Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.


ArribaAbajo- XI -

Ocho o diez días mediaron entre la visita de Segundo a las Vides y el regreso de don Victoriano y su familia a Vilamorta. Quería don Victoriano tomar las aguas y a la vez desbaratar la tenebrosa maquinación, la candidatura Romero. Plan sencillo: ofrecer a Romero un distrito en otra parte, donde no tuviese que gastar un céntimo; y así, quitado de en medio el único rival que tenía prestigio en el país, evitaba el bofetón de una derrota por Vilamorta. Esto importaba hacer antes de octubre, época señalada para la lucha electoral. Y mientras Genday, García, el alcalde y demás combistas manejaban los palillos, don Victoriano, instalado en casa de Agonde, bebía por las mañanas dos o tres vasos del salutífero licor; leía después el correo, y por la tarde, a tiempo que el pegajoso bochorno convidaba a siestas, leía o escribía en la fresca salita del boticario.

Frecuentemente le acompañaba Segundo en semejantes horas de soledad. Hablaban amigablemente, y el hombre político, lejos de insistir en la tesis desarrollada allá en las Vides, alentaba al poeta, ofreciéndose de muy buen grado a buscarle en Madrid colocación adecuada a sus propósitos.

-Un puesto que no le robe a usted muchas horas, ni le caliente mucho la cabeza... Yo veré, yo veré... Escudriñaremos... Observaba Segundo en el rostro desecado del ministro indicios de mejoría evidente. Experimentaba don Victoriano el pasajero alivio que producen las aguas minerales en los primeros momentos, cuando su energía estimula el organismo, siquiera sea para desgastarlo más después. La digestión y circulación se habían activado, y hasta la transpiración, enteramente suprimida por la enfermedad, dilataba con grato fomento los poros, comunicando a las secas fibras elasticidad de carne mollar. Como la luz de una bujía brilla más al acelerar se la combustión, don Victoriano parecía regenerarse, cuando en realidad iba consumiéndose... Él, pensando renacer, respiraba dichoso la estrecha atmósfera de las intriguillas electorales, gozando en disputar palmo a palmo su distrito, en recoger adhesiones y testimonios de simpatía, y secretamente halagado hasta por la absurda proposición de incensarle en la iglesia que al párroco de Vilamorta hicieron sus feligreses. De noche se solazaba patriarcalmente en la tertulia de Agonde con las historias cómicas de la botica de doña Eufrasia y con el menudo oleaje ocasionado por la proximidad de las fiestas. Poco a poco la inocente mesa de tresillo de Agonde se modificaba, convirtiéndose en algo de más malicia. Ya no eran cuatro las personas sentadas, sino una sola; y el resto, de pie, formaba grupo, y tenía fijos los ojos en las manos del sentado. La izquierda del banquero se crispaba aferrando los naipes, y con nervioso impulso del pulgar de la diestra hacía ascender lentamente la postrera carta, hasta que se vislumbraba y adivinaba, primero la pinta, luego el número, luego la porra de un basto, la yema de huevo de un oro, la cola azul de un caballo, la corona picuda de un rey. Y había otras manos que recogían puestas y sacaban dinero del bolsillo y lo depositaban sobre los fatídicos pedazos de cartulina, y se oía decir:

-¡Al siete! ¡Al cuatro! ¡As en puerta!

Por pudor, Agonde se privaba de tallar mientras estuviese allí don Victoriano, sofrenando a duras penas la única pasión que tenía el privilegio de calentar un tanto su sangre y esparcir su linfa, y cediendo el puesto a Jacinto Ruedas, famoso tahúr ambulante, conocido en todo el universo, que andaba al olor de la timba como otros al de los banquetes: tipo raro, entre chulo y polizonte, que decía en voz ronca chistes de baja ley. No aclaran los cronistas si la autoridad civil de Vilamorta, o sea el juez, intentó poner coto a la diversión ilegal que se permitían los tertulianos, de la farmacia; pero es punto averiguado que teniendo el juez una pierna más corta que otra, el ruido de su muleta en las baldosas de la acera avisaba siempre de su proximidad a los jugadores. Y en cuanto a la autoridad municipal, sábese de cierto que un día, o para mayor exactitud una noche, penetró en la trastienda del boticario lo mismo que una bomba, con dinero en la mano, y echándolo sobre una carta, gritó:

-¡Soy caballo, señores!

-¡Sea usted burro, si quiere! -le replicó Agonde, dándole un empujón con irreverencia notoria.

Aquel año, la presencia de don Victoriano y la ya declarada lucha entre sus partidarios y los de Romero, prestaba a las fiestas carácter de batalla. Querían los combistas sacarlas más que nunca lucidas y brillantes, y los romeristas aguarlas si fuese posible. En el salón del Consistorio preparábase el globo padre, que ocupaba extendido toda la longitud de la pieza: sus cuarterones blancos iban cubriéndose de rótulos, figuras, emblemas y atributos, y por el suelo andaban desparramados calderos de hojalata llenos de engrudo, pucheretes de bermellón, tierra de Siena y ocre, ovillos de bramante y recortes de papel. Del globo gigantesco nacían diariamente menudas crías; globitos en miniatura, hechos con retazos y muy ribeteados de azul y rosa. Hablábase con desdén en la tertulia de doña Eufrasia de semejantes preparativos, y se comentaba el arrojo del hijo del tabernero, solemne mamarrachista, que se proponía retratar a don Victoriano, en los cuarterones del gran globo. Las señoritas romeristas, frunciendo los labios y encogiéndose de hombros, protestaban que no asistirían a los fuegos ni al baile, aunque sus adversarios pusiesen, para conseguirlo, los santos en novena.

En cambio, las del bando combista formaron en torno de Nieves una especie de corte. Todas las tardes iban a buscarla para salir a paseo, y además de Carmen Agonde, la rodeaban Florentina la del alcalde, Rosa, sobrinita de Tropiezo, y Clara, la mayor de las niñas de García. Andaba esta descalza, muy ocupada en coger moras y echarlas en el mandil, cuando recibió la estupenda noticia de que su padre le encargaba un traje a Orense, para visitar a la señora del ministro. Y vino el traje, con sus lazos muy tiesos y sus forros de percalina muy engomados, y la chiquilla, lavada, atusada, incrustados los pies en botitas nuevas de chagrín, con la vista baja y con las manos una encima de otra, en simétrica postura, fue a engrosar el séquito de Nieves. Declarose Victorina protectora de Clara García; la compuso, la regaló un brazalete y se hicieron inseparables.

Solían pasear por la carretera, pero así que Clara tomó confianza, protestó, asegurando que por las veredas y los atajos era mucho más divertido y se encontraban cosas más bonitas. Y apretó el brazo de Victorina, exclamando:

-¡Segundo te sabe paseos preciosos!

Casualmente la misma tarde, al regresar al pueblo, divisaron a un hombre que se escurría pegado a las casas, y Clara, desde la acera de enfrente, echó a correr y le cogió por la cintura.

-Eh... tú... Segundo... no te escapes, que bien te vemos.

Dio el poeta familiar encontrón a su hermana, y saludó ceremoniosamente a Nieves, que le correspondió con cordialidad suma.

-Mire usted que esta chica... Vamos, de seguro que le ha hecho a usted mala obra... usted dispense...

Se sentaron a tomar el fresco en los bancos de la plaza, y cuando al otro día salió la caravana, después de la hora de la siesta, Segundo se le incorporó haciendo estudio en no acercarse a Nieves, lo mismo que si entre los dos existiese alguna inteligencia secreta, alguna misteriosa complicidad. Mezclose al grupo de las niñas, y deponiendo su seriedad acostumbrada, reía y bromeaba con Victorina, para quien recogía, al borde de los setos, maduras zarzamoras, bellotas de roble, erizos tempraneros de castaña, y mil florecillas silvestres que la niña archivaba en un saquito de cuero de Rusia.

Unas veces las llevaba Segundo por caminos hondos, costaneros, abiertos en la piedra viva, guarnecidos de murallones, cubiertos por emparrados que apenas dejaban filtrarse la moribunda luz del sol; otras, por descubiertos, calvos y áridos montecillos, hasta llegar a alguna robleda añosa, a algún castaño dentro de cuyo tronco, resquebrajado y hendido por la vejez, podía Segundo esconderse, mientras las chiquillas, asidas de las manos, bailaban en derredor.

Un día las condujo al remanso del Avieiro, al puente de piedra bajo cuyos arcos el agua negra, fría e inmóvil, dormía siniestro sueño. Y les refirió que allí, por ser el río más hondo y calentar menos el sol, se guarecían las más corpulentas truchas, y que junto al estribo había aparecido el mes anterior un cadáver. También las guió al eco, donde las niñas gozaron locamente hablando todas a la vez, sin dar tiempo a que el muro repitiese sus gritos y risas. Y otra tarde les enseñó un curioso lago, del cual se referían en el país mil consejas: que no tenía fondo, que llegaba al centro de la tierra, que bajo sus muertas ondas se columbraban ciudades sumergidas, que flotaban en él maderas extrañas y crecían nunca vistas flores. Era el tal lago, en realidad, una gran excavación, probablemente una mina romana inundada, que presa entre la serie de montículos de toba arcillosa que la pala de los mineros había acumulado por todas partes, ofrecía sepulcral y fantástico aspecto, ayudando a la ilusión la melancolía de las vegetaciones palustres que verdeaban en la sobrehaz del gran charco. Como se aproximaba el anochecer, las niñas declararon que tan lúgubre sitio les infundía un miedo atroz; las muchachas confesaron lo mismo, y echaron a escape para salir pronto al camino real, dejando a Nieves y Segundo rezagados. Era la primera vez que tal cosa ocurría, porque el poeta evitaba las ocasiones. Nieves, sin embargo, miró inquieta a su alrededor y bajó después los ojos, encontrando los de Segundo puestos en ella, interrogadores y ardientes. Y entonces, lo tétrico del paisaje y lo solemne del crepúsculo le encogieron el corazón, y sin saber lo que hacía, corrió lo mismo que las muchachas. Sentía detrás las pisadas de Segundo, y cuando por fin se detuvo, no lejos de la carretera, le vio sonreír y no pudo menos de reírse también de su propia necedad.

-¡Jesús... qué miedo tan estúpido... me he lucido... estoy a la altura de las chicas! Es que el dichoso charco impone... Diga usted: ¿cómo no han sacado vistas de él? Es muy raro y muy pintoresco.

Regresaban por la carretera, después de anochecido, y como si Nieves pretendiese borrar la impresión de su chiquillada, venía alegre y cariñosa con Segundo; dos o tres veces se tropezaron sus ojos, y, sin duda por distracción, no los apartó. Hablaron de la expedición del día siguiente: había de ser por las orillas del río, más alegres que el lago; un punto de vista admirable y no fatídico, como la charca.

En efecto, el camino que siguieron al otro día era muy lindo, aunque difícil, por lo espeso de los mimbrales y cañaverales, y lo enmarañado de los abedules y álamos nuevos que estorbaban a veces el paso. A cada momento tenía Segundo que dar la mano a Nieves y desviarlas ramas frescas y flexibles que le azotaban el rostro. Por más precauciones que tomó, no pudo evitar que se humedeciese los pies, ni que se dejase jirones del encaje de su pamela en un álamo. Se detuvieron allí donde el río, dividiéndose, formaba en medio una isleta poblada de espadañas y de sencillos gladiolos. Un arroyo, bajando del monte, venía a perderse en el Avieiro, humilde y callado. Crecían a sus orillas dentados y variadísimos helechos, y graciosa flora acuática. Segundo se arrodilló en el encharcado suelo y empezó a registrar entre las plantas.

-Tome usted, Nieves.

Ella se acercó, y él, con una rodilla en tierra; le entregó un manojo de flores azules, de un azul pálido de turquesa, con tronco delgadísimo; flores que ella sólo había visto contrahechas, en adornos de sombreros, y cuya existencia le parecía un mito: flores soñadas, que se figuraba no crecerían sino en los bordes del Rhin, allá donde suceden todas las cosas novelescas; flores que se conocen con un nombre tan bonito: no me olvides.




ArribaAbajo - XII -

Era Nieves lo que suele llamarse una señora cabal, sin una página turbia en su historia, sin un pensamiento de infidelidad a su marido, sin más coquetería que la del vestido y tocado; y aun esa, libre de afeites o de saliños tentadores, limitada a complacencias serviles con la moda. Su ideal, caso de tener alguno, se cifraba en una vida cómoda, elegante, rodeada de consideración social. Se había casado muy joven, dotándola don Victoriano en algunos miles de duros, y el día de la boda, su padre la llamó a su despacho de magistrado; y teniéndola de pie como a los reos, le encargó mucho que respetase y obedeciese al esposo que tomaba. Ella obedeció y respetó.

Y la obediencia y el respeto desesperaron a don Victoriano, que buscaba en el matrimonio el desquite de largos años pasados en el bufete; años de abstinencia amorosa, en que los asiduos trabajos y la sedentaria vida no le consintieron atar un tierno lazo ni cultivar dulces afectos, permitiéndole a lo sumo algún lance rápido, alguna violenta e irritante aventura que no satisfacía su espíritu: juzgaba que la linda hija del presidente de sala le pagaría sus atrasos de amor, y notó con estéril y doloroso despecho que Nieves veía en él al marido grave a quien se acepta dócilmente, sin repugnancia, y nada más. Respetando mal de su grado la tranquilidad de aquella superficial criatura, no supo ni osó despertarla, y sólo consiguió consumirse y deshacerse en vano, acelerar la destrucción de su organismo y apresurar la crisis de la madurez, multiplicando las ráfagas blancas que listaban su pelo negro.

Al nacer la niña, esperó don Victoriano resarcirse con creces en nuevas y santas caricias, en un oasis puro. Mas las exigencias de la posición política, el tráfago de los negocios, la complicación y el engranaje implacable de su existencia, se interpusieron entre él y las delicias paternales. Vio a su hija de lejos siempre y apenas consiguió, a la hora del café, tenerla un rato a horcajadas sobre los muslos. Y después sobrevinieron los ataques de la enfermedad...

Desde que se declaró esta, con sus aflictivos síntomas, Nieves, por extraño caso, se halló como desligada del vínculo conyugal, y en cierto modo, soltera. Juzgaba ella sinceramente y de buena fe que lo importante y esencial del matrimonio era la vida en común de los esposos, la cohabitación obligatoria. Libre de este deber, parecíale haber vuelto a los rosados días del colegio, cuando mariposeaba y jugaba a los novios con sus compañeras, que le fingían inofensivas cartitas amorosas y se las metían debajo de la almohada. ¡Qué tiempos! Era pollita...

No había vuelto a divertirse desde entonces, no. ¡Valiente diversión la de aquella vida metódica y rutinaria de Madrid!... Sí, una temporada hubo en que el marqués de Cameros, el rico y joven cliente de don Victoriano, venía con cierta frecuencia, y aun le habían convidado dos o tres veces a comer, sin cumplido... Persistía en Nieves el recuerdo de que el marqués la miraba mucho a hurtadillas, y que de noche se lo encontraban, casualmente, siempre en el mismo teatro a donde ellos iban... No pasó de ahí.

Ahora florecía la segunda juventud de Nieves, los veintinueve o treinta años, época terrible en la vida femenina; y si no podía producir rojos cálices llenos de abrasadora pasión, en cambio deseaba adornarse con los soñadores no me olvides del poeta... Parecíale a Nieves que en el vaso de porcelana de China de su existencia faltaba una flor, y el frágil ramito azul venía a completar la gracia del juguete de sobremesa... ¡Bah! ¡Qué mal había en todo ello! Una chiquillada. Aquellas flores, conservadas entre las hojas de un devocionario lujoso, sólo le inspirarían pensamientos de color celeste bajo, inertes como las pobres corolas ya prensadas y secas...

Prendió en el pecho el grupo azul. ¡Qué bien hacía entre la cascada de encaje crudo!

-Mamá -le preguntó Victorina de noche, antes de recogerse-: ¿te dio Segundo esas flores tan monas, di?

-Ah... no recuerdo... Sí, creo que las ha cogido García.

-¿Me las das, para guardarlas en mi saquito?

-Anda, hijita, que te acuesten pronto... Mademoiselle, ¡hágala usted que rece!




ArribaAbajo- XIII -

La proximidad de las fiestas interrumpió los paseos largos. Únicamente se salía un poco hacia la carretera, regresando en breve al pueblo, donde andaba mucha gente por la plaza. Componíase el paseo de señoritas combistas muy emperejiladas, de curas de aldea alicaídos, mal afeitados y enfermos, de jugadores de heteróclita facha, de forasteras venidas del Borde, tipos todos que Agonde comentaba con mordacidad, entreteniendo bastante a Nieves.

-¿Ve aquellas? Son las señoritas de Gondás, tres solteronas y una solterita, que la tratan de sobrina, pero como las de Gondás no tienen hermano... Aquellas otras dos son las de Molende, de allá de Cebre, gente muy aristócrata, Dios nos libre... La gorda es capaz de pegarle un tiro de revolver al hijo del sol... ¡y la otra hace unos versos!, yo animo a Segundo García para que se le declare: compondrán una pareja de lo más refinado... Están de huéspedas en casa de Lamajosa: allí se encuentran ellas en su elemento, porque doña Mercedes Lamajosa, para que las visitas sepan que es noble, les dice a las hijas: -niñas, traedme acá la calceta, que debe estar en el armario sobre la carta ejecutoria-. Esas dos tan guapitas y tan majas son las de Camino, hijas del juez...

La víspera de la feria salió mañana y tarde la música, aturdiendo las calles con su estrépito de murga victoriosa. Hallábase la plaza consistorial salpicada de tinglados que hacían vistosa confusión de colorines chillones y disparejos. Delante del Ayuntamiento se levantaban unos extraños armatostes, que así podían parecer instrumentos de martirio, como juguetes de chiquillos o espantapájaros, y no eran sino los árboles y ruedas de fuego que a la noche habían de quemarse con magnífica pompa, favorecidos por la serenidad del aire. Del balcón del Consistorio salía, a manera de brazo titánico, el mástil donde debía izarse el magno globo; y por el barandado corría una serie de vasitos de colores, formando las letras V.A. D. L.C.: delicado obsequio al representante del país.

Había cerrado la noche, cuando don Victoriano y su familia salieron hacia el Ayuntamiento para presenciar la función de pólvora. Trabajo les costó romper por entre el gentío que llenaba la plaza, donde chocaban mil varios y opuestos ruidos, ya la pandereta y las castañuelas de un corro de baile, ya el mosconeo de la zanfona, ya una triste y prolongada copla popular, ya la interjección de un borracho agresivo, que quería tener por suyos los ámbitos de la feria. Agonde daba el brazo a Nieves, desviaba la gente y explicaba el programa de la fiesta nocturna.

-Nunca se ha visto un globo como el de este año: es el mayor que se recuerda: los romeristas están furiosos.

-¿Y qué tal ha salido mi estampa? -preguntaba con interés don Victoriano.

-¡Ah! ¡Una cosa soberbia! Mejor que el retrato de La Ilustración.

En el portal del Ayuntamiento redoblaron las dificultades, y fue preciso hollar sin misericordia pechos, vientres y espaldas de personas instaladas allí, y resueltas a no menearse ni perder el sitio.

-Mire usted qué pedazos de asnos -murmuraba Agonde...-. Aunque uno los pisotee, nada... no se levantarán. Esos no tienen posada, y pasan ahí la noche; mañana se desperezan y se van tan contentos a sus aldeitas...

Saltaron como pudieron por encima de aquel amasijo, donde en repugnante promiscuidad se amontonaban hombres, mujeres y muchachos entrenzados, adheridos, revueltos. Aún por los descansos de la escalera yacían grupos sospechosos, o roncaba un labriego chispo, ahíto de pulpo, o contaba cuartos en el regazo una vieja. Entraron en el salón, donde no había más luz que la dudosa proyectada por los vasos de colores. Algunas señoritas ocupaban ya el balcón; pero el alcalde, sombrero en mano, deshaciéndose de puro solícito, las fue arrinconando para dejar ancho sitio a Nieves, a Victorina y a Carmen Agonde, en torno de las cuales se formó una especie de círculo o tertulia obsequiosa. Trajeron sillas a las señoras, y a don Victoriano se lo llevó el alcalde a la Secretaría, donde le esperaban en una bandeja botellas de Tostado y tagarninas infames. La chiquillería y las muchachas se colocaron en primera fila, apoyándose en el antepecho del balcón, desafiando el riesgo de que un cohete se les viniese encima. Quedose Nieves algo más retirada, y se envolvió mejor en su chal argelino tramado de plata, porque en aquel salón lóbrego y vacío se notaba fresco. Había a su lado una silla desocupada, y de repente se apoderó de ella un bulto humano.

-Adiós, García... Dichosos los ojos... Hace dos días que no le vemos.

-Ni ahora me ve usted tampoco, Nieves -murmuró el poeta, inclinándose para hablarla en voz baja-. No es fácil verse aquí.

-Es verdad... -contestó Nieves, turbada por tan sencilla observación-. ¿Cómo no habrán traído luz?

-Porque perjudicaría al efecto del fuego... ¿No le gusta a usted más esta especie de penumbra? -añadió, anticipándose a sonreírse de lo muy selecto de la frase.

Nieves no chistó. Instintivamente le agradaba la situación, que era delicadísima mezcla de riesgo y seguridad, y tenía sus puntas de romancesca; sentíase protegida por el abierto balcón, por las chicas que se agolpaban en él, por la plaza donde hormigueaba la multitud, y de donde salían rumores oceánicos y cantos y voces confusas, llenas de amante melancolía; pero al mismo tiempo la soledad y tinieblas del salón y la especie de aislamiento en que se hallaban ella y el Cisne preparaban una de esas ocasiones casuales que tientan a las mujeres semilivianas, no tan apasionadas que se despeñen ni tan cautas que huyan hasta la sombra del peligro.

Siguió callada, sintiendo casi en su rostro el aliento de Segundo. De pronto se estremecieron ambos. El primer cohete rasgaba el cielo con prolongadísimo arco luminoso, y su estallido, aunque apagado por la distancia, levantaba en la plaza un clamoreo. En pos de aquella centinela avanzada salieron unas tras otras, a intervalos iguales, ocho formidables, pausadas y retumbadoras bombas de palenque, la señal anunciada en el programa de las fiestas. Retemblaba el balcón al grave estampido, y Nieves no se atrevía a mirar al firmamento, sin duda por temor de que se viniese abajo con la repercusión de las bombas. Pareciole después ruido grato y ligero el de los voladores que a porfía se iban persiguiendo por las soledades del espacio.

Fueron los primeros cohetes vulgares y sin novedad alguna; un trazo de luz, un tronido sofocado y un haz de chispas. Mas en breve les llegó el turno a las sorpresas; novedades y maravillas artísticas. Fuegos había que al estallar se partían en tres o cuatro cascadas de lumbre, y con fantástica rapidez se sepultaban en las profundidades del cielo; de otros se desprendían, con misteriosa lentitud y silencio, lucecillas violadas, verdes y rojas, igual que si los angelitos volcasen desde arriba una caja llena de amatistas, esmeraldas y rubíes. Caían las luces despacio, despacio, como lágrimas, y antes de llegar al suelo se extinguían repentinamente. Lo más bonito eran los cohetes de lluvia de oro, que exhalaban caprichosamente una constelación de chispas, un chorro de gotas de lumbre tan presto encendidas como apagadas. No obstante, el regocijo de la plaza fue mayor ante los fuegos de tres estallos y culebrina. Estos no carecían de gracia: salían y estallaban como los cohetes sencillos, y de allí a poco soltaban una lagartija de luz, un reptil que bufando y haciendo eses correteaba por el cielo y se hundía de golpe en la sombra.

Tan pronto se quedaba a oscuras la escena como se inundaba de claridad y parecía ascender hasta el balcón la plaza, con su avispero de gente, las manchas de color de los tinglados y los cientos de rostros humanos vueltos hacia arriba, disfrutando y saboreando el gran placer de los hijos de Galicia, raza que ha conservado el culto y amor del celta por los fenómenos ígneos, por la noche iluminada, compensación del brumoso horizonte diurno.

También a Nieves le gustaba la alternativa de la luz con las tinieblas, fiel imagen del estado ambiguo de su alma. Cuando el firmamento se encendía y resplandecía; ella alzaba los ojos, atraída por la brillantez y júbilo de las luminarias que daban a momentos tan agradables un colorido veneciano. Cuando volvía a quedarse todo oscuro, atrevíase a mirar al poeta, sin verle, pues sus pupilas, deslumbradas por la pirotecnia, no distinguían los contornos. El poeta, en cambio, tenía las suyas tenazmente fijas en Nieves, y la veía inundada de claridad, con ese matiz lunar hermoso y raro que presta la lucería de los cohetes, y que centuplica la suavidad y frescura de las facciones. Sentía vivos impulsos de condensar en una frase ardiente todo lo que ya era hora de decir, y se inclinaba... y, al fin, pronunciaba un nombre...

-¿Nieves?

-¿Qué?

-¿No había usted visto nunca fuegos así?

-Nunca... Es una especialidad de este país... ¡Me gustan mucho! Si fuese poeta como usted, diría de ellos cosas bonitas. Ande usted, discurra usted alguna...

-Así debe brillar la felicidad en nuestra vida... breves momentos, Nieves... pero mientras brilla... mientras la sentimos...

Segundo renegaba en su interior de la frase pretenciosa, que no acababa de salir... ¡Qué simplezas estaba ensartando! ¿No era mejor bajarse otro poco más y tocar con los labios?... ¿Y si grita?... ¡No gritará, vive Dios! Ánimo...

En el balcón se armó un alboroto. Carmen Agonde, a voces, llamaba a Nieves.

-Nieves, venga... venga... El primer árbol... una rueda de fuego...

Nieves se levantó apresuradamente y reclinose de pechos en el balcón, pensando que convenía disimular y no estarse toda la noche de palique con Segundo. Empezaba a arder el árbol por un extremo, al parecer no sin trabajo, escupiendo difícilmente chispas rojas; pero de súbito se comunicó el fuego a todo el artefacto, y brotó una flamígera rueda, una enorme oblea de luz verde y roja, que giraba y giraba y se expandía, soltando su cabellera de chispas volantes y atronando el espacio con ruido de metralla. Calló breves instantes y hasta estuvo próximo a extinguirse; tendiose un velo de humo rosado, y se vio detrás un foco de lumbre, un sol de oro que a poco se puso a dar vueltas vertiginosas, abriéndose y rodeándose de una aureola de rayos. Estos fueron apagándose uno por uno, y el sol menguando y quedándose chiquito hasta reducirse al tamaño de una candelilla, que dio perezosamente algunas lánguidas vueltas y, suspirando, falleció.

Al retroceder Nieves para sentarse otra vez, sintió unos brazos que rodeaban su cuello. Era Victorina, ebria de entusiasmo, prendada de los fuegos, chillando con su delgada vocecilla.

-Mamá... mamá... qué gracioso, ¿eh?, ¡qué bonito! Y dice Carmen que van a quemar otros árboles y un cubo...

Interrumpiose, viendo a Segundo en pie detrás de la silla de Nieves. Bajó la cabeza, muy avergonzada de su infantil alegría. Y en vez de regresar al balcón, se quedó allí clavada haciendo caricias a su madre, para disimular la cortedad y timidez que se apoderaban de ella en cuanto la miraba Segundo. Dos arbolitos más ardían en los ángulos de la plaza, figurando un miriñaque y una parrilla de luminarias, primero doradas, después azules. La niña, a pesar de su admiración por la pirotecnia, no daba señales de marcharse dejando solos a Nieves y Segundo. Este se sentó como cosa de diez minutos; pero al observar que el grupo de la madre y la hija no se deshacía, levantose violentamente, poseído de repentino frenesí, y recorrió el tenebroso salón a pasos desiguales, comprendiendo que por entonces no era dueño de sí mismo, ni capaz de contenerse.

-¡Por vida de... Bien empleado... Quién le mandaba ser un necio y desaprovechar los momentos favorables! Nieves le había alentado: él no lo soñaba, no señor; miradas, sonrisas imperceptibles, pero evidentes; indicios de agrado y benevolencia, todo existía, todo le aconsejaba aclarar una situación tan dudosa y enigmática. ¡Ah, si aquella mujer le quisiera! Y tenía que quererle, y no así por broma y pasatiempo, sino con delirio. No se contentaba Segundo con menos. Su alma ambiciosa desdeñaba triunfos ligeros y efímeros: o todo o nada. Si la madrileña pensaba coquetear con él, se llevaba chasco: él la cogería por sus alas de mariposa, y aun a costa de arrancárselas la pararía: a las mariposas el que las quiere poseer les clava un alfiler o les aprieta fuertemente la región del corazón hasta que expiran: Segundo lo había hecho mil veces cuando niño; volvería a hacerlo ahora; estaba resuelto. Siempre que una risa ligera y burlona, un ademán reservado o una expresión tranquila de Nieves indicaban a Segundo que la señora de Comba se mantenía serena, el despecho concentrado subía a su garganta amenazando sofocarle; y al ver allí a la niña, con quien su madre sostenía animado diálogo, como para entretenerla y que la sirviese de defensa, adoptó la firme decisión de no dejar pasar la noche sin saber a qué atenerse.

Tornó al lado de Nieves, pero esta se había incorporado, y la niña, cogiéndole las manos, la arrastraba al balcón. Era el momento solemne y crítico: acababan de suspender del palo el globo monstruo para hincharlo; y en la plaza se oía gran vocerío, el rumor de la ansiedad. Una falange de artesanos combistas, entre los cuales figuraba Ramón el dulcero, despejaba el sitio para dejar espacio vacío donde pudiese arder libremente la mecha y verificarse la difícil operación. Veíanse las siluetas alumbradas por la luz de la mecha, agitándose, encorvándose, subiéndose bailando un paso de danza macabra. Ya no alumbraban los cohetes la oscuridad nocturna, y el mar de gente parecía tenebroso como un lago de pez.

Plegado aun en dobleces innumerables, hecho un látigo, desmayábase el globo besando el suelo con su boca de alambre, donde empezaba a encenderse y a tomar vigor la apestosa mecha. Los artífices del colosal aerostático lo iban desplegando suave y amorosamente, encendiendo debajo de él otras mechas para que auxiliasen a la central y facilitasen la rarefacción del aire en la panza de papel. Esta se pronunciaba, abriéndose los dobleces con blandos chasquidos, y el globo, de lánguido y apabullado, volvíase turgente por algunas partes. Todavía los dibujos de sus cuarterones aparecían prolongados como los presenta de lejos la superficie bruñida y convexa de las cafeteras; pero ya muchas orlas y letreros asomaban por aquí y por acullá, adquiriendo sus naturales proporciones y colocación, y viéndose claramente los groseros brochazos de bermellón o de azul.

Lo malo era que tuviese el globo tan ancha boca: escapábase por allí el aire dilatado, y si se aumentaban las mechas, había peligro de prender fuego al papel y reducir instantáneamente a pavesas la soberbia máquina. Terrible calamidad, que importaba prevenir a toda costa. Así es que muchos brazos se agitaban extendidos, y cuando el globo se ladeaba hacia alguna parte, varias manos lo sostenían afanosamente: todo con acompañamiento de gritos, palabrotas y maldiciones.

En la plaza aumentaban las mareas y crecía la ansiedad. Carmen Agonde, riéndose con su pastoso reír, explicaba a Nieves las intrigas de entre bastidores. Los que empujaban y querían meterse en el corro para volcar las mechas e impedir que el globo ascendiese, eran del partido romerista: buena centinela había tenido que hacer el cohetero todo el día para que no le mojasen los árboles de pólvora; pero la inquina mayor era contra el globo, por llevar el retrato de don Victoriano: se la tenían jurada, y afirmaban que no subiría semejante mamarracho mientras ellos viviesen, y que ellos echarían otro globo, mejor que el del Ayuntamiento, y único que saldría con felicidad. Por eso aplaudían y lanzaban burlescos aullidos cada vez que el globo magno, desalentado e incapaz de alejarse de la tierra, se dejaba caer a derecha e izquierda, mientras los partidarios de don Victoriano atendían, de una parte a proteger de todo agravio el enorme corpachón del aerostático; y de otra a calentarle bien las entrañas e inflarle el vientre para que volase.

Nieves contemplaba atentamente el armatoste, pero estaba a mil leguas de él su espíritu distraído. Segundo había logrado abrirse camino entre los espectadores del balcón, y allí le tenía Nieves, a su derecha, al lado suyo. Nadie les miraba entonces, y el poeta, sin más preámbulos; pasó el brazo alrededor del cuerpo; de Nieves, apoyando con brío la palma de su abierta mano sobre el lugar donde anatómicamente está situado el corazón. En vez de la elástica y mórbida curva del seno y los acelerados latidos de la víscera, Segundo encontró la dureza de uno de esos largos corsés-corazas emballenados y provistos de resortes de acero, que hoy prescribe la moda: artificio que daba al talle de Nieves gran parte de su púdica esbeltez.

¡Maldito corsé! Segundo desearía que sus dedos fuesen garfios o tenazas que al través de la tela del vestido, de las recias ballenas, de la ropa interior, de la carne y de las mismas costillas, penetrasen y se hincasen en el corazón; agarrándolo rojo, humeante y sangriento, y apretándolo hasta estrujarlo y deshacerlo y aniquilarlo para siempre. ¿Porqué no se sentían los latidos de aquel corazón? El de Leocadia y hasta el de Victorina saltaban como pájaros al tocarles. Y Segundo, desesperado, apoyaba la mano, insistía, sin recelo de lastimar a Nieves, deseoso, al contrario, de ahogarla.

Sobrecogida por la audacia de Segundo, Nieves callaba, no atreviéndose a hacer el más leve movimiento por temor de que la gente observase algo, y protestando tan sólo con la rigidez del talle y una mirada de angustia, que pronto bajó, no acertando a resistir la expresión de los ojos del poeta. Este proseguía buscando el corazón ausente sin lograr percibir más que el golpeteo de sus propias arterias, de su pulso comprimido por la firme plancha del corsé. Yal fin el cansancio pudo más, sus dedos se aflojaron, su brazo cayó inerte, y sin fuerza ni ilusión descansó en el talle flexible y férreo a la par, el talle de ballena y acero.

Entretanto el globo, a despecho de las maniobras romeristas, redondeaba su enorme vientre, que iba llenándose de gas y luz, alumbrando la plaza como gigantesca farola. Columpiábase majestuosamente, y en sus cuarterones magnos se leían bien todos los letreros y dedicatorias ideadas por el entusiasmo combista. La efigie, o mejor el coloso de don Victoriano, que ocupaba todo un frente, seguía la forma rotunda del globo, y sobresalía, tan feo y desproporcionado, que daba gozo; tenía por ojos dos sartenes, por pupilas dos huevos que se freían sin duda en ellas, por boca una especie de pez o lagarto, y por barbas un enmarañado bosque o mapa de chafarrinones de siena y negro humo. Monumentales ramas de laurel verde se cruzaban sobre la cabeza del gigantón haciendo juego con las palmas de oro de su uniforme de ministro, trazadas con brochazos de ocre... Y el globo crecía, se ensanchaba, sus paredes se ponían cada vez más tensas, y atirantábase la cuerda que contenía su masa, impaciente ya por lanzarse a las alturas del cielo. Los combistas rugían de júbilo. Alzose un rumor, un hondo rumor de zozobra...

La cuerda había sido cortada diestramente, y sereno, poderoso, magnífico, se elevó el globo a unos cuantos metros de altura, ascendiendo con él la apoteosis de don Victoriano, la gloria de sus laureles, rótulos y atributos. Resonó en el balcón y debajo de él una salva de aplausos y aclamaciones triunfales. ¡Oh vanidad de la humana alegría! No fue una piedra romerista, fueron tres lo menos las que entonces, disparadas por certera mano, abrieron brecha en el monumento de papel, y por las heridas empezó a escaparse a toda prisa el fluido vital, el aire caliente. Encogiose el globo, se contrajo como un gusano cuando lo pisan, doblándose al fin por la cintura y entregándose al fuego de la mecha, que en un decir Jesús se apoderó de él y lo envolvió en un manto de llamas.

Al mismo tiempo que fenecía miserablemente el globo del candidato oficial, el globo romerista, chiquito y redondo, pintarrajeado con obscenos dibujos, subía listo y vivaracho desde una esquina de la plaza, resuelto a no parar hasta el último pabellón de nubes.




ArribaAbajo- XIV -

Nieves pasó la noche intranquila, y al despertar, los recuerdos de la víspera se le ofrecieron dudosos y como soñados; no acababa de dar crédito a la realidad de aquella singular osadía de Segundo, aquella toma de posesión directa, aquel apasionado ultraje que ella no supo resistir. ¡En qué grave compromiso la ponía el atrevido del poeta! ¿Y si alguien lo había notado? Al despedirse de las chicas que la acompañaban en el balcón, ellas se reían de un modo así... particular. Carmen Agonde, la muchachona gruesa, con sus ojos dormilones y su genio de pastaflora, descubría a veces tanto la hilaza de la malicia... Pero quia... ¿cómo habían de ver nada? El chal argelino era largo y cubría todo el cuerpo... Y Nieves tomó el chal, se lo puso y se miró con dos espejos para cerciorarse de que con aquella prenda no podía verse un brazo pasado alrededor de un talle... Estaba en esta ocupación cuando abrieron la puerta y entró una persona. Ella soltó el espejillo, estremeciéndose.

Era su marido, más que nunca amarillo, o mejor dicho, color bazo, con las huellas del padecimiento escritas en el rostro... A Nieves le dio un vuelco la sangre. ¿Sabría algo don Victoriano? No tardó en tranquilizarse oyéndole hablar, con despecho mal reprimido, del fracaso del globo y del descaro de los romeristas. El ministro necesitaba desahogar su contrariedad quejándose del dolorcillo del alfilerazo.

-Pero has visto, hija... ¿qué te parece?...

Lamentose después del continuo ruido de la feria, que no le había consentido pegar los ojos. Nieves convino en que era cosa molestísima: también ella se encontraba desvelada. El ministro abrió la ventana y el ruido subió, más estruendoso y alto. Asemejábase a un gran coral o sinfonía compuesta de voces humanas, relinchos de bestias, gruñidos de cerdos, mugidos de vacas, terneros y bueyes, pregones, riñas, cantares, blasfemias y sonidos de instrumentos músicos. La marejada de la feria cubría a Vilamorta.

Desde la ventana se veían las olas, un bullir de hombres y animales entreverados, embutidos por decirlo así los unos en los otros. Entre la masa de aldeanos se abría camino frecuentemente un rebaño de seis u ocho becerros, asustados, en dramática actitud; una mula llevada del diestro formaba corro, disparando un semicírculo de coces; oíanse chillidos y ayes de dolor, pero los de atrás empujaban y el hueco volvía a llenarse; un jaco, excitado por la proximidad de las yeguas, se encabritaba exhalando desesperados relinchos, caía al fin, y mordía, hidrófobo de celo, lo primero que encontraba. Los mercaderes de hongos de fieltro hacían muy rara figura, paseando su mercancía toda sobre la cabeza: una torre de veinte o treinta sombrerones, semejante a las pagodas chinas. Otros traficantes vendían, en un mostrador portátil colgado del pescuezo por dos cintas; ovillos de hilo, balduque, dedales y tijeras; los vendedores de ruecas y husos los llevaban alrededor de la cintura, del pecho, por todas partes, como el inhábil nadador lleva las vejigas; y los sarteneros relucían al sol, a modo de combatientes feudales.

Mareaba la confusión, el vaivén no interrumpido de la muchedumbre, la mescolanza de racionales y bestias, y era fatigoso el doliente mugir de las vacas apaleadas, el chillido de terror de las mujeres, la brutal hilaridad de los borrachos, que salían de las tabernas con el sombrero echado atrás, la lengua estropajosa, y muy deseosos de expansión y aire, de arremeter contra los hombres y pellizcar a las mozas. Estas, afligidas, levantaban el grito, no logrando esquivar el abrazo de los borrachos sino para caer en las astas de algún buey, o recibir la hocicada de alguna mula, que les bañaba sienes y frente en espumosa baba. Y lo más aterrador era ver a unas cuantas criaturas de pecho, llevadas en alto por sus madres, bogando como endebles esquifes en tan irritado golfo.

Cosa de media hora estuvo Nieves asomada, hasta que se le cansaron los ojos y oídos, y se retiró. A la tardecita se puso otro rato a la ventana. Se había aplacado un poco el tráfago comercial, y el señorío del Borde empezaba a concurrir a la feria. Agonde, a quien en todo el día no se le había visto el pelo, porque le absorbía la desesperada timba que funcionaba en la trastienda, subió entonces un rato, y limpiándose el sudor copioso, explicaba a Nieves las notabilidades conforme iban apareciendo, nombrándole los arciprestes, los párrocos, los médicos, los señoritos...

-Aquel flaco, flaco, que trae un matalón pasado por tamiz, y adornos de plata en la montura, y espuelas también de plata... es el señorito de Limioso... una casa, Dios nos libre, de la pierna del Cid... El Pazo de Limioso está a la parte de Cebre:.. Lo que es tener, no tienen un ochavo, rentitas de centeno y cuatro viñas que ya no dan uva... ¿Pero usted piensa que el señorito de Limioso entrará a comer en alguna posada? No señora: traerá en el bolsillo su pan y queso... y dormirá... ¿qué sé yo dónde? Como es carlista, en la trastienda de doña Eufrasia le dejarán echarse sobre la silla del penco; porque un día como hoy no sobran colchones... Si al espolista que lleva le abulta tanto la faja, es que de seguro viene ahí el pienso del jaco...

-Usted exagera, Agonde.

-¿Exagerar? Sí, sí... usted no tiene idea de lo que son estos señoritos. Aquí les llaman de siete en bestia, porque suelen traer para siete un solo caballo, que van montando por turno dos a dos; y un poco antes del pueblo se detienen para entrar a caballo uno a uno, muy armados de látigo y espuelas, y el jaco pasa siete veces con siete jinetes distintos... Pues mire usted quién viene allí en una borrica y una mula... ¡Las señoritas de Loiro! Son amigas de las de Molende... Repare usted el lío que traen delante: es el vestido para el baile de hoy.

-¿Pero es de veras?

-¡Vaya! Sí, señora: ahí vendrá todo, todito: el miriñaque o como se llame eso que abulta detrás, los zapatos, las enaguas y hasta el colorete... ¡Ah!, pues estas son muy finas, que vienen a vestirse al pueblo: la mayor parte, hace años, se vestían en el pinar que está junto al eco de Santa Margarita... Como no tenían casa aquí, y a se ve, ellas no habían de perder el baile, y a las diez y media o a las once estaban entre pinos abrochándose los cuerpos escotados, prendiéndose lacitos y perendengues, y tan guapas... Entre todo este señorío, créame, Nieves, no se junta el valor de un peso... Son gente que por no gastar grasa ni hacer caldo, almuerza sopa en vino... El mollete de pan de trigo lo cuelgan allá en las vigas para que no lo alcance nadie y dure años... Ya los conoce uno: vanidad y nada más...

Ensañábase el boticario, multiplicando pormenores y recargándolos, con rabia de plebeyo que coge al vuelo una ocasión de ridiculizar a la aristocracia pobre, y refiriendo historias de todos los señoritos y señoritas, miserias más o menos hábilmente recatadas. Reíase don Victoriano recordando algunos de aquellos cuentos, ya proverbiales en el país, mientras Nieves, tranquilizada por la risa de su marido, empezaba a pensar sin terror, antes con cierta complacencia recóndita, en los episodios de los fuegos. Había temido ver a Segundo entre la multitud, pero a medida que venía la noche y se borraban los vivos colores de los tinglados y se encendían lucecillas y eran más roncos los cantos de los beodos, se sosegaba su ánimo y el peligro le parecía muy remoto, casi nulo. En su inexperiencia se había figurado al pronto que el brazo de Segundo le dejaría señal en el talle, y que el poeta aprovecharía el primer momento para aparecer exigente y loco de amor, delatándose y comprometiéndola. Mas el día se deslizaba sereno y sin lances, y Nieves probaba la impaciencia inevitable en la mujer que no ve llegar al hombre que ocupa su imaginación. Al fin pensó en el baile. Allí estaría Segundo, de hecho.




ArribaAbajo- XV-

Y se compuso para el baile del poblachón con secreta ilusioncilla, esmerándose lo mismo que si se tratase de un sarao en el palacio de Puenteancha. Claro está que el tocado y vestido eran muy diferentes, pero no menor el estudio y arte en la elección. Un traje de crespón de China blanco, subido y corto, guarnecido con encajes de valenciennes: traje plegado, adherente y dúctil lo mismo que una camisa de batista, y cuya original sencillez completaban los largos guantes de Suecia, oscuros, arrugados en la muñeca, que subían hasta el codo. Un terciopelo negro rodeaba la garganta y lo cerraba una herradura de brillantes y zafiros. El hermoso pelo rubio, recogido a la inglesa, se insubordinaba un tanto en la frente.

Casi le dio vergüenza de haber calculado este atavío cuando atravesó del brazo de Agonde la fangosa plaza, y oyó la ratonera música, y vio que, como la víspera, estaba el zaguán del Consistorio lleno de gente acurrucada, a la cual era necesario pisar para llegar hasta la escalera. Por los descansos corrían las heces de la feria, un reguero oscuro, color de vino... Agonde la desvió.

-No pise ahí, Nieves... cuidadito...

Ella se sintió repelida por tan feo ingreso, y recordó el vestíbulo y la escalera de los duques de Puenteancha, de mármol, alfombrada por el centro, con macetas a los lados... A la puerta del salón donde ahora penetraba, había una cantina provista de azucarillos, rosquillas y dulces, y la mujer de Ramón el confitero, con su inseparable mamón, despachaba el género mirando torvamente a las señoritas que entraban a divertirse. Sentaron a Nieves en el lugar más conspicuo del salón, frente a la puerta. No estaban muy limpias las caleadas paredes, ni muy flamantes las banquetas cubiertas de paño grana; y ni las luces mal despabiladas, ni la araña de hojalata con bujías formaban un espléndido alumbrado. La mucha gente era causa de que el calor rayase en insufrible. Hacia el centro del salón se arracimaban los hombres, confundiéndose en negra masa la juventud de Vilamorta con agüistas, forasteros, tahúres y señoritos monteses. Cada vez que la música atronaba el recinto con la indiscreta sonoridad de sus metales, del grupo central se destacaban los animosos bailarines, lanzándose en busca de pareja.

Nieves miraba, sorprendida, el aspecto del baile. Producíanle un efecto raro y cómico las señoritas con sus peinados abultados y pingües en rizos, sus teces rafagueadas de polvos de arroz ordinarios, sus escotes por poco más abajo del pescuezo, sus largas colas de telas peseteras, pisoteadas y destrozadas por las recias botas de los galanes, sus flores de tarta mal prendidas, y sus guantes cortos de muñeca, de grueso cabrito, que amorcillaban las manos... Acordábase Nieves de las descripciones de Agonde, del tocador establecido en el pinar, y se daba aire con su gran pericón negro, tratando de alejar la atmósfera pestilente en que el bureo del baile la envolvía. Allí se bailaba a destajo, como si disputasen un premio ofrecido a quien echase más pronto los bofes; iban las parejas arrastradas por su propio impulso a la vez que por los ajenos empujones, pisotones y rodillazos; y Nieves, habituada a presenciar el baile acompasado y fino de los saraos, se admiraba de la fe y resolución con que brincaban en Vilamorta. Algunas muchachas a quienes los taconazos habían desgarrado los volantes del traje, se paraban, remangaban la cola, arrancaban el adorno todo alrededor rápidamente, lo enrollaban, y después de arrojarlo en una esquina, volvían risueñas y felices a los brazos de su pareja. Los caballeros se enjugaban el sudor con el pañuelo, pero era inútil; cuellos y pecheras se reblandecían, el pelo se pegaba a las frentes, por los sobacos de los corpiños de seda se extendía una mancha; y los cinco dedos de los galanes se señalaban y quedaban impresos en la espalda de las señoras... Y la gimnasia proseguía, y el polvo y las moléculas de sudor viciaban el aire, y el piso del salón se cimbreaba... Había parejas hermosas, jóvenes frescas y mancebos gallardos, que danzaban con la alegría sana de la mocedad, con los ojos brillantes, rebosando expansión física; y otras muy risibles, de hombres chiquitos con mujeres altas, de mujeronas con niños barbiponientes, de un anciano calvo con una inmensa jamona. Algunos hermanos bailaban con sus hermanas, por cortedad, por no atreverse a sacar a otras señoritas, el secretario del Ayuntamiento, casado hacía años ya con una orensana rica, vieja y muy celosa, saltaba toda la noche con su mujer, y por no morir asfixiado imprimía a polkas y valses el compás de las habaneras.

Cuando Nieves entró la miraron las demás mujeres con curiosidad primero y sorpresa después. ¡Cosa más rara! ¡Venir tan sencillita! ¡No traer una cola de vara y media, ni una flor en el peinado, ni brazaletes, ni zapatos de seda! Dos o tres forasteras de Orense, que abrigaban la pretensión de poner raya en el baile de Vilamorta, cuchicheaban entre sí, comentando aquella negligencia artística y el pudor de aquel corpiño, blanco, subido y la gracia de aquella cabeza chiquita, casi sin moño, vaporosa como las de los grabados de La Ilustración. Se proponían las de Orense copiar el figurín; en cambio, las de Vilamorta y el Borde censuraban acerbamente a la ministra.

-Viene así como vestida de casa...

-Lo hace porque aquí no se quiere poner nada bueno... Ya se ve, para un baile de aquí... Pensará que no entendemos... Pero mujer, siquiera pudo peinarse algo mejor... Y bien se le conoce que se aburre; mira, ¡si parece que se está durmiendo!

-Antes parecía que no se podía estar quieta sentada... daba con el pie en el suelo, de ganas que tenía de irse...

¡Ah! ¡Efectivamente, Nieves se aburría! ¡Y si las señoritas censoras pudiesen adivinar la causa!

No veía a Segundo en parte alguna, por más que le buscaba con los ojos, al principio disimuladamente y sin rebozo después. Por fin vino el abogado García a saludarla, y entonces no se pudo contener, y esforzándose por hablar en tono natural y corriente, le preguntó:

-¿Y el pollo? ¡Milagro que no anda por aquí!

-¿Quién? ¿Segundo? Segundo es allá... tan raro... ¡vaya usted a saber lo que estará haciendo él a estas horas! Leyendo versos, o componiéndolos... Hay que dejarlo con sus manías.

Y el ahogado agitó las manos, como indicando que era preciso respetar las extravagancias del genio, mientras pensaba para sus botones:

-Estará con la condenada de la vieja.

La verdad era que el poeta, dadas las circunstancias, por nada del mundo iría a un baile como aquel, donde sus conocidas, las chicas del pueblo, le comprometerían a bailar, a recibir empellones y sudar el quilo como los de más muchachos. Y su retraimiento, hijo del instinto estético, surtió efecto maravilloso en Nieves, borrando del todo los residuos del temor, estimulando la coquetería y picando la curiosidad.

Hablábase en el mismo baile, en el círculo radical que se formó alrededor de don Victoriano y su esposa, de la salida inmediata para las Vides, a presenciar la vendimia: proyecto que regocijaba al ex-ministro, como regocija a un niño cualquier diversión extraordinaria. Se nombraba a las personas a quienes el hidalgo tenía convidadas o pensaba convidar para tan alegre época, y al pronunciar Agonde el nombre de Segundo, Nieves alzó los ojos, su rostro se animó, mientras se decía interiormente:

-Es capaz de no ir.




ArribaAbajo- XVI -

¡Gran día en las Vides aquel que el Ayuntamiento señala para la vendimia! El año entero transcurre en preparativos y expectación del hermoso tiempo de la cosecha. La parra se ha vestido de púrpura y oro, pero ya va soltando lentamente parte de su rico ornato, como la desposada sus velos al pie del tálamo nupcial: las avispas se encarnizan en los racimos, avisando al hombre de que están maduros; setiembre ostenta la serena placidez de sus últimos días: a vendimiar sin tardanza.

Ni Primo Genday, ni Méndez se dan punto de reposo. Hay que atender a las cuadrillas de vendimiadoras y vendimiadores que vienen de distantes parroquias a alquilarse, distribuirles la labor, organizar el movimiento de la recolección para que resulte armónico y fructuoso. Y es que el trabajo de la vendimia se asemeja algo a una gran batalla, donde se exige al soldado extraordinario desarrollo de energía, despilfarro de músculos y sangre, pero en desquite es preciso tenerle siempre prevenido lo necesario para reparar sus fuerzas en los momentos de descanso. Para que la gente vendimiadora estuviese dispuesta y animada a la penosa faena, importaba que encontrasen a punto, en la bodega, la ancha vasija llena de mosto donde bebiesen a discreción los carretones, al llegar exhaustos de subir el pesado coleiro o cestón henchido de uva por las cuestas agrias; importaba que el espeso caldo de calabazo, condimentado con sebo de carnero, las sardinas arenques y el pan de centeno abundasen cuando los reclamaba el apetito devorador de las cuadrillas; a cuyo fin, ni se apagaba el hogar de las Vides, ni nunca se veían desocupados los calderos enormes donde hervía el rancho.

Si a esto se añade la presencia de huéspedes numerosos y distinguidos, se comprenderá el bullicio del caserón solariego en tan incomparables días. Encerraban sus paredes, aparte de la familia Comba, a Saturnino y Carmen Agonde, al joven y afable cura de Naya, al monumental arcipreste de Loiro, a Tropiezo, a Clodio Genday, al señorito de Limioso y a las dos señoritas de Molende. Hallábanse allí representadas todas las clases y era como microcosmos o breve compendio del mundo de aquella provincia; atraídos los curas por Primo Genday, los radicales por el diputado, y la aristocracia por el mayorazgo Méndez. Y toda esta gente de tan diversa condición, al encontrarse reunida, se dio a divertirse y gozar en la mejor armonía y concordia.

Al júbilo de los vendimiadores respondía como un eco el de los huéspedes. Era imposible resistir a la expansión báquica, a la embriaguez que se respiraba en el aire. Entre los espectáculos deleitosos que la naturaleza ofrece, no cabe otro más grato que el de su fecundidad en la vendimia: aquellos cestos colmados de racimos rubios o del color de la cuajada sangre, que hombres fornidos, casi desnudos, semejantes a faunos, suben y vacían en la cuba o en el lagar; aquella risa de las vendimiadoras escondidas entre el follaje, disputando, desafiándose a cantar desde una viña a otra, desafíos que concluían al anochecer como concluyen todas las expansiones violentas en que se gasta mucho vigor muscular; por desahogos melancólicos, por algún prolongado gemido céltico, algún quejumbroso a-laá-laá... La pagana sensación de bienestar, el rústico regocijo, el contentamiento de vivir, se comunicaban a los espectadores de tan lindos cuadros; y por la noche, mientras los coros de faunos y bacantes bailaban al son de la flauta y la pandereta; el señorío se divertía tumultuosamente, con pueriles retozos, en el caserón:

Dormían las señoritas juntas en una gran pieza destartalada, la sala del Rosario, y a los huéspedes varones les había alojado Méndez en otra sala muy espaciosa, llamada del Biombo, por encerrar uno tan feo como antiguo; sin que de este sistema de acuartelamiento quedase exento más que el arcipreste; cuya obesidad y ronquidos eran tales, que ninguna persona medianamente sensible le podría sufrir por compañero de dormitorio; y con estar así repartida en dos secciones la gente traviesa y maleante; sucedió que vino a armarse una especie de guerra, y que las inquilinas de la sala del Rosario sólo pensaban en hacer travesuras a los inquilinos de la del Biombo, resultando de aquí mil chistosas invenciones y divertidas escaramuzas. Entre los dos campos estaba uno neutral: la familia de Comba, respetada en su sueño, invulnerable en materia de bromas pesadas, si bien el bando femenino solía tomara Nieves por confidente e inspiradora.

-Nieves, venga acá... Nieves, mire qué tonta es Carmen Agonde... Mire... dice que le gusta más el arcipreste, ese barril, que don Eugeniño, el de Naya... Porque dice que le da mucha risa ver cómo suda, y aquellas collas de carne que tiene en el cogote... Y diga, Nieves, ¿qué le haremos esta noche a don Eugeniño? ¿Ya Ramón Limioso, que todo el día nos está desafiando?

La que así hablaba era por lo regular Teresa Molende, morena y hombruna, de negros ojos, buen ejemplar de raza montañesa:

-La de ayer nos la han de pagar -añadía su hermana Elvira, la sentimental poetisa:

-¿Pues qué ha sido?

-Ha de saber usted que encerraron a Carmen, ¡son el demonio! La encerraron en el cuarto de Méndez... ¡Lo que no discurren! Le ataron las manos atrás con un pañuelo de seda, le taparon la boca con otro para que no chillase, y me la dejaron allí como el ratón en la ratonera... Nosotros busca que te busca a Carmen, y Carmen sin aparecer... Nosotros echando malos pensamientos... Hasta que va Méndez a acostarse y me la ve allí... Por supuesto que tropezaron con esta boba, que si dan conmigo...

-Lo mismo la encerraban a usted -alegó Carmen.

-¡A mí! -exclamó la amazona enderezando su robusto cuerpo-. ¡Como no fuesen ellos los encerrados!

-Pero si me cogieron la acción... -aseguraba la de Agonde poniendo el rostro compungido de un bebé-. Mire, Nieves, me dijeron así: «Eche las manos atrás, Carmiña, que le vamos a meter en ellas una monedita de cinco duros». Y yo las eché... y ¡fueron tan traidores que me las ataron!

Aquí Nieves hacía coro a las carcajadas de las dos hermanas. Aquella sencillez no se ha de negar que tenía mucho gracejo. Nieves creía vivir en un mundo nuevo donde no existía la rutina, las gastadas fórmulas de la sociedad madrileña. Es verdad que tan candorosos y bulliciosos deportes podían rayar en inconvenientes o groseros, pero a veces eran verdaderamente entretenidos. Desde que se levantaban los huéspedes, a la mesa, por las tardes, todo era solaz y jarana. Teresa se había propuesto no dejar comer en paz a Tropiezo, y con suma destreza cogía al vuelo las moscas y se las echaba disimuladamente en el caldo, o le escanciaba vinagre en vez de vino, o le untaba de pez la servilleta a fin de que se le pegase a la boca. Para el arcipreste tenía otra chanza: la de hacerle hablar de ceremonias, conversación a que era muy afecto, y al verle entretenido retirarle de delante el plato, que equivalía a arrancarle la mitad del corazón.

De noche, en el salón de los espejos turbios, donde el piano y las mecedoras campeaban, formábase una brillante tertulia: se cantaban trozos de anticuadas zarzuelas, como El juramento y El grumete; se jugaban partidas de burro escondido y sin esconder, de brisca con señas y de malilla; cansados de los naipes, acudían a las prendas, al florón, a apurar una letra y a adivinar el pensamiento... Y despierta ya la retozona sangre campesina, se pasaba a juegos físicos, a las cuatro esquinas, a la gallina ciega, que tienen la sal y pimienta del ejercicio, del grito, del encontrón y la palmada...

Recogíanse después excitados aún por el juego, y era la hora más tremenda, la de las grandes diabluras: la hora en que se ataban cerillas encendidas al cuerpo de los grillos, para meterlos por debajo de la puerta del dormitorio; la hora en que se quitaban tablas a la tarima de Tropiezo, para que, al acostarse, se hundiese y diese formidable costalada... Oíanse por los corredores risas, pasos tácitos, y se veían bultos blancos que se escurrían precipitadamente, y puertas que se cerraban con llave y ante las cuales se amontonaban muebles, mientras salía de dentro una voz gruesa y pastosa diciendo:

-¡Que vienen!

-¡Cerrar bien, chicas!... ¡No se abre ni al Espíritu Santo!...




ArribaAbajo- XVII -

Segundo fue el último en gozar la hospitalidad de las Vides. Como era poco aficionado a juegos y Nieves tampoco tomaba en ellos parte muy activa, encontraríanse aislados a no ser por Victorina, que no se despegaba de su madre apenas veía próximo a Segundo, y también por Elvira Molende, que desde el primer instante se adhirió al poeta como la enredadera al muro, dedicándole un repertorio de miradas, suspiros, confidencias y vaguedades capaces de empalagar a un mozo de confitería. Al punto y hora en que Segundo pisó las Vides, perdió Elvira todo el vapor de su animación, y adoptó la acostumbrada postura lánguida y sentimental, que hacía parecer más hundidas sus mejillas y más ojerosos y marchitos sus párpados. Recobró su andar la melancólica inclinación del sauce, y dejando a un lado bromas y retozos, se consagró por completo al Cisne.

Como hacía luna y eran las noches apetecibles para gozadas, así que se ponía el sol y se acababa el bureo de la labor y las parejas de vendimiadores se reunían a danzar, algunos de los huéspedes se juntaban a su vez en el huerto, especialmente al pie de un paredón que tenía por límite camelios frondosos, o bien se detenían, al regresar de paseo, en algún lugar de esos que convidan a sentarse y a un rato de plática. Sabía Elvira d e memoria muchos versos buenos y malos, por lo regular pertenecientes al género tristón, erótico y elegiaco; no ignoraba ninguna de las flores y ternezas que constituyen el dulce tesoro de la poesía regional; y al pasar por sus delgados labios, por su voz suave, timbrada con timbre cristalino, al entonarlos con su mimoso acento del país, los versos gallegos adquirían algo de lo que la saeta andaluza en la boca sensual de la gitana: una belleza íntima y penetrante, la concreción del alma de una raza en una perla poética, en una lágrima de amor. De tan plañideras estrofas se alzaba a veces irónica risa, lo mismo que el repique alegre de las castañuelas suele destacarse entre los sones gemidores de la gaita. Ganaban las poesías en dialecto y parecía aumentarse su frescura y agreste aroma al decirlas una mujer, con blanda pronunciación, en la linde de un pinar o bajo la sombra de un emparrado, en serenas noches de luna: y el ritmo pasaba a ser melopea vaga y soñadora como la de algunas baladas alemanas; música labial, salpicada de muelles diptongos, de eñes cariñosas, de x moduladas con otro tono más meloso que el de la silbadora ch castellana. Generalmente, después de haber recitado buen rato, se cantaban canciones: don Eugenio, que era rayano, sabía fados portugueses; y Elvira se pintaba sola para entonar aquella popularísima y saudosa cántiga de Curros, que parece hecha para las noches druídicas, de lunar.

Segundo tembló de vanidad cuando, en turno con los de los poetas conocidos y amados en el país, recitó Elvira de corrido la mayor parte de los cantos del Cisne, impresos en periódicos de Vigo o de Orense. Segundo no había escrito nunca en dialecto, y sin embargo, Elvira tenía un libro donde recortaba y pegaba con engrudo todas las producciones del desconocido Cisne. Y Teresa, terciando en la animada conversación delató, con el mejor propósito, a su hermana.

-Esta también compone. Anda, mujer, di algo tuyo. Tiene un cuaderno así de cosas suyas, discurridas, escritas por ella. Recitó la poetisa, después de los indispensables remilgos, dos o tres cosillas casi sin forma poética, flojas, sinceras en medio de su falsedad sentimental: de esos versos que no revelan facultades artísticas, pero son indicio cierto, infalible, de que el autor o autora siente un anhelo no satisfecho, aspira a la fama o a la pasión, como el inarticulado lloro del párvulo declara su hambre. Segundo daba tormento al bigote; Nieves bajaba los ojos y jugaba con las borlas de su abanico, impaciente y aun algo aburrida y nerviosa. Sucedía esto a los dos o tres días de la llegada de Segundo, el cual todavía no había podido realizar la menor tentativa de decirle a Nieves dos palabras.

-¡Qué señoritas estas tan cursis! -pensaba la de Comba, mientras en voz alta repetía-: ¡Qué bonito, qué tierno! Se parece a unas composiciones de Grilo...




ArribaAbajo- XVIII -

No hablaban de versos el mayorazgo de las Vides, ni los Gendays, ni el arcipreste, instalados en el balcón so pretexto de tomar la luna; en realidad para debatir la palpitante cuestión de vendimia.

¡Buena cosecha, buena! La uva no tenía ni señales de oidium: era limpia, gruesa, y tan sazonada, que se pegaba a los dedos lo mismo que si estuviese regada con miel. De seguro valía más el vino nuevo de aquel año que el viejo del anterior. ¡El anterior fue mucho cuento! ¡Que granizo por acá, que agua por acullá!... Estaba la uva abierta ya con tanto llover y sin pizca de sustancia; resultó un vino que apenas manchaba la manga de la camisa de los arrieros...

Al recordar semejante calamidad, Méndez fruncía su arrugada boca, y el arcipreste resoplaba... Y la conversación seguía, sostenida por Primo Genday, que muy verboso, salivando y riendo, recordaba pormenores de cosechas de veinte años atrás, afirmando:

-La de este año es igualita a la del sesenta y uno.

-Lo mismo, hombre -confirmaba Méndez-. Lo que es el Rebeco no da esta vez menos cargas; y la Grilloa, no sé, no sé si aún nos meterá en casa seis o siete más... ¡Es mucha viña la Grilloa!

Después de tan alegres augurios de pingüe recolección, complacíase Méndez en detallar a su atento auditorio algunas mejoras que introducía en el cultivo: tenía ajustada la mayor parte de sus pipas con arcos de hierro, más costosos que los de madera, pero más duraderos y que ahorraban la pesada faena de preparar y domar arcos a cada vendimia: además pensaba instalar, por vía de ensayo, un lagar con no sé qué hidráulicos artificios, que evitasen el feo espectáculo de la uva pisada por humanos pies; y no queriendo tampoco desperdiciar el bagazo de la uva, destilaría un alcohol refinado, que le había de comprar Agonde a peso de oro para remedios...

Al arrullo de las voces graves que discutían importantes puntos agrícolas en el balcón, don Victoriano, un tanto rendido de su expedición a las viñas, fumaba en la mecedora, sepultado en penosas meditaciones. Desde su regreso de las aguas, sentíase cada vez más débil: la efímera mejoría se evaporaba, creciendo la postración, la bulimia, la sed y la desecación del pobre cuerpo. Recordaba que Sánchez del Abrojo le había indicado cuánto alivio le proporcionaría un ligero sudor, y al observar los primeros días, después de beber el agua sulfurosa, el restablecimiento de esta función de la piel, su alegría no tuvo límites. ¡Mas cuál fue su terror al advertir que la camisa, tiesa y dura, se le pegaba al cutis, como si estuviese empapada en almíbar! Apoyó los labios en un pliegue de la manga y percibió un sabor dulzón. ¡Evidente! ¡Sudaba azúcar! ¡La secreción glicosa era, pues, incoercible, y por tremenda ironía de la suerte, todas las amarguras de su existencia venían a resolverse en aquella extraña elaboración de materias dulces!

Notaba de pocos días a esta parte otro alarmante síntoma. Su vista se alteraba. Al desecarse el humor acuoso del ojo, se le iba empañando el cristalino, y presentábase la catarata de los diabéticos. Don Victoriano sentía escalofríos. Ya le pesaba haberse puesto en las homicidas manos de Tropiezo, y haber tomado las aguas. Indudablemente le erraban la cura. Desde aquel día, régimen severo, dieta de frutas, de féculas, de leche. ¡Vivir, vivir siquiera un año, y ocultar el mal!... Si los electores veían a su diputado ciego y moribundo, ¡ríanse todos con Romero!... ¡El bofetón de perder las elecciones próximas le parecía tan humillante!...

Carcajadas argentinas y exclamaciones juveniles que subían del huerto cambiaron el curso de sus ideas. ¿Por qué Nieves no se hacía cargo del grave estado de su marido? Él quería disimular ante el mundo entero, pero ante su mujer... ¡Ah! ¡Su mujer le pertenecía, su mujer debía estar allí sosteniéndole la frente, acariciándole, en vez de gozar y loquear entre las camelias como una chiquilla! Si era linda y fresca y su marido achacoso, peor para ella... Que se aguantase, como era su deber... ¡Bah, qué disparate! ¡Nieves no le quería; no le había querido nunca!

Las risas y el alboroto aumentaban abajo. Era que, agotados los versos, Victorina y Teresa habían propuesto jugar al escondite. Victorina chillaba a cada momento: -¡Tulé... panda Teresa! ¡Tulé... panda Segundo! -Era el huerto muy adecuado para semejante ejercicio, a causa de su complicación casi laberíntica, debida a estar dispuesto en inclinadas mesetas, sostenidas por paredillas, divididas por tupidísimo arbolado, y comunicadas por escalinatas desiguales, como sucede a las fincas todas en tan accidentado país. Así es que el juego producía gran alborozo, pues difícilmente conseguía el que pandaba acertar con los escondidos.

Procuraba Nieves ocultarse bien, por pereza, por no pandar y tener luego que correr mucho detrás de los demás jugadores. Deparole la fortuna un refugio soberbio, el limonero grande, situado al extremo de una meseta, cerca de varias escalerillas que favorecían la retirada. Se emboscó, pues, en lo más denso de la gruta de follaje, haciendo por disimular su vestido claro. Breves momentos llevaba allí, cuando la oscuridad aumentó y una voz murmuró muy quedo:

-¿Nieves?

-Eh... -chilló asustada-. ¿Quién me busca por aquí?

-No, no la buscan a usted... Sólo yo la busco -exclamó enérgicamente Segundo, penetrando en el albergue de Nieves con tanta impetuosidad, que los tardíos azahares que aún blanqueaban en las ramas del corpulento árbol soltaron sus pétalos sobre la cabeza de los dos, y gimió armoniosamente el ramaje.

-Por Dios, García, por Dios... No sea usted imprudente... márchese usted... o déjeme salir... Si vienen y nos encuentran aquí, qué dirán... por Dios...

-¿Qué me vaya?... -pronunció el poeta-. Pero señora, aunque me encuentren aquí... no tendrá nada de particular; hace un rato estuve con Teresa Molende allá detrás de un camelio... o se juega o no se juega... En fin, si usted lo manda, por darle gusto... Pero antes, dígame usted una cosa que necesito saber...

-En otra parte... en el salón... -balbució Nieves, prestando ansioso oído a los lejanos rumores y gritos del juego. -¡En el salón!... ¡Rodeados de unos y de otros!... No, no puede ser... Ahora, ahora... ¿usted me oye?

-Sí, ya oigo -pronunció ella con voz apagada por el temor.

-Pues la adoro, Nieves. La adoro y usted me quiere a mí.

-¡Chisst!, ¡silencio, silencio! Están cerca... Suenan así como pasos...

-No, son las hojas... Dígame que me quiere, y me voy.

-¡Qué vienen! Por Dios, ¡yo me voy a morir del susto! Basta de broma, García; yo le suplico...

-Sabe usted demasiado que no es broma... ¿Ya no se acuerda usted del día de los fuegos? Si usted no me quisiese, aquel día hubiera apartado el cuerpo... o gritado... usted me mira a veces... me devuelve las miradas... ¡No me lo puede usted negar!

Segundo estaba al lado de Nieves, hablando con arranque fogoso, pero sin tocarla, por más que la embalsamada y rumorosa celda que ocupaban ambos oprimiese blandamente sus cuerpos, como aconsejándoles aproximarse. Pero Segundo se acordaba de las frías y duras ballenas, y Nieves, trémula, se echaba atrás. Trémula, sí, de miedo. Podía llamar a la gente; pero si Segundo no se desviaba, qué disgusto, qué explicaciones, qué vergüenza. Después de todo, el poeta llevaba razón: la noche de los fuegos ella había sido débil, y estaba cogida. ¿Y qué haría Segundo después de oír el sí? El reiteraba su orgullosa y vehemente afirmación.

-Usted me quiere, Nieves... usted me quiere... Dígalo una vez, una sola, y me marcho...

Dejose oír a corta distancia la voz acontraltada de Teresa Molende, haciendo una especie de convocatoria...

-Nieves, ¿dónde está? Victoriniña, Carmen... adentro, que cae rocío...

Y otro órgano atiplado, el de Elvira, lanzó a los ecos:

-¡Segundo! ¡Segundo! ¡Nos retiramos!

Caía, en efecto, esa mollizna imperceptible que refresca las noches calurosas de Galicia; las hojas charoladas del limonero, en el cual se embutía Nieves para desviarse de Segundo, estaban húmedas de relente; el poeta se inclinó y sus manos encontraron otras heladas de frío y pavor... Apretolas hasta estrujarlas.

-O me dice usted si me quiere...

-¡Pero Dios mío, están llamándonos... me echan de menos... tengo frío!

-Pues dígame la verdad. Si no, no hay fuerzas humanas que de aquí me arranquen... suceda lo que suceda. ¿Tan difícil es decir una palabra sola?

-¿Y qué he de decir, vamos?

-¿Me quiere usted? Sí o no.

-¿Y me deja usted salir... ir a casa?

-Todo... todo... ¿pero me quiere usted?

El no se oyó casi. Fue una aspiración, una s prolongada. Segundo le deshacía las muñecas.

-¿Me quiere usted como yo la quiero? Dígalo usted claro.

Esta vez Nieves, con esfuerzo, articuló un redondo. Segundo le soltó las manos, se llevó las suyas a la boca en apasionado ademán de gratitud, y saltando por las escalerillas, desapareció entre los frutales.




ArribaAbajo- XIX -

Respiró Nieves. Estaba... así... como aturdida. Sacudió las muñecas, doloridas por la presión de los dedos de Segundo, y se compuso el pelo, mojado de rocío y revuelto con el roce del ramaje. ¿Qué había dicho, señor?... Cualquier cosa, para salir de tan grave aprieto... Ella se tenía la culpa, por apartarse de la gente y esconderse en un punto retirado... Y, con ese deseo de dar publicidad a los actos indiferentes, que acomete a las personas cuando tienen que ocultar algo, gritó llamando a todo el mundo:

-¡Teresa! ¡Elvira! ¡Carmen! ¡Carmen!

-¿Dónde está? ¡Nieves! ¡Nieves! ¡Nieves! -respondieron desde varios sitios.

-Aquí... junto al limonero grande... ¡Ya voy!

Cuando entraron en la casa, Nieves, más serena, recapacitaba y se asombraba de sí misma. ¡Decirle a Segundo que sí! Ello había salido medio a la fuerza; pero al cabo, había salido de su boca. ¡Qué atrevimiento el del poeta! Imposible parecía que fuese tan resuelto el chico del abogado de Vilamorta. Ella era una dama de distinción, muy respetada: su marido acababa de ser ministro. Y aquella familia de García... ¡Bah!... unos nadies; el padre usaba cada cuello deshilachado, que daba pena; no tenían criada, las hermanas corrían descalzas a veces... El mismo Segundo, a la verdad... se le notaba muchísimo el aire de provincia, y el acento gallego. No, feo no podía llamársele: tenía algo de particular en la cara y en el tipo... ¡Hablaba con tanta pasión! Como si en vez de rogar mandase... ¡Qué aire de dominio el suyo! Y era lisonjero un perseguidor así, tan entusiasta e intrépido... ¿Quién se había enamorado de Nieves hasta la fecha? Cuatro galanterías, uno que la miraba con los gemelos... Todo el mundo en Madrid la trataba con esa tibieza y consideración que inspiran las señoras respetables...

Por lo demás, no dejaba de comprometerla aquel empeño de Segundo. ¿Se enterarían las gentes? ¿Lo notaría su marido? ¡Bah!... su marido sólo pensaba en sus achaques, en las elecciones... Con ella apenas hablaba de otra cosa. ¿Y si se hacía cargo? ¡Qué horror, Dios mío! Y las del escondite, ¿no maliciarían?... Elvira se mostraba más lánguida y suspirona que de costumbre... ¡A Elvira le gustaba Segundo! A él... no; él no le hacía pizca de caso... Y los versos de Segundo sonaban bien, eran lindos; podían figurar en La Ilustración... En fin... Como antes de las elecciones tendrían que marcharse a Madrid, apenas existía peligro grave... Siempre le quedaría un grato recuerdo del veraneo... El caso era evitar, evitar...

No se atrevió Nieves a decirse a sí misma lo que convenía evitar, ni había dilucidado este punto cuando penetró en el salón, donde la partida de tresillo funcionaba ya. Sentose la señora de Comba al piano, y tecleó varias cosillas ligeras, polkas y rigodones, para que bailasen las muchachas. Estas le pidieron a voces otra música:

-Nieves, ¡la muiñeira!

-¡La riveirana, por Dios!

-¿La sabe toda, Nieves?

-Todita. ¿Pues no la he oído en las fiestas?

-A echarla. Venga de ahí.

-¿Quién la echa?

-¿Quién la repinica? ¡A ver, a ver! Alzáronse varias voces delatoras.

-Teresa Molende... ¡juy! Da gusto vérsela bailar.

-¿Y la pareja?

-Aquí... Ramonciño Limioso, que puntea que es un pasmo. Reíase Teresa, con viriles y sonoras carcajadas, jurando y perjurando que había olvidado la muiñeira, que nunca la supo a derechas. De la mesa de tresillo se elevó una protesta: la del dueño de la casa, Méndez. ¡Vaya si Teresiña bailaba bien! Que no se disculpase, que no le valía la disculpa: no había en todo el Borde moza que echase la riveirana con más salero: es verdad que cada día se iba perdiendo la costumbre y el chiste para estas cosas tradicionales, antiguas...

Cedió Teresa, no sin afirmar por última vez su incompetencia. Y después de recogerse con alfileres la falda del vestido para que no le hiciese estorbo, cesó de reír, y adoptó un continente modesto y candoroso, dejando caer el velo de los párpados encima de sus gruesos y ardientes ojos, inclinando la cabeza sobre el pecho, descolgando los brazos a lo largo del cuerpo, e imprimiéndoles leve oscilación, mientras frotaba una contra otra las yemas del pulgar e índice; y así, andando a menudos pasitos, con los pies muy juntos, siguiendo el ritmo de la música, fue dando la vuelta al salón con singular decoro y la mirada puesta en el piso, deteniéndose al fin en el testero. Mientras esto sucedía, el señorito de Limioso se quitaba su chaquet rabicorto, quedándose en mangas de camisa, se calaba el sombrero, y pedía un objeto indispensable.

-Victoriña, las postizas.

Corrió la niña y trajo hasta dos pares de castañuelas. El señorito afianzó el cordón entre los dedos, y previo un arrogante repique, entró en escena. Era la propia estampa de don Quijote en lo seco y avellanado, y como al hidalgo manchego, no se le podía negar distinción y señorío, por más que imitase escrupulosamente los torpes movimientos de los mozos aldeanos. Colocose delante de Teresa, y la requirió con un punteo apresurado, cortés, pero apremiante, análogo a una declaración de amor. Unas veces hería el suelo con toda la planta del pie, otras con el talón o la punta sola, dislocando el tobillo y haciendo mil zapatetas, al par que tocaba briosamente las postizas, que en manos de Teresa respondían con débil y pudoroso repiqueteo. Echando el sombrero atrás, el galán miraba osadamente a su pareja, acercaba el rostro al de ella, la perseguía, la acosaba tiernamente de mil modos, sin que Teresa modificase nunca su actitud humilde y sumisa, ni él su aspecto conquistador, sus gimnásticos y resueltos movimientos de ataque.

Era el amor primitivo, el galanteo de los tiempos heroicos, revelado en aquella expresiva danza cántabra, guerrera y dura; la mujer dominada por la fuerza del varón y, mejor que enamorada, medrosa; todo lo cual resultaba más picante atendido el tipo de amazona de Teresa y el habitual encogimiento y circunspección del señorito. Llegó, sin embargo, un instante en que el galán asomó bajo el vencedor bárbaro, y en medio de los más complicados y rendidos zapateos, dobló la rodilla ante la hermosa, haciendo la figura conocida por punto del Sacramento. Fue instantáneo: púsose en pie de un brinco, y dando a su pareja un halagüeño empellón, quedaron de espaldas el uno al otro, pegaditos, acariciándose y frotando amorosamente hombro contra hombro y espinazo contra espinazo. A los dos minutos se separaron de golpe, y con algunos complicados ejercicios de tobillo y algunas vueltas rápidas que arremolinaron las enaguas de Teresa, acabó la riveirana y estalló en la sala un motín de aplausos.

Mientras el señorito se enjugaba el sudor de la frente, y Teresa se desprendía la falda, Nieves, alzándose del piano, reparó que en el salón no se encontraba Segundo. La misma observación, pero en voz alta, hizo Elvira. Agonde les dio la clave del misterio.

-De seguro que a tal hora está en el pinar, o por la orilla del río... Rara es la noche que no va a dar paseos así, muy extravagantes: en Vilamorta hace lo mismo.

-¿Y cómo se cierra la puerta sin venir él? Ese rapaz es loco -declaró Primo Genday-. No vamos a quedarnos todos sin dormir, teniendo que madrugar para las labores, por causa de un casquivano. ¿Eh, me comprenden? Yo cierro y que se arregle como pueda. ¡Ave María de gracia!

Protestaron Méndez y don Victoriano en nombre de la cortesía y de los deberes de la hospitalidad, y hasta media noche estuvo franco el portal de las Vides, aguardando el regreso de Segundo. Mas como este no volvía, a las doce fue Genday en persona a poner las trancas a las puertas, diciendo entre dientes:

-Ave Mar... Que duerma al sereno si se lo pide el cuerpo. Segundo, en efecto, subía hacia el pinar. Encontrábase muy excitado, y juzgaba imposible presentarse delante de gente ni atender a conversación alguna. Nieves, aquella mujer tan respetada, tan bella, le había dicho ¡que sí! No era, pues, vano sueño, ni aspiración propia de un insensato la tendencia a idea les venturas que atormentaba su espíritu, ni la gloria sería inaccesible cuando el amor estaba ya al alcance de su diestra ansiosa y febril, y con extenderla podía tocarlo. Pensando en esto trepaba por la pendiente senda, y recorría delirante el pinar, recostándose a veces en alguno de los negros troncos, embelesado, sin sombrero, bebiendo el aire nocturno, escuchando como en sueños la misteriosa voz de los árboles y la doliente del río que corría a sus pies. ¡Ah!, ¡qué momentos de dicha, cuánta suprema satisfacción le prometía aquel amor que halagaba el orgullo, excitaba la fantasía y satisfacía su delicado egoísmo de poeta, ávido de pasión, de goces que la imaginación soñadora abrillanta y la musa puede cantar sin mengua! ¡Todo lo soñado hasta entonces en los versos iba a ser real en la vida; y el canto se alzaría más penetrante, y la inspiración alentaría más poderosa, y las estrofas irían trazadas con sangre, haciendo palpitar el corazón de los lectores!

A despecho del deber y la razón, Nieves le amaba... ¡Lo había dicho! El poeta sonrió desdeñosamente pensando en don Victoriano y sintió el gran desprecio del ideólogo hacia el hombre práctico pero inepto en cosas del alma... Luego miró alrededor. Triste estaba el pinar a aquellas horas. Y hacía frío... Además debía ser tarde. En las Vides extrañarían su ausencia. ¿Se acostaría Nieves ya? Con estos pensamientos fue bajando por el difícil sendero, y llegó al portal diez minutos después de que la mano solícita de Genday había afianzado la tranca. El contratiempo no alarmó a Segundo: tendría que escalar alguna pared, y casi le agradaba lo novelesco del lance... ¿Por dónde entraría?

Indudablemente el ingreso más fácil era el del huerto, al cual podía descolgarse por un talud muy rápido que formaba el monte: cuestión de arañarse los muslos, de rozarse las palmas, pero de estar en la posesión antes de diez minutos sin encontrarse con los perros que guardaban el patio, ni con gente, por hallarse deshabitada aquella parte, que correspondía al comedor. Dicho y hecho. Volvió atrás y ascendió, no sin trabajo, al montecillo: ya en él, dominaba la solana y buena parte del huerto. Estudió la bajada para no caer sobre la paredilla y fracturarse acaso una pierna. Como el montecillo era es cueto y sin vegetación, la figura del Cisne se recortaba sobre el fondo del cielo.

Al fijar los ojos en la solana para orientarse, Segundo vio a su vez algo que le turbó los sentidos con suavísimo mareo: algo que le causó uno de esos sobresaltos deleitosos que agolpan toda la sangre al corazón para repartirla después gozosa y ardiente por las venas. En la penumbra de la solana, entre los tiestos, su vista penetrante distinguía, sin que le cupiese la menor duda acerca de la realidad de su visión, una figura blanca, una silueta de mujer cuya actitud parecía indicar que ella también le había visto, que le observaba, que le aguardaba allí.

Velozmente le dibujó la fantasía los trazos y perfiles de la escena: un coloquio, un divino coloquio de amor con Nieves, entre los claveles y las enredaderas, a solas, sin más testigos que la ya poniente luna y las flor es envidiosas de tanta felicidad. Y con un movimiento prontísimo se echó a rodar por la escarpada pendiente, cayendo sobre la dura paredilla. No hizo caso del golpe, de las descalabraduras ni del molimiento de sus huesos: saltó de la paredilla al huerto y buscó el rumbo de la solana. Los árboles frutales le ocultaban el camino, y dos o tres veces erró la ruta: por fin logró salir al pie de la solana misma, y entonces alzó la vista para cerciorarse de la verdad de la deseada aparición. En efecto, una mujer esperaba allí, ansiosa, vestida de blanco, apoyada sobre el balaustre de madera de la solana; mas ya la distancia no consentía ilusiones ópticas; era Elvira Molende, con su peinador de percal y el pelo tendido, a guisa de actriz que representa la Sonámbula. ¡Con qué afán se inclinaba la pobrecilla! Casi tenía el cuerpo fuera del balcón. Jurara el poeta que hasta le llamaba por su nombre, muy bajo, con ceceo cariñoso...

Y él pasó de largo. Dio la vuelta a todo el huerto, entró en el patio por la puerta interior, que no se cerraba de noche, y llamó estrepitosamente a la de la cocina... El criado acudió, renegando de los señoritos que se recogen tarde porque no tienen que madrugar para abrir la bodega a los pisadores.




ArribaAbajo- XX -

Como se prolongaban tanto las vendimias y las faenas de elaboración en la magna bodega de Méndez, y por aquel país el que más y el que menos tiene su poquillo de Borde que vendimiar y recoger, emigraron parte de los huéspedes, deseosos de atender a sus propias viñas. El señorito de Limioso necesitaba ver en persona cómo entre oidium, mirlos, vecinos y avispas no le habían dejado un racimo para un remedio; las señoritas de Molende tenían que colgar por sus mismas manos la uva de su famoso Tostado, célebre en el país; y por razones análogas fueron despidiéndose Saturnino Agonde, el arcipreste y el cura de Naya, quedándose la corte de las Vides reducida a Carmen Agonde, dama de honor, Clodio Genday, consejero áulico, Tropiezo, médico de cámara, y Segundo, que bien podía ser el paje o trovador encargado de distraer a la castellana con sus endechas.

Ardía Segundo en impaciencia febril, nunca sentida hasta entonces. Desde el día del coloquio en el limonero, Nieves rehuía toda ocasión de hallarse a solas con él; y el sueño calenturiento de sus noches, la angustia intolerable que le consumía era no pasar del fugitivo sí, que a veces hasta dudaba haber oído. No podía, no podía resistir el Cisne esta lenta tortura, este martirio incesante: menos desdichado si, en lugar de alentarle, Nieves le pagase con claros desdenes. No era el ansia brutal de victorias positivas lo que así le atormentaba: sólo quería persuadirse de que le amaban realmente, y que bajo el acerado corsé latía y sentía un corazón. Y era tal su locura, que cuando todo el mundo se interponía entre Nieves y él, le acometían violentos impulsos de gritar: -«Nieves, ¡dígame usted otra vez que me quiere!»-. ¡Siempre, siempre obstáculos entre los dos; siempre la niña al lado de su madre! ¿De qué servía estar libres de Elvira Molende, que desde la famosa centinela en la solana miraba al poeta con ojos entre satíricos y elegiacos? La marcha de la poetisa quitaba un estorbo, pero no resolvía la situación.

Y Segundo sufría en su amor propio, herido por la reserva sistemática de Nieves, y también en su ambición amorosa, en su ardiente sed de lo imposible. Corría ya la primer decena de octubre; el ex-ministro, abatido y lleno de aprensión, hablaba de marcharse cuanto antes; y aunque Segundo contaba con colocarse luego en Madrid mediante su influjo, y volver a encontrar a Nieves, decíale infalible instinto que entre la persona de Nieves y la suya no existía otro lazo de unión sino la pasajera estancia en las Vides, la poesía del otoño, la casualidad de vivir bajo el mismo techo, y que si no consolidaba aquel devaneo antes de la separación, sería tan efímero como las hojas de la parra, que caían arrugadas y sin jugo.

Despedíase de sus galas el otoño: se veía la rugosa y nudosa deformidad de las desnudas cepas, la seca delgadez de los sarmientos, y el viento gemía ya tristemente despojando las ramas de los frutales. Un día le preguntó Victorina a Segundo:

-¿Cuándo hemos de ir al pinar, a oír cómo canta?

-Cuando gustes, hija... Si tu mamá quiere que sea esta tarde...

La niña sometió la proposición a Nieves. Es el caso que Victorina estaba, de algún tiempo acá, más pegajosa y sobona que nunca con su madre: apoyaba continuamente la cabeza en su pecho, escondía la mejilla en el cuello de Nieves, paseábale las manos por el peinado, por los hombros y, sin causa ni motivo, murmuraba con voz que pedía caricias:

-¡Mamá... mamá!

Pero los ojos de la mujercita en miniatura, entornados, de mirada ansiosa y amante al través de las espesas pestañas, no estaban fijos en su madre, sino en el poeta, cuyas palabras bebía la chiquilla, poniéndose muy colorada cuando él le dirigía cualquier chanza, o daba cualquier indicio de notar su presencia.

Nieves, al principio, se resistió algo, alardeando de persona formal.

-Pero quién te mete a ti en la cabeza...

-Mamá, cuando Segundo dice que los pinos cantan... Cantan, mujer: no te quepa duda.

-¿Pero tú no sabes... -murmuró Nieves, regalando al poeta una sonrisa con más azúcar que sal- que Segundo hace versos, y que los que hacen versos tienen permiso para... para mentir... un poco?

-No señora -exclamó Segundo-: no enseñe usted a su hija errores; no la engañe usted. Mentiras son, generalmente, las cosas que en sociedad hablamos, lo que tenemos que pronunciar con la lengua, aunque nos quede dentro lo contrario; pero en verso... En verso revelamos y descubrimos las grandes verdades del alma, lo que entre gentes hay que callar por respeto... o por prudencia... Créalo usted.

-Y di, mamá: ¿vamos hoy a eso?

-¿A qué, hija?

-Al pinar.

-Si te empeñas... ¡Qué manía de chica! Y es que también me pica a mí la curiosidad de oír esa orquesta...

Sólo tomaron parte en la expedición Nieves, Victorina, Carmen, Segundo y Tropiezo. Quedose la gente mayor fumando y presenciando la importante operación de tapar y barrar algunas de las primeras cubas para que se aposentase el mosto, ya fermentado. Al ver salir la comitiva, les dijo Méndez con tono de paternal advertencia:

-Cuidado con la bajada... La hoja del pino, con estos calores, resbala, que parece que está untada de jabón... Dadles el brazo a las señoras... Tú, Victorina, no seas loquita, no corras por allí...

Cosa de un cuarto de legua distaría el famoso pinar, pero se tardaban tres cuartos de hora lo menos en la subida, que era como al cielo, por lo pendiente, estrecha y agria, y a cierta distancia empezaba a alfombrarse de hoja de pino, bruñida, lisa y seca, que si facilitaría probablemente más de lo preciso el descenso, en cambio dificultaba el ascenso, rechazando el pie y cansando las articulaciones del tobillo y rodillas. Nieves, molestada, se detenía de vez en cuando, hasta que se cogió del rollizo brazo de Carmen Agonde.

-¡Caramba... es de prueba este camino! ¡A la vuelta, el que no se mate no dejará de tener maña!

-Cárguese bien, cárguese bien -decía la robusta mocetona-... Aquí ya se rompieron algunas piernas, de seguro... Esta subida pone miedo...

Arribaron por fin a la cima. La perspectiva era hermosa, con ese género de hermosura que raya en sublimidad. Hallábase el pinar, al parecer, colgado encima de un abismo; entre los troncos se divisaban las montañas de enfrente, de un azul ceniciento que tiraba a violeta por lo más alto y remoto; mientras a la otra parte del pinar, la que caía sobre el río, el terreno, muy accidentado, formaba un rapidísimo escarpe, una vertiente casi tajada, si no a pico, al menos en declive espantoso; y allá abajo, muy abajo, pasaba el Avieiro, no sosegado ni sesgo, sino alborotado y espumante, impaciente con la valla que le oponían unos peñascos agudos y negros, empeñados en detenerle y que sólo conseguían hacerle saltar con epiléptico furor, partiéndose en varios irritados raudales, que se enroscaban alrededor de las piedras a modo de coléricas y verdosas sierpes imbricadas de plata. A los mugidos y sollozos del río hacía coro el pinar con su perenne queja, entonada por las copas de los pinos que vibraban, se cimbreaban y gemían trasmitiéndose la onda del viento, beso doloroso que les arrancaba aquel ¡ay! incesante.

Los expedicionarios se quedaron mudos, impresionados por el trágico aspecto del paisaje, que les echó a los labios un candado. Sólo la niña habló; pero tan bajito como si estuviese en la iglesia.

-¡Pues es verdad, mamá! Los pinos cantan. ¿Oyes? Parece el coro de obispos de La Africana... Si hasta dicen palabras... atiende... así con voces de bajo... como aquello de Los Hugonotes...

Convino Nieves en que efectivamente era musical y muy solemne el murmurio de los pinos. Segundo, apoyado en un tronco, miraba hacia abajo, al lecho del río; y como la niña se aproximase, la detuvo y la obligó a retroceder.

-No, hija... No te acerques... Es algo expuesto: si resbalas y ruedas por esa cuestecita... Anda, apártate.

No ocurriéndoseles ya más que decir sobre el tema de los pinos, se pensó en la vuelta. Inquietaba a Nieves la bajada, y quería emprenderla antes de que el sol acabase de ponerse.

-Ahora sí que nos rompemos algo, don Fermín... -decíale al médico-. Ahora sí que tiene usted que preparar vendajes y tablillas...

-Hay otro camino -afirmó Segundo saliendo de su abstracción-. Por cierto que bastante menos molesto, y con menos cuestas.

-¡Sí, vénganos con el otro camino! -exclamó Tropiezo, fiel a sus hábitos de votar en contra-. Aún es peor que el que trajimos.

-Hombre, qué ha de ser. Es un poco más largo, pero como tiene menos declive, resulta más fácil. Va rodeando el pinar.

-¿Me lo querrá usted enseñar a mí, a mí que me sé todo este país como mi propia casa? No se anda ese camino: se lo digo yo.

-Y yo le digo a usted que sí; y a la prueba me remito. No ha de ser usted terco en su vida. ¡Si lo pasé no hará muchos días! ¿Se acuerda usted, Nieves, la noche que jugamos al escondite en la huerta; la noche que me cerraron el portal y entré muy tarde ya por la paredilla?

A no estar el lugar tan sombrío por lo espeso de los pinos y lo desmayado y escaso de la luz solar, se vería el rubor de Nieves.

-Vamos -dijo eludiendo la respuesta- por donde sea más fácil y haya mejor piso... Yo soy muy torpe para andar por vericuetos...

Segundo la ofreció el brazo, murmurando en tono de broma:

-Este bendito de Tropiezo está tan fuerte en caminos como en el arte de curar... Venga usted y se convencerá de que ganamos mucho.

Tropiezo, por su parte, decía a Carmen Agonde, meneando con obstinación la cabeza:

-Pues también hemos de tener el gusto de ir por el atajo y llegar antes que ellos, y sanos y buenos gracias a Dios.

Victorina, según costumbre, iba a colocarse al lado de su madre; pero el médico la llamó.

-Cógete aquí, al puño de mi bastón, anda, que si no, resbalarás... A mamá le basta con no resbalar ella... ¡Y Dios nos aparte de un tropiezo! -añadió riendo a carcajadas de su propio retruécano.

Las voces y los pasos se alejaron, y Segundo y Nieves prosiguieron su ruta, sin pronunciar una sola frase. Nieves empezaba a sentir cierto temor, por lo muy endiablado de la vereda que pisaban. Era un senderillo excavado en el desplome del pinar, al borde mismo del despeñadero, casi perpendicular con el río. Aunque Segundo dejaba a Nieves el lado menos expuesto, el del pinar, quedándose él sin tierra en que sentar la planta, y teniendo que poner un pie horizontalmente delante del otro, no por eso cedía el pavor en el ánimo de Nieves, ni le parecía menos arriesgada la aventura: se centuplicó su recelo al ver que iban solos.

-¡No vienen! -murmuró con angustia.

-Les alcanzaremos antes de diez minutos... Van por el otro camino -respondió Segundo, sin añadir más palabra amorosa, ni estrechar siquiera el brazo que se crispaba sobre el suyo con toda la energía del terror.

-Pues vamos -suplicó Nieves con apremiante ruego-... Deseo llegar...

-¿Por qué? -preguntó el poeta, que se detuvo de repente.

-Estoy cansada... sofocada...

-Pues va usted a descansar y a beber si gusta...

Y con loco ardimiento, sin aguardar respuesta, Segundo arrastró a Nieves, torció a la izquierda, bajó una cuestecilla, y dando vuelta a la roca, detúvose en una meseta estrecha que avanzaba atrevidamente sobre el río. A los últimos rayos del sol se veía rezumar hilo a hilo, por la negra faz del peñasco, un límpido manantial.

-Beba usted, si gusta... en el hueco de la mano, porque vaso no lo tenemos -indicó Segundo.

Nieves obedeció maquinalmente, sin saber lo que hacía, y soltando el brazo de Segundo, quiso acercarse al manantial; pero la base de la roca, continuamente bañada por el agua, había criado esa vegetación húmeda, que resbala como las algas marinas, y Nieves, al apoyar el tacón en el suelo, sintió que se deslizaba, que perdía el pie... Allá, en el fondo de su vértigo, vio el río terrible y mugidor, los cortantes peñascos que habían de recibirla y destrozarla, y sintió el frío ambiente del abismo... Un brazo la cogió por donde pudo, por la ropa, acaso por las carnes, y la sostuvo y la levantó en peso... Dobló ella la cabeza sobre el hombro de Segundo, y este sintió por vez primera latir el corazón de Nieves bajo su mano... ¡Y bien aprisa! Latía de miedo. El poeta se inclinó, y derramó en la boca misma de Nieves esta pregunta:

-¿Me amas, di? ¿Me amas?

La respuesta no se oyó, porque, caso de haberse formado en la laringe, no pudieron los sellados labios articularla. Durante aquel brevísimo espacio de tiempo, que compendiaba, sin embargo, una eternidad, cruzó por el cerebro de Segundo cierta idea poderosa, destructora, como la chispa eléctrica... El poeta estaba de frente al precipicio, y Nieves a su orilla, de espaldas, sostenida únicamente por el brazo de su salvador. Con apretar un poco más los labios, con avanzar dos pulgadas e inclinarse, el grupo caería en el vacío... Era un final muy bello, digno de un alma ambiciosa, de un poeta... Pensándolo, Segundo lo encontraba tentador y apetecible... y no obstante, el instinto de conservación, un impulso animal, pero muy superior en fuerza a la idea romántica, le ponía entre el pensamiento y la acción muralla inexpugnable. Recreábase, en su imaginación, con el cuadro de los dos cadáveres enlazados, que las aguas del río arrastrarían... Hasta presentía la escena de recogerlos, las exclamaciones, la impresión profunda que haría en la comarca un suceso semejante... y algo, algo lírico que se agitaba y latía en su alma juvenil, le aconsejaba el salto... pero a la vez, un frío temor le congelaba la sangre, obligándole a caminar poco a poco, y no hacia el abismo, sino en sentido contrario, hacia la senda...

Todo esto, breve en la narración, fue momentáneo en el cerebro. Segundo advertía en sí un hielo, que le paralizaba para el amor como para la muerte... Era la yerta boca de Nieves, desmayada en sus brazos...

Mojó el pañuelo en la fuente, y se lo aplicó a sienes y pulsos. Ella entreabría los ojos. Se oía hablar a Tropiezo, reír a Carmen: venían sin duda a buscarles y a cantar victoria. Nieves, al recobrar los espíritus y verse con vida, no hizo el menor movimiento para apartarse del poeta.




ArribaAbajo- XXI -

Como por tácito acuerdo, los dos héroes de la aventura disminuyeron la importancia del peligro corrido, primero ante sus compañeros de excursión, después ante el senado consulto de las Vides. Segundo guardaba cierta reserva sobre los detalles del caso; Nieves, en cambio, hablaba más que de costumbre, con nerviosa locuacidad, repitiendo cien veces los mismos insignificantes pormenores: había resbalado; García le tendió la mano; ella se cogió, y como era así, medrosa, se asustó un poquillo, por más que la cosa no lo merecía... Pero el terco de Tropiezo, con mansa sorna, le llevó la contraria. ¡Jesús, qué disparate! ¡No haber peligro! ¡Pues si era un milagro que Nieves no estuviese a estas horas nadando en el Avieiro! El terreno resbala allí como jabón puro, y las piedras de abajo cortan como cuchillos, y el río lleva una fuerza, que no sé... Nieves negaba, haciendo por reírse; mas el terror de la catástrofe duraba escrito en su rostro con tan indelebles rasgos, que su fresca fisonomía, de sana y caliente palidez, se había convertido en un rostro ojeroso, deshecho, un cuerpo agitado por escalofríos y espasmos, de esos que llaman muerte chiquita...

Ansiaba Segundo decirle dos palabras, para pedirle una entrevista: comprendía que era preciso aprovechar el primer instante en que la gratitud y la pavura ablandaban el alma de Nieves, haciendo palpitar su insensible corazón bajo las ballenas de su corsé. En la breve escena del precipicio apenas dio lugar la llegada de Tropiezo para que Nieves correspondiese explícitamente al arrebato del poeta, y Segundo quería concertar algo, arbitrar un medio para verse, para hablarse, para establecer de una vez que aquellos afanes, desvelos e intrigas eran amor, y amor correspondido: mutua pasión, en fin... ¿Dónde y cuándo lograría la apetecida ocasión de ponerse de acuerdo con Nieves?

Diríase que existe en toda historia amorosa un primer período en que los obstáculos se amontonan y las dificultades renacen pujantes e invencibles, desesperando al galán propuesto a vencerlas; y también que llega siempre otro segundo período en que la fuerza misteriosa del deseo y el dinamismo de la voluntad derrocan esos estorbos, y las circunstancias, momentáneamente sometidas, se ponen al servicio de los amantes. Así aconteció la noche de aquel memorable día. Como la niña se había asustado algo al saber el peligro de su madre, hiciéronla acostarse temprano; y para que cogiese fácilmente el sueño, la acompañó Carmen Agonde dispuesta a contarla cuentos y simplezas. Suprimidos así los principales testigos, y engolfados los señores mayores en una de sus interminables discusiones vitícolas, agrícolas y sociológicas, Nieves, que había salido al balcón a respirar porque sentía como un nudo en la garganta, pudo charlar diez minutos con Segundo, situado a la parte de afuera, entre las vidrieras y no lejos de las mecedoras.

A veces, ambos interlocutores levantaban la voz, tratando de cosas indiferentes: del riesgo de por la tarde, de lo curioso que era el ruido del pinar... Y bajito, muy bajito, la negociación diplomática del poeta seguía su curso... Una entrevista, una conversación con cierta libertad... ¡Pues no había de poder ser!... ¿Y por qué no en la solana, aquella misma noche?... ¡Bah!, nadie tendría el capricho de ir por allí a curiosear lo que pasaba... Él se descolgaría fácilmente al huerto... ¿Que no? Era muy medrosa... ¿Hacer mal? ¿Por qué?... Cansada y así como enferma... Sí, se comprende. Prefería que fuese de día... Bien; mejor sería del otro modo, pero... ¿Sin falta? ¿A la hora de la siesta? ¿En el salón?... No, no venía gente nunca; todo el mundo dormía... ¿Palabra formal? ¡Gracias! Sí, convenía disimular para que, no se hiciesen cargo.

Entretanto, los señores de la mesa de tresillo, hablaban de las vendimias y de sus consecuencias... Las pobres muchachas del país ganaban bastante en aquella labor: pero ¡bah!, murmuró Tropiezo riéndose: no ganaban sólo dinero... Ganaban a veces otras cosas... Con esto de andar las cuadrillas mezcladas, y de retirarse de noche, por los caminos oscuros, resultaba que... Ya era axiomático en el país que los hijos del carnaval y de la vendimia no tienen padres conocidos. A propósito de lo cual, don Victoriano emitió algunas ideas de su repertorio favorito, citando la legislación inglesa, alabando la sabiduría de aquella gran nación, que al reglamentar el trabajo material, estudia detenidamente los problemas que entraña, y se preocupa de la suerte del niño y de la mujer... Con estas serias disquisiciones se acabó la velada, retirándose cada mochuelo a su olivo.

Sentada Nieves ante la mesita donde tenía abierto su neceser y colocado un espejillo de pie con marco de plata, iba desprendiendo una a una las horquillas de concha que sujetaban las roscas de su moño, y Mademoiselle recogía y alineaba las horquillas primorosamente en un estuche... Entrenzó después el pelo a Nieves, y esta se echó atrás, respirando con esfuerzo; de pronto, alzó la cabeza.

-¿Si me pudiese usted hacer una taza de tila?... ¿Allá en su cuarto... sin molestar?

Salió la francesa, y Nieves, muy cavilosa, apoyó el codo en la mesa y la mejilla en la palma de la mano, sin dejar de mirarse al espejo... Estaba con una cara de desenterrada, que imponía. No, aquella vida no podía continuar, o de lo contrario la llevarían al cementerio... Encontrábase nerviosísima: ¡qué escalofríos, qué desazón, qué momentos tan amargos! Había visto la muerte cara a cara, y pasado más sustos, más recelos, más congojas en un día que en todos los años anteriores de su existencia. Si eso era el amor, a la verdad tenía poco de divertido: no servía ella para tales agitaciones... Una cosa es que agrade parecer bonita y oírlo, y aun poseer un rendido apasionado, y otra estas angustias incesantes, estas aventuras que le ponen a uno el alma en un hilo y le colocan a dos dedos de la vergüenza, y le quebrantan el cuerpo... Y aseguran los poetas que esto es la felicidad... Será para ellos: lo que es para las pobres mujeres... Y vamos a ver, por qué carecía ella de valor para decirle a Segundo: ¡acabemos, no puedo con estas zozobras, tengo miedo, lo paso muy mal! ¡Ah! También le tenía miedo a él... Era capaz de matarla: sus hermosos ojos negros despedían a veces chispas de electricidad y vislumbres fosfóricas. Y luego él siempre le cogía la acción, se imponía, la dominaba... Por él estuvo a punto de caer en el río, de despedazarse en las rocas... ¡María Santísima! ¿Pues hacía media hora, no faltó poco para otorgarle la cita en la solana? Lo cual era una grandísima locura, siendo imposible dirigirse a aquel rincón de la casa sin que Mademoiselle, o cualquiera, la echase de menos y se descubriese el pastel. ¡Ay, Dios mío! ¡Todo aquello era terrible, terrible! ¡Y mañana tenía que acudir al salón, a la hora de la siesta!... Ea, una resolución enérgica: acudiría, corriente; pero acudiría a desatar aquel enredo, a decir a Segundo cuatro verdades para que se contuviese: amarla, concedido; no se oponía, muy bueno y muy santo; comprometerla de aquel modo, eso era inaudito; le rogaría que se volviese a Vilamorta; ellos ya se irían pronto a Madrid... ¡Ah!, ¡cuánto tardaba aquella bendita Mademoiselle con la tila!

La puerta se abrió... No entró Mademoiselle, sino don Victoriano. Nada tenía de sorprendente su aparición, pues dormía en una especie de despachito, al lado del cuarto de su mujer y dividido de este por un corredor, y todas las noches, antes de recogerse, daba un beso a la niña, cuyo lecho estaba pegado al de su madre; sin embargo, a Nieves se le puso carne de gallina, y por instinto se volvió de espaldas a la luz, tosiendo a fin de disimular su turbación.

La verdad es que don Victoriano venía grave, y aun algo fosco y severo... No andaba muy alegre ni expansivo desde el recrudecimiento de su enfermedad; pero sobre su aire abatido resaltaba entonces no sé qué cosa, un velo más negro aún, un nubarrón preñado de tempestades... Nieves, observando que no se acercaba a la cama de la niña, bajó los ojos y fingió alisarse el pelo con el batidor de marfil.

-¿Cómo te encuentras, hija? ¿Te dura el susto? -preguntó el marido.

-Sí; aún estoy un poquillo... He pedido tila.

-Bien hecho... Mira, Nieves...

-¡Qué... qué!...

-Mira, Nieves, nos vamos a Madrid cuanto antes.

-Cuando tú digas... Ya sabes que yo...

-No; si es que es necesario, indispensable; es que yo tengo que ponerme formalmente en cura, hija, porque me acabo si así continúo... He incurrido en la debilidad de confiarme a este bestia de don Fermín, Dios me perdone... y creo... -añadió con amarga sonrisa- que me ha embromado... Veremos si Sánchez del Abrojo me saca del paso... ¡que lo dudo bastante!

-Jesús, qué aprensión! -exclamó Nieves, respirando y aprovechando el recurso de la enfermedad-. ¡No parece sino que tienes males incurables! En poniendo el pie allá y tomándote Sánchez de su cuenta... dentro de dos meses ni te acuerdas de ese achaquillo.

-¡Bravo, hija, bravo! Yo no quisiera lastimarte ni parecerte regañón... pero eso que dices... eso que dices prueba que ni me miras, ni te importa un bledo mi salud, ni me haces caso alguno... lo cual, francamente... dispensa... pero ¡no te honra! Mi mal es grave, muy grave... es la diabetes sacarina, que se lleva las gentes al otro mundo bonitamente... Estoy convertido en azúcar... se me debilita la vista... me duele la cabeza... no tengo sangre... y tú ahí; tan serena, tan alegre, retozando como una niña... Eso no lo hace la mujer que quiere a su esposo... A ti no te ha preocupado mi estado físico, ni mi estado moral... Estás gozando, pasando una temporada divertidísima... y lo demás... ¡buen cuidado te da a ti!

Nieves se levantó trémula, casi llorando...

-¿Qué me dices?... Yo... yo...

-No te alteres, hija; no llores... Tú eres joven y sana, yo estoy muy gastado y achacoso... Peor para mí... Pero oye... Aunque te parezca seco y grave... yo te quise mucho, Nieves... te quiero aún... tanto como a esa niña que está ahí durmiendo... lo juro delante de Dios... Y tú podías... podías quererme algo... como una hija... e interesarte por mí... Será poco tiempo ya de molestia: me siento tan enfermo...

Nieves se acercó en actitud cariñosa, y su marido le rozó la frente con los denegridos labios, apretándola al mismo tiempo contra sí... Y añadió:

-¡Aún tengo que hacerte otra advertencia... echarte otro sermón, hija!

-¿Cuál? -murmuró la esposa sonriendo, pero azorada.

-Ese chico de García... No te sobresaltes, hija, que no es para tanto... Ese chico... te mira algunas veces de un modo raro... como si te hiciese el amor... ¡No, si yo no dudo de ti! Has sido y eres una señora intachable... no te acuso... ni le doy importancia a semejante necedad... Es que... te parecerá mentira... estos chicos de aquí son muy atrevidos; tienen menos soltura para presentarse, pero en el fondo más osadía que los de la corte... Yo pasé aquí mis años verdes, y les conozco... Sólo te aviso para que pongas a raya a ese mequetrefe... En los días que nos quedan, suprime los paseos largos y todas esas cursilerías que aquí se hacen... Una dama como tú es, en este sitio, la reina; y no está bien que contigo se tomen las bromas que con las señoritas de Molende u otras así... ¡Si ya te he dicho que no me cruza ni por el pensamiento la idea! Una cosa es que ese Cisne de lugar se haya enamorado de ti y te dé la mano en los despeñaderos; otra que yo te injurie... ¡Hija!

Poco después se presentó Mademoiselle con la tila humeante. ¡Buena falta que le hacía la tila a Nieves! Tenía los nervios más tirantes... Estaba convulsa. Hasta náuseas la atacaron al beber las primeras cucharadas. Mademoiselle le ofreció un poco de poción anti-histérica. Tragola Nieves, y con algunos bostezos y dos o tres lagrimillas se alivió su crisis. Pensó en acostarse, y entró en la alcoba. Allí vio algo que renovó su desasosiego. Victorina, en vez de dormir, tenía los ojos abiertos. Probablemente habría oído la conversación.




ArribaAbajo- XXII -

Y en efecto, la había oído toda, todita, desde la primer palabra hasta la última. Y las frases del diálogo conyugal daban vueltas en su magín, rodando, entrelazándose, destacándose en letras rojas, impresas en su memoria virgen. Las repasaba, las comentaba interiormente, las pesaba, hacía deducciones...

Nadie acertará a decir cuál es el momento crítico que divide la noche del día, el sueño de la vigilia, la juventud de la madurez y la inocencia del conocimiento. ¿Quién es capaz de fijar el instante en que el niño, convirtiéndose en adolescente, nota en sí ese algo inexplicable que acaso pueda llamarse conciencia sexual; en que el vago presentimiento se trueca en rápida intuición; en que, sin tener noción precisa de las realidades concretas del vivir, adivina todo lo que más tarde le ha de confirmar y puntualizar la experiencia; en que entiende la importancia de una indicación, la trascendencia de un acto, el carácter de una relación, el valor de una mirada o el sentido de una reticencia? ¿El minuto en que sus ojos, abiertos solamente a la vida exterior, adquieren facultades para escudriñar también la interior, y perdiendo su brillo superficial, el claro reflejo de su pureza candorosa, toman la concentrada e indefinible expresión que constituye una mirada de persona grande?

Llegó para Victorina ese minuto a los once años, aquella noche, sorprendiendo un diálogo entre su padre y su madre. Inmóvil, sujetando la respiración, con los piececillos fríos y la cabeza ardorosa y congestionada, la niña escuchó, y después, en la dudosa penumbra de la alcoba, ató algunos cabos sueltos, recordó pormenores, y comprendió al fin, sin darse mucha cuenta de lo que comprendía, pero discurriendo con precocidad singular, debida acaso a la dolorosa viveza con que la fantasía trabajaba en el silencio nocturno y en la quietud del lecho...

Es lo cierto que la niña pasó mala noche, dando vueltas en su monástica y breve camita. Dos ideas, sobre todo, se le iban introduciendo y le barrenaban la cabeza a manera de clavos. Su papá estaba muy enfermo, muy enfermo, y además muy disgustado y quejoso porque Segundo se había enamorado de su mamá... De su mamá. ¡De ella no! ¡Ella, que guardaba todas las flores de Segundo como reliquias!

Las penas de la infancia no conocen límite ni consuelo. Cuando se tienen más años y se han corrido más tormentas y se ha visto con asombro que el hombre puede sobrevivir a ciertos pesares y que la bóveda del firmamento no se hunde cuando perdemos lo que amábamos, entonces casi no existe la desesperación absoluta, patrimonio de la primera edad. Para Victorina era evidente que su papá se moría y que su mamá era muy mala... y Segundo un bribón... y que se acababa el mundo... y que ella también, también se quería morir. Si a los once años de edad fuese posible volverse el pelo blanco, Victorina se cubriría de canas durante la noche en que el sufrimiento la hizo, de niña, mujer, y de criatura indecisa, tímida, ruborosa, persona moral, resuelta al mayor heroísmo.

Tampoco Nieves gozó mucho los blandos favores del sueño. Las palabras de su marido la dejaron meditabunda. ¿Sería mortal la enfermedad de don Victoriano? ¡Tal vez sí! Estaba muy desmejorado el pobre... Y Nieves experimentaba un comienzo de pena y reconcomio: señor, ¿quién duda que ella quería a su esposo y temía su muerte? No sentiría por él un amor grande, de los que las novelas pintan... ¡bah!... pero cariño, sí... ¡Ojalá que el mal fuese leve! ¿Y si no lo era?... ¿Y si se quedase vi...? Ni aun mentalmente se atrevía a concluir la palabreja... Pensar en eso, parece ya alimentar malos deseos... No, pero el caso es que las mujeres, en efecto, al morírseles sus maridos, suelen quedarse vi... ¡María Santísima! Debía ser una gran desgracia... Bien; ¿y si sucedía? Segundo... ¡Jesús, qué desatino! De fijo que a él no se le había pasado por la cabeza semejante absurdo... Los Garcías, unos nadies... Y aquí volvía Nieves a repasar la parentela, el modo de vivir de Segundo...

De buena gana haría novillos a la cita del día siguiente, por que su marido andaba receloso, y era comprometido el lance, aunque en el lugar designado para la entrevista siempre se podría achacar a casualidad el encuentro... Y por otra parte, si faltaba, aquel Segundo tan apasionado sería muy capaz de dar un escándalo, de ir a buscarla a su cuarto, de entrar por la ventana.

Bien pensado, juzgó más prudente asistir, y rogar a Segundo... que... que la olvidase... que por lo menos, no la comprometiese... Era lo mejor.

Pasó Nieves la mañana en un estado de quebrantamiento tan grande, que apenas comió; y, durante la comida, no miró ni una sola vez a Segundo, temerosa de que su marido observase y sorprendiese entre ellos alguna furtiva señal de inteligencia. Para mayor desgracia, Segundo, deseoso de recordarla con los ojos su promesa, la miró aquel día más que de costumbre: afortunadamente, don Victoriano parecía distraído por su apetito desordenado de comer y beber. Acabada la comida, se retiraron todos, como siempre, a descabezar la siesta. Nieves tomó el camino de su cuarto. Encontró en él a Victorina, tendida sobre la cama. Por precaución, la hizo preguntas.

-¿Vas a dormir la siesta, monina?

-A dormir, no... Pero estoy a gusto así...

Mirose Nieves al espejo, y se vio descolorida. Se lavó los dientes, y después de cerciorarse con una rápida ojeada de que también reposaba su marido en el cuarto inmediato, se deslizó hasta el salón a paso ligerísimo... Temblaba. Aquella atmósfera de tempestades y peligros, grata para el ave marina, era mortal para el lindo pájaro doméstico. No era vivir estar siempre así, escalofriada de terror y con la sangre cuajada por el susto. ¡No era vivir, ni respirar!... Acabaría por volverse loca: ¿pues no creía sentir pasos, como si alguien la siguiese? Dos o tres veces se paró, reclinándose desfallecida en las paredes del corredor, prometiéndose a sí misma que no la cogerían en otra.

Al entrar en el salón, se detuvo sobrecogida. ¡Estaba tan silencioso y soñoliento, medio a oscuras, con las maderas casi cerradas -que sólo permitían el paso a un rayo de sol en que danzaban áureas partículas de polvo-, con sus espejos narcotizados que tenían pereza de reflejar algo en sus turbias lunas, con la modorra del asmático reloj, cuya esfera parecía un rostro humano que la espiaba y tosía desaprobándola!... De pronto sintió pisadas veloces, juveniles; y Segundo, audaz, enloquecido, vino a caer a sus plantas, con los brazos enlazados en torno de su cuerpo... Ella quería contenerle, avisarle, explicarle... No se lo consintió el poeta, que pronunciaba tiernas exclamaciones de gratitud y de pasión, y, ya en pie, la levantaba del suelo, con el irresistible impulso amoroso que no calcula los actos.

Don Victoriano, al ver entrar en su aposento a la niña, blanca como la cera, casi lívida, despidiendo fuego por los ojos, en una de esas actitudes de horror que ni se fingen ni se imitan, saltó de la cama donde, despierto, fumaba un puro... La niña le decía con voz ahogada:

-¡Ven, papá!... ¡Ven, papá!

¿Qué pasaría por la mente del padre? Jamás se supo el porqué siguió a la niña, sin dirigirla ni una leve pregunta. En el umbral del salón, detúvose el grupo... Nieves exhaló un chillido altisonante, y Segundo, con hermoso arranque varonil y apasionado, la escudó con su cuerpo... Defensa innecesaria ya. La figura de hombre detenida en la puerta no amenazaba: lo que de ella infundía miedo, era cabalmente su actitud de estupor y anonadamiento: parecía un cadáver, un espectro abrumado de desesperación impotente. El rostro, más que amarillo, verde; los ojos abiertos, nublosos y fijos; las manos y rodillas trémulas... Aquel hombre hacía vanos esfuerzos para hablar; la parálisis empezaba por la lengua: inútilmente intentaba revolverla en la boca, formando sonidos... ¡Lucha horrible! Pugnaba la frase por salir de los labios, y no salía: la faz, de lívida, pasaba a roja, congestionándose, y la niña, abrazando la cintura de su padre, viendo aquel combate de la inteligencia con los órganos, gritaba:

-¡Socorro! ¡Socorro! ¡Se muere papá!

Nieves, sin osar acercarse a su marido, pero comprendiendo que en efecto algo grave le sucedía, chilló también pidiendo socorro. Y fueron apareciendo por las puertas Primo Genday en mangas de camisa, Méndez con un pañuelo de algodón atado sujetando las orejas, Tropiezo con los pantalones a medio abrochar...

Segundo, silencioso, quieto en mitad de la sala, no sabía qué hacer de su persona: el irse, era desairado; el quedarse... Tropiezo le sacudió:

-Anda, chico, volando a Vilamorta... Dile a Doroteo el del coche que salga a Orense y traiga un médico de allá, el de más nombre... ¡Yo no quiero este tropieciño! -indicó guiñando un ojo-. Corre, disponte.

El Cisne se acercó a Nieves, que derrumbada en el sofá, lloraba, con su fino pañuelo apoyado sobre la boca.

-Me mandan a buscar un médico, Nieves. ¿Qué hago?

-¡Vaya usted!

-¿Vuelvo?

-No... déjeme usted por Dios... ¡Que venga, que venga el médico! -Y sollozó más fuerte.

* * *

Por pronto que anduvo, hasta la madrugada del día siguiente no llegó el facultativo a las Vides. Opinó que el caso no era extraordinario: la diabetes suele terminar así, con parálisis seguida de derrame seroso: una de las complicaciones más frecuentes en tan temible enfermedad... Añadió que era conveniente trasladar a Orense al enfermo, con precauciones. La traslación se hizo sin grandes dificultades, y don Victoriano aún vivió unos días. A las veinticuatro horas de su entierro, Nieves y Victorina, rigurosamente enlutadas, salieron para la corte.




ArribaAbajo- XXIII -

Sobre Vilamorta ha caído el negro cortinaje del invierno. Llueve, y por la calle principal y la plaza, empapadas y cubiertas de sucio barro, sólo cruza, de tiempo en tiempo, algún campesino invisible bajo su capa de juncos, jinete en un rocín cuyas herraduras baten el suelo y alzan un chapoteo de fango. Ya no hay fruteras, por la plausible razón de que tampoco hay fruta: todo está solitario, húmedo, enlodado y mohoso. Cansín, con zapatillas de orillo y bufanda, se pasea sin cesar ante su puerta por evitar los sabañones; el alcalde aprovecha un reducidísimo soportal que hay frente a su casa para entretener la tarde, dando diez pasos hacia arriba y diez hacia abajo, patear muy fuerte y calentarse los pies; ejercicio sin el cual afirma que no digiere.

¡Ahora sí, ahora sí que la pobre villita está muerta! Ni agüistas, ni forasteros, ni ferias, ni vendimias... Una paz, un abandono de cementerio y una humedad tan terca, que deja rastros verdes en los sillares de las casas en construcción. Las villitas así, en invierno, son capaces de producir murria al más alegre: son la raíz cuadrada del fastidio, la quintaesencia del esplín, la desidia de peinarse, la pereza de vestirse, la interminable noche, el aguacero terco, el frío lúgubre, el aire color de ceniza y el cielo color de panza de burro...

En medio de aquella especie de sueño letárgico que duerme Vilamorta, hay, sin embargo, unos seres felices, unos seres en la plenitud de su ventura, aunque próximos a concluir su existencia del más trágico modo: seres que, con sólo el instinto natural, han adivinado la moral de Epicuro y la practican, y comen y hozan y se regodean, y no temen a la muerte ni piensan en la inexplorada región cuyas puertas se abren al morir; seres que gozan en recibir el agua llovediza en su estirado pellejo; seres para quienes el lodo es baño deleitosísimo donde muy gustosos se chapuzan y revuelcan, abandonando la incomodidad y estrecho de sus cubiles y pocilgas. Ellos son, en esta época del año, dueños y señores indiscutibles de Vilamorta: ellos, los que con sus fastos y hazañas dan pábulo a la conversación de las boticas y entretienen las veladas familiares, en que se discute su respectiva corpulencia y se les estudia desde el punto de vista de sus cualidades propias, trabándose acaloradas discusiones acerca de si la oreja corta o larga, el rabo bien enroscado, la pezuña más o menos recogida y el hocico más o menos agudo, prometen carne más suculenta y grasa más copiosa. Hácense comparaciones: el marrano del Pellejo es soberbio como tamaño, pero sus carnes de un rosa erisipelatoso y su bandullo inmenso y fofo delatan al cerdo de fibra muelle, mantenido con despojos de tahona: cochino soberbio, el del alcalde, cebado con castaña: algo más chico, pero ¡qué jamones ha de tener!, ¡qué jamones!, ¡qué tocinos!, ¡qué lomos, que dan ganas de sentarse en ellos! Ese será el cerdo de la temporada. Sin embargo, hay quien afirma que el superior, el soberano marranil de Vilamorta, es la cerda de la tía Gaspara, la de García. Las ancas de tan magnífico bestión parecen una carretera: ya ha estado a punto de ahogarse con su propia gordura: sus glándulas mamarias tocan con las pezuñas y besan el barro de la calle. ¿Quién puede calcular las libras de grasa que rendirá, ni las morcillas que se llenarán con su sangre y la longaniza que saldrá de sus asaduras?

Cesa de llover una semana; arrecia el frío; cae helada y la escarcha se deposita en tersos cristales sobre las yerbas de los linderos y endurece la tierra... Es la señal de la hecatombe, a la cual todos los auspicios son favorables, pues además del frío, es cuarto creciente de luna; que si fuese menguante, menguaría la carne muerta... Ha llegado la hora de empuñar el cuchillo. Y en las largas noches de Vilamorta se oyen a la hora menos pensada desaforados gruñidos: primero de furor, que indican la impotente rabia de verse sujeto al banco, y revelan en el enervado cerdo doméstico la prole del jabalí montés; luego de dolor, cuando la cuchilla penetra al través de los tejidos; un grito casi humano, de suprema agonía, cuando la hoja se hunde en el corazón; y, por último, una serie de quejidos desesperados, que van debilitándose al paso que la fuerza y la vida se escapan envueltas en el caliente chorro sanguíneo...

Ocurría este drama espeluznante en casa del abogado García a las once de una glacial y serena noche de diciembre. Las niñas, locas de gozo, muertas de curiosidad, se atropellaban alrededor del agonizante cerdo, en cuyo corazón y garganta sepultaba el cuchillo el matachín, de arremangados brazos. Segundo, encerrado en su dormitorio, tenía delante pliegos de papel más o menos emborronados... ¡Hacía versos! Mas como llegase hasta él el ruido de la tragedia, soltó la pluma con desaliento. Había heredado de su madre un profundo horror al espectáculo de la matanza: a su madre solía costarle diez o doce días de padecimientos, en que no probaba bocado, asqueada por la vista de la sangre, de los intestinos y vísceras, tan semejantes a intestinos y vísceras humanas, por el olor groseramente aperitivo y excitante del mondongo y de las especias, por las pingüedinosas moles de tocino pendientes del techo... Aborrecía Segundo hasta el nombre del cerdo, y en el estado enfermizo de su ánimo, en la excitación nerviosa que le consumía, era para él no imaginado suplicio el no conseguir poner el pie fuera de casa sin tropezarse, sin enredarse en los malditos y repugnantes animales, o ver, a través de las puertas entreabiertas, trozos de sus cadáveres suspendidos en garfios. Todo Vilamorta trascendía a muerte de cerdo, a vaho de mondongada: Segundo no sabía ya dónde meterse, y se acuartelaba en su aposento con las puertas y las ventanas bien cerradas, aislándose del mundo exterior, para vivir con sus sueños y fantasías en un país donde no había marranos y sólo existían pinares, flores azules, precipicios... ¡Insuficiente precaución para librarse del tormento de aquella época brutal del año, puesto que el drama de la glotonería y de la materia le asediaba allí, en su misma casa!... El poeta cogió el sombrero y salió de estampía. Necesitaba huir donde no oyese aquellos gruñidos, ni le envolviesen aquellos olores. Pasó de largo por el zaguán, cerrando los ojos para no ver, a la luz del candil que sustentaba una de las chiquillas, a la tía Gaspara con su brazo de esqueleto desnudo hasta el codo, agitando en un barreñón un líquido rojo y espumante. Al ver salir a Segundo, las hermanas soltaron el trapo riéndose a carcajadas, y le llamaron ofreciéndole regalos grotescos, innobles despojos del moribundo...

Leocadia no se había acostado: sentíase indispuesta, y dormitaba envuelta en un gran mantón, transida de frío; prestamente abrió la puerta a Segundo, preguntándole alarmada si le sucedía algo. Nada, a la verdad... En casa de Segundo estaban matando el cerdo: noche toledana; no le dejarían dormir... Hacía además tanto frío aquella noche... que se encontraba no muy bien, así como pasmado... Que le hiciese una tacita de café, o mejor un ponche de ron...

-Las dos cosas, corazón. Enseguidita.

Recobró Leocadia su actividad y brío como por ensalmo. Pronto ascendió de la ponchera la llama color de zafiro del ponche; a su reflejo traidor, la cara de la maestra parecía muy demacrada. Faltábale aquel aspecto saludable, aquel tono suyo, moreno caliente, como de corteza de pan. La madurez femenina, la crisis fatal de los últimos años de amor, se leía en el semblante empalidecido, en el brillo febril de la mirada, en el cárdeno tinte de los labios. Sobre la prosa de sus facciones vulgarísimas imprimía el dolor sello casi poético; como había enflaquecido, resultaban mayores sus ojos; ya no era la mujerona de buenas carnes, limpia y fresca de boca, que picada de viruela y todo aún arrancaba al tabernero un requiebro bestial; abrasábala el fuego interior de una pasión postrera, la más poderosa, la que ni vence la razón, ni borran los años, ni puede cambiar de objeto; la que hinca sus garras en las entrañas y no suelta la presa sino cuando ya la ha matado.

Y tenía esta pasión tan extraño carácter, que siendo insaciable, volcánica, desesperada, lejos de dictar a Leocadia actos de violencia y arrancarle rugidos de leona, le inspiraba una abnegación y generosidad sin límites, suprimiéndole por completo el egoísmo. Horribles habían sido para ella los días del verano, las vendimias, todo el tiempo en que apenas veía a Segundo, en que le constaba que no se acordaba de ella, que se consagraba a otra mujer; ¡y sin embargo, ni salió de su boca una palabra de celos, ni un reproche, ni le pesó de haber dado a Segundo el dinero; y al ver al poeta era su alegría tan franca, tan grande, que borraba como por magia todos los sufrimientos y los compensaba con creces!

Ahora existía un motivo más para que ella se desviviese por el poeta. Tampoco él andaba bueno. ¿Qué le dolía? Ignorábalo él mismo. Mal del espíritu, nostalgia, murria, ahogo producido en sus pulmones de soñador por el mezquino ambiente que respiraba... Constante inapetencia, negra melancolía, el estómago fatigado, los nervios como cuerdas de guitarra... Y no era su pasión por Nieves como la de Leocadia, de esas que absorben el ser todo, interesan el corazón, atenacean la carne y subyugan el alma; Nieves sólo vivía en su cabeza, en su amor propio, en sus facultades líricas, en sus desvaríos románticos, generadores eternos de la ilusión. Nieves encarnaba en forma visible, gentil y halagüeña, sus ansias de gloria, su ambición artística.

Leocadia sirvió el ponche y el café, y como le temblaba la mano de placer y emoción, dejó caer el líquido hirviente, quemándose un poco: mas no hizo caso de la quemadura y siguió tan solícita, cuidando, como siempre, de que todo estuviese a la perfección. Para hablar con el poeta de algo que le agradase y divirtiese, le preguntó por el tomo de poesías que traía entre manos y debía extender su fama lejos de Vilamorta así que se imprimiese en Orense... Segundo no se mostró entusiasmado con tal perspectiva.

-En Orense, mujer... en Orense... ¿Sabes que he mudado de idea? O lo imprimo en Madrid... o no lo imprimo: poco perderán con eso las musas españolas.

-¿Y por qué no te gusta ya imprimirlo en Orense?

-Verás... Le sobra razón a Roberto Blánquez, que me lo aconseja desde Madrid... Ya sabes que ahora Roberto está allá, empleado... Dice que las obras impresas en provincias no las lee nadie; que él ha visto el desprecio con que se miran allí las que traen pie de imprenta de fuera de la corte... Que además aquí tardan un siglo en imprimir un tomo, y salen plagados de erratas, y con una forma tan fea... En fin, que no gustan... Y para eso...

-Pues a Madrid con el libro; ¿qué importa?

-Chica... Roberto me asusta con los precios de las ediciones... Parece que la broma cuesta un ojo de la cara... No hay editor que compre versos, ni siquiera que vaya a medias con el autor...

No contestó Leocadia, limitándose a sonreír. Tenía la salita aspecto de íntimo bienestar: aunque el invierno había despojado de sus encantos al balcón, poniendo amarillas las albahacas y mustios los claveles, allí dentro el gorgoteo de la cafetera, el vaho alcohólico del ponche, la quietud, el solícito cariño de la maestra, todo parecía templar y suavizar el ambiente. Segundo sentía apoderarse de su cuerpo un sopor grato.

-¿Me das una manta de tu cama? -dijo a la maestra-. Hoy en mi casa no hay medio de descansar, mujer... Yo reposaría un poco aquí en este sofá.

-Tendrás frío.

-Estaré en la gloria. Anda.

Leocadia salió y volvió arrastrando con gran esfuerzo un objeto pesado, enorme: un colchón. Después trajo la manta; luego, fundas. Total, una cama de veras. Para lo que faltaba, las sábanas no más... ¡Bah! También las trajo.




ArribaAbajo- XXIV -

No vaciló Leocadia al día siguiente. Sabía ya el camino y fue derecha a casa del abogado. Este la recibió con el entrecejo fruncido. ¿Pensaban que fabricaba moneda? Leocadia ya no tenía bienes que empeñar; los que llevaba valían tan poca cosa... Si se resolvía a hipotecar la casa, él hablaría con su cuñado Clodio que tenía ahorros y ganas de una finca así... Leocadia exhaló un suspiro de pena. Sucedíale lo contrario que a los campesinos: ningún apego a los terrones; ¡pero la casita! ¡Tan limpia, tan mona, tan cómoda, hecha a su gusto!

-Psh... con abonar el importe de la hipoteca... la recobra usted en seguida.

Dicho y hecho. Clodio aflojó la mosca, lisonjeado con la esperanza de adquirir por la mitad de su valor un nido tan cuco, donde acabar su vida solterona. De noche, Leocadia pidió a Segundo que le enseñase el cuaderno de sus poesías y le leyese algunas. Hablábase mucho allí, con reticencias y alusiones trasparentes, de ciertas flores azules, de las voces de un pinar, de un precipicio y de otras varias cosas que bien entendía Leocadia no eran inventadas, sino que tenían su clave en pasados y para ella misteriosos acontecimientos. La maestra adivinó una historia de amor, cuya heroína sólo podía ser Nieves Méndez. Pero lo que no podía entender ni explicarse, era cómo estando ya la señora de Comba viuda y libre para premiar el amor de Segundo, no lo hacía inmediatamente... Los versos revelaban profundo desaliento, ardiente delirio amoroso y lían... A arrancarlas pronto. Todo era por bien del chico, por hacerle hombre, para que hoy o mañana...

Celebró Leocadia dos o tres conferencias con Cansín, que tenía en Orense un primo, dueño de un establecimiento de paños; y Cansín, encareciendo mucho su alta influencia y la importancia del favor, dio a la maestra una carta de recomendación eficaz. Fue Leocadia a la capital, vio al patrón, y estipularon las condiciones de la admisión de Minguitos. Le mantendrían, le lavarían la ropa, y le harían algún traje de los retales de paño que quedasen por el almacén... Pagar no le pagarían nada, hasta que supiese bien el oficio, allá a la vuelta de un par de años... ¿Y era muy jorobado?, porque eso le gusta poco a la clientela... ¿Y era honradito? Nunca le había cogido a su madre dinero de los cajones, ¿verdad?

Leocadia volvió con el alma empapada en acíbar. ¿Cómo se lo decía a Minguitos y a Flores? ¡Sobre todo a Flores! Imposible, imposible: armaría un escándalo que alborotase a la vecindad... Y había prometido llevar a Minguitos sin falta a su puesto el lunes próximo... Ideó una estratagema. Afirmó que estaba en Orense una parienta suya, y que le llevaba el niño para que le conociese: pintó la expedición con risueños colores, a fin de que Minguitos creyese que iba a divertirse... ¿No tenía ganas de ver otra vez a Orense? Pues es un pueblo magnífico: ella le enseñaría las Burgas, la Catedral... El niño, con su horror instintivo a los sitios públicos, al trato con hombres, meneaba tristemente la cabeza; y en cuanto a la vieja criada, como si algo rastrease, estuvo furiosa toda la semana. Cuando llegó el domingo y se metieron madre e hijo en el coche, al subir al estribo, Flores se arrojó al cuello de Minguitos y le dio un abrazo trémulo y senil de abuela chocha, babándole el rostro con el besuqueo de sus arrugados labios... Después se pasó el día sentada en el umbral de la casa, murmurando en alta voz palabras de sorda cólera o de cariñosa lástima, apretándose la frente con ambas manos, en desesperado ademán.

Leocadia, ya en el coche, trató de convencer a su hijo y le describió la buena vida que le esperaba en aquel precioso establecimiento, situado en lo más céntrico de Orense, tan entretenido, donde tendría poco trabajo y la esperanza de ganar, hoy o mañana, algún dinerito suyo... A las primeras palabras, el niño fijó en su madre los ojos atónitos, en los cuales, poco a poco, la inteligencia se abrió paso... Minguitos solía comprender a media palabra. Bajó la cabeza y, arrimándose a su madre, se recostó en su regazo. Como callaba, Leocadia le preguntó:

-¿Qué tienes? ¿Te duele la cabeza?

-No... déjeme dormir así... un poquito... hasta Orense.

Permaneció, en efecto, quieto y callado y, al parecer, dormido, acunado por el traqueteo del coche y el ruido ensordecedor de los cristales. Al llegar a la ciudad, Leocadia le tocó en el hombro:

-Ya estamos...

Saltaron del coche y sólo entonces notó Leocadia que tenía el regazo húmedo y que allí donde se había apoyado la frente del niño, resbalaban sobre el merino negro dos o tres irisadas gotas de agua... Pero al verse entre gente desconocida, en el lóbrego almacén, abarrotado de piezas de paño oscuro, la actitud del jorobado dejó de ser resignada: cogiose a su madre con desesperado impulso, exhalando un solo grito, resumen de todas sus quejas y afectos:

-Maaamá... maaamá...

Aquel grito aún lo oía dentro de su corazón Leocadia cuando, de regreso a Vilamorta, vio a Flores que la acechaba en la puerta. Acechar es la palabra exacta, pues Flores se lanzó sobre ella como un perro de presa, como una fiera que reclama y exige su cría. Y lo mismo que el hombre furioso arroja contra su adversario cuanto a mano encuentra, así Flores derramó sobre Leocadia toda clase de denuestos, de bárbaras y de satinadas injurias, gritándole con su voz balbuciente de vejez y odio:

-¡Ladrona, ladrona, infame! ¿Dónde tienes a tu hijo, ladrona? ¡Anda, borracha, mala mujer, anda a beber licores... y tu hijo puede ser que se esté muriendo de hambre! Perdida, loba, falsa, ¿y el chiquillo? ¿Dónde está, ángel de Dios? ¿Dónde lo tienes, bribona, que rabiabas por librarte de él para quedarte con el otro señorito de morondanga? ¡Loba, loba, que aun las lobas quieren a los hijos! ¡Loba, lobona... si tuviese un fusil, tan cierto como estoy aquí que te cazaba con perdigones!

Pálida, con los ojos enrojecidos, Leocadia extendió las manos para tapar la boca a la frenética vieja: pero esta, con sus desdentadas encías, apretó aquellas manos, dejando en ellas la baba de su cólera; y mientras la maestra subía la escalera, la vieja iba detrás, fatídica, murmurando en voz sorda:

-Nunca bien te ha de querer Dios, loba... Dios te castigará y la Virgen Santísima... Anda, anda, regodéate porque hiciste tu voluntad... Maldita seas, maldita seas... maldita, maldita...

La maldición estremeció a Leocadia... La casa, con la ausencia de Minguitos, parecía un cementerio: Flores no había preparado comida, ni encendido luz... Leocadia, sin ánimos para hacerlo, se echó en la cama vestida, y más tarde se desnudó y acostó sin probar bocado.




ArribaAbajo- XXV -

¡Con qué interés leía Segundo las cartas de Roberto Blánquez durante aquella temporada en que le daba noticias de su libro! Roberto tenía algunos años más que el Cisne: no tantos que les impidiesen haber sido muy amigotes allá cuando estudiantes; pero suficientes para que Blánquez conociese algo más el mundo y pudiese servir al poeta de guía y mentor. También Blánquez había tenido su época de cisne, rimando versos gallegos; ahora se dedicaba a la prosa de un humilde empleíllo y hacía artículos de carácter administrativo; Madrid le ilustraba; y con la penetración natural e ingénita en quien tiene en sus venas sangre gallega de las rías, iba conociendo la vida práctica... Profesaba a Segundo fanática admiración y cariño verdadero, de esos que se forman en las aulas y duran siempre. Segundo le escribía con absoluta confianza: unas primas de Blánquez eran amigas de la madre de Nieves Méndez, y por tal conducto sabía el poeta algo de su dama. No ignoraba Blánquez los episodios del verano. Y solía dar en los primeros tiempos noticias muy satisfactorias. «Nieves vive retiradísima... Me enteraron mis primas... Apenas sale sino a misa... La niña no está buena... Dicen los médicos que es el desarrollo... La van a llevar a un convento del Sagrado Corazón, para educarla. ¡La madre dicen que está guapa, chico! Parece que quedaron muy bien de intereses... El libro no tardará ya mucho... Ayer escogí el papel para la tirada, y el de los cien ejemplares de lujo en papel de hilo... Los caracteres serán elzevirianos, que es lo más de moda... La portada... ahora se hacen preciosas a seis tintas... ¿Quieres que represente una cosa bonita, algo alegórico?»... Así por este estilo eran las cartas de Roberto, manantial de ensueños, alimento único de la fantasía de Segundo en aquel largo invierno, tétrico y oscuro, en aquel ignorado rincón, en la prosa de su casa, en los recuerdos de su malograda empresa amorosa.

Corría marzo, mes ambiguo, de agua y sol, en que ya la primavera se anuncia con abundancia de violetas y prímulas, y el frío empieza a disminuir, y por el cielo, de un azul de acuarela, flotan como jirones de lino blancas nubes, cuando Segundo recibió esa cosa inefable, que hace palpitar de júbilo y de ansiedad y de inexplicable temor el corazón del hombre; esa cosa sólo comparable, por las sensaciones que produce, al hijo primogénito recién nacido: ¡el primer libro impreso! ¡Parecíale un sueño que estuviese allí el libro, allí, delante de sus ojos, en sus manos, con la cubierta blanca satinada donde el dibujante había entrelazado graciosamente, alrededor de un grupo de pinos, unos cuantos tallos floridos de no me olvides; con su papel color garbanzo, que hacía parecer antigua y rancia la edición, y encabezadas las composiciones con tres misteriosos asteriscos! Al ver allí sus versos, limpios de borrones, nítidos, correctos, con el pensamiento destacado por la enérgica negrura de la tinta sobre la página clara, daban ganas de creer que habían nacido así, tan fáciles y con tan adecuados consonantes y sin enmiendas ni ripios.

A Leocadia la conmovió el libro, más todavía que al autor. Rompió la maestra en copioso llanto de gozo. ¡Era la gloria de su poeta, obra suya en cierto modo! Por dos o tres días anduvo contentísima, olvidando las malas nuevas que le traía Flores de Orense todos los domingos; de Orense, adonde Leocadia no se atrevía a ir por temor a ceder a los ruegos, y ablandarse ante las súplicas del niño, pero donde latían aquellas fibrillas de su corazón que aún destilaban sangre, y que Flores torturaba con el relato de los sufrimientos de Minguitos, cada vez más desmejorado, siempre quejándose de que en el almacén se mofaban de él y le echaban en cara su joroba.

¡Enigmas del corazón humano! Segundo, que desdeñaba el lugar de su nacimiento; que creía y no se equivocaba, que en Vilamorta no existía persona alguna capaz de aquilatar el mérito de una poesía, no pudo, sin embargo, dejar de ir una noche a casa de Saturnino Agonde, y sacando negligentemente del bolsillo el tomo, echarlo sobre el mostrador diciendo con fingida indiferencia:

-¿Qué te parece esta impresión, chico?

Al punto se arrepintió de semejante debilidad, tantas fueron las tonterías y patochadas que el elegante tomo inspiró a la irreverente tertulia. ¡Nunca lo hubiera enseñado! En fin, él se tenía la culpa. ¡Si el público no le trataba mejor que sus conciudadanos!... Nunca es dueño el hombre de prescindir por completo de la atmósfera que respira: siempre ha de interesarle aquel horizonte que ve. Por poca importancia que concediese Segundo al dictamen de los vilamortanos, y aunque ciertamente su aprobación no lograría enorgullecerle, su inepta befa le ulceró y enconó el alma... Retirose a su casa lastimado y dolorido. Pasó una noche febril, de esas noches en que se conciben magnos proyectos y se adoptan resoluciones decisivas.

Las condensaba en su carta a Blánquez... Este no contestó a vuelta de correo: pasaron días y días, y Segundo fue todas las mañanas a la estafeta, recibiendo siempre la misma respuesta lacónica... Por fin le entregaron una carta voluminosa, certificada.




ArribaAbajo- XXVI -

Al abrirla cayeron varios números de periódicos, donde señalados con una cruz de tinta estaban los párrafos en que se hablaba del libro recién impreso, del tomo de poesías titulado Cantos nostálgicos, que tal nombre dio en la pila Segundo a sus renglones desiguales.

Venía también una carta de Roberto, de cuatro carillas... Era su contenido tan importante para Segundo, de tal manera había de pesar y ejercer influencia en su porvenir lo que aquellas letras contuviesen, que las dejó a un lado, temeroso, sin saber por qué, de leerlas, queriendo dilatar lo que tanto deseaba... Veía la carta abierta, y le saltaban a los ojos ciertos nombres, ciertas palabras repetidas... Allí se nombraba muchas veces a la viuda de Comba... Para dominar su turbación, puramente nerviosa, recogió los periódicos, y se determinó a leer antes lo que traía la señal de la cruz... Recorrió el vía-crucis, en toda la extensión de la palabra.

El Imparcial daba un estrepitoso bombo al país gallego, y para probar que en él nacen poetas con la misma facilidad que exquisitas pavías y bellísimas flores, citaba, sin nombrarle, al autor de Cantos nostálgicos, lindo tomito acabado de poner a la venta. Y ni una línea más, ni una apreciación crítica, ni un leve indicio de que nadie, en la redacción del popular diario, se hubiese tomado el trabajo de cortar las páginas del tomo. El Liberal, mejor informado, aseguraba en tres renglones que los Cantos revelaban en su autor gran facilidad para versificar. La Época, en lo más rezagado de su sección de Libros nuevos, alababa la elegancia tipográfica del libro; no aprobaba el sabor romántico del título y la portada; y, de refilón, lamentaba, que la musa del poeta fuese la infecunda nostalgia, habiendo por ahí tantas cosas sanas, alegres y fecundas que cantar. El Día...

¡Ah! Lo que es en El Día le pegaban a Segundo un varapalo en regla; pero no de esos varapalos sañudos, intencionados, enérgicos, en que se toma la vara a dos manos para deslomar a un adversario fuerte y temible, sino un latigazo de desprecio, un capirotazo con la uña, como el que se da a un insecto cuando molesta; una de esas críticas sumarias, que el crítico no se toma el trabajo de fundar y razonar por ser tan evidente lo que dice, que no requiere demostración: una ejecución capital por medio de dos o tres chistes, pero de las que acaban con un autor novel, le hunden, le relegan para siempre a los limbos de la oscuridad... Venía el crítico a decir que hoy, cuando los versos magistrales carecen de lectores, es lástima grande hacer gemir las prensas con rimas de inferior calidad; que hoy, cuando Bécquer pertenece ya al número de los semidioses de la poesía, habiendo ingresado en el panteón de los inmortales, es pecado que se le falte al respeto imitándole torpemente, y estropeando y contrahaciendo sus pensamientos mejores; y por último, que es de sentir que jóvenes muy estimables, dotados quizá de felicísimas disposiciones para el comercio o para las carreras del notariado y farmacia, gasten el dinero de sus papás en ediciones lujosas de versos que nadie comprará ni leerá...

Debajo de tal filípica había escrito de su puño y letra Roberto Blánquez: «No hagas caso de este animal. Lee mi artículo».

Con efecto, en un periódico oscuro y subterráneo, de esos innumerables que ven la luz en Madrid sin que Madrid los vea, Blánquez vertía y desahogaba toda la bilis de su amistad y patriotismo herido, poniéndole al crítico las peras a cuarto, encareciendo el libro de Segundo y declarándolo digna pareja del de Bécquer, sólo que un poco más dulce, un poco más soñador y melancólico todavía, a fuer de hijo de un país hermoso cuanto desventurado, un país más bello que Andalucía, que Suiza y que todos los países bellos del orbe: acabando por decir que, si Bécquer hubiese nacido en Galicia sentiría, pensaría y escribiría como EL CISNE DE VILAMORTA.

Segundo cogió el manojo de periódicos y, mirándolo un rato con los ojos fijos y el gesto torvo, hízolo al fin pedazos, primero grandes, luego chicos, luego más chiquitos aún, que lanzó por la ventana y fueron a caer revoloteando, a manera de simbólicas mariposas, o plateados pétalos de la flor de la ilusión, al charco de lodo más inmediato... Segundo sonreía con amargura. Allá va la gloria... pensó. Ahora... creo que ya estoy más sereno... ¡Vamos a leer la carta!...

Lo importante de esta son ciertos trozos... adicionados con los comentarios que no en voz alta, sino mentalmente, hace el lector.

«Estuve, según tu encargo, en casa de la viuda de Comba, a entregarle el ejemplar que me remitiste tan cerradito y tan selladito... -¡Claro! Llevaba dentro una dedicatoria que no me gustaba que viese ella que podías haberla leído ...- Tiene una casa preciosa, con mucha cortina de seda y flores naturales. -Todo, todo lo suyo es así, delicado y bonito...- Pero tuve que ir dos veces o tres antes de que me recibiese, porque siempre era mala hora... -No recibirá ella a dos por tres al primero que se presente... -Por último, me recibió con un sin fin de etiquetas y cumplidos... Está muy guapa de cerca, aún más que de lejos; y parece mentira, chico, que tenga una niña de doce años: ella representa, lo más, veinticuatro o veinticinco... -¡Qué cosas me cuenta a mí Roberto! -Pues nada, en cuanto le dije que iba de parte tuya... -¡A ver!- se puso... ¿cómo te diré yo? -¡Ruborizada!-, disgustada y sobresaltadísima, chico; y además, tan seria, que yo me quedé volado y sin saber qué hacer... -¡Infame! ¡Infame! Temía que yo... A ver, concluyamos, concluyamos... -No quiso recibir el libro por más instancias que le dirigí... -¡Pero esto no se concibe! ¡Ah, qué mujer!... -porque asegura que le recordaría mucho este país, y el fallecimiento de su esposo, que Dios haya; y por consiguiente, te ruega que la dispenses... -¡Miserable! -de abrir el paquete... y de leer tus versos... y te da las gracias... -¡Ja, ja, ja! -¡Bravo! ¡Gran actriz!

»Yo, a pesar de todo, como tú me encargabas expresamente que se lo entregase, me propuse no volver a casa con él, y saludándola y tomando el sombrero dejé tu paquetito sobre un mueble; pero al día siguiente por la mañana ya lo tenía en casa, cerrado, lacrado, intacto... -Y yo no la arrojé al Avieiro aquel día en que nuestras bocas... ¡Estúpido de mí! En fin, acabemos...

»Ante esta conducta de la viudita, conjeturo que tú debes haber inventado todo aquello del precipicio y del balcón... me lo contarías para guasearte conmigo... o como eres así, tan loco, soñaste que te sucedió, y confundiste el sueño con la realidad... -Hace bien en mofarse.- De todos modos, chico, si la viuda te interesaba, no pienses más en ella... Sé de fijo, por mis primas, que lo saben con certeza por su padre, que al acabarse el luto se casa con un marqués de Cameros, que tuvo distrito en Lugo... -Sí, sí... comprendido.- La cosa no va de broma: ya le están bordando, según dicen mis primas, sábanas con corona de marquesa...».

La carta fue desgarrada con más lentitud que los periódicos, en trozos más menudos, casi en polvillo de papel... Con los restos hizo Segundo una bolita, y la despidió briosamente para que se hundiese muy adentro en el charco de lodo... ¡Es el amor!... pensó, riéndose a carcajadas.

Comenzó a pasearse por la habitación, primero con cierta monótona regularidad, después con desasosiego y furia. Clara, la hermana mayor, entreabrió la puerta del cuarto.

-Dice la tía Gaspara que vengas.

-¿A qué?

-A comer.

Segundo tomó su sombrero, y se lanzó a la calle, dirigiéndose a las orillas del río, presa del furor que las necesidades diarias de la vida causan a los que sufren algún violento choque moral, un desengaño.




ArribaAbajo- XXVII -

¡Qué paseo el suyo por las húmedas y encharcadas márgenes del Avieiro! Iba unas veces de prisa, sin causa alguna que le obligase a acelerar su marcha, y otras, también sin motivo, se paraba, quedándose con los ojos clavados en algún objeto; pero, en realidad, no viéndolo poco ni mucho... Un remordimiento, un pesar roedor, le mordía el corazón cuando recordaba el pasado: así como al naufragar un buque cada náufrago lamenta especialmente la pérdida de un objeto que a todos prefería, así Segundo, del ayer desvanecido ya, sólo echaba de menos un instante; un instante que quisiera a toda costa revivir; el del precipicio; el momento en que pudo conseguir digna y gloriosa muerte, arrastrando consigo al abismo la noble carga de sus ilusiones, y el cuerpo de una mujer que sólo en aquel minuto inolvidable pudo amarle de veras...

¡Cobarde entonces y cobarde hoy!, pensaba el poeta, llamando en su ayuda desesperadas resoluciones, y no encontrando el valor indispensable para abrazarse de una vez al agua fría y fangosa... ¡Qué horas! Borracho de dolor, se sentó en las piedras, a la orilla del río, mirando con idiota fijeza cómo las gotas de agua de lluvia, al ir cayendo en diagonal del cielo gris, hacían en el río unos círculos que trataban de prolongarse, y no lo conseguían, porque otros infinitos círculos iguales se tropezaban con ellos, y se mezclaban, y se deshacían, y se renovaban incesantemente, y volvían a nacer, y a confundirse, marcando en la sobrehaz del río unos dibujos ondulantes, muy parecidos a esa labor de la plata que llaman guilloché... No notaba siquiera el poeta que aquellas mismas gotas que sobre el Avieiro rebotaban espesas y frecuentes, descargaban también sobre su sombrero y hombros, escurrían a la frente, se introducían por el cuello, se colaban entre la ropa y la carne. Lo observó así que la demasiada frialdad le hizo estremecerse, levantarse y tomar a tardo paso el camino de su casa, donde ya todo el mundo había comido y nadie le ofreció una taza de caldo.

A los dos o tres días se le declaró una fiebrecilla, ligera al pronto, luego más grave. Tropiezo la calificó de gástrica y catarral, la sinceridad obliga a decir que le administró remedios no enteramente desacertados: esto de las fiebres gástricas y catarrales es para los médicos practicones una bendición de Dios, un campo glorioso donde suelen contar por victorias las jornadas; un camino trillado en que no corren riesgo de extraviarse. Por allí no se irá al desconocido polo de la ciencia, pero al menos no se va tampoco a despeñadero alguno...

Salía Tropiezo una noche de visitar a Segundo, e iba muy arrebujado en su bufanda. A la puerta misma del abogado, de entre la sombra que proyectaba el paredón contiguo, se destacó una mujer, en pelo, vestida con una bata vieja. Lo claro de la noche permitió a don Fermín ver sus facciones, y no sin trabajo reconoció a Leocadia, tal estaba la pobre maestra de desfigurada, mudada y envejecida. Se leía en su semblante la más viva ansiedad cuando preguntó al médico:

-¿Y qué tal, don Fermín? ¿Cómo le va a Segundo?

-¡Ah! Buenas noches, Leocadia... Sabe que al pronto no me hacía yo cargo... Bien, mujer, bien; no se apure. Hoy mandé que le diesen ya un pucherito y una sopa... No valió nada la cosa: una mojadura... Pero el rapaz es algo caviloso, y le entró tal tristeza y tal abatimiento, que pensé que nunca iba a volverle el apetito... En este tiempo hay que abrigarse: tenemos un día bueno y luego, cuando menos se piensa, carga el agua y el frío otra vez... ¿Y usted cómo lo pasa? Me dijeron que tampoco andaba buena... Hay que cuidarse, mujer.

-Yo no tengo duda, don Fermín.

-Pues más vale así... ¿Noticias del rapaz?

-Allá por Orense... el pobre... No se acostumbra.

-Ya se irá acostumbrando. Ya se ve... estaba hecho a los mimos... Vaya, Leocadia, abur. Váyase a su casa, mujer, váyase a su casa.

Don Fermín se alejó, subiéndose la bufanda hasta la nariz. Aquella mujer estaba loca: ¡pues no le había dado poco fuerte el cariño! ¡Y qué deshecha, qué acabada en meses! Las viejas aún se enamoran más que las rapazas. El había estado prudente, muy prudente, en no contarle los planes nuevos de Segundo... ¡Era capaz de allanar la casa si tal supiese! No, silencio, silencio. En boca cerrada no entran moscas. Que lo averiguase por otro lado, por él no. Y con tan sanas ideas y honrados propósitos, Tropiezo llegó a la tertulia de Agonde, y al cabo de un cuarto de hora de sesión desembuchó la nueva. Segundo García se marchaba a América a probar fortuna. Así que sanase del todo, por supuesto... Iría a la Coruña a tomar el vapor.

Fue ocasión propicia para que la tertulia en pleno lamentase una vez más el fallecimiento de don Victoriano Andrés de la Comba, protector y padre de todos los vilamortanos sin colocación, diputado útil y agente infatigable de la comarca... A vivir él, no se iría seguramente un muchacho de tanto mérito, un poeta -aquella noche toda la tertulia convenía en que Segundo tenía mérito y era poeta- a cruzar los procelosos mares en busca de una posición decente... Pero desde que le faltaba don Victoriano, Vilamorta carecía de eco en las regiones del favor y la influencia, pues el señorito de Romero, actual dueño del distrito, pertenecía a la raza de los diputados dóciles que no se imponen al Gobierno, que acuden a votar cuando se les llama, y se tasan a bajo precio, cotizándose apenas al de unos cuantos estanquillos y media docena de credenciales por legislatura... Agonde se desquitó aquella noche, espaciándose por el terreno de su conversación favorita, que era renegar del funesto influjo eufrasiano, culpable de que Vilamorta decayese y su juventud emigrase al Nuevo Mundo... El boticario expuso sus teorías: a él le gustaba que los diputados volviesen por el distrito: ¿de qué servían si no? Para él, el ideal del diputado era aquel famoso hombre político a quien el barbero del pueblo que representaba había pedido un destino, fundándose en que, por culpa del reparto de credenciales entre todas las personas de su posición del pueblo, no le quedaban ya parroquianos que afeitar, y se moría de hambre... En esto intervino el alcalde diciendo que él sabía de buena tinta que el señorito de Romero pensaba interesarse muy de veras por Vilamorta; lo confirmó el dulcero y algunos de los presentes, y promoviose un altercado que demostró de modo irrefragable que a diputado muerto no hay amigos, y que el nuevo representante del país tenía ya en el mismo foco de los antiguos radicales combistas sus paniaguados y devotos.




Arriba- XXVIII -

EL Cisne ha dejado su lago natal o mejor dicho, su charca: ha cruzado el Atlántico en alas del vapor. ¿Volverá algún día? ¿Regresará con el rostro amarillento, el hígado estropeado, con algunos miles de duros en letras, guardados en la cartera, a concluir sus días donde los empezó, así como el buque desvencijado por las tempestades viene a recibir la última carena en el astillero en que fue construido? ¿Le sorprenderá a la entrada del continente joven ese temeroso mal antillano, verdugo de los íberos que tratan de emular a Colón conquistando a América, el vómito negro? ¿Se quedará por las zonas tropicales arrastrando coche, unido en matrimonial vínculo con alguna criolla? ¿Llegará a presidir cualquiera de esas repúblicas minúsculas, donde los doctores son generales y los generales doctores? ¿Se curarán sus melancolías al salitroso beso del aura marina, al contacto de tierras vírgenes, al duro acicate de la necesidad que, empujándole a la lucha, le dirá: trabaja?

Acaso algún día narrará la historia las metamorfosis del Cisne, su odisea y sus vicisitudes; sólo que es necesario que corran los años, pues aún fue ayer, como si dijéramos, cuando salió de Vilamorta Segundo García, dejando a la maestra de escuela hecha un mar de lágrimas. Y esto de la maestra es el único cabo suelto de la crónica del Cisne que en la actualidad podemos recoger.

Mucho dio que hablar Leocadia en Vilamorta. Estaba enferma, según unos; según otros, arruinada; y según bastantes, no muy cabal de juicio. Viéronla rondar la casa de Segundo varias noches, durante la enfermedad del poeta; se aseguraba que había vendido sus bienes, y que tenía su casita hipoteca da a Clodio Genday; pero lo más extraño de todo, lo que acerbamente se censuraba, era el abandono en que dejaba a su hijo, después de haberlo cuidado y mimado tanto de pequeño, no yendo a verle ni un solo día a Orense, al paso que la vieja Flores iba sin cesar y a cada paso daba peores nuevas del chiquillo: que se consumía, que echaba sangre por la boca, que se moría de tristeza... que no duraría un mes... Leocadia, al oírlo, dejaba caer la barba sobre el pecho, y algunas veces se movían convulsivamente sus hombros, como si sollozase... Por lo demás, solía aparecer tranquila, aunque muy callada, y sin la actividad habitual en ella. Ayudaba a Flores en la cocina, atendía a las niñas de la escuela, barría, todo lo mismo que un autómata, y Flores, que la espiaba cruelmente para tomar nota de sus distracciones, se complacía en gritarle:

-Mujer, has dejado sucio este lado de la sartén... Mujer, no has cosido el roto de la saya... Mujer, ¿en qué piensas? Hoy voy a Orense; tienes tú que cuidar del puchero...

A fines del verano, Clodio pidió los réditos de su empréstito, y Leocadia no pudo pagarlos; por lo cual se le anunció que el acreedor estaba en su derecho al reclamar la finca previos los trámites legales. Fue aquel un golpe terrible para Leocadia.

Acontece a veces que un prisionero, insigne personaje, rey quizá, confinado por reveses de la suerte en estrecha mazmorra, despojado de sus grandezas, privado de cuanto constituía su dicha, pasa años sobrellevando con resignación sus males, aunque abatido, sereno... Y si un día, por un refinamiento de crueldad de los carceleros, se le quita a ese resignado preso un dije, un objeto, una fruslería con la cual llegó a encariñarse... el dolor contenido se desborda y sobrevienen los extremos de la desesperación. Algo parecido le sucedió a Leocadia, cuando supo que era preciso abandonar para siempre aquella casita amada, donde había pasado con Segundo horas únicas en su existencia; aquella casita dirigida por ella, reconstruida con sus ahorros; aquella casita limpia y primorosa ayer, todo su orgullo...

Flores la oyó muchas noches llorar a gritos; pero cuando alguna vez, movida a compasión involuntaria, entró la vieja a preguntarle qué sucedía, o si quería algo, Leocadia tapándose con la ropa solía responderle en voz sorda: -No tengo nada... mujer, déjame dormir... ¡Ni dormir me dejas!

Mostró aquellos días gran versatilidad e hizo mil planes; habló de irse a vivir a Orense, dejando la escuela y poniéndose a coser en casa; habló también de aceptar las proposiciones de Clodio Genday, que habiendo despedido a su criadita moza, no se sabe por qué, ofrecía a Leocadia tomarla de ama de llaves, con lo cual se quedaría en su propio domicilio, eliminando por supuesto a Flores. Todas estas resoluciones duraron breve tiempo, y fueron desechadas para adoptar otras no menos efímeras; y con la serie de proyectos y cambios, el tiempo se apresuraba y Leocadia se hallaría pronto sin asilo.

Un día de feria salió Leocadia a comprar diversas cosas que Flores necesitaba urgentemente: entre otras, un cedazo y una chocolatera nueva, porque la suya estaba ya inservible. El vaivén del gentío, los empujones de los vendedores, la luz clara del sol otoñal, le mareaban un tanto la cabeza, débil con las vigilias, con el poco comer y el mucho sufrir. Parose delante del puesto en que se vendían los cedazos. Era una especie de cajón de sastre, y allí se feriaban mil baratijas, cachivaches indispensables, como molinillos, sartenes, cazos, jeringas, aparatos de petróleo, y en una esquina, dos mercancías muy solicitadas del público en aquel país, consistentes en unos papelitos color de rosa claro, y blandos como el papel de estraza, y unos polvos blancuzcos, de un blanco sospechoso, parecidos a averiada harina. Leocadia fijó sus ojos en ellos, y al punto la vendedora, creyendo que los deseaba, empezó a ponderarle sus cualidades, explicándole que los retacitos rosa, humedecidos y puestos en un plato, no dejaban mosca que allí no feneciese, y que los polvos blancos eran séneca para matar ratones, dándosela en ciertas bolitas de queso bien preparadas... Como Leocadia le pidiese tanto así de los polvos, preguntándole cuánto costaban, la mujer alardeó de generosa, y cogiendo con una espátula un buen puñado de polvitos se lo entregó envuelto en un papel, por no sé qué friolera de cuartos. Poco, en efecto, valía la droga, común en el país, donde el arsénico, nativo abunda en los espatos calizos que forman una de las vertientes del Avieiro, y el ácido arsenioso, el matarratones, se vende libremente, más que en la botica, en las ferias. La maestra se guardó sus polvos, compró por deferencia media docena de papelitos rosas, y al volver a su casa, entregó puntualmente a Flores los objetos encargados.

Flores notó que después de comer se encerraba Leocadia en su dormitorio, donde la oyó hablar alto, como si rezase. Habituada a sus rarezas no lo extrañó. Terminado el rezo, la maestra salió al balcón, y estuvo un largo rato mirando los tiestos; pasó a la sala y contempló otra buena pieza el sofá, las sillas, la mesita, los lugares que recordaban su historia. En seguida la vio Flores penetrar en la cocina... La vieja aseguraba después -¿pero en tales casos, quién renuncia a preciarse de zahorí?- que ya le llamó a ella la atención aquel modo de entrar...

-¿Tienes ahí agua fresca?

-Sí, mujer.

-Dame un vasito.

Flores declaraba que al coger el vaso, la mano de la maestra temblaba como si tuviese alferecía; y lo más singular fue que, no llevando el vaso azúcar, Leocadia cogió una cuchara de boj y la metió dentro...

Sin embargo, hasta de allí a una hora u hora y media, no oyó Flores a Leocadia gemir... Se coló en el cuarto y la vio sobre la cama, con un color que ponía miedo; violentas náuseas levantaban su pecho acongojado, y tras de las náuseas y las arcadas y los convulsivos esfuerzos para vomitar, un frío sudor inundaba la frente de la enferma y se quedaba sin movimiento ni voz... Flores, espantada, salió corriendo en busca de don Fermín. Que se apurase, que esto no era de broma... Cuando vino don Fermín todo sofocado y preguntó:

-¿Pero vamos a ver, Leocadia, qué es esto? ¿Qué tiene, mujer?, ¿qué tiene?

Ella, entreabriendo sus dilatados ojos, murmuró:

-Nada, don Fermín... Nada.

A la cabecera de la cama estaba el vaso, sin agua ya, pero con una capa de polvos blancos adheridos al fondo y raspados a trechos por la cucharilla, pues el agua no había podido disolverlos y la maestra no quería dejarlos allí...

Conviene que también en esta ocasión declaremos que el insigne Tropiezo no dio ninguno en el expedito camino del tratamiento de tan sencillo caso. Ya había reñido Tropiezo algunas batallas más con aquella vulgar sustancia tóxica, y conocía sus mañas: acudió sin vacilar a los enérgicos vomitivos, al emético, al aceite... Sólo que el veneno, más listo que él, había pasado ya a la circulación, y corría por las venas de la maestra, helándolas... Cuando las náuseas y los vómitos cesaron, sobre la mortal palidez de Leocadia asomaron unas manchillas rojas, una erupción semejante a la escarlatina... Duró este síntoma hasta que vino la muerte a desatar aquel triste espíritu y emanciparlo de sus padecimientos, que fue al amanecer.

Poco antes de expirar, en un momento de calma, Leocadia hizo una señal a Flores, y le dijo al oído:

-Dame palabra... que no lo sabrá el chiquillo, ¿eh?... ¡Por el alma de tu madre no le digas... no le digas el modo de mi muerte!

Pocos días después, defendíase Tropiezo en la tertulia de Agonde, en la cual, por gusto de hacerle rabiar, le achacaban la desgracia de la maestra.

-Una, que me llamaron tarde, muy tarde, cuando ya la mujer estaba casi en la agonía... Otra, señores, que se tomó una cantidad de arsénico, que ni era tanta que la pudiese arrojar, ni tan poca que le produjese un coliquito y quedase despachada... Si tomase más, era más fácil gobernarlo, señores. En lo que no estuve muy acertado fue en no llamar antes al cura... Lo hice con buena intención, por no asustarla, y por si la íbamos sacando adelante... Cuando le pusieron la extrema, ya no daba a pie ni a pierna...

-¡De modo, murmuró malignamente Agonde, que con usted, o el cuerpo o el alma no se libran de un tropiezo!

Celebró la tertulia el dicho, y hubo chanzas fúnebres y frases compasivas. Clodio Genday, el acreedor de la difunta, se agitaba en el asiento. ¡Qué conversación más tonta! ¡Hablar de cosas alegres, canario!

Se habló, en efecto, de cosas alegres y satisfactorias: el señorito de Romero había ofrecido poner en Vilamorta estación telegráfica; y también se decía mucho en los papeles que la importancia vitícola del Borde reclamaba un ramal de ferrocarril, y pronto vendrían los ingenieros a estudiarlo.

La Coruña, septiembre de 1884