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ArribaAbajoCapítulo VIII

Corta el hilo y la cólera al magistral un huésped no esperado, pieza muy divertida, que a tal punto se apeó en casa de Antón Zotes


Al tercer del celoso y encendido magistral, quiso Dios y la buena fortuna del bendito fray Gerundio (el cual estaba ya tamañito, viendo al tío que lo tomaba en un tono tan alto y tan desengañado) que entró por la puerta del corral y se apeó en el zaguán de la casa, con mucho estrépito de caballos, relinchos, lacayo, ayuda de cámara y acompañamiento, un huésped repentino, que ni se esperaba ni podía pensarse en él. Era cierto caballerete joven, asaz bien apuesto, de bastante desembarazo, vecino de una ciudad no distante de Campazas, que había estado en la Corte largo tiempo, en seguimiento de un pleito de entidad, para el cual le había favorecido el magistral (aunque no le conocía) con varias cartas de recomendación, que le habían servido mucho; y noticioso por una casualidad de que su protector se hallaba en aquel lugar, torció el camino real, y a costa de un corto rodeo le pareció razón, y aun obligación precisa, ir a dar las gracias a quien tanto le había favorecido.

2. Llamábase don Carlos el sujeto de nuestra historia; y como por una parte no era del todo lerdo, y por otra había estado tan despacio en Madrid, frecuentando tocadores, calentando sitiales, asistiendo al patio de los Consejos, dejándose ver en los arrabales del Palacio, y no dejando de tener introducción en algunas covachuelas, se le había pegado furiosamente el aire de la gran moda. Hacía la cortesía a la francesa, hablaba el español del mismo modo, afectando los rodeos, los francesismos, y hasta el mismo tono, dialecto o retintín con que le hablan los de aquella nación. Se le habían hecho familiares sus frases, sus locuciones y sus modos de explicarse, ya por haberlas oído frecuentemente en las conversaciones de la Corte, ya por haberlas observado aun en los sermones de aquellos famosos predicadores que a la sazón daban la ley y con razón eran más celebrados en ella, ya por haberlas bebido en los mismos libros franceses, que construía o entendía medianamente, y ya también por haberlas aprehendido en las obras de los malos traductores, de que por nuestros pecados hay tanta epidemia en estos desgraciados tiempos. En fin, nuestro don Carlos parecía un monsieur hecho y derecho; y por lo que tocaba a él, de buena gana trocaría por un monsieur todos los dones y turuleques del mundo, tanto, que hasta los dones del Espíritu Santo le sonarían mejor, y acaso los solicitaría con mayor empeño, si se llamaran monsieures.

3. Luego que se apeó y fue recibido de Antón Zotes con aquel agasajo y cariño que llevaba de suyo su natural bondad, le preguntó don Carlos si estaba en aquel villaje y en aquella casa monsieur el teologal de León.

-Sí, señoría -le respondió el tío Antón, dándole desde luego el tratamiento que a su parecer correspondía a un hombre que traía lacayo y repostero; porque aunque no entendió lo que significaba monsieur ni teologal, pero bien conoció que sin duda aquel extranjero preguntaba por su primo.

-Monsieur el teologal -añadió don Carlos- es uno de mis mayores amigos; y aunque no he tenido el honor de conocerle, estoy reconocido a su gran bondad hasta el exceso. Suplico a usted que se tome la pena de conducirme ante todas cosas a su cámara, retrete o apartamiento.

4. El bonazo del tío Antón, que jamás había oído hablar aquella jerigonza, como entendió cosa de cámara y retrete, ¿qué pensó? Que a aquel pobre caballero se le ofrecía alguna urgencia natural de las que dan pocas treguas, y quería desembarazarse de ella antes de ver al magistral. Y así, con grandísimo candor le condujo a un cuarto estrecho y obscuro, cuya puerta falsa daba a la alcoba donde dormía su primo, y le dijo en voz sumisa:

-Entre ahí su usía, y a manderecha hallará lo que tiene de menester; porque ahí está la cámara de mi primo el canónigo.

Avergonzose un poco don Carlos; pero como era mozo de despejo, volvió luego en sí y dijo al tío Antón:

-Bien se conoce que el huésped es un grueso burgés y un miserable paisano. Por ahora no he menester estos utensilios. Lo que digo es que me conduzca al cuarto o a la sala del señor magistral.

-¡Ah! Eso es otra cosa -respondió el bonísimo de Antón-. Si su usía se hubiera expricado ansina desde luego, ya le hubiera entrado en ella sin arrudeos.

5. Metiole en la sala donde estaba el magistral con los demás que dijimos en el capítulo antecedente, y entró en ella al mismo tiempo que llegaba al tercer de su fogosa repasata, como lo dejó notado el manuscrito antiguo que se guarda en el archivo de los Zotes, y tuvimos presente para sacar estas individualidades y menudencias de todos los lances sucedidos en esta ocasión en Campazas. Luego que vio el magistral delante de sí a un caballero de tanto respeto, se levantó de la silla apresuradamente; y cuando le iba a hablar con la debida urbanidad, don Carlos le atajó diciéndole:

-Señor magistral, no se dé usted la pena de incomodarse. Yo me he tomado la libertad de entrar en esta casa a la francesa. Ésta es la gran moda, porque las maneras libres de esta nación han desterrado de la nuestra aquellos aires de servidumbre y de esclavitudinaje que constriñéndonos la libertad, no nos hacían honor. Yo soy furiosamente francés, aunque nacido en el seno del reino de León. Yo tengo el honor de venir a presentar a usted mis respetos y mis agradecimientos. Yo soy don Carlos Osorio, a quien usted tuvo la bondad de favorecer tanto con sus cartas de recomendación; que sería yo el más ingrato de todos los hombres, si no publicara altamente que a ellas es a quien debo la dicha de haber tenido la felicidad de haber ganado mi proceso. Yo, monsieur...

6. El magistral, hombre ramplón, castellano macizo, leonés de cuatro suelas, y que aunque estaba más que medianamente versado en la lengua francesa, haciéndola toda la justicia que se merece, era muy amante de la suya propia, bien persuadido a que para maldita la cosa necesita las ajenas, teniendo dentro de sí misma cuanto ha menester para la copia, para la propiedad, para la hermosura y para la elegancia: el magistral, vuelvo a decir, se empalagó mucho desde el primer período y desde luego le hubiera atajado con desprecio, a no contenerle el respeto debido al nacimiento de don Carlos y la urbanidad con que era razón tratar a un hombre que venía a buscarle por puro reconocimiento. No obstante, resolvió divertirse un poco a su costa con el mayor disimulo que pudiese, procurando templar la burla sin descomponer la atención, y así le dijo:

-Yo, señor don Carlos, no soy monsieur, ni nunca lo he sido, venerando de tal manera a los que lo son, que sin envidiarles este tratamiento, por desconocido en España, me contento con el que tuvieron mis padres y mis abuelos; y más cuando no he menester ser monsieur para ser muy servidor de usted con todas veras.

7. -Ésos, señor magistral, son prejuicios de la educación; y hace lástima que un hombre de las luces de usted se acomode a los sentimientos del bajo pueblo. Hoy los entendimientos de primer orden se han desnudado dichosamente de esas preocupaciones, y hallan más gracia en un monsieur que en un don, o en un señor; que en las naciones cultivadas se aplica a un marchante o a cualquiera grueso burgés, y no me negará usted que un monsieur le Margne, un monsieur Boona suena mejor que un don Fulano Mañer o un don Citano Noboa.

8. -Como eso de sonar mejor -replicó el magistral- es cosa respectiva a los oídos, y ha habido hombre a quien sonaba mejor el relincho de un caballo que la cítara de Orfeo, no me empeñaré en negarlo ni en concederlo. Sólo aseguro a usted que a mí, como buen español, nada me suena tan bien como lo que está recibido en nuestra lengua, y esto con ser así que no soy del todo peregrino en las extranjeras.

9. -¡Ah, señor Magistral, y qué domaje es que un hombre de las luces de usted se halle tan prevenido de los prejuicios nacionales!

10. -Mi capacidad o mis alcances -respondió el magistral- (pues supongo que eso quiere decir usted cuando habla de mis luces), no obstante de ser bien limitados me obligan a conocer que es ligereza indigna de nuestra gravedad española y desestimación injuriosa a nuestra lengua, introducir en ella voces de que no necesita y modos de hablar que no la hacen falta. Pero en fin, señor don Carlos, dejando a cada uno que hable como mejor le pareciere, usted no habrá comido y ante todas cosas es menester...

-Perdóneme usted, señor magistral -interrumpió don Carlos-; ya hice esa diligencia en un pequeño villaje que dista dos leguas de aquí, y así no es menester que nadie tome la pena de incomodarse.

11. -Yo no sé -dijo el familiar- que en estas cercanías, ni aun en todo el Páramo, haiga algún lugar que se llame Villaje.

Riose don Carlos de la que le pareció simplicidad de aquel buen labrador, a quien no conocía, y díjole en tono algo desdeñoso:

-Paisano, llámese pequeño villaje toda aldea o lugar corto.

-Pero, señor don Carlos -le replicó el magistral-, si aldea o lugar corto es lo mismo que villaje, ¿qué gracia particular tiene el villaje para que le demos naturaleza en nuestra lengua?

12. -¡Oh, señor magistral! -respondió don Carlos-; usted es diablamente castellano; y del aire en que le veo, tampoco dará cuartel a libertinaje, por disolución; a libertino, por disoluto; a pavis, por pavimento; a satisfacciones, por gustos; a sentimientos, por dictámenes, máximas o principios; a moral evangélica, por doctrina del Evangelio; a no merece la pena, por es digno de desprecio; a acusar el recibo de una carta, por avisar que se recibió; a cantar, tocar, bailar a la perfección, por cantar, tocar, bailar con primor; a ejercitar el ministerio de la palabra de Dios, por predicar; a darse la pena, por tomarse el trabajo; a bellas letras, por letras humanas; a nada de nuevo ocurre en el día, en lugar de por ahora no ocurre novedad; a...

13. -Tenga usted, señor don Carlos -le interrumpió el magistral-. No se canse usted más; que sería interminable la enumeración, si se empeñara usted en reconvenirme con todas las frases, voces y modos de hablar afrancesados que se han introducido de poco tiempo a esta parte en nuestra lengua, y cada día se van introduciendo con mucha vanidad de los extranjeros y con no poco dolor de todo buen español de juicio y de meollo. Dígole a usted que ni a esos ni a otros innumerables francesismos, que sin qué ni para qué se nos han metido de contrabando a desfigurar nuestra lengua, daré jamás cuartel ni en mis conversaciones ni en mis escritos.

14. -Pues, poca fortuna hará usted en la Corte -respondió don Carlos-; y presto sería usted el juguete de las oficinas y de los tocadores, si se fuera allá con esos sentimientos.

-Por lo que toca a los tocadores -dijo el magistral-, pase; y convengo en que en los más sería mal recibido. Donde se habla tanto de petibonets, surtús y ropas de chambre, no puede esperar buena acogida el que llama cofias, sobretodos y batas a todos esos muebles; pero en las oficinas no sería tan mal recibido como a usted le parece, porque en ellas hay de todo. Es cierto que se encuentra tal cual de aquellos iniciados en el ministerio, quiero decir, de aquellos covachuelistas, aprehendices o de prima tonsura, que...


anno non amplius uno
et minimo sudore et amico abdomine salvo,

sólo porque leyeron las obras de Feijoo, los libros de ciencia de Corte, el Espectáculo de la naturaleza, la Historia del pueblo de Dios y algunos otros pocos de los que hoy son más de moda, no sólo se juzgan capaces de hablar con resolución y con desenfado en todas las materias, sino que se imaginan con bastante autoridad para introducirnos aquellas voces extranjeras que suenan mejor a sus mal templados oídos; y aunque las tengamos acá igualmente significativas, no hay que esperar se valgan de ellas, ni aun se dignen solamente de mirarlas a la cara.

5. »Éstos, si escriben una carta gratulatoria, no dirán: «Doy a usted mil enhorabuenas por el nuevo empleo que ha merecido a la piedad del Rey», aunque los saquen un ojo; sino: «Felicito a usted por el justo honor con que el Rey ha premiado su distinguido mérito». Si quieren expresar su complacencia a un amigo por algún feliz suceso, no tema usted que le digan pura y castellanamente: «Complázcome tanto en los gustos de usted como en los míos propios»; es menester afrancesar más la frase y decir: «No hay en el mundo quien se interese más que yo en todas las satisfacciones de usted; ellas tienen en mi estimación el mismo lugar que las mías». Escribir o decir a uno sencillamente: «Mande usted, que le serviré en cuanto pudiere», lo tendrían por vulgaridad y aldeanismo; «cuente usted conmigo en todo trance» es expresión que huele a Corte, y lo demás es de patanes. «Ese negocio no toca a mi departamento», para explicar que no corresponde a su oficina, jamás se les olvidará. «Ya está sobre el bufete», para decir que «ya está puesto al despacho», es cláusula corriente; y carta he visto yo de cierto covachuelista, que decía: «Esa dependencia ya está sobre el tapiz», cosa que sobresaltó mucho al sujeto interesado, porque juzgó buenamente que por hacer burla de él le habían retratado de mamarracho en algún paño de tapicería.

16. »Digo, pues, que con estos pocos oficiales novicios de covachuela no lograría buen partido mi lenguaje ramplón y ceñido escrupulosamente a las leyes de Covarrubias y a las de otros que reconozco y venero por legítimos legisladores o jueces de la lengua castellana; pero ésta tiene también otros muchos partidarios dentro de las mismas covachuelas, pudiendo asegurar que son los más y los de mejor voto que hay en todas las oficinas. Créame usted que éstas están llenas de hombres eruditos, cultivados y aun doctos, amantísimos de nuestra lengua, bien instruidos de las riquezas que encierra, y muy persuadidos a que dentro de su tesoro tiene sobrados caudales para salir con lucimiento de cuantas urgencias se la puedan ofrecer, a excepción de tales cuales voces facultativas y de otras pocas peculiares que es preciso se presten unas lenguas a otras, sin que se eximan de esta necesidad las primitivas, matrices u originales. Cónstame que estos verdaderos españoles gimen ocultamente de haber hallado ya entremetidas y como avecindadas en sus oficinas muchas voces, que pudieran y debieran haberse excusado, como departamento, inspección, aproches, glacis, bien entendido que, hacer el servicio, será responsable, inteligenciado el Rey, exigir del vasallo y otras innumerables; pues son tantas,


nec tot simul Apula muscas
arva ferant, nec tot vendat mendacia falsi
institor unguenti, nec tot deliria libris
asseruit logicis, physicis aliisque Noriscus.

17. »Bien quisieran ellos desterrarlas de sus mesas, de sus cartas y despachos; mas o no se hallan con fuerzas para tanto; o viéndolas ya como connaturalizadas en virtud de la posesión, aunque no muy larga, no quieren meterse a disputarlas la propiedad; o, en fin, las dejan correr por otros motivos políticos, que a mí no me toca examinar. Pero comoquiera, esté usted persuadido a que éstos no me recibirían mal ni me oirían con desagrado, siempre que les hablase como hablaban nuestros abuelos.

18. -A lo menos -replicó don Carlos- no saldré yo por garante de que los traductores de libros franceses hiciesen a usted buen cuartel; y en verdad que éstos no son ranas, ni son en pequeño número, y que en la Corte hacen la más bella figura.

19. -Déjelo usted, señor don Carlos, déjelo por Dios -replicó el magistral-. Un punto ha tocado usted en que no quisiera hablar; porque si me caliento un poco, parlaré una librería entera. ¡Traductores de libros franceses! ¡Traductores de libros franceses! No los llame usted así, llámelos traducidores de su propia lengua y corruptores de la ajena; pues, como dice con gracia el italiano, los más no hacen traducción, sino traición a uno y a otro idioma, a la reserva de muy poquitos, quos digito monstrare omni, vel caeco, falice est. Todo el resto échelo usted a pares y nones, y tenga por cierto que es la mayor peste que ha inficionado a nuestro siglo.

20. »No piense usted que estoy mal, ni mucho menos que desprecio a los que se han dedicado o se dedican a este utilísimo y gloriosísimo trabajo. Disto tanto de este concepto, que en el mío son dignos de la mayor estimación los que le desempeñan bien. En todos los siglos y todas las naciones han consagrado los mayores aplausos a los buenos traductores, y no se han desdeñado de aplicarse a este ejercicio los hombres de mayor estatura en la República de las Letras. Cicerón, Quintiliano y el mismo Julio César enriquecieron la lengua latina con la traducción de excelentes obras griegas; y a San Jerónimo le hizo más célebre, y le mereció el justo renombre de Doctor máximo de la Iglesia, la versión de la Biblia que llamamos la Vulgata, más que sus doctos Comentarios sobre la Escritura y los excelentes tratados que escribió contra los herejes de su tiempo. Santo Tomás tradujo en latín los libros políticos de Aristóteles, y no le granjeó menos concepto esta bella traducción que su incomparable Summa Theologica. Y a la verdad si son tan beneméritos de su nación los que traen a ella las artes, las fábricas o las riquezas que descubren en las extrañas, ¿por qué lo han de ser menos los que comunican a su lengua aquellos tesoros que encuentran escondidos en las extranjeras?

21. »Así, pues, soy de dictamen que un buen traductor es acreedor a los mayores aplausos, a los mayores premios y a las mayores estimaciones. Pero, ¡qué pocos hay en este siglo que sean acreedores a ellas! ¡Nada convence tanto la suma dificultad que hay en traducir bien, como la multitud de traducciones que nos sofocan; y cuán raras son, no digo ya las que merezcan llamarse buenas, pero ni aun tolerables! En los tiempos que corren, es desdichada la madre que no tiene un hijo traductor. Hay peste de traductores, porque casi todas las traducciones son una peste. Las más son unas malas y aun perversas construcciones gramaticales, en que a buen librar queda tan estropeada la lengua traducida, como desfigurada aquella en que se traduce; pues se hace de las dos un batiborrillo que causa asco al estómago francés, y da gana de vomitar al castellano. Ambos desconocen su idioma: cada uno entiende la mitad, pero ninguno entiende el todo. Yo bien sé en qué consiste esto, pero no lo quiero decir.

22. »Lo que digo es que, con efecto, los malos, los perversos, los ridículos, los extravagantes o los idiotas traductores son los que principalísimamente nos han echado a perder la lengua, corrompiéndonos las voces tanto como el alma. Ellos son los que han pegado a nuestro pobre idioma el mal francés, para cuya curación no basta ni aun todo el mercurio preparado por la discreta pluma del gracioso Fracastorio:


unicum illum
ulcera qui jussit castas tractare camenas.

Ellos son los que han hecho que ni en las conversaciones, ni en las cartas familiares, ni en los escritos públicos nos veamos de polvo gálico, quiero decir, que parece no gastan otros polvos en la salvadera que arena de la Loira, del Ródano o del Sena, según espolvorean todo cuanto escriben de galicismos o de francesadas. En fin, ellos son los que debiendo empeñarse en hacer hablar al francés en castellano (porque al fin ésa es la obligación del traductor), parece que intentan todo lo contrario, conviene a saber, hacer hablar al castellano en francés; y con efecto, lo consiguen.

23. »En esto son más felices aquellos traductores que en realidad son más desgraciados. Si por su dicha y por nuestra poca fortuna encontraron con una obra curiosa, digna, instructiva y divertida, con ella nos echan más a perder; porque cuanto más curso tiene y mayor es su despacho, cunde más el contagio, y el daño es más extendido. Por ahí anda cierta obra que se comprehende en muchos volúmenes, la cual, sin embargo de ser problema entre los sabios si es más perjudicial que provechosa, ha logrado, no obstante, un séquito prodigioso. No hay librería pública ni particular, no hay celda, no hay gabinete, no hay antesala, ni aun apenas hay estrado donde no se encuentre, tanto, que hasta los perrillos de falda andan jugueteando con ella sobre los sitiales. Cayó esta obra en manos de un traductor capaz, hábil y laborioso a la verdad, pero tan apresurado para acabarla cuanto antes, que la publicó a medio traducir, quiero decir, que la mitad de ella la dejó en francés, y la otra mitad la vertió en castellano. Olvidose sin duda el presuroso traductor de que siempre se da bastante prisa el que hace las cosas bien; y el que las hace mal, haga cuenta que las hizo muy despacio. ¿Y qué sucedió? Lo que llevo ya insinuado: como estos libros se han hecho ya de moda en toda España; como los leen los doctos, los leen los semisabios, los leen los idiotas, y hasta las mujeres los leen; y como todos encuentran en ellos tantos términos, tantas cláusulas, tantos arranques y aun tantos idiotismos franceses que jamás habían hallado en las obras más cultas y más castizas de nuestra lengua, ¿qué juzgan? Que ésta es sin duda la moda de la Corte; y encaprichados en seguirla en el hablar como la siguen en todo lo demás, unos por no parecer menos instruidos y otros por ser en todo monas o monos, apenas aciertan en la conversación con una cláusula que no parezca fundida en los moldes de París.

24. »Pocos días ha que hablando con cierta dama, me espetó esta jerigonza:

-Un hombre de carácter tuvo la bondad de venir a buscarme a mi casa de campaña, y por cierto que a la hora me hallaba yo en uno de los apartamientos que están a nivel con el parterre; porque como el pavis es de bello mármol y el depósito de la gran fuente cae debajo de él, sobre lograrse el más bello golpe de vista, hace una estancia muy cómoda contra los ardores de la estación. Este hombre de cualidad estaba penetrado de dolor, por cuanto habían arrestado a un hijo suyo, haciéndole criminal de no sé qué pretendidos delitos, que, todo bien considerado, se reducían a unas puras bagatelas y venía a suplicarme tuviese con él la complacencia de interponer mi crédito con el ministro, para que se levantase el arresto.

Iba a proseguir; y no teniendo ya paciencia para sufrir su algarabía, la pregunté si sabía la lengua francesa.

-Perdóneme usted, señor magistral -me respondió al punto-; no estoy iniciada ni aun en los primeros elementos de ese idioma todo amable.

-Pues ¿cómo habla usted -la repliqué yo- un elegante francés en castellano?

-¡Ah, señor! -respondió ella-; estoy leyendo la célebre Historia de... que es un encanto.

25. »-Ya me lo daba a mí el corazón -repliqué yo-; esa Historia es sin duda una de las obras más extraordinarias que hasta ahora se han emprehendido: la materia de que trata no puede ser de mayor interés; y los documentos en que se funda, de los cuales no se desvía un punto, son infalibles. Por eso es la única historia de cuantas se han escrito en el mundo de la cual puede y debe uno fiarse enteramente, dando un ciego asenso a todo lo que dice. Añádese a esto que en la lengua francesa está escrita con tanta elegancia, con tanta gracia y con tanta dulzura, que verdaderamente embelesa; y en tomándola en la mano, no acierta un hombre a desprenderse de ella. No obstante, hubo grandes dificultades para permitir que corriese en español, y se examinó por largo tiempo la materia, pretendiendo muchos hombres doctos que su publicación en lengua vulgar estaba expuesta a graves inconvenientes. Prevaleció la opinión contraria; y aunque no sé si se siguieron o no los inconvenientes que se temían, a lo menos es visible la experiencia de uno bastantemente perjudicial, aunque no de aquella línea, que acaso no se esperaba. Éste es la corrupción o el estropeamiento de nuestra lengua, que a lo menos en la extensión es reo principalmente el traductor de esta obra.

26. »Fue tan feliz en su despacho, como poco dichoso en su traducción; cuanto mayor ha sido aquél, más se han extendido los desaciertos y los francesismos de ésta. Y como no hay pueblo ni aun rincón en España donde esta Historia no se lea con ansia, tampoco le hay donde más o menos no se haya pegado el contagio francés de que adolece. Éste ha inficionado con mucha especialidad a las mujeres inclinadas a libros. Como casi todas se hallan destituidas de aquellos principios que son necesarios para discernir lo bueno de lo malo, y como todas sin casi son naturalmente inclinadas a la novedad, han encontrado mucha gracia en las voces, en las frases, en las transiciones y en los modos de hablar afrancesados que hierven en dicha traducción, y no es creíble la ansia con que los han adoptado.

27. »Sucede a nuestras damas españolas con la lengua francesa lo que sucedió a las latinas o toscanas con la griega. Teníase por vulgar la que no empedraba de griego la conversación; y aun llegó a tanto la extravagancia, que entre ellas no se reputaba por linda la que no pronunciaba aun el mismo latín con el acento o con el dialecto ático. Todo lo habían de hacer a la griega: hablar, vestirse, tocarse, comer, cantar, reír, asustarse, enojarse; en una palabra, afectaban el aire griego en todos sus gestos, acciones y movimientos. Y esto, ¿de qué nació? No sólo del comercio de los griegos con los latinos, sino principalmente del desacierto de algunos traductores latinos, que por ignorancia o por capricho se empeñaron en latinizar una infinidad de nombres griegos. Cayó esto muy en gracia a las damas; hicieron moda de la extravagancia, y dieron motivo a Juvenal para que justamente se burlase de ellas en la sátira sexta, cuando dijo:


Quaedam parva quidem, sed non toleranda maritis.
Nam quid rancidius, quam quod se non putat ulla
formosam, nisi quae de Tusca Graecula facta est,
de Sulmonensi mera Cecropis? Omnia graece,
cum sit turpe magis nostris nescire latine.
Hoc sermone pavent, hoc iram, gaudia, curas,
hoc cuncta effundunt animi secreta. Quid ultra?
Concumbunt graece.

28. »-Si no temiera que usted se había de ofender -añadí a dicha señora-, la recitaría una glosa no del todo desgraciada, que cierto amigo mío hizo de este trozo de Juvenal, aplicándole a nuestras damas españolas ciegamente apasionadas por todo cuanto ven, oyen o leen, como venga de la otra parte de los Pirineos.

-No me haga usted la injusticia de tenerme por tan delicada -respondió la dama-; y así puede usted recitar con toda libertad de espíritu ese pasaje.

-Pues, con licencia de usted -continué yo-, la glosa de mi amigo sobre nuestras españolas a la francesa dice así:


Otros defectos tienen no crecidos,
mas serán unas bestias los maridos,
si los sufren y callan;
pues cuando piensan se hallan
con una mujer andaluza o castellana,
sin sentir, de la noche a la mañana
se les volvió en francesa,
por cuanto dicen que la moda es ésa.
Amaneció contenta con su doña,
y acostose madama de Begoña;
pues aunque su apellido es de Velasco,
comenzó a causarle asco
cuando supo que en Francia las casadas
están acostumbradas
a dejar para siempre su apellido,
por casarse aun así con el marido;
y suelen ser más fieles con el nombre,
las que menos lo son con el buen hombre.
La que nació en Castilla,
aunque sea la nona maravilla,
no se tiene por bella
mientras no hable como hablan en Marsella;
la manchega, extremeña o campesina
afecta ser de Orleáns; la vizcaína,
entre su Jaincoa y Echeco Andrea,
nos encaja un monsieur de Goicochea,
muy preciadas de hablar a lo extranjero,
y no saben su idioma verdadero.
Yo conocí en Madrid a una condesa
que aprehendió a estornudar a la francesa,
y porque otra llamó a un criado chulo,
dijo que aquel epíteto era nulo
por no usarse en París tan mal vocablo;
que otra vez le llamase pobre diablo,
y en haciendo un delito cualquier paje,
le reprehendiese su libertinaje.
Una mujer de manto
no ha de llamar al Papa el Padre Santo,
porque, cuadre o no cuadre,
es más francés llamarle el Santo Padre.
Para decir que un libro es muy devoto,
diga que tiene unción, y tendrá el voto
de todas cuantas gastan expresiones
necesitadas de tomar unciones.
Al Nuevo Testamento
(éste es el aviso del mayor momento),
llamarle así es ya muy vieja usanza:
llámese à la dernière Nueva Alianza.
Al Concilio de Trento o de Nicea
désele siempre el nombre de Asamblea;
y si se ofenden de eso los malteses,
que vayan con la queja a los franceses.
Logro la dicha es frase ya perdida;
tengo el honor es cosa más valida.
Las honras que usted me hace es desacierto;
las honras se me harán después de muerto.
Llamar a un pisaverde pisaverde,
no hay mujer que de tal nombre se acuerde;
petimetre es mejor y más usado,
o por lo menos más afrancesado.
Ya hice mis devociones
por ya cumplí con ellas, ¡qué expresiones
tan cultas y elegantes!
Y no decir, como decían antes,
ya recé, frase baja, voz casera,
sufrible sólo en una cocinera.
Tiene mucho de honrada, no hay dinero
para pagar este lenguaje; pero
decir a secas que es mujer honrada,
¡gran frescura, valiente pamplingada!
Doña Fulana es muy amiga mía,
eso mi cuarta abuela lo decía;
pero ella es la mejor de mis amigas,
¡oh, qué expresión! Parece que hace migas
el alma en la dulzura
de esta almibaradísima ternura.
Voy a jugar mañana
es frase chabacana;
a una partida he de asistir de juego
se ha de decir, y luego
se ha de añadir: Ormaza
también a otra partida va de caza.
¡Oh Júpiter! ¿Para cuándo son los rayos?
Si esto es ser cultos, más vale ser payos.

29. »Todo esto recité a la tal señora mía, porque ya entonces lo sabía tan de memoria como ahora; y sin dar lugar a que hablase otra palabra, levanté la visita, y la dejé, a mi parecer, si no del todo enmendada, a lo menos un poco corrida y no tan satisfecha de sus traducciones esguízaras o mestizas, que nos han afrancesado nuestro purísimo y elegantísimo idioma, tanto, que si ahora resucitaran nuestros abuelos, apenas nos entenderían. Y por no disimular nada, sepa usted que el autor de esta satirilla es este señor eclesiástico, mi compañero y amigo, canónigo también de mi santa iglesia.

Y al decir esto señaló con el dedo a don Basilio, que, no obstante su despejo, se sonrojó un si es no es.

30 Apenas lo oyó el familiar, cuando sin libertad para otra cosa le echó los brazos al cuello, y exclamó todo alborozado:

-¡Oh señor don Basilio! ¿Conque su mercé tiene engenio para componer unas copras en verso tan aventajadas? Ya me lo daba a mí el corazón, dende que le uí en la mesa aquella décima de diez pies, que me quedé aturrullado. Bien haya su mercé que emprea la habilencia que Dios l'ha dado en golver por el habra de nuestros traseros, y no c'ahora ha dado en usarse una jirigonza que en mi ánima jurada no parece sino que todos habran latín. La postrera vez que juí a Vayaolí a cosas de Enquisición, uí a un clérigo que dizque era de una cofradía que se llama, se llama... ansina, como cosa de Acá mía, el cual estuvo palrando con un señor enquisidor más de una hora; y aunque al parecer palraba en castellano, si le entendía un vocabro, se me escapaban ciento. Bien haya la madre que le parió a su mercé, y Dios le dé mucha vida para emprearse en tan güenas obras.

31. Como vio don Carlos que no tenía de su parte al auditorio, y que no había que esperar se introdujese en Campazas el castellano a la papillota, temiendo por otra parte que si duraba más la conversación, le habían de hacer añicos aquellos patanes, que por tales reputaba él a cuantos no entraban en el lenguaje a la moda, levantó la visita; y con pretexto de que tenía precisión de dormir aquella noche en la Bañeza, se excusó a las muchas instancias que le hizo el magistral para que la pasase en su compañía, montó a caballo, y prosiguió su camino.




ArribaAbajoCapítulo IX

Donde se cuenta el maravilloso fruto que hizo el sermón del magistral en el ánimo de Fray Gerundio


El cual, así atendió a toda la entretenida y graciosa conversación que pasó entre el magistral y el monsieurísimo de don Carlos, como ahora llueven albardas; porque enteramente preocupado de la jabonadura que aquél le estaba dando, no podía echar de la imaginación las especies, pegándosele más aquellas que le herían más en lo vivo, no de otra manera que una mosca de burro se clava más en la carne que otra mosca regular, por cuanto aquélla tiene el aguijón más penetrante que ésta. Sobre todo lo afligía extrañamente ver desvanecidas en un instante todas aquellas alegres ideas de fortuna que él se había representado, dando por supuesto que su tío quedaría encantado de sus prendas y talentos, luego que le oyese predicar. Lloraba amargamente dentro de su corazón, que ya el magistral, aunque llegase a ser arzobispo de Toledo, no haría caso de él, y que ni siquiera solicitaría con la Orden que le hiciesen superior de una pinzocha, cuanto más proporcionarle un obispadillo en Indias, como ya él lo tenía consentido, y tanto, que había dado palabra a una buena viuda del lugar que cuando le hiciesen obispo (lo que a su parecer no podía tardar mucho), llevaría consigo a un hijo suyo, que a la sazón tenía doce años, y le haría su paje de cámara; cosa que consoló infinitamente a la bendita de la mujer, la cual le pidió por gracia que no le dejase comer turrón, ni mermelada ni cosa de dulce, porque el muchachuelo era goloso y padecía mucho de lombrices, concluyendo que así se lo suplicaba por amor de Dios a su Ilustrísima. Fray Gerundio la empeñó su palabra episcopal de que ésta sería la primera advertencia que haría, así a su mayordomo, como al maestro de pajes; y dándola a besar la mano con mucha autoridad, la echó la bendición y la despidió muy consolada.

2. Pero como todas estas alegres imaginaciones se convirtieron en humo luego que se acabó o se interrumpió la terrible repasata del juicioso y docto magistral, no se puede ponderar qué triste, melancólico y pensativo quedó el pobre fray Gerundio. Todos los demás salieron a despedir a don Carlos; sólo él se quedó en la sala sentado en una silla, el codo derecho sobre el brazo de ella, la cabeza reclinada sobre la mano, los ojos clavados en la tierra, y lanzando profundos suspiros de lo más íntimo de su corazón. En esta postura le encontró su grande amigo fray Blas, que hasta entonces había estado durmiendo la siesta, para cuya larga duración había hecho méritos en la mesa; y como no había oído el sermón del magistral, ni asistido a la visita del cortesano don Carlos, quedó extrañamente sorprehendido cuando vio a fray Gerundio convertido en una viva imagen de la misma melancolía.

3. -¿Qué es esto, Gerundio amigo? -le preguntó sobresaltado-. ¿Qué novedad es ésta? ¿Así te dejas dominar de la tristeza en el día de tus mayores glorias? Cuando has llenado de regocijo a tu patria, ¿has de dar entrada en tu corazón a esa negra melancolía? ¿Es posible que las bocas de todos están hoy empleadas en panegirizar tus asombrosos talentos, sin acertar con otras voces que no sean las de tus mayores aplausos, y solamente la tuya ha de obscurecer la celeridad del día con dolorosos suspiros? ¿Te duele algo? ¿Te ha sentado mal la comida? ¿O acaso te atormenta tu aprehensión, pareciéndote que dejaste algo que desear en el asombroso sermón que predicaste, o que omitiste alguna circunstancia substancial, o que pudiste tocar mejor alguna de las que tocaste, o finalmente que alguno de los innumerables textos que trajiste no vino tan a pelo como ahora se le representa a tu delicadísimo ingenio? Pues te hago saber que si es algo de esto lo que te melancoliza, miente tu aprehensión como una grandísima embustera; y no has de hacer más caso de ella que de un cínife que te zumba a los oídos, todo bulla y nada substancia. No ha oído el Páramo sermón igual; ni en los famosos púlpitos que bañan las aguas del río Tuerto y las del río Grande, se ha de predicar en muchos siglos panegírico mayor: ora se mire la propiedad ingeniosa del asunto, ora se atienda la delicada oportunidad de las pruebas, ora se considere la menuda y sutil comprehensión de todas las circunstancias, ora se reflexione la casi divina aplicación de los textos, ora se examine la sutileza de los reparos y la agudeza de las soluciones; ora, finalmente, se pare la consideración en la variedad hermosa del estilo, unas veces elevado, otras cadencioso, pero siempre sonoro, y elegante siempre. Pues siendo esto así, ¿de qué te entristeces? ¿Qué motivo tienes para estar tan melancólico, tan enajenado y tan pensativo?

4. -¡Ay, padre predicador mío de mi alma -exclamó fray Gerundio-, y cómo se conoce que no sabe usted lo que me ha pasado con mi señor tío el magistral! Pero aquí no estamos bien, ni podemos hablar con libertad. Tomemos los sombreros y los báculos, y salgamos al campo por la puerta del corral, mientras la gente está allá ocupada y divertida en despedir a un tal don Carlos, que viene de Madrid, y para mí debió de ser algún ángel del cielo que trajo Dios para que me conservase la vida; porque llegó a tiempo que ya no podía más, y temí que me diese un accidente, oyendo las cosas que me estaba diciendo mi tío. La entrada de don Carlos cortó la conversación, y ellos tuvieron allá otra a que yo no atendí, aunque me hallaba presente; porque me ocupaba enteramente la atención aquello que me dolía. Salgámonos, salgámonos al campo; que ya reviento por desahogarme con usted, y oirá cosas que le aturdirán.

5. Cogieron los sombreros, tomaron los báculos; y sin que los viese ninguno de los que estaban enfrascados en la bulla de la despedida, se salieron al campo por la susodicha puerta. Contó fray Gerundio a su estrechísimo amigo todo cuanto le había dicho el magistral, sin perder casi punto, sílaba ni coma; porque sobre ser de una memoria feliz, como le habían penetrado tanto las razones de su tío, se le habían grabado profundamente en el alma. Díjole que lo más que había sentido en aquella sangrienta corrección era que se la hubiese dado a presencia del canónigo don Basilio y del familiar; porque además de lo que perdería con ellos, no dejarían de divulgarlo entre otros muchos, y con eso iba su crédito por los suelos. Especialmente desconfiaba mucho de su pariente el familiar; porque le había notado la grande complacencia con que estaba oyendo al magistral, y que a su modo cerril y tosco seguía en todo las mismas máximas, a que se añadía tener un genio zumbón a lo socarrón y ladino, en fuerza del cual no dejaría de divertirse a su costa todas las veces que se ofreciese. Finalmente, no le disimuló que le habían hecho mucha fuerza las razones del magistral, y que estaba muy tentado a dejar la carrera, porque conocía que no era para ella, y entablar la pretensión de que le volviesen a los estudios o, cuando esto no pudiese ya ser, que le dedicasen al coro.

6. -¡Vítor! -dijo fray Blas-. ¡Y que te den un confite por la gracia! Vamos claros, que la docilidad del chico y su blandura de corazón es admirable. ¿Es posible (¡pecador de mí!) que te haya hecho tanta fuerza el lastimoso sermoncillo del señor magistral, que si sólo se redujo a lo que me has contado y yo te he estado oyendo con grandísima paciencia, es de lo más fútil y ridículo que se puede pensar? Dime, hombre apocado, ¿te dijo alguna cosa tu tío que no hayas oído ya cincuenta mil veces? ¿Añadió algo de substancia a las vejeces de nuestro reverendo padre fray Borceguíes Marroquíes, alias el maestro fray Prudencio? La misioncita que te predicó a ti el circunspectísimo señor don magistral, ¿no es tan parecida, como un huevo a otro huevo, a la otra que me predicó a mí aquel otro reverendísimo de marras, después de mis dos famosos sermones de la Trinidad y de la Encarnación, cuya memoria durará por los siglos de los siglos, y de cuyas utilidades se conservarán reliquias por algunos años en el baúl y en las navetas?

7. »¡Oh Señor, que son disparates! ¡Oh Señor, que son locuras! Esto se dice, pero no se prueba. Mas séanlo en buen hora. Si las locuras y los disparates granjean tanto aplauso, ¿dónde hay en el mundo mejor ni mayor sabiduría? Si los disparates y las locuras son tan proficuos, ¿qué mayor locura que ser cuerdo? ¿Ni qué mayor disparate que predicar con juicio? A este precio sea sabio el que quisiere, que yo a mi bolsillo me atengo. Éntrese en casa la dicha, y más que se entre por la garita. Díjolo todo divinamente un teatino, que en Dios y en mi conciencia es lástima que lo sea:


Quod si haec insania dici
debet, amabilior nulla est sapientia; malo
desipere hoc pacto, fias utcumque beatus;
optandum ut fias; sunt et deliria tanti.

8. »Ven acá, corazón de lana. ¿Tú no sabes la estrecha amistad y la grande correspondencia que tiene el señor magistral con los padrotísimos de la Orden? ¿Ignoras que éstos le han pegado sus máximas de in illo tempore, y que las suyas no son más que ecos de las de sus reverendísimas? Pues si no te hicieron fuerza en la boca de éstos, ¿por qué te la han de hacer en la de aquél? ¿Acaso las da más peso la sobrepelliz y el bonete que el escapulario y la capilla?

9. »Amén de eso, has de tener entendido que tu señor tío, a lo que he oído decir, se ha declarado sectario de ciertos predicadores que ahora se van usando así en la Corte como fuera de ella, los cuales se llaman predicadores modernos, o a la moderna, para distinguirlos de los antiguos, a quienes se los da el nombre de predicadores veteranos, y con grande propiedad a mi pobre juicio; porque así como en la milicia vale más un soldado veterano que cuatro bisoños, así en las campañas del púlpito un veterano predicador importará por cuatro modernos; y créeme que hablo con modestia, porque no exageraría mucho aunque dijese que valía por cuarenta.

10. »Porque al fin, ¿a qué se reduce esta secta? Ante todas cosas sienta por primera máxima fundamental que todo sermón, sea panegírico, sea moral, sea fúnebre y aunque sea también de ánimas (cosa ridícula), se ha de dirigir primaria y principalísimamente a la reformación de las costumbres, haciendo amable la virtud y aborrecible el vicio; con sola esta diferencia: que en los del género laudatorio, a que se reducen los panegíricos y los fúnebres, se hace comúnmente por vía de imitación; en los morales, a fuerza de razones; y en los de ánimas se ha de proceder por el terror y por el escarmiento. ¿Has oído en tu vida cosa más extravagante? Conque hétele que todo sermón ha de ser una misioncita, y el predicador que no se meta a misionero, que aprehenda otro oficio... Vamos claros, que es buena impertinencia.

11. »Supuesto este principiote, se sigue naturalísimamente el otro, conviene a saber, que todo asunto, sea en la oración que se fuere, ha de ser mazorral y a plomo, quiero decir, tan sólido y tan macizo, que no haiga más que desear. Pongo por ejemplo: predicas un panegírico en la fiesta de Todos Santos; pues has de tomar por asunto esta proposición u otra equivalente: «La santidad es la verdadera sabiduría; ésta habita en los santos y reina en toda su conducta». Lo más más que se te permite es que dividas el mismo pensamiento u otro semejante en dos proposiciones, proponiéndolos con un airecillo de antítesis, como si dijéramos: «El santo tenido por ignorante es el verdadero sabio (primera parte); el sabio sin virtud, reputado por docto, es el verdadero ignorante (parte segunda)». ¿Has visto cosa más fría?

12. »Predicas el panegírico de un santo, verbigracia de San José: pues guárdate bien de tomar por asunto que San José fue más padre de Jesús que el mismo Padre eterno, fue más hijo del Padre eterno que el mismo Verbo divino, fue más esposo de la Virgen que el mismo Espíritu Santo; porque este divino asunto predicado por un orador portugués, monstruo del púlpito (y no es el padre Vieira), aunque se reduce en suma a tres hipérboles galantes, levantarán el grito los sectarios de la nueva moda, y te dirán con la mayor frescura en tus mismas barbas que son tres herejías valientes. Sólo, pues, te será ilícito decir que San José, como padre putativo de Jesús, fue el hombre a cuyas órdenes estuvo Dios más rendido, y fue el hombre que más se rindió a las órdenes de Dios. Mira por tu vida, ¡qué grandísima frialdad!

13. »¿Quieres predicar de algún misterio como, verbigracia, de la Trinidad? Si te empeñaras en probar que las tres divinas personas en una indivisible esencia eran el Gerión de la gracia, o el imposible de Edipo, o el lazo gordiano burlador del acero de Alejandro, todos estos oradores a la moderna te gritarían: «¡Al loco, al blasfemo, al impío!» Y no te verías de polvo, siendo así que todos tres son otros tantos pensamientos asombrosos que andan impresos con todas las licencias necesarias, y que merecen realmente eternizarse, no digo yo en los moldes, sino en letras de diamantes. Pero tú guárdate bien de empeñarte en esas valentías del ingenio; porque estos hombres hocicudos que tienen ojeriza con todo lo que es delicadeza, sobre los silbos susodichos, te dilatarían a la Inquisición, o te harían ridículo en estrados y tertulias. Conténtate, pues, con decir simple y sencillamente, como pudiera un sayagués: «El misterio de la Santísima Trinidad es entre todos los misterios, lo primero, el más obscuro a la razón; y, lo segundo, el más evidente a la fe». Insulsez que es capaz de hacer insípida y zonza a la misma sal.

14. »Consiguientes en todo a su sistema, dicen después que estos asuntos de argamasa se han de probar con razones de cal y canto, y es claro que las han de encontrar en abundancia y a cual más metida en harina; porque como todas aquellas proposiciones son unas verdades perentorias, que parece las está dictando la misma razón natural, a la primera azadonada de la reflexión descubren una cantera de pruebas, con que fabrican un sermón más sólido que la obra del Escorial. Es cierto que estas razones las tornean, las vuelven y las revuelven de mil modos diferentes, adornándolas con tropos, con figuras y con todo el aparato retórico, que no parece sino que está un hombre oyendo a Cicerón, a Junio Bruto, a Cayo Graco o a Cornelio Cetego. No dejan de la mano a aquel eterno hablador que se ha levantado lo más inicuamente del mundo con el título de Príncipe de los Oradores, siendo así que le cuadraría mejor el de Director o Bastonero de todos los Locutorios:


manibus Cicerunculus haeret
semper, et attritus nocturno idemque diurno
pollice.

Conceptos, agudezas, equívocos, reparos sutiles, réplicas delicadas, todo eso lo destierran de sus sermones; y si tal vez tocan algo de mitología, de fábula o de erudición profana, es tan de corrida y con tanta vergüenza, que visiblemente se llena de bermellón doncel su pudibundo semblante.

15. »A la historia sagrada, a la eclesiástica y a los Santos Padres ya dan lugar; pero, ¿cómo? No como nosotros, que si citamos algún paso historial, o algún texto o sentencia de Santo Padre, aunque sea muy larga, lo presentamos todo con su ser, corpulencia y tamaño natural, para que venga a noticia de todo el auditorio con sus pelos, señales y circunstancias. Ellos no van por ese camino: toda esa erudición la entretejen, la embuten o la incrustan en sus propios discursos, de modo que todo parece una misma pieza, sin que se descubra rima, encaje, barniz ni escotadura. Sermones parecidos a las fábricas modernas de Roma que llaman impelichadas, las cuales parecen todas de pórfido, mármol, jaspe o alabastro, cuando en realidad de todas esas piezas no tienen más que una hojita superficial para engaño de los ojos, que se deja levantar al impulso de una uña:


Vana superficies quam solus judicat unguis
aut oculus.

Y hay tanta diferencia en el modo de citar de los predicadores veteranos al modo de citar de los modernos, cuanto va de las fábricas modernas a las antiguas. En éstas, para formar una urna de jaspe, era menester consumir un monte:


Scilicet ut grandem mons integer iret in urnam;

y en aquéllas se fabrica un palacio con el jaspe que antes se gastaba en una urna.

16. »Allá se va el modo con que citan los otros textos de la Escritura, que no son historiales, sino doctrinales, sentenciosos o proféticos. Los más los dan desleídos en sus mismos raciocinios, pareciendo el texto, la glosa y la aplicación vino todo de una misma cuba, al modo que San Bernardo los cita sin citarlos, componiendo una cláusula perfecta la mitad de sus palabras, y la otra mitad de palabras de la Sagrada Escritura. Tal cual textecillo presentan al auditorio a cara descubierta, pero con grande parsimonia, como se usan las especies en los guisados; porque dicen que en cargándolos de ellas, los hacen desabridos en lugar de sazonarlos. Aun los poquitos que sacan al teatro son por lo común literales; porque del sentido alegórico gastan y gustan muy poco; del tropológico o acomodaticio, casi nada, y no les falta un tris para condenarle. No lo hacen con las palabras, pero lo hacen con la obra, dejándole arrinconado y no dándoseles un pito de que se cubra de telarañas.

17. »De intérpretes, expositores y versiones, cuya hermosa variedad adorna tanto nuestros sermones y nos sirve para probar todo cuanto se nos antoja, hacen ellos poquísimo caudal o, por mejor decir, ninguno. Veráse, no digo ya todo un sermón, sino un tomo entero de sermones a la moderna, sin que en todo él se haga memoria ni del sabio Cornelio, ni de la púrpura de Hugo, ni del erudito Calmet, ni del profundo Baeza, ni de Celada, a quien nada se le esconde, ni del agudo Zuleta, y lo que es más, ni del doctísimo Silveira; siendo así que con este último inagotable expositor puede un predicador, que sepa manejarle, andarse por ese mundo de Dios y probar hasta la existencia de los mismos imposibles en caso urgente y necesario, siendo cosa averiguada que no hay almagacén más socorrido para un aprieto y para cualquiera asunto.

18. »Es lástima oír cómo tratan estos predicadores de moda a muchos expositores. No se atreven a tocar en los Santos Padres, de los cuales hablan en realidad con respeto; porque no quiero infernar ni alma ni levantarles falsos testimonios. También hacen la cortesía a algunos pocos intérpretes de los que no están tan arriba, confesando que fueron hombres verdaderamente sabios, de penetración, de juicio y de una profunda inteligencia de la Sagrada Escritura, a la cual convienen que ilustraron mucho con sus doctos comentarios. Pero de otros expositores, a quienes llaman ellos de escalera abajo, de turbamulta, o expositores de munición, da cólera oírlos hablar. Dicen que los más no hicieron otra cosa que poner en mal latín los sermones que habían predicado en peor romance; que con el glorioso título de Comentarios sobre esta o aquella parte de la Escritura embarraron cantidad inmensa de papel, llenándolo de conceptillos aéreos, de pensamientos inanes, de discursos pueriles y de disertaciones fantásticas, cargándolas de erudición a metralla; y, finalmente, que los más, como totalmente ignorantes de las lenguas hebrea, siriaca, caldea y griega, en que se escribieron originalmente los Libros Sagrados, desbarraban lastimosamente en la inteligencia del texto de la Vulgata, dándole una significación tal vez contraria a su verdadero sentido, muy violenta y casi siempre arbitraria. Imbuidos en estas máximas, quiebra el corazón ver el desprecio con que tratan a los mejores y más socorridos autores de que se compone regularmente la escogida librería de un predicador de tabla; y así no los verás citados en sus sermones aunque te descejes, ni aunque des una peseta por cada cita.

19. »De eso de variedad de versiones no se trate. Su Vulgata a pasto y tal cual vez, por plato extraordinario, un poco de la versión de los Setenta, y adiós amigo. La siriaca, la caldea, la de Pagnino, la de Vatablo, ni saber cómo leyó Arias Montano, les da a ellos el mismo cuidado que averiguar cuál fue el centésimo abuelo de Tamas Kauli Kan; siendo así que nosotros los predicadores veteranos, con la diferencia de versiones, nos bandeamos maravillosamente para guisar, probar y ajustar todo cuanto queremos, sazonando nuestros pensamientos con tanta delicadeza, que el apetito más dormido abre tanto ojo, y el paladar más melindroso se chupa los dedos tras de ellos. Porque, en realidad, ¿dónde hay cosa más aguda, ni más divertida, ni más sazonada que decir un predicador: «Donde la Vulgata lee piedra, el siriaco vierte anillo, el caldeo círculo, los Setenta cúpula; y donde lee pan la Vulgata, Vatablo leyó espada, Pagnino misericordia, Arias Montano sabiduría y el Burguense calabaza»; y, haciendo después, de todas estas ideas, cuantas combinaciones a uno se le antoje, probar todo lo que quisiere con ingenio y con sutileza? Fuera de que oyendo el auditorio que el predicador cita a roso y velloso al siriaco, al caldeo, al griego y al hebreo, se persuade sin razón de dudar que sabe todas estas lenguas como la suya propia, tiénele por monstruo de sabiduría, y oye todo cuanto dice con un respeto que pasma. Los oradores modernos se burlan de todo esto, teniéndolo por ostentación, aparato, alharacas y charlatanería; pero yo, con licencia de sus mercedes y de sus reverendísimas, me burlo de todos ellos.

20. »Ves aquí, Gerundio amigo, el plan de la nueva secta, de la cual, según tengo entendido, se ha declarado ciego partidario tu tío el señor magistral, siendo uno de los que más furiosamente predican a la francesa; que, en suma, a eso se viene a reducir la nueva moda. No te disimularé que la gente sesuda, la que se llama crítica, la devota y la que se precia de culta, se ha declarado también a banderas desplegadas por el mismo partido. Vase tras de un orador a la moderna, como los niños se van tras los danzantes y tras la tarasca en el día del Corpus. A éstos los celebran, los ensalzan, los colocan más arriba de las nubes, cuando a nosotros nos desprecian, nos deprimen, haciendo tanta burla y tanta chacota de nuestro modo de predicar, que no parece sino que hemos nacido para ser los dominguillos de sus conversaciones y tertulias.

21. »Pero, ¿qué importa, ni qué nos empece este puñado de gente melancólica y descontentadiza, cuando tenemos a nuestro favor la mayor, la más sana y la más discreta parte de nuestra península, desde oriente a poniente y desde el septentrión a mediodía? Nuestras son todas cuantas cofradías levantan varas o enarbolan estandartes en el continente español, desde los Pirineos hasta la embocadura del Tajo y desde Finisterre hasta las Algeciras. Nuestros son todos los mayordomos de estos ilustres cuerpos que se exhalan por buscarnos y se empobrecen por enriquecernos. Nuestros son los formidables gremios de zapateros, curtidores, sastres, barraganeros, mercaderes, escribanos, procuradores; y hasta en el respetable gremio de los abogados, no nos faltan innumerables parciales. Nuestra es la muchedumbre de las ciudades, el concejo de las villas, el total de las aldeas, la mosquetería de las universidades, la juventud de los claustros, y aun en la misma ancianidad podemos contar amigos, auxiliares y defensores.

22. »Dígalo, si no, aquel famoso campeón y aquel valiente paladín que a los sesenta y más años de su edad y a los veinte y más de predicador veterano, ejercitados muchos de ellos en el mayor teatro de España, salió tan denodadamente a nuestra defensa. Había predicado a la moderna en una de las funciones más famosas de la Corte cierto orador, catedrático a la sazón en una célebre universidad; y aunque no de muchos años, estaba reputado por gran teólogo, por insigne predicador, por ingenio conocido y, en fin, por hombre verdaderamente sabio, más que regularmente instruido en las divinas y en las humanas letras. (Quédese esta opinión en su lugar, que yo no soy amigo de quitar a nadie la buena o mala que Dios le deparare). En fin, él predicó un sermón que logró exquisito aplauso de todos los antiveteranos: asunto grave, pruebas macizas, mucho de esto que se llama elocuencia, pocos textos, citas por alambique, reflexiones morales en abundancia, Escritura desleída, Evangelio y a ello, nada de chistes y lo mismo de circunstancias. Imprimiose la oración, y aprobola con grandes campanillas cierto clérigo de autoridad que ha dado la gente en la manía de que es el Gallo de los oradores, y que como tal puede y debe cantar en toda España, como si dijéramos en su propio muladar. Mas hay hombres de tan mal gusto, que no dudan decir que este Gallo, respecto de nuestra oratoria evangélica, a la cual suponían sepultada en una obscurísima noche, es el precursor del día, el despertador del sol, el que derrite las densas tinieblas que se habían apoderado de nuestro polo pulpital, el que disipa las patrullas de los predicadores arlequines, saltimbanquis, ligeros y matachines que divertían a la gente en vez de instruirla, y empeoraban las costumbres en lugar de enmendarlas. Aplícanle, sin más ni más, aquel par de estrofas de cierto himno:



A nocte noctem segregans
praeco diei jam sonat,
jubarque solis evocat.

    Hoc excitatus Lucifer
solvit polum caligine;
hoc omnis errorum cohors
viam nocendi deserit.

23. »¿Y qué te parece? ¿Que se contentan con esto? No paran aquí; pasan adelante, y no dudan aplicarle otro buen trozo del mismo himno, queriéndonos persuadir que le viene como de molde. Empéñanse en decir que este Gallo hace abrir los ojos a los amodorrados, mete tanto aguijón a los somnolientos, confunde y convence a los pertinaces; y, en fin, que a fuerza de cantar él en el púlpito como se debe, hay esperanza de que haga cantar a todos los demás predicadores como es razón:


Gallus jacentes excitat
et somnolentos increpat;
gallus negantes arguit.
Gallo canente spes redit.

De este hombrón, coco de los predicadores y corifeo de la nueva secta, es la aprobación susodicha.

24. »No la pudo sufrir aquel predicador veterano, cuyos nobilísimos sermones peinaban tantas canas como su cándida cabeza. Caló el morrión, echose la visera, vistió la cota, que algunos por lo breve de su cuerpo dijeron era cotilla, enristró la lanza; y desde la misma dedicatoria, dirigida a un gran señor, comenzó a correr el Gallo. Pero, ¿cómo? Desplumándole, descrestándole y, en fin, haciéndole añicos. Alaba lo que él reprueba, y condena lo que él aplaude, haciendo una descripción tan galante de los sermones de moda, que no hay más que pedir. Yo la tomé de memoria, porque me cayó muy en gracia, y dice así:

25. »Si vuestra excelencia, señor, para mientes, como dice nuestro castizo idioma, hallará en estos sermones que ya llaman de moda, si no el todo, parte mucha de lo que en aquel gabinete sucedía: Vamos, vamos a oír al padre don F., al señor don Z., al doctor tal, que predica de moda. Quiere, a mi ver, decir esta palabra: un cuadro sin imagen, una imagen sin templo, un templo sin altar, un altar sin sacrificio, un sacrificio sin sacerdote, y un sacerdote sin el proporcionado ornamento. Es puntual descripción de un sermón de moda». ¿Qué te parece, amigo Gerundio? ¿Has oído en tu vida comparación más a pelo, símil más adecuado, ni descripción más puntual de un sermón a la moderna? Porque, en realidad, si la cosa se considera bien y sin pasión, la multitud de textos, la bulla de citas, el aparato de erudición, la variedad de versiones, el paloteado de retruécanos, la gala de los equívocos, lo sutil de los conceptos, la delicadeza de los reparos, el escape de las soluciones y, de cuando en cuando, el chiste de los gracejos, son puntualísimamente la imagen, el templo, el altar, el sacrificio, el sacerdote, el amito, el alba, el cíngulo, el manípulo, la estola y la casulla de un sermón equipado como es justo; y al que le falta todo esto, hágote un sermón en carnes vivas, que es una vergüenza y una compasión.

26. »No es mi intento, ni por ahora sería del asunto, hacerte una relación individual de todo lo que dijo el predicador veterano en el discurso del sermón que dedicó al susodicho gran señor, en inmortal gloria nuestra y en eterna confusión de los modernos. Ésa sería obra larga, y era menester producir toda la pieza, que es única en su línea y la conservo en la celda encuadernada en papel dorado, para molde y original de mis sermones (se entiende después del Florilogio sacro), si es que alcanzan mis fuerzas a una débil imitación. Ni quiero cansar tu atención con referirte que un tal don Gutierre Fernández (hombre ignorantísimo y desalmado, si los ha habido jamás) disparó un par de cartas insolentes y atrevidas a un cual don Fulano Valdenoches, las cuales, puesto que no salieron a luz, anduvieron de ronda de mano en mano, de casa en casa y de estudio en estudio, así en la Corte como fuera de ella, e hicieron una riza de todos los diantres. Pero, ¿en quiénes? En los antioradores magistrales y en sus secuaces, que son unos pobres pelones; porque aunque es así que las tales cartas convencen que en el sermón de nuestro heroico defensor se hallan tres o cuatro proposicioncillas heréticas, algunas otras malsonantes, tal cual textecillo de la Escritura supuesto, muchos mal citados, este u el otro testimonio venial levantado a los Santos Padres, y así de otras cosuelas a este tenor, ¿qué hombre de juicio hace caso de semejantes bagatelas? ¿Quién no sabe que ésas son hipérboles galantes, valentías del discurso, arrojos del ingenio y festivísimas aperturas de una fantasía que se eleva, que se arrebata y no anda arrastrando por el suelo? Si se hubieran de reparar y cortar en nuestros sermones estos icáricos vuelos, ¿dónde iríamos a parar?

27. »En fin, este orador insigne a la veterana, que contaba entonces sesenta y ocho años de edad, y de éstos veinte y cuatro de púlpito, al cual, según esta cuenta, no subió hasta los cuarenta y cuatro, que es ya edad madura, en la cual al predicador más tardío le puede haber salido el uso de razón pulpitable; este orador veterano, vuelvo a decir, añoso, famoso y canoso, acredita bien que aún dentro de los claustros tenemos partido, no sólo entre aquellos que apenas los apunta el bozo de la oratoria, que ésos a red barredera los puedes contar por nuestros, sino entre los más añejos, mas veteranos y aun más vetustísimos. Y hay la gracia particular de que éstos hablan por experiencia, en cuya escuela, que es la más segura y la más convincente, han aprehendido lo bien que les ha salido la cuenta predicando a la veterana; pues no hay mejores cien doblones que los que se hallan de repuesto en sus religiosas navetas, ni chocolate más rico, ni botes de tabaco más exquisito, ni pañuelos de tela y de color más finos, ni ropa blanca más delgada que la que encontrarás en sus pobres alacenas, cajones y baúles.

28. »Pues siendo todo esto así, quis furor, quae te dementia coepit? ¿Qué locura es la tuya, qué delirio se apoderó de tu cabeza, cuando así te la trastornó ese tu tiesísimo y circunspectísimo tío, tumbándote patas arriba a cuatro razones miserables que te alegó el tal dómine Espetera? Perdóname si me descompongo, porque no me puedo contener al hablar de estos encaprichados y testarudos parciales de la sinrazón, aunque por otra parte sean hombres de autoridad y de respeto. No quiero ya que hagas caudal de mis razones, sin embargo de ser todas tan convincentes, tan triunfantes, que no admiten réplica ni sufren resistencia. Tampoco quiero ya que te hagan fuerza los ejemplares que te he puesto delante de los ojos, ni tantos millares de millares de predicadores veteranos como han hecho fortuna por este camino, ni lo que has tocado y estás tocando por tus propias manos en mí mismo, que siempre le he seguido y que en mi vida no pienso seguir otro. ¿Será posible, Gerundio del alma, que no te convenza tu experiencia propia? ¿Tan mal te ha ido desde que comenzaste la carrera, emprehendiéndola por esta vía láctea o, hablando con más propiedad, por este caminito de la plata? Sermón y medio has predicado hasta ahora en público, y otro entre las paredes del convento, ¿y qué hombre hay ya más famoso en toda la redonda? ¿De qué otro retumban mayores ni más encarecidos aplausos en todo el dilatado y espacioso ámbito del Páramo? ¿Piensas que tu fama se ha limitado a las paredes solas de Campazas? ¡Oh cuánto te engaña tu encogimiento y tu modestia! Llegó ya a Villaquejida, extendiose a Villamandos, se dilató a Villamañán, y hasta en las márgenes del Órbigo resuena el eco de tu nombre con tanta claridad como en las concavidades de Villaornate. Poco dije: o me engaña mucho el pensamiento, o siento acá en lo más interior del alma no sé qué proféticos presagios de que en breve tiempo no se ha de hablar de otra cosa que de fray Gerundio en toda España, y aun se adelanta el vaticinio a descubrir, entre no sé qué lejanas lumbres, que ha de penetrar tu famoso nombre hasta las provincias extranjeras.

29. »Mientras tanto, es cierto que ya no se sabe hablar sino de tus sermones, de tus prendas y de tus talentos en esos caminos, en esos campos, en esas tierras, en esas viñas, en esos herreñales, en esas eras y aun en todos esos mercados del contorno. Mientras tanto, es indubitable que ya no hay cofradía que no te desee, no hay mayordomo que no te solicite, no hay sermón de ánimas que no te aguarde, no hay retablo nuevo que no clame por ti, y no hay Semana Santa que no te tienda los brazos. Pues, corazón amilanado, ¿por qué te acobardas? Alma de cántaro, ¿por qué te quiebras? Espíritu pusilánime, ¿por qué te desmayas? Desprecia, desprecia generosamente ese terror pánico que se ha apoderado de tu pecho; no hagas caso de esas pasmarotas con que intentan aturrullarte los ciegos y apasionados sectarios de la novedad; y confirmándote en el heroico empeño de no desviarte un punto del camino real y derecho que tan gloriosamente has comenzado, ríete a carcajada tendida de todos aquellos que pretenden arredrarte de él, no dando otra respuesta a sus razones que la que yo dí, y también te suministré en ocasión muy semejante:


Mingere cum bombis, res est gratissima lumbis!»

30. No de otra manera que cuando en el corazón del invierno amanece el horizonte cubierto de una densa niebla, la cual poco a poco se va al principio enrareciendo, luego que el sol presenta la batalla, comenzando la función con la escaramuza de sus rayos; pero no se declara tan de repente la derrota de los escuadrones tenebrosos, que no disputen por largo tiempo el terreno, pues, titubeante al parecer y como neutral la victoria, ya el sol abre los nebulosos escuadrones; ya éstos se vuelven a cerrar más densamente, muchas veces aquél los rompe, y otras tantas éstos le rebaten; ya el ejército del sol pasa por el vientre del campo de la niebla, y aunque con luz cansada, no tanto dora cuanto argentea la cima de un vecino monte; ya se vuelve a cerrar el ejército enemigo, y repeliendo al contrario, parece que le retira hasta su mismo atrincheramiento, durando el flujo y el reflujo de la dudosa contienda hasta que al acercarse el mediodía, encendidas en fogosa cólera, las tropas de la luz acometen tan furiosamente al campo de la niebla, que por todas partes le rompen, le penetran, le pisan, le atropellan, le disipan; y dueño enteramente el sol del campo de la batalla, se deja ver en todo el hemisferio el más claro, el más sereno y el más despejado día: así, ni más ni menos, disipó el razonamiento de fray Blas las nieblas que habían obscurecido el entendimiento de nuestro fray Gerundio, y quedó tan despejado y tan claro como el día más apacible y más sereno del mes de enero o de febrero. Dio mil abrazos a su amigo por lo que le había consolado, iluminado y alentado; y renovó en sus manos el pleito homenaje que ya había hecho en otra ocasión de que no predicaría de otra manera en todos los días de su vida, aunque el mismo Gallo de la Pasión le predicara lo contrario. Con esto dieron la vuelta al lugar, donde sucedió lo que dirá el capítulo siguiente; pero antes de escribirle suplico al lector que tenga un poco de paciencia, porque voy a tomar un polvo.





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