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Donde se declara quién fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza

Dice Cide Hamete, puntualísimo escudriñador de los átomos desta verdadera historia, que al tiempo que doña Rodríguez salió de su aposento para ir a la estancia de don Quijote, otra dueña que con ella dormía lo sintió, y que como todas las dueñas son amigas de saber, entender y oler, se fue tras ella, con tanto silencio, que la buena Rodríguez no lo echó de ver; y así como la dueña la vio entrar en la estancia de don Quijote, porque no faltase en ella la general costumbre que todas las dueñas tienen de ser chismosas, al momento lo fue a poner en pico a su señora la Duquesa, de cómo doña Rodríguez quedaba en el aposento de don Quijote. La Duquesa se lo dijo al Duque, y le pidió licencia para que ella y Altisidora viniesen a ver lo que aquella dueña quería con don Quijote; el Duque se la dio, y las dos, con gran tiento y sosiego, paso ante paso, llegaron a ponerse junto a la puerta del aposento, y tan cerca, que oían todo lo que dentro hablaban; y cuando oyó la Duquesa que Rodríguez había echado en la calle el Aranjuez de sus fuentes, no lo pudo sufrir, ni menos Altisidora, y así, llenas de cólera y deseosas de venganza, entraron de golpe en el aposento, y acrebillaron a don Quijote y vapularon a la dueña del modo que queda contado; porque las afrentas que van derechas contra la hermosura y presunción de las mujeres despiertan en ellas en gran manera la ira y enciende el deseo de vengarse. Contó la Duquesa al Duque lo que le había pasado, de lo que se holgó mucho, y la Duquesa, prosiguiendo con su intención de burlarse y recibir pasatiempo con don Quijote, despachó al paje que había hecho la figura de Dulcinea en el concierto de su desencanto (que tenía bien olvidado Sancho Panza con la ocupación de su gobierno) a Teresa Panza su mujer, con la carta de su marido, y con otra suya, y con una gran sarta de corales ricos presentados.

Dice, pues, la historia, que el paje era muy discreto y agudo, y con deseo de servir a sus señores, partió de muy buena gana al lugar de Sancho; y antes de entrar en él, vio en un arroyo estar lavando cantidad de mujeres, a quien preguntó si le sabrían decir si en aquel lugar vivía una mujer llamada Teresa Panza, mujer de un cierto Sancho Panza, escudero de un caballero llamado don Quijote de la Mancha; a cuya pregunta se levantó en pie una mozuela que estaba lavando, y dijo:

-Esa Teresa Panza es mi madre; y ese tal Sancho, mi señor padre; y el tal caballero, nuestro amo.

-Pues venid, doncella -dijo el paje-, y mostradme a vuestra madre; porque le traigo una carta y un presente del tal vuestro padre.

-Eso haré yo de muy buena gana, señor mío -respondió la moza, que mostraba ser de edad de catorce años, poco más a menos.

Y dejando la ropa que lavaba a otra compañera, sin tocarse ni calzarse, que estaba en piernas y desgreñada, saltó delante de la cabalgadura del paje, y dijo:

-Venga vuesa merced; que a la entrada del pueblo está nuestra casa, y mi madre en ella, con harta pena por no haber sabido muchos días ha de mi señor padre.

-Pues yo se las llevo tan buenas -dijo el paje- que tiene que dar bien gracias a Dios por ellas.

Finalmente, saltando, corriendo y brincando, llegó al pueblo la muchacha, y antes de entrar en su casa dijo a voces desde la puerta:

-Salga, madre Teresa, salga, salga; que viene aquí un señor que trae cartas y otras cosas de mi buen padre.

A cuyas voces salió Teresa Panza su madre, hilando un copo de estopa, con una saya parda. Parecía, según era de corta, que se la habían cortado por vergonzoso lugar; con un corpezuelo asimismo pardo y una camisa de pechos. No era muy vieja, aunque mostraba pasar de los cuarenta, pero fuerte, tiesa, nervuda y avellanada; la cual, viendo a su hija, y al paje a caballo, le dijo:

-¿Qué es esto, niña? ¿Qué señor es éste?

-Es un servidor de mi señora doña Teresa Panza -respondió el paje.

Y diciendo y haciendo, se arrojó del caballo y se fue con mucha humildad a poner de hinojos ante la señora Teresa, diciendo:

-Déme vuesa merced sus manos, mi señora doña Teresa, bien así como mujer legítima y particular del señor don Sancho Panza, gobernador propio de la ínsula Barataria.

-¡Ay, señor mío, quítese de ahí: no haga eso -respondió Teresa-; que yo no soy nada palaciega, sino una pobre labradora, hija de un estripaterrones, y mujer de un escudero andante, y no de gobernador alguno!

-Vuesa merced -respondió el paje- es mujer dignísima de un gobernador archidignísimo; y para prueba desta verdad, reciba vuesa merced esta carta y este presente.

Y sacó al instante de la faldriquera una sarta de corales con extremos de oro, y se la echó al cuello, y dijo:

-Esta carta es del señor gobernador, y otra que traigo y estos corales son de mi señora la Duquesa, que a vuesa merced me envía.

Quedó pasmada Teresa, y su hija ni más ni menos, y la muchacha dijo:

-Que me maten si no anda por aquí nuestro señor amo don Quijote, que debe de haber dado a padre el gobierno o condado que tantas veces le había prometido.

-Así es la verdad -respondió el paje-: que por respeto del señor don Quijote es ahora el señor Sancho gobernador de la ínsula Barataria, como se verá por está carta.

-Léamela vuesa merced, señor gentilhombre -dijo Teresa-; porque aunque yo sé hilar, no sé leer migaja.

-Ni yo tampoco -añadió Sanchica-; pero espérenme aquí; que yo iré a llamar quien la lea, ora sea el Cura mesmo, o el bachiller Sansón Carrasco, que vendrán de muy buena gana, por saber nuevas de mi padre.

-No hay para qué se llame a nadie; que yo no sé hilar, pero sé leer, y la leeré.

Y así, se la leyó toda, que por quedar ya referida, no se pone aquí, y luego sacó otra de la Duquesa, que decía desta manera:

Amiga Teresa: Las buenas partes de la bondad y del ingenio de vuestro marido Sancho me movieron y obligaron a pedir a mi marido el Duque le diese un gobierno de una ínsula, de muchas que tiene. Tengo noticia que gobierna como un girifalte, de lo que yo estoy muy contenta, y el Duque mi señor, por el consiguiente; por lo que doy muchas gracias al cielo de no haberme engañado en haberle escogido para el tal gobierno; porque quiero que sepa la señora Teresa que con dificultad se halla un buen gobernador en el mundo, y tal me haga a mí Dios como Sancho gobierna.

«Ahí le envío, querida mía, una sarta de corales con extremos de oro: yo me holgara que fuera de perlas orientales; pero quien te da el hueso, no te querría ver muerta: tiempo vendrá en que nos conozcamos y nos comuniquemos, y Dios sabe lo que será. Encomiéndeme a Sanchica su hija, y dígale de mi parte que se apareje, que la tengo de casar altamente cuando menos lo piense.

«Dícenme que en ese lugar hay bellotas gordas: envíeme hasta dos docenas; que las estimaré en mucho, por ser de su mano, y escríbame largo, avisándome de su salud y de su bienestar; y si hubiere menester alguna cosa, no tiene que hacer más que boquear; que su boca será medida, y Dios me la guarde. Deste lugar.

«Su amiga, que bien la quiere
La Duquesa.»

-¡Ay -dijo Teresa en oyendo la carta-, y qué buena y qué llana y qué humilde señora! Con estas tales señoras me entierren a mí, y no las hidalgas que en este pueblo se usan, que piensan que por ser hidalgas no las ha de tocar el viento, y van a la iglesia con tanta fantasía como si fuesen las mesmas reinas, que no parece sino que tienen a deshonra el mirar a una labradora; y veis aquí donde esta buena señora, con ser duquesa, me llama amiga, y me trata como si fuera su igual; que igual la vea yo con el más alto campanario que hay en la Mancha. Y en lo que toca a las bellotas, señor mío, yo le enviaré a su señoría un celemín, que por gordas las pueden venir a ver a la mira y a la maravilla. Y por ahora, Sanchica, atiende a que se regale este señor: pon en orden este caballo, y saca de la caballeriza güevos, y corta tocino adunia, y démosle de comer como a un príncipe; que las buenas nuevas que nos ha traído y la buena cara que él tiene lo merece todo; y en tanto, saldré yo a dar a mis vecinas las nuevas de nuestro contento, y al padre Cura y a maese Nicolás el barbero, que tan amigos son y han sido de tu padre.

-Sí haré, madre -respondió Sanchica-; pero mire que me ha de dar la mitad desa sarta; que no tengo yo por tan boba a mi señora la Duquesa, que se la había de enviar a ella toda.

-Todo es para ti, hija -respondió Teresa-; pero déjamela traer algunos días al cuello; que verdaderamente parece que me alegra el corazón.

-También se alegrarán -dijo el paje- cuando vean el lío que viene en este portamanteo, que es un vestido de paño finísimo que el gobernador sólo un día llevó a caza, el cual todo le envía para la señora Sanchica.

-Que me viva él mil años -respondió Sanchica-, y el que lo trae, ni más ni menos, y aún dos mil, si fuere necesidad.

Salióse, en esto, Teresa fuera de casa, con las cartas, y con la sarta al cuello, y iba tañendo en las cartas como si fuera en un pandero; y encontrándose acaso con el Cura y Sansón Carrasco, comenzó a bailar y a decir:

-¡A fee que agora que no hay pariente pobre! ¡Gobiernito tenemos! ¡No, sino tómese conmigo la más pintada hidalga; que yo la pondré como nueva!

-¿Qué es esto, Teresa Panza? ¿Qué locuras son éstas, y qué papeles son ésos?

-No es otra la locura sino que éstas son cartas de Duquesas y de gobernadores, y estos que traigo al cuello son corales finos las avemarías, y los padresnuestros son de oro de martillo, y yo soy gobernadora.

-De Dios en ayuso, no os entendemos, Teresa, ni sabemos lo que os decís.

-Ahí lo podrán ver ellos -respondió Teresa.

Y dioles las cartas. Leyólas el cura de modo que las oyó Sansón Carrasco, y Sansón y el cura se miraron el uno al otro, como admirados de lo que habían leído, y preguntó el bachiller quién había traído aquellas cartas. Respondió Teresa que se viniesen con ella a su casa y verían el mensajero, que era un mancebo como un pino de oro, y que le traía otro presente que valía más de tanto. Quitóle el cura los corales del cuello, y mirólos y remirólos, y certificándose que eran finos, tornó a admirarse de nuevo y dijo:

-Por el hábito que tengo que no sé qué me diga ni qué me piense de estas cartas y destos presentes: por una parte, veo y toco la fineza de estos corales, y por otra, leo que una Duquesa envía a pedir dos docenas de bellotas.

-¡Aderézame esas medidas! -dijo entonces Carrasco-. Agora bien, vamos a ver al portador deste pliego, que dél nos informaremos de las dificultades que se nos ofrecen.

Hiciéronlo así, y volvióse Teresa con ellos. Hallaron al paje cribando un poco de cebada para su cabalgadura, y a Sanchica cortando un torrezno para empedrarle con güevos y dar de comer al paje, cuya presencia y buen adorno contentó mucho a los dos; y después de haberle saludado cortésmente, y él a ellos, le preguntó Sansón les dijese nuevas así de don Quijote como de Sancho Panza; que puesto que habían leído las cartas de Sancho y de la señora Duquesa, todavía estaban confusos y no acababan de atinar qué sería aquello del gobierno de Sancho, y más de una ínsula, siendo todas o las más que hay en el mar Mediterráneo de su Majestad. A lo que el paje respondió:

-De que el señor Sancho Panza sea gobernador, no hay que dudar en ello; de que sea ínsula, o no, la que gobierna, en eso no me entremeto; pero basta que sea un lugar de más de mil vecinos; y en cuanto a lo de las bellotas, digo que mi señora la Duquesa es tan llana y tan humilde...,-que no decía él enviar a pedir bellotas a una labradora; pero que le acontecía enviar a pedir un peine prestado a una vecina suya-. Porque quiero que sepan vuestras mercedes que las señoras de Aragón, aunque son tan principales, no son tan puntuosas y levantadas como las señoras castellanas: con más llaneza tratan con las gentes.

Estando en la mitad destas pláticas, saltó Sanchica con un halda de güevos, y preguntó al paje:

-Dígame, señor: ¿mi señor padre trae por ventura calzas atacadas después que es gobernador?

-No he mirado en ello -respondió el paje-; pero sí debe de traer.

-¡Ay Dios mío -replicó Sanchica-, y qué será de ver a mi padre con pedorreras! ¿No es bueno sino que desde que nací tengo deseo de ver a mi padre con calzas atacadas?

-Como con esas cosas le verá vuesa merced si vive -respondió el paje-. Par Dios, términos lleva de caminar con papahigo, con solos dos meses que le dure el gobierno.

Bien echaron de ver el Cura y el Bachiller que el paje hablaba socarronamente; pero la fineza de los corales y el vestido de caza que Sancho enviaba lo deshacía todo (que ya Teresa les había mostrado el vestido), y no dejaron de reírse del deseo de Sanchica, y más cuando Teresa dijo:

-Señor cura, eche cata por ahí si hay alguien que vaya a Madrid, o a Toledo, para que me compre un verdugado redondo, y hecho y derecho, y sea al uso de los mejores que hubiere; que en verdad en verdad que tengo de honrar el gobierno de mi marido en cuanto yo pudiere, y aunque si me enojo, me tengo de ir a esa Corte, y echar un coche, como todas; que la que tiene marido gobernador muy bien le puede traer y sustentar.

-Y ¡cómo, madre! -dijo Sanchica-. Pluguiese a Dios que fuese antes hoy que mañana, aunque dijesen los que me viesen ir sentada con mi señora madre en aquel coche: «-¡Mirad la tal por cual, hija del harto de ajos, y cómo va sentada y tendida en el coche, como si fuera una papesa!» Pero pisen ellos los lodos, y ándeme yo en mi coche, levantados los pies del suelo. ¡Mal año y mal mes para cuantos murmuradores hay en el mundo; y ándeme yo caliente, y ríase la gente! ¿Digo bien, madre mía?

-Y ¡cómo que dices bien, hija! -respondió Teresa-. Y todas estas venturas, y aún mayores, me las tiene profetizadas mi buen Sancho, y veras tú, hija, cómo no para hasta hacerme condesa; que todo es comenzar a ser venturosas; y como yo he oído decir muchas veces a tu buen padre (que así como lo es tuyo lo es de los refranes) cuando te dieren la vaquilla, corre con soguilla; cuando te dieren un gobierno, cógele; cuando te dieren un condado, agárrale; y cuando te hicieren tus, tus, con alguna buena dádiva, envásala. ¡No, sino dormíos, y no respondáis a las venturas y buenas dichas que están llamando a la puerta de vuestra casa!

-Y ¿qué se me da a mí -añadió Sanchica- que diga el que quisiere cuando me vea entonada y fantasiosa: «Viose el perro en bragas de cerro..», y lo demás?

Oyendo lo cual el cura, dijo:

-Yo no puedo creer sino que todos los deste linaje de los Panza nacieron cada uno con un costal de refranes en el cuerpo: ninguno dellos he visto que no los derrame a todas horas y en todas las pláticas que tienen.

-Así es la verdad -dijo el paje-; que el señor gobernador Sancho a cada paso los dice; y aunque muchos no vienen a propósito, todavía dan gusto, y mi señora la Duquesa y el Duque los celebran mucho.

-¿Que todavía se afirma vuestra merced, señor mío -dijo el Bachiller-, ser verdad esto del gobierno de Sancho, y de que hay Duquesa en el mundo que le envíe presentes y le escriba? Porque nosotros, aunque tocamos los presentes y hemos leído las cartas, no lo creemos, y pensamos que ésta es una de las cosas de don Quijote nuestro compatrioto; que todas piensa que son hechas por encantamento; y así, estoy por decir que quiero tocar y palpar a vuesa merced, por ver si es embajador fantástico, o hombre de carne y hueso.

-Señores, yo no sé más de mí -respondió el paje- sino que soy embajador verdadero, y que el señor Sancho Panza es gobernador efectivo, y que mis señores Duque y Duquesa pueden dar, y han dado, el tal gobierno, y que he oído decir que en él se porta valentísimamente el tal Sancho Panza: si en esto hay encantamento o no, vuesas mercedes lo disputen allá entre ellos; que yo no sé otra cosa, para el juramento que hago, que es por vida de mis padres, que los tengo vivos y los amo y los quiero mucho.

-Bien podrá ello ser así -replicó el Bachiller-; pero dubitat Augustinus.

-Dude quien dudare -respondió el paje-, la verdad es la que he dicho, y es la que ha de andar siempre sobre la mentira, como el aceite sobre el agua; y si no, operibus credite, et non verbis: véngase alguno de vuesas mercedes conmigo, y verán con los ojos lo que no creen por los oídos.

-Esa ida a mí toca -dijo Sanchica-: lléveme vuesa merced, señor, a las ancas de su rocín; que yo iré de muy buena gana a ver a mi señor padre.

-Las hijas de los gobernadores no han de ir solas por los caminos, sino acompañadas de carrozas y literas y de gran número de sirvientes.

-Par Dios -respondió Sancha-, también me vaya yo sobre una pollina como sobre un coche. ¡Hallado la habéis la melindrosa!

-Calla, mochacha -dijo Teresa-; que no sabes lo que te dices, y este señor está en lo cierto; que tal el tiempo, tal el tiento: cuando Sancho, Sancha, y cuando gobernador, señora, y no sé si digo algo.

-Más dice la señora Teresa de lo que piensa -dijo el paje-; y denme de comer y despáchenme luego, porque pienso volverme está tarde.

A lo que dijo el cura:

-Vuesa merced se vendrá a hacer penitencia conmigo; que la señora Teresa más tiene voluntad que alhajas para servir a tan buen huésped.

Rehusólo el paje; pero en efecto lo hubo de conceder por su mejora, y el Cura le llevó consigo de buena gana, por tener lugar de preguntarle de espacio por don Quijote y sus hazañas.

El Bachiller se ofreció de escribir las cartas a Teresa, de la respuesta; pero ella no quiso que el Bachiller se metiese en sus cosas, que le tenía por algo burlón, y así dio un bollo y dos huevos a un monacillo que sabía escribir, el cual le escribió dos cartas, una para su marido y otra para la Duquesa, notadas de su mismo caletre, que no son las peores que en esta grande historia se ponen, como se verá adelante.

Capítulo LI

Del progreso del gobierno de Sancho Panza, con otros sucesos tales como buenos

Amaneció el día que se siguió a la noche de la ronda del gobernador, la cual el maestresala pasó sin dormir, ocupado el pensamiento en el rostro, brío y belleza de la disfrazada doncella; y el mayordomo ocupó lo que della faltaba en escribir a sus señores lo que Sancho Panza hacía y decía, tan admirado de sus hechos como de sus dichos: porque andaban mezcladas sus palabras y sus acciones, con asomos discretos y tontos. Levantóse, en fin, el señor gobernador, y por orden del doctor Pedro Recio le hicieron desayunar con un poco de conserva y cuatro tragos de agua fría, cosa que la trocara Sancho con un pedazo de pan y un racimo de uvas; pero viendo que aquello era más fuerza que voluntad, pasó por ello, con harto dolor de su alma y fatiga de su estómago, haciéndole creer Pedro Recio que los manjares pocos y delicados avivaban el ingenio, que era lo que más convenía a las personas constituidas en mandos y en oficios graves, donde se han de aprovechar no tanto de las fuerzas corporales como de las del entendimiento.

Con esta sofistería padecía hambre Sancho; y tal, que en su secreto maldecía el gobierno, y aúna quien se le había dado; pero con su hambre y con su conserva se puso a juzgar aquel día, y lo primero que se le ofreció fue una pregunta que un forastero le hizo, estando presentes a todo el mayordomo y los demás acólitos; que fue:

-Señor, un caudaloso río dividía dos términos de un mismo señorío... Y esté vuesa merced atento, porque el caso es de importancia y algo dificultoso. Digo, pues, que sobre este río estaba una puente, y al cabo della, una horca y una como casa de audiencia, en la cual de ordinario había cuatro jueces que juzgaban la ley que puso el dueño del río, de la puente y del señorío, que era en esta forma: «Si alguno pasare por esta puente de una parte a otra, ha de jurar primero adónde y a qué va; y si jurare verdad, déjenle pasar; y si dijere mentira, muera, por ello ahorcado en la horca que allí se muestra, sin remisión alguna.» Sabida esta ley y la rigurosa condición della, pasaban muchos, y luego en lo que juraban se echaba de ver que decían verdad, y los jueces los dejaban pasar libremente. Sucedió, pues, que tomando juramento a un hombre, juró y dijo que para el juramento que hacía, que iba a morir en aquella horca que allí estaba, y no a otra cosa. Repararon los jueces en el juramento, y dijeron: «Si a este hombre le dejamos pasar libremente, mintió en su juramento, y, conforme a la ley debe morir; y si le ahorcamos, él juró que iba a morie en aquella horca, y, habiendo jurado verdad, por la misma ley debe ser libre». Pídase a vuesa merced, señor gobernador, qué harán los jueces del tal hombre; que aún hasta agora están dudosos y suspensos. Y habiendo tenido noticia del agudo y elevado entendimiento de vuesa merced, me enviaron a mí a que suplicase a vuesa merced de su parte diese su parecer en tan intricado y dudoso caso.

A lo que respondió Sancho:

-Por cierto que esos señores jueces que a mí os envían lo pudieran haber excusado, porque yo soy un hombre que tengo más de mostrenco que de agudo; pero, con todo eso, repetidme otra vez el negocio de modo que yo le entienda: quizá podría ser que diese en el hito.

Volvió otra y otra vez el preguntante a referir lo que primero había dicho, y Sancho dijo:

-A mi parecer, este negocio en dos paletas le declararé yo, y es así: el tal hombre jura que va a morir en la horca; y si muere en ella, juró verdad, y por la ley puesta merece ser libre y que pase la puente; y si no le ahorcan, juró mentira, y por la misma ley merece que le ahorquen.

-Así es como el señor gobernador dice -dijo el mensajero-; y cuanto a la entereza y entendimiento del caso, no hay más que pedir ni que dudar.

-Digo yo, pues, agora -replicó Sancho- que deste hombre aquella parte que juró verdad la dejen pasar, y la que dijo mentira la ahorquen, y desta manera se cumplirá al pie de la letra la condición del pasaje.

-Pues, señor gobernador -replicó el preguntador-, será necesario que el tal hombre se divida en partes, en mentirosa y verdadera; y si se divide, por fuerza ha de morir, y así no se consigue cosa alguna de lo que la ley pide, y es de necesidad expresa que se cumpla con ella.

-Venid acá, señor buen hombre -respondió Sancho-: este pasajero que decís, o yo soy un porro, o él tiene la misma razón para morir que para vivir y pasar la puente; porque si la verdad le salva, la mentira le condena igualmente; y siendo esto así, como lo es, soy de parecer que digáis a esos señores que a mí os enviaron que, pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal; y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos que me dio mi amo don Quijote la noche antes que viniese a ser gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia; y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde.

Así es -respondió el mayordomo-, y tengo para mí que el mismo Licurgo, que dio leyes a los lacedemonios, no pudiera dar mejor sentencia que la que el gran Panza ha dado. Y acábese con esto la audiencia desta mañana, y yo daré orden como el señor gobernador coma muy a su gusto.

-Eso pido, y barras derechas -dijo Sancho-: denme de comer, y lluevan casos y dudas sobre mí; que yo las despabilaré en el aire.

Cumplió su palabra el mayordomo, pareciéndole ser cargo de conciencia matar de hambre a tan discreto gobernador; y más, que pensaba concluir con él aquella misma noche haciéndole la burla última que traía en comisión de hacerle. Sucedió, pues, que habiendo comido aquel día contra las reglas y aforismos del doctor Tirteafuera, al levantar de los manteles, entró un correo con una carta de don Quijote para el gobernador. Mandó Sancho al secretario que la leyese para sí, y que si no viniese en ella alguna cosa digna de secreto, la leyese en voz alta. Hízolo así el secretario, y repasándola primero, dijo:

-Bien se puede leer en voz alta; que lo que el señor don Quijote escribe a vuesa merced merece estar estampado y escrito con letras de oro, y dice así:

Carta de don Quijote de la Mancha a Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria

«Cuando esperaba oír nuevas de tus descuidos e impertinencias, Sancho amigo, las oí de tus discreciones, de que di por ello gracias particulares al cielo, el cual del estiércol sabe levantar los pobres, y de los tontos hacer discretos. Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas; y quiero que adviertas, Sancho, que muchas veces conviene y es necesario, por la autoridad del oficio, ir contra la humildad del corazón; porque el buen adorno de la persona que está puesta en graves cargos ha de ser conforme a lo que ellos piden, y no a la medida de lo que su humilde condición le inclina. Vístete bien; que un palo compuesto no parece palo. No digo que traigas dijes ni galas, ni que siendo juez te vistas como soldado, sino que te adornes con el hábito que tu oficio requiere, con tal que sea limpio y bien compuesto.

«Para ganar la voluntad del pueblo que gobiernas, entre otras, has de hacer dos cosas: la una, ser bien criado con todos, aunque esto ya otra vez te lo he dicho; y la otra, procurar la abundancia de los mantenimientos; que no hay cosa que más fatigue el corazón de los pobres que la hambre y la carestía.

«No hagas muchas pragmáticas; y si las hicieres, procura que sean buenas, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que las pragmáticas que no se guardan lo mismo es que si no lo fuesen; antes dan a entender que el príncipe que tuvo discreción y autoridad para hacerlas no tuvo valor para hacer que se guardasen; y las leyes que atemorizan y no se ejecutan, vienen a ser como la viga, rey de las ranas: que al principio las espantó, y con el tiempo, la menospreciaron y se subieron sobre ella.

«Sé padre de las virtudes y padrastro de los vicios. No seas siempre riguroso, ni siempre blando, y escoge el medio entre estos dos extremos; que en esto está el punto de la discreción. Visita las cárceles, las carnicerías y las plazas; que la presencia del gobernador en lugares tales es de mucha importancia: consuela a los presos, que esperan la brevedad de su despacho, es coco a los carniceros, que por entonces igualan los pesos, y es espantajo a las placeras, por la misma razón. No te muestres, aunque por ventura lo seas (lo cual yo no creo), codicioso, mujeriego, ni glotón; porque en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería, hasta derribarte en el profundo de la perdición. Mira y remira, pasa y repasa los consejos y documentos que te di por escrito antes que de aquí partieses a tu gobierno, y verás como hallas en ellos, si los guardas, una ayuda de costa que te sobrelleve los trabajos y dificultades que a cada paso a los gobernadores se les ofrecen. Escribe a tus señores y muéstrateles agradecido; que la ingratitud es hija de la soberbia, y uno de los mayores pecados que se sabe, y la persona que es agradecida a los que bien le han hecho, da indicio que también lo será a Dios, que tantos bienes le hizo y de contino le hace.

«La señora Duquesa despachó un propio con tu vestido y otro presente a tu mujer Teresa Panza; por momentos esperamos respuesta. Yo he estado un poco mal dispuesto de un cierto gateamiento que me sucedió no muy a cuento de mis narices; pero no fue nada; que si hay encantadores que me maltraten, también los hay que me defiendan.

«Avísame si el mayordomo que está contigo tuvo que ver en las acciones de la Trifaldi, como tú sospechaste, y de todo lo que te sucediere me irás dando aviso, pues es tan corto el camino; cuanto más que yo pienso dejar presto esta vida ociosa en que estoy, pues no nací para ella.

«Un negocio se me ha ofrecido, que creo que me ha de poner en desgracia destos señores; pero aunque se me da mucho, no se me da nada, pues, en fin en fin, tengo de cumplir antes con mi profesión que con su gusto, conforme a lo que suele decirse: amicus Plato, sed magis amica veritas. Dígote este latín porque me doy a entender que después que eres gobernador, lo habrás aprendido. Y a Dios, el cual te guarde de que ninguno te tenga lástima.

Tu amigo
Don Quijote de la Mancha.»

Oyó Sancho la carta con mucha atención, y fue celebrada y tenida por discreta de los que la oyeron, y luego Sancho se levantó de la mesa, y llamando al secretario, se encerró con él en su estancia, y sin dilatarlo más, quiso responder luego a su señor don Quijote, y dijo al secretario que, sin añadir ni quitar cosa alguna, fuese escribiendo lo que él le dijese, y así lo hizo; y la carta de la respuesta fue del tenor siguiente:

Carta de Sancho Panza a don Quijote de la Mancha

«La ocupación de mis negocios es tan grande, que no tengo lugar para rascarme la cabeza, ni aún para cortarme las uñas; y así, las traigo tan crecidas cual Dios lo remedie. Digo esto, señor mío de mi alma, porque vuesa merced no se espante si hasta agora no he dado aviso de mi bien o mal estar en este gobierno, en el cual tengo más hambre que cuando andábamos los dos por las selvas y por los despoblados.

«Escribióme el Duque mi señor el otro día, dándome aviso que habían entrado en esta ínsula ciertas espías para matarme, y hasta agora yo no he descubierto otra que un cierto doctor que está en este lugar asalariado para matar a cuantos gobernadores aquí vinieren: llamáse el doctor Pedro Recio, y es natural de Tirteafuera: ¡porque vea vuesa merced qué nombre para no temer que he de morir a sus manos! Este tal doctor dice él mismo de sí mismo que él no cura las enfermedades cuando las hay, sino que las previene, para que no vengan; y las medecinas que usa son dieta y más dieta, hasta poner la persona en los huesos mondos, como si no fuese mayor mal la flaqueza que la calentura. Finalmente, él me va matando de hambre, y yo me voy muriendo de despecho, pues cuando pensé venir a este gobierno a comer caliente y a beber frío, y a recrear el cuerpo entre sábanas de holanda, sobre colchones de pluma, he venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaño; y como no la hago de mi voluntad, pienso que al cabo al cabo me ha de llevar el diablo.

«Hasta agora no he tocado derecho ni llevado cohecho, y no puedo pensar en qué va esto; porque aquí me han dicho que los gobernadores que a esta ínsula suelen venir, antes de entrar en ella, o les han dado o les han prestado los del pueblo muchos dineros, y que ésta es ordinaria usanza en los demás que van a gobiernos; no solamente en éste.

«Anoche, andando de ronda, topé una muy hermosa doncella en traje de varón, y un hermano suyo en hábito de mujer; de la moza se enamoró mi maestresala, y la escogió en su imaginación para su mujer, según él ha dicho, y yo escogí al mozo para mi yerno; hoy los dos pondremos en plática nuestros pensamientos con el padre de entrambos, que es un tal Diego de la Llana, hidalgo y cristiano viejo cuanto se quiere.

«Yo visito las plazas, como vuesa merced me lo aconseja, y ayer hallé una tendera que vendía avellanas nuevas, y averigüéle que había mezclado con una hanega de avellanas nuevas otra de viejas, vanas y podridas; apliquélas todas para los niños de la Doctrina, que las sabrían bien distinguir, y sentenciéla que por quince días no entrase en la plaza. Hanme dicho que lo hice valerosamente; lo que sé decir a vuesa merced es que es fama en este pueblo que no hay gente más mala que las placeras, porque todas son desvergonzadas, desalmadas y atrevidas, y yo así lo creo, por las que he visto en otros pueblos.

«De que mi señora la Duquesa haya escrito a mi mujer Teresa Panza y enviádole el presente que vuesa merced dice, estoy muy satisfecho, y procuraré de mostrarme agradecido a su tiempo: bésele vuesa merced las manos de mi parte, diciendo que digo yo que no lo ha echado en saco roto, como lo verá por la obra.

«No querría que vuesa merced tuviese trabacuentas de disgusto con esos mis señores, porque si vuesa merced se enoja con ellos, claro esta que ha de redundar en mi daño, y no será bien que pues se me da a mí por consejo que sea agradecido, que vuesa merced no lo sea con quien tantas mercedes le tiene hechas y con tanto regalo ha sido tratado en su castillo.

«Aquello del gateado no entiendo; pero imagino que debe de ser alguna de las malas fechorías que con vuesa merced suelen usar los malos encantadores; yo lo sabré cuando nos veamos.

«Quisiera enviarle a vuesa merced alguna cosa; pero no sé qué envíe, si no es algunos cañutos de jeringas, que para con vejigas los hacen en esta ínsula muy curiosos; aunque si me dura el oficio, yo buscaré que enviar, de haldas o de mangas.

«Si me escribiere mi mujer Teresa Panza, pague vuesa merced el porte, y envíeme la carta; que tengo grandísimo deseo de saber del estado de mi casa, de mi mujer y de mis hijos. Y con esto, Dios libre a vuesa merced de mal intencionados encantadores, y a mí me saque con bien y en paz deste gobierno, que lo dudo, porque le pienso dejar con la vida, según me trata el doctor Pedro Recio.

Criado de vuestra merced
Sancho Panza, el Gobernador.»

Cerró la carta el secretario y despachó luego al correo; y juntándose los burladores de Sancho, dieron orden entre sí cómo despacharle del gobierno; y aquella tarde la pasó Sancho en hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese regatones de los bastimentos en la república, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase el nombre, perdiese la vida por ello; moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos; hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución, él ordenó cosas tan buenas, que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran «Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza.»

Capítulo LII

Donde se cuenta la aventura de la segunda dueña dolorida, o angustiada, llamada por otro nombre doña Rodríguez

Cuenta Cide Hamete que estando ya don Quijote sano de sus aruños, le pareció que la vida que en aquel castillo tenía era contra toda la orden de caballería que profesaba, y así, determinó de pedir licencia a los Duques para partirse a Zaragoza, cuyas fiestas llegaban cerca, adonde pensaba ganar el arnés que en las tales fiestas se conquista. Y estando un día a la mesa con los Duques, y comenzando a poner en obra su intención y pedir la licencia, veis aquí a deshora entrar por la puerta de la gran sala dos mujeres (como después pareció), cubiertas de luto de los pies a la cabeza, y la una dellas, llegándose a don Quijote, se le echó a los pies tendida de largo a largo, la boca cosida con los pies de don Quijote, y daba unos gemidos tan tristes, y tan profundos, y tan dolorosos, que puso en confusión a todos los que la oían y miraban; y aunque los Duques pensaron que sería alguna burla que sus criados querían hacer a don Quijote, todavía, viendo con el ahínco que la mujer suspiraba, gemía y lloraba, los tuvo dudosos y suspensos, hasta que don Quijote, compasivo, la levantó del suelo y hizo que se descubriese, y quitase el manto de sobre la faz llorosa. Ella lo hizo así, y mostró ser lo que jamás se pudiera pensar; porque descubrió el rostro de doña Rodríguez, la dueña de casa, y la otra enlutada era su hija, la burlada del hijo del labrador rico. Admiráronse todos aquellos que la conocían, y más los Duques que ninguno; que puesto que la tenían por boba y de buena pasta, no por tanto, que viniese a hacer locuras. Finalmente, doña Rodríguez, volviéndose a los señores, les dijo:

-Vuesas excelencias sean servidos de darme licencia que yo departa un poco con este caballero, porque así conviene para salir con bien del negocio en que me ha puesto el atrevimiento de un mal intencionado villano.

El Duque dijo que él se la daba, y que departiese con el señor don Quijote cuanto le viniese en deseo. Ella, enderezando la voz y el rostro a don Quijote, dijo:

-Días ha, valeroso caballero, que os tengo dada cuenta de la sinrazón y alevosía que un mal labrador tiene fecha a mi muy querida y amada fija, que es esta desdichada que aquí está presente, y vos me habedes prometido de volver por ella, enderezándole el tuerto que le tienen fecho, y agora ha llegado a mi noticia que os queredes partir deste castillo, en busca de las buenas venturas que Dios os depare; y así, querría que antes que os escurriésedes por esos caminos, desafiásedes a este rústico indómito, y le hiciésedes que se casase con mi hija, en cumplimiento de la palabra que le dio de ser su esposo, antes y primero que yogase con ella; porque pensar que el Duque mi señor me ha de hacer justicia es pedir peras al olmo, por la ocasión que ya a vuesa merced en puridad tengo declarada. Y con esto, nuestro Señor dé a vuesa merced mucha salud, y a nosotras no nos desampare.

A cuyas razones respondió don Quijote, con mucha gravedad y prosopopeya:

-Buena dueña, templad vuestras lágrimas, o, por mejor decir, enjugadlas y ahorrad de vuestros suspiros; que yo tomo a mi cargo el remedio de vuestra hija, a la cual le hubiera estado mejor no haber sido tan fácil en creer promesas de enamorados, las cuales, por la mayor parte, son ligeras de prometer y muy pesadas de cumplir; y así, con licencia del Duque mi señor, yo me partiré luego en busca dese desalmado mancebo, y le hallaré, y le desafiaré, y le mataré cada y cuando que se excusare de cumplir la prometida palabra; que el principal asumpto de mi profesión es perdonar a los humildes y castigar a los soberbios; quiero decir: acorrer a los miserables y destruir a los rigurosos.

-No es menester -respondió el Duque- que vuesa merced se ponga en trabajo de buscar al rústico de quien esta buena dueña se queja, ni es menester tampoco que vuesa merced me pida a mí licencia para desafiarle; que yo le doy por desafiado, y tomo a mi cargo de hacerle saber este desafío, y que le acete, y venga a responder por sí a este mi castillo, donde a entrambos daré campo seguro, guardando todas las condiciones que en tales actos suelen y deben guardarse, guardando igualmente su justicia a cada uno, como están obligados a guardarla todos aquellos príncipes que dan campo franco a los que se combaten en los términos de sus señoríos.

-Pues con ese seguro, y con buena licencia de vuestra grandeza -replicó don Quijote-, desde aquí digo que por esta vez renuncio a mi hidalguía, y me allano y ajusto con la llaneza del dañador, y me hago igual con él, habilitándole para poder combatir conmigo; y así aunque ausente, le desafío y repto, en razón de que hizo mal en defraudar a esta pobre que fue doncella, y ya por su culpa no lo es, y que le ha de cumplir la palabra que le dio de ser su legítimo esposo, o morir en la demanda.

Y luego, descalzándose un guante, le arrojó en mitad de la sala, y el Duque le alzó diciendo que, como ya había dicho, él acetaba el tal desafío en nombre de su vasallo, y señalaba el plazo, de allí a seis días; y el campo, en la plaza de aquel castillo; y las armas, las acostumbradas de los caballeros: lanza y escudo, y arnés tranzado, con todas las demás piezas, sin engaño, superchería o superstición alguna, examinadas y vistas por los jueces del campo. -Pero ante todas cosas, es menester que esta buena dueña y esta mala doncella pongan el derecho de su justicia en manos del señor don Quijote; que de otra manera no se hará nada, ni llegará a debida ejecución el tal desafío.

-Yo sí pongo -respondió la dueña.

-Y yo también -añadió la hija, toda llorosa y toda vergonzosa y de mal talante.

Tomado, pues, este apuntamiento, y habiendo imaginado el Duque lo que había de hacer en el caso, las enlutadas se fueron, y ordenó la Duquesa que de allí adelante no las tratasen como a sus criadas, sino como a señoras aventureras que venían a pedir justicia a su casa; y así, les dieron cuarto aparte, y las sirvieron como a forasteras, no sin espanto de las demás criadas, que no sabían en qué había de parar la sandez y desenvoltura de doña Rodríguez y de su malandante hija. Estando en esto, para acabar de regocijar la fiesta y dar buen fin a la comida, veis aquí donde entró por la sala el paje que llevó las cartas y presentes a Teresa Panza, mujer del gobernador Sancho Panza, de cuya llegada recibieron gran contento los Duques, deseosos de saber lo que le había sucedido en su viaje; y preguntándoselo, respondió el paje que no lo podía decir tan en público ni con breves palabras: que sus excelencias fuesen servidos de dejarlo para a solas, y que entretanto se entretuviesen con aquellas cartas. Y sacando dos cartas, las puso en manos de la Duquesa. La una decía en el sobrescrito: «Carta para mi señora la Duquesa tal, de no sé dónde», y la otra: «A mi marido Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria, que Dios prospere más años que a mí». No le cocía el pan, como suele decirse, a la Duquesa hasta leer su carta; y abriéndola y leído para sí, y viendo que la podía leer en voz alta para que el Duque y los circunstantes la oyesen, leyó desta manera:

Carta de Teresa Panza a la Duquesa

«Mucho contento me dio, señora mía, la carta que vuesa grandeza me escribió, que en verdad que la tenía bien deseada. La sarta de corales es muy buena, y el vestido de caza de mi marido no le va en zaga. De que vueseñoría haya hecho gobernador a Sancho mi consorte ha recebido mucho gusto todo este lugar, puesto que no hay quien lo crea, principalmente el Cura, y maese Nicolás el barbero, y Sansón Carrasco el Bachiller; pero a mí no se me da nada; que como ello sea así, como lo es, diga cada uno lo que quisiere; aunque, si va a decir verdad, a no venir los corales y el vestido, tampoco yo lo creyera, porque en este pueblo todos tienen a mi marido por un porro, y que sacado de gobernar un hato de cabras, no pueden imaginar para qué gobierno pueda ser bueno. Dios lo haga, y lo encamine como vee que lo han menester sus hijos.

«Yo, señora de mi alma, estoy determinada, con licencia de vuesa merced, de meter este buen día en mi casa, yéndome a la Corte a tenderme en un coche, para quebrar los ojos a mil envidiosos que ya tengo; y así, suplico a vuesa excelencia mande a mi marido me envíe algún dinerillo, y que sea algo qué; porque en la Corte son los gastos grandes: que el pan vale a real, y la carne, la libra, a treinta maravedís, que es un juicio; y si quisiere que no vaya, que me lo avise con tiempo, porque me están bullendo los pies por ponerme en camino; que me dicen mis amigas y mis vecinas que si yo y mi hija andamos orondas y pomposas en la Corte, vendrá a ser conocido mi marido por mí más que yo por él, siendo forzoso que pregunten muchos: «-¿Quién son estas señoras deste coche?» Y un criado mío responderá: «-La mujer y la hija de Sancho Panza, gobernador de la ínsula Barataria»; y desta manera será conocido Sancho, y yo seré estimada, y a Roma por todo.

«Pésame cuanto pesarme puede que este año no se han cogido bellotas en este pueblo; con todo eso, envío a vuesa alteza hasta medio celemín, que una a una las fui yo a coger y a escoger al monte, y no las hallé más mayores; yo quisiera que fueran como huevos de avestruz.

«No se le olvide a vuestra pomposidad de escribirme; que yo tendré cuidado de la respuesta, avisando de mi salud y de todo lo que hubiere que avisar deste lugar, donde quedo rogando a nuestro Señor guarde a vuestra grandeza, y a mí no olvide. Sancha mi hija y mi hijo besan a vuesa merced las manos.

«La que tiene más deseo de ver a vueseñoría que de escribirla, su criada

Teresa Panza.»

Grande fue el gusto que todos recibieron de oír la carta de Teresa Panza, principalmente los Duques, y la Duquesa pidió parecer a don Quijote si sería bien abrir la carta que venía para el gobernador, que imaginaba debía de ser bonísima. Don Quijote dijo que él la abriría por darles gusto, y así lo hizo, y vio que decía desta manera:

Carta de Teresa Panza a Sancho Panza su marido

«Tu carta recibí, Sancho mío de mi alma, y yo te prometo y juro como católica cristiana que no faltaron dos dedos para volverme loca de contento. Mira, hermano: cuando yo llegué a oír que eres gobernador, me pensé allí caer muerta de puro gozo; que ya sabes tú que dicen que así mata la alegría súbita como el dolor grande. a Sanchica tu hija, se le fueron las aguas sin sentirlo, de puro contento. El vestido que me enviaste tenía delante, y los corales que me envió mi señora la Duquesa al cuello, y las cartas en las manos, y el portador dellas allí presente, y, con todo eso, creía y pensaba que era todo sueño lo que veía y lo que tocaba; porque ¿quién podía pensar que un pastor de cabras había de venir a ser gobernador de ínsulas? Ya sabes tú, amigo, que decía mi madre que era menester vivir mucho para ver mucho: dígolo porque pienso ver más si vivo más; porque no pienso parar hasta verte arrendador o alcabalero, que son oficios que aunque lleva el diablo a quien mal los usa, en fin en fin, siempre tienen y manejan dineros. Mi señora la Duquesa te dirá el deseo que tengo de ir a la Corte: mírate en ello, y avísame de tu gusto; que yo procuraré honrarte en ella andando en coche.

«El Cura, el Barbero, el Bachiller, y aún el Sacristán, no pueden creer que eres gobernador, y dicen que todo es embeleco, o cosas de encantamento, como son todas las de don Quijote tu amo; y dice Sansón que ha de ir a buscarte y a sacarte el gobierno de la cabeza, y a don Quijote, la locura de los cascos; yo no hago sino reírme, y mirar mi sarta, y dar traza del vestido que tengo de hacer del tuyo a nuestra hija.

«Unas bellotas envié a mi señora la Duquesa; yo quisiera que fueran de oro. Envíame tú algunas sartas de perlas, si se usan en esa ínsula.

«Las nuevas deste lugar son que la Berrueca casó a su hija con un pintor de mala mano, que llegó a este pueblo a pintar lo que saliese; mandóle el concejo pintar las armas de su Majestad sobre las puertas del Ayuntamiento, pidió dos ducados, diéronselos adelantados, trabajó ocho días, al cabo de los cuales no pintó nada, y dijo que no acertaba a pintar tantas baratijas; volvió el dinero, y, con todo eso, se casó a título de buen oficial; verdad es que ya ha dejado el pincel y tomado el azada, y va al campo como gentilhombre. El hijo de Pedro de Lobo se ha ordenado de grados y corona, con intención de hacerse clérigo; súpolo Minguilla, la nieta de Mingo Silvato, y hale puesto demanda de que la tiene dada palabra de casamiento; malas lenguas quieren decir que ha estado encinta dél; pero él lo niega a pies juntillas.

«Hogaño no hay aceitunas, ni se halla una gota de vinagre en todo este pueblo. Por aquí pasó una compañía de soldados; lleváronse de camino tres mozas deste pueblo; no te quiero decir quién son: quizá volverán, y no faltará quien las tome por mujeres, con sus tachas buenas o malas.

«Sanchica hace puntas de randas; gana cada día ocho maravedís horros, que los va echando en una alcancía para ayuda a su ajuar; pero ahora que es hija de un gobernador, tú le darás la dote sin que ella lo trabaje. La fuente de la plaza se secó; un rayo cayó en la picota, y allí me las den todas.

«Espero respuesta désta, y la resolución de mi ida a la Corte; y con esto, Dios te me guarde más años que a mí, o tantos; porque no querría dejarte sin mí en este mundo.

Tu mujer
Teresa Panza.»

Las cartas fueron solenizadas, reídas, estimadas y admiradas; y para acabar de echar el sello llegó el correo, el que traía la que Sancho enviaba a don Quijote, que asimesmo se leyó públicamente, la cual puso en duda la sandez del gobernador. Retiróse la Duquesa, para saber del paje lo que le había sucedido en el lugar de Sancho, el cual se lo contó muy por extenso, sin dejar circunstancia que no refiriese; diole las bellotas, y más un queso que Teresa le dio, por ser muy bueno, que se aventajaba a los de Tronchón. Recibiólo la Duquesa con grandísimo gusto, con el cual la dejaremos, por contar el fin que tuvo el gobierno del gran Sancho Panza, flor y espejo de todos los insulanos gobernadores.

Capítulo LIII

Del fatigado fin y remate que tuvo el gobierno de Sancho Panza

«Pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo excusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo, a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua; sola la vida humana corre a su fin ligera más que el tiempo, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten». Esto dice Cide Hamete, filósofo mahomético; porque esto de entender la ligereza e instabilidad de la vida presente, y la duración de la eterna que se espera, muchos sin lumbre de fe, sino con la luz natural, lo han entendido; pero aquí nuestro autor lo dice por la presteza con que se acabó, se consumió, se deshizo, se fue como en sombra y humo el gobierno de Sancho.

El cual, estando la séptima noche de los días de su gobierno en su cama, no harto de pan ni de vino, sino de juzgar y dar pareceres y de hacer estatutos y pragmáticas, cuando el sueño, a despecho y pesar de la hambre, le comenzaba a cerrar los párpados, oyó tan gran ruido de campanas y de voces, que no parecía sino que toda la ínsula se hundía. Sentóse en la cama, y estuvo atento y escuchando por ver si daba en la cuenta de lo que podía ser la causa de tan grande alboroto; pero no sólo no lo supo, pero añadiéndose al ruido de voces y campanas el de infinitas trompetas y atambores, quedó más confuso y lleno de temor y espanto; y levantándose en pie, se puso unas chinelas, por la humedad del suelo, y sin ponerse sobrerropa de levantar, ni cosa que se pareciese, salió a la puerta de su aposento, a tiempo cuando vio venir por unos corredores más de veinte personas con hachas encendidas en las manos y con las espadas desenvainadas, gritando todos a grandes voces:

-¡Arma, arma, señor gobernador! ¡Arma, que han entrado infinitos enemigos en la ínsula, y somos perdidos si vuestra industria y valor no nos socorre!

Con este ruido, furia y alboroto llegaron donde Sancho estaba, atónito y embelesado de lo que oía y veía, y cuando llegaron a él, uno le dijo:

-¡Ármese luego vueseñoría, si no quiere perderse y que toda esta ínsula se pierda!

-¿Qué me tengo de armar -respondió Sancho-, ni qué sé yo de armas ni de socorros? Estas cosas mejor será dejarlas para mi amo don Quijote, que en dos paletas las despachará y pondrá en cobro; que yo, pecador fui a Dios, no se me entiende nada destas priesas.

-¡Ah, señor gobernador! -dijo otro-. ¿Qué relente es ése? Ármese vuesa merced; que aquí le traemos armas ofensivas y defensivas, y salga a esa plaza, y sea nuestra guía y nuestro capitán, pues de derecho le toca el serlo, siendo nuestro gobernador.

-Ármenme norabuena -replicó Sancho.

Y al momento le trujeron dos paveses, que venían proveídos dellos, y le pusieron encima de la camisa, sin dejarle tomar otro vestido, un pavés delante y otro detrás, y por unas concavidades que traían hechas le sacaron los brazos, y le liaron muy bien con unos cordeles, de modo, que quedó emparedado y entablado, derecho como un huso, sin poder doblar las rodillas ni menearse un solo paso. Pusiéronle en las manos una lanza, a la cual se arrimó para poder tenerse en pie. Cuando así le tuvieron, le dijeron que caminase, y los guiase, y ánimase a todos; que siendo él su norte, su lanterna y su lucero, tendrían buen fin sus negocios.

-¿Cómo tengo de caminar, desventurado yo -respondió Sancho-, que no puedo jugar las choquezuelas de las rodillas, porque me lo impiden estas tablas que tan cosidas tengo con mis carnes? Lo que han de hacer es llevarme en brazos y ponerme, atravesado o en pie, en algún postigo; que yo le guardaré, o con esta lanza, o con mi cuerpo.

-Ande, señor gobernador -dijo otro-; que más el miedo que las tablas le impiden el paso; acabe y menéese, que es tarde, y los enemigos crecen, y las voces se aumentan y el peligro carga.

Por cuyas persuasiones y vituperios probó el pobre gobernador a moverse, y fue dar consigo en el suelo tan gran golpe, que pensó que se había hecho pedazos. Quedó como galápago, encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas, o bien así como barca que da al través en la arena; y no por verle caído aquella gente burladora le tuvieron compasión alguna; antes, apagando las antorchas, tornaron a reforzar las voces, y a reiterar el «¡arma!» con tan gran priesa, pasando por encima del pobre Sancho, dándole infinitas cuchilladas sobre los paveses, que si él no se recogiera y encogiera metiendo la cabeza entre los paveses, lo pasara muy mal el pobre gobernador; el cual, en aquella estrecheza recogido, sudaba y trasudaba, y de todo corazón se encomendaba a Dios, que de aquel peligro le sacase. Unos tropezaban en él, otros caían, y tal hubo que se puso encima un buen espacio, y desde allí, como desde atalaya, gobernaba los ejércitos, y a grandes voces decía:

-¡Aquí de los nuestros; que por esta parte cargan más los enemigos! ¡Aquel portillo se guarde; aquella puerta se cierre; aquellas escalas se tranquen! ¡Vengan alcancías; pez y resina en calderas de aceite ardiendo! ¡Trinchéense las calles con colchones!

En fin, él nombraba con todo ahínco todas las baratijas e instrumentos y pertrechos de guerra con que suele defenderse el asalto de una ciudad, y el molido Sancho, que lo escuchaba y sufría todo, decía entre sí: «¡Oh, si mi Señor fuese servido que se acabase ya de perder esta ínsula, y me viese yo, o muerto, o fuera desta grande angustia!» Oyó el cielo su petición, y cuando menos lo esperaba, oyó voces que decían:

-¡Vitoria, vitoria! ¡Los enemigos van de vencida! ¡Ea, señor gobernador, levántese vuesa merced, y venga a gozar del vencimiento, y a repartir los despojos que se han tomado a los enemigos, por el valor dese invencible brazo!

-Levántenme -dijo con voz doliente el dolorido Sancho.

Ayudáronle a levantar, y puesto en pie, dijo:

-El enemigo que yo hubiere vencido, quiero que me le claven en la frente. Yo no quiero repartir despojos de enemigos, sino pedir y suplicar a algún amigo, si es que le tengo, que me dé un trago de vino, que me seco, y me enjugue este sudor, que me hago agua.

Limpiáronle, trujéronle el vino, desliáronle los paveses, sentóse sobre su lecho, y desmayóse del temor, del sobresalto y del trabajo. Ya les pesaba a los de la burla de habérsela hecho tan pesada; pero el haber vuelto en sí Sancho les templó la pena que les había dado su desmayo. Preguntó qué hora era; respondiéronle que ya amanecía. Calló, y sin decir otra cosa, comenzó a vestirse, todo sepultado en silencio, y todos le miraban y esperaban en qué había de parar la priesa con que se vestía. Vistióse, en fin, y poco a poco, porque estaba molido y no podía ir mucho a mucho, se fue a la caballeriza, siguiéndole todos los que allí se hallaban, y, llegándose al rucio, le abrazó y le dio un beso de paz en la frente, y no sin lágrimas en los ojos, le dijo:

-Venid vos acá, compañero mío, y amigo mío, y conllevador de mis trabajos y miserias: cuando yo me avenía con vos y no tenía otros pensamientos que los que me daban los cuidados de remendar vuestros aparejos y de sustentar vuestro corpezuelo, dichosas eran mis horas, mis días y mis años; pero después que os dejé, y me subí sobre las torres de la ambición y de la soberbia, se me han entrado por el alma dentro mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos.

Y en tanto que estas razones iba diciendo, iba asimesmo enalbardando el asno, sin que nadie nada le dijese. Enalbardado, pues, el rucio, con gran pena y pesar subió sobre él, y encaminando sus palabras y razones al mayordomo, al secretario, al maestresala, y a Pedro Recio el doctor, y a otros muchos que allí presentes estaban, dijo:

-Abrid camino, señores míos, y dejadme volver a mi antigua libertad: dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias ni reinos. Bien se está San Pedro en Roma: quiero decir que bien se está cada uno usando el oficio para que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mate de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano, y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme con la sujeción del gobierno entre sábanas de holanda y vestirme de martas cebollinas. Vuesas mercedes se queden con Dios, y digan al Duque mi señor que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano: quiero decir que sin blanca entré en este gobierno, y sin ella salgo, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas. Y apártense: déjenme ir, que me voy a bizmar; que creo que tengo brumadas todas las costillas, merced a los enemigos que esta noche se han paseado sobre mí.

-No ha de ser así, señor gobernador -dijo el doctor Recio-; que yo le daré a vuesa merced una bebida contra caídas y molimientos, que luego le vuelva en su prístina entereza y vigor; y en lo de la comida, yo prometo a vuesa merced de enmendarme, dejándole comer abundantemente de todo aquello que quisiere.

-¡Tarde piache! -respondió Sancho-. Así dejaré de irme como volverme turco. No son estas burlas para dos veces. Por Dios que así me quede en éste, ni admita otro gobierno, aunque me le diesen entre dos platos, como volar al cielo sin alas. Yo soy del linaje de los Panzas, que todos son testarudos, y si una vez dicen nones, nones han de ser, aunque sean pares, a pesar de todo el mundo. Quédense en esta caballeriza las alas de la hormiga, que me levantaron en el aire para que me comiesen vencejos y otros pájaros, y volvámonos a andar por el suelo con pie llano; que si no le adornaren zapatos picados de cordobán, no le faltarán alpargatas toscas de cuerda. Cada oveja con su pareja, y nadie tienda más la pierna de cuanto fuere larga la sábana; y déjenme pasar, que se me hace tarde.

A lo que el mayordomo dijo:

-Señor gobernador, de muy buena gana dejáramos ir a vuesa merced, puesto que nos pesará mucho de perderle; que su ingenio y su cristiano proceder obligan a desearle; pero ya se sabe que todo gobernador está obligado, antes que se ausente de la parte donde ha gobernado, a dar primero residencia: déla vuesa merced de los diez días que ha que tiene el gobierno, y vayase a la paz de Dios.

-Nadie me la puede pedir -respondió Sancho- si no es quien ordenare el Duque mi señor: yo voy a verme con él, y a él se la daré de molde; cuanto más que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel.

-Par Dios que tiene razón el gran Sancho -dijo el doctor Recio-, y que soy de parecer que le dejemos ir, porque el Duque ha de gustar infinito de verle.

Todos vinieron en ello, y le dejaron ir ofreciéndole primero compañía y todo aquello que quisiese para el regalo de su persona y para la comodidad de su viaje. Sancho dijo que no quería más de un poco de cebada para el rucio y medio queso y medio pan para él; que pues el camino era tan corto, no había menester mayor ni mejor repostería. Abrazáronle todos, y él, llorando, abrazó a todos, y los dejó admirados, así de sus razones como de su determinación tan resoluta y tan discreta.

Capítulo LIV

Que trata de cosas tocantes a esta historia y no a otra alguna

Resolviéronse el Duque y la Duquesa de que el desafío que don Quijote hizo a su vasallo por la causa ya referida pasase adelante; y puesto que el mozo estaba en Flandes, adonde se había ido huyendo, por no tener por suegra a doña Rodríguez, ordenaron de poner en su lugar a un lacayo gascón, que se llamaba Tosilos, industriándole primero muy bien de todo lo que había de hacer. De allí a dos días dijo el Duque a don Quijote como desde allí a cuatro vendría su contrario, y se presentaría en el campo, armado como caballero, y sustentaría como la doncella mentía por mitad de la barba, y aún por toda la barba entera, si se afirmaba que él le hubiese dado palabra de casamiento. Don Quijote recibió mucho gusto con las tales nuevas, y se prometió a sí mismo de hacer maravillas en el caso, y tuvo a gran ventura habérsele ofrecido ocasión donde aquellos señores pudiesen ver hasta dónde se extendía el valor de su poderoso brazo; y así, con alborozo y contento, esperaba los cuatro días, que se le iban haciendo, a la cuenta de su deseo, cuatrocientos siglos.

Dejémoslos pasar nosotros (como dejamos pasar otras cosas), y vamos a acompañar a Sancho, que entre alegre y triste venía caminando sobre el rucio a buscar a su amo, cuya compañía le agradaba más que ser gobernador de todas las ínsulas del mundo. Sucedió, pues, que no habiéndose alongado mucho de la ínsula del su gobierno (que él nunca se puso a averiguar si era ínsula, ciudad, villa o lugar la que gobernaba), vio que por el camino por donde él iba venían seis peregrinos con sus bordones, de estos extranjeros que piden la limosna cantando; los cuales, en llegando a él, se pusieron en ala, y levantando las voces todos juntos, comenzaron a cantar en su lengua lo que Sancho no pudo entender, si no fue una palabra que claramente pronunciaba limosna, por donde entendió que era limosna la que en su canto pedían; y como él, según dice Cide Hamete, era caritativo además, sacó de sus alforjas medio pan y medio queso, de que venía proveído, y dióselo, diciéndoles por señas que no tenía otra cosa que darles. Ellos lo recibieron de muy buena gana, y dijeron:

Guelte! ¡Guelte!

-No entiendo -respondió Sancho- qué es lo que me pedís, buena gente.

Entonces uno de ellos sacó una bolsa del seno y mostrósela a Sancho, por donde entendió que le pedían dineros; y él, poniéndose el dedo pulgar en la garganta y extendiendo la mano arriba, les dio a entender que no tenía ostugo de moneda, y picando al rucio, rompió por ellos; y al pasar, habiéndole estado mirando uno dellos con mucha atención, arremetió a él echándole los brazos por la cintura, y en voz alta y muy castellana, dijo:

-¡Válame Dios! ¿Qué es lo que veo? ¿Es posible que tengo en mis brazos al mi caro amigo, al mi buen vecino Sancho Panza? Sí tengo, sin duda, porque yo ni duermo, ni estoy ahora borracho.

Admiróse Sancho de verse nombrar por su nombre y de verse abrazar del extranjero peregrino, y después de haberle estado mirando, sin hablar palabra, con mucha atención, nunca pudo conocerle; pero viendo su suspensión el peregrino, le dijo:

-¿Cómo y es posible, Sancho Panza hermano, que no conoces a tu vecino Ricote el morisco, tendero de tu lugar?

Entonces Sancho le miró con más atención y comenzó a rafigurarle, y, finalmente, le vino a conocer de todo punto, y sin apearse del jumento, le echó los brazos al cuello, y le dijo:

-¿Quién diablos te había de conocer, Ricote, en ese traje de moharracho que traes? Dime: ¿quién te ha hecho franchote, y cómo tienes atrevimiento de volver a España, donde si te cogen y conocen, tendrás harta mala ventura?

-Si tú no me descubres, Sancho -respondió el peregrino-, seguro estoy que en este traje no habrá nadie que me conozca; y apartémonos del camino a aquella alameda que allí parece, donde quieren comer y reposar mis compañeros, y allí comerás con ellos, que son muy apacible gente, y yo tendré lugar de contarte lo que me ha sucedido después que me partí de nuestro lugar, por obedecer el bando de su Majestad, que con tanto rigor a los desdichados de mi nación amenazaba, según oíste.

Hízolo así Sancho, y hablando Ricote a los demás peregrinos, se apartaron a la alameda que se parecía, bien desviados del camino real. Arrojaron los bordones, quitáronse las mucetas o esclavinas y quedaron en pelota, y todos ellos eran mozos y muy gentileshombres, excepto Ricote, que ya era hombre entrado en años. Todos traían alforjas, y todas, según pareció, venían bien proveídas, a lo menos, de cosas incitativas y que llaman a la sed de dos leguas.

Tendiéronse en el suelo, y haciendo manteles de las yerbas, pusieron sobre ellas pan, sal, cuchillos, nueces, rajas de queso, huesos mondos de jamón, que si no se dejaban mascar, no defendían el ser chupados. Pusieron asimismo un manjar negro que dicen que se llama cabial, y es hecho de huevos de pescados, gran despertador de la colambre. No faltaron aceitunas, aunque secas y sin adobo alguno; pero sabrosas y entretenidas. Pero lo que más campeó en el campo de aquel banquete fueron seis botas de vino, que cada uno sacó la suya de su alforja: hasta el buen Ricote, que se había transformado de morisco en alemán o en tudesco, sacó la suya, que en grandeza podía competir con las cinco.

Comenzaron a comer con grandísimo gusto y muy de espacio, saboreándose con cada bocado, que le tomaban con la punta del cuchillo, y muy poquito de cada cosa, y luego al punto, todos a una, levantaron los brazos y las botas en el aire; puestas las bocas en su boca, clavados los ojos en el cielo, no parecía sino que ponían en él la puntería; y desta manera, meneando las cabezas a un lado y a otro, señales que acreditaban el gusto que recebían, se estuvieron un buen espacio, trasegando en sus estómagos las entrañas de las vasijas. Todo lo miraba Sancho, y de ninguna cosa se dolía; antes, por cumplir con el refrán, que él muy bien sabía, de «cuando a Roma fueres, haz como vieres», pidió a Ricote la bota, y tomó su puntería como los demás, y no con menos gusto que ellos.

Cuatro veces dieron lugar las botas para ser empinadas; pero la quinta no fue posible, porque ya estaban más enjutas y secas que un esparto, cosa que puso mustia la alegría que hasta allí habían mostrado. De cuando en cuando juntaba alguno su mano derecha con la de Sancho y decía: -Españoli y tudesqui, tuto uno: bon compaño; y Sancho respondía: -¡Bon compaño, jura Di!, y disparaba con una risa que le duraba un hora, sin acordarse entonces de nada de lo que le había sucedido en su gobierno; porque sobre el rato y tiempo cuando se come y bebe, poca jurisdicción suelen tener los cuidados. Finalmente, el acabársele el vino fue principio de un sueño que dio a todos, quedándose dormidos sobre las mismas mesas y manteles; solos Ricote y Sancho quedaron alerta, porque habían comido más y bebido menos; y apartando Ricote a Sancho, se sentaron al pie de una haya, dejando a los peregrinos sepultados en dulce sueño, y Ricote, sin tropezar nada en su lengua morisca, en la pura castellana le dijo las siguientes razones:

-Bien sabes ¡oh Sancho Panza, vecino y amigo mío! como el pregón y bando que su Majestad mandó publicar contra los de mi nación puso terror y espanto en todos nosotros; a lo menos, en mí lo puso de suerte, que me parece que antes del tiempo que se nos concedía para que hiciésemos ausencia de España, ya tenía el rigor de la pena ejecutado en mi persona y en la de mis hijos. Ordené, pues, a mi parecer, como prudente (bien así como el que sabe que para tal tiempo le han de quitar la casa donde vive y se provee de otra donde mudarse), ordené, digo, de salir yo solo, sin mi familia, de mi pueblo, y ir a buscar donde llevarla con comodidad y sin la priesa con que los demás salieron; porque bien vi, y vieron todos nuestros ancianos, que aquellos pregones no eran sólo amenazas, como algunos decían, sino verdaderas leyes, que se habían de poner en ejecución a su determinado tiempo; y forzábame a creer esta verdad saber yo los ruines y disparatados intentos que los nuestros tenían, y tales, que me parece que fue inspiración divina la que movió a su Majestad a poner en efecto tan gallarda resolución, no porque todos fuésemos culpados, que algunos había cristianos firmes y verdaderos; pero eran tan pocos, que no se podían oponer a los que no lo eran, y no era bien criar la sierpe en el seno, teniendo los enemigos dentro de casa. Finalmente, con justa razón fuimos castigados con la pena del destierro, blanda y suave, al parecer de algunos; pero al nuestro, la más terrible que se nos podía dar. Doquiera que estamos lloramos por España; que, en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural; en ninguna parte hallamos el acogimiento que nuestra desventura desea; y en Berbería, y en todas las partes de África donde esperábamos ser recebidos, acogidos y regalados, allí es donde más nos ofenden y maltratan. No hemos conocido el bien hasta que le hemos perdido; y es el deseo tan grande que casi todos tenemos de volver a España, que los más de aquellos (y son muchos) que saben la lengua como yo, se vuelven a ella, y dejan allá sus mujeres y sus hijos desamparados: tanto es el amor que la tienen; y agora conozco y experimento lo que suele decirse: que es dulce el amor de la patria. Salí, como digo, de nuestro pueblo, entré en Francia, y aunque allí nos hacían buen acogimiento, quise verlo todo. Pasé a Italia, y llegué a Alemania, y allí me pareció que se podía vivir con más libertad, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia. Dejé tomada casa en un pueblo junto a Augusta; juntéme con estos peregrinos, que tienen por costumbre de venir a España muchos dellos, cada año, a visitar los santuarios della, que los tienen por sus Indias, y por certísima granjería y conocida ganancia. Ándanla casi toda, y no hay pueblo ninguno de donde no salgan comidos y bebidos, como suele decirse, y con un real, por lo menos, en dineros, y al cabo de su viaje, salen con más de cien escudos de sobra, que trocados en oro, o ya en el hueco de los bordones, o entre los remiendos de las esclavinas, o con la industria que ellos pueden, los sacan del reino y los pasan a sus tierras, a pesar de las guardas de los puestos y puertos donde se registran. Ahora es mi intención, Sancho, sacar el tesoro que dejé enterrado, que por estar fuera del pueblo, lo podré hacer sin peligro, y escribir o pasar desde Valencia a mi hija y a mi mujer, que sé que están en Argel, y dar traza como traerlas a algún puerto de Francia, y desde allí llevarlas a Alemania, donde esperaremos lo que Dios quisiere hacer de nosotros; que, en resolución, Sancho, yo sé cierto que la Ricota mi hija y Francisca Ricota mi mujer son católicas cristianas, y aunque yo no lo soy tanto, todavía tengo más de cristiano que de moro, y ruego siempre a Dios me abra los ojos del entendimiento y me dé a conocer cómo le tengo de servir. Y lo que me tiene admirado es no saber por qué se fue mi mujer y mi hija antes a Berbería que a Francia, adonde podía vivir como cristiana.

A lo que respondió Sancho:

-Mira, Ricote: eso no debió estar en su mano, porque las llevó Juan Tiopieyo, el hermano de tu mujer; y como debe de ser fino moro, fuese a lo más bien parado; y séte decir otra cosa: que creo que vas en balde a buscar lo que dejaste encerrado; porque tuvimos nuevas que habían quitado a tu cuñado y tu mujer muchas perlas y mucho dinero en oro, que llevaban por registrar.

-Bien puede ser eso -replicó Ricote-; pero yo sé, Sancho, que no tocaron a mi encierro, porque yo no les descubrí dónde estaba, temeroso de algún desmán; y así, si tú, Sancho, quieres venir conmigo y ayudarme a sacarlo y a encubrirlo, yo te daré docientos escudos con que podrás remediar tus necesidades, que ya sabes que sé yo que las tienes muchas.

-Yo lo hiciera -respondió Sancho-; pero no soy nada codicioso; que, a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos, donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro, y comer antes de seis meses en platos de plata; y así por esto como por parecerme haría traición a mi rey en dar favor a sus enemigos, no fuera contigo, si como me prometes docientos escudos, me dieras aquí de contado cuatrocientos.

-Y ¿qué oficio es el que has dejado, Sancho? -preguntó Ricote.

-He dejado de ser gobernador de una ínsula -respondió Sancho-, y tal, que a buena fee que no hallen otra como ella a tres tirones.

-Y ¿dónde está esa ínsula? -preguntó Ricote.

-¿Adónde? -respondió Sancho-. Dos leguas de aquí, y se llama la ínsula Barataria.

-Calla, Sancho -dijo Ricote-; que las ínsulas están allá dentro de la mar; que no hay ínsulas en la tierra firme.

-¿Cómo no? -replicó Sancho-. Dígote, Ricote amigo, que esta mañana me partí della, y ayer estuvo en ella gobernando a mi placer, como un sagitario; pero, con todo eso, la he dejado, por parecerme oficio peligroso el de los gobernadores.

-Y ¿qué has ganado en el gobierno? -preguntó Ricote.

-He ganado -respondió Sancho- el haber conocido que no soy bueno para gobernar, si no es un hato de ganado, y que las riquezas que se ganan en los tales gobiernos son a costa de perder el descanso y el sueño, y aún el sustento; porque en las ínsulas deben de comer poco los gobernadores, especialmente si tienen médicos que miren por su salud.

-Yo no te entiendo, Sancho -dijo Ricote-; pero paréceme que todo lo que dices es disparate; que ¿quién te había de dar a ti ínsulas que gobernases? ¿Faltaban hombres en el mundo más hábiles para gobernadores que tú eres? Calla, Sancho, y vuelve en ti, y mira si quieres venir conmigo, como te he dicho, a ayudarme a sacar el tesoro que dejé escondido (que en verdad que es tanto, que se puede llamar tesoro), y te daré con que vivas, como te he dicho.

-Ya te he dicho, Ricote -replicó Sancho-, que no quiero; conténtate que por mí no serás descubierto, y prosigue en buena hora tu camino, y déjame seguir el mío; que yo sé que lo bien ganado se pierde, y lo malo, ello y su dueño.

-No quiero porfiar, Sancho -dijo Ricote-. Pero dime: ¿hallástete en nuestro lugar cuando se partió dél mi mujer, mi hija y mi cuñado?

-Sí hallé -respondió Sancho-, y séte decir que salió tu hija tan hermosa que salieron a verla cuantos había en el pueblo, y todos decían que era la más bella criatura del mundo. Iba llorando y abrazaba a todas sus amigas y conocidas, y a cuantos llegaban a verla, y a todos pedía la encomendasen a Dios y a Nuestra Señora su madre; y esto, con tanto sentimiento, que a mí me hizo llorar, que no suelo ser muy llorón. Y a fee que muchos tuvieron deseo de esconderla y salir a quitársela en el camino; pero el miedo de ir contra el mandado del Rey los detuvo. Principalmente se mostró más apasionado don Pedro Gregorio, aquel mancebo mayorazgo rico que tú conoces, que dicen que la quería mucho, y después que ella se partió, nunca más él ha parecido en nuestro lugar, y todos pensamos que iba tras ella para robarla; pero hasta ahora no se ha sabido nada.

-Siempre tuve yo mala sospecha -dijo Ricote- de que ese caballero adamaba a mi hija; pero fiado en el valor de mi Ricota, nunca me dio pesadumbre el saber que la quería bien; que ya habrás oído decir, Sancho, que las moriscas pocas o ninguna vez se mezclaron por amores con cristianos viejos, y mi hija, que, a lo que yo creo, atendía a ser más cristiana que enamorada, no se curaría de las solicitudes de ese señor mayorazgo.

-Dios lo haga -replicó Sancho-; que a entrambos les estaría mal. Y déjame partir de aquí, Ricote amigo; que quiero llegar esta noche adonde está mi señor don Quijote.

-Dios vaya contigo, Sancho hermano; que ya mis compañeros se rebullen, y también es hora que prosigamos nuestro camino.

Y luego se abrazaron los dos, y Sancho subió en su rucio, y Ricote se arrimó a su bordón, y se apartaron.