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Bajo el signo de Artemisa: las vírgenes fatales y otras criaturas inaccesibles

Isabel Clúa Ginés





Me voy a permitir iniciar este texto apelando a su capacidad imaginativa: piensen en una mujer fatal; piensen en su aspecto, sus movimientos, su comportamiento. Déjenme adivinar lo que pasa por sus cabezas: apuesto a que algunas de ustedes estará pensando en mujeres de Franz Von Stuck sinuosas y abrazadas a enormes serpientes; otras, en las lánguidas y sensuales sirenas de Klimt; quizás en las esfinges de Moureau y sin duda, alguien tendrá en mente la inquietante Salomé de Beardsley, besando ávidamente la cabeza muerta del Bautista. Todas estas imágenes y otras muchas han sido lugares comunes de la crítica que se ha interesado por las tipologías femeninas en el fin de siglo pasado. Me refiero a estudios como el fundamental análisis de Praz -el creador de la femme fatale (Praz 1999)- o el magnífico monográfico de Dijkstra sobre la sospechosa misoginia que emerge, de forma alarmante, en el arte desde mediados del siglo XIX (Dijkstra 1994). Ambos han permitido re-leer de forma coherente la abrumadora presencia de la mujer en el arte finisecular, y la preferencia por determinadas representaciones de ésta, básandose en una operación: la reconstrucción de los estereotipos femeninos que encauzan los discursos dominantes.

Si bien la división de las imágenes femeninas en grupos delimitados -eso es, al fin y al cabo, un estereotipo- ha sido muy útil como instrumento de trabajo, la descripción única y exclusiva en términos de estereotipo resulta, a mi entender, estéril incluso contraproducente. No sólo esquematiza sino que devuelve la noción de femineidad a un conjunto de rasgos inventariables y de valor definido que vuelven a encorsetar la noción de «mujer» en una serie de posiciones limitadas y marcadas, sin duda, por la relación de la esfera femenina con la masculina, en viaje sin retorno a los binomios que tanto desgradan a Butler (Butler 1989), y les aseguro que a mí también. Reparen, por ejemplo en que la gran división entre la mujer angélica y monstruosa proviene, justamente, de la definición de su femineidad en función de una masculinidad monolítica y hegemónica a la que complace poco, mucho o incluso demasiado1.

Esta idea es la base sobre la que se asienta este texto. Y voy a confesar cómo y dónde nació: al margen de mi bagaje teórico, esta idea nació de una serie de encuentros fortuitos con seres femeninos desafiantes e inclasificables cuya mera existencia era una carcajada sangrante contra las etiquetas. Y lo que quisiera exponerles hoy es, justamente, dos de esos encuentros. Dos encuentros con dos personajes femeninos muy alejados entre sí: alejados en el tiempo, en las circunstancias, alejados en casi todo, pero que tienen algo en común: constituyen dos de las manifestaciones más poderosas de la fatalidad femenina que he encontrado jamás. Y son poderosas, precisamente, porque poco tienen que ver con lo que se ha convenido que es una femme fatale.

¿Y qué es una femme fatale? Difícilmente puedo responderles. Tomo como pre-supuesto que una categoría tan compleja se construye a partir de una serie de nociones que delimitan un núcleo y un área de dispersión. Para aproximarme a ese núcleo voy a tomar un sólo ejemplo de la definición de la mujer fatal: la obra de Dijkstra. Ésta aborda la fatalidad femenina desde epígrafes como «las enredaderas y los peligros de la degeneración», «las flores venenosas, las ménades de la decadencia y los tórridos gimoteos de las sirenas», las «connoiseurs de la bestialidad y los placeres serpentinos», «la metamorfosis del vampiro» o «las furcias vírgenes de Babilonia» (Dijkstra 1994). Al margen de lo sugerente de esos nombres, semejantes denominaciones dan una idea bastante clara de algunos componentes básicos de la mujer fatal: Dijkstra privilegia la lujuria, la bestialidad, y la condición degenerada y degenerante de la femme fatale (ésta absorbe, degrada y entorpece al hombre: de ahí las imágenes de la enredadera o el vampiro). Praz, por ejemplo, también otorga un lugar de privilegio a la lujuria y a la capacidad degenerante, de sesgo claramente criminal de la femme fatale: las asesinas y las inductoras al crimen son sus modelos preferidos. Y a la vez, otorga un papel fundamental a la deshumanización al considerar como síntesis de la fatalidad a la Gioconda de Pater, esa criatura excesivamente humana y sabia y, por ello, situada en un estatuto super-humano, turbador y amenazador.

¿Se agota ahí la perversidad o la fatalidad femenina? ¿Puede una mujer que no sea lujuriosa, bestial, degenerada, criminal, etc. ser una mujer fatal? Mi respuesta se llama Luisa Castro y es la protagonista de la novela La palma rota, escrita por Gabriel Miró en 1909. Tal novela narra la historia de encuentros, reencuentros y, finalmente, desencuentro entre una joven de provincias aficionada al arte, Luisa Castro, y un joven artista aficionado al mundo provinciano, Aurelio Guzmán, que tras triunfar como escritor vuelve a su ciudad natal e intenta seducir a Luisa, de la que siempre ha estado enamorado.

Lo interesante de esa novela es, sin duda, su protagonista, Luisa, que permite la aproximación a un tipo de fatalidad que cae justo en el límite de esa área de dispersión que mencionaba, tan al límite que se mezcla con otras cosas. Así, Luisa es depositaria de una mezcla desconcertante de matices estereotípicos: desvinculada de la lujuria bestial de ciertas figuraciones, está también muy lejos de la esterilidad espiritual y del áspero aspecto de las otras, lejos también de la belleza turbia y el encendido erotismo de la mayoría.

¿Cómo exponerles esa extraña mezcla? Me voy a permitir recurrir a otra figura, la diosa Artemisa, la diosa casta, lejana y poderosa, para explicarlo. Buscar la equivalencia entre un personaje y el entramado simbólico que es toda figura mitológica puede parecer ocioso, pero lo cierto es que la contradictoria caracterización de Luisa me resulta y creo que les resultará mucho más comprensible vista desde otra imagen que es, a su vez, multidimensional. No olvidemos que Artemisa se desdobla en tres entidades: la espiritual Cintia en el cielo, la atractiva y salvaje Artemisa en la tierra y la infernal Hécate en el mundo subterráneo. La casta y pura Artemisa tiene muchas vertientes, entre ellas, un lado oscuro que presenta afinidades muy sospechosas con la mujer fatal.

Luisa es, en cierto modo, la personificación de esas tres entidades: espiritualizada hasta el extremo (Cintia), altiva y absolutamente disociada del mundo masculino (Artemisa) y cruel (Hécate), su primera descripción ya alerta de la compleja personalidad femenina que la ha de caracterizar:

Cuidaba Luisa de todo en el hogar desde que murió su madre y su hermano. Quedaron rotos los dulces coloquios de doncellez. La plebeya condición espiritual de un hombre, su amor primero, le selló alma y labios. No tuvo ya intimidades ni expansión aliviadora de ensueños y aflicciones. Tornóse desconfiada, fría, y gustaba mostrar aumentada su impasibilidad. El apartamiento y la adoración a la música la acendraron exquisitamente. Era altiva; y llegaba a rendirse de ternura por lo que no atendían los demás.


(Miró 1969: 196)                


Estamos, sin duda alguna, ante una mujer lunar, fría, altiva e impasible cuyo alejamiento de la esfera terrenal y su «espiritualización» proviene de un factor doble: el desengaño amoroso y una intelectualización extrema. Luisa, a pesar de eso, es un perfecto «ángel del hogar» en funciones, y sólo en funciones, pues el auténtico objeto de su dedicación es otro: el arte, la música, en lo que constituye un osado movimiento de apropiación de un saber propiamente masculino. Por si fuera poco, es hermosa y deseable.

Pero esta cita sólo advierte y no revela su paralelo con Artemisa. Según Walter Otto, en su estudio sobre los dioses homéricos, Artemisa es, sobre todo, la diosa distante, en la que soledad, la virginidad y un anómalo sentido de la crueldad se encadenan para preservar esa distancia (Otto 1954). Downing apela a ese mismo fenómeno en otros términos: es la diosa que necesita estar-en-sí-misma, hecho que invita a la intrusión en su «mundo» (Downing 1998).

Y en cierto modo, la relación entre Luisa y Guzmán, la novela misma, se puede leer así, como el intento de una intrusión no permitida que tiene su auténtico campo de batalla en el verdadero núcleo del carácter de la protagonista: su dimensión intelectual. Aurelio no sólo reprocha a Luisa su rechazo en términos afectivos, sino que deplora su exclusión de las tertulias artísticas que ésta alienta y su negativa a leer sus obras. El desequilibrio entre el artista y la mujer adorada (que aparece en tantas otras obras de Miró, por ejemplo en «El poeta eterno» o en «El final de mi cuento») se anula, y los dos caracteres se sitúan en la misma posición. Ahí está el peligro de Luisa y también su naturaleza tentadora.

En realidad, los sentimientos de Aurelio por Luisa rozan la locura: su amor es obsesivo y durante todo el relato asistimos a la persecución de ese sentimiento, al que ella responde de forma desconcertante pues Luisa posee el extraño don de despreciar y arrobar al interlocutor con un mismo gesto, en apenas dos líneas. Su relación con Aurelio se basa en ese vaivén entre el rechazo y las falsas esperanzas: se reproduce en tantos encuentros que dan muestra de la crueldad innata de Luisa:

-¡Luisa!

Entonces ella vino lentamente a Guzmán.

Comenzaba la calleja de los blancos muros.

-¿Qué quiere?

Y él, inmóvil, no habló. ¡Cómo decirle su padecimiento!

-Pero ¿qué quiere? -le preguntaba Luisa, ya con pesar de su complacencia.

Y dijo Aurelio palabras infantiles estremecidas como un aleteo.

-¿Por qué me trata usted así? ¡Usted, a la que hablo...!

-¡Y para eso me llamaba! -y rauda y alegre lo dejó.


(Miró 1969: 218)                


Digo que es una crueldad innata porque Luisa, realmente, quiere a Guzmán. O eso puede sospecharse. No obstante, es incapaz de entregarse a él, el continuo desdén que muestra y su constante frialdad pueden más que su amor; así se manifiesta en el dramático desenlace de la novela:

-¡Bésame tú, bésame!

Ella, rígida, yerta, balanceaba su cabeza negando. Y Aurelio gustó la humildad íntima y cálida de la boca ansiada, entreabierta ya por la fuerza de la suya. Entonces creyó que empezaba a deshojar y a apoderarse de su virginidad.


(Miró 1969: 225)                


No responde. Luisa no le besa; simplemente manifiesta una «frialdad trágica» (que hace recordar de nuevo a Otto, cuando describía a Artemisa como una diosa incapaz de amar), que se aclara en la reflexión final de la novela, cuando ella «se torció de dolor de celos, celos incurables, malditos, feroces, celos de sí misma» (Miró 1969: 226) tras el abandono de Guzmán. Luisa, la mujer que enloquece a los hombres, la mujer altiva, elevada, genuinamente cruel, la variante casta e intelectual de la femme fatale se percibe a sí misma como carente, incapaz de ser como las otras mujeres2, incapaz de entregarse a un hombre, condenada a la soledad trágica de la mujer fatal sin ser exactamente tal cosa. Luisa es -me permito recurrir a otra imagen- como la misteriosa mujer que Rosetti pinta en El ensueño (1880) con la mirada perdida y un libro entre sus manos, perdida en el espeso follaje de un árbol, sola, con una expresión que puede delatar tanto la entrega extática al arte como el dolor del aislamiento.

La soledad de Luisa es especial; su soledad es también la del artista o la del amante del arte, puesto que lo único que consigue su entrega incondicional es la música, distanciándose de la educación habitual de la mujer de clase media, entrenada en diversas materias que actuaban como reclamo al matrimonio. Litvak señala que la cultura y el matrimonio eran términos que se excluían el uno al otro (Litvak 1979). Bien, es obvio que Luisa siente una adoración hacia la cultura, la música, concretamente, que define con claridad sumaria su elección. Esa vivencia apasionada del arte contrastaría notablemente con la de Guzmán, un ser cuya percepción estética del mundo chirría en determinados momentos:

Imaginó que el dúo grandioso de sus almas ante lo sublime podía caer y degenerar en violencia truhanesca sólo por la frialdad trágica de la mujer. Y el amante sintió un extraño apagamiento de sus ansias; y dejó el pobre cuerpo.


(Miró 1969: 225)                


El artista que es Guzmán -con las implicaciones que ello tiene, pues tal y como ha señalado Márquez Villanueva, el tema del artista y del arte es uno de los puntales de la obra mironiana (Márquez Villanueva 1990)- también presenta ciertos problemas en su concepción estética de la vida. Guzmán, como Luisa, cifra también su personalidad en la individualidad adquirida por el arte. Así, él proclamará «Yo no soy para caminar en rebaño», idea que tiene su eco en la admiración de la Princesita «¡Tú no eres como los otros hombres» y aún en la ya citada exclamación de Luisa «¡No! ¿Yo no he gritado como ninguna... como nadie!» ante la observación de Guzmán «¡Y usted... ha gritado como otras mujeres!».

Su Luisa se debate entre su estar-en-sí-misma y su orgullo de ser llamado al arte, por una parte y su visible atracción hacia Guzmán, por otra, éste parece moverse entre su visible atracción hacia Luisa y su temor a que ésta sea demasiado «plebeya» o «vulgar» para llegar a formar «un dúo grandioso» con él. Curiosamente, las menciones a la vulgaridad o al apagamiento espiritual de Luisa, suelen venir de la boca de Guzmán en momentos en los que Luisa prefiere o simplemente está con compañías menos selectas que él mismo. Su vivencia amorosa está contaminada de principio a fin por una visión en términos estéticos de la que no puede desprenderse y sobre la que el autor hace un breve pero incisivo comentario:

No sé si este soliloquio manifiesta a Aurelio muy flaco psicólogo; es posible, porque los escritores, los artistas, por geniales que sean, cuando no labran interiores ajenos y viven, cuando actúan sólo humanamente, suelen ser tan pobres hombres como todos los pobres hombres.


(Miró 1969: 227)                


Si otros artistas mironianos llevan a término una falsificación egoísta o mundana del amor y el arte (Márquez Villanueva 1990), el caso de Guzmán no deja de ser el de un falsificador, tal vez no egoísta ni mundano, pero el de un falsificador que inventa a una mujer soñada acorde con su arte y que, sorprendentemente, encuentra a una mujer que se ha inventado a ella misma, también conforme a su propio ideal artístico. Aunque ambos sean un pobre hombre y una pobre mujer; una palma rota en el caso de ella, pero también olivos escindidos, «mitades inclinadas desesperadamente atrás» que «se pedían retorciéndose fundirse, completarse en un solo árbol», el otro gran símil vegetal de la novela que concluye en la tajante respuesta de Luisa a los deseos de Guzmán de poder reunirlos: «¡Es ya tarde!», la misma reflexión que cierra la obra. Y así es, todos llegan tarde a las almas ajenas porque el arte, entrometiéndose en la vida de todos los personajes, se convierte en una sarta de obstáculos que les hace llegar tarde a su propia vida.

Dejando a un lado estos aspectos, es innegable que Luisa representa un nuevo tipo de mujer en la narrativa mironiana: como las mujeres fatales enloquece a los hombres y manifiesta una crueldad innata; como las mujeres deseables, su belleza reúne en su persona la castidad, la tentación y la Naturaleza hecha carne, como las mujeres despechadas, se percibe como carente; como Artemisa, al fin y al cabo, se constituye como un ser femenino distante e inaccesible. Luisa, esa es la novedad, no es un personaje unívoco: reúne las virtudes de la mujer ideal con los defectos de la mujer fatal, y, sin embargo, no es un diablo o una serpiente o un vampiro. Es un personaje completo, íntegro, con una complejidad psicológica notable y desvinculado de la esfera masculina por amor al arte:

La música era el más supremo alado. Las demás artes necesitaban de medios de expresión más humanos o terrenos; de modo que los músicos-genios perdían para ella la carne y hechura de hombre, quedando en un misterioso androginismo, o, mejor, angélicamente, sin sexo; música humanada, algo inefable, como el arte amado.


(Miró 1969: 196)                


Luisa, al preferir (inconscientemente) el arte al amor y la protección masculina está descentrando, literalmente, el sistema que articula la conciencia finisecular. Ella es las otras: los espacios intermedios, múltiples e impuros, que se abren entre los estereotipos; es, en definitiva, la expresión rotunda de lo que Miró apenas balbucía en otros retratos femeninos: que el dualismo en la representación artística femenina también es una falsificación perversa que lleva a confundir, peligrosamente, el arte y la vida.

Esa confusión de la perspectiva estética de la vida reaparece en el segundo de los encuentros reveladores que quisiera exponer. Se trata, en este caso, de una mujer absolutamente distinta de Luisa, a la que, de entrada, podríamos calificar de incestuosa, pedófila, necrófaga, asesina... Me refiero a Imperia de los Cobos, la protagonista de La fase del rubí, 1987, de Pilar Pedraza. La novela gira en torno a los extraños sucesos que acontecen en La Perla y que obligan a la Inquisición a intervenir, abriendo una investigación que llevará a descubrir la espiral de corrupción y crimen en la que vive Imperatrice. Definir así tal novela es, sin duda, escaso e impreciso, pues la obra -y eso me parece mucho más significativo que la trama misma- recoge todos los lugares comunes de lo morboso, lo abyecto y lo obsceno que forman parte del imaginario occidental y los dispersa en un marco que cruza lo histórico y lo fantástico tomando como punto de partida la tenebrosa figura de Imperatrice.

Mucho más próxima que Luisa Castro a la estela de perversidad de la femme fatale, Imperatrice comparte con Luisa su absoluta desvinculación de la esfera masculina. Insisto en que la femme fatale se define, también, por su relación respecto a los hombres (los seduce, los manipula, los destruye); en el caso de Luisa y de Imperatrice su constitución como mujeres se sitúa al margen de los hombres: no hay seducción activa, ni manipulación programada ni su destrucción es un propósito en sí mismo. Si aparecen algunos de esos elementos son consecuencia, paradójicamente, de su despreocupación por ellos, de su absoluta autonomía.

Imperatrice no seduce activamente a los hombres, no los busca, no los arrastra, no los domina; por el contrario, centra su pasión en las niñas con aire de nínfula de las que se rodea y cuyo trato recuerda también al de Artemisa con sus ninfas en dos sentidos: por un lado Artemisa es la diosa de la doncellez y la infancia; por otro, se rodea de ninfas con las que comparte su ocio, su diversión, su vida. Unas ninfas a las que no duda en castigar cruelmente cuando son contaminadas por la amenaza -por lo general, sexual- de un ser masculino.

La atracción de Imperia por las niñas recorre toda la novela: se rodea de sirvientas, tiene intimidad sexual con ellas, las mata, las embalsama y las contempla. Los motivos de ese entrañable comportamiento son del todo relevantes: por una parte, la muerte es el castigo por la pérdida de la pureza infantil que ella misma ha destruido con su seducción sexual; por otra parte, esa muerte permite detener el tiempo y conservar a las niñas en la plenitud de su belleza, cual si de una obra de arte se tratase:

Estas muertas felices, ¿qué hubieran llegado a ser, de no haber visto suspendido tan a tiempo el curso de sus existencias, cuando todavía ni una arruga mancillaba la belleza de sus rostros, ni una cana el esplendor de sus cabellos, ni un sentimiento mezquino el candor de sus almas?


(Pedraza 1987: 198)                


Detener el tiempo y conseguir que la imagen amada no se altere y permanezca eternamente en su perfección. Un propósito tan hermoso como perverso: sumir a Endimión en un sueño eterno para que nada cambie. Pero si en el caso de Artemisa el sueño de Endimión resulta conmovedor, en el caso de Imperatrice la misma operación resulta perversa y debe leerse menos a la luz del amor que a la luz de la estética.

El exquisito sentido estético que define a Imperatrice a lo largo de la novela genera, como en este caso, una espiral de belleza/pureza/corrupción en cuyo centro se aloja la protagonista. Es la contemplación estética lo que Imperatrice sitúa por encima de cualquier norma humana. Cuando se aburre de las cosas hermosas recurre a las horribles para mantener sus experiencias estéticas -entre otras, la protagonista adquiere con regocijo un busto de cera coloreada representando una «muerta con el rostro devorado por la putrefacción y las alimañas de la tumba»3 (Pedraza 1987: 154)-; y gusta de buscar la belleza en lo horrible -la descripción del espléndido atavío de Imperatrice durante la ceremonia necrófaga a la que asiste y la autocomplacencia en el contraste entre su belleza y el horror sepulcral constituye un ejemplo irrefutable- y lo horrible en lo bello -de ahí, por ejemplo, las visitas a un cadáver infantil ahogado en el fondo de una laguna cuyo «aspecto se encontraba en la frontera de lo horrible sin haberla cruzado todavía» (Pedraza 1987: 29)-; viajes de lo bello a lo repulsivo y a la inversa en una búsqueda desesperada de una experiencia trascendente proporcionada por la contemplación estética.

Es el amor a la estética y no el amor a las niñas lo que las conduce a la muerte. Una actitud que nos arrastra del sueño de Endimión a las confusiones perversas de los héroes decadentes y que, me atrevería a decir, dibuja a Imperatrice como una de las mejores expresiones, por no decir la única, del dandysmo femenino.

De hecho, la entrega a la esfera de lo bello de Imperatrice es muy similar a la devoción de Luisa por la música; claro que a los ojos disímiles de Imperatrice lo sensual y lo erótico son fuentes de experiencia estética y, en cambio, en Luisa, ambos conceptos son incompatibles. Sólo se me ocurre un caso femenino paralelo al comportamiento de Imperatrice, que, sin embargo, nada tiene que ver con el dandysmo: es el de La Barnardina, la protagonista del cuento de Jean Lorrain «La copa de sangre», cuya consagración al arte y a la belleza -es actriz- coincide con su absoluta fascinación por las niñas, en concreto, por su hijastra Rosaria. Es decir, culto a la belleza y transgresión, en este caso, también sexual se reúnen en un mismo punto.

El dandysmo, llamésmolo así, de Imperatrice no es su única característica anómala. O al menos, no se agota ahí. Ese dandysmo está estrechamente relacionado a otros dos aspectos. En primer lugar, su comportamiento genéricamente indisciplinado; con esa expresión quiere hacer notar cómo actúa como un hombre sin preocuparse por parecerlo y sin comprometer su femineidad4: la vemos cabalgar (pero se compara con una amazona y se complace en recordar el deseo que suscita esa imagen en los hombres que la contemplan), dispone de su dinero y sus propiedades, tiene una dimensión pública más que notable (propiciada por su posición social, evidentemente), elige a sus amantes y accede a ámbitos exclusivamente masculinos. La veremos acceder a los lugares más recónditos de un prostíbulo, gracias a la amistad con la «madame» de éste con la que le une una larga relación profesional, pues María la Tiburona se encarga de proporcionarle niñas. Valga esta anécdota como ejemplo gráfico de la capacidad de Imperatrice para ocupar lugares tradicionalmente ocupados por hombres y valga para mostrar cómo de nuevo, la indisciplina genérica sirve a la búsqueda del placer, el lujo, el bienestar, la satisfacción del alma. En ese sentido, el dandysmo de Imperatrice se despliega sobre esta indisciplina.

En segundo lugar, y complementariamente, el dandysmo de Imperia se edifica sobre el absoluto tedio que, pese a todo la corroe; un tedio que la aproxima mucho más al conde Des Esseintes que a las Bovarys de turno (entre las lindezas que se permite se cuentan comer a Liebre, su gato etíope o destripar a las panteras en las que ha invertido una fortuna en busca del perfume universal... casos que no distan mucho, por ejemplo, del capricho de Des Esseintes de hacer cubrir el caparazón de su tortuga con oros y piedras preciosas para que conjunte con la alfombra). Como uno y otra el tedio la conducen a experiencias absolutamente transgresoras y perversas (así, Imperatrice participará en un aquelarre porque, literalmente, no tiene nada mejor que hacer). Pero como Des Esseintes, esas experiencias se apoyan en un exquisito y retorcido sentido estético, y no en la vulgaridad provinciana y chirriante de la Bovary, que, como mucho la conducen al adulterio y al suicidio.

En ese sentido, la pasión estética de Imperatrice nos devuelve al decadentismo: como ha señalado Maryellen Bieder, la búsqueda de la belleza y del preciosismo tan característica de los héroes decadentes se orienta hacia el sujeto, hacia su dimensión más íntima. Del vacío vital se pasa a la transgresión amparada en la estética que nos devuelve al mismo hastío inicial, en un viaje enfermizo que busca desgajar al individuo decadente de la corrupta realidad que lo envuelve y a la que no duda en idealizar, corromper o profanar para forzar esa escisión imposible. Y en cierto modo, esa característica también supone el retorno a la diosa distante, pues también ella -como Imperatrice- usa la crueldad y la muerte como formas de mantener el hiato entre el mundo y «su» mundo; también ella se centra exclusivamente en su pasión llevándola al extremo del aislamiento, de una inaccesibilidad que no duda en recurrir a la transgresión para preservarse. Aunque en el caso de Imperatrice el erotismo y la sexualidad sean partes fundamentales de «su» mundo, la actitud de autonomía es similar.

Cuando la tierna humedad de la niña me indica que ya todo es posible, me arrojo a una loca persecución del goce a través de un bosque de latidos y de silentes estallidos blancos. Y al pisar la nieve de la cumbre y descender a las simas del vértigo, mi aullido pánico no traspasa las fronteras de mi propio paraíso ni rompe el silencio, porque mi placer es sólo mío y no deseo compartirlo5.


(Pedraza 1987: 159)                


Una afirmación que podría firmar Artemisa, una declaración de principios ante la que queda poco que decir. Pilar Pedraza, que tan bien conoce los estereotipos y todas las formas de fatalidad femenina no podía dejar de jugar con ellos creando una criatura híbrida y original que salta por encima de cualquier clasificación estanca y se apodera de todo lo que quiere apoderarse.

Paradójicamente, la perversa Pedraza coincide, salvando las distancias, con el cándido Miró: ambos son capaces de ofrecernos dos representaciones de lo femenino que ponen en jaque cualquier etiqueta previa, mujeres que mezclan rasgos turbulentos y exquisitos, mujeres centradas en sí mismas, vírgenes fatales o dueñas de su placer, criaturas inaccesibles en uno y otro caso. Inaccesibles, sobre todo, para quién no quiera ver que las tipologías femeninas pasan también por las fisuras y el cuestionamiento.






Bibliografía

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  • ——, (1991) La bella, enigma y pesadilla, Barcelona: Tusquets.
  • ——, (1999) Máquinas de amar. Secretos del cuerpo artificial, Madrid: Valdemar.
  • PRAZ, Mario (1999) La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, trad. de Rubén Mettini, Barcelona: El Acantilado.


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