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El fruto del escándalo


El Café de Daoiz y Velarde, a que se refería Diego, estaba situado en el barrio de Avapiés; y, con efecto, durante nuestra época de extravagancia y misantropía fuimos allí algunas noches a estudiar filosóficamente el rostro y las costumbres de los malhechores de oficio, como íbamos luego a los hospitales a estudiar los cadáveres de sus víctimas.

-Vamos al Café de Daoiz y Velarde... -respondí, pues, amabilísimamente-. Tendré mucho gusto en recordar allí nuestra vida de hace dos años...

-¡Nunca debimos ir a otra parte! -replicó Diego con terrible ironía-. Aquél era el centro natural de los cómplices de Gutiérrez.

-¡Diego! ¡Por Dios!... -exclamé, sin poder dominarme-. ¡Ve lo que dices!

-Esto no es más que empezar... -respondió el infortunado con la más espantosa calma y mirándome por primera vez.

-Diego, ¿qué te he hecho yo? ¿Qué tienes? ¿Estás malo? -prorrumpí, colocándome delante de él y obligándolo a pararse.

Diego se subió el embozo de la capa hasta cubrirse todo el rostro, pero no sin dejarme ver primero la espantosa descomposición de sus facciones, su calenturienta mirada, su diabólica sonrisa.

-¡Vamos..., vamos adelante! -exclamó al mismo tiempo, apartándome con un brusco empellón y siguiendo su interrumpida marcha.

-¡Dios mío! -pensé-. ¿Si estará loco?

Diego adivinó mi pensamiento; y antes de que yo hubiera vuelto a echar a andar en pos de él, retrocedió hacia mí, desembozóse tranquilamente, y me dijo:

-No creas que estoy loco... ¡Lo he estado hasta ahora, desde el funesto día en que te conocí! Renuncia, pues, a ese pretexto para no seguirme, si, como no dudo, tienes miedo...

-¡Miedo yo! ¿De quién ni por qué?

-Miedo de mí, y miedo de tu propia conciencia. ¡Ah, mentecato!... ¡Tú mismo te has metido en la boca del lobo! ¡Verdad es que, de todas suertes, yo te hubiera buscado pasado mañana!... ¡Me faltaban dos días para ultimar tu proceso!

-¿Qué proceso? ¡Mira, Diego, que me estás matando! ¡Mira que no puedo más!... ¡Sólo a ti te aguantaría yo estas atrocidades, a que, por desdicha, me tienes acostumbrado! ¿Cuál es mi crimen? ¿No haberte visitado en ocho días? ¿Ser más dichoso que tú? ¿Deberte la felicidad? ¿Quererte con todo mi corazón?

-Sígueme..., sígueme... -fue su única respuesta volviendo a echar a andar con arrogancia.

Pero me pareció descubrir en su voz un asomo de enternecimiento y de cariño.

Lo seguí, y pronto llegamos al café.

La única sala que constituye aquel inmundo establecimiento estaba casi llena de hombres y mujeres de mala traza y peor vivir. En todas las mesas había vino o aguardiente. La atmósfera, enrarecida, pestilente y cargada de humo, apenas era respirable.

Nuestra presencia suspendió un momento los gritos, las reyertas y los chabacanos cantares de los concurrentes, que nos miraron como mirarán las arañas a las moscas que caen en sus redes.

Diego penetró hasta lo último de aquel antro, y como hubiese allí una mesilla desocupada, sentóse al otro lado de ella, dando la cara al público, con el aire de temeridad y desafío que le era habitual.

Yo me senté en frente de él, de espaldas a la concurrencia.

-¡Habla! -me dijo entonces el esposo de Gregoria-. ¿A qué ibas esta noche a casa de tu juez? ¿Ibas a darme dinero, como a Gutiérrez, para que ocultase al mundo tus infamias, o a engañarme con pérfidos discursos, como engañaste a Matilde, y luego a Gabriela, y hoy a don Jaime de la Guardia, y siempre a todo el que te ha tendido la mano? Habla, Fabián Conde: Diego el Expósito te escucha.

Estas horribles frases cayeron sobre mi cabeza como plomo derretido; pero temblaba de tal suerte aquel infeliz al tiempo de proferirlas, y daba muestras de padecer tanto física y moralmente, que aún hice un esfuerzo extraordinario y exclamé con afectuosa mansedumbre:

-¡Diego! Te juro por la memoria de mi madre que, si no he ido a verte desde que volviste a Madrid, no ha sido por falta de cariño...

-¡Ya lo sé..., señor conde!

-¡No lo sabes! -le interrumpí-. Tu crees que soy ingrato contigo, que la proximidad de mi enlace con Gabriela, las atenciones y obsequios que me prodiga hoy el mundo, la buena acogida que yo merezco a las familias honradas, la protección del Gobierno, el favor de mis conciudadanos, mi esperanza de ser diputado a Cortes, mi riqueza, que cada día va en aumento, la compañía y el aprecio de don Jaime...; en fin, tantas venturas y prosperidades como hoy me rodean, me han hecho olvidar que a ti te lo debo todo; y que tú has sido mi único amigo en los tiempos de desgracia; que, por defenderme, te hirieron en un desafío; que me salvaste la vida en una enfermedad; que me hiciste recobrar a Gabriela, y que has sido mi generoso fiador a sus ojos y a los de sus padres... ¡Cómo te equivocas, Diego!... Yo te quiero más que nunca; yo te daría mi propia felicidad a ser posible; yo no seré realmente dichoso mientras tú no estés bueno y contento...

-¡Silba, serpiente, silba! -dijo el infortunado, riéndose con amargura-. ¡Reconozco tu aciaga elocuencia!... Pero no esperes volver a engañarme...

-¡Engañarte!... ¿Para qué?

-Para que no te arranque la máscara que llevas hace un año... Para que siga siendo tu fiador y defensor ante el mundo...

-¡Vuelta a la misma! -respondí sentidamente-. Abusas mucho, mi querido Diego, del privilegio que te tengo otorgado de reprenderme y hasta de injuriarme cuando estás de mal humor... Dejémonos de dramas, y vamos al caso.

-¡Es que el caso puede ser tragedia!... -replicó él con acento lúgubre-. ¿Olvidas, por ventura, que yo sé que si eres conde, si eres rico, si puedes pronunciar tu apellido desde hace algunos meses, es en virtud de documentos apócrifos, de testigos falsos, de haber supuesto la muerte de Gutiérrez, de haber desfigurado, en fin, la verdadera historia de la muerte de tu padre?

-¿Y a qué viene eso ahora? -exclamé desdeñosamente-. ¿Te has propuesto plagiar a Lázaro? ¿Qué tiene que ver aquella historia con tu enojo?

-Tiene que ver... ¡y mucho! ¿No soy yo tu fiador para con Gabriela?

-Sí que lo eres... ¿Y qué?

-¡Que estoy repasando tu vida..., y me causa horror! ¡Ah, cuánta razón tenía Lázaro aquella noche! ¡Qué asqueroso fue tu pacto con Gutiérrez!

-¡Y tú me lo dices! ¡Tú, impugnador de los discursos de Lázaro! ¡Y me lo dices hoy!...

-¡Sí!¡Yo te lo digo!... ¡Yo, que he abierto los ojos a la luz; yo, que me he arrancado la venda del insensato cariño que me hacía transigir con todas tus iniquidades; yo, que estoy arrepentido y avergonzado de mi lenidad y tolerancia para contigo; yo, que pido perdón a los hombres por haberte amparado, como te amparé varias veces, contra su justa cólera!

-¡Repórtate, Diego, y tengamos la fiesta en paz! -repuse, conteniéndome únicamente en virtud de la sorpresa y la curiosidad que me causaban los discursos de mi antiguo cómplice-. ¿Qué te he hecho para que de pronto me prives de tu acostumbrada indulgencia, y me juzgues con esa severidad intempestiva? ¿Es que te has propuesto que riñamos? ¿Es que te lo ha propuesto... otra persona?

Diego eludió la pregunta y siguió diciendo:

-¡Ni creas que es de hoy el horror que me inspiras!... ¡Aun en los tiempos en que mi amarga misantropía celebraba ferozmente tus atentados contra la sociedad (de que me dabas cuenta diaria), causábame espanto el ver la frescura con que engañabas a los pobres y a los maridos que te admitían en su hogar; la crueldad con que los deshonrabas, por muy amigos tuyos que fuesen; tu satánica maestría para seducir y perder a las pobre hijas de Eva; tu aptitud para mentir, para jurar en falso y para faltar a tus juramentos; tu impiedad, tu egoísmo, tu falta de conciencia!...

Dominé otro impulso de ira y respondí:

-¡Todo eso es verdad!... ¡Todo eso y mucho más he hecho, por desventura mía! Pero no eres tú el llamado a echármelo en cara; ¡tú, el único hombre a quien he sido fiel y leal; tú, a quien he querido y quiero todavía con toda mi alma; tú, a quien nunca he engañado, a quien jamás engañaré...; tú, en fin, que puedes insultarme impunemente, como lo estás haciendo, cuando sabes que no me faltan corazón ni brazo para aniquilar a los que me injurian!...

-¡Me amenazas!... -bramó Diego con fiereza.

-¡No, Diego; no te amenazo..., sino que todavía te pido misericordia! ¡Explícate por piedad! ¡Sepa yo por qué estás así conmigo! ¡Algo debe de ocurrir más grave de lo que yo me figuraba! El no haberte visitado en ocho días no es motivo bastante para tanto enojo... ¡Habla de una vez! ¿Qué te han dicho de mí? ¿Qué te pasa? ¿Es que estás malo? ¿Es que la calentura te hace delirar?... ¡Yo no puedo creer que sin razón ni pretexto alguno hayas principiado a odiarme! ¡Oh, sí!...: tú estás enfermo... muy enfermo... En la cara se te conoce... Pero yo te cuidaré. Anda, vamos...; ven a mi casa... Tú necesitas tomar algo..., necesitas llorar..., necesitas que yo te haga reír... ¡Diego, hermano mío, desarruga ese entrecejo! ¿No me oyes? ¡Yo soy tu Fabián! ¡Yo soy tu amigo de siempre!

-¡Silba, serpiente, silba! -replicó el mísero con supersticioso acento-. ¡Así me atrajiste para morderme en mitad del alma!

-¡No soy yo la serpiente! -prorrumpí entonces a pesar mío-. La serpiente está más cerca de ti...

-¡Cuidado con lo que hablas! -repuso él, dando tal puñetazo en la mesa que todas las conversaciones del café volvieron a cesar por un momento.

-Quiero decir -añadí bajando la voz- que no tengo yo la culpa de que me aborrezca la mujer con quien te has casado...

-¡No la nombres! -rugió como un tigre-. ¡No la nombres, que tu boca la infamaría sólo con mentarla! ¡No la nombres, o te mato aquí mismo!

La sangre se me agolpó a las sienes...; pero todavía exclamé con un resto de prudencia:

-¡Diego! ¡Por Dios! ¡Advierte que nos están mirando, que nos están oyendo... y van a creer que soy un criminal..., que soy un cobarde!...

-Y creerán lo cierto y positivo.

-¡Diego!

-Creerán lo que han de saber muy pronto; lo que todo Madrid pregonará dentro de tres días. ¿No te he dicho ya que estoy terminando tu proceso? Gutiérrez vive... Gutiérrez debe de estar en Madrid... Mañana conoceré su guarida y lo delataré a los tribunales. Pagado este tributo a la justicia, y hechas otras reparaciones que me aconseja mi buena fe, llegará el momento de matarte con mis propias manos.

Faltóme la paciencia.

-¡Nada de eso harás, loco infame! -repuse con voz sorda, pero terrible-. ¡Nada de eso harás; porque, o me pides perdón ahora mismo, reconociendo la ingratitud de que estás dando muestras, o al salir a la calle te mataré como a un perro rabioso! ¡Basta de miramientos! Yo soy yo, y tú eres tú.

-¡Ahí te aguardaba! -replicó él, serenándose como por encanto-. ¡Eso es lo que se llama hablar en razón! Queda, pues, estipulado que nos batiremos a muerte... ¡Oh! ¡Bien sabe Dios que te doy las gracias! ¡No te creía tan valeroso!... ¡Temí tener que asesinarte! Conque no hay más que hablar; todo está arreglado; puedes irte cuando gustes... Pasado mañana te enviaré mis padrinos.

-¡Oh, no! ¡Esto no puede ser! -le respondí entonces con tal explosión de afecto, que se me saltaron las lágrimas-. ¡Tu locura es contagiosa, y me ha hecho desvariar a mí también!... Pero yo me arrepiento de todo lo dicho... Yo retiro mis palabras... Yo no quiero matarte, ni que tú me mates a mí... ¡Sería horrible! ¡Sería una atrocidad! ¡Sería una verdadera sandez sin fundamento alguno! ¡Sin fundamento alguno, Diego!... Créeme... Y, si no, mírame a la cara... ¿Ves como no te atreves a mirarme? Dime tus quejas... ¿Ves como no tienes ninguna?

-No vuelvas a suponer que estoy loco... -contestó Diego sosegadamente-. Es un recurso muy gastado que empeora tu causa. Yo estoy en mi cabal juicio, y prueba de ello es que, desde que me has ofrecido batirte conmigo a muerte, he recobrado la tranquilidad y te hablo con entera calma. Iba diciéndote, o pensaba decirte, que si no te he buscado antes que tú a mí, ha sido porque necesitaba arreglar las cosas de modo que, si me tocase morir en el desafío, no te quedaras riéndote y envenenando al mundo con tus perfidias. En efecto: necesito, no sólo denunciar a la justicia los crímenes (previstos en el Código) que cometisteis Gutiérrez y tú para apoderaros de la embargada hacienda del abominable general conde de la Umbría, sino también aconsejarle a Gabriela que no se case contigo, pues que yo retiro mi fianza; advertirle a don Jaime de la Guardia que tú manchaste el honor de su familia al escarnecer las canas de su hermano el general, y decirle, en fin, al público (por medio de un comunicado que pondré en todos los periódicos) que reniego de ti y de tu amistad; que me arrepiento de haber derramado mi sangre por ti; que todas las personas honradas deben evitar tu contacto como el de un leproso, y que, para impedir que sigas infestando el mundo con tu aliento, te he retado a singular combate, seguro de que Dios me ayudará a quitarte la vida. ¡No dirás ahora que estoy loco!... Conque, adiós, hasta pasado mañana.

Aterrado quedé al oír aquel plan, en cuyo satánico artificio vi la mano de Gregoria; y, no ya dejándome llevar de la ira, sino muy fríamente, conocí que no iba a tener más remedio que matar a Diego aquella misma noche si no conseguía que recobrase el juicio o recobrar yo su cariño y su confianza. De lo contrario, Gregoria había triunfado..., y ¡adiós para mí riquezas, honra, nombre, amor, felicidad, todo! ¡Todo, principiando por Gabriela, suprema aspiración de mi alma!

Decidí, pues, no omitir medio alguno a fin de reconquistar el corazón de mi amigo, bien que para ello tuviese que destrozárselo. ¿No estaba acaso resuelto a matar o morir por remate de aquella escena? Pues ¿qué me importaba ya todo lo demás?

-¡Detente! -le dije, en virtud de estas reflexiones, cogiéndole de un brazo y obligándole a sentarse de nuevo-. ¡Todavía no hemos concluido!

Aquella acción mía, tan desapoderada y violenta, y la siniestra expresión de hostilidad que debió de leer en mi rostro, asombraron un punto a Diego, paralizándolo completamente; pero no tardó en decir, tratando de volver a levantarse:

-¡Suelte usted! ¡Nuestros padrinos hablarán pasado mañana!

Mas yo le retuve en su asiento, poniendo sobre su hombro mi mano (incontrastable a la sazón como la de un Hércules), y exclamé con mayor furia:

-¡Te digo que no te vas!

-¿Cómo que no me voy?

-¡Como que no te vas! ¡Antes tienes que vomitar todo el veneno que llevas en las entrañas!

-¡Violencias a mí! -rugió Diego con voz sorda, pugnando inútilmente por escapar a la presión de mi mano y buscando con los ojos un arma, una salida, una defensa-. ¿Piensas acaso matarme?

-¡Te mataré si no me oyes! ¡Ya estoy yo loco también, y sabes que soy más fuerte y más valiente que tú!...

-Lo que eres es más desalmado. ¡En este momento tienes cara de asesino!

-¡Atención!... Los señoritos se pelean... Los señoritos vienen a las manos... -pregonaron en esto algunas voces con grosero júbilo.

Y volvió a reinar en el café un silencio burlón, irrespetuoso, agresivo...

Nosotros callamos también, y yo retiré mi mano del hombro de Diego, diciéndole en voz baja:

-Mira a lo que estás dando lugar... ¡Esto es una vergüenza!

Diego se echó a reír con bárbara arrogancia: cruzó los brazos, y miró al público en actitud de provocación y apóstrofe.

-¡Dejadlos!... ¡Están borrachos! ¡Allá ellos! -dijeron con desdén varias mujerzuelas.

Sonaron, pues, algunas carcajadas y silbidos, y muy luego se tornó en cada mesa a la suspendida conversación o a los interrumpidos cantos.

-No he traído armas... -díjome entonces Diego, posando en mí una mirada serena, llena de dignidad y de valentía-. Puedes, por consiguiente, asesinarme a mansalva en el momento que gustes.

-¿Conque es decir -exclamé yo mirándolo de hito en hito- que esto no tiene remedio?

-¡Ninguno, sino batirte a muerte conmigo pasado mañana, o asesinarme esta noche... e ir de resultas a presidio o al cadalso!... Digo esto último, porque en mi casa saben que salí contigo, y, a mayor abundamiento, toda la gentuza que nos rodea se ha enterado ya de nuestra pugna y dará tus señas a la justicia.

Irritóme más y más aquella calma, y dije:

-¡No intentes asustarme, Diego!... ¡Te digo que estoy resuelto a todo antes que verme en la situación a que me quieren llevar tu locuras y la perfidia de aquella mujer!...

-¡Calla!... ¡No la nombres!

-¡No callo! ¡Ahora me toca hablar a mí! Por lo demás, ni el presidio ni el cadalso vienen aquí a cuento para nada. ¡Tengo en el bolsillo un revólver de seis tiros, con el cual hay de sobra para matarme después de haberte matado!

-¡Conozco la historia de ese revólver! Es aquel con que le apuntaste un día a Gutiérrez para ver de escapar de la deshonra. Hoy se repite la escena conmigo, como hubiera podido repetirse con la Guardia civil... ¡Aperreada vida llevas desde que te metiste a conde de mentirijillas!

-¡Peor para ti! -repuse con una cínica ferocidad igual a la suya-. El hombre de la vida de perros, el perro humilde que tan fiel y leal te fue siempre, y a quien tú has tratado en muchas ocasiones con aspereza y esta noche a latigazos y puntapiés, se ha acordado ya de que tiene colmillos de lobo, y va a clavártelos en la garganta si no pones fin a tu injusticia. Responde, pues, hombre feroz: ¿Qué mal te he causado? ¿Qué tienes conmigo?

-Absolutamente nada... -respondió con glacial indiferencia-. Ya te lo di a entender hace poco; lo que me pasa es que no quiero tratarte más; que me he cansado de ti; que quiero purgar el mundo de tu presencia, aunque para ello tenga yo que morir también... ¡Basta ya de Fabián Conde!

¡Con espanto y pena oí aquellos conceptos fatídicos, empapados de tan profundo odio! ¡Parecióme escuchar la voz con que mi propio tedio me aconsejaba en otro tiempo el suicidio!...

Disimulé, con todo, mi profunda emoción, y repliqué:

-Pues que estás resuelto a callar... (porque te abochornas de revelarme el ruin origen de lo que aquí sucede), yo te diré lo que adivino, aunque te desgarren el alma mis expresiones.

-¡Calla!

-¡Te he dicho que no callo! Lo que tú tienes conmigo es que Gregoria...

-¡No la nombres, Fabián!

-¡Sí la nombro! Te decía que Gregoria, herida en su infernal soberbia por el justo desdén con que la traté la otra tarde, yéndome de tu casa de la manera que sabrás...

-¡Yo no sé nada! ¡Yo no quiero saber nada!

-Tú lo sabes todo..., a lo menos tal como te lo habrá contado tu mujer...

-¡Mi mujer no me ha contado cosa alguna! ¡Respétala..., o aquí mismo te destrozo con las manos!

-Tu mujer, tu odiosa mujer... (¡ya ves que me río de tus amenazas!), deseando, como siempre, indisponerme contigo, provocó aquella tarde una horrible escena, que me prometió no contarte...

-¡Ah! ¡Confiesas al fin! -prorrumpió Diego, crispándose de tal modo, que su cara apenas aparecía sobre el nivel de la mesa-. ¡Conque te vas a atrever a decírmelo! ¡Yo quería matarte de otro modo! ¡Yo quería que llevaras a la tumba toda tu infamia dentro del corazón!...

-¡Mientes, Diego! ¡No eras tú quien quería que yo callara, sino ella!... ¡Ella es quien te ha aconsejado que no me oigas, que no me dejes hablar, que no me dejes justificarme! Pero yo hablaré aunque revientes ahí sentado..., aunque mis palabras caigan sobre ti como una lluvia de fuego...

-¡Habla, pues!... Quiero decir: miente como un bellaco, según tu antigua práctica... -replicó el mísero-. Pero ten la bondad de concluir pronto. Voy a escucharte, como escucharía los chillidos de una rata que tuviese cogida bajo el pie... ¡Dios me dé estómago para aguantar las náuseas que vas a causarme!

-¡No he necesitado yo poco valor para soportar a tu mujer las tres veces que he tenido la desventura de hablar con ella! -respondí implacablemente.

Diego, que se había puesto a mirar al techo y a tararear, echóse a reír en vez de contestarme.

-¡No he necesitado, no, poca resignación -continué- para tolerar el mezquino odio que tu Gregoria me profesaba desde antes de conocerme, los ridículos celos con que mira nuestra amistad, la ruin envidia que siente hacia Gabriela! ¡Oh! ¡Sí..., tu mujer nos aborrece a todos!... El cariño que te tengo la estorba; el que tú me tienes la humilla; mi buena conducta la defrauda y exaspera; la felicidad que me prometo al casarme le parece una usurpación, o un hurto, o un escarnio que os hago a vosotros... Sospecha, en fin, la cuitada que no me agradan su carácter ni su figura; cree que la desprecio; cree que la encuentro indigna de ti, y quiere separarnos y desconceptuarme a tus ojos antes de que lo conozcas... Y la verdad, Diego, es que tus temores no son infundados. ¡Gregoria no me gusta! ¡Creo que has hecho mal en casarte con ella!... ¡Es una mujer abominable, que va a costarte la vida!

-¡Ah!, ¡canalla!, ¡embustero!, ¡tramposo!... ¡Cómo reconozco las malas artes con que has engañado y perdido a tantas pobres gentes! -prorrumpió Diego, con tal violencia que me hizo callar-. ¡Así te las compondrías para mantener, como mantuviste a un mismo tiempo, relaciones con tres hermanas!... ¡Así sembrarías la cizaña entre ellas! «He hecho que cada una desconfíe de las otras dos (recuerdo que me contabas), y nunca podrán entenderse ni descubrirme.» ¡Pues y las patrañas que inventaste para que aquel magistrado te creyese sobrino carnal de su mujer! Pero ¿qué más? Tu historia en casa de Matilde, ¿no fue un perpetuo engaño, una continua doblez, una constante superchería?... ¡Y vienes ahora a decirme que no te gusta Gregoria! ¡Y vienes ahora a persuadirme de que debo recelar de ella! ¡Ah, ratero! ¡Ah, truhán! ¡Conque Gregoria te parece abominable!... ¡Sin duda por eso te prevaliste de mi ausencia cierto domingo para entrar en mi casa borracho y dando voces!...

-¡Yo te creí en Madrid! ¡Yo no iba borracho! ¡Miente la malvada si te lo ha dicho!...

-¡Oh, sí!... ¡Es muy malvada! Sin duda por eso le pediste una gran comida..., a fin de que Francisca tuviese que salir, como salió, a la calle...

-Yo traté de impedir que saliera...

-¡Justamente! ¡Y sin duda por eso, no bien se marchó la criada, penetraste en el tocador, adonde mi mujer se había refugiado con su dignidad y su decoro!...

-Iba a decirle... Pero ¿a qué vienen estas explicaciones? ¿Por qué te ríes?

-¡Por nada! ¿Qué cosa más inocente sino que Fabián Conde invada el tocador de una señora que está sola en su casa?

-¡Jesús! -exclamé, principiando a adivinar todo el horror de mi situación.

-¿No era acaso Gregoria una mujer más? -prosiguió Diego-. ¿No era bella? ¿No era la mujer de un amigo?

-¡Diego de mi alma!... ¡no concluyas!... ¡no concluyas!

- ¡Afortunadamente, Gregoria era digna de su esposo!... Afortunadamente lo fue... ¡y Fabián Conde no oyó más que merecidos insultos y valerosas amenazas en contestación a sus infames requerimientos!... Así fue que al poco rato salías de aquella casa ignominiosamente despedido...

-¡Maldición sobre mí!... -clamé, levantándome como loco-. ¿Gregoria te ha dicho eso?

-No ha sido menester... -respondió Diego con la mayor calma-. Esta última parte es de dominio público... ¡Yo soy ya un marido completo! ¡Gracias a ti, mi honra y mi nombre andan ya en lenguas de criadas y mozos de fonda!... Francisca, por ejemplo, sin embargo de no ser muy lince, comprendió perfectamente aquella tarde lo ocurrido entre el calavera que se había convidado a comer y luego se marchaba fingiéndose enfermo, y la señora que se quedaba llorando lágrimas de indignación y de vergüenza. Con el mozo de la fonda no he hablado; pero de seguro entendería lo mismo, o algo peor, y al ver que el festín se frustraba de pronto, guiñaría el ojo diciendo: «Estos amantes han dado a la greña.» ¡Ya ves, hijo de tu padre, si tengo o no tengo necesidad de pegarte un tiro!

-¡Pero, en fin!... -repuse desesperadamente-. ¿Qué dice Gregoria? ¡Gregoria negará eso! ¡Gregoria no puede ser tan desalmada!... ¡Gregoria tendrá religión!

-Gregoria me ha confesado la verdad.

-¿Qué verdad?

-Que la requeriste de amores; que quisiste violentarla y que te echó a la calle. ¡Exactamente lo mismo que se figuró Francisca!

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Jesús! -grité, tapándome el rostro con las manos.

-Espero que ya me dejarás ir... -prorrumpió Diego, volviendo a levantarse-. ¡Hasta pasado mañana! Mis padrinos irán a las nueve.

Perdí totalmente la cabeza, y abracéme a Diego y principié a besarlo, diciéndole, entre lágrimas y sollozos:

-¡Diego mío! ¡Diego de mi vida! ¡Dime que no lo crees! ¡Dime que todo esto es una broma!

La gente del café principió a rodearnos.

-¡Discursos!, ¡caricias!, ¡embustes!, ¡besos de Judas!, ¡lágrimas de cocodrilo!... ¡He aquí todo lo que yo quería evitar! -exclamó Diego rechazándome-. ¡Por eso callaba! ¡Te conozco tanto!

-¡Diego, por Dios! ¡Por Gabriela! ¡Por Gregoria!... Óyeme..., créeme... ¡Soy inocente!...

-¡Ya sé que has de negar... y que te sobra elocuencia para mentir horas seguidas! Pero perderías el tiempo... ¡Es imposible que engañes a tu antiguo confidente..., al poseedor de todos tus secretos, al registrador de todas tus hazañas! Te sé de memoria.

-Pero Diego..., ¡hoy se trata de ti!

-¡Lo mismo le habrás dicho a los demás!... ¡Déjame, déjame!

-¡Déjele usted! -gritó en esto una especie de manolo cogiéndome de un brazo.

-¡Déjele usted! ¿No ve que está matando a sofocones a ese pobre enfermo? -añadió una mujercilla, plantándose delante de mí.

-¿No oye usted que ni lo cree, ni quiere creerlo? -dijo una buena moza, mirándome de soslayo.

Yo los contemplé a todos con aire de imbécil, y no respondí ni una palabra. Zumbábanme los oídos... Sentía la muerte en el corazón.

-¿Qué es esto? -preguntaron nuevos interlocutores acudiendo al tumulto.

-¡Nada!... ¡Que este señorito ha querido enamorar a la mujer de aquel otro!

-¡Pues que se maten! -exclamó un torero, escupiendo al suelo al pasar por delante de mí.

-¡Ca! ¡Este lindo mozo parece muy cobarde! -replicó la mujercilla-. ¡No así el que se ha ido!

-¡Se ha ido! -repetí maquinalmente.

Y, en efecto, observé que Diego se había marchado, dejándome en manos de aquella chusma.

Di entonces una especie de rugido, y quise correr en pos de Diego; pero veinte personas me sujetaron diciendo:

-¡A la prevención! ¡A la cárcel! ¿Qué va usted a hacer? ¿No le basta haberle requebrado la esposa?

-¡Villanos, atrás! -grité al oír esto último.

Y fue tal mi voz, y di una sacudida tan furiosa, que todos aquellos viles me cedieron paso, de grado o por fuerza, y escapé de allí como el león que rompe los hierros de su jaula.




ArribaAbajoIII

Ajuste de cuentas


Poco más tengo que decirle a usted, padre mío.

Cuando salí a la calle, Diego no estaba ya en ella. Érame, sin embargo, más indispensable que nunca detenerlo antes de que se encerrase en su casa; volver a la interrumpida refriega entre mi desamparada inocencia y aquella formidable calumnia; hablarle aunque no quisiese oírme; suplicarle, llorar, verter toda mi sangre a sus pies hasta conseguir que me creyera, hasta arrancarle del alma la emponzoñada saeta que le había clavado Gregoria.

¡Ya no me inspiraba mi pobre amigo aquel odio, hijo del miedo, que poco antes me sugirió ideas de matarlo!... ¡Ya me inspiraba tanta compasión como yo mismo! ¡Ya me parecían perdonables sus malos tratamientos, legítima su cólera, respetables y santos sus insultos y sus proyectos de venganza; justa su injusticia, si es lícito hablar de este modo!

¡Desventurado Diego! ¿cómo imaginar desdicha igual a la suya? ¡Creer que yo, su único amigo, el hombre a quien tanto había amado y por quien había expuesto gozoso la vida, había sido ingrato y pérfido hasta el punto de atentar a su felicidad y a su honra! ¡Creer esto, y creerlo con fundamento sobrado! ¡Creerlo porque fatales apariencias así lo comprobaban; porque así lo había sospechado una fiel servidora; porque así se lo había dicho su amada mujer; porque así resultaba verosímil de mi detestable historia, de mis felonías con otros maridos, de mis propias desvergonzadas confidencias! ¿Qué mucho que el infeliz quisiera denunciarme a la execración pública? ¿Qué mucho que desease matarme con sus manos? ¿Cómo no lo había hecho desde el primer momento? ¿Cómo había podido soportar mis discursos durante una hora?

Además, aun prescindiendo de mi conciencia; aun dando sólo oídos a mi egoísmo, yo no podía ya pensar en matar a Diego... ¡Matarlo, equivalía a confirmar para siempre la calumnia! ¡Matarlo, era dejar huérfana y desamparada la verdad! ¡Matarlo, era cerrarme la única puerta por donde podía salir del infierno en que me había metido Gregoria! ¡Matarlo, era dar la razón a la mentira! Gregoria diría a Gabriela, a don Jaime, a todo el mundo: «Fabián Conde ha asesinado a su mejor amigo para evitar que se sepa que antes había atentado a mi honor.»

Todas estas ideas acudieron en tropel a mi imaginación desde que Diego me descubrió la envenenada herida de su inocente alma, y de aquí el renovado afán con que, no bien conseguí escapar del café, me puse a buscarlo por aquellas revueltas calles, sin poder presumir por cuál habría tomado para hacerme perder su pista...

Había dejado de llover, y la luna bogaba en los cielos, por entre rotos y negros nubarrones, como salvada nave después de furiosa tormenta.

-¡Cuándo se verá así mi alma! -pensé con dolorosa envidia, dirigiendo al firmamento una mirada de suprema angustia.

Diego no parecía por ningún lado.

-¡Diego! ¡Diego! -grité insensatamente, como si mi amigo, en el estado en que se hallaba, hubiese de hacerme caso aunque me oyera.

Los transeúntes se pararon a mirarme, creyéndome loco, o por lo menos ebrio.

-Iré a esperarlo a la puerta de su casa... -pensé entonces-. Tarde o temprano, al cabo ha de entrar en ella; y, aunque desde luego se haya encaminado allí, yo llegaré antes que él...

Y corrí como un verdadero demente, hasta que llegué a la modesta calle en que vivía Diego.

La calle estaba sola.

Indudablemente, Diego no había llegado todavía.

Contuve el paso, y fuime acercando poco a poco a la casa fatal, cuando de pronto reparé que en uno de sus balcones (la puerta se hallaba cerrada) se veía asomada una persona, que supuse fuese Gregoria, inquieta y en acecho hasta la vuelta de su marido.

-¡Sí yo hablara con esta mujer! -ocurrióseme de pronto-. ¡Si me arrojara a sus plantas! ¡Si lograra que se apiadase de mí! ¡Si consiguiera que, aterrada de las consecuencias de su infame calumnia, le confesase a Diego la verdad!...

Por temeraria y necia que pareciese aquella esperanza, eran tales mi tribulación y mi zozobra, que me agarré a ella como a una tabla de salvación, y grité resueltamente:

-¡Gregoria! ¡Hágame usted el favor de decir que abran! No se asuste usted... Nada le ocurre a Diego... Pero es preciso que usted y yo hablemos un instante... ¡Se lo suplico a usted, Gregoria!

Una brutal y ronca risotada respondió a mi súplica.

¡La persona que estaba en el balcón era Diego!

Quedéme helado de espanto. ¿Qué hacía allí? ¿Por dónde había ido? ¿De dónde sacaba fuerzas aquel enfermo para ser tan rápido en su acción, tan seguro en sus cálculos, tan sarcástico y frío en medio de su tremenda furia? ¡Ay de mí! ¡Las sacaba de su propia ira, de su calentura de león, de su bárbara demencia; las sacaba de donde sacó Otelo sus crueles burlas, su grosera retórica, sus ironías de gato que juega con la asegurada víctima, y su ferocidad de tigre carnicero! ¡No había esperanza!

La misma desesperación me hizo, sin embargo, exclamar:

-¡Diego! ¡Di que abran! ¡Te lo suplico!

-¡Sereno! ¡Vecinos! ¡Socorro! ¡En nuestra calle hay un ladrón!... -gritó Diego con voz estentórea-. ¡A ése! ¡A ése!

Lancé un alarido de dolor y huí.

-¡Hasta pasado mañana!... -tronaba en los aires la voz de Diego en el momento que yo salía de su calle.

No me pregunte qué hice ni qué pensé durante el resto de la noche. Apenas lo recuerdo de un modo incoherente y vago. Sólo sé que hasta muy entrada la mañana de hoy anduve como un sonámbulo por todo Madrid; que a lo mejor me encontraba en el campo y volvía a entrar en la población, para salir de ella poco después por el extremo opuesto, y que en dos o tres ocasiones, sin saber cómo, me sorprendí a mí mismo parado delante de aquel caserón en que Lázaro vivía el año pasado y donde no sé si todavía vive...

Más de una vez cogí el aldabón de hierro de su viejísima puerta con ánimo de llamar y arrojarme en brazos de aquel otro amigo de mi vida, diciéndole: «Necesito que los demás crean en mi inocencia, y principio por creer en la tuya. ¡Hay apariencias que engañan y que no pueden desmentirse! Eso te pasaría a ti la noche de tu horrible escena con el marqués de Pinos, y eso me pasa a mí hoy.»

No me atreví, sin embargo, a llamar, pues me parecía oír a Diego exclamar irónicamente: «¡Dios los cría y ellos se juntan! El hipócrita busca al hipócrita; el estafador se entiende con el desheredado; mis enemigos hacen las paces entre sí.»

Recuerdo también que, al ser de día, me hallaba recostado contra la puerta del convento en que habita Gabriela. Una campana, de timbre puro y alegre como la voz de un niño, tocaba a las primeras oraciones que rezan las reclusas vírgenes al tiempo de levantarse. ¡Infinita amargura anegó mi alma!... ¡Quién había de decirle a Gabriela en aquel momento que todas nuestras esperanzas de felicidad se habían disipado con las sombras y ensueños de la pasada noche, y que aquella gozosa campana tocaba a muerto por nuestro amor!... «¡Feliz tú, Gabriela mía! -gemí desconsoladamente-. ¡Feliz tú, que puedes quedarte con inocencia en este santo albergue, y vivir y morir como las rosas de su cercado huerto! ¡Y ay de mí, que no encontraré ya nunca paz ni sobre el mundo ni en mi alma!»

Recuerdo, por último, que a las nueve de la mañana penetraba en mi casa, y leía en la faz de mis antiguos criados pensamientos parecidos al siguiente: «El señor conde se ha cansado de ser hombre de bien, y ha vuelto a su antigua vida pocos días antes de casarse. ¡Pobre señorita Gabriela!»

Si esto leí en la cara de mis servidores, no fue menos amargo lo que me dijeron... Dijéronme que en mi despacho tenía algunos objetos y una carta que don Diego acababa de remitirme...

Los objetos eran: el vestido y el aderezo que regalé a Gregoria cuando se casó, los retratos y el reloj que envié a Diego, algunas bagatelas que le había dado en varias ocasiones, y un gran paquete de dinero en billetes, oro y plata, con un letrero que decía: «Van 25.482 reales.»

La carta... era ésta, que abrasa mis manos:

«Fabián Conde:

»Como ya no te casarás con la sobrina de tu querida, dedico el dinero que he reunido en Torrejón, y que pensaba gastar en tu boda, a pagarte lo que te debo. Adjunto es todo el numerario que hay en mi casa hoy.

»Bien sé que, incluyendo las comidas que me has dado en tu palacio y en la fonda, además de lo que me prestaste cuando mi primera mudanza, y las cuentas mías que antes habías pagado, todavía resultará a tu favor un crédito de doce mil reales... Pero como no quiero que, cuando mañana nos veamos frente a frente y espada en mano, existan entre nosotros lazos de gratitud ni de ninguna especie, justiprecio y taso en la mencionada cantidad de doce mil reales mis visitas y asistencia como médico durante tu larga enfermedad del año pasado, así como la indemnización a que tengo derecho contra ti por resultas de la herida que recibí defendiéndote en el memorable desafío con los padrinos de aquel esposo que te negó la entrada en su tertulia. ¡No dirás que taso cara mi sangre, ni que estimo en mucho mi tiempo, pues ya recordarás que guardé cama cincuenta y tres días con el pecho atravesado de parte a parte! Estamos, pues, en paz.

»Adjuntos son también todos los regalos que nos has hecho a Gregoria y a mí, y que, como ves, no han sido suficientes a comprar nuestra honra.

»Conque hasta mañana. Mis padrinos irán a verte a las nueve en punto. A la misma hora enviaré sus respectivas cartas a Gabriela, a don Jaime, al juez de ese distrito y a los periódicos, refiriéndoles todos tus crímenes. Me avergüenzo de haber sido durante mucho tiempo el único poseedor de ciertos secretos tuyos, el único escandalizado por tus fechorías... ¡Necesito que el escándalo sea universal, para que mueras entre los silbidos y las maldiciones que te lanzará mañana todo el mundo!

DIEGO EL EXPÓSITO.»

«P. D. Te prevengo que, si vuelves a aparecer por mi calle, te echará mano una pareja de guardias civiles, a quienes he dado tus señas. ¡Cómo corrías anoche, gran canalla!»

Fácilmente comprenderá usted en qué agitación habré pasado las seis horas transcurridas desde que recibí esta horrible carta hasta el momento en que vine esta tarde a echarme en brazos de usted... Durante esas horas más de veinte veces he tenido una pistola en la mano para levantarme la tapa de los sesos... Pero, ya se lo dije a usted al entrar aquí: mi dignidad y mi conciencia me impiden suicidarme. ¡Yo no puedo dejar a Gabriela convencida de que he vuelto a engañarla, cuando esto no es cierto! ¡Yo no quiero causar su muerte o su eterna desdicha con un nuevo golpe asestado a su generoso corazón! ¡Yo no quiero que don Jaime de la Guardia, después de haberme perdonado faltas tan grandes, y cuando pudiera pedirme cuentas de las que no conoce, me condene por una que no he cometido! ¡Yo no quiero que el mismo Diego se quede en el mundo con la doble amargura de creer que mi amistad ha sido mentira y de pensar que su rigor ha causado mi muerte! ¡Yo no quiero, en fin, matar mi inocencia, la única vez que de ella puedo ufanarme; matar el amor y la amistad de los que ya me perdonaron mis verdaderas faltas; matar mi memoria en sus corazones, el rezo en sus labios y las lágrimas en sus ojos! ¡Quiero, por el contrario, que cuando me toque morir me lloren los que no tengan razón alguna para haber dejado de amarme! ¡Mi suicidio sería la calumnia propalada, sancionada, ejecutoriada por mí!... ¡Y lo que yo necesito es hacer triunfar la verdad, inspirar fe, ya que no pueda enseñar mi corazón al mundo, ser creído! ¡Padre..., ser creído un solo momento, y después morir!

A eso vengo. En mi desesperación, viendo llegar el día de mañana, y con él todos los horrores que me prepara Diego, recordé que la fama hablaba de un virtuoso y sabio sacerdote que sabía curar los más acerbos males del espíritu, y aquí me tiene usted en busca de sus consejos; en busca de Dios, si a Dios se le puede hallar; en busca de los consuelos de la religión cristiana, si esa religión tiene consuelos para los incrédulos; en busca de la paz del claustro, si los calumniados son en él admitidos... En fin..., ¡no sé a qué..., pues mi pobre alma se agita en un océano de dudas!... ¡Ello es que aquí estoy!

¡Y si supiera usted cómo he venido! ¡Si supiera usted hasta dónde ha llegado el escarnio que ha hecho hoy de mí la desventura!... Es un incidente trivial, pero que resume y simboliza en mi concepto toda mi malhadada historia. No bien resolví venir a hablar con usted, di orden de que engancharan un carruaje, y mis criados, viendo que era Carnaval, y recordando mis costumbres de los años anteriores, dedujeron que mi intención sería ir a la gran mascarada del Prado... Acordaron, pues, enganchar el más irrisorio y profano de mis coches, aquel en que siempre había ido yo a las máscaras, una especie de picota de ignominia que se llama cesto, al cual me subí maquinalmente. En él aparecí a las tres de la tarde, a la hora del Juicio Final, en la Puerta del Sol... ¡Allí he sido reconocido y befado por mis antiguos camaradas o émulos de libertinaje!... ¡Allí he sido insultado, silbado, apedreado por la plebe, y de allí he tenido que salir en precipitada fuga, perseguido por los aullidos de los hombres y por los ladridos de los perros, como un enemigo de la humana especie, como un réprobo, como un paria, como el grotesco símbolo del Carnaval y del escándalo!...

Ahora bien, padre mío: llegó el momento de que usted hable. No una vez sola, sino muchas, durante mi larga relación, me ha prometido hallar fácil remedio a mis desdichas... por grandes que ellas fuesen. No sé si, después de conocerlas en toda su extensión, seguirá usted pensando del mismo modo. Yo considero totalmente imposible salir del infierno en que me hallo.




ArribaAbajoIV

Dictamen del padre Manrique


Serían las nueve de la noche cuando Fabián dejó de hablar.

¡Cosa rara! La última parte de aquella especie de confesión, con ser la más triste y horrorosa, pareció complacer mucho al padre Manrique y tranquilizarlo por completo. Lo decimos, porque mientras el joven refería su violentísima escena con Diego y los tremendos peligros que de resultas de ella le amenazaban, el rostro del jesuita fue bañándose de una leve sonrisa de satisfacción y júbilo, que más asomaba a sus ojos que a sus labios.

-¡Pues, señor! -exclamó al fin, retrepándose en la silla y mirando de hito en hito al aristócrata-. ¡Demos gracias a la Providencia divina..., aunque usted no crea en ella, según ha tenido la ingenuidad de confesarme!... De todo cuanto me ha relatado usted se deduce que no hay nada perdido, y que, muy al contrario, está usted de enhorabuena.

Fabián miró con asombro al padre Manrique.

El anciano se sonrió, y añadió con cierto donaire:

-¡Apostaría cualquier cosa a que sé lo que está usted pensando! «Este buen señor (acaba usted de decirse) no se ha hecho cargo de mi situación, o va a prevalerse de ella para poner el paño de púlpito, predicarme un sermón rutinario contra la marcha del siglo, desagraviar a la perseguida Iglesia romana, ganarle un soldado a la Compañía de Jesús y ver de atraerme a su escuela política...» (¡Pues dicho se está que, a los ojos de usted, seré yo un carlista furibundo, o, cuando menos, un terrible neocatólico, partidario de la fusión dinástica!) Con franqueza, señor don Fabián, ¿no ha sido este su recelo de usted, al ver la tranquilidad con que le he asegurado que no hay nada perdido? ¿No es verdad que principia usted a desconfiar de mí, creyendo que más voy a trabajar pro domo mea que por la felicidad de usted y de sus amigos, pareciéndome en ello al médico especialista que receta una misma fórmula contra toda clase de males, menos cuidadoso de sanar a los pacientes que de vender su específico y hacer prosélitos?

Fabián bajó la cabeza y suspiró, como pesaroso de haber comenzado a recelar lo mismo que el sacerdote acababa de decir.

-¡Perfectísimamente! -prosiguió el padre Manrique, alzando abiertas las dos manos en señal de tolerancia y de parlamento-. ¡No tema usted que vaya yo a enfadarme! ¡Estamos muy acostumbrados a mayores injusticias! Sin embargo, bueno será que estudiemos a fondo la dolencia, y veamos si podría ser curada por otro procedimiento diferente del mío. Para ello principiaré, como suelen los doctores, haciendo el resumen de la historia del mal y lo que pudiéramos llamar su diagnóstico. El pronóstico y el tratamiento vendrán después... Tenga usted calma entretanto, y perdóneme el que yo también la tenga... Desde ahora hasta las nueve de la mañana, que irán a su casa de usted los padrinos de Diego y que éste hará las demás atrocidades que se le han ocurrido, podemos arreglarlo todo. ¡Ya verá usted cómo, para estos males tan espantosos, hay en el farmacopea del antiguo régimen remedios más heroicos y eficaces que el desafío y el suicidio!

Y, así diciendo, el jesuita se levantó, renovó la vela del candelero, y dio algunas vueltas por la habitación, restregándose las manos y con la cabeza muy baja, como quien recoge sus ideas; hasta que al fin se paró delante del joven, y dijo:

-Inútil creo explicar a usted el origen de la crisis accidental en que hoy se halla, ni indicarle el nombre de esa revelación de la antigua ruina de su espíritu... ¡Ya los ha vislumbrado usted por sí solo, a pesar de lo muy turbios que están todavía los cristales de su conciencia!

¡Usted, señor Fernández, además de vicioso, ha sido siempre fanfarrón del vicio; usted se ha complacido en escandalizar el mundo con sus maldades; usted ha tenido a gloria ser reputado como el libertino más audaz, o sea como el seductor más... afortunado de la corte... (me valgo de palabras de usted), y, no bastándole a su infernal soberbia tamaño escándalo, fue depositando en la memoria de Diego aquellos secretos que un joven bien educado no revela al público cuando el público no los trasluce por sí mismo...; fue usted, digo, contándole diariamente al que hoy es esposo de Gregoria todas las iniquidades y torpezas de que se valía usted para corromper a las mujeres de sus amigos; para abusar de la confianza de éstos; para engañar a cuantas personas le tendían la mano; para sacrificar, en fin, la paz y la ventura de innumerables familias en aras del brutal egoísmo y feroz concupiscencia a que rendía usted grosero culto, como si Dios no le hubiese dado un alma!...

-Bien..., sí...: ¡todo eso es verdad! -tartamudeó el antiguo calavera, como impaciente de llegar a las conclusiones o remedios.

-¡Primera premisa!... -continuó tranquilamente el anciano-. Y, puesto que acaba usted de decirme: «concedo majorem», paso a formular la menor. Diego, el mísero expósito, enemigo como usted, de la sociedad (cual si la sociedad tuviera la culpa de que la madre de aquel infeliz hubiese sido pecadora y desnaturalizada, y de que su padre de usted hubiese hecho traición a su esposa y al marido de doña Beatriz de Haro); Diego, repito, que no contaba con las cualidades personales ni con los bienes de fortuna necesarios para guerrear ventajosamente contra las clases nobles, ricas y elegantes, que le inspiraban especial aborrecimiento y envidia, se apoderó de usted como de un dorado puñal que esgrimir contra ellas desde la sombra; se empapó gustoso en las cotidianas confidencias que usted le hacía acerca de los daños que acababa de causar en el hogar ajeno; aplaudió todas aquellas ruindades y demasías, no porque dejaran de parecerle odiosas, sino porque las utilizaba para satisfacer sus propios odios, y era, en suma, demonio tentador que lo sublevaba a usted contra un Olimpo de que el infeliz se consideraba desheredado. Por eso luchó siempre con Lázaro, que (practicándolo o no, cosa que todavía ignoramos) predicaba el bien absoluto; por eso fue durante mucho tiempo el más cruel enemigo de Gabriela y se esmeró en impedir que usted siguiera sus santos consejos; y por eso ahogó cuidadosamente todos los buenos instintos de su corazón de usted, hasta el día en que el pobre cunero, favorecido ya por la suerte, ocupó un mediano puesto en el concierto humano, sintió apego a la vida, se acordó de que tenía corazón, y pensó en casarse, en transigir con sus prójimos, en formar parte de la sociedad, en fundar una casa y una familia... Asustóse entonces de su propia obra; sintió haber excitado hasta la ferocidad sus pasiones de usted, y tal vez pensó en dejar de tratarle, no decidiéndose a ello por egoísmo, o sea por seguir disfrutando de la protección de todo un conde... Se alegró, pues, mucho de ver que usted entraba también en la senda de la virtud...; pero, recelando todavía que no tuviese usted valor y constancia para perseverar en ella, preparóse contra las eventualidades del porvenir... De aquí el afán con que se dedicó de pronto a restablecer las relaciones entre usted y Gabriela; de aquí el constituirse en fiador para con ella y para con sus padres; de aquí el exigirle a usted juramentos de no reincidir en las antiguas faltas; de aquí, finalmente, el que procediera en todo y por todo como quien, habiendo enseñado a otro a tirar piedras al tejado ajeno, se encontraba repentinamente con que él iba a tener el suyo de vidrio.

-¡Ésa..., ésa es la pura verdad! -exclamó Fabián Conde, recibiendo como un consuelo la propia austera justicia de aquel resumen.

-Pues saquemos ahora la consecuencia... -siguió diciendo el religioso-. Diego no era el único escandalizado por los excesos de su antigua vida de usted. Estábalo igualmente todo el mundo, y estábalo Gregoria... ¡Qué digo!... ¡Lo estaba hasta la humilde sirvienta de la casa!... ¡Recordemos, si no, el irreverente apóstrofe con que Francisca lo saludó a usted al conocerle!... En cuanto al escándalo especial de Gregoria, debo añadir que era de una naturaleza muy complicada y dañina... Aquella mujer, más vana que concienzuda, más presuntuosa que honrada, no temía tanto el que usted pusiese los ojos en ella, como el que la considerase indigna de semejante agresión... ¡Ah! ¡La ruina espiritual que su historia de usted le había causado era completa! Gregoria tenía curiosidad..., ¡solamente curiosidad!, de oír las mágicas frases de que se habría valido el dragón infernal llamado Fabián Conde para seducir a tantas y tantas Evas; aspiraba además a la gloria de ser más fuerte que aquellas desgraciadas, y de rechazar y confundir al héroe de tan ruidosas aventuras; necesitaba, sobre todo, hacer patente a Diego que usted la hallaba agradable, envidiable, apetecible, a fin de que el altanero hipocondriaco (aquel hombre de quien me ha dicho usted que se volvía loco a la idea de estar en ridículo) no se avergonzase ni se arrepintiese nunca de haberse casado con ella... Agreguemos, finalmente, la diabólica, espinosísima escena de aquel domingo por la tarde, en que Eva y el Dragón se vieron solos en ausencia del amargado consorte (escena que tan herida y humillada dejó a Gregoria), y comprenderemos que haya incurrido en la vil tentación de levantarle a usted la calumnia más verosímil y mejor urdida que saliera jamás de los talleres del demonio...

-¡Calumnia horrible!..., ¿no es cierto? -interrumpió el joven, apoderándose de las manos del eclesiástico-. ¡Calumnia infame, en que Diego no podrá menos de creer, diga yo lo que diga y haga lo que haga!...

-De eso iba a hablarle a usted en este momento... -respondió el anciano-. Diego, mi querido señor don Fabián, debía sospechar más o menos distintamente (antes de que usted se lo dijera anoche, en ocasión en que ya no le convenía creerlo) que su muy querida y por él celebrada Gregoria le inspiraba a usted desdén o antipatía, y la ciega vanidad y torpe egoísmo del marido, procediendo con una mala fe que no es ésta la sazón de analizar psicológicamente, le habrán hecho escamotearse a sí propio la humillante verdad y encariñarse con la lisonjera mentira inventada por su esposa... pues así queda consolado y vengado a un tiempo mismo, aunque esto implique en realidad una monstruosa contradicción de su conciencia. Por otra parte, el morboso cariño que Diego le profesa a usted («formidable amistad» lo denominó Lázaro en cierta ocasión) se hallaba estos últimos meses muy lastimado; la natural envidia del hipocondriaco estaba muy enfurecida, y su misantropía se había trocado en despecho y saña al ver que usted era ya dichoso por sí y ante sí; que para nada tenía que acudir a él, que reunía usted ya todo cuanto a él le faltaba..., nombre, gloria, salud, gallardía, riquezas, valimiento social, y hasta albores o posibilidades de Fe, de divina Gracia, de favor con nuestro Eterno Padre, mediante la intervención de Gabriela..., y, por resultas de ese despecho, Diego necesitaba un motivo, un pretexto, un asomo de razón, para fundar cargos contra usted; para declararle la guerra; para destruir su dicha, retirando la tan ponderada fianza; para aislarlo a usted de nuevo; para reducirlo otra vez a su obediencia; para volver a hacerlo su esclavo. ¡Considere usted, pues, con cuánta fruición y prontitud habrá dado crédito el infortunado a la calumnia de Gregoria, comprobada por apariencias funestísimas y por la sincera declaración de la fámula! Añada usted (y esto es lo más grave de todo) los antecedentes de su propia historia; el alarde que siempre hizo usted, especialísimamente ante Diego (quien se lo recordó anoche en el café), de sus infames empresas amatorias, de su ningún respeto a la honra ajena, de su arte consumado para mentir, de su elocuencia infernal para defenderse y obtener la absolución de padres y maridos, aun en los casos más apurados, más patentes, más indudables..., y habremos de convenir, mi querido señor Fernández, en que por los medios puramente externos, con discursos, con pruebas, con testigos, con lágrimas, con la espada, con la pistola, matando, dejándose matar, matándose usted mismo, ¡de manera alguna podrá usted sincerarse a los ojos de Diego! ¡Por todo lo cual, hijo mío -concluyó el jesuita con terrible acento-, el escándalo ha dado sus frutos: el fardo de sus pecados de usted ha caído a última hora sobre la cabeza del antiguo Tenorio, aplastándolo, anonadándolo bajo su peso! ¡Todo el mundo dirá que Diego tiene razón! ¡Nadie, nadie le creerá a usted bajo su palabra! ¡Don Jaime, Gabriela, el público, todos se alejarán de usted con horror y espanto, al ver que, después del que llamarán su fingido arrepentimiento, ha atentado al honor y a la felicidad de su único amigo! En resumen: ¡está usted perdido sin remedio... ante el juicio humano! ¡No tiene usted escape! ¡Ha sido usted cogido en sus propias redes, y no le queda más arbitrio que entregarse a discreción, que deponer las armas terrenas, que dejar las banderas del mundo, que declararse mi prisionero y que fiar su triste suerte a la misericordia de Dios!

-¡Ay de mí! -gimió Fabián desconsoladamente-. ¡Conque venimos a parar en que debo huir de la calumnia como de una acusación merecida, y encerrarme en la soledad del claustro!

-¡No!, ¡mil veces no! -respondió el padre Manrique con indignación y cólera-. ¡Yo no le aconsejaré a usted nunca semejante cobardía! ¡Eso fuera apelar a un recurso hipócritamente piadoso, inventado por los escritores románticos, en sus dramas o en sus novelas, como medio anodino de dejar impunes los crímenes no penados por las leyes humanas, haciendo que el veterano o inválido del vicio descansase en la paz de una Cartuja, libre de todo riesgo, mientras que en el mundo manaban sangre las heridas que dejó abiertas! ¡En el caso presente, rechazo el convento con la misma indignación que el duelo y el suicidio y que todo lo que sea huir de la batalla en que está usted empeñado! Al decirle a usted, pues, que es mi prisionero, no he querido significarle que se quede aquí conmigo, sino que está usted acorralado por los hombres y obligado a entregarse a Dios... Pero ¿quién le habla a usted de claustros? ¡Al mundo, señor Fernández, al mundo! ¡A combatir por el bien!, ¡a purificar su alma!, ¡a redimirla de sus prójimos!, ¡a salvar a los inocentes de la epidemia del escándalo!, ¡a deshacer todo el mal que les ha hecho!, ¡a purgar y a pagar lo que ya no puede remediarse!, ¡a impedir, en una palabra, que sea definitiva la ruina espiritual en que ha sumido usted a Gregoria y a Diego, y que va a trascender al corazón de Gabriela y de don Jaime! ¡No muera usted defendiéndose interesadamente!... ¡Pero muera usted, si es necesario, defendiendo el bien, confesando la verdad, acatando la Justicia divina, tratando de conquistar el cielo! ¡Muera usted, en fin, edificando al mundo con sus obras!

-¡Padre! -exclamó Fabián con profundo desaliento-. Sus consejos de usted no pueden ser más santos...; pero, desgraciadamente, en el caso actual no tienen aplicación alguna. Usted olvida lo apremiante y angustioso de mi situación... ¡Dentro de pocas horas Diego me habrá delatado a la justicia humana, a los tribunales, al público, a don Jaime, a Gabriela!... ¡a mi pobre Gabriela, que no podrá resistir este nuevo golpe! ¡Dentro de pocas horas todos sabrán que mi padre pereció por traidor; que yo fui falsario para rehabilitar su nombre, y estafador para apoderarme de su hacienda; que un juez de primera instancia entiende en el asunto, y que no podré librarme de ir a presidio!... ¡Dentro de pocas horas, Diego habrá ya dicho a Gabriela y a don Jaime que he intentado seducir a Gregoria..., y, al oírlo, Gabriela se acordará de aquella tarde..., del gabinete de Matilde..., del tremendo desengaño que recibió entonces..., y creerá a Diego, y dará otro grito como aquel que aún resuena en mis entrañas, y caerá, no ya desmayada, sino muerta!... ¡Dentro de pocas horas, don Jaime me habrá buscado para matarme como a un perro, llamándome traidor a su amistad y asesino de su hija!... ¡Dentro de pocas horas, los padrinos de Diego llegarán a mi casa y me desafiarán..., y tendré que rehuir el lance o que batirme con mi mejor amigo! ¡Si rehuyo el duelo, quedaré por cobarde en el concepto público, y añadiré esta fea nota a la ignominia que ya cubrirá mi frente!... Si me bato, ¿cómo procurar herir el pecho del hombre sin ventura que constituyó mi única familia y que vertió por mí su sangre generosa?... Y si no me defiendo, y él me mata, como me matará sin duda alguna, ¿qué dirá el mundo, qué dirá el propio Diego?... Diego y el mundo escupirán a mi cadáver, exclamando desapiadadamente: «¡Bien muerto está el inicuo Fabián Conde!» Pues suponga usted que el marido de Gregoria, al ver que rehúso batirme, o que no me defiendo en el campo de batalla, me insulta una vez y otra, me abofetea en público, le escupe, no ya a mi cadáver inanimado, sino a mi faz, todavía coloreada por el rubor de la vida... ¿Qué pasará entonces, padre Manrique? ¿Qué pasará entonces? ¿Ha olvidado usted que soy hijo de un general, muy pecador sin duda alguna, pero que fue rayo de la guerra y espanto de sus enemigos?... Ahora bien...: todos estos horrores no pueden remediarse más que de una manera: sacando a Diego de su error antes de las nueve de la mañana; combatiendo de frente a la calumnia; haciendo resplandecer mi inocencia..., ¡devolviendo la fe al corazón de mi amigo! ¡Dígame usted, pues, qué hago para llegar a este fin!... ¡Dígame usted qué recursos puedo intentar esta misma noche! No es otro el objeto de mi consulta... A eso he venido a buscarle a usted...

-¡Ya comprendo!... ¡Ya comprendo!... ¡No tiene usted que esforzarse en explicármelo! -respondió el jesuita con sequedad-. ¡Usted va derecho a su negocio, desentendiéndose de que tiene un alma y de que hay un Dios!... ¡Usted no quiere perder nada en la partida, ni tan siquiera el ya mencionado faro de sus culpas!... ¡Usted quiere (haya sido buena o mala la historia de Fabián Conde) convencer a Diego en un momento, como por ensalmo, volver a ser feliz inmediatamente, casarse con Gabriela, tener honra, ser conde, ser rico, ser diputado, y todo ello sin más trabajo, sin más dilación, sin más sacrificio, sin más penitencia que pronunciar muy bellas palabras!... ¡Amigo mío, sigue usted delirando! Estamos como al principio... Yo creía haber cortado toda retirada a su cobardía; yo pensaba haberle demostrado que es inútil vuelva la vista hacia las complacencias mundanales...; pero veo que su impiedad de siempre, el egoísmo terreno, el apego a la vida mortal, a los bienes finitos, a los goces de la materia, al reino de Lucifer, le hacen a usted desoír la voz del alma... Concluyamos, por tanto, señor don Fabián..., y para ello, fijemos la cuestión en términos categóricos: ¡A mí no se me ocurre ningún medio de convencer a Diego! ¿Se le ocurre a usted alguno? Contésteme rotundamente.

-A mí..., no, señor... -tartamudeo el joven con renovada angustia.

-Pues entonces, ¡desventurado! -prorrumpió el jesuita-, entrégueseme usted sin reservas ni condiciones de ninguna clase, y siga literalmente mis consejos, que son, en medio de todo, los de aquel Jesús que usted ama y reverencia.

-Pero ¿qué me aconseja usted en definitiva? ¿Qué debo hacer? Todavía no me lo ha dicho...

-¿Qué? Pues... ¡nada!... ¡Resignarse! -contestó el sacerdote con majestuoso acento-. Es decir, reconocer que merece usted todo lo que le pasa, y confesarlo así en público, con palabras y acciones.

-¡Declarar yo que he cometido la infamia que me atribuye Diego!

-No, precisamente... Pero declarar otras que en realidad ha cometido, y sufrir, por vía de expiación, las consecuencias de la que le achacan; protestar cuanto quiera de que es usted inocente respecto de Gregoria; pero reconocer que ya había delinquido lo bastante para que Dios le castigue de esta manera...

-¿Y qué habré adelantado? -replicó Fabián-. ¡Me llamarán hipócrita y cobarde!... ¡Seguirá en pie la calumnia, y Diego llevará a cabo sus amenazas! ¡Oh! ¡Esto es horrible! ¡Ser inocente, y no lograr que lo crea nadie!

El padre Manrique se acercó entonces al oído de Fabián, y le dijo con tanta vehemencia como si intentara infundirle su propia alma:

-¡Absolutamente nadie..., si exceptuamos al Sumo Dios!

-¡Pero usted, padre mío!... ¡Siquiera usted!... -balbuceó el joven, con la suprema ansiedad del que se ahoga-. ¡Si usted me ayudase!... Porque supongo que usted me cree.

El jesuita respondió, fingiendo indiferencia:

-¿Qué quiere usted que yo le diga? ¡A mí mismo me cuesta mucho trabajo tener fe en un hombre que no la tiene en Dios! Usted, sin dar oído a las voces de su espíritu, duda de que haya en el Universo un eterno juez de nuestras acciones, fundándose en que no lo ha visto con los ojos de la cara... ¡Pues tampoco he visto yo con los ojos de la cara su corazón ni su inocencia de usted!... ¡Y lo mismo responderá Diego! ¡Y lo mismo dirá todo el mundo! Hay que ser lógicos, señor Fernández: usted nos exige que lo creamos bajo su palabra, cuando lo acusan tantas apariencias y tantos antecedentes, y no cree, por su parte, que hay un Dios Todopoderoso, Criador del Cielo y de la Tierra, cuando la tierra y el cielo están llenos de su gloriosa majestad... ¡cuando tiene usted un alma que suspira por Él a todas horas, con hambre y sed de justicia!... ¡cuando no le queda a usted ya más refugio que sus paternales brazos!... ¡Dé usted ejemplo de fe y de humildad, creyendo en el Dios que sólo se deja ver por la incomprensible grandeza de sus obras, y nosotros creeremos en su inocencia de usted..., sobre todo si nos la revela también con obras y no con meras palabras, que se lleva el viento!...

-¡Padre! ¡Padre! ¡Le juro a usted que soy inocente!... -gritó Fabián todavía, cruzando las manos con desesperación.

-Es muy posible... -contestó el jesuita-. Pero no se trata ahora de convencerme a mí, sino de convencer a Diego; pues dicho se está que el desgraciado no habría de creerlo a usted bajo mi pobre garantía, ¡basada precisamente en palabras de usted mismo! Digo esto por si se le ha ocurrido a usted la idea de que yo vaya a hablar con Diego, o con Gabriela, o con la misma Gregoria... ¡Todo sería inútil!

-¡Dios mío! ¡Dios mío! -clamó Fabián-. ¿Qué hago? ¿Y qué puedo hacer?

-Lo que está usted haciendo, mi querido hijo: ¡llamar a Dios! -respondió el padre Manrique con inexplicable dulzura.

-¡Lo he llamado tantas veces en esta vida! ¡Y ha sido tan insensible a mis clamores!

-¡Porque no lo ha llamado usted desde el fondo de una conciencia sin mancha!... ¡Porque ni tan siquiera lo ha llamado usted con gritos de verdadero arrepentimiento, con verdaderos propósitos de enmienda!

-¡También le he llamado de ese modo!

-¿Cuándo? ¡Me parece que se engaña usted!

-Cuando me abandonó Gabriela.

-Entonces llamaba usted a Gabriela, no a Dios... ¡Entonces le pedía usted al cielo que le entregase la hermosura terrena de la hija adoptiva de Matilde!...

-¡Lo llamé luego, en la populosa soledad de Londres, cuando, seguro otra vez de que Gabriela iba a ser mía, deseaba ofrecerle creencias tan acendradas como las suyas!... ¡Y Dios no se mostró a los ojos de mi espíritu!

-¡Había demasiado fango en su conciencia de usted para que pudiese reflejar la luz del cielo! En primer lugar, no había usted expiado en el purgatorio de la penitencia sus antiguas iniquidades; en segundo lugar, todavía estaba usted gozando de los millones que adquirió por medio de sacrilegios y falsos testimonios... ¡Dios no se satisface tampoco con palabras, amigo mío! ¡Dios pide obras!... Y mientras usted no me pruebe..., mientras no me prueben todos los que niegan la posibilidad de ver a Dios con los ojos de la fe..., que lo han buscado desde el fondo de una conciencia pura y por medio de obras de caridad y de penitencia, no les reconoceré derecho a negar que nuestro Eterno Padre acuda al alma de cuantos le llaman desinteresada y amorosamente. «Bienaventurados los limpios de corazón -dijo Cristo-, porque ellos VERÁN A DIOS».

Fabián se puso de pie, ostentando al fin en su demudado rostro una dignidad soberana.

-¿Y ve ese Dios el fondo de los mismos corazones que le niegan su fe? -preguntó con arrebatado acento-. ¿Estará viendo en este instante la inocencia que llora en el fondo del mío?

-¡Es el único que la ve, además de usted propio! -respondió el jesuita, aproximándose al joven y poniéndole una mano sobre el pecho-. Sí, mi querido hermano. ¡Usted propio se está viendo por dentro, y se basta y se sobra para testigo y juez de su inocencia!... Dios no hace más que sonreír y premiar al que padece persecuciones por la justicia; al que, como usted, tiene hambre y sed de ella, y al que no vive de la ajena opinión, del falible juicio del mundo, de los aplausos externos, de las lisonjas de los mortales, sino del íntimo testimonio de su corazón. Bástele, pues, a usted saber que no ha cometido el pecado que le atribuye Diego, y no le importe nada de su ira, ni del escarnio de los hombres, ni de la injusticia de la sociedad, ni de los ultrajes, ni del tormento, ni de la muerte... En medio de todo (ya lo hemos dicho), si no ha cometido usted ese pecado, ha cometido otros muchos... ¡Tome usted lo que en adelante le suceda como castigo y penitencia de ellos!...

-¿Y Dios lo sabrá? ¿Dios me llevará esa cuenta? -preguntó Fabián angustiosamente-. Si yo soy bueno; si yo hago todo lo que usted me diga; si yo renuncio a todo por Dios..., ¿conoceré en algo que Dios me lo agradece..., que tan siquiera lo sabe?

-Lo conocerá usted en la inefable alegría de que sentirá inundado su pecho... ¡Usted, mi querido hijo, no puede todavía figurarse lo hermosa, grande y rica en perdurables flores que es el alma humana!... El alma es un mundo que llevamos dentro de nosotros, y al que muchos no se asoman nunca por atender al tumulto de la vida mortal, a los ruines apetitos de la carne, a las infernales seducciones del mundo exterior, a los vanos aplausos del público. ¡Hay que asomarse a nuestra propia alma por las ventanas de lo interior de la conciencia, para ver todos sus tesoros! ¡Qué paz, qué sosiego, qué floridos campos, qué eternos verdores, qué claridades celestes se gozan desde allí!... ¡Cuán lejos se han quedado el ruido y la fiebre y la locura del mundo!... ¡En el jardín que se tiene ante la vista todo habla de la inmortalidad del espíritu, todo murmura palabras de esperanza, todo convida al bien, todo dice que hay una mansión de justicia, que hay un descanso de los buenos, que hay un premio de las virtudes, que hay una patria de los desgraciados, que hay un Padre que nos aguarda para explicarnos esta triste vida y satisfacer todas nuestras ansias de bondad, de verdad y de hermosura!

-¡Hable usted!... ¡Hable usted, padre mío!... ¡Me parece estar oyendo al mismo Dios!... -suspiró Fabián lánguidamente, llevándose a los labios las manos cruzadas y levantando los ojos al cielo-. ¡Qué dulce será creer de esa manera!

-Y ¿por qué no ha de creer usted si creo yo? ¡Ni se imagine que habla ahora el sacerdote de la religión católica, el discípulo de San Ignacio, el catequista de un determinado dogma positivo!... Ese sacerdote le hablará a usted más adelante, otro día..., cuando el espíritu de usted se halle sereno y no pueda decirse que abuso de su angustia para obtener una conversión presurosa, interesada, inconsciente... El Dios a quien invoco hoy para despertar la conciencia de usted, para combatir ese materialismo que le abruma, para hacerle sentir toda la grandeza y libertad del espíritu humano, es el Eterno Padre, el Dios que nos crió y puso en nuestro pecho sentimientos filiales que ningún pueblo, ninguna raza, ningún siglo le ha negado; el Dios de todos los tiempos, anteriores y posteriores a la Redención; el Dios de quien, por ley natural, han hablado siempre todas las almas puras, aun en medio del error y de la ignorancia... ¿Por qué no ha de creer usted siquiera en ese Dios, si será como creer en sí mismo, en su propia jerarquía de ser espiritual, libre, responsable, imperecedero? ¡Nada más le pido por hoy! ¡Con eso me basta para salvar su vida! ¡Después le haré cristiano para salvar su alma! Pero ¿qué digo? ¡Cristiano se hará usted solo!... ¡Cuando crea usted en Dios Padre, adorará a Dios Hijo!... Porque Jesús no es más que la palabra de Dios, el Verbo hecho carne; Jesús es el Revelador de las heroicas fuerzas de la criatura para elevarse hasta el Criador; Jesús fue la verdad y el camino, que se habían oscurecido y borrado en el corazón del hombre... Jesús es el consuelo, el amparo, el Salvador de todos los que lloran...

-¡Ah!, ¡padre!, ¡padre!, ¡yo creeré! -murmuró Fabián Conde, como si rezara en vez de hablar-. ¡Yo creeré!... ¡Lo conozco..., lo necesito..., me lo está diciendo el alma!... ¡Oh, sí!; ¡el alma es muy hermosa...; el alma es infinita..., inviolable..., inmortal!... ¡Desde que me ha hecho usted asomarme a la mía, siéntome fuerte, invulnerable, descuidado, tranquilo enfrente de todas las amenazas de Diego!... ¿Qué me importa el mundo, qué me importa la opinión de los humanos, en comparación de esta paz sublime, de esta delicia sin nombre que experimento al mirarme dentro de mi conciencia y ver que soy inocente y que tengo un alma libre que lo sabe?

-¡Así, así, hijo mío! -prorrumpió el anciano, abrazando al joven-. ¡Dios hará lo demás si usted no se sale del buen camino! Oiga usted, pues, ahora lo que Dios exige en cambio de la eterna gracia que va a derramar sobre su corazón... ¡Hágalo usted y verá a Dios en el acto, sonriéndole en el fondo de ese alma!...

-¡Diga usted!... ¡Estoy dispuesto a todo! ¡Yo no conocía esta dicha inefable! ¡Qué feliz soy desde que me he resignado a no serlo! ¡Cómo respiro desde que sé yo mismo que soy inocente! ¡Ya no necesito que lo crea nadie!

-¡Eso! ¡Eso es lo que yo quería decirle a usted! -replicó el jesuita-. ¡Ya ha principiado usted a conocer que lo sabe Dios! ¡Ya ha entrado usted en posesión de su alma! ¡Pronto sentirá usted desbordarse en ella la oración, entre raudales de dulcísimo llanto!... Conque basta por hoy de palabras... y vamos a las obras. ¡Qué feliz será usted mañana a la noche! ¡Qué chasco va a llevarse Diego! Pues sí, señor; lo que hay que hacer es muy sencillo... Primeramente, y por razones que ya le explicó Lázaro, tiene usted que dar a los niños expósitos, antes de las nueve de la mañana, todo el caudal del conde de la Umbría, reservándose únicamente lo que a estas horas le quedaría al antiguo Fabián Conde de la legítima de su madre... ¿Estamos conformes?

-¡Cuente usted con ello! -respondió Fabián, besando las manos del padre Manrique-. ¡Muchísimas gracias por la justicia que me hace!... ¡Ese consejo es para mí una corona!

-Segundo... -continuó el anciano-. Tiene usted que renunciar el título de Conde..., la Secretaría de Legación..., la candidatura para la diputación a Cortes...

-¡Renunciado, padre, renunciado! Pero vamos al punto concreto de mi conflicto.

-Tercero: tiene usted que buscar a Lázaro inmediatamente y pedirle perdón por haberle injuriado de aquel modo... Usted no era Dios para juzgar ni castigar sus faltas... Y, por lo demás, usted está viendo que todos sus consejos eran saludables...

-¡Oh, sí..! ¡Esta misma noche iré a verlo! ¡Pobre Lázaro! ¡Quizás es también inocente! ¿No me condenan a mí las apariencias? ¡Un año sin saber de él! ¡Qué solo habrá vivido! ¡Qué solo puede haber muerto! ¡Con cuánta razón me acercaba yo anoche a su casa!... Pero, en fin, lo principal...

-Cuarto... -prosiguió el padre Manrique-. Tiene usted que escribir a don Jaime de la Guardia diciéndole que por respeto a la memoria de su digno hermano, cuya honra mancilló usted alevosamente, renuncia usted a la mano de Gabriela...

-¡Padre mío!... -exclamó el joven en son de protesta y rebelión, como el operado al sentir que el bisturí le llega a lo vivo.

-Hay que hacer más... -continuó el sacerdote-. Tiene usted que escribir a la misma Gabriela diciéndole que Diego lo acusa de haber atentado a la virtud de Gregoria; que, por más que esto sea una calumnia, no se considera usted merecedor de que nadie le crea inocente de tal pecado, ni digno del amor y la compañía de un ángel, y que, por tanto, desiste usted del proyectado casamiento...

-¡Padre! ¡Padre! -sollozó Fabián-. ¡Yo la adoro!... ¡Me es imposible obedecer a usted en este punto!

-¡Lo manda Dios! -repuso el jesuita, extendiendo la diestra como si jurara.

-¡Gabriela mía! -murmuró el joven, cubriéndose el rostro con las manos.

Y ardientes lágrimas corrieron por entre sus dedos.

-Realizadas todas estas cosas -continuó el anciano con enronquecida voz-, irá usted a ver a Diego, y le dirá: «Acabo de desprenderme de mi caudal, de mi título y de Gabriela..., y, si no he denunciado a los tribunales el delito que cometí en unión de Gutiérrez y del marqués de la Fidelidad, ha sido porque no me toca a mí acusarlos ni perderlos siendo mis prójimos, y porque yo no debo contribuir con actos positivos a la difamación de mi padre y de doña Beatriz de Haro... Pero puedes tú hacerlo, bien seguro de que yo mismo me constituiré en prisión y declararé la verdad ante mis jueces, tal y como la declaro en el papel que te entrego...» Y, con efecto, le entregará usted un papel en que humildemente confiesa todos sus crímenes; y si Diego lo pasa al juzgado, irá usted a la cárcel y a presidio, ¡donde también podrá usted recrearse en la contemplación de su alma y glorificarse con el amor de Dios! No he concluido... Si Diego insiste en batirse, se negará usted a ello, aunque el mundo lo juzgue cobardía... Si le hiere en una mejilla, le presentará usted la otra. Si lo escupe, si lo pisotea, le dirá usted: «Soy inocente del delito que me atribuyes; pero merezco que me trates de este modo.» Y si, por evento, sale usted vivo y libre de tales pruebas... ¡aquí le aguardo!... ¡venga usted a buscarme, y seguiremos hablando de Dios y del alma, hasta que me llegue la hora de ir a esperarle a usted en la otra vida!...

Fabián separó de su rostro las manos, enjugándose al mismo tiempo con ellas las últimas lágrimas, e irguió la descolorida frente, en la cual se veía ya el sello de sublime impavidez o de valerosa mansedumbre de los mártires.

-¡Acepto! -dijo finalmente, alargando una mano al padre Manrique-. ¡Pobre Gabriela mía!

-¡Gracias! -respondió el sacerdote, estrechando aquella mano entre las suyas.

Y callaron durante mucho tiempo, sin cambiar de actitud, ambos de pie en medio de la celda; el jesuita con los ojos clavados en el rostro de Fabián, y Fabián con la mirada vaga y perdida, cual si contemplase remotos horizontes...

Sonaron las diez.

El joven tembló, como volviendo a la vida... Miró en torno de sí, y sus ojos se posaron en el crucifijo de talla que había sobre la mesa... abalanzóse entonces hacia él, lo cogió con amoroso ademán, y púsose a contemplar a Jesús, diciéndole:

-Tú, Amigo del Hombre, Hermano de los desgraciados, padeciste muerte en cruz por las culpas ajenas. Yo voy a padecer por las mías... ¿Dónde habrá sacrificio igual al tuyo? Tú eras inocente, y podías demostrarlo y librarte así del suplicio... ¡Y preferiste morir, por dar a los hombres alto ejemplo de amor, de humildad y de fe en el Eterno Padre!... ¡Oh Cristo! Yo te he amado siempre... ¡Sostén mi corazón en la batalla que voy a emprender para hacerme digno de volver a besarte, como te beso, y de afiliarme bajo tu bandera!

Así habló, y llevándose a la boca los pies de Jesús Crucificado, estampó sobre ellos un ósculo ardentísimo, en que se sintió vibrar cuanto amor cabe dentro del alma humana.

El jesuita rezaba entretanto, contemplando la imagen del Redentor con piedad mucho más profunda y reverente.

-¡Adiós, padre mío! -exclamó Fabián, por último, abrazando al padre Manrique-. ¡Hasta después de la lucha, si escapo con vida!

-¡Piense usted en Dios! -replicó el sacerdote.

-¡Pensaré!... ¡Conozco que va a ayudarme!... ¡Conozco que ya alborea la luz de la fe en la noche de mí espíritu! ¡Cuando salga en ella ese sol de la inmortalidad, yo vendré o lo llamaré a usted desde dondequiera que me halle, para que me dé la absolución que todavía no merezco!

-¡Oh! ¡Vendrá usted! ¡Vendrá usted!... -respondió el jesuita, acompañando al joven hacia la puerta-. Mientras tanto, yo lo bendigo con toda mi alma, como otro humilde religioso bendecía a Cristóbal Colón al verlo salir de su convento para ir a descubrir el Nuevo Mundo a través de los mares... Usted va también a descubrir un mundo... ¡Usted va a descubrir el mundo que hay más allá del océano de la muerte! ¡Adiós, hijo de mi vida!

Y, así diciendo, el jesuita bendijo a Fabián repetidas veces.

Éste recibió de rodillas aquellas bendiciones, después de lo cual salió de la celda, exclamando:

-¡Hasta la vista, padre mío! ¡Pídale usted a Dios por mí!






ArribaAbajoLIBRO VII

El secreto de Lázaro



ArribaAbajoI

El palillero animado


Nadie que hubiese visto aquella tarde a Fabián Conde subir atribulado y dudoso la escalera del Convento de los Paúles lo habría reconocido en el momento de bajarla después de su larga conferencia con el padre Manrique. Diríase que el joven había vivido diez años durante aquellas seis horas. Su rostro ostentaba la melancólica paz y firmeza de quien ha llegado a la cumbre de la edad y abarca desde allí todo el horizonte de su vida, limítrofe ya de la que hay al otro lado de la muerte.

Al cruzar la meseta de la escalera, iluminada por dos farolillos que había delante de una Virgen, y pasar cerca de la pila de agua bendita en que no se atrevió por la tarde a mojar los dedos, detúvose también un instante...

Aquella pila era una breve concha de mármol amarillento, que se destacaba de la pared como una mano amiga, ofreciéndole el agua del Jordán...

El joven no reprimió esta vez los impulsos de su corazón, y, después de mirar en torno de sí y ver que estaba solo, se acercó lentamente a la humilde taza, y asomóse a ella como el peregrino del desierto a la cisterna en que piensa beber...

Quizás acababa de concebir el temor..., o la esperanza... (la duda, en fin), de si la pila estaría seca... Pero halló que estaba henchida del eterno rocío...

-¡Mírame si es que existes! -murmuró entonces el joven, alzando los ojos al cielo-. Mi limitada razón se recusa a sí misma ante la mera posibilidad de que estés contemplándome, y mi espíritu, que es otro misterio, te anticipa gustoso esta prueba de amor, de gratitud y humildad...

Y, así diciendo, sumergió en el agua bendita el pulgar y el índice, en forma de cruz, y se santiguó reverentemente.

-¡Quién reconocería en mí a Fabián Conde! -añadió luego sonriéndose-. ¡Ay! ¡Si Diego me hubiera visto santiguarme a solas con esta ansia de Fe, ya no dudaría de mi inocencia!...

-¡No tema nada!... -exclamó una voz al pie de la escalera, donde la oscuridad era muy grande.

-¿Quién me habla? -exclamó Fabián, lleno de un miedo indefinible.

-Soy yo... -continuó la voz misteriosa-; y digo que no tenga usía ninguna aprensión...; pues que hoy mismo he renovado el agua bendita.

Fabián, que había principiado a creerse en plena tragedia sobrenatural, se tranquilizó al reconocer la voz del portero...

-¡Cuidado con caer!... -prosiguió diciendo éste-. Agárrese usía al pasamanos... «¿Por qué se habrá detenido el señor conde en la escalera?» -me pregunté al sentir que cesaban los pasos...- Y era que usía estaba santiguándose y rezándole a Nuestra Señora del Consuelo... ¡Vaya, vaya! ¡Si no vuelvo del asombro! ¿Conque tan amigo era usía del reverendo padre Manrique?... ¿Por qué no me lo advirtió cuando le abrí la puerta?... Pero, ¡ya se ve!, ¡hay tanta clase de gente en el siglo! Por fortuna, yo me hice cargo de todo eso desde que supe que tomaban ustedes chocolate juntos y que la conversación duraba horas y horas... En cuanto al pobre niño, no tenga usía cuidado, que ha corrido por mi cuenta...

-¿Qué niño? -preguntó Fabián.

-El criado de usía...

-¡Jesús me valga; tiene usted razón!... ¿Cómo he podido olvidarme de que ese infeliz estaba sin comer y expuesto al frío, sin abrigo ninguno, con la crudísima noche que hace?...

-Tranquilícese el señor Conde... Cuando yo vi que se alargaban los oficios, le saqué a Juan una manta para que se liara, y le di pan y otras cosillas que tenía yo en mi alacena... ¡Ya somos muy amigos!... ¡Y cómo le quiere a usía el rapazuelo!...

-¡Ah! Tome usted..., tome usted... ¡Le suplico que lo tome!... -dijo Fabián, alargándole al viejo algunas monedas de oro.

-No, señor...; ¡no lo tomo! -contestó el portero con firmeza-. ¡Déjeme usía el gusto de haber hecho una pequeñísima obra de caridad!...

-¡Bien!... pero déjeme usted a mí el gusto de hacer otra... Con este oro puede usted...

-¡Yo no necesito nada, señor conde, sino una buena hora en que morir, y ésa no puede proporcionármela nadie más que Dios misericordioso!

-Podría usted dar limosnas...

-Pues delas usía, y es lo mismo... ¡De todos modos..., el provecho había de ser para su alma! Dios sigue el curso de cada moneda..., y sabe adónde van a parar hasta las hojas secas de los árboles.

-¡Buen discípulo del de arriba! -exclamó el joven, aludiendo sin duda al padre Manrique.

-¡Y del de más arriba! -repuso el viejo, pensando seguramente en Dios.

A todo esto, habían salido a la calle.

El groom no estaba ya envuelto en la manta, de la cual se había despojado apresuradamente al conocer que salía su amo.

-¡Pobre Juanito! -le dijo Fabián acariciándolo-. ¡Perdona el mal rato que te he hecho pasar!...

El niño miró al conde con asombro y hasta con terror, al verlo producirse de aquella manera. Se conocía que el sin ventura no había oído jamás una palabra cariñosa.

Principió, pues, a disculparse de haber aceptado los beneficios del portero, y a negar, como se niega un crimen, que hubiese pasado frío y hambre.

El conde se sintió humillado y avergonzado ante aquellos dos seres, que tan despreciables le habrían parecido algunas horas antes (dado que algunas horas antes se dignara fijar en ellos la atención), y exclamó aturdidamente:

-¡Vamos! ¡Vamos a casa! ¡Allí te dejaré, mi pobre Juanito, y encargaré que te cuiden como a un rey!... ¡Conque adiós, amigo mío! -añadió enseguida, dando la mano al portero y subiendo al coche-. ¡Hasta la vista! ¡Muchas gracias por todo! ¡Y perdone usted las molestias que le he causado!

Así diciendo, empuñó las riendas y la fusta, y puso el caballo al trote.

-¡Vaya usía con la Virgen! ¡Vaya usía con San Antonio! -se quedó diciendo el viejo, cuyas bendiciones y saludos no pudo menos de comparar nuestro joven con los silbidos y las pedradas que le lanzaron aquella tarde en la Puerta del Sol.

Así fue que dijo alborozadamente:

-Amigo Juan, ¡ya ves que no todo el mundo me detesta!...

El groom, o sea el palillero animado (como lo llamamos al principio), no comprendió aquellas palabras; sólo entendió que su amo volvía a hablarle con cariño, y contestó, quitándose el sombrero:

-Está muy bien, señor Conde.

Fabián se sonrió con dulzura, y, pasado que hubieron por la plazuela de Santo Domingo, donde aún había muchas máscaras, y entrando en la ya solitaria calle de Preciados, preguntó al lacayuelo:

-¿De dónde eres?

-De Lugo, señor Conde... -respondió Juanito más alentado.

-¿Cuánto tiempo hace que estás en mi casa?

-Dos años, señor conde.

-¿Y cuánto ganas?

-Diez duros... y vestido.

-Y dime... (pero dímelo de verdad): ¿tenías esta noche mucho frío y mucha hambre cuando te socorrió aquel viejo?

-¡Ca! ¡no, señor! Yo estoy acostumbrado a todo... ¡He pasado muchas hambres y muchos fríos en este mundo!

-Pues ¿cuántos años tienes?

-Catorce.

-¡Pobre veterano! -murmuró Fabián, mirándolo compasivamente.

En aquel momento cruzaban la Puerta del Sol, donde había mucha menos gente que por la tarde.

La vendedora de periódicos que insultó al joven llamándole conde postizo estaba en su puesto, pregonando el título de las publicaciones de aquella noche y el sumario de las más importantes noticias que contenían.

-¡Mañana pregonará mi deshonra! -pensó Fabián-. Y ¡quién sabe!... ¡tal vez pregone también mi muerte! ¡Yo te saludo, triste mujerzuela, personificación y vehículo de la opinión pública!... ¡Tú serás la ejecutora de la venganza de Diego! ¡Tú serás la trompeta del escándalo!

En la calle de Espoz y Mina volvió el joven a dirigir la palabra al groom.

-Juanito, ¿tienes padre? -le preguntó, afectando cierta indiferencia.

-No, señor.

-¿Y madre?

-Tampoco.

-¿Quién te trajo a Madrid?

-Nadie... Víneme detrás de unos arrieros.

-¿Y cómo te mantenías?

-Pidiendo limosna. Luego me recogió la policía y metióme en el Hospicio, donde aprendí a leer y a escribir. Pero escapéme, y un cochero, paisano mío, enseñóme a guiar... Ayudábale yo a limpiar los coches, y dábame él cuanto pan le sobraba. Entonces fue cuando el mayordomo de usía llevóme a su casa, donde lo paso muy bien..., muy bien...

-¿Y no te he tratado yo nunca con crueldad?

El galleguito miró espantado a su señor, cual si creyese que se había vuelto loco.

Fabián volvió a sonreír con infinita tristeza, y dijo para sí levantando los ojos al cielo:

-¡Qué mucho que esta criatura se asombre al oírme, si yo mismo no me conozco! ¡Ay! ¡En resumidas cuentas, lo que el padre Manrique me ha aconsejado es una especie de muerte parcial!

Con esto llegaron a la calle de Santa Isabel, donde vivía el joven, el cual echó pie a tierra después de entregar las riendas al groom, y le dijo, alargándole una carterita muy elegante:

-Juan: es muy posible que no nos volvamos a ver. En esta cartera hay más de veinte mil reales... Yo te los regalo. Vete a Lugo; compra un carruaje y un par de mulas, y dedícate a conducir viajeros. Después, cuando te cases, y seas muy dichoso con tu mujer y tus hijos, piensa alguna vez en mí..., y Dios te lo pagará...

Echóse a llorar el niño, y respondió alargando a su vez la cartera al conde la Umbría:

-¡Yo no quiero irme de la casa! ¿Qué daño le hice yo a usía para que me despida de este modo? Además, yo no puedo quedarme con este dinero... ¡Todo el mundo se figurará que lo he robado!

-Descuida, que yo le contaré la verdad a mi administrador, encargándole que te aconseje y dirija en todo. Ahora vete a cenar y a dormir...

Y, hablando de esta manera, Fabián penetró aceleradamente en su casa.

Juanito, más absorto y maravillado que nunca, le siguió con los ojos hasta que lo vio desaparecer.

Guardóse entonces el dinero, y murmuró con gravedad, encaminándose a la cochera:

-Pues, señor, no tengo más remedio que cumplir la orden... ¡Iréme a Lugo y buscaré novia!




ArribaAbajoII

Los protegidos de Lázaro


Fabián había subido entretanto a sus habitaciones, escrito apresuradamente una esquela, puéstose una capa, cogido cuanto oro y billetes del Banco encontró en sus gavetas (reuniendo así una cantidad de cinco o seis mil duros), y bajado de nuevo la escalera, diciendo al paso a sus criados:

-Llevad ahora mismo esta carta a casa de mi administrador. Si viniese alguien a buscarme, decidle que infaliblemente estaré aquí a las nueve de la mañana. No me esperéis esta noche.

-Advierto al señor conde, por si piensa ir al baile de máscaras -observó el ayuda de cámara-, que se le ha olvidado ponerse de frac...

Fabián se sonrió de nuevo amargamente, y no contestó ni una palabra.

-Irá a jugar... -expusieron sucesivamente algunos criados, cuando el joven hubo salido a la calle.

-Yo creo más bien -dijo el cocinero- que irá a escalar el convento en que está encerrada su futura esposa... ¡Todavía apuesto doble contra sencillo a que no se casa!

-¡Qué se ha de casar! -exclamaron los otros.

Fabián se dirigía entretanto a casa de Lázaro, temblando a la idea de si habría muerto, o de si no estaría en Madrid, o de si no le recibiría a aquella hora, o de si no le haría justicia después de oírle.

Según ya sabemos, la casa de Lázaro a secas se hallaba situada en una triste y herbosa calle del antiguo Madrid, a espaldas de la iglesia de San Andrés, paraje que, todavía hoy, se asemeja más a ciertos melancólicos barrios de Ávila o de Toledo, que al resto de la capital de la moderna España...

Llegado que hubo el joven a aquella silenciosa calle, se paró delante de un edificio (que bien podía haber sido palacio en la Edad Media, y cuyo portón, casi todo cubierto de enormes clavos, estaba cerrado como una tumba); y, empuñando una de sus macizas aldabas, llamó fuertemente.

Pasó mucho rato sin que contestaran... En cambio se abrió la única ventana de una casucha que había frente por frente del severo caserón, y Fabián vio que alguien le observaba desde allí, bien que procurando recatarse de la luz de la luna.

Aquella maniobra le pareció a nuestro joven muy propia de un barrio tan solitario y quieto, por lo que, encogiéndose de hombros con indiferencia, llamó otra vez al ferrado portón.

Cerróse entonces la ventana, y un momento después se abrió la puerta de la misma casilla, y apareció bajo su dintel un mancebo vestido de chaqueta, el cual avanzó lentamente hacia el conde en ademán confiado y pacífico.

Tampoco se alteró entonces Fabián, por grande que fuese su extrañeza, y se limitó a bajarse el embozo de la capa y levantar el rostro hacia la luna, a fin de que el desconocido saliese de su error, si por acaso lo había confundido con otra persona.

Pero sucedió a la inversa; pues el mancebo, que apenas tendría dieciséis años, exclamó en el mismo instante, haciendo un reverendo saludo:

-¡No me había equivocado!... ¡Y cuánto me alegro, señorito Fabián, de que vuelva usted a acordarse de mi padrino! ¡Si viera usted que solo estuvo durante su enfermedad del año pasado!... Mas ¿qué es esto? ¿No me conoce usted?

-No recuerdo... -contestó Fabián.

-Yo soy Pepe, el hijo del zapatero de viejo que trabaja de día en este portal... ¿No se acuerda usted? ¡Yo soy aquel chiquillo a quien don Lázaro enseñaba a leer y escribir!... Hoy doy yo lecciones a los muchachos del barrio, y ayudo a mi padre a sostener la familia... ¡Ah! ¡Don Lázaro fue siempre muy amigo nuestro!... Así es que, cuando vino tan malo cierta noche (por ahora hace un año), mi padre y yo ayudamos al portero y al aguador a curarlo y asistirlo... Una noche lo velaba el aguador, y yo lo velaba otra... Por cierto que, en el delirio de la calentura, todo era llamarlo a usted y nombrar a don Diego... Pero ¡qué!, ¡si parece que se han dado ustedes cita! El señorito Diego, después de más de un año de no parecer tampoco por aquí, ha pasado hoy toda la tarde con don Lázaro...

Fabián tembló al oír esa noticia.

-¿Y se ha marchado ya? -preguntó con honda inquietud.

-Sí, señor... Pero no tenga usted cuidado, que quedó en volver.

-¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Quién te lo ha dicho? -interrogó el joven con el mayor espanto.

-¡Le diré a usted!... -contestó el mozuelo-. Subía yo la escalera del palacio después del toque de oraciones, pues soy el encargado de repartir cada día las sobras de la comida de don Lázaro a los más necesitados de esta calle, cuando vi que don Diego se despedía de mi padrino, diciéndole: «No es menester que vayas a mi casa, yo vendré a verte.» Y por eso lo sé.

-¡Dios mío! -pensó Fabián, inclinando la cabeza-. ¡Ya se han coligado en mi daño!

-Pero, a todo esto... -continuó su interlocutor-, no sabe usted todavía por qué estoy aquí... Estoy aquí porque, al oír llamar tan a deshora en casa de mi padrino, recelé si sería alguna persona que viniese de malas... ¡Ah! ¡Yo daría con gusto mi vida por ahorrarle el más ligero sinsabor a don Lázaro!... ¡Es tan bueno! ¡Ha hecho tanto por mi padre y por mí!... Pero ya se oyen los pasos del portero, que baja... Sin duda el pobre viejo había subido a consultar si abría o no abría la puerta... ¡Oh!, ¡no haya temor!, ¡tenemos bien guardado a nuestro rey, al padre de los pobres, al justo entre los justos! Ya está el portón abierto... Muy buenas noches, señor don Fabián.

-Buenas noches, amigo mío... -respondió el aristócrata con mansedumbre-. Gracias por todo.

Y separóse del hijo del zapatero, murmurando melancólicamente:

-¡Y Diego y yo hacíamos burla de Lázaro porque prefería enseñar a ese joven a leer y escribir, al gusto de ir con nosotros al teatro!... ¡Cuánto le envidio hoy el cariño y el agradecimiento que aquella buena acción ha engendrado en el alma de su discípulo!... ¡Ah!, ¡yo no tengo quien me quiera de ese modo! ¡Verdad es que yo no he hecho en este mundo nada de que poder ufanarme!

Entró luego en el portal de la vetusta casa, donde el anciano portero lo acogió no menos jubilosamente que el flamante profesor de primeras letras.

-¡Gracias a Dios!... ¡Conque es usted!... -exclamó besándole las manos-. ¡Qué contento se va a poner mi señor!... ¡Y qué falta le ha hecho usted durante el último año! ¡Creí que se me moría! Pero ya se ha apiadado Dios de nosotros, y la alegría comienza a entrar en esta casa... ¡Todos..., todos vuelven en busca del varón ejemplar a quien he visto nacer, y que hoy me infunde tanta veneración y reverencia como si fuera mi padre! ¡Qué hombre, señor don Fabián, qué hombre!... ¡Cada día es más santo! ¡Cada día le queremos más los pocos que tenemos la dicha de verlo y de oírlo!

Fabián pensó en sus propios criados, y en la manera despreciativa y zumbona con que lo habían recibido ya dos veces aquel día (suponiéndole entregado de nuevo a criminales placeres, cuando acababa de abrir al dolor y a la virtud las puertas de su alma), y no pudo menos de decir en alta voz:

-¡Cada cual recoge en este mundo el fruto de sus obras! ¡El hombre de bien cosecha bendiciones, y el perverso y libertino, maldiciones y calumnias, engendradas por el escándalo!

-¡Así es! -contestó el portero, mientras que Fabián Conde subía la ancha y ruinosa escalera del palacio con tanto miedo como sonrojo.

Todavía halló a otro antiguo protegido de Lázaro antes de llegar al piso principal... Aquel ser fue aún más expresivo que el adolescente y que el portero; pues, no bien reconoció a nuestro joven, comenzó a hacerle caricias y fiestas, como dándole también las gracias y la bienvenida.

Era el perro favorito de Lázaro; aquel perro durante cuya enfermedad se abstuvo el entonces llamado hipócrita de ir con Fabián y con Diego a una jira campestre...

Por último, en lo alto de la escalera, aguardaba a Fabián un hombre con los brazos abiertos...

Pero (¡oh sorpresa!, ¡oh asombro!, ¡oh inesperado lance del destino!) ¡aquel hombre no era Lázaro!, ¡aquel hombre no era el antiguo amo de la casa, en favor de cuya virtud o inocencia iba declarando todo el mundo!...

Por el contrario, ¡aquel hombre era el famoso acusador de Lázaro, su enemigo, su terrible juez, el joven americano, en fin, que lo apellidó «infame, seductor, desheredado y cobarde» la tremenda noche en que logró arrancarle cierto misterioso retrato!

Es decir, aquel hombre era el marqués de Pinos y de la Algara. [




ArribaAbajoIII

Donde se demuestra que Lázaro no era hijo de su portero


Fácil es imaginarse la estupefacción de Fabián al verse recibido en tal casa por aquel mancebo, a quien suponía allende los mares...

Éste lo abrazó triste y gravemente, y le dijo:

-La Providencia me lo trae a usted, cuando ya desesperaba yo de encontrarlo... ¡Hace ocho días que busco a usted inútilmente por todo Madrid!

-¡Usted me buscaba! -exclamó Fabián con mayor asombro-. ¡Y usted me recibe con un abrazo!... Declaro que no lo comprendo... Por lo demás, todo el mundo sabe quién soy y dónde vivo...

-Recuerda usted, sin duda, al hablarme así -contestó dulcemente el joven-, que cuando nos despedimos aquella triste noche, me honró usted entregándome su tarjeta, aceptación eventual de un reto posible...

-Justamente... -repuso el llamado conde de la Umbría con tanta moderación como dignidad.

-Pues empiece usted por saber que la tarjeta se me perdió aquella misma noche al salir de esta casa...; lo cual me importó muy poco, dado que yo no pensaba en manera alguna desafiarle a usted...

Fabián saludó afectuosamente al marqués de Pinos, el cual prosiguió diciendo:

-Y en cuanto a su nombre de usted... perdóneme, se me olvidó por completo a las pocas horas de ocurrida aquella escena... ¡Tenía yo a la sazón cosas tan horribles en que pensar!

-Pero... ¡en fin!... -insinuó el puntilloso Fabián Conde, cediendo maquinalmente a su belicosa condición.

-A eso voy... Pues bien: como decía, hace una semana que estoy en Madrid, de regreso de Chile, buscando a usted por calles, teatros y paseos, seguro de que no se me despintaría su rostro -o el del otro caballero, que creo se llamaba Diego- si la casualidad me hacía tropezar con ustedes... Pero ¡nada! ¡Todas mis pesquisas eran inútiles! Y como, por otra parte, ni Lázaro ni el viejo portero consentían en darme luz alguna sobre el particular, ya estaba materialmente desesperado, cuando he aquí que ahora mismo, hallándome en el gabinete de Lázaro, entra agitadísimo el tal portero, y le dice: «¡Señor! ¡Señor! ¡Gran noticia! ¡Don Fabián Conde está llamando a la puerta de la calle! ¡Lo he visto por el ventanillo! ¿Abro?» «¡Le esperaba! -responde Lázaro-. Abra usted inmediatamente.» «¡Fabián Conde!... -exclamo yo recordando de pronto que era éste su nombre de usted...-. ¡El cielo me lo envía! ¡Al fin voy a poder descubrirle la verdad!» «¡Te prohíbo que lo veas! ¡Te prohíbo que le hables!» -grita Lázaro tratando de detenerme-. Pero yo soy más ligero que él; salgo de la habitación; cierro la puerta detrás de mí, dejándolo prisionero...; y aquí me tiene usted, pidiéndole por favor que me oiga antes de entrar a ver a mi hermano.

Fabián caminaba de sorpresa en sorpresa, y la última lo dejó un momento sin habla.

-¡Su hermano de usted! -exclamó por último-. ¿Lázaro es su hermano de usted?

-Mi hermano, sí, señor... -respondió el marqués de Pinos con amoroso orgullo-. Pero digo mal... -enseguida, cruzando las manos como si rezara-. ¡Lázaro es mi segundo Dios! ¡Lázaro es el hombre más grande, más digno, más generoso que haya existido jamás en el mundo! ¡Sólo a decírselo a usted y a su amigo Diego he venido esta vez de América, yo, que estampé aquella noche sobre la frente del mártir, y en presencia de ustedes, el hierro infamatorio de una atroz calumnia!

-¡Ah! ¡Dios lo sabe! -prorrumpió Fabián, vivísimamente conmovido-. ¡Dios sabe que, sin necesidad de su testimonio de usted, venía yo esta noche a abrazar a Lázaro y a decirle: «¡Juro que eres inocente!» ¡Lo sabe Dios, repito, y sábelo también el sacerdote a quien acabo de pedir consejo!

-Pero ¿qué? -repuso el joven americano-. ¿Usted conocía ya la verdad? ¿Usted sabía ya que Lázaro no era culpable? ¿Quién se la había dicho a usted?

-¡Mi propio corazón! ¡Mis propias desventuras! ¡La fe..., la misma fe que pido a Dios inspire a todas las almas para leer en el fondo de la mía!... ¡Ah! ¡Pobre Lázaro!... ¡Quiero verle, quiero pedirle perdón, quiero estrecharlo entre mis brazos!...

-Ya le verá usted... Pero antes debo referirle gravísimos secretos que el generoso Lázaro no contaría jamás...

-¡Ah, señor marqués!... ¡Yo no merezco saber nada!... Yo no tengo derecho a recibir cuentas de nadie... -expuso Fabián con amargura-. ¿Olvida usted acaso lo que me sucede?

-Lo ignoro de todo punto, amigo mío...

-¡Pues qué! ¿No ha visto usted aquí esta tarde a aquel Diego a quien conoció cuando a mí?

-¡Cómo! ¿El otro caballero ha estado también acá hoy?... ¡Luego con él ha sido con quien ha pasado Lázaro toda la tarde encerrado en su gabinete!... ¡Cuánto siento no haberlo sabido! ¡Le habría dado las mismas explicaciones que voy a darle a usted, y que abruman hace tres meses mi conciencia!

-¿De modo -insistió Fabián- que Lázaro no le ha contado a usted cosa alguna? ¿De modo que ignora usted lo que me pasa?

-¡Se lo aseguro bajo palabra de honor! ¡Ah! Mi hermano es un sepulcro..., no sólo para ocultar los secretos propios, sino para guardar los ajenos... ¡Mi hermano es un mar insondable de callados y sublimes dolores! ¡Mi hermano se parece a aquellos volcanes muertos de la olvidada Etruria, cubiertos hoy de agua, al través de cuyo inmóvil cristal se transparentan melancólicas ruinas de templos y ciudades! ¡El alma de mi hermano es inmensa y muda como la Eternidad, en que piensa a todas horas!

-¡Dios mío! ¡Y yo pude desconocerle tanto tiempo! -gimió Fabián-. ¡Y yo pude hacer escarnio de sus saludables máximas! ¡Y yo pude atribuirlas a hipocresía!¡Y yo lo maltraté inicuamente!...

-¡También yo! -repuso el joven chileno con mayor amargura-. ¡Y todo hubiera seguido en el mismo estado; nosotros calumniándolo y escarneciéndolo, y él sufriendo con paciencia nuestra injusticia, si Dios no se hubiera encargado de rehabilitarlo a mis ojos, y si yo no estuviese dispuesto, como lo estoy, a desgarrar todas las fibras de mi corazón refiriéndole a usted la gloriosísima historia del héroe a quien escupí en el rostro aquella noche!...

-¡Me asombra usted! -exclamó Fabián-. ¿Qué es ya mi merecido infortunio al lado del martirio? ¿Qué es ya la penitencia que tengo que cumplir, comparada con los inmerecidos tormentos que hemos hecho padecer a Lázaro? ¡Hable usted! ¡Hable usted! ¡Dios me depara esta lección y este ejemplo para fortalecer mi angustiado espíritu!...

-Sígame, pues, y escuche...; ¡que cuanto usted se imagine será poco al lado de la verdad!

Y, así diciendo, el marqués de Pinos condujo a Fabián a un aposento inmediato y le habló de la manera siguiente:




ArribaAbajoIV

El desheredado


«-Lázaro y yo somos hijos del opulento marqués de Pinos y de la Algara, natural de la isla de Puerto Rico y muerto en Chile hace dos años.

»El marqués estuvo casado dos veces: la primera, con una irlandesa de origen, nacida y criada en esta misma casa en que nos hallamos, e hija única del ya entonces difunto barón de O'Lein, emigrado de las Islas Británicas a consecuencia de sus exaltadísimos sentimientos católicos... De este primer matrimonio, que apenas duró año y medio, nació Lázaro, quien heredó, por consiguiente, el título de barón, el caudal, no muy importante, a él anejo, y este ruinoso palacio, comprado por el barón de O'Lein cuando se estableció en España.

»Muerta la madre de Lázaro, pero no todavía su abuela materna, obtuvo ésta del marqués de Pinos que dejase a su cuidado al tierno infante, quien fue educado primeramente en Madrid y después en un colegio católico de Irlanda, de la manera aprovechadísima que habrá usted podido notar en sus relaciones con mi sabio hermano.

»Había regresado entretanto a América el marqués de Pinos, y pasado a establecerse a Chile, donde muy luego contrajo segundas nupcias con una hermosísima criolla, que apenas tendría catorce años, de quien nací yo a esta triste vida...

»Perdóneme la emoción que me embarga. ¡Acabo de nombrar a mi madre..., y es horrible todo lo que tengo que contar respecto de ella!... Pero me lo manda Dios...; me lo mandó ella misma en su lecho de muerte...; el austero sacerdote que la asistió en su última hora la absolvió únicamente a condición de que yo publicaría sus culpas..., y ¡gracias que luego obtuve de aquel mismo sacerdote el que esta publicidad se redujese a los límites que le marcara Lázaro, el calumniado Lázaro, para desagravio de su honra!... Lázaro ha sido tan grande y tan generoso, que ha renunciado por completo a semejante satisfacción...; pero yo juzgo que, cuando menos, debo sincerarlo a los ojos de las dos personas en cuya presencia lo insulté y atropellé aquella infausta noche... No extrañe usted, pues, ni censure el oírme, como me va a oír, hablar de mi desdichada madre... ¡Cumplo una penitencia en su nombre!...

»Conque prosigo...»

-Permítame usted... -interrumpió Fabián Conde, quien oía al joven chileno con un interés y una ansiedad imponderables-. Aquel sacerdote... ¿era un anciano jesuita, llamado el padre Manrique?

-No, señor. Aquel sacerdote es joven todavía, y se llama el padre González. En cuanto a lo de jesuita, tengo seguridad de que lo es...

-Continúe usted..., y perdóneme la interrupción... -repuso Fabián-. ¡Hay tales analogías entre mis desgracias y las que adivino detrás de las salvedades que acaba usted de hacer; concuerdan y armonizan de tal modo los preceptos de aquel confesor con los que acaba de dictarme el padre Manrique, que me pareció que ambos sacerdotes eran uno solo!...

-Y uno son, en efecto...-replicó el marqués con gravedad superior a sus años-. En la Compañía de Jesús no hay más que un alma...: el alma de San Ignacio de Loyola.

Fabián miró al adolescente con cierta extrañeza.

-¿Qué? -dijo éste, recogiendo aquella mirada-. ¿Le causa a usted asombro que hable así el aturdido mozuelo que alborotó esta casa el año pasado? Pues sepa usted que consiste en que, desde la muerte de mi madre, ocurrida hace tres meses, me parece que he llegado a la vejez... Así es que sólo pienso en Dios y en mi alma...

-¡También usted! -suspiró Fabián de una manera indefinible.

Y los dos jóvenes quedaron contemplándose melancólicamente, hasta que, por último, dijo el marqués de Pinos:

-Continúo:

«Hace cinco años, cuando apenas tenía yo quince, mi padre nos anunció a mi madre y a mí que Lázaro llegaría a Chile al cabo de unos días, para vivir ya en adelante con nosotros. El joven barón de O'Lein (quiero decir, Lázaro) acababa de perder a su abuela materna; había terminado su carrera de ingeniero; hallábase solo en el triste suelo de Irlanda, y mi padre ardía en deseos de conocer a aquel otro hijo, a quien no había vuelto a ver desde que le dejó en la cuna, pero respecto del cual había recibido siempre los informes más laudatorios. Según aquellos informes, Lázaro era un prodigio de hermosura, de talento, de instrucción. Su retrato confirmaba el primer punto; tocante a los otros dos, sus cartas daban claro testimonio de que tales elogios no eran sino muy merecidos. Celebraban también sus profesores y algunos antiguos amigos de mi padre su severa moralidad, su fuerza hercúlea y su denodado valor, contando a este propósito muchos rasgos que lo honraban y enaltecían a todas luces.

»Semejantes noticias entusiasmaron poco a poco a mi padre, al extremo de inquietar a su esposa con relación a mí. ¡Había yo sido hasta entonces el ídolo y encanto del marqués, a quien no sin justicia hubiera podido acusarse durante muchos años de no recordar que en Europa tenía otro hijo...; y mi madre, al ver la súbita adoración que se despertó en el alma de su marido hacia aquel fruto de sus primeras nupcias, temió que yo perdiese terreno en el aprecio paternal... y que ella misma fuese pospuesta al recuerdo de la primitiva consorte!...

»No amaba mi madre a mi padre... (¡Ay Dios!... ¡Llegó el momento de las confesiones dolorosas!) No lo amaba, digo, como él a ella... Él estaba materialmente hechizado por la peregrina hermosura de aquella hija de los Andes y de las brisas del Pacífico; pero ya era casi viejo, y mi madre sólo veía en él al aristócrata que había halagado su orgullo ennobleciéndola; al millonario que, por obtener una sonrisa, ponía a sus pies todos sus tesoros, como un esclavo ante una sultana, y al padre, loco de amor por el hijo habido en ella, cuanto descastado e insensible para con el que otra mujer le había dado.

»Todo esto lo he discernido o me lo han contado últimamente... Pero cuando Lázaro llegó a Chile, y, aun después, cuando yo vine a Madrid el año anterior, todavía estaba a ciegas respecto de los verdaderos sentimientos de mi madre... ¡Era mi madre..., y yo la creía perfecta!... ¡Yo la idolatraba, como ella a mí!... ¿Por qué no morí entonces?...

»El mero anuncio de que Lázaro iba a vivir con nosotros, produjo en mi casa horrorosas reyertas... Pero mi padre se mantuvo firme por primera vez ante la tiránica voluntad de su esposa, y yo principié a sentir odio hacia aquel desconocido hermano mío, que abortaba el infierno para hacer derramar a mi madre las primeras lágrimas...

»Llegó Lázaro finalmente..., y, con gran asombro, vi que lejos de tomar incremento la disensión doméstica, calmóse como por ensalmo. Mi padre lo atribuyó (y así solía decirlo) a la bondad y al talento del joven barón, 'que había desarmado los celos MATERNALES de su madrastra'; y en cuanto a mi madre, reparé que, efectivamente, dejó de hablarme mal de mi hermano, con quien, lejos de ello, se mostraba solícita y cariñosa...

»¿Qué le diré a usted relativamente a la persona misma de Lázaro? Usted lo conoce hace tiempo; ¡pero había que verlo entonces, cuando todavía no estaba amargado por la vida! Como figura material era un querubín, y su corazón rebosaba la alegría y la dulzura que hoy le faltan, y que suple su resignación infinita. Gracioso, confiado, afable con todos, sabio y modesto en sus discursos, y fácil y complaciente cual si no tuviese gusto propio, no tardé en verme prendado de él, en tanto que él me demostraba un cariño casi paternal, como en compensación del que me hubiese retirado mi padre.

»Así las cosas, y cuando apenas haría un mes que estaba entre nosotros, desapareció mi hermano súbitamente, sin despedirse de nadie y sin que se adivinaran el motivo de su fuga ni el lugar adonde se había encaminado. Nadie le vio partir...; por lo que, durante dos o tres días, temióse que los indios próximos a nuestra hacienda lo hubiesen sorprendido en la hamaca donde solía dormir las primeras horas de la noche bajo un dosel de pomposos árboles...; o que, habiéndose internado en las selvas vecinas, lo hubiesen devorado los jaguares...

»Todo era, pues, en la casa lágrimas y sollozos, pesquisas y conjeturas, cuando mi madre, que no había llorado ni gemido por aquella aparente desgracia, sino limitádose a consolar a mi padre, llegóse a él con una carta abierta en ocasión que yo estaba presente, y le dijo con indignado acento:

»-El cartero acaba de traerte esta carta de Lázaro, fechada en Valparaíso. Yo la he abierto por si contenía alguna mala nueva; pero no dice nada que pueda inquietarte ni afligirte, sino, por el contrario, te da una buena noticia.

»-¿Qué noticia? -preguntó mi padre, lleno de ansiedad.

»-La de que el peor de los hijos y el más infame de los hombres, en lugar de levantarse la tapa de los sesos después de la indignidad en que incurrió hace pocos días, se ha contentado con librarnos de su presencia, embarcándose para Europa.

»-¿A qué indignidad aludes? -gritó mi padre con mayor agitación-. Retírate, Juan... -prosiguió, dirigiéndose a mí-. Tu madre y yo tenemos que hablar solos...

»-¡Quédate, hijo mío!... -exclamó al mismo tiempo mi madre-. ¡Yo te lo mando! Ya eres un hombre, y necesito que sepas de hoy para siempre quién es el hermano que tienes en el mundo, por si vuelves a tropezar con él durante tu vida...

»Yo obedecí y me quedé.

»-¡A ver esa carta! -había dicho mi padre entretanto, apoderándose de ella-. ¡Sepamos lo que dice! ¡Tus palabras y tu rostro me llenan de terror!

»La carta decía así:

»'Padre de mi corazón: Perdóneme usted el desacato de mi fuga... He querido ahorrarle a usted la aflicción de una despedida acaso eterna. No me avengo a vivir en Chile, y salgo para Europa en un vapor que estará cruzando los mares cuando llegue a usted esta carta.

»'Adiós, padre mío. Reciba usted toda el alma de su hijo,

LÁZARO.'

»-Fáltame ahora... -dijo mi padre cuando hubo acabado de leer, y pudiendo a duras penas contener el llanto-; fáltame ahora enterarme de esa indignidad a que te refieres.

»-Te la diré en una sola frase; pues hay palabras que abrasan los labios... '¡Tu hijo Lázaro me ha requerido de amores!'

»-¡Jesús! -exclamó mi padre.

»Y quiso levantarse; no pudo tenerse, y cayó otra vez en el sillón como muerto.

»Yo corrí hacia mi madre; la estreché entre mis brazos, y le dije:

»-¡Dime si quieres la cabeza del infame! ¡Yo iré por ella a Europa y la arrojaré a tus plantas!

»Mi madre me miró con inmensa ternura... Sonrióse dulcemente, y cubrió mi rostro de besos.

»-No es menester... -me dijo-. ¡Bien castigado está!

»Al día siguiente de esta escena, mi padre nos leyó a mi madre y a mí una carta que escribía a Lázaro, concebida en estos términos:

»'Monstruo, a quien llamé hijo:

»'Has atentado a la honestidad de mi esposa, es decir, a la honestidad de tu madre.

»'Si yo no me debiera a su amor y al de mi verdadero hijo, correría todo el mundo para quitarte la vida que te di.

»'Pero estoy enfermo, o más bien herido de tu parricida mano; conozco que moriré muy pronto, y quiero lanzar el último suspiro al lado de los que me aman.

»'No escaparás, sin embargo, a mi justa cólera, pues el cielo se encargará de vengarme; y para que así lo haga, yo te maldigo una y mil veces, renegando de ti a la faz de Dios y de los hombres.

EL MARQUÉS DE PINOS Y DE LA ALGARA.'

»Cuando mi padre hubo acabado de leer esta formidable carta, y en medio del terror que me produjo, oí que mi madre le decía:

»-¡Ten entendido que el inicuo te escribirá defendiéndose, mintiendo, calumniándome, desgarrándote el corazón con nuevas heridas!...

»-¡Yo no leeré sus defensas!... ¡Yo no abriré sus cartas... -contestó mi padre en el colmo de la indignación-. ¡Para mí ha muerto ya el réprobo! ¡Al maldecirlo, como lo he maldecido, lo he matado en lo profundo de mi alma!

»¡Asómbrese usted! ¡Pasaron meses..., pasó hasta un año, y Lázaro no contestó a aquella carta!... ¡Y, sin embargo, era indudable que la había recibido..., pues mi padre se la envió duplicada a los cónsules de Chile en Dublín y en Madrid, y este último se la entregó en su propia mano!

»Por el mismo cónsul supimos mi madre y yo (mi padre no volvió a hablar ni a permitir que le hablaran de Lázaro) que el mísero se había establecido en Madrid, en la casa donde estamos; que no usaba su título de barón de O'Lein, ni hacía ostentación del mediano caudal, más que suficiente para un hombre solo, que había heredado de su madre, y que no tenía otra servidumbre que un antiguo criado de sus abuelos maternos, encargado hacía ya medio siglo de la portería de esta especie de palacio encantado.

»Mi padre no volvió a gozar día de salud después del horrible suceso que acabo de referir, y al cabo de dos años murió de tristeza y consunción. Su último aliento fue para murmurar de una manera espantosa: '¡Yo le maldigo!'

»Finalmente: cuando quince días después se abrió su testamento en consejo de familia, y hallándose también presente el cónsul español (pues mi padre conservó siempre su primitiva nacionalidad), viese que contenía esta tremenda cláusula, escrita al tenor de una Ley de Partida:

»'AL ADÚLTERO, INCESTUOSO, PARRICIDA, QUE NO MERECE SER HIJO MÍO, LÁZARO DE MONCADA, HABIDO EN MI MATRIMONIO CON LA DIFUNTA BARONESA DE O'LEIN, DESHERÉDOLO POR EL AGRAVIO QUE ME HIZO ATENTANDO A LA HONESTIDAD DE SU MADRASTRA, MI MUY QUERIDA ACTUAL ESPOSA.'

»Sabrá usted, señor don Fabián, que, para la validez de los heredamientos, es preciso que el testador o el heredero ganancioso prueben la justa causa de tan terrible disposición, y que, por ende, quédale siempre al desheredado el derecho de interponer la acción de inoficioso testamento... Pues bien: Lázaro, a quien se notificó debidamente la última voluntad de mi padre, no reclamó, no protestó, no dijo una palabra siquiera, ni en los tribunales ni fuera de ellos..., todo esto con gran asombro de mi madre y mío, que temíamos vernos envueltos en litigios interminables.

»Este proceder de Lázaro irritaba más y más el odio de mi madre hacia él; y aun yo mismo, atribuyendo a desprecio o a falta absoluta de sentido moral aquella glacial indiferencia, soñaba con venir a Europa a pisotear al que parecíame entonces una venenosa serpiente...

»Otra razón me impulsaba a venir en busca de Lázaro, y era el deseo de recobrar un magnífico retrato de mi pobre padre, hecho por uno de los más afamados pintores de Madrid, cuando el marqués de Pinos estaba casado con la baronesa de O'Lein, retrato que pertenecía a esta casa; que se hallaba, por consiguiente, en poder del desheredado, y a cuya posesión me creía yo con mejor derecho que él.

»Aquí entra, en el orden cronológico de los sucesos, la terrible escena que usted y Diego presenciaron aquella noche, y la cual queda (pienso yo) suficientemente explicada y aun justificada por lo que a mí toca. Voy a desvirtuarla ahora con relación a Lázaro..., y ¡téngame Dios en cuenta el dolor que ha de causarme lo que me queda por referir!...

»Cuando regresé a Chile portador del retrato de mi padre y con la cruel satisfacción de haber visto a mis plantas al hombre a quien tanto aborrecía entonces, mi madre, que había hecho esfuerzos inmensos para impedir mi venida a Europa, quedó profundamente sorprendida al oírme contar los pormenores de mi entrevista con Lázaro...

»'-Y ¿no se ha defendido? -me preguntaba con insistencia-. ¿No me ha acusado a su vez? ¿No me ha calumniado? ¿No ha negado siquiera la veracidad de mi delación?

»'-¡Nada, madre mía!... ¡No ha hecho más que llorar y arrastrarse por los suelos! ¡Es tan cobarde como malvado! Lo único que no acierto a explicarme es el empeño que ponía en conservar el retrato de aquel mismo padre a quien tan villanamente había ofendido... ¡Todo le importaba poco con tal que le dejase el retrato..., y eso que lo tenía arrollado y escondido en un armario, como arrumbado objeto o como hurtada prenda que no se atrevía a lucir...'

»Mi madre guardó silencio...; dijo que se sentía indispuesta, y se retiró a sus habitaciones. Aquel día no comió. Al otro se quedó en la cama, e hizo llamar al médico. El médico la halló bien, y le dijo que sólo tenía una poca pasión de ánimo... ¡Pero pasión de ánimo fue, que minó poco a poco su salud y marchitó su hermosura; que la hizo encanecer en pocos meses, cuando no contaba treinta y cuatro años; que pronto le causó una total inapetencia, como la que había padecido mi padre, y que acabó por producirle una consunción mucho más rápida y desastrosa!...

»No tardó, pues, en llegar la hora de su muerte...

»Aunque nunca había sido muy devota... (¡he dicho a usted que tengo la obligación de contárselo todo!), ya hacía una semana que había pedido confesión y que el padre González celebraba con ella largas conferencias de día y de noche..., mas sin que por esto se procediese a administrarle el Viático..., lo cual hacía suponer que la confesión no se había formalizado o no se había concluido... Pero llegó, repito, su última hora, y entonces el padre González, que llevaba aquel día mucho tiempo de estar encerrado con la moribunda, y a quien ya se había oído gritar varias veces: '¡Hermana, mire usted que luego será tarde para obtener la absolución!', salió al fin de la alcoba y me participó que mi madre deseaba confesar un gran pecado en presencia mía y de siete testigos...

»¡Permita usted a mi sonrojo suprimir detalles y circunstancias!... La confesión pública de mi madre se redujo a decir: que Lázaro era inocente; que ella se enamoró perdidamente de él tan luego como le vio y le oyó hablar; que ella fue también quien una noche (la misma noche en que se fugó mi hermano) se acercó a la hamaca en que éste dormía al aire libre, y lo requirió osadamente de amores..., y que, horrorizado Lázaro, dio un grito diciendo: '¡Ah, pobre padre mío!¡No sepas jamás cuán desgraciado eres!...', y huyó como José, dejándola loca de amor y de espanto...

»Después de esta horrenda confesión, tornó los ojos hacia mí la que me había llevado en sus entrañas, y me dijo:

»'-No como madre tuya..., pues no merezco invocar tan sagrado título, sino como pecadora que va a comparecer ante el tribunal de Dios, te pido que me perdones, y que vayas a España a impetrar para mí el perdón de Lázaro... ¡Rehabilítalo; devuélvele su limpio honor, su título y su hacienda!...; y si para lograrlo es menester publicar mi pecado a la faz de todos los hombres, publícalo, Juan de mi alma, publícalo...; que el mundo te bendecirá por ello, como yo te bendeciré desde el cielo... cuando Dios me haya perdonado...'

»'-¡Yo te perdono en su nombre!' -exclamó entonces el padre González.

»Y la absolvió en nuestra presencia...

»Mi madre inclinó la frente y exhaló el último suspiro.»

. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .      Cuando Juan de Moncada (que no ya para los lectores el marqués de Pinos) pronunció esta postrera frase, faltábale también el aliento... Lanzó, pues, un gemido y sepultó la cabeza entre las manos.

Fabián se había puesto de pie, y revelaba en su semblante una admiración, un entusiasmo, una plenitud de sublimes emociones, tal posesión, en fin, de su propio espíritu, que parecía un vencedor en el momento de la apoteosis...

-¡Existe el alma! -pronunció llevándose ambas manos al pecho, dilatado como si fuese a estallar-. ¡Existe el alma! ¡La siento aquí!... ¡Siento que se abrasa de celos, de emulación, de noble envidia por hacer lo mismo que ha hecho el alma de Lázaro! Pero ¡Dios de bondad!, ¡cuánto más amarga era su situación que la mía!... ¡Él había sido siempre bueno!, ¡él tenía derecho a que lo creyeran!, ¡él podía defenderse!... ¡Y él abrazó voluntariamente el martirio!... ¿Estaba, por ventura, obligado a tanto?

El hermano del desheredado levantó la cabeza y exclamó:

-¡Óigale usted respecto a eso! ¡Hay que oírlo, como lo he oído!... ¡El propio Jesús parece hablar por sus labios, como habló un día por los del insigne autor de La Imitación!

-¡Oh!, ¡se lo suplico a usted!... ¡Vamos ya! ¡Vamos a verle! -exclamó Fabián Conde, encaminándose a la puerta.

-Lo verá usted solo. Yo no debo importunar a ustedes... Además..., ¡mi corazón está chorreando sangre después de cuanto acabo de referir!... Sígame usted.

Y, dichas por Juan estas palabras, salieron ambos jóvenes de aquel aposento, cruzaron varios salones, y llegaron a uno, delante de cuya puerta se detuvo Fabián reverentemente.

-Lo recuerdo... -dijo-. ¡Este es su cuarto!

Y pasó delante de su guía.

Pero Lázaro no estaba allí.

Juan, que entraba entonces dando muestras de igual respeto, señaló a una puertecilla algo disimulada que había a la mitad de aquel salón, y murmuró en voz baja:

-Por aquí, señor don Fabián... Yo me retiro. Arriba hallará usted cerrada la puerta (pues ya he dicho que me ha sido forzoso aprisionar al calumniado para que me deje defenderlo); pero la llave está en la cerradura... Muy buenas noches...

-Advierto a usted -observó Fabián delicadamente- que ni Diego ni yo hemos entrado nunca ahí... y que, por el contrario, varias veces creímos notar que Lázaro nos vedaba con su actitud hasta el hacernos cargo de que existía esa puerta...

-¡Aquellos eran otros tiempos! -respondió el adolescente-. Pase usted sin cuidado... ¡Lázaro no tendrá ya secretos para usted, pues que yo acabo de contarle a usted todos los de su gloriosa vida!

Y con esto saludó otra vez a Fabián, y se retiró por donde había venido.

Fabián empujó la puerta misteriosa.