiquillos babosos y llorones se colgaron a las faldas de Justina, que tuvo que sacudírselos para poder andar.

-¿Y el beneficiado Mancebo?

-¿Mi tío? En las Claverías le tiene usted, lo mismo que mi marido. Hoy volverán tarde, porque hay obra en el Claustro alto y en la capilla de San Nicolás, y el señor Cardenal les ha dicho que tienen que acabarle todo antes de las funciones de Pascua.

-Usted no me conoce -le dijo Guerra, añadiendo su nombre. Al oírlo, se disipó la desconfianza de la buena mujer, y deshaciéndose en cumplidos y finuras hizo pasar al visitante a una salita baja, en la cual vio éste un espectáculo singularísimo, quedándose indeciso un buen rato entre el horror y la sorpresa. Sobre mesilla no muy alta veíanse unas piernas arrolladas formando ruedo, y más parecidas a tentáculos de pulpo que a extremidades de persona, y en el centro de aquello, una humana cabeza del tamaño común en el adulto con las facciones perfectamente conformadas. El mirar, aunque de idiota, no carecía de expresión dulce, fijándose con persistencia en el desconocido que le contemplaba. Cabellos lacios cubrían algunas partes de su cráneo, y en su cara crecían pelos ásperos y larguiruchos, que por lo escasos se podían contar. Después de mirar mucho a Guerra, la cabeza se irguió dejando ver un cuello raquítico y un busto   —33→   enteco, del cual pendían brazos flácidos y como sin hueso, al modo de las piernas. Colgábale del cuello una especie de blusa o más bien funda verde, de tartán, único vestido que cubría el cuerpo de tan desgraciado y monstruoso ser.

-Es el hermano de Lorenza -indicó Justina-. No le tema usted. Es que se altera un poco cuando ve personas desconocidas.

El fenómeno le enseñó los dientes, produciendo con la lengua un castañeteo semejante al canto de la perdiz. Después gruñó un poco, recobrando su primitiva postura, la cabeza en el centro de aquel informe revoltijo de carne, sin apartar de Guerra la mirada, con expresión de perro que vigila.

Ángel sintió escalofríos, un instintivo miedo o repugnancia que no sabía dominar, y salió otra vez al patio, donde se encontraba mejor que en la sala. Justina le sacó una silla para que se sentara, repitiendo la cantinela de antes. «Muchos días ha de tardar la niña en volver acá. Pero no es seguro; puede venir cuando menos se piense, porque no ha tomado el hábito, ni lo tomará hasta que acabe los ejercicios».

Los chiquillos, pegados a las faldas de su madre, que apenas moverse podía con tal impedimenta, miraban con asombrados ojos al forastero. A las preguntas de éste sobre la extensión de su prole, contestó Justina entre risueña y quejumbrosa que le vivían siete, y que por estar su marido imposibilitado a causa de una caída, se veía y se deseaba para mantenerlos. Gracias a la protección del tío, iba defendiendo el rebaño. Su marido era carpintero, un hombre como pocos, muy sentado y sin vicio ninguno; pero inútil   —34→   o poco menos para el trabajo, y sus ganancias se reducían al corto estipendio que el beneficiado le agenciaba en la Obra y Fábrica.

Llegaron en esto de la escuela los dos hijos mayores, pobremente trajeados, pero bien apañaditos, cargados de libros sucios y de cartera y pizarra. Besaron la mano a su madre, que les presentó al visitante, encareciéndole lo malos que eran, sobre todo el mayorcillo, de ojos ratoniles, vivo como la pimienta y muy salado de facciones. Mientras la madre y el más pequeño se internaban en la casa, el chicuelo mayor se familiarizó con Ángel, quien le hizo mil preguntas, sacando en substancia que era monaguillo de la Catedral, pero que estaba de baja por algún tiempo para ir a la escuela. Llamábase Ildefonso; su precocidad y agudeza encantaban a Guerra, que le tuvo por amigo desde el primer cuarto de hora de trato. Bastó que le alentara un poco para verle hacer mil monerías, verbigracia, imitar el paso claudicante y la voz insegura del señor Cardenal, y otras chuscadas. Justina salió con una gran cesta; era la comida del marido, que trabajaba en las Claverías, y se la dio al muchacho para que pronto la llevase. «Y cuidado como te entretienes a jugar por el camino».

Guerra creyó que era importunidad permanecer allí, y se despidió, saliendo tras el chico con quien fue de parla por toda la calle del Pozo Amargo. Por él supo que Leré y sus tíos estaban de puntas, porque éstos no querían que fuese monja, ni que hiciera ejercicio con las señoras aquellas del Socorro, que eran, al decir del rapaz, unas grandes correntonas. Ildefonso hacía lo posible por llegar tarde a la Catedral, pues   —35→   le era muy grata la compañía de aquel caballero; a lo mejor ponía en el suelo la cesta y sobre ella se sentaba aceptando y encendiendo un pitillo ofrecido por Ángel. Mas éste le daba prisa, y por fin llegó al término de su corto viaje, desapareciendo por la puerta del claustro, donde el amigo le despidió con una pesetica, prometiendo ambos volverse a ver, y estimarse y prestarse auxilio en cuanto se les ofreciera.




V

Su primera excursión después de esta visita frustrada fue hacia la Judería, con objeto de estudiar el camino que Leré debía recorrer para ir desde el Tránsito a su casa, el cual no podía ser otro que la escalerilla de San Cristóbal, la plazuela del Juego de Pelota y Santa Isabel. En la Judería melancólica, toda ruinas, miseria y soledad, paseó mañana y tarde, esperando ver salir a la mística joven de alguna de aquellas casas por cuyos rincones parece que anda rondando aún, entre murciélagos, el ánima empecatada del marqués de Villena. De día, cansado de contemplar los caserones inmediatos al Tránsito (y ya sabía por su amigo Ildefonso el que ocupaban las señoras del Socorro), asomábase al pretil que por aquella parte sirve de miradero sobre el río, y se olvidaba del tiempo, del mundo y de sí mismo, contemplando, como en las nieblas de un ensueño, las riberas pedregosas, los formidables cantiles que sirven de caja a la tumultuosa y turbia corriente. Por su cauce de piedra, el Tajo se escurre furioso, enrojecido por las arcillas que arrastra,   —36→   con murmullo que impone pavura, y haciéndose todo espuma con los encontronazos que da en los ángulos de su camino, en los derruidos machones de puentes que fueron, en los mogotes de las aceñas que él mismo destruyó mordiéndolas siglo tras siglo, y en las chinitas de mil quintales que le ha tirado el monte para hacerle rabiar. Enfrente, los Cigarrales.

«¡Ah! -pensaba Guerra, mirando en la orilla frontera las fincas de un verde tétrico, con el suelo salteado de azuladas peñas y de almendros y olivos que a lo lejos parecen matas-. Yo también tengo mi cigarral, y debe de estar por ahí. No he puesto los pies en él más que una vez, de niño. ¡Y cuánto me gusta ese paisaje severo, que expresa la idea de meditación, de quietud, propicia a las florescencias del espíritu! Allí ¡maldita sea mi suerte! me pasaría yo una temporadita con Leré... si ella quisiera».

A lo mejor se le aparecía el amigo Ildefonso, unas veces solo, otras acompañado de alguno de sus hermanillos. No ignoraba el muy tuno dónde había de encontrarle ni lo bien que se le recibiría, pues Ángel sentía hacia él viva inclinación y ganas de protegerle, cultivando su precoz inteligencia. Además, el primillo de Leré le encantaba porque creía ver en él un misterioso parecido con Ción. No consistía seguramente en semejanza de facciones, sino en cierta fraternidad o parentesco espiritual, como aire de raza que, según Ángel, se revelaba en el mirar, en la inquietud graciosa y en el lenguaje desenvuelto. A veces se le figuraba que el alma de Ción se asomaba a los ojos del monaguillo, y al observarlo o creerlo   —37→   así, creíase también capaz de llegar a sentir por él un cariño inmenso.

Señor, ¿no sabe? -le decía Ildefonso-. Tío Paco pregunta todos los días a mi madre si no ha vuelto usted, y esta mañana dijo que si supiera donde vive le visitaría.

-Y tu prima Lorenza, sin aparecer, ¿verdad?

-A casa no va. Está ahí  (Señalando a las casas próximas al Tránsito.)  Oiga, señor. ¿No sabe lo que dijo mi padre anoche? Que usted es muy rico, y que su casa de Madrid la tiene toda llena de dinero.

-Hombre, no. No creas tales patrañas.

-Y, dijo que usted quiso casarse con Lorenza, y ella se negó, porque la llama la religión, y qué sé yo qué. Vaya que es boba de veras... ¿No sabe? pues a mi prima no le gusta el dinero, y cree que el ser rico es una cosa muy mala. ¡Si será simple...!

-¿Y a ti te gusta el dinero?

-¡A mí sí... caray!  (Con mirada ansiosa, lengüeteándose los labios.)  ¿El dinero? Cosa rica. ¡Quién tuviera mucho!

-¿Y qué quieres tú ser? ¿A qué te aplicas? ¿Qué oficio o qué carrera te agrada más?

-Yo quiero ser cadete.  (Echando lumbre por los ojos.) 

-¿Cadete?

-Sí señor. Cadete toda la vida, hasta que me muera.

-Bien, hombre, bien. ¿Y no sientes inclinación a ningún oficio?

-¿Oficios?...  (Con mirada despreciativa.)  Déjeme usted de oficios. ¡Buenos están! Dice mi padre que en   —38→   estos tiempos de ahora hay que ser o señorito o nada, quiere decirse, pobre de los que piden limosna. Los oficios, ¿qué dan? miseria. ¡Antes sí, cuando la catedral era rica...! El padre de mi padre fue también carpintero, y sólo por armar el Monumento le daban no sé cuántos miles de miles de riales.

-Bueno, hombre, bueno. Y de vivir tanto tiempo entre canónigos, cantando con ellos y ayudándoles al culto, ¿no te han entrado aficiones eclesiásticas? ¿No querrías ser cura?

-¿Clérigo yo...? ¡Vamos, hombre, déjeme a mí de clérigos... caray!  (Excitándose.)  Lo que le he dicho: o cadete o nada.

-¿Y no se te ha ocurrido, teniendo siempre delante de los ojos estos grandes monumentos, aprender el arte de construirlos?

Llevándole un poco hacia Occidente, después de darle un pitillo, le mostró los muros ennegrecidos de San Juan de los Reyes, custodiados por heraldos con las mazas al hombro, y la imponente fábrica del puente de San Martín.

«Mira eso, Ildefonso, y reflexiona. Desde que abriste los ojos estás viendo la Catedral, el Alcázar, y tantísima maravilla. ¿No se te ha ocurrido igualar a los autores de ellas, haciendo tú otras semejantes? ¿No se te ha ocurrido ser arquitecto...?

-¿Hacer casas, iglesias y torres?  (Fumando gallardamente.)  ¡Que las hagan los albañiles, que para eso están, caray! Déjeme usted a mí de torres y de esas bromas. Yo cadete, y nada más que cadete.

-Bueno, hombre, serás militar, si te portas bien, y estudias.

  —39→  

Con estos y otros coloquios engañaba Ángel su fastidio. Comúnmente tenía que despedir a Ildefonso y mandarle a su casa para que los padres no le riñeran. Por lo demás, la misteriosa y jamás abierta casa de las Hermanitas del Socorro, situada en la subida de los Alamillos, detrás de las ruinas del Palacio de Villena, no le daba ninguna luz ni le sacaba de tan enfadosa situación expectante. Lo único que pudo ver fue algunas parejas de beatas callejeras, como las que por todas partes se encuentran en Madrid, las cuales entraban o salían por una puerta mezquina. Nunca vio Guerra fachada más estúpidamente muda, sorda y ciega. Pero a pesar de la inutilidad de sus acechos, no se determinaba a matar su tristeza en lugares más populosos y alegres que la Judería, porque de tanto andar por barrios solitarios su alma se había hecho a la contemplación de la vida pasada, al amor de las ruinas, y al punzante interés de lo misterioso y desconocido. De tal modo le apasionaban las edades muertas, que se determinó en él una atroz aversión del gárrulo bullicio de la vida contemporánea, y cuando en sus paseos se aproximaba a la calle del Comercio, huía de ella con verdadero sobresalto, metiéndose por los callejones transversales, que en cuatro zancadas nuevamente a la soledad le conducían. Los carteles del teatro en las esquinas causábanle disgusto, y el oír vocear periódicos en las callejuelas le atacaba los nervios. Llegaba a creer que el eco repetía con sarcástico acento, en las revueltas sepulcrales de algunos barrios, los títulos exóticos de la prensa moderna, y que la ola de vida no podía reventar allí sin producir profanación y escándalo.

  —40→  

No encontrando a Leré donde creía deber encontrarla, la buscó por otras partes, junto a San Clemente, por el toque instintivo de asociar lo presente con lo pasado. En esto de los encuentros perseguidos o casuales, el Acaso descompone con muchísima gracia los cálculos todos de la previsión humana, pues siempre resultan los tales encuentros en lugar y coyuntura que nunca el rondador imaginaba. Y así sucedió en aquel caso, pues una tarde que Guerra iba por las Cuatro Calles, hallándose su mente distraída casualmente de Leré y de cuanto con ella se relacionara... ¡pataplum, Leré! Esto pasa, esto le ha pasado a todo el mundo. ¡Y es el hombre tan tonto que no sabe fiar a la caprichosa lotería del Acaso los encuentros, y se empeña en buscarlos con vana y pueril lógica!

Pues señor, cruzaba Guerra, y vio que salían, de una tienda de ropas dos hermanas del Socorro acompañadas de Leré, que llevaba un lío de compras. Ambos se sorprendieron, y en el primer momento no supieron qué decir. Ángel la detuvo sin hacer caso de las dos hermanas, y ella le saludó sin turbarse, con aquella bendita serenidad a prueba de sorpresas y emociones.

«Ya sé que estuvo usted en casa. ¿Seguirá muchos días aquí? Supongo que lo verá todo. Mire, en la Catedral mi tío puede servirle de guía y enseñarle cosas que no se pueden ver sino por recomendación, el tesoro, el relicario, las ropas, los subterráneos, las alhajas y el manto de la Virgen.

Contestó Guerra con cuatro frases de ordenanza, y le pidió una entrevista. Dijo Leré que por el momento no podía ser, pues estaba sirviendo en el Socorro;   —41→   pero que pensaba volver otra temporada al lado de su tía, y entonces podría verla y hablarle todo lo que quisiera.

No pasó nada más, ni podía prolongarse la conversación delante de las religiosas, que ya parecían un poquito escandalizadas. Separáronse, y él se fue tan alegre, porque sólo el verla y las cuatro palabras cambiadas de prisa y corriendo pareciéronle un triunfo. Y ¡cosa extraña! aquel encuentro sin consecuencias ni explicaciones, le impulsó a sumergirse más en la soledad. Al día siguiente, huroneando en las iglesias, maravillose de sorprender en sí tentaciones vagas de poner alguna mayor atención en el culto, casi, casi de practicarlo, y de cavilar en ello, buscando como una comunicación honda y clandestina con el mundo ultra sensible. Admitía ya cierta fe provisional, una especie de veremos, un por si acaso, que ya era suficiente estímulo para que viese con respeto cosas que antes le hacían reír. Por de pronto reconocía que en el mundo de nuestras ideas hay zonas desconocidas, no exploradas, que a lo mejor se abren, convidando a lanzarse por ellas; caminos obscuros que se aclaran de improviso; atlántidas que, cuando menos se piensa, conducen a continentes nunca vistos antes ni siquiera soñados.

El medio ambiente se proyectaba con irresistible energía dentro de él por la diafanidad de su complexión mental. El mundo antiguo, embellecido por el arte, le conquistaba y le absorbía hasta el punto de infundirle amor hacia cosas que antes le parecían falsas, y, lo que es más raro, falsas le parecían aún. Ignoraba si aquel prurito suyo de probar las dulzuras de la   —42→   piedad obedecía a un fenómeno de emoción estética o de emoción religiosa, y sin meterse en análisis, aceptábalo como un bien. En esto ocurrió la entrevista con el padre Mancebo, tío de Leré, que fue a visitarle y no le encontró en casa. La misma tarde quiso Ángel pagar la visita, teniendo el gusto de conocer a un sujeto que había de sorprenderle como las mayores rarezas toledanas.