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ArribaAbajoPrimera parte


ArribaAbajoLibro I


ArribaAbajoCapítulo I

Patria, nacimiento y primera educación de Fray Gerundio


Campazas es un lugar de que no hizo mención Tolomeo en sus cartas geográficas, porque verisímilmente no tuvo noticia de él, y es que se fundó como mil y docientos años después de la muerte de este insigne geógrafo, como consta de un instrumento antiguo que se conserva en el famoso archivo de Cotanes. Su situación es en la provincia de Campos, entre poniente y septentrión, mirando derechamente hacia éste, por aquella parte que se opone al Mediodía. No es Campazas ciertamente de las poblaciones más nombradas, ni tampoco de las más numerosas de Castilla la Vieja, pero pudiera serlo; y no es culpa suya que no sea tan grande como Madrid, París, Londres y Constantinopla, siendo cosa averiguada que por cualquiera de las cuatro partes pudiera extenderse hasta diez y doce leguas, sin embarazo alguno. Y si, como sus celebérrimos fundadores (cuyo nombre no se sabe) se contentaron con levantar en ella veinte o treinta chozas, que llamaron casas por mal nombre, hubieran querido edificar doscientos mil suntuosos palacios con sus torres y chapiteles, con plazas, fuentes, obeliscos y otros edificios públicos, sin duda sería hoy la mayor ciudad del mundo. Bien sé lo que dice cierto crítico moderno, que esto no pudiera ser, por cuanto a una legua de distancia corre de Norte a Poniente el río grande, y era preciso que por esta parte se cortase la población. Pero sobre que era cosa muy fácil chupar con esponjas toda el agua del río, como dice un viajero francés que se usa en el Indostán y en el gran Cairo; o cuando menos, se pudiera extraer con la máquina neumática todo el aire y cuerpecillos extraños que se mezclan en el agua, y entonces apenas quedaría en todo el río la bastante para llenar una vinagrera, como a cada paso lo experimentan con el Rin y con el Ródano los filósofos modernos, ¿qué inconveniente tendría que corriese el río grande por medio de la ciudad de Campazas, dividiéndola en dos mitades? ¿No lo hace así el Támesis con Londres, el Moldava con Praga, el Spree con Berlín, el Elba con Dresde y el Tíber con Roma, sin que por esto pierdan nada estas ciudades? Pero al fin los ilustres fundadores de Campazas no se quisieron meter en estos dibujos y, por las razones que ellos se sabrían, se contentaron con levantar en aquel sitio como hasta unas treinta chozas (según la opinión que se tiene por más cierta) con sus cobertizos, o techumbres de paja a modo de cucuruchos, que hacen un punto de vista el más delicioso del mundo.

2. Sobre la etimología de Campazas hay grande variedad en los autores. Algunos quieren que en lo antiguo se llamase Campazos, para denotar los grandes campos de que está rodeado el lugar, que verisímilmente dieron nombre a toda la provincia de Campos, cuya punta occidental comienza por aquella parte; y a esta opinión se arriman Antón Borrego, Blas Chamorro, Domingo Ovejero y Pascual Cebollón, diligentes investigadores de las cosas de esta provincia. Otros son de sentir que se llamó y hoy se debiera llamar Capazas, por haberse dado principio en él al uso de las capas grandes que, en lugar de mantellinas, usaban hasta muy entrado este siglo las mujeres de Campos, llamadas por otro nombre las tías; poniendo sobre la cabeza el cuello o la vuelta de la capa, cortada en cuadro y colgando hasta la mitad de la saya de frechilla, que era la gala recia en el día del Corpus y de San Roque, o cuando el tío de la casa servía alguna mayordomía. De este parecer son César Capisucio, Hugo Capet, Daniel Caporal, y no se desvía mucho de él Julio Capponi. Pero como quiera que esto de etimologías por lo común es erudición ad libitum, y que en las bien fundadas de San Isidoro no se hace mención de la de Campazas, dejamos al curioso lector que siga la que mejor le pareciere; pues la verdad de la historia no nos permite a nosotros tomar partido en lo que no está bien averiguado.

3. En Campazas, pues (que así le llamaremos, conformándonos con el estilo de los mejores historiadores, que en materia de nombres de lugares usan de los modernos, después de haber apuntado los antiguos), en Campazas había, a mediado del siglo pasado, un labrador que llamaban el rico del lugar; porque tenía dos pares de bueyes de labranza, una yegua torda, dos carros, un pollino rucio, zancudo, de pujanza y andador, para ir a los mercados; un hato de ovejas, la mitad parideras y la otra mitad machorras; y se distinguía su casa entre todas las del lugar en ser la única que tenía tejas. Entrábase a ella por un gran corralón flanqueado de cobertizos, que llaman tenadas los naturales; y antes de la primera puerta interior se elevaba otro cobertizo en figura de pestaña horizontal, muy jalbegueado de cal, con sus chafarrinadas, a trechos, de almagre, a manera de faldón de disciplinante en día de Jueves Santo. El zaguán o portal interior estaba bernizado con el mismo jalbegre, a excepción de las ráfagas de almagre, y todos los sábados se tenía cuidado de lavarle la cara con un baño de aguacal. En la pared del portal, que hacía frente a la puerta, había una especie de aparador o estante, que se llamaba vasar en el vocabulario del país, donde se presentaba desde luego a los que entraban toda la vajilla de la casa; doce platos, otras tantas escudillas, tres fuentes grandes, todas de Talavera de la Reina, y en medio dos jarras, de vidrio con sus cenefas azules hacia el brocal, y sus asas a picos o a dentellones, como crestas de gallo. A los dos lados del vasar se levantaban desde el suelo con proporcionada elevación dos poyos de tierra, almagreados por el pie y caleados por el plano, sobre cada uno de los cuales se habían abierto cuatro a manera de hornillos, para asentar otros tantos cántaros de barro, cuatro de agua zarca para beber, y los otros cuatro de agua del río para los demás menesteres de la casa.

4. Hacia la mano derecha del zaguán, como entramos por la puerta del corral, estaba la sala principal, que tendría sus buenas cuatro varas en cuadro, con su alcoba de dos y media. Eran los muebles de la sala seis cuadros de los más primorosos y más finos de la famosa calle de Santiago, de Valladolid, que representaban un San Jorge, una Santa Bárbara, un Santiago a caballo, un San Roque, una Nuestra Señora del Carmen y un San Antonio Abad con su cochinillo al canto. Había un bufete con su sobremesa de jerga listoneada a fluecos, un banco de álamo, dos sillas de tijera, a la usanza antigua, como las de ceremonia del Colegio Viejo de Salamanca; otra que al parecer había sido de vaqueta, como las que se usan ahora, pero sólo tenía el respaldar, y en el asiento no había más que la armazón; una arca grande, y junto a ella un cofre sin pelo y sin cerradura. A la entrada de la alcoba se dejaba ver una cortina de gasa con sus listas de encajes de a seis maravedís la vara, cuya cenefa estaba toda cuajada de escapularios con cintas coloradas, y Santas Teresas de barro en sus urnicas de cartón cubiertas de seda floja, todo distribuido y colocado con mucha gracia. Y es que el rico de Campazas era hermano de muchas religiones, cuyas cartas de hermandad tenía pegadas en la pared, unas con hostia y otras con pan mascado, entre cuadro y cuadro de los de la calle de Santiago; y cuando se hospedaban en su casa algunos padres graves, u otros frailes que habían sido confesores de monjas, dejaban unos a la tía Catuja (así se llamaba la mujer del rico) y los más a su hija Petrona, que era una moza rolliza y de no desgraciado parecer, aquellas piadosas alhajuelas en reconocimiento del hospedaje encargando mucho la devoción y ponderando las indulgencias.

5. Por mal de mis pecados se me había olvidado el mueble más estimado que se registraba en la sala. Eran unas conclusiones de tafetán carmesí de cierto acto que había defendido en el Colegio de San Gregorio, de Valladolid, un hermano del rico de Campazas, que, habiendo sido primero colegial del insigne Colegio de San Froilán, de León, el cual tiene hermandad con muchos colegios menores de Salamanca, fue después porcionista de San Gregorio. Llegó a ser gimnasiarca, puesto importante que mereció por sus puños; obtuvo por oposición el curato de Ajos y Cebollas, en el obispado de Ávila; y murió en la flor de su edad, consultado ya en primera letra para el del Verraco. En memoria de este doctísimo varón, ornamento de la familia, se conservaban aquellas conclusiones en un marco de pino, dado con tinta de imprenta; y era tradición en la casa que, habiendo intentado dedicarlas primero a un obispo, después a un título y después a un oidor, todos se excusaron, porque les olió a petardo. Conque, desesperado el gimnasiarca (la tía Catuja le llamaba siempre el heresiarca), se las dedicó al Santo Cristo de Villaquejida, haciéndole el gasto de la impresión un tío suyo, comisario del Santo Oficio.

6. Su hermano el rico de Campazas, que había sido estudiante en Villagarcía y había llegado hasta medianos, siendo el primero del banco de abajo como se entra por la puerta, sabía de memoria la dedicatoria que tenía prevenida para cualquiera de los tres mecenas que se la hubiera aceptado; porque el gimnasiarca se la había enviado de Valladolid, asegurándole que era obra de cierto fraile mozo, de estos que se llaman padres colegiales, el cual trataba en dedicatorias, arengas y cuodlibetos, por ser uno de los latinos más deshechos, más encrespados y más retumbantes que hasta entonces se habían conocido, y que había ganado muchísimo dinero, tabaco, pañuelos y chocolate en este género de trato; «porque al fin -decía en su carta el gimnasiarca- el latín de este fraile es una borrachera, y sus altisonantes frases son una Babilonia». Con efecto: apenas leyó el rico de Campazas la dedicatoria, cuando se hizo cruces, pasmado de aquella estupendísima elegancia, y desde luego se resolvió a tomarla de memoria, como lo consiguió al cabo de tres años, retirándose todos los días detrás de la iglesia que está fuera del lugar, por espacio de cuatro horas. Y cuando la hubo bien decorado, aturrullaba a los curas del contorno que concurrían a la fiesta del patrono, y también a los que iban a la romería de Villaquejida, unas veces encajándosela toda, y otras salpicando con trozos de ella la comida en la mesa de los mayordomos. Y como el socarrón del rico a ninguno declaraba de quién era la obra, todos la tenían por suya, y aun entre todos los del Páramo pasaba por el gramático más horroroso que había salido jamás de Villagarcía: tanto, que algunos se adelantaban a decir sabía más latín que el mismo Taranilla, aquel famoso dómine que atolondró a toda la tierra de Campos con su latín crespo y enrevesado, como, verbigracia, aquella famosa carta con que examinaba a sus discípulos, que comenzaba así: Palentiam mea si quis, que unos construían: «Si alguno mea a Palencia». Y por cuanto esto no sonaba bien y parecía mala crianza, con peligro de que se alborotasen los de la Puebla, y no era verisímil que el dómine Taranilla, hombre por otra parte modesto, circunspecto y grande azotador, hablase con poco decoro de una ciudad por tantos títulos tan respetable, otros discípulos suyos lo construían de este modo: «Si quis mea, "chico mío", suple fuge, "huye", Palentiam, "de Palencia"». A todos éstos los azotaba irremisiblemente el impitoyable Taranilla, porque los primeros perdían el respeto a la ciudad, y los segundos le empullaban a él, sobre que unos y otros le suponían capaz de hacer un latín que, según su construcción, estaría atestado de solecismos. Hasta que finalmente, después de haber enviado al rincón a todo el general, porque ninguno daba con el recóndito sentido de la enfática cláusula, el dómine, sacando la caja, dando encima de ella dos golpecillos, tomando un polvo a pausas, sorbido con mucha fuerza, arqueando las cejas, ahuecando la voz y hablando gangoso reposadamente, la construía de esta manera: «Mea, "ve", si quis, "si puedes", Palentiam, "a Palencia"». Los muchachos se quedaban atónitos, mirándose los unos a los otros, pasmados de la profunda sabiduría de su dómine; porque aunque es verdad que, echada bien la cuenta, había en su construcción mitad por mitad tantos disparates como palabras, puesto que ni meo meas significa, como quiera, «ir», sino «ir por rodeos, por giros y serpenteando»; ni que o quis significa «poder», como quiera, sino «poder con dificultad»; pero los pobres niños no entendían estos primores; ni el penetrar la propiedad de los varios significados, que corresponden a los verbos y a los nombres que parecen sinónimos y no lo son, es para gramáticos de prima tonsura, ni para preceptores de la legua.

7. Ya se ve, como los curas del Páramo no estaban muy enterados de estas menudencias, tenían a Taranilla por el Cicerón de su siglo; y como oían relatar al rico de Campazas la retumbante y sonora dedicatoria, le ponían dos codos más alto que al mismo Taranilla. Y por cuanto la mayor parte de los historiadores, que dejaron escritas a la posteridad las cosas de nuestro fray Gerundio, convienen en que la tal dedicatoria tuvo gran parte en la formación de su exquisito y delicado gusto, no será fuera de propósito ponerla luego en este lugar, primero en latín, y después fielmente traducida en castellano, para que en el discurso de esta verdadera historia, y con el calor de la narración, no se nos olvide.




ArribaAbajoCapítulo II

En que, sin acabar lo que prometió el primero, se trata de otra cosa


Decía, pues, así la recóndita, abstrusa y endiablada dedicatoria, dejando a un lado los títulos que no tuvo por bien trasladar el gimnasiarca.

2. Hactenus me intra vurgam animi litescentis inipitum, tua heretudo instar mihi luminis extimandea denormam redubiare compellet sed antistar gerras meas anitas diributa et posartitum Nasonem quasi agredula: quibusdam lacunis. Baburrum stridorem averrucandus oblatero. Vos etiam viri optimi: ne mihi in anginam vestrae hispiditatis arnanticataclum carmen irreptet. Ad rabem meam magicopertit: cicuresque conspicite ut alimones meis carnatoriis, quam censiones extetis. Igitur conramo sensu meam returem quamvis vasculam Pieridem acutum de vobis lamponam comtulam spero. Adjuta namque cupedia praesumentis, jam non exippitandum sibi esse conjectat. Ergo benepedamus me hac pudori citimum colucari censete. Quam si hac nec treperat extiterint nec fracebunt quae halucinari, vel ut vovinator adactus sum voti vobis damiumusque ad exodium vitulanti is cohacmentem. Quis enim mesonibium et non murgissonem fabula autamabit quam Mentorem exfaballibit altibuans, unde favorem exfebruate, fellibrem ut applaudam armoniae tensore a me velut ambrone collectam adoreos veritatis instruppas.

3. Ésta es la famosa dedicatoria que el gimnasiarca de San Gregorio, cura de Ajos y Cebollas, electo del Verraco, envió desde Valladolid a su hermano el rico de Campazas; la cual, después de haber corrido por las más célebres universidades de España con el aplauso que se merecía, pasó los Pirineos, penetró a Francia, donde fue recibida con tanta estimación, que se conserva impresa una puntual, exacta y menudísima noticia genealógica de todas las manos por donde corrió el manuscrito, con los pelos y señales de los sujetos que le tuvieron, hasta que llegó a las del maldito adicionador de la Menagiana, que la estampó en el primer tomo de los cuatro que echó a perder con sus impertinentísimas notas, escolios y añadiduras. Dice, pues, este escoliador de mis pecados, que el primer manuscrito que se sepa hubiese llegado a Francia paró en poder de Juan Lacurna, el cual era hombre hábil y bailío de Arnay-del-Duque; que después pasó al docto Saumaise, y de éste le heredó su hijo primogénito Claudio Saumaise, el cual murió en Beaune a los treinta y cuatro años de su edad el día 18 de abril de 1661; que por muerte de Claudio paró en la biblioteca de Juan Baptista Lantin, consejero, el cual, y otro consejero llamado Filiberto de la Mare, fueron legatarios por mitad de los manuscritos de Saumaise; y que de Juan Baptista Lantin le heredó su hijo el señor Lantin, consejero de Dijon.

4. Todo está muy bien, con puntualidad, con menudencia y con exactitud; porque claro está que iba a perder mucho la República de las Letras si no se supiera con toda individualidad por qué manos, de padres a hijos, había pasado un manuscrito tan importante; y si todos los investigadores hubieran sido tan diligentes y tan menudos como este doctísimo y exactísimo adicionador, no hubiera ahora tantas disputas, repiquetes y contiendas entre nuestros críticos sobre quién fue el verdadero autor de La Pulga del licenciado Burguillos, que unos atribuyen a Lope de Vega, y otros a un fraile, engañados sin duda porque en el manuscrito, sobre el cual se hizo la primera impresión en Sevilla, se leían al fin de él estas letras: Fr. L. d. V.; entendiendo que el frey era fray, cosas entre sí muy distintas y diversas, como lo saben hasta los niños malabares. Ni en Inglaterra se hubieran dado las batallas campales que se dieron a principios de este siglo entre dos sabios anticuarios de la Universidad de Oxford, sobre el origen de las espuelas y la primitiva invención de las alforjas, fundándose uno y otro en dos manuscritos que se hallaban en la biblioteca de la misma universidad, pero sin saberse en qué tiempo ni por quién se habían introducido en ella, que era el punto decisivo para resolver la cuestión.

5. Pero si al adicionador de la Menagiana se le deben gracias por esta parte, no se las daré yo; porque con su cronología sobre el manuscrito de la dedicatoria me mete en un embrollo histórico, del cual no sé cómo me he de desenvolver, sin cometer un anacronismo, voz griega y sonorosa que significa contradicción en el cómputo de los tiempos. Dice monsieur el adicionador que Claudio Saumaise murió el año de 1661, y que cuando llegó a él el manuscrito de la dedicatoria, ya había pasado por otras dos manos, conviene a saber, por las de su padre el docto Saumaise, y por las del bailío Juan Lacurna; y es mucho de notar que no dice que pasó de mano en mano, como suele pasar la Gaceta y el Pronóstico de Torres, sino que da bastantemente a entender que fue por vía de herencia, y no de donación inter vivos. Esto supuesto, parece claro como el agua que ya por los años de 1600 se tenía noticia en Francia de la tal dedicatoria, no siendo mucho dar sesenta años al señor Lacurna, y veinte o treinta a Saumaise; porque, aunque se pudiera decir que ambos eran de una misma edad, no parece verisímil que un particular, por doctísimo que fuese, viviese tanto como un bailío; pues, bien que esto de bailío en Francia signifique poco más que acá un alcalde gorrilla, pero al fin para lo de Dios, el bailío de Arnay era tan bailío como el de Lora. Y habiendo dicho nosotros al principio de esta verdaderísima historia, o por lo menos habiendo dado a entender, que la dedicatoria la compuso un padre colegial que estudiaba en Valladolid, cuando ya estaba muy entrado en días el siglo pasado, puesto que hasta la mitad de él no hacen mención del rico de Campazas los anales de esta posibilísima ciudad, y que se la envió su hermano el gimnasiarca, ¿cómo era posible que se tuviese noticia de ella en Francia por los años de 1600?

6. Para salir de esta intrincada dificultad, no hay otra callejuela sino decir que el padre colegial leería esta estupendísima pieza en algún librete francés, y después se la embocaría al bonísimo del gimnasiarca como si fuera obra suya; porque de estas travesuras a cada paso vemos muchas, aun en el siglo que corre, en el cual no pocos de estos que se llaman autores y que tienen cara de hombres de bien, averiguada después su vida y milagros, se halla ser unos raterillos literarios, que, hurtando de aquí y de allí, salen de la noche para la mañana en la Gaceta con los campanudos dictados de matemáticos, filológicos, físicos, eléctricos, protocríticos, antisistemáticos, cuando, todo bien considerado, no son en la realidad más que unos verdaderos pantomímicos.

7. Mas, dejando este punto indeciso, lo que, en Dios y en conciencia, no se puede perdonar al impertinentísimo adicionador es la injusta y desapiadada crítica que hace de la susodicha dedicatoria, tratándola de la cosa más perversa, más ridícula y más extravagante que se puede imaginar, y añadiendo que el lenguaje, aunque parece suena a latín, es de una latinidad monstruosa, bárbara y salvaje. Pero, con licencia de su mala condición, yo le digo claritamente y en sus barbas, que no sabe cuál es su latín derecho, y que se conoce que en su vida ha saludado los cristus de la verdadera latinidad; pues le hago saber que ni Cicerón, ni Quintiliano, ni Tito Livio, ni Salustio hicieron jamás cosa semejante, ni fueron capaces de hacerla. Y a lo otro, que añade con mucha socarronería, de que, aunque en la cultísima dedicatoria se hallan algunas palabras latinas que se encuentran en las glosas de Isidoro y de Papías y en la colección de Cange, pero que se engaña mucho, o no se ha de encontrar ingenio tan hábil en el mundo que al todo de ella le dé verdadero y genuino sentido; yo le digo que, para que vea con efecto lo mucho que se engaña, el mismo padre colegial que dio al gimnasiarca la dedicatoria en latín, ora fuese composición suya, ora ajena, se la dio también vertida en castellano fluido, corriente, natural, claro, perspicuo, como se ve en una copia auténtica que se encontró en el libro donde el rico de Campazas iba asentando por rayas la soldada de los criados y los pellejos de ovejas que iba trayendo el pastor. La versión, pues, de dicha dedicatoria decía así, ni más ni menos:

8. «Hasta aquí la excelsa ingratitud de tu soberanía ha oscurecido en el ánimo, a manera de clarísimo esplendor, las apagadas antorchas del más sonoro clarín, con ecos luminosos, a impulsos balbucientes de la furibunda fama. Pero, cuando examino el rosicler de los despojos al terso bruñir del hemisferio en el blando horóscopo del argentado catre, que, elevado a la región de la techumbre, inspira oráculos al acierto en bóvedas de cristal; ni lo airoso admite más competencias, ni en lo heroico caben más elocuentes disonancias. Temerario arrojo sería escalar con pompa fúnebre hasta el golfo insondable donde campea, cual viborezno animado, el piélago de tu hermosura; porque hay sistemas tan atrevidos que, a guisa de emblemáticos furores, esterilizan a trechos toda su osadía al escrutinio; mas no por eso el piadoso Eneas agotó sus caudales al Ródano, cubierta la arrogante faz con el crespo, falaz y halagüeño manto; que si el jazmín sostiene pirámides a los lisonjeros peces, también el chopo franquea espumoso lecho a las odoríferas naves; ni es tan crítico el enojo del carrasco que no destile rayo a rayo todo el alambique del aprisco. Mentor en cavilaciones de sol, pudo esgrimir orgullosas sinrazones de fanal; pero también experimentó a golpes del desengaño desagravios incautos del alevoso ceño, cuando la agigantada nobleza de tu regia exactitud embota las puntas al acero de alentada majestad. Admite, pues, este literario desdén, elegante tributo de soporífero afán; y si extiendes los aplausos de tu armonía a los hirsutos cambrones, no puede menos de penetrar tu coleto la fragancia de la verdad, hasta calarse a las tripas, o hasta aniquilar con dichosa fortuna los estrupros: Ut applaudam armoniae tensore a me velut ambrone collectam adoreos veritatis instruppas».




ArribaAbajoCapítulo III

Donde se prosigue lo que prometió el primero


Este tal rico de Campazas, hermano del gimnasiarca, se llamaba Antón Zotes, familia arraigada en Campos, pero extendida por todo el mundo, y tan fecundamente propagada, que no se hallará en todo el reino provincia, ciudad, villa, aldea ni aun alquería donde no hiervan Zotes, como garbanzos en olla de potaje. Era Antón Zotes, como ya se ha dicho, un labrador de una mediana pasada; hombre de machorra, cecina y pan mediado los días ordinarios, con cebolla o puerro por postre; vaca y chorizo los días de fiesta; su torrezno corriente por almuerzo y cena, aunque ésta tal vez era un salpicón de vaca; despensa, o aguapié, su bebida usual, menos cuando tenía en casa algún fraile, especialmente si era prelado, lector o algún gran supuesto en la orden, que entonces se sacaba a la mesa vino de Villamañán o del Páramo. El genio bondadoso en la corteza, pero en el fondo un si es no es suspicaz, envidioso, interesado y cuentero: en fin, legítimo bonus vir de Campis. Su estatura mediana, pero fornido y repolludo; cabeza grande y redonda, frente estrecha, ojos pequeños, desiguales y algo taimados; guedejas rabicortas, a la usanza del Páramo, y no consistoriales como las de los sexmeros del campo de Salamanca; pestorejo, se supone, a la jeronimiana, rechoncho, colorado y con pliegues. Éste era el hombre interior y exterior del tío Antón Zotes, el cual, aunque había llegado hasta el banco de abajo de medianos con ánimo de ordenarse, porque dicen que le venía una capellanía de sangre en muriendo un tío suyo, arcipreste de Villaornate; pero al fin le puso pleito una moza del lugar, y se vio precisado a ir por la iglesia, mas no al coro ni al altar, sino al santo matrimonio. El caso pasó de esta manera.

2. Hallábase estudiando en Villagarcía y ya medianista, como se ha dicho, a los veinte y cinco años de su edad. Llegaron los quince días, que así se llaman las vacaciones que hay en la Semana Santa y en la de la Pascua, y fuese a su lugar, como es uso y costumbre en todos los estudiantes de la redonda. El diablo, que no duerme, le tentó a que se vistiese de penitente el Jueves Santo; y es que, como el estudiantico ya era un poco espigado, adulto y barbicubierto, miraba con buenos ojos a una mozuela vecina suya, desde que habían andado juntos a la escuela del sacristán, y para cortejarla más le pareció cosa precisa salir de disciplinante; porque es de saber que éste es uno de los cortejos de que se pagan más todas las mozas de Campos, donde ya es observación muy antigua, que las más de las bodas se fraguan el Jueves Santo, el día de la Cruz de mayo y las tardes que hay baile, habiendo algunas tan devotas y tan compungidas que se pagan más de la pelotilla y del ramal, que de la castañuela. Y a la verdad, mirada la cosa con ojos serenos y sin pasión, un disciplinante con su cucurucho de a cinco cuartas, derecho, almidonado y piramidal, con su capillo a moco de pavo, con caída en punta hasta la mitad del pecho; pues, ¿qué, si tiene ojeras a perspunte, rasgadas con mucha gracia?; con su almilla blanca de lienzo casero, pero aplanchada, ajustada y atacada hasta poner en prensa el pecho y el talle; dos grandes trozos de carne momia, maciza y elevada que se asoman por las dos troneras rasgadas en las espaldas, divididas entre sí por una tira de lienzo que corre de alto a bajo entre una y otra, que como están cortadas en figura oval, a manera de cuartos traseros de calzón, no parece sino que las nalgas se han subido a las costillas, especialmente en los que son rechonchos y carnosos; sus enaguas o faldón campanudo, pomposo y entreplegado. Añádase a todo esto que los disciplinantes macarenos y majos suelen llevar sus zapatillas blancas con cabos negros, se entiende cuando son disciplinantes de devoción y no de cofradía, porque a éstos no se les permiten zapatos, salvo a los penitentes de luz, que son los jubilados de la orden. Considérese después que este tal disciplinante que vamos pintando saca su pelotilla de cera, salpicada de puntas de vidrio y pendiente de una cuerda de cáñamo, empegada para mayor seguridad; que la mide hasta el codo con gravedad y con mesura; que toma con la mano izquierda la punta del moco del capillo; que apoya el codo derecho sobre el ijar del mismo lado (menos que sea zurdo nuestro disciplinante, porque entonces es cosa muy necesaria advertir que todas estas posturas se hacen al contrario); que, sin mover el codo y jugando únicamente la mitad del brazo derecho, comienza a sacudirse con la pelotilla hacia uno y otro lado, sabiendo con cierta ciencia que de esta manera ha de venir a dar en el punto céntrico de las dos carnosidades espaldares, por reglas inconcusas de anatomía que dejó escritas un cirujano de Villamayor, mancebo y aprendiz que fue de otro de Villarramiel. Contémplese finalmente cómo empieza a brotar la sangre, que en algunos, si no es en los más, parecen las dos espaldas dos manantiales de pez que brotan leche de empegar botas; cómo va salpicando las enaguas, cómo se distribuye en canales por el faldón, cómo le humedece, cómo le empapa, hasta entraparse en los pernejones del pobre disciplinante. Y dígame con serenidad el más apasionado contra las glorias de Campos, si hay en el mundo espectáculo más galán ni más airoso. Si puede haber resistencia para este hechizo, y si no tienen buen gusto las mozanconas que se van tras los penitentes, como los muchachos tras los gigantones y la tarasca el día del Corpus.

3. No se le ocultaba al bellaco de Antón esta inclinación de las mozas de su tierra, y así salió de disciplinante el Jueves Santo, como ya llevamos dicho. A la legua le conoció Catanla Rebollo (que éste era el nombre de la doncella su vecina y su condiscípula de escuela); porque, además de que en toda la procesión no había otro caperuz tan chusco ni tan empinado, llevaba por contraseña una cinta negra que ella misma le había dado al despedirse por San Lucas para ir a Villagarcía. No le quitaba ojo en toda la procesión; y él, que lo conocía muy bien, tenía gran cuidado de cruzar de cuando en cuando los brazos, encorvar un poco el cuerpo y apretar las espaldas, para que exprimiesen la sangre, haciendo de camino un par de arrumacos con el caperuz, que es uno de los pasos tiernos a que están más atentas las doncellas casaderas, y el patán que le supiere hacer con mayor gracia, tendrá mozas a escoger, aunque por otra parte no sea el mayor jugador de la calva o del morrillo que haiga en el lugar. Al fin, como Antón Zotes se desangraba tanto, llegó el caso de que uno de los mayordomos de la Cruz, que gobernaba la procesión, le dijese que se fuese a curar. Catanla se fue tras él y, como vecina, se entró en su casa, donde ya estaba prevenido el vino con romero, sal y estopas, que es todo el aparato de estas curaciones. Estrujáronle muy bien las espaldas, por si acaso había quedado en ellas algún vidrio de la pelotilla, laváronselas, aplicáronle la estopada, vistiose, embozose en su capa parda; y los demás se fueron a ver la procesión, menos Catanla, que dijo estaba cansada y se quedó a darle conversación. Lo que pasó entre los dos no se sabe; sólo consta de los anales de aquel tiempo que, vuelto Antón a Villagarcía, comenzó a correr un runrún malicioso por el lugar: que sus padres quisieron se ordenase a título de la capellanía; que él, por debajo de cuerda, hizo que la moza le pusiese impedimento; que al fin y postre se casaron; y que, para que se vea el poco temor de Dios y la mucha malicia con que habían corrido aquellas voces por el pueblo, la buena de la Catanla no parió hasta el tiempo legal y competente.




ArribaAbajoCapítulo IV

Acábase lo prometido


Parió, pues, la tía Catuja un niño como unas flores, y fue su padrino el licenciado Quijano de Perote, un capellán del mismo Campazas, que en otro tiempo había querido casarse con su madre, y se dejó por haberse hallado que eran parientes en grado prohibido. Empeñose el padrino en que se había de llamar Perote, en memoria o en alusión a su apellido; porque aunque no había este nombre en el calendario, tampoco había el de Laín, Nuño, Tristán, Tello ni Peranzules, y constaba que los habían tenido hombres de gran pro y de mucha cuenta. Esto decía el licenciado Quijano, alegando las historias de Castilla; pero como Antón Zotes no las había leído, no le hacían mucha fuerza, hasta que se le ofreció decirle que tampoco estaban en el calendario los nombres de Oliveros, Roldán, Florismarte, ni el de Turpín, y que esto no embargante no le había estorbado eso para ser arzobispo.

-Vaya que soy un asno -dijo entonces el tío Antón-, pues no tengo leído otra cosa.

Y es que era muy versado en la historia de los Doce Pares, la que sabía tan de memoria como la dedicatoria del gimnasiarca.

-Llámese Perote y no se hable más en la materia.

Pero el cura del lugar, que se hallaba presente, reparó en que Perote Zotes no sonaba bien, añadiendo, no sin alguna socarronería, que Zote era consonante de Perote, y que él había leído, no se acordaba dónde, que esto se debía evitar mucho cuando se hablaba en prosa.

-No gaste usted tanta, señor cura -replicó el padre del niño-, que tampoco suena bien Sancho Ravancho, Alberto Retuerto, Jeromo Palomo, Antonio Bolonio, y no vemos ni oímos otra cosa en nuestra tierra. Fuera de que eso se remedia fácilmente con llamar al niño Perote de Campazas, dándole por apellido el nombre de nuestro pueblo, como se usaba en lo antiguo con los hombres grandes, según nos informan las historias más verídicas; y así vemos hablar en ellas de Oliveros de Castilla, de Amadís de Gaula, de Artús de Algarbe y de Palmerín de Hircania, constándonos ciertamente que éstos no eran sus verdaderos apellidos, sino los nombres de las provincias o reinos donde nacieron aquellos grandes caballeros, que por haberlas honrado con sus hazañas, quisieron eternizar de esta manera la memoria de su patria en la posteridad. Y esto no solamente lo usaron los que fueron por las armas, sino también los que fueron por las letras y dejaron escritos algunos libros famosos, como El Piscator de Sarrabal, El Dios Momo, La Carantamaula, el Lazarillo de Tormes, La pícara Justina, y otros muchos que tengo leídos, cuyos autores, dejando el propio apellido, tomaron el de los lugares donde nacieron para ilustrarlos; y a mí me da el corazón que este niño ha de ser hombre de provecho, y así llámese ahora Perotico de Campazas, hasta que con la edad y con el tiempo le podamos llamar Perote a boca llena.

2.-No en mis días -dijo la tía Catanla-. Perote suena a cosa de perol, y no ha de andar por ahí el hijo de mis entrañas, como andan los peroles por la cocina.

-¡Punto en boca, señores! -exclamó Antón Zotes de repente-. Ahora me incurre un estupendísimo nombre, que enjamás se empuso a nengún nacido y se ha de impuner a mi chicote. Gerundio se ha de llamar, y no se ha de llamar de otra manera, aunque me lo pidiera de rodillas el Padre Santo de Roma. Lo primero y prencipal, porque Gerundio es nombre sengular, y eso busco para m'hijo. Lo segundo, porque m'acuerdo bien que, cuando estudiaba con los teatinos de Villagarcía, por un gerundio gané seis puntos para la banda, y es mi última y postrimera voluntad hacer enmortal en mi familia la memoria de esta hazaña.

3. Hízose así, ni más ni menos, y desde luego dio el niño grandes señales de lo que había de ser en adelante, porque antes de dos años ya llamaba pueca a su madre con mucha gracia, y decía no chero cuerno, tan claramente como si fuera una persona; de manera que era la diversión del lugar, y todos decían que había de ser la honra de Campazas. Pasando por allí un fraile lego, que estaba con opinión de santo porque a todos trataba de , llamaba bichos a las mujeres, y a la Virgen la Borrega, dijo que aquel niño había de ser fraile, gran letrado y estupendo predicador. El suceso acreditó la verdad de la profecía; porque, en cuanto a fraile, lo fue tanto como el que más; lo de gran letrado, si no se verificó en esto de tener muchas letras, a lo menos en cuanto a ser gordas y abultadas las que tenía, se verificó cumplidamente; y en lo de ser estupendo predicador, no hubo más que desear, porque éste fue el talento más sobresaliente de nuestro Gerundico, como se verá en el discurso de la historia.

4. Aún no sabía leer ni escribir, y ya sabía predicar; porque como pasaban por la casa de sus padres tantos frailes, especialmente cuesteros, verederos, predicadores sabatinos, y aquellos que en tiempo de Cuaresma y Adviento iban a predicar a los mercados de los lugares circunvecinos; y éstos, unas veces rogados por el tío Antón Zotes y por su buena mujer la tía Catanla, otras (y eran las más) sin esperar a que se lo rogasen, sobremesa sacaban sus papelones, y, ni más ni menos que si estuvieran en el púlpito, leían en tono alto, sonoro y concionatorio lo que llevaban prevenido; el niño Gerundio tenía gran gusto en oírlos, y después en remedarlos, tomando de memoria los mayores disparates que los oía, que no parece sino que éstos se le quedaban mejor; y si por milagro los oía alguna cosa buena, no había forma de aprenderla.

5. En cierta ocasión estuvo en su casa, a la cuesta del mes de agosto, un padrecito de estos atusados, con su poco de copete en el frontispicio, cuellierguido, barbirrubio, de hábito limpio y plegado, zapato chusco, calzón de ante, y gran cantador de jácaras a la guitarrilla del cual no se apartaba un punto nuestro Gerundico, porque le daba confites. Tenía el buen padre, mitad por mitad, tanto de presumido como de evaporado, y contaba cómo, estando él de colegial en uno de los conventos de Salamanca, le había enviado su prelado a predicar un sermón de ánimas a Cabrerizos, y que habían concurrido a oírle muchos colegiales mayores, graduados y catedráticos de aquella universidad, por el crédito que había cogido en ella con ocasión de graduarse cierto rector de un colegio menor, ya ordenado in sacris, de quien era pública voz y fama que, después de haber recibido el subdiaconato subrepticiamente y a hurtadillas, había estado un año en la cárcel eclesiástica de su tierra, por cuanto tres doncellas honradas habían presentado al señor provisor tres papeles con palabra de casamiento. Esto se compuso lo mejor que se pudo; volvió a proseguir sus estudios a Salamanca, porque era mozo de ingenio; quiso graduarse, y encomendó una de las arengas al tal padrecito, que era paisano suyo, el cual comenzó por aquello de aprehenderunt septem mulieres virum unum; encajó después lo de filii tui de longe venient, et filiae tuae de latere surgent; y no se le quedó en el tintero el texto tan oportuno de generatio Rectorum benedicetur. Y puesto que los textos y lugares de la Sagrada Escritura, en semejantes composiciones puramente retóricas y profanas, son tan impertinentes y tan importunos como las fábulas y los versos de los poetas antiguos, usados a pasto y con inmoderación, lo son en los sermones; no embargante tampoco que el tal fraile incurrió boniticamente en la excomunión que el sagrado Concilio de Trento tiene fulminada contra los que abusan de la Sagrada Escritura para liviandades, sátiras, chanzonetas y chocarrerías; la tal arenga tuvo su aplauso a título de truhanesca, y el susodicho padre quedó tildado por pieza.

6. Pues como supieron que predicaba en Cabrerizos en sermón de ánimas, concurrieron con efecto a oírle todos aquellos ociosos y desocupados de Salamanca (haylos de todas clases y especies) que se huelgan a todo lo que sale; y el buen religioso quedó tan pagado de su sermón, que repetía muchas cláusulas de él en todas las casas de los hermanos donde se hospedaba.

-Oigan ustedes, por vida suya, cómo comenzaba -dijo la primera noche de sobremesa a Antón Zotes, a su mujer y al cura del lugar, que había concurrido al levantarse los manteles para cortejar al fraile y brindar a la salud de su venida, como es uso en toda buena crianza-:

7. »Fuego, fuego, fuego, que se quema la casa: Domus mea, domus orationis vocabitur.Ea, sacristán, toca esas retumbantes campanas: In cymbalis bene sonantibus. Así lo hace; porque tocar a muerto y tocar a fuego es una misma cosa, como dijo el discreto Picinelo: Lazarus amicus noster dormit. Agua, señores, agua, que se abrasa el mundo. Quis dabit capiti meo aquam?. La interlineal: Qui erant in hoc mundo. Pagnino Et mundus eum non cognovit. Pero, ¿qué veo? ¡Ay cristianos, que se abrasan las ánimas de los fieles! Fidelium animae, y sirve de yesca a las voraces llamas derretida pez: Requiescant in pace, id est, in pice, como expone Vatablo Fuego de Dios, ¡cómo quema! Ignis a Deo illatus. Pero, ¡albricias!, que ya baja la Virgen del Carmen a librar a las que trajeron su devoto escapulario: Scapulis suis. Dice Cristo: "¡Favor a la justicia!" Dice la Virgen: "¡Válgame la gracia!" Ave María.

8. Antón Zotes estaba pasmado; a la tía Catanla se la caía la baba; el cura del lugar, que se había ordenado con reverendas de sede vacante y entendía lo que rezaba como cualquiera monja, le miraba como atónito, y juró por los santos cuatro Evangelios que, aunque había oído predicar la Semana Santa de Campazas a los predicadores sabatinos más famosos de toda la redonda, ninguno le llegaba a la suela del zapato. No acababa de ponderar aquel chiste de comenzar un sermón de ánimas con fuego, fuego, que se quema la casa.

-Pues, ¿qué, el ingenioso pensamiento de que lo mismo es tocar a muerto que tocar a fuego?

-Tenga usted, señor cura -le interrumpió el padre, alargándole la caja para que tomase un polvo-; que eso tiene más alma de la que parece. Las almas de los difuntos, o están en la gloria, o están en el infierno, o están en el purgatorio; por las primeras no se toca, porque no han menester sufragios; por las segundas tampoco, porque no las aprovechan; con que sólo se toca por las terceras, para que Dios las saque de aquellas llamas; pues eso y tocar a fuego, allá se va todo. Ahora prosiga usted con su glosa, que me da mucho gusto, y se conoce que es hombre que lo entiende; y no como cierto padre maestro de mi religión, que, aunque es hombre grave en la orden y le tienen por docto y de entendimiento, me tiene ojeriza desde que le negué el voto en un capítulo del convento para que fuese prelado, y me dijo que el sermón era un hato de disparates, añadiendo que eran delatables a la Inquisición.

9.-Todos somos hombres -replicó el cura-, y como de esas envidias se ven en las religiones. A fe, que acaso su reverendísima el tal padre maestro, en todos los días de su vida daría con una cosa tan oportuna como aquella de agua, agua, que se quema la casa, con ser así que, después de haber tocado las campanas a fuego, se estaba cayendo de su peso el pedir agua.

-Añada usted -le dijo el padre colegial- que ahí se hace alusión al agua bendita, la cual, como usted sabe, es uno de los sufragios más provechosos para las benditas ánimas del purgatorio.

-Eso es claro -respondió el cura-, porque el fuego se apaga con el agua, y así se lo explico en la misa a mis feligreses.

-Dende que se lo oí perdicar a su mercé -saltó la tía Catanla- tengo yo mucho cuidado de regar bien la sepultura de mi madre, porque dizque cada gota de agua bendita que cae sobre ella apaga una gota del fuego del pulgatorio.

-Lo que más me admira -continuó el cura- es la propriedad de los textos, que no parece sino que vuesa paternidad los trae en la manga; y cuando habla de agua, luego saca un texto que habla de agua; cuando de casa, de casa; y cuando de mundo, de mundo; todos tan claros que los entenderá cualquiera, aunque no haya estudiado latín.

-Ése es el chiste -respondió el padre-; pero ¿va que no sabe usted por qué traje el texto de Lazarus amicus noster dormit, cuando dije que tocar a muerto y tocar a fuego es una misma cosa?

-Confieso que no lo entendí -dijo el buen cura-, y que, aunque me sonó a despropósito, pero como veo el grande ingenio de vuesa paternidad, lo atribuí a mi rudeza, y desde luego creí que sin duda se ocultaba algún misterio.

-¡Y cómo que le hay! -prosiguió el fraile-. Y si no, dígame usted, cuando Cristo resucitó a Lázaro, ¿no estaba éste muerto? Así lo dice San Agustín, Lyra, Cartagena y otros muchos, y no hay duda que ésta es la sentencia más probable; porque, aunque el texto dice que dormía, dormit, es porque la muerte se llama sueño, como lo notó doctamente el sapientísimo Idiota. Pues ahora, habiendo yo dicho tocar a muerto, venía de perlas poner delante un difunto. ¿Y por qué escogería yo a Lázaro más que a otro? Aquí está el chiste; porque el mayordomo de la Cofradía de las Ánimas de Cabrerizos se llamaba Lázaro, y era grande amigo de nuestro convento, al cual enviaba de limosna todos los años un cordero y media cántara de vino. Por eso dije Lazarus amicus noster; que al oírlo el alcalde, el regidor y el fiel de fechos, que estaban delante del púlpito, sentados en el banco de la señora Justicia, dieron muchas cabezadas, mirándose unos a otros.

No pudo contenerse el cura, levantose del asiento y, echando al padre los brazos al cuello, le dijo casi llorando de gozo:

-Padre, vuesa paternidad es un demonio.

Y añadió Catanla:

-¡Benditas las madres que tales hijos paren!

10. A todo esto estaba muy atento el niño Gerundio, y no le quitaba ojo al religioso. Pero, como la conversación se iba alargando y era algo tarde, vínole el sueño y comenzó a llorar. Acostole su madre; y a la mañana, como se había quedado dormido con las especies que había oído al padre, luego que dispertó se puso de pies, y en camisa sobre la cama, y comenzó a predicar con mucha gracia el sermón que había oído por la noche, pero sin atar ni desatar, y repitiendo no más que aquellas palabras más fáciles que podía pronunciar su tiernecita lengua, como fuego, agua, campanas, saquistán, tío Lázaro; y en lugar de Picinelo, Pagnino y Vatablo, decía pañuelo, pollino y buen nabo, porque aún no tenía fuerza para pronunciar la l. Antón Zotes y su mujer quedaron aturdidos. Diéronle mil besos, dispertaron al padre colegial, llamaron al cura, dijeron al niño que repitiese el sermón delante de ellos, y él lo hizo con tanto donaire y donosura, que el cura le dio un ochavo para avellanas, el fraile seis chochos, su madre un poco de turrón de Villada, que había traído de una romería; y, contando la buena de la Catanla la profecía del bendito lego (así le llamaba ella), todos convinieron en que aquel niño había de ser gran predicador, y que sin perder tiempo era menester ponerle a la escuela de Villaornate, donde había un maestro muy famoso.




ArribaAbajoCapítulo V

De los disparates que aprendió en la escuela de Villaornate


Éralo un cojo, el cual, siendo de diez años, se había quebrado una pierna por ir a coger un nido. Había sido discípulo en León de un maestro famoso, que de un rasgo hacía una pájara, de otro un pabellón, y, con una A o una M al principio de una carta, cubría toda aquella primera llana de garambainas. Hacía carteles que dedicaba a grandes personajes, los cuales por lo común se los pagaban bien; y, aunque le llamaban por esto el maestro Socaliñas, a él se le daba poco de los murmuradores, y no por eso dejaba de hacer sus ridículos cortejos. Sobre todo era eminente en dibujar aquellos carteles que llaman de letras de humo, y, con efecto, pintaba un Alabado que podía arder en un candil. De este insigne maestro fue discípulo el cojo de Villaornate, y era fama que por lo menos había salido tan primoroso garambainista como su mismo maestro.

2. Siendo cosa averiguada que los cojos por lo común son ladinos y avisados, este tal cojo de quien vamos hablando no era lerdo, aunque picaba un poco en presumido y en extravagante. Como salió tan buen pendolista, desde luego hizo ánimo a seguir la carrera de las escuelas; esto es, a ser maestro de niños, y para soltarse en la letra, se acomodó por dos o tres años de escribiente con el notario de la vicaría de San Millán, el cual era hombre curioso y tenía algunos libros romancistas, unos buenos y otros malos. Entre éstos había tres libritos de ortografía, cuyos autores seguían rumbos diferentes y aun opuestos, queriendo uno que se escribiese según la etimología o derivación de las voces, otro defendiendo que se había de escribir como se pronunciaba, y otro que se debía seguir la costumbre. Cada uno alegaba por su parte razones, ejemplos, autoridades, citando academias, diccionarios, lexicones ex omni lingua, tribu, populo et natione; y cada cual esforzaba su partido con el mayor empeño, como si de este punto dependiera la conservación o el trastornamiento y ruina universal de todo el orbe literario, conviniendo todos tres en que la ortografía era la verdadera clavis scientiarum, el fundamento de todo el buen saber, la puerta principal del templo de Minerva, y que si alguno entraba en él sin ser buen ortografista, entraba por la puerta falsa, no habiendo en el mundo cosa más lastimosa que el que se llamasen escritores los que no sabían escribir. Sobre este pie metía cada autor una zambra de todos los diantres en defensa de su particular opinión. Al etimologista y derivativo se le partía el corazón de dolor viendo a innumerables españoles indignos que escribían España sin H, en gravísimo deshonor de la gloria de su misma patria, siendo así que se deriva de Hispania, y ésta de Hispaan, aquel héroe que hizo tantas proezas en la caza de conejos, de donde en lengua púnica se vino a llamar Hispania toda tierra donde había mucha gazapina. Y si se quiere que se derive de Héspero,aún tiene origen y cuna más brillante, pues no viene menos que del lucero vespertino, que es ayuda de cámara del Sol cuando se acuesta y le sirve el gorro para dormir; el cual a ojos vistas se ve que está en el territorio celestial de nuestra amada patria; y quitándola a ésta la H con sacrílega impiedad, oscureciose todo el esplendor de su clarísimo origen. ¡Y los que hacen esto se han de llamar españoles! ¡Oh indignidad! ¡Oh indecencia!

3. Pero donde perdía todos los estribos de la paciencia y aun de la razón, era en la torpe, en la bárbara, en la escandalosa costumbre o corruptela de haber introducido la y griega, cuando servía de conjunción, en lugar de la i latina, que sobre ser más pulida y más pelada tenía más parentesco con el et de la misma lengua, de donde tomamos nosotros nuestra i. Fuera de que la y griega tiene una figura basta, rústica y grosera, pues se parece a la horquilla con que los labradores cargan los haces en el carro; y, aunque no fuera más que por esta gravísima razón, debía desterrarse de toda escritura culta y aseada.

-Por esto -decía dicho etimologista- siempre que leo en algún autor y Pedro, y Juan, y Diego, en lugar de i Diego, i Pedro, i Juan, se me revuelven las tripas, se me conmueven de rabia las entrañas, i no me puedo contener sin decir entre dientes hi de pu... I al contrario, no me harto de echar mil bendiciones a aquellos celebérrimos autores que saben cuál es su i derecha, i entre otros a dos catedráticos de dos famosas universidades, ambos inmortal honor de nuestro siglo i envidia de los futuros, los cuales en sus dos importantísimos tratados de ortografía han trabajado con glorioso empeño en restituir la i latina al trono de sus antepasados; por lo cual digo i diré mil veces que son benditos entre todos los benditos.

4. No le iba en zaga el otro autor que, despreciando la etimología y la derivación, pretendía que en las lenguas vivas se debía escribir como se hablaba, sin quitar ni añadir letra alguna que no se pronunciase. Era gusto ver cómo se encendía, cómo se irritaba, cómo se enfurecía contra la introducción de tantas hh, nn, ss y otras letras impertinentes que no suenan en nuestra pronunciación.

-Aquí de Dios y del Rey -decía el tal autor, que no parecía sino portugués en lo fanfarrón y en lo arrogante-; si pronunciamos ombre, onra, ijo, sin aspiración ni alforjas, ¿a qué ton emos de pegar a estas palabras aquella h arrimadiza, que no es letra ni calabaza, sino un recuerdo, o un punto aspirativo? Y si se debe aspirar con la h siempre que se pone, ¿por qué nos reímos del andaluz cuando pronuncia jijo, jonra, jombre? Una de dos: o él jabla bien, o nosotros escribimos mal. Pues ¿qué diré de las nn, ss, rr, pp y demás letras dobles que desperdiciamos lo más lastimosamente del mundo? Si suena lo mismo pasión con una s que con dos, inocente con una n que con dos, Filipo con una p que con dos, ut quid perditio haec? Que doblemos las letras en aquellas palabras en que se pronuncian con particular fortaleza, o en las cuales, si no se doblan, se puede confundir su significado con otro, como en perro para distinguirle de pero, en parro para diferenciarle de paro, y en cerro para que no se equivoque con cero, vaya; pero en buro, que ya se sabe lo que es y no puede equivocarse con otro algún significado, ¿para qué emos de gastar una r más, que después puede acernos falta para mil cosas? ¿Es esto más que gastar tinta, papel y tiempo contra todas las reglas de la buena economía? No digo nada de la prodigalidad con que malbaratamos un prodigioso caudal de uu, que para nada nos sirven a nosotros, y con las cuales se podían remediar muchísimas pobres naciones que no tienen una u que llegar a la boca. Verbigracia: en qué, en por qué, en para qué, en quiero, et reliquia. ¿No me dirán ustedes qué falta nos ace la u, puesto que no se pronuncia? ¿Estaría peor escrito qiero, , por qé, para qé, etcétera? Añado que, como la misma q lleva envuelta en su misma pronunciación la u, podíamos aorrar muchísimo caudal de uu para una urgencia, aun en aquellas voces en que claramente suena esta letra; porque, ¿ inconveniente tendría qe escribiésemos qerno, qando, qales, para pronunciar querno, quando, quales? Aún hay más en la materia: puesto que la k tiene la misma fuerza que la q, todas las veces que la u no se declara, distingamos de tiempos y concordaremos derechos; quiero decir, desterremos la q de todas aquellas palabras en que no se pronuncia la u, y valgámonos de la k, pues aunque así se parecerá la escritura a los kiries de la misa, no perderá nada por eso. Vaya un verbigracia de toda esta ortografía:

5. »El ombre ke kiera escribir coretamente, uya qanto pudiere de escribir akellas letras ke no se egspresan en la pronunciación; porke es desonra de la pluma, ke debe ser buena ija de la lengua, no aprender lo ke la enseña su madre, etc. Cuéntense las uu que se aorran en sólo este período, y por aquí se sacará las que se podían aorrar al cabo del año en libros, instrumentos y cartas; y luego extrañarán que se haya encarecido el papel.

6. Por el contrario, el ortografista que era de opinión que en esto de escribir se había de seguir la costumbre, no se metía en dibujos; y haciendo gran burla de los que gastaban el calor natural en estas bagatelas, decía que en escribiendo como habían escrito nuestros abuelos, se cumplía bastantemente; y más, cuando en esto de ortografía hasta ahora no se habían establecido principios ciertos y generalmente admitidos, más que unos pocos, y que en lo restante cada uno fingía los que se le antojaba. El cojo que, como ya dijimos, era un si es no es muchísimo extravagante, leyó todos los tres tratados; y como vio que la materia tenía mucho de arbitraria, y que cada cual discurría según los senderos de su corazón, le vino a la imaginación un extraño pensamiento. Pareciole que él tenía tanto caudal como cualquiera para ser inventor, fundador y patriarca de un nuevo sistema ortográfico; y aun se lisonjeó su vanidad, que acaso daría con uno jamás oído ni imaginado que fuese más racional y más justo que todos los descubiertos; figurándosele que si acertaba con él se haría el maestro de niños más famoso que había habido en el mundo, desde la fundación de las escuelas hasta la institución de los esculapios inclusive.

7. Con esta idea comenzó a razonar allá para consigo, diciéndose a sí mismo:

-¡Válgame Dios! Las palabras son imágenes de los conceptos, y las letras se inventaron para ser representación de las palabras; conque, por fin y postre, ellas también vienen a ser representación de los conceptos. Pues ahora, aquellas letras que representaren mejor lo que se concibe, ésas serán las más propias y adecuadas; y así, cuando yo concibo una cosa pequeña, la debo escribir con letra pequeña, y cuando grande, con letra grande. Verbigracia: ¿qué cosa más impertinente que, hablando de una Pierna de Vaca, escribirla con una p tan pequeña como si se hablara de una pierna de hormiga, y tratando de un Monte, usar una m tan ruin como si tratara de un mosquito? Esto no se puede tolerar, y ha sido una inadvertencia fatal y crasísima de todos cuantos han escrito hasta aquí. ¿Hay una cosa más graciosa o, por mejor decir, más ridícula que igualar a Zaqueo en la z con Zorobabel y con Zabulón, siendo así que consta de la Escritura que el primero era pequeñito y casi enano, y los otros dos, cualquiera hombre de juicio los concibe por lo menos tan grandes y tan corpulentos como el mayor gigantón del día del Corpus? Porque pensar que no llenaban tanto espacio de aire como llenan de boca, proportine servata, es cuento de niños. Pues ve aquí, ¡que salgan Zaqueo y Zabulón en un escrito y que, siendo o habiendo sido en sí mismos tan desiguales en el tamaño, han de parecer iguales en la escritura! ¡Vaya, que es un grandísimo despropósito! Ítem: si se habla de un hombre en quien todas las cosas fueron grandes, como si dijéramos un San Agustín, ponderando su talento, su genio, su comprehensión, ¿hemos de escribir y pintar en el papel estas agigantadas prendas con unas letricas tan menudas y tan indivisibles, como si habláramos, por comparanza, de las del autor del poema épico de la vida de San Antón y otros de la misma calaña? Eso sería cosa ridícula y aun ofensiva a la grandeza de un Santo Padre de tanta magnitud. Fuera de que, ¿dónde puede haber mayor primor que el hacer que cualquiera lector, sólo con abrir un libro y antes de leer ni una sola palabra, conozca, por el mismo tamaño y multitud de las letras grandes, que allí se trata de cosas grandiosas, magníficas y abultadas; y al contrario, en viendo que todas las letras son de estatura regular, menos tal cual que sobresale a trechos como los pendones en la procesión, cierre incontinenti el libro y no pierda tiempo en leerle, conociendo desde luego que no se contienen en él sino cosas muy ordinarias y comunes? Quiero explicar esto con el ejemplo de un estupendo sermón predicado al mismo San Agustín, el mejor que he oído, ni pienso oír en los días de mi vida. Preguntaba el predicador por qué a San Agustín se le llamaba el Gran Padre de la Iglesia, y a ningún otro Santo Padre ni Doctor de ella se le daba este epíteto. (Así decía él.) Y respondió:

8. »"Porque mi Agustino no sólo fue Gran Padre, sino Gran Madre y Gran Abuelo de la Iglesia. Gran Padre, porque antes de su Conversión tuvo muchos Hijos, aunque no se le logró más que uno. Gran Madre, porque Concibió y Parió muchos Libros. Gran Abuelo, porque Engendró a los Ermitaños de San Agustín, y los Ermitaños de San Agustín engendraron después todas las Religiones mendicantes, que siguen su Santa Regla, las cuales todas son Nietas del Grande Agustino. Y note de paso el discreto que la Regla destruye la Maternidad, y la Regla fue la que aseguró la Paternidad de mi Gran Padre. Magnus Parens".

9. »Este trozo de sermón, que oí con estos mismísimos oídos que han de comer la tierra, y un pobre ignorante y mentecato, aunque tenía crédito de gran letrado y hombre maduro, trató de puerco, sucio, hediondo y digno del fuego; pero a mí me pareció, y hoy me lo parece, la cosa mayor del mundo: digo que este trozo de sermón, escrito como está escrito, esto es, con letras mayúsculas y garrafales en todo lo que toca a San Agustín, desde la primera vista llama la atención del lector y le hace conocer que allí se contienen cosas grandes, y sin poderse contener luego se abalanza a leerlo. Cuando al contrario, si estuviera escrito con letras ordinarias, no pararía mientes en él, y quizá le arrimaría sin haber leído un letra. Así que en esta mi ortografía se logra, lo primero, la propiedad de las letras con los conceptos que representan; lo segundo, el decoro de las personas de quien se trata; lo tercero, el llamar la atención de los lectores. Y podía añadir lo cuarto, que también se logra la hermosura del mismo escrito; porque son las letras grandes en el papel lo que los árboles en la huerta, que la amenizan y la agracian, y desde luego da a entender que aquélla es huerta de señor, cuando un libro todo de letras iguales y pequeñas parece huerta de verdura y hortaliza, que es cosa de frailes y gente ordinaria.

10. Con estas disparatadas consideraciones se enamoró tanto el extravagante cojo de su ideada ortografía, que resolvió seguirla, entablarla y enseñarla. Y habiendo vacado por aquel tiempo la escuela de Villaornate, por ascenso del maestro actual a fiel de fechos de Cojeces de Abajo, la pretendió y la logró a dos paletadas, porque ya había cobrado mucha fama en toda la tierra con ocasión de los litigantes que acudían a la vicaría. Llovían niños como paja de todo el contorno a la fama de tan estupendo maestro; y Antón Zotes y su mujer resolvieron enviar allá a su Gerundico, para que no se malograse la viveza que mostraba. El cojo le hizo mil caricias, y desde luego comenzó a distinguirle entre todos los demás niños. Sentábale junto a sí, hacíale punteros, limpiábale los mocos, dábale avellanas y mondaduras de peras; y cuando el niño tenía gana de proveerse, el mismo maestro le soltaba los dos cuartos traseros de las bragas (porque consta de instrumentos de aquel tiempo que eran abiertas), y arremangándole la camisita, le llevaba en esta postura hasta el corral, donde el chicuelo hacía lo que había menester. No era oro todo lo que relucía, y el bellaco del cojo sabía bien que no echaba en saco roto los cariños que hacía a Gerundico, porque a los buenos de sus padres se les caía con esto la baba; y además de pagarle muy puntualmente el real del mes, la rosca del sábado que llevaba su hijo era la primera y la mayor, y siempre acompañada con dos huevos de pava, que no parecían sino mesmamente como dos bolas de trucos. Amén de eso, en tiempo de matanza eran corrientes y seguras tres morcillas, con un buen pedazo de solomo; esto sin entrar en cuenta la morcilla cagalar, con dos buenas varas de longaniza, que era el colgajo del día de San Martín, nombre que tenía el maestro. Y cuando paría señora (así llamaban los niños a la maestra), era cosa sabida que la tía Catanla la regalaba con dos gallinas, las más gordas que había en todo su gallinero, y con una libra de bizcochos, que se traían exprofesamente de la confitería de Villamañán. Con esto se esmeraban maestro y maestra en acariciar al niño, tanto, que la maestra todos los sábados le cortaba las uñas, y de quince en quince días le espulgaba la cabeza y sacaba las liendres.




ArribaAbajoCapítulo VI

En que se parte el capítulo quinto, porque ya va largo


Pues con este cuidado que el maestro tenía de Gerundico, con la aplicación del niño y con su viveza e ingenio, que realmente le tenía, aprendió fácilmente y presto todo cuando le enseñaban. Su desgracia fue que siempre le deparó la suerte maestros estrafalarios y estrambóticos como el cojo, que en todas las facultades le enseñaban mil sandeces, formándole desde niño un gusto tan particular a todo lo ridículo, impertinente y extravagante, que jamás hubo forma de quitársele. Y aunque muchas veces se encontró con sujetos hábiles, cuerdos y maduros, que intentaron abrirle los ojos para que distinguiese lo bueno de lo malo (como se verá en el discurso de esta puntual historia), nunca fue posible apearle de su capricho: tanta impresión habían hecho en su ánimo los primeros disparates. El cojo los inventaba cada día mayores; y habiendo leído en un libro, que se intitula Maestro del maestro de niños, que éste debe poner particular cuidado en enseñarlos la lengua propia, nativa y materna con pureza y con propiedad, por cuanto enseña la experiencia que la incongruidad, barbarismos y solecismos con que la hablan toda la vida muchos nacionales dependen de los malos modos, impropiedades y frases desacertadas que se les pegan cuando niños, él hacía grandísimo estudio de enseñarlos a hablar bien la lengua castellana. Pero era el caso que él mismo no la podía hablar peor; porque, como era tan presumido y tan exótico en el modo de concebir, así como había inventado una extravagantísima ortografía, así también se le había puesto en la cabeza que podía inventar una lengua no menos extravagante.

2. Mientras fue escribiente del notario de San Millán, había notado en varios procesos que se decía así: cuarto testigo examinado, María Gavilán; octavo testigo examinado, Sebastiana Palomo. Esto le chocaba infinitamente, porque decía que si los hombres eran testigos, las mujeres se habían de llamar testigas, pues lo contrario era confundir los sexos, y parecía romance de vizcaíno. De la misma manera no podía sufrir que el autor de la Vida de Santa Catalina dijese Catalina, sujeto de nuestra historia; pareciéndole que Catalina y sujeto eran mala concordancia, pues venía a ser lo mismo que si se dijera Catalina, el hombre de nuestra historia, siendo cosa averiguada que solamente los hombres se deben llamar sujetos, y las mujeres sujetas. Pues, ¿qué, cuando encontraba en un libro, era una mujer no común, era un gigante? Entonces perdía los estribos de la paciencia, y decía a sus chicos todo en cólera y furioso:

-Ya no falta más sino que nos quiten las barbas y los calzones, y se los pongan a las mujeres. ¿Por qué no se dirá era una mujer no comuna, era una giganta?

Y por esta misma regla los enseñaba que nunca dijesen el alma, el arte, el agua, sino la alma, la agua, la arte, pues lo contrario era ridicularia, como dice el indigesto y docto Barbadiño.

3. Sobre todo, estaba de malísimo humor con aquellos verbos y nombres de la lengua castellana que comenzaban con arre, como arrepentirse, arremangarse, arreglarse, arreo,etcétera, jurando y perjurando que no había de parar hasta desterrarlos de todos los dominios de España, porque era imposible que no los hubiesen introducido en ella algunos arrieros de los que conducían el bagaje de los godos y de los árabes. Decía a sus niños que hablar de esta manera era mala crianza, porque era tratar de burros o de machos a las personas. Y a este propósito los contaba que, yendo un padre maestro de cierta religión por Salamanca y llevando por compañero a un frailecito irlandés recién trasplantado de Irlanda, que aún no entendía bien nuestra lengua, encontraron en la calle del Río muchos aguadores con sus burros delante, que iban diciendo arre, arre. Preguntó el irlandesillo al padre maestro qué quería decir are, pronunciando la r blandamente, como lo acostumbran los extranjeros. Respondiole el maestro que aquello quería decir que anduviesen los burros adelante. A poco trecho después encontró el maestro a un amigo suyo, con quien se paró a parlar en medio de la calle. La conversación iba algo larga, cansábase el irlandés, y no sabiendo otro modo de explicarse, cogió de la manga a su compañero, y le dijo con mucha gracia: «Are, padre maestro, are»; lo cual se celebró con grande risa en Salamanca.

-Pues ahora -decía el cojo hecho un veneno-, que el arre vaya solo, que vaya con la comitiva y acompañamiento de otras letras, siempre es arre, y siempre es una grandísima desvergüenza y descortesía que a los racionales nos traten de esta manera. Y así tenga entendido todo aquel que me arreare las orejas, que yo le he de arrear a él el cu... -y acabólo de pronunciar redondamente.

A este tiempo le vino gana de hacer cierto menester a un niño, que todavía andaba en sayas. Fuese delante de la mesa donde estaba el maestro, puso las manicas y le pidió la caca con grandísima inocencia, pero le dijo que no sabía arremangarse.

-Pues yo te enseñaré, grandísimo bellaco -le respondió el cojo enfurecido.

Y diciendo y haciendo, le levantó las faldas y le asentó unos buenos azotes, repitiéndole a cada uno de ellos:

-Anda, para que otra vez no vengas a arremangarnos los livianos.

4. Todas estas lecciones las tomaba de memoria admirablemente nuestro Gerundico; y como, por otra parte, en poco más de un año aprendió a leer por libro, por carta y por proceso, y aun a hacer palotes y a escribir de a ocho, el maestro se empeñó en cultivarle más y más, enseñándole lo más recóndito que él mismo sabía, y con lo que lo había lucido en más de dos convites de cofradía, asistiendo a la mesa algunos curas que eran tenidos por los mayores moralistones de toda la comarca; y uno, que tenía en la uña todo el Lárraga y era un hombre que se perdía de vista, se quedó embobado habiéndole oído en cierta ocasión.

5. Fue, pues, el caso, que, como la fortuna o la mala trampa deparaban al buen cojo todas las cosas ridículas, y él tenía tanta habilidad para que lo fuesen en su boca las más discretas, por no saber entenderlas ni aprovecharse de ellas, llegó a sus manos, no se sabe cómo, una comedia castellana intitulada El villano caballero, que es copia mal sacada y peor zurcida de otra que escribió en francés el incomparable Molière, casi con el mismo título. En ella se hace una graciosísima burla de aquellos maestros pedantes que pierden el tiempo en enseñar a los niños cosas impertinentes y ridículas, que tanto importa ignorarlas como saberlas; y para esto se introduce al maestro o al preceptor del repentino caballero, que con grande aparato y ostentación de voces, le enseña cómo se pronuncian las letras vocales y las consonantes. El cojo de mis pecados tomó de memoria todo aquel chistosísimo pasaje; y como era tan cojo de entendederas como de pies, entendiole con la mayor seriedad del mundo, y la que en realidad no es más que una delicadísima sátira, se le representó como una lección tan importante, que sin ella no podía haber maestro de niños que en Dios y en conciencia mereciese serlo.

6. Un día, pues, habiendo corregido las planas más aprisa de lo acostumbrado, llamó a Gerundico, hízole poner en pie delante de la mesa, tocó la campanilla a silencio, intimó atención a todos los muchachos, y dirigiendo la palabra al niño Gerundio, le preguntó con mucha gravedad:

-Dime, hijo, ¿cuántas son las letras?

Respondió el niño prontamente:

-Señor maestro, yo no lo sé, porque no las he contado.

-Pues has de saber -continuó el cojo- que son veinte y cuatro; y si no, cuéntalas.

Contolas el niño y dijo con intrepidez:

-Señor maestro, en mi cartilla salen veinte y cinco.

-Eres un tonto -le replicó el maestro-, porque las dos A a primeras no son más que una letra con forma o con figura diferente.

Conoció que se había cortado el chico, y para alentarle añadió:

-No extraño que siendo tú un niño, y no habiendo más que un año que andas a la escuela, no supieses el número de las letras, porque hombres conozco yo que están llenos de canas, se llaman doctísimos y se ven en grandes puestos, y no saben cuántas son las letras del abecedario. Pero, ¡así anda el mundo!

Y al decir esto, arrancó un profundísimo suspiro.

-La culpa de esta fatal ignorancia la tienen las repúblicas y los magistrados, que admiten para maestros de escuela a unos idiotas que no valían aun para monacillos; pero esto no es para vosotros ni para aquí; tiempo vendrá en que sabrá el rey lo que pasa. Vamos adelante.

7. »De estas veinte y cuatro letras, unas se llaman vocales, y otras consonantes. Las vocales son cinco: a, e, i, o, u. Llámanse vocales porque se pronuncian con la boca.

-Pues, ¿acaso las otras, señor maestro -le interrumpió Gerundico con su natural viveza-, se pronuncian con el cu...? -y díjolo por entero.

Los muchachos se rieron mucho; el cojo se corrió un poco; pero, tomándolo a gracia, se contentó con ponerse un poco serio, diciéndole:

-No seas intrépido, y déjame acabar lo que iba a decir. Digo, pues, que las vocales se llaman así, porque se pronuncian con la boca, y puramente con la voz, pero las consonantes se pronuncian con otras vocales. Esto se explica mejor con los ejemplos. A, primera vocal, se pronuncia abriendo mucho la boca: a.

Luego que oyó esto Gerundico, abrió su boquita, y mirando a todas partes, repetía muchas veces:

-A, a, a; tiene razón el señor maestro.

Y éste prosiguió:

-La e se pronuncia acercando la mandíbula inferior a la superior, esto es, la quijada de abajo a la de arriba: e.

-A ver, a ver cómo lo hago yo, señor maestro -dijo el niño-: e, e, e, a, a, a, e. ¡Jesús, y qué cosa tan buena!

-La i se pronuncia acercando más las quijadas una a otra, y retirando igualmente las dos extremidades de la boca hacia las orejas: i, i.

-Deje usted, a ver si yo sé hacerlo: i, i, i.

-Ni más ni menos, hijo mío, y pronuncias la i a la perfección. La o se forma abriendo las quijadas, y después juntando los labios por los extremos, sacándolos un poco hacia fuera, y formando la misma figura de ellos como una cosa redonda, que representa una o.

Gerundillo, con su acostumbrada intrepidez, luego comenzó a hacer la prueba y a gritar: o, o, o. El maestro quiso saber si los demás muchachos habían aprendido también las importantísimas lecciones que los acababa de enseñar, y mandó que todos a un tiempo y en voz alta pronunciasen las letras que les había explicado. Al punto se oyó una gritería, una confusión y una algarabía de todos los diantres: unos gritaban a, a; otros e, e; otros i, i; otros o, o. El cojo andaba de banco en banco, mirando a unos, observando a otros y enmendando a todos: a éste le abría más las mandíbulas; a aquél se las cerraba un poco; a uno le plegaba los labios; a otro se los descosía; y en fin, era tal la gritería, la confusión y la zambra, que parecía la escuela ni más ni menos al coro de la Santa Iglesia de Toledo en las vísperas de la Expectación.

8. Bien atestada la cabeza de estas impertinencias, y muy aprovechado en necedades y en extravagancias, leyendo mal y escribiendo peor, se volvió nuestro Gerundio a Campazas; porque el maestro había dicho a sus padres que ya era cargo de conciencia tenerle más tiempo en la escuela, siendo un muchacho que se perdía de vista, y encargándoles que no dejasen de ponerle luego a la gramática, porque había de ser la honra de la tierra. La misma noche que llegó hizo nuestro escolín ostentación de sus habilidades y de lo mucho que había aprendido en la escuela, delante de sus padres, del cura del lugar y de un fraile que iba con obediencia a otro convento, porque de éstos apenas se limpiaba la casa. Gerundico preguntó al cura:

-¿A que no sabe usted cuántas son las letras de la cartilla?

El cura se cortó oyendo una pregunta que jamás se la habían hecho, y respondió:

-Hijo, yo nunca las he contado.

-Pues cuéntelas usted -prosiguió el chico- ¿y va un ochavo a que, aun después de haberlas contado, no sabe cuántas son?

Contó el cura veinte y cinco, después de haberse errado dos veces en el a, b, c, y el niño, dando muchas palmadas, decía:

-¡Ay, ay!, que le cogí, que le gané, porque cuenta por dos letras las dos A a primeras, y no es más que una letra escrita de dos modos diferentes.

Después preguntó al padre:

-¿Vaya otro ochavo a que no me dice usted cómo se escribe burro, con b pequeña, o con B grande?

-Hijo -respondió el buen religioso-, yo siempre le he visto escrito con b pequeña.

-¡No señor! ¡No, señor! -le replicó el muchacho-. Si el burro es pequeñito y anda todavía a la escuela, se escribe con b pequeña; pero si es un burro grande, como el burro de mi padre, se escribe con B grande; porque dice señor maestro que las cosas se han de escribir como ellas son, y que por eso una pierna de vaca se ha de escribir con una P mayor que una pierna de carnero.

A todos les hizo gran fuerza la razón, y no quedaron menos admirados de la profunda sabiduría del maestro, que del adelantamiento del discípulo; y el buen padre confesó que, aunque había cursado en las dos Universidades de Salamanca y Valladolid, jamás había oído en ellas cosa semejante. Y vuelto a Antón Zotes y a su mujer, los dijo muy ponderado:

-Señores hermanos, no tienen que arrepentirse de lo que han gastado con el maestro de Villaornate, porque lo han empleado bien.

Cuando el niño oyó arrepentirse, comenzó a hacer grandes aspamientos, y a decir:

-¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué mala palabra, arrepentirse! ¡No, señor! ¡No, señor! No se dice arrepentirse, ni cosa que lleve arre; que eso, dice señor maestro, que es bueno para los burros, o para las ruecas.

-Recuas querrás decir, hijo -le interrumpió Antón Zotes, cayéndole la baba.

-Sí, señor, para las recuas, y no para los cristianos, los cuales debemos decir enrepentir, enremangar, enreglar el papel, y cosas semejantes.

El cura estaba aturdido, el religioso se hacía cruces, la buena de la Catanla lloraba de gozo, y Antón Zotes no se pudo contener sin exclamar:

-¡Vaya, que es una bobada! -que es la frase con que se pondera en Campos una cosa nunca vista ni oída.

9. Como Gerundico vio el aplauso con que se celebraron sus agudezas, quiso echar todos los registros; y volviéndose segunda vez al cura, le dijo:

-Señor cura, pregúnteme usted de las vocales y de las consonantes.

El cura, que no entendía palabra de lo que el niño quería decir, le respondió:

-¿De qué brocales, hijo? ¿Del brocal del pozo del Humilladero, y del otro que está junto a la ermita de San Blas?

-No, señor, de las letras consonantes y de las letras vocales.

Cortose el bueno del cura, confesando que a él nunca le habían enseñado cosas tan hondas.

-Pues a mí, sí -continuó el niño.

Y de rabo a oreja, sin faltarle punto ni coma, los encajó toda la ridícula arenga que había oído al cojo de su maestro sobre las letras vocales y consonantes; y en acabando, para ver si la habían entendido, dijo a su madre:

-Madrica, ¿cómo se pronuncia la a?

-Hijo, ¿cómo se ha de pronunciar? Así: a, abriendo la boca.

-No, madre; pero ¿cómo se abre la boca?

-¿Cómo se ha de abrir, hijo? De esta manera: a.

-Que no es eso, señora; pero cuando usted la abre para pronunciar la a, ¿qué es lo que hace?

-Abrirla, hijo mío -respondió la bonísima Catanla.

-¡Abrirla! Eso cualquiera lo dice. También se abre para pronunciar e, y para pronunciar i, o, u, y entonces no se pronuncia a. Mire usté, para pronunciar a, se baja una quijada y se levanta otra, de esta manera.

Y cogiendo con sus manos las mandíbulas de la madre, la bajaba la inferior y la subía la superior, diciéndola que cuanto más abriese la boca, mayor sería la a que pronunciaría. Hizo después que el padre pronunciase la e, el cura la i, el fraile la o, y él escogió por la más dificultosa de todas la pronunciación de la u, encargándolos que todos a un tiempo pronunciasen la letra que tocaba a cada uno, levantando la voz todo cuanto pudiesen y observando unos a otros la postura de la boca, para que viesen la puntualidad de las reglas que le había enseñado el señor maestro. El metal de las voces era muy diferente: porque la tía Catanla la tenía hombruna y carraspeña; Antón Zotes, clueca y algo aternerada; el cura, gangosa y tabacuna; el padre, que estaba ya aperdigado para vicario de coro, corpulenta y becerril; Gerundico, atiplada y de chillido. Comenzó cada uno a representar su papel y a pronunciar su letra, levantando el grito a cuál más podía: hundíase el cuarto, atronábase la casa. Era noche de verano, y todo el lugar estaba tomando el fresco a las puertas de la calle. Al estruendo y a la algazara de la casa de Antón Zotes, acudieron todos los vecinos, creyendo que se quemaba, o que había sucedido alguna desgracia: entran en la sala, prosiguen los gritos descompensados, ven aquellas figuras, y como ignoraban lo que había pasado, juzgan que todos se han vuelto locos. Ya iban a atarlos, cuando sucedió una cosa nunca creída ni imaginada, que hizo cesar de repente la gritería y por poco no convirtió la música en responsos. Como la buena de la Catanla abría tanto la boca para pronunciar su a, y naturaleza liberal la había proveído de este órgano abundantísimamente, siendo mujer que de un bocado se engullía una pera de donguindo hasta el pezón, quiso su desgracia que se la desencajó la mandíbula inferior tan descompasadamente, que se quedó hecha un mascarón de retablo, viéndosela toda la entrada del esófago y de la traquiarteria, con los conductos salivales, tan clara y distintamente, que el barbero dijo descubría hasta los vasos linfáticos, donde excretaba la respiración. Cesaron las voces, asustáronse todos, hiciéronse mil diligencias para restituir la mandíbula a su lugar; pero todas sin fruto, hasta que al barbero le ocurrió cogerla de repente y darla por debajo de la barba un cachete tan furioso, que se la volvió a encajar en su sitio natural, bien que como estaba desprevenida, se mordió un poco la lengua y escupió algo de sangre. Con esto paró en risa la función; y habiéndose instruido los concurrentes del motivo de ella, quedaron pasmados de lo que sabía el niño Gerundio, y todos dijeron a su padre que le diese estudios, porque sin duda había de ser obispo.




ArribaAbajoCapítulo VII

Estudia gramática con un dómine que, por lo que toca al entendimiento, no se podía casar sin dispensación con el cojo de Villaornate


En eso estaba ya Antón Zotes; pero toda la duda era si le había de enviar a Villagarcía, o a cierto lugar no distante de Campazas, donde había un dómine que tenía aturdida toda la tierra, y muchos decían que era mayor latino que el famoso Taranilla. Pero la tía Catanla se puso como una furia, diciendo que primero se había de echar en un pozo que permitir que su hijo fuese a Villagarcía a que se le matasen los teatinos; porque su marido toadía tenía las señales de una güelta de azotes que le habían dado en junta de generales, sólo porque de cuando en cuando bebía dos o tres azumbres de vino más de las que llevaba su estógamo, y porque se iba a divertir con las mozas del lugar, que todas eran niñerías y cosas que las hacen los mozos más honrados, sin que pierdan por eso casamiento ni dejen de cumplir honradamente con la perroquia, como cualquiera cristiano viejo. Con esto, por contentarla, se determinó finalmente que el muchacho fuese a estudiar con el dómine; y más, que Antón Zotes afirmaba con juramento que sólo él había construido la elegante dedicatoria de su hermano el gimnasiarca, sin errar punto: cosa que no habían hecho los mayores moralistas de todo el Páramo, ni ninguno de cuantos religiosos doctos se habían hospedado en su casa, aunque algunos de ellos habían sido definidores.

2. Luego, pues, que llegó San Lucas, el mismo Antón llevó a su hijo a presentársele y a recomendársele al dómine. Era éste un hombre alto, derecho, seco, cejijunto y populoso; de ojos hundidos, nariz adunca y prolongada, barba negra, voz sonora, grave, pausada y ponderativa; furioso tabaquista, y perpetuamente aforrado en un tabardo talar de paño pardo, con uno entre becoquín y casquete de cuero rayado, que en su primitiva fundación había sido negro, pero ya era del mismo color que el tabardo. Su conversación era taraceada de latín y romance, citando a cada paso dichos, sentencias, hemistiquios y versos enteros de poetas, oradores, historiadores y gramáticos latinos antiguos y modernos, para apoyar cualquiera friolera. Díjole Antón Zotes que aquel muchacho era hijo suyo, y que, como padre, quería darle la mejor crianza que pudiese.

-Optime enim vero -le interrumpió luego el dómine-, ésa es la primera obligación de los padres, maxime cuando Dios les ha dado bastantes conveniencias. Díjolo Plutarco: Nil antiquius, nil parentibus sanctius, quam ut filiorum curam habeant: iis praesertim quos Pluto non omnino insalutatos reliquit.

Añadió Antón Zotes que él había estudiado también su poco de gramática, y quería que su hijo la estudiase.

-Qualis pater, talis filius -le replicó el preceptor-, aunque mejor lo dijo el otro, hablando de las madres y de las hijas:


De meretrice puta, quod sit semper filia puta.
Nam sequitur leviter filia matris iter.

Lo que ya vuestra merced ve cuán fácilmente se puede acomodar a los hijos respecto de los padres; y obiter sepa vuestra merced que a éstos llamamos nosotros versos leoninos; porque así como el león (animal rugibile le define el filósofo), cuando enrosca la cola, viene a caer la extremidad de ella (cauda caudae, cola de la cola la llamé yo en una dedicatoria a la ciudad de León) sobre la mitad del cuerpo o de la espalda de la rugible fiera; así la cola del verso, que es la última palabra, como que se enrosca y viene a caer sobre la mitad del mismo verso. Nótelo vuestra merced en el hexámetro, puta-puta clavado; después en el pentámetro, iter-leviter, de quien iter es eco. Porque, aunque un moderno (quos neotericos dicimus cultissimi latinorum) quiera decir que esto de los ecos es invención pueril, ridícula y de ayer acá, pace tanti viri, le diré yo en sus mismas barbas que ya en tiempo de Marcial era muy usado entre los griegos, juxta illud: Nusquam Graecula quod recantat echo. Y si fuera menester citar a Aristóteles, a Eurípides, a Calímaco y aun al mismo Gauradas, que no porque sea un poeta poco conocido deja de tener más de dos mil años de antigüedad, yo le haría ver luce meridiana clarius, si era o no era invención moderna esto de los ecos; y luego le preguntaría si era verisímil que inventase una cosa pueril y ridícula un hombre que se llamaba Gauradas. O furor! O insania maledicendi!

3. -Pues, señor -prosiguió Antón Zotes-, este niño muestra mucha viveza, aunque no tiene más que diez años...

-Aetas humanioribus litteris aptissima -interrumpió el pedante-, como dijo Justo Lipsio, y aun con mayor elegancia en otra parte: decennis Romanae linguae elementis maturatus. Porque si bien es verdad que de esa y aun de menor edad se han visto en el mundo algunos niños que ya eran perfectos gramáticos, retóricos y poetas (quos videre sis apud Anium Viterbiensem de Praecocibus mentis partubus); pero ésos se llaman con razón monstruos de la Naturaleza: monstrum, horrendum, ingens. Y Quinto Horacio Flaco (quem Lyricorum Antistitem extitisse, mortalium nemo iverit infitias) no gustaba de esos frutos anticipados, pareciéndole que casi siempre se malograban; y así solemne erat illi dicere: odi puero praecoces fructus.

-Y el cojo de Villaornate, que fue su maestro... -iba a proseguir el buen Antón.

-Tenga vuestra merced -le cortó el enlatinizado dómine-. Siste gradum, viator. ¿El cojo de Villaornate fue maestro de este niño?

-Sí, señor -respondió el padre.

-O fortunate nate! -exclamó el eruditísimo preceptor-. ¡Oh niño mil veces afortunado! Muchos cojos famosos celebró la antigüedad, como lo habrá leído vuestra merced en el curiosísimo tratado De claudis non claudicantibus, de los cojos que no cojearon, tomando el presente por el pretérito, según aquella figura retórica praesens pro praeterito, a quien nosotros llamamos enálage: tratado que compuso un preboste de los mercaderes de León de Francia, llamado monsieur Pericón, porque, sépalo usted de paso, en Francia hasta los pericones son monsieures y pueden ser prebostes. Imo potius, sin recurrir a tiempos antiguos, novissimis his temporibus, en nuestros días hubo en la misma Francia un celebérrimo cojo, llamado Gil Menage, que aunque no fue cojo natura sua, al fin, sea como se fuese, él fue cojo real y verdadero, esto es, cojo realiter, et a parte rei, como se explica con elegancia el filósofo; y no obstante de ser cojo, él era hombre sapientísimo: Sapientissimus claudorum quotquot fuerunt, et erunt, que dijo doctamente Plinio el Mozo. Pero, meo videri, en mi pobre juicio todos los cojos antiguos y modernos fueron cojos de teta respecto del cojo de Villaornate; hablo intra suos limites, en su línea de maestro de niños, y por eso dije que este niño había sido mil veces afortunado en tener al maestro: O fortunate nate!

4. -No lo es menos -prosiguió Antón Zotes- en que vuestra merced lo sea suyo.

-Non laudes hominem in vita sua; lauda post mortem -dijo mesurado el dómine-. Son palabras del Espíritu Santo, pero mejor lo dijo el profano:


Post fatum laudare decet, dum gloria certa.

-Señor preceptor, ¿mejor que el Espíritu Santo? -le preguntó Antón Zotes.

-Pues, ¡qué! ¿Ahora se escandaliza vuestra merced de eso? ¿Cuántas veces lo habrá oído en esos púlpitos a predicadores que se pierden de vista? «Así el Profeta Rey, así Jeremías, así Pablo, pero yo de otra manera». Eso, ¿qué quiere decir, sino: «pero yo lo diré mejor»? Praeter quam quod, yo no digo que el dicho sea mejor, sino que está mejor dicho, porque las palabras de la Sagrada Escritura son poco a propósito para confirmar las reglas de la gramática: Verba Sacrae Scripturae grammaticis exemplis confirmandis parum sunt idonea.

-Eso ya lo leí yo en no sé qué libro, cuando estudiaba en Villagarcía -replicó el buen Antón-, y cierto que no dejó de escandalizarme.

-A ése llaman los teólogos -dijo el dómine- scandalum pusillorum, escándalo de los parvulillos; y aunque dicen que no debe despreciarse, y en este particular me parece que llevan razón; pero también dicen ellos otras mil cosas harto despreciables, por más que ellos las digan.

5. -Yo no me meto en esas honduras -respondió el bonazo de Antón Zotes-, y lo que suplico a vuestra merced es que me cuide de este muchacho, que yo cuidaré de agradecérselo, y que le mire como si fuera padre suyo.

-Prima magistrorum obligatio -respondió el dómine- quos discipulis parentum loco esse decet, dijo a este intento Salustio. «Es la primera obligación del maestro tratar a los discípulos como hijos, porque ellos están en lugar de padres». Y dime, hijo -le preguntó al niño Gerundio, mirándole entre recto y cariñoso-, ¿has estudiado algunos cánones gramaticales?

-No, señor -respondió el chico prontamente-, los cañones que yo traigo no son grajales, que son plumas de pato que mi madre se las quitó a un pato grande que tenemos en casa. ¿No es así, padre?

Sonriose el preceptor de la viveza y de la intrepidez del muchacho, y le dijo:

-Non quaero a te hoc, no te pregunto eso; pregúntote si traes alguna talega.

-Señor, la talega era cuando andaba en sayas, pero después que me puso calzones, me la quitó señora madre.

-Non valeo a risu temperare -dijo el dómine.

Y en medio de su grande seriedad, soltó una carcajada, añadiendo:

-Ingenium errando probat, aun en los desaciertos muestra su viveza. Hijo, lo que te pregunto es si has estudiado algo del arte.

-¡Ah! Eso sí, señor; ya llegué hasta musa, ae.

-No has de decir así, querido, sino musa, musae.

-No, señor. No, señor; mi arte no dice musa, musae, sino musa, ae.

-Vaya, según eso, ¿has estudiado en el Arte de Nebrija?

-No, señor; en mi arte no está pintada ninguna lagartija, sino un león muy guapo. Mírele usté.

Y enseñole el león, emblema o insignia de la oficina; que está en la llana del frontis.

6. No dejaron de caer en gracia a la rectísima severidad del preceptor las candideces de Gerundico, pero volviéndose al padre, le dijo en tono ponderativo:

-Ecce tibi sebosus. Ve aquí uno de los errores tan crasos como velas de sebo, que yo noto en este arte de Nebrija o de la Cerda, de que usan los padres de la Compañía, con quienes también estudié yo. Es cierto que son varones sapientísimos, pero son hombres, y hominum est errare: son agudos, son buenos ingenios y muy despiertos, pero muy despierto y muy bueno fue el ingenio de Homero, y con todo eso quandoque bonus dormitat Homerus. Lo primero, comenzar la gramática por musa, musae es comenzar por donde se ha de acabar: coepisti qua finis erat, porque las musas, esto es, la poesía, es lo último que se ha de enseñar a los muchachos, después de la retórica. Argumento es éste que le he puesto a muchos jesuitas, clarísimos varones, y ninguno ha sabido responderme. Pero, ¿qué me habían de responder, si no tiene respuesta? Deinde, en la impresión de muchos Artes, en lugar de poner: nominativo: musa; genitivo: musae; dativo: musae; acusativo: musam, todo a la larga y por extenso, por ahorrar papel lo ponen en abreviatura: nom.: musa; gen.: ae; dat.: ae; acus.: am. ¿Y qué sucede? O que los pobres chicos lo pronuncian así, quod video quam sit ridiculum; o que sea menester gastar tiempo malamente en enseñárselo a pronunciar; et nihil est tempore pretiosius. Pero donde se palpan ad oculum los inconvenientes de estas abreviaturas son en los Tesauros, ya sea de Salas, ya de Requejo. Va un niño a buscar un nombre, exempli causa: qué hay por madre; y en lugar de encontrar mater, matris, halla mater, tris. Quiere saber qué hay por enviar; y en vez de hallar mitto, mittis, encuentra mitto, is. Busca qué hay por camisa; y en lugar de subucula, subuculae, no lee más que subucula, ae. Antójasele, como al otro muchacho, escribir a su madre una carta latina, para darla a entender lo mucho que había aprovechado, en la cual la dice que la envía una camisa sucia para que se la lave, y encájala esta sarta de disparates: Mater tris, mitto is, subucula ae, ut lavo as. Quid tibi videtur? ¿Qué le parece a vuestra merced, señor Antón Zotes?

-¿Qué me ha de parecer? Que aunque había oído mil cosas de la estupendísima sabiduría de usted, y yo tenía alguna experiencia, pero habiéndole oído ahora, me he quedado aturdido; y en llegando a mi lugar, he de dar muchas gracias a la mi Catanla, porque me quitó de la cabeza el unviar al mi Gerundio a Villagarcía; pues, dempués de Dios, a ella se le debe el que m'hijo mereza tener tan doctísimo maestro.

Con esto se despidió del preceptor, dejó a su hijo en una posada y se restituyó a Campazas, donde luego que llegó dijo a su mujer y al cura, que le estaban esperando a la puerta de la calle, que si Gerundico había tenido fortuna en topar con el cojo de Villaornate, más enfortunado había sido entoadía en dar con un maestro como el dómine con quien le dejaba, porque era un latino de todos los diantres, y que todos los teatinos de Villagarcía juntos no llegaban al zancajo de su sabiduría.

-Déjelo, señor; aquello era Gabilonia: más de una hora estuvimos palrando mano a mano, y a cada palabra que yo le decía, luego me sacaba un rimero de textos en latín, que no parecía sino que los traía en el balsopeto de una enguarina muy larga que tenía puesta. Por fin y por postre, el cojo de Villaornate bien puede ser el tuáutem de los maestros de escuela; pero en linia de preceptor, el dómine de Villamandos es el per omnia saecula saeculorum, y mientras Campos sea Campos no habrá quien le desquite.

7. Con efecto: el paralelo no podía ser más justo; porque si el cultísimo cojo tenía una innata propensión a todo lo extravagante en orden a la ortografía y a la propiedad de la lengua castellana, el latinísimo dómine no podía tener gusto más estrafalario en todo lo que tocaba a la latinidad, comenzando por la ortografía latina y acabando por la poesía. A la verdad, él entendía medianamente los autores, y había leído muchos; pero pagábase de lo peor, y sobre todo le caían más en gracia los que eran más retumbantes y más ininteligibles. Prefería la afectada pomposidad de Amiano y Plinio el Mozo a la grave majestad de Cicerón; la oscuridad y la dureza de Valerio Máximo a la dulce elegancia de Tito Livio; los entusiasmos de Estacio a la elevación sublime y juiciosa de Virgilio; decía que Marcial era insulso respecto de Catulo, y que todas las gracias del inimitable Horacio no merecían descalzar el menor de los chistes de Plauto. Los cortadillos de Séneca le daban grandísimo gusto; pero de quien estaba furiosamente enamorado era de aquel sonsonete, de aquel paloteado, de aquellos triquitraques del estilo de Casiodoro; y aunque no le había leído sino en las aprobaciones de los libros, se alampaba por leerlas, asegurado de que hallaría pocas que no estuviesen empedradas de sus cultísimos fragmentos; porque aprobación sin Casiodoro es lo mismo que sermón sin Agustino, y olla sin tocino.

8. Para él no había cosa como un libro que tuviese título sonoro, pomposo y altisonante, y más si era alegórico y estaba en él bien seguida la alegoría. Por eso hacía una suprema estimación de aquella famosa obra intitulada Pentacontarchus, sive quinquaginta militum ductor; stipendiis Ramirezii de Prado conductus, cujus auspiciis varia in omni Litterarum ditione monstra profligantur, abdita panduntur, latebrae ac tenebrae pervestigantur, et illustrantur. Quiere decir: «El Pentacontarco, esto es, el capitán de cincuenta soldados, a sueldo de Ramírez de Prado, con cuyo valor y auspicio se persiguen y se ahuyentan varios monstruos de todos los dominios de la literatura, se descubren cosas no conocidas, se penetran los senos más ocultos, y se ilustran las más densas tinieblas». Porque si bien es verdad que el título no puede ser más ridículo, y más cuando nos hallamos con que todo el negocio del señor Pentacontarco se reduce a impugnar cincuenta errores que al bueno de Ramírez de Prado le pareció haber encontrado en varias facultades, y no embargante de que a la tercera paletada se le cansó la alegoría; pues no sabemos que hasta ahora se hayan levantado regimientos ni compañías de soldados para salir a caza de monstruos ni de fieras, y mucho menos que sea incumbencia de la soldadesca examinar escondrijos ni quitar el oficio a los candiles, a cuyo cargo corre esto de desalojar las tinieblas; pero el bendito del dómine no reparaba en estas menudencias, y atronado con el estrepitoso sonido de Pentacontarco, capitán, soldados y estipendio, decía a sus discípulos que no se había inventado título de libro semejante, y que era el modo de bautizar las obras en culto y sonoroso. Por el mismo principio, le caía muy en gracia aquella parentación latina que se hizo en la muerte de cierto personaje llamado Fol de Cardona, varón pío y favorecido con muchos consuelos celestiales, a la cual se la puso este oportunísimo título: Follis spiritualis, vento consolatorio turgidus, acrophytio Sucrae Scripturae armatus, manuque Smaritani applicatus. Es decir, «Fuelle espiritual, hinchado con el viento de la consolación, aplicado al órgano de la Sagrada Escritura, siendo su entonador el Samaritano».

-¿Quién hasta ahora -decía el pedantísimo preceptor- ha excogitado cosa más discreta ni más elegante? Si alguna pudiera competirla, era el incomparable título de aquel elocuentísimo libro que se imprimió en Italia a fines del siglo pasado con esta armoniosa inscripción: Fratrum Roseae Crucis fama scancia redux, buccina jubilaei ultimi, Evae hyperboleae praenuntia, montium Europae cacumina suo clangore feriens, inter colles et valles Araba resonans («Fama recobrada de los hermanos de la Roja Cruz; Trompeta sonora del último jubileo, precursora de la hiperbólica Eva, cuyos ecos, hiriendo en las cumbres de los montes de Europa, retumban en los valles y en las concavidades de Arabia»). Esto es inventar y elevarse, que lo demás es arrastrar por el suelo. Y no que los preciados de críticos y de cultos han dado ahora en estilar unos títulos de libros tan sencillos, tan claros y tan naturales, que cualquiera vejezuela entenderá la materia de que se trata en la obra, a la primera ojeada, queriéndonos persuadir que así se debe hacer, que lo demás es pedantería, nombre sucio y malsonante -y al decir esto, se espiritaba de cólera el enfurecido dómine-. Por toda razón de un gusto tan ratero y tan vulgar, nos alegan que ni Cicerón, ni Tito Livio, ni Cornelio Nepote, ni algún otro autor de los del siglo de Augusto usaron jamás de títulos rumbosos, sino simples y naturales. Ciceronis Epistolae, Orationes Ciceronis, Cicero de Officiis, Historia Titi Livii, Annales Cornelii Taciti; y daca el siglo de Augusto, torna el siglo de Augusto, que nos tienen ensiglados y enaugustados los sesos, como si en todos los siglos no se hubieran estilado hombres de mal gusto y que cometieron muchos yerros, como lo dice expresamente la Iglesia en una oración que comienza: Deus qui errantibus, y acaba: per omnia saecula saeculorum. Digan Cicerón, Tito Livio y Tácito, y cien Tácitos, cien Titos Livios y cien Cicerones lo que quisieren, todo cuanto ellos hicieron no llega al carcañal de aquella estupendísima obra intitulada Amphitheatrum sapientiae aeternae, solius, verae, Christiano-Cabalisticum, Divino-Magicum, necnon Physico-Chymicum, Tertriunum-Catholicum; instructore Henrico Cunrath («Anfiteatro de la sabiduría eterna, única, verdadera, cristiano-cabalístico, divino-mágico, físico-químico, unitrino-católico, construido o fabricado por Enrico Conrath»). Que me den en toda la antigüedad, aunque entre en ella su siglo de Augusto, cosa que se le parezca. Dejo a un lado aquella oportunidad de adjetivos encadenados, cada cual con su esdrújulo corriente, que son comprehensivos de todas las materias tratadas en el discurso de la obra. Después de haberla llamado a ésta Anfiteatro, ¿qué cosa más aguda, ni más oportuna, ni más al caso que decir construido, fabricado, y no escrito ni compuesto por Enrique Conrath, siguiendo la alegoría hasta la última boqueada? Si éste no es primor, que me quiten a mí el crisma de la verdadera latinidad.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Sale Gerundio de la escuela del dómine, hecho un horroroso latino


Después de haberse echado el preceptor a sí mismo tan terrible maldición que, si por nuestros pecados le hubiera comprehendido, quedaría la latinidad preceptoril defraudada de uno de sus más ridículos ornamentos, pasaba a instruir a sus discípulos de las buenas partes de que se compone un libro latino.

-Después del título del libro -los decía-, se siguen los títulos o los dictados del autor; y así como la estruendosa, magnífica e intrincada retumbancia del título excita naturalmente la curiosidad de los lectores, así los dictados, títulos y empleos del autor dan desde luego a conocer a todo el mundo el mérito de la obra. Porque claro está que viendo un libro compuesto por un maestro de teología, un catedrático de prima, y más si es del gremio y claustro de alguna universidad, por un abad, por un prior, por un definidor; pues, ¿qué, si se le añade un ex a muchos de sus dictados, como ex definidor, ex provincial, etc., y se le junta que es teólogo de la Nunciatura, de la Junta de la Concepción, consultor de la Suprema, predicador de su Majestad de los del número; sobre todo, si en los títulos se leen media docena de protos, con algunos pocos de archis, como protomédico, protofilomatemático, protoquímico, archihistoriógrafo? De contado es una grandísima recomendación de la obra; y cualquiera que tenga el entendimiento bien puesto y el juicio en su lugar, no ha menester más para creer que un autor tan condecorado no puede producir cosa que no sea exquisita, y entra a leer el libro con un conceptazo de la sabiduría del autor que le aturrulla. Bien hayan nuestros españoles, y también los alemanes, que en eso dan buen ejemplo a la República de las Letras. Aunque no impriman más que un folleto, sea en latín, sea en romance, un sermoncete, una oracioncilla, y tal vez una mera consulta moral, ponen en el frontis todo lo que son y todo lo que fueron, y aun todo lo que pudieron ser, para que el lector no se equivoque y sepa quién es el sujeto que le habla: que no es menos que un lector jubilado, un secretario general, un visitador, un provincial y uno que estuvo consultado para obispo. Así debe ser; pues sobre lo que esto cede en recomendación de la obra, se adelanta una ventaja que pocos han reflexionado dignamente. Hoy se usan en todas partes Bibliotecas de los escritores de todas las naciones, en que a lo menos es menester expresar la patria, la edad, los empleos y las obras que dio a luz cada escritor de quien se trata. Pues con esta moda de poner el escritor todos sus dictados, y más si tienen cuidado de declarar la patria donde nacieron, como loablemente lo practican muchos por no defraudarla de esa gloria, diciendo: N. N. Generosus Valentinus, Nobilis Cesaraugustanus, clarissimus Cordubensis, et reliqua; ahorran al pobre bibliotequista mucho trabajo, pesquisas y dinero, porque en abriendo cualquiera obra del escritor, halla su vida escrita por él mismo, ante todas cosas.

2. »Y aun por eso, no sólo no condeno, sino que alabo muchísimo a ciertos escritores modernos que, si se ofrece buena ocasión, se dejan caer en alguna obrilla suya la noticia de las demás obras que antes dieron a luz, ya para que allí las encuentre juntas el curioso, y ya para que algún malsín no les prohíje partos que no son suyos, pues por la diversidad del estilo se puede sacar concluyentemente la suposición del hijo espurio. Por este importantísimo motivo se vio precisado a dar individual noticia de todas o casi todas las producciones con que hasta allí había enriquecido a la República Literaria cierto escritor neotérico, culto, terso, aliñado y exactísimo ortográfico hasta la prolijidad y hasta el escrúpulo. Un autor columbino y serpentino, que todo lo juntaba, pues decía él mismo que se llamaba Fr. Columbo Serpiente, dio a luz un papelón, que se intitulaba Derrota de los alanos, contra el doctísimo, el elocuentísimo y el modestísimo maestro Soto Marne; pues no porque el Rey y el Consejo sean de parecer contrario y le hubiesen negado la licencia de escribir o de imprimir contra ese pobre hombre del maestro Feijoo, nos quitan a los demás la libertad de juzgar lo que nos pareciere. Sospechose y díjose en cierta comunidad que el autor del tal derrotado o derrotador papel era Fulano. Ya se ve, ¡qué injuria más atroz que esta sospecha! ¡Ni qué agravio más público que el discurso de cuatro amigos en la celda de un convento! Monta en cólera el irritadísimo doctor, enristra la pluma y escribe una carta dirigida a cierto hermano suyo, que era casi lector en aquella comunidad; dala a la estampa y espárcela por España, para que venga a noticia de todos su agravio, que sin duda era grandísimo. Y después de haber tratado a la tal Derrota como merecía, llamándola «derrota de la conciencia i la urbanidad, derrota de la lengua castellana, derrota de la erudición, derrota d'el gracejo, derrota d'el método, derrota de la ortografía, i derrota al fin de todas las derrotas que toman las nobles plumas en el mar de la crítica y de las letras», añade: «Nada hay en ella que pueda llamarse cosa mía. Ni locución, ni frase, ni contextura, ni transiciones, ni el modo de traer las noticias, ni la falta de aliño, ni la impropiedad de las voces, ni la grosería d'el dicterio, ni lo ramplón de unos apodos i la improporción de otros; i para decirlo de una vez, ni aquella falta de aire subtilísimo que da en los escritos a conocer sus auctores, i no lo perciben más que los entendimientos bien abiertos de poros». Que es lo mismo que decir: Hermano, si tus frailes no fueran tan cerrados de poros, o no tuvieran el entendimiento constipado, a mil leguas olerían que no era ni podía ser obra mía esa derrota; porque en todas mis obras la locución es tersa, la frase culta, la contextura natural, las transiciones ni de encaje, el modo de traer las noticias, ni aunque vinieran en silla de manos; las voces propiísimas, los dicterios delicados, los apodos no ramplones, sino con más de cuatro dedos de tacón. Aunque no fuera más que por la ortografía, cualquiera que no estuviese arromadizado podría oler que si fuera cosa mía la Derrota, no permitiría que se imprimiese como se imprimió, aunque supiera quedarme sin borla. ¡Permitir yo que se escribiese la conjunción con la y griega y no con i latina! ¡Tolerar que en mis obras se estampase de el padre, de la agua, de ayer acá, y no con el apóstrofe, que las da tanta sal y tanto chiste, escribiendo d'ayer acá, de l'agua, d'el padre! Vaya, que es falta de criterio y no tener olfato para percibir «aquel aire subtilísimo que da en los escritos a conocer sus auctores»; y el que no conociere que mis escritos están llenos de este aire, no vale para podenco; declárole por mastín.

3. »Prueba perentoria de cuanto digo sean mis producciones». Ahora entra lo que antes os decía -continuaba el dómine hablando con sus discípulos- del cuidado que tienen los escritores de mejor nota, no sólo de autorizar sus obras con todos sus dictados, sino de dejarse caer en alguna de ellas la importante noticia de todas las que las han precedido. Y no hablando de las latinas, que a la sazón cuando se escribió dicha carta se sabe que serían como media docena de arengas y otra tanta porción de dedicatorias: «De las españolas en prosa i verso -prosigue nuestro autor- unas guardan clausura en el retiro de mi celda.... otras andan como vergonzantes, embozadas siempre con los retazos de un acertijo, cuyo ribete es un anagrama; otras, en fin, llevan todo el tren de mis nombres i apellidos, campanillas i cascabeles». Y habéis de saber, hijos -interrumpía aquí el socarrón del dómine- que en esto de cascabeles son muchos los que los tienen. «D'este calibre son (esto es, del calibre de los cascabeles) la aprobación que dí a un sermón del padre M..., la que hice al sermón de..., la que está en el libro de las fiestas de..., una oración que pronuncié en el capítulo de mi orden, otra que dije en las exequias de..., el libro de las fiestas de... ¡Y qué sé yo qué más!» Veis aquí una noticia curiosa, individual y menuda de unas obras de grandísima importancia, que cualquiera autor que mañana quiera proseguir la Bibliotheca Hispana de don Nicolás Antonio, las encuentra a mano en esta carta, y por lo menos hasta el año de 1750 sabe puntualmente todas las obras que dio a luz nuestro gravísimo escritor, «con sus nombres, apellidos, campanillas y cascabeles».

4. »Yo bien sé que algunos críticos modernos hacen gran burla de esta moda, tratándola de charlatanería y de titulomanía, con otras voces disonantes y piarum aurium ofensivas, pretendiendo que es una vana ostentación, y muy impertinente, para dar recomendación a la obra; pues dicen que ésta no se hace recomendable por los dictados del autor, sino por lo bien o mal dictada que esté ella. Tráennos el ejemplar de los franceses y de los italianos, que por lo común nunca ponen más que el nombre, el apellido y, a lo más, la profesión del autor, aun en las obras más célebres y de más largo aliento (gústame mucho esta frase), como: Historia romana, por Monsieur Rollin; Mabillon, Benedictino, de la Congregación de San Mauro, De Re Diplomatica; Historia eclesiástica, por el Abad Fleury; Specimen Orientalis Ecclesiae, Authore Joanne Bapt. Salerno, Societatis Jesu. Y aun nos quieren también decir que los títulos, así magníficos como ridículos, que han tomado algunas academias, especialmente de Italia, no son más que una graciosa sátira con que se ríen de los títulos con que salen a la luz pública algunos autores fantasmas, y que por eso unas academias se llaman de los Seráficos, de los Elevados, de los Inflamados, de los Olímpicos, de los Parténicos, de los Entronizados; y otras, por el contrario, de los Oscuros, de los Infecundos, de los Obstinados, de los Ofuscados, de los Ociosos, de los Somnolientos, de los Inhábiles, de los Fantásticos. Pero digan lo que quisieren estos desenterradores de las costumbres, usos y ritos más loables, y estos grandísimos bufones y burladores de las cosas más serias, más establecidas y más generalmente recibidas de hombres graves, doctos y píos, yo siempre me tiraré a un libro cuyo autor salga con la comitiva de una docena de dictados que acrediten bien sus estudios y su literatura, antes que a otro cuyo autor parece que sale al teatro en carnes vivas, y que no tiene siquiera un trapo con que cubrir su desnudez. Esto parece que es escribir en el estado de la inocencia, y ya no estamos en ese estado. Obras de Fr. Luis de Granada, del Orden de Predicadores. ¡Miren qué insulsez! ¿Y qué sabemos quién fue ese fray Luis? Obras del P. Luis de la Puente, de la Compañía de Jesús. ¡Otro que tal! ¿Y por dónde nos consta que este padre no fue por ahí algún granjero o procurador de alguna cabaña?

5. »Y ya que viene a cuento y hablamos de esta religión, es cierto que en todo lo demás la venero mucho, pero en esto de los títulos de los libros y de los autores, no deja de enfadarme un poco; aquéllos por lo común son llanos y sencillos, y éstos por lo regular salen a la calle poco menos que en cueros: su nombre, su apellido, su profesión; y tal cual, su patria, por no confundirse con otros del mismo nombre y apellido, y santas pascuas. No parece sino que los autores más graves, los de primera magnitud, hacen estudio particular de intitular sus libros como si fueran por ahí la Vida del Lazarillo de Tormes, y de presentarse ellos como pudiera un pobre lego pelón. De Religione, Tomus primus, Authore Francisco Suárez, Granatensi, Societatis Jesu. De Concordia Gratiae, et liberi arbitrii, Authore Ludovico de Molina, Soc. Jesu. De Controversiis, Tom. I, Authore Roberto Belarmino, Soc. Jesu. Y si alguno de éstos añade presbítero, ya le parece que no hay más que decir. No alabo esta moda, o acaso esta manía; y por más que me quieran decir que es modestia, juicio, cordura, religiosidad, y aun en cierta manera mayor autoridad y gravedad, no me lo persuadirán cuantos aran y cavan, que parece son los oradores más persuasivos que se han descubierto hasta ahora. Y si no, díganme, ¿dejan de ser modestos, cuerdos, religiosos y graves aquellos autores jesuitas (no son muchos) que ponen a sus obras títulos magníficos y sonorosos, como Theopompus, Ars magna lucis et umbrae, Pharus scientiarum, etc. ¿Y los otros que no dejan de decir si son o fueron maestros de teología y en dónde, doctores, catedráticos, rectores? Díganme más, ¿no vemos que hasta los reyes ponen todos sus títulos, dictados y señoríos en sus reales provisiones, para darlas mayor autoridad, y que lo mismo hacen los arzobispos, obispos, provisores y cuantos tienen algo que poner, aunque sean títulos in partibus o del calendario, que dan señoría simple sin carga de residencia? Sólo el Papa se contenta con decir Benedictus XIV, Servus Servorum Dei, y acabose la comisión; pero ésa es humildad de la cabeza de la Iglesia, que no hace consecuencia para los demás y no debe traerse a colación.

Estas últimas razones, aunque tan ridículas, hacían grandísima fuerza a nuestro insigne preceptor; y procuraba imprimírselas bien en la memoria a sus muchachos, para que supiesen qué libros habían de escoger y de estimar.

6. De los títulos, así de las obras como de los autores, pasaba a las dedicatorias. En primer lugar, ponderaba mucho la utilísima y urbanísima invención del primero que introdujo en el orbe literario este género de obsequios; pues, sobre que tal vez un pobre autor que no tiene otras rentas que su pluma gana de comer honradamente por su medio tan lícito y honesto, logra con esto la ocasión de alabar a cuatro amigos y de cortejar a media docena de poderosos, los cuales, si no fueren en la realidad lo que se dice en las dedicatorias que son, a lo menos sabrán lo que debieran ser. En segundo lugar, se irritaba furiosamente contra el autor de las Observaciones halenses, y contraalgunos otros pocos de su mismo estambre, que, con poco temor de Dios y sin miramiento por su alma, dicen con grande satisfacción que esto de dedicar libros es especie de petardear, o a lo menos de mendigar: Dedicatio librorum est species mendicandi.

-Y aún no sé quién de ellos se adelanta a proferir que el primer inventor de las dedicatorias fue un fraile mendicante. ¡Blasfemia! ¡Malignidad! ¡Ignorancia supinísima! Pues, ¿no sabemos que Cicerón dedicaba sus obras a sus parientes y a sus amigos? ¿Y Cicerón fue fraile mendicante? ¿No sabemos que Virgilio dedicó, o a lo menos pensó dedicar, su Eneida a Augusto? ¿Y fue fraile mendicante Publio Virgilio Marón? Finalmente, ¿no saben hasta los autores malabares que Horacio dedicó a Mecenas todo cuanto escribió, y que de ahí vino a llamarse mecenas cualquiera a quien se dedica una obra, aunque por su alcurnia y por el nombre de pila se llame Pedro Fernández? ¿Y no me dirán de qué religión fue fraile mendicante el reverendísimo padre maestro fray Quinto Horacio Flaco? Así que, hijos míos, este uso de las dedicatorias es antiquísimo y muy loable; y no sólo le han usado los autores pordioseros y mendicantes, como dicen estos bufones, sino los papas, los emperadores y los reyes: pues vemos que San Gregorio el Grande dedicó el libro de sus Morales a San Leandro, arzobispo de Sevilla; Carlomagno compuso un tratado contra cierto conciliábulo que se celebró en Grecia para desterrar las santas imágenes, y le dedicó a su secretario Enginardo; y Enrique VIII, rey de Inglaterra, dedicó al Papa y a la Iglesia Católica, de quien después se separó, el libro que escribió en defensa de la fe contra Lutero.

7. -Y, señor dómine -le preguntó uno de los estudiantes-, ¿cómo se hacen las dedicatorias?

-Con la mayor facilidad del mundo -respondió el preceptor-, diga lo que dijere cierto semiautorcillo moderno, que se anda traduciendo libretes franceses, y quiere parecer persona, sólo porque hace con el francés lo que cualquiera medianistilla con el latín; siendo así que hasta ahora no hemos visto de su pegujal más que una miserable aclamación del reino de Navarra en la coronación de nuestro rey Fernando el VI (a quien Dios inmortalice), por señas que la sacudió bravamente el polvo un papel que salió luego contra ella, intitulado Colirio para los cortos de vista; el cual, aunque muchísimos dijeron que no tocaba a la obrilla en el pelo de la ropa, y que en suma se reducía a reimprimirla en pedazos, añadiendo a cada trozo una buena rociada de desvergüenzas a metralla contra el autor y contra los que éste alababa; y aunque también es verdad que inmediatamente le prohibió la Inquisición; pero, en fin, el tal papel ponía de vuelta y media, y más negro que su sotana, al susodicho autorcillo. Éste, pues, en cierta dedicatoria que acaba de hacer a un gran ministro, nos quiere persuadir, sólo porque a él se le antoja, que «no hay en todo el país de la elocuencia provincia más ardua que la de una dedicatoria bien hecha».

8. »Yo digo que no la hay más fácil, como se quiera tomar el verdadero gusto y el verdadero aire de las dedicatorias. Porque, lo primero, se busca media docena de substantivos y adjetivos sonoros y metafóricos (y si fuere una docena, tanto mejor), los cuales se han de poner en el frontis del libro, de las conclusiones o de la estampa de papel (porque hasta éstas se dedican) antes del nombre y apellido del mecenas, que sean apropiados y vengan como de molde a su carácter y empleos. Por ejemplo, si la dedicatoria es latina y se dirige a un señor obispo, el sobreescrito, la dirección o el epígrafe ha de ser a este modo: Sapientiae Oceano, Virtutum omnium Abysso, Charismatum Encyclopaediae, Prudentiae Miraculo, Charitatis Portento, Miserationum Thaumaturgo, Spiranti Polyanteae, Bibliothecae Deambulanti, Ecclesiae Tytani, Infularum Mytrae, Hesperiaeque totius fulgentissimo Phosphoros Illmo. Dño. Domino meo D. Fulano de Tal. Si la obra se dedica a una santa imagen, como si dijéramos a Nuestra Señora de la Soledad o de los Dolores, hay mil cosas buenas de que echar mano, como: MariAmaro, Soli Bis-Soli, Orbis Orbatae Parenti, Ancillae Liberrimae absque Libero, Theotoco sine filio, Confictae non ficte, Puerperae, inquam, diris mucronibus confossae sub Iconico Archetypo de tal y tal. Pero si la dedicatoria fuere de algún libro romancista y se dirigiere a un militar, aunque no sea más que capitán de caballos, entonces se ha de ir por otro rumbo, y ante todas cosas se ha de decir: Al Jerjes español, al Alejandro andaluz, al César bético, al Ciro del Genil, al Tamborlán europeo, al Kauli-Kan cismontano, al Marte no fabuloso, a D. Fulano de Tal, Capitán de Caballos Ligeros, del Regimiento de Tal. Y no encajar el nombre y el apellido del mecenas de topetón, como lo estilan ahora los ridículos modernos, diciendo a secas: A D. Fulano de Tal; A mi señora doña Citana de Tal; A la excma. señora duquesa de Cual;que no parece sino sobreescrito de carta que ha de ir por el correo.

9. »Dedicatoria he visto yo muy ponderada por algunos ignorantes y boquirrubios, dirigida al mismo rey de España, la cual sólo decía en el frontis: AL REY, con letras gordas iniciales, sin más principios, ni postres, caireles, ni campanillas. No puedo ponderar cuánto me estomacó, moviéndome una náusea, que aun ahora mismo me está causando arcadas y bascas. ¡Al Rey! Pero, ¿a qué rey, majadero? Pues no sabemos si es a alguno de los reyes magos, al rey Perico o al rey que rabió. ¡Al Rey! ¿Puede haber mayor llaneza? Como si dijéramos, a Juan Fernández, o a Perico el de los Palotes. ¡Al Rey! Dime, insolente, desvergonzado y atrevido, ¿es al rey de bastos, o al de copas? Nos quieren embocar los críticos y los cultos que éste es mayor respeto, mayor veneración y también más profundo rendimiento, como que ningún español puede ni debe entender por el nombre antonomástico de rey a otro que al rey de España, y como que lo mismo debieran entender todas las demás naciones, puesto que no hay rey en el mundo descubierto que tenga tan dilatados dominios como nuestro Católico Monarca, ni con algunos millares de leguas de diferencia. ¡Bagatelas y más bagatelas! Por lo mismo, era muy puesto en razón que antes de llegar a su augusto nombre, se le diera a conocer por lo menos con unos cincuenta dictados o inscripciones alegóricas, que fuesen poco a poco conciliando la expectación y el asombro, los cuales pudieran ser como si dijéramos de esta manera: Al poderoso Emperador de dos mundos, al Émulo del Sol, Febo sublunar en lo que domina, como el celeste en lo que alumbra, al Archimonarca de la Tierra; y después para dar a entender sus reales virtudes personales, añadir: Al Depósito real de la Clemencia, al coronado Archivo de la Justicia, al sacro augusto Tesoro de la Piedad, al Escudo imperial de la Religión, al pacífico, al benéfico, al magnético, al Católico Rey de las Españas, Fernando el Sexto, Pío, Feliz, siempre Augusto, Rey de Castilla, de León, de Navarra, de Aragón, etc., y ir prosiguiendo hasta el último de sus reales dictados. Lo demás es tratar al rey como se pudiera a un hidalgo de polaina, y sacarle tan sólo al teatro del papel, como si fuera uno de aquellos reyes antiguos que se andaban por esos campos de Dios pastoreando ovejas, y ellos mismos llevaban los bueyes a beber en su propia real persona.

10. »Después, tampoco me gusta que se comience a hablar con el rey espetándole un Señor tan tieso como un garrote, que ya no falta más sino que añadan un Señor mío, como si fuera carta de oficio de algún ministro superior a otro subalterno. Nuestros antepasados eran hombres más respetuosos y verdaderamente circunspectísimos, pues nunca hablaban con el rey sin que comenzasen de esta manera: «Sacra, católica, real Majestad...», cosa que llenaba la boca de veneración, y de contado se tenía ya hecho un pie majestuoso para un romance heroico, al modo de las coplas de Juan de Mena. He oído que esta moda de tratar al rey, llamándole Señor a secas, nos la han pegado también los franceses, como otras mil y quinientas cosas más, por cuanto ellos, cuando hablan con su Rey Cristianísimo, le encajan un Sire, in puris naturalibus; y vamos adelante. ¡Válgate Dios por franceses, y qué contagiosos que sois! Con que si a ellos se les antojara llamar Sirena a la reina, ¿también nosotros se lo llamaríamos corrientemente a la nuestra? ¡Y cierto que quedaría su Majestad muy lisonjeada! Ellos tratan de Madama a la suya; y en verdad que si a algún español se le antojara tratar así a la reina nuestra señora, no le arrendaría yo la ganancia, salvo que fuese por ahí algún lego o algún lego de éstos que son santos y simples adredemente; que ésos tienen licencia para tutear al mismo Papa, pues ahí está toda la gracia de su santidad. Por tanto, hijos míos, lo dicho dicho, y tomad bien de memoria estas importantísimas lecciones.

11. »Nunca imprimáis cosa alguna, aunque sean unos tristes Cuodlibetos, sin vuestra dedicatoria al canto, que en eso no vais a perder nada, y de contado mal será que no ahorréis por lo menos el coste de la impresión; pues no todos los mecenas han de ser como aquel conchudo Papa (Dios me lo perdone) León X, a quien un famoso alquimista dedicó un importantísimo libro en que, como él mismo aseguraba, se contenían los más recónditos arcanos de la crisopeya, esto es, un modo facilísimo de convertir en oro todo el hierro y todos los metales del mundo; y el bueno del Pontífice (perdónemelo Dios) por todo agradecimiento le regaló con un carro de talegos, para que recogiese en ellos el oro que pensaba hacer: cosa de que se rieron mucho los mal intencionados, pero los eruditos y verdaderamente literatos la tuvieron por mezquindad y la lloraron con lágrimas de indignación. Resuelta vuestra dedicatoria, atacadla bien de epígrafes alegóricos, simbólicos y altisonantes; y si fuere a alguna persona real, cuidado con tratarla como es razón, y que no salga en público sin su compañía de guardias de corps y sin su guardia de alabarderos, esto es, de epítetos bien galoneados y bien montados, precedidos de epígrafes a mostachos, que vayan abriendo calle.

12. »Y aunque ya va un poco larga la lección, por concluir en ella todo lo que toca a lo sustancial de las dedicatorias, quiero instruiros en otros dos puntos que son de la mayor importancia. Autores latinos hay tan romancistas, que cuando llegan a poner los verdaderos títulos que tienen los sujetos a quienes dedican sus obras, como duque de Tal, conde de Tal, marqués de Tal, señor de Tal, consejero de Tal, etc., los ponen en un latín tan llano, tan natural y tan ramplón, que le entenderá una demandadera, aunque no sepa leer ni escribir, sólo con oírle, pues dicen muy a la pata llana: Duci de Medinaceli; Comiti de Altamira; Marchioni de Astorga; Domino de los Cameros; Consiliario Regio, etcétera. ¡Cosa ridícula! Para eso más valiera decirlo como pudiera un maragato. ¡Cuánto más culto y más latino será decir: Coelico-Metimnensi Ductori-Satrapae; A Comitiis de Cacuminato-conspectu; Moenium Asturicensum a Markis; Lecti-Fabrorum Dynastae; A Penetralibus Regiis! Y si no lo entendieren los lectores, que aprendan otro oficio, porque ésa no es culpa del autor, el cual, cuando se pone a escribir en latín, no ha de gastar un latín que le entienda cualquiera reminimista.

13. »Otra cosa es cuando los títulos no son verdaderos y reales, sino puramente simbólicos o alegóricos, inventados por el ingenio del autor; que entonces, para que se penetre bien toda la gracia y toda la oportunidad de la invención, conviene mucho ponerlos llana y sencillamente. Explicareme con un ejemplo. El año de 1704, cierto autor alemán publicó una obra latina intitulada Geographia Sacra, seu Ecclesiastica («Geografía sagrada o eclesiástica»). Dedicola a los «tres únicos soberanos príncipes hereditarios en el cielo y en la tierra»: Tribus summis, atque unicis Principibus haereditariis in Coelo et in Terra; esto es, a Jesucristo, a Federico Augusto, príncipe electoral de Sajonia, y a Mauricio Guillermo, príncipe hereditario de las provincias de Saxe-Ceitz: Christo, nempe, Friderico Augusto, Principi Electorali Saxoniae, et Mauritio Wilhelmo, Provintiarum Saxo-Cizensium: haeredi. ¡Cosa grande! Pero, ¡aun todavía la habéis de oír mucho mayor! ¿Y qué títulos inventaría nuestro incomparable autor para explicar los Estados de que era príncipe hereditario Jesucristo? Atención, hijos míos, que acaso no leeréis en toda vuestra vida cosa más divina; y lo que es yo, si fuera el inventor de ella, no me trocaría por Aristóteles, ni por Platón.

14. »Llama, pues, a Jesucristo en latín claro y sencillo, como era razón que le usase en esta importante ocasión, Imperator coronatus coelestium Exercituum; electus Rex Sionis, semper Augustus; Christianae Ecclesiae Pontifex Maximus, et Archi-Episcopus Animarum; Elector Veritatis, Archi-Dux Gloriae; Dux Vitae; Princeps Pacis; Eques Portae inferni; Triumphator Mortis; Dominus haereditarius Gentium; Dominus Justitiae, et Patris Coelestis a Sanctioribus Consiliis, etc., etc., etc. Quiere decir, porque es importantísimo que ninguno se quede sin entenderlo: es Cristo «coronado Emperador de los Ejércitos Celestiales; electo Rey de Sión, siempre Augusto; Pontífice Máximo de la Iglesia Cristiana; Arzobispo de las Almas; Elector de la Verdad; Archiduque de la Gloria; Duque de la Vida; Príncipe de la Paz; Caballero de la Puerta del Infierno; Triunfador de la Muerte; Señor hereditario de las Gentes; Señor de la Justicia, y del Consejo de Estado y Gabinete del Rey su Padre Celestial». Y añadió el autor muy oportunamente tres etc., etc., etc., para dar a entender que todavía le quedaban entre los deditos otros muchos títulos y dictados, y que de aquí a mañana los estaría escribiendo, si no bastaran los dichos, para que se conociese los que podía añadir. Muchachos, encomendad esto a la memoria, aprendedlo bien, tenedlo siempre en la uña; que se os ofrecerán mil ocasiones en que os pueda servir de modelo para acreditaros vosotros, y para acreditarme a mí.

15. »Falta decir dos palabritas sobre el cuerpo y el alma de las dedicatorias. Supónese que el latín siempre ha de ser de boato, altísono, enrevesado e inconstruible, ni más ni menos como el latín de una insigne dedicatoria que años ha me dio a construir el padre de Gerundio de Campazas, alias Zotes; y en verdad que se la construí sin errar un punto, a presencia de todo el arciprestazgo de San Millán, en la romería del Cristo de Villaquejida. Supónese también que a cualquiera a quien se le dedica una obra, sea quien fuere, se le ha de entroncar por aquí o por allí con el Rey Wamba, o a lo menos con don Veremundo el Diácono, sea por línea recta o por línea transversal, que eso hace poco al caso, y es negocio de cortísimo trabajo; pues ahí está Jacobo Guillermo Imhoff, dinamarqués o sueco (que ahora no me acuerdo), famoso genealogista de las casas ilustres de España y de Italia, que a cualquiera le emparentará con quien le venga más a cuento. Sobre este supuesto, ya se sabe que la entrada de toda dedicatoria ha de ser siempre exponiendo la causa impulsiva, que dejó sin libertad al autor, para emprehender aquella osadía; la cual causa nunca jamás ha de ser otra que la de buscar un poderoso protector contra la emulación, un escudo contra la malignidad, una sombra contra los abrasados ardores de la envidia, asegurando a rostro firme que con tal mecenas no teme ni a los Aristarcos ni a los Zoilos; pues, o acobardados no osarán sacar las cabezas de sus madrigueras y escondrijos, o si tuvieran atrevimiento para hacerlo, serán Ícaros de su temeridad, derretidas sus alas de cera a los encendidos centelleantes rayos de tan fogoso resplandeciente padrino. Porque si bien es verdad que aunque un libro se dedique al Santísimo Sacramento, si él es malo, hay hombres tan insolentes y tan mordaces, que, adorando al divino objeto de la dedicatoria, hacen añicos al libro, y tal vez a la misma dedicatoria no la dejan hueso sano; y más de dos libros de a folio he visto yo recogidos por la Inquisición, con estar dedicados a reyes, a emperadores y aun al mismo Papa, sin que los mecenas hagan duelo de eso ni se les dé un ardite, no hallándose noticia en la Historia de que jamás haya habido guerras entre los príncipes cristianos por la defensa de un libro que se les haya dedicado, siendo así que muchas veces las ha habido por quítame allá esas pajas; digo que aunque todo esto sea así (por justos juicios de Dios y por los pecados del mundo), en todo caso siempre debemos atenernos a aquel refrán que dice: «Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le acobija». Y de una manera o de otra, es indispensable de toda indispensabilidad que toda dedicatoria bien hecha se abra por este tan oportuno como delicado y verdadero pensamiento.



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