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ArribaAbajoCapítulo VII

Cánsase de hablar el beneficiado, saca la caja, toma un polvo, estornuda, suénase, límpiase, y prosigue la conversación


»De todo lo cual inferirá usted, mi padre fray Gerundio, que el señor arcediano Barbadiño habló con sobrada indigestión en punto de filosofía de España; pues aunque bien se pudiera ahorrar mucho de lo que en ella se enseña, y emplearlo mejor sin salir de la materia, pero no se pierde tanto tiempo como pondera su merced muy reverenda. Y al cabo, el filósofo gasendista, el cartesiano, el newtoniano y el aristotélico, algarabía más, algarabía menos, todos salimos a nuestra algarabía. Pero bien entendido que sin este tal cual estudio de la naturaleza apenas se puede dar paso con acierto en las demás sagradas facultades.

2. Atónito, estuvo oyendo el pacientísimo fray Gerundio todo el largo razonamiento del señor beneficiado, sin toser, sin escupir, sin cespitar y aun sin pestañear sino una sola vez, allá hacia el medio de la arenga, que se le puso una mosca de burro sobre la ceja zurda, y se le pegó de modo que le costó mucho trabajo el desprenderla. Pasmose de lo que le había oído ensartar con la leve ocasión de lo que le había preguntado acerca del Barbadiño; y aunque zorroclonco, no dejó de conocer que tenía razón en lo que había dicho, pero que sobraba la mitad, y aun las tres partes y media, para lo que pedía una conversación en que no se trataba sino por incidencia acerca de este autor. Pero como, en efecto, le había dado gusto todo lo que acababa de oírle, y el empeño del frailecito era escapar el cuerpo, si pudiese, a todo estudio escolástico, por dedicarse cuanto antes al baratillo del verbum Dei, según la instrucción del lego su catequista y de su héroe el padre predicador mayor de la casa, quiso apurar del todo la materia. Y pareciéndole que por lo menos lo que decía el Barbadiño acerca de la teología escolástica no tenía respuesta, le dijo:

-Señor beneficiado, todo lo que usted me acaba de explicar acerca de la filosofía me parece lindamente; y aunque la verdad sea dicha que en lo más de ello yo no he entendido palabra, pero a mí me suena bien, y convengo en que no hace daño saber un poco de filosofía, aunque sea de la que nos enseñan por acá. Yo, bien o mal, ya estoy para acabar mis tres años; y tanto como hablar de materia primera, de formas sustanciales, de unión, de compuesto in fieri, de principio quod y quo, y así de otras zarandajas, ya me atreveré a hacerlo como cualquiera arcipreste. Pero eso de pensar nuestros padres en que me han de obligar a que estudie teología escolástica, ¡tararira! No lo conseguirán, aunque me emparedaran.

3. -¿Y por qué, amigo fray Gerundio? -le preguntó el beneficiado.

-¿Por qué? Por las cosas que dice de la tal dichosa teología el susodicho Barbadiño.

-Pues, ¿qué dice? -le replicó el bellacuelo del clérigo.

-¿Qué ha de decir? Mejor lo sabe usted que yo. Dice, lo primero, que esta facultad se trata pésimamente en Portugal, no sólo en los conventos, sino también en las universidades. Y consiguientemente lo mismo dirá de toda España, porque en toda ella no se trata de la teología de otra manera que en Portugal.

-Y eso, ¿cómo lo prueba, padre mío?

-¿Cómo lo ha de probar? Con una razón que no tiene respuesta; porque dice que acá se estudian cuatro años de teología, asistiéndose a cuatro cátedras, en las cuales se explican cada año dos materias de teología escolástica, una de moral, y otra de Escritura a la que ningún estudiante concurre, porque dicen que sólo es buena para los predicadores. Y en esto, en verdad que tiene razón; porque en este nuestro convento por lo menos, donde también hay estudios de teología, yo no he visto otro modo de enseñarla, y discurro que lo mismo sucederá en los demás.

-¿Y parécele a usted que eso basta -le preguntó el beneficiado- para decir que se trata pésimamente la teología?

-A mí me parece que sí -respondió fray Gerundio.

-Pues a mí me parece que no -replicó el beneficiado-; porque eso a lo sumo probará que el método no es bueno; que al cabo de los cuatro años es poca teología la que se trata; que ocho materias o tratados escolásticos, cuatro de moral y otros tantos de Escritura no bastan para que el estudiante salga teólogo hecho, ni aun para que tenga noticia de la vigésima parte de la teología. Y en esto no iría descaminado; pero no prueba que la teología, poca o mucha, que se trata, se trate pésimamente, que es lo que suena su valiente y atrevida proposición. Fuera de que no puede ignorar el Barbadiño que en una de las célebres escuelas de España, al cabo de los cuatro años, se estudian o se recorren todos los tratados de la teología escolástica por un famoso compendio que no le hizo ningún español, sino un docto religioso francés, y por lo mismo será de su aprobación. Si en otra de las escuelas no menos célebres se observa el método que él satiriza, será, o porque todavía no tiene un compendio teológico según sus principios, de su satisfacción y acomodo para el uso de los estudiantes, o por otras razones que allá ella se tendría. Pues al fin, como decía un alcalde de Villaornate, «si es teatino y se ahogó, cuenta le tendría».

4. -¿Y qué me dice usted -le preguntó fray Gerundio- de lo que añade poco después el mismo Barbadiño? Que «el primer perjuicio o la primera preocupación que saca el estudiante del método de las escuelas, es persuadirse que la Escritura para nada sirve al teólogo». Y el segundo «es estar en la persuasión de que no hay otra teología en el mundo, sino cuatro cuestiones de especulativa, y que todo lo demás son arengas y ociosidades de extranjeros..., siendo ésta, en efecto, la preocupación general de todos los teólogos de este reino, y no rapaces o ignorantes, sino maestros y hombres de barbas hasta la cintura».

5. -¿Qué quiere usted que me parezca? -respondió el beneficiado-. Que como el Barbadiño escribió la carta donde estampó estos disparates (y es la XIV del segundo tomo) cuando acababa de padecer ciertos vértigos, o vertígenes, o vahídos, o como quisieren llamarlos, según él mismo dice al principio de ella, y debía de ser muy acosado de este accidente, por lo que se reconoce en sus cartas, todavía parece que le duraban algunas reliquias del vértigo cuando afirmó dos proposiciones tan disparatadas con aquella osadía que es tan natural al hombre. Yo estudiante he sido, y con estudiantes he tratado en las tres Universidades de Salamanca, Alcalá y Valladolid, donde se estudia la teología escolástica, punto más, punto menos, con el mismo método que en Coimbra. Pero hasta ahora no encontré estudiante tan zopenco, que de dicho método sacase la preocupación de persuadirse que la Escritura para nada sirve al teólogo. ¿Ni cómo es posible que alguno la sacase, a menos que padeciese vértigos, viendo con sus mismos ojos que en toda la teología escolástica no hay cuestión alguna, por especulativa, por abstraída, por metafísica, por sutil o por inútil que sea o parezca, la cual, bien o mal, no se procure probar con la Escritura? Y si no, señale siquiera una el Barbadiño. Aun la que él pone repetidas veces por verbigracia de las que llama puerilidades teológicas, conviene a saber: «Si el principio quo generativo o productivo en el Padre y en el Hijo consiste en predicado relativo, o absoluto», todos los autores que siguen diferentes opiniones procuran fundar la suya en textos de la Escritura. Pues, ¿qué estudiante ha de persuadirse que la Escritura para nada sirve al teólogo, cuando sin Escritura no encuentra siquiera una cuestión de teología?


Esto es saber hablar mal,
por no saber hablar bien;
y esto es mentir magistral,
por siempre jamás, amén.

6. »El otro testimonio que levanta el Barbadiño, no ya a los estudiantes rapaces, sino a maestros con barbas hasta la cintura, de que están en la persuasión de que no hay otra teología en el mundo que cuatro cuestiones especulativas, no le va en zaga al primero. Aquí donde usted me ve, sepa que también corrí mi cachico de Portugal, donde traté con lentes y mestres de teología que regentaban as primeiras cadeiras del reino. En España he rodado mucha bola, y, aunque indigno, pecador y vil gusano, he conversado silla a silla y facha a facha con muchos padres catedráticos, y hasta algunos padres lectores de la legua; quiero decir, aquellos lectores in partibus, y como de burlas, que son lectores titulares de conventos semipinzochos, los cuales suelen ser más fieros y más entonados que los mismos catedráticos. Digo que hasta algunos de estos padres lectores de honor se han dignado darme puerta y silla, tratándome con cariño y casi con amistad. Pues certifico, y en caso necesario juraré in verbo sacerdotis, que a ninguno, a ninguno he encontrado tan boto de entendimiento, que no supiese muy bien que además de la teología escolástica, o positiva, como la llama siempre el padre de las barbas largas, hay la dogmativa, la expositiva y la moral, a las que algunos añaden como teología aparte la ascética o la mística; y que todas estas cuatro o cinco teologías se dan la mano unas a otras, de manera que tienen cierta dependencia o conexión entre sí, y tanta, que ninguno puede llamarse teólogo consumado si no está versado más que medianamente en todas ellas. Es verdad que suponen nuestros maestros (y por mí la cuenta si se engañaren en esta suposición) que sin entender más que a media rienda la teología escolástica, hay grande peligro de desbarrar mucho en la dogmática, de dar de hocicos en la expositiva, de no entender bien la moral, y de escribir cien disparates en la ascética, salva siempre la iluminación sobrenatural, que lo suple todo. Esto es lo que he oído constantemente a todos nuestros maestros, no sólo a aquellos que tenían barbas hasta la cintura, pero aun a muchos que apenas los apuntaba el bozo del magisterio, y aun a tal cual que parecía capón en el fuero externo, aunque delante de la cara de Dios sería lo que su Majestad fuese servido. Pues, ¿dónde encontró el señor padre Barbadiño esos maestros con barbas hasta la cintura, que estaban persuadidos a que no había otra teología en el mundo que cuatro cuestiones especulativas?

7. -A lo menos -replicó fray Gerundio- no me negará usted que tiene razón en lo que añade más abajo. Que «todos los teólogos escolásticos están tan satisfechos de su especulativa, que dan al diantre a los extranjeros porque se desviaron de ella..., y que no vio hasta ahora teólogo alguno de los que abrazaron con todo su corazón el peripato, que habiendo de proferir censura sobre los que introdujeron el método moderno, tomase el trabajo de examinar bien las razones en que se fundan los contrarios».

8. -¡Pobre fray Gerundio -respondió el beneficiado-, y qué bellas tragaderas que tiene! Si así engulle todo lo que encuentra en los libros, morirá de repleción de disparates. Muchos ensarta el Barbadiño en ese par de cláusulas que le copia. Supone, lo primero, que todos los extranjeros se desvían de la teología especulativa; pues eso y no otra cosa quiere decir aquella proposición indefinida y absoluta, de que los teólogos escolásticos dan al diantre a los extranjeros porque se desviaron de ella. Pero, ¿quién le ha dicho a su paternidad barbadiña que todos los extranjeros se desviaron, ni se desvían, de la teología escolástica? Gonet y Contenson, dominicos, ¿fueron portugueses o andaluces? Rhodes, Lesio, Tanero, jesuitas, ¿fueron asturianos o extremeños? El cardenal de Noris y la Martinière, agustinos, ¿fueron gallegos o campesinos? Mastrio y Wigand, franciscanos, ¿fueron babazorros o de las Batuecas? ¿Y éstos se desviaron de la teología, cuando muchos la comentaron toda, y los más una gran parte de ella? No quiero alegarle más ejemplos, porque sería negocio de formar una biblioteca. Los únicos extranjeros que se desvían de la teología escolástica son aquellos a quienes incomoda ésta para delirar a su satisfacción en la dogmática, en la moral y en la ascética, sin reconocer otra regla para la inteligencia de la expositiva que el capricho y la bodoquera de cada uno. Quiénes sean estos monsieures, no es menester declarárselo al Barbadiño; porque en sus escritos, y aun sin salir de esta carta, da fieros indicios de mantener gran correspondencia, o a lo menos de profesar mucha devoción a los principios, y tener gran fe con las noticias que gasta cierto gremio de ellos. Y aun de éstos, no todos tienen tanta ojeriza con la teología escolástica, como graciosamente quiere suponer su merced barbadiña. Y si no, ahí está el doctor Jorge Bull, profesor de teología y presbítero de la Iglesia anglicana, que murió obispo de San David al año de 1716, cuyas obras teológico-escolásticas, en folio, nada deben a las más alambicadas que se han estampado en Salamanca y Coimbra. Y como los puntos que por la mayor parte trata en ellas son sobre los misterios capitales de nuestra santa fe, conviene a saber, sobre el misterio de la Trinidad y sobre el de la divinidad de Cristo, en los cuales su seudoiglesia anglicana no se desvía de la católica, en verdad que los manejó con tanto nervio y con tanta delicadeza, que los teólogos ortodoxos más escolastizados, como si dijéramos electrizados, hacen grande estimación de dichas obras. Y aun en los dos tratados que escribió acerca de la justificación, que es punto más resbaladizo, en los principios que abrazó, no se separó de los teólogos católicos; pero en algunas consecuencias que infirió, ya dio bastantemente a entender la mala leche que había mamado. Pues, ¿por qué nos ha de querer embocar el señor Barbón que los extranjeros se desvían de la teología especulativa, y que por eso los dan al diantre los teólogos escolásticos de Portugal y de España? Yo sí que doy al diantre los vértigos que afligieron a dicho señor, en fuerza de los cuáles deliró tanto el coitado fradinho, y nos quiso embocar tantas parvoices.

9. »Pues ahí es un grano de anís las que contiene la otra cláusula suya con que me reconviene usted: que «no vio ainda teólogo alguno de los que abrazaron con todo su corazón el peripato, que habiendo de proferir censura sobre los que introdujeron el método moderno, tomase el trabajo de examinar bien las razones en que se fundan los contrarios». Tampoco yo vi ainda escritor alguno de los que abrazaron con todo su corazón la mordacidad, que escribiese con mayor satisfacción ni que digiriese menos lo que escribía.

10. -¿Qué le parece a usted que entiende por teólogos que abrazaron con todo su corazón el peripato?

-Lea un poquito más bajo, y lo encontrará. Entiende los que estudian la teología escolástica, «por cuyo nombre -dice él- se entiende una teología fundada en los perjuicios de la filosofía peripatética: quiere decir, sobre las formas sustanciales y accidentes, y sobre las otras galanterías de la escuela». Pero, ¿no me dirá dónde encontró esta casta de teólogos, ni dónde halló teología de esta especie? La teología escolástica que se usa por acá no está fundada sobre las preocupaciones de la filosofía peripatética, ni se vale de ella para maldita la cosa, sino única y precisamente para el uso de los términos facultativos, a los cuales se les dio una significación arbitraria, como: esencia, predicados, formas, accidentes, propiedades, emanaciones, ut quo, ut quod, formaliter, materialiter, auxilium quo, et sine quo, ecceidades, individuaciones, relativos, absolutos, etc. Todas estas galanterías solamente la sirven para explicar con menos palabras lo que quiere decir; y se vale de estas voces por suponerlas ya entendidas desde la lógica y filosofía peripatética, donde se usa de ellas para los mismos significados; pero estos significados se aplican a principios y asuntos muy distintos, y aun inconexos con casi toda la teología escolástica. ¿Es esto estar fundada esta teología sobre los perjuicios de la filosofía peripatética? De esa manera, también dirá que están fundados sobre el peripato todos los tratados que en este siglo han hecho entre sí los príncipes de Europa, sean de paces, sean de comercio, sean de alianza, sean también aquellos que se llaman tratados de familia; porque en casi todos ellos se lee el terminillo de que se quedarán las cosas in statu quo, que es tan peripatético como el ut quo y el ut quod, el in eo quod quid y el quoad an est. Si hay algunas cuestiones en la teología escolástica que en la sustancia sean anfibias, esto es, que igualmente pertenezcan a la teología que a la filosofía, como son las que tratan de la existencia de Dios como primera causa de la creación del mundo en tiempo, de la espiritualidad del alma, del libre albedrío o de la libertad de los actos humanos, y algunas otras pocas más, éstas se tratan con total independencia de los principios aristotélicos; y muchas de ellas con positiva oposición a ellos, y para nada recurrimos a la filosofía del Estagirita, sino puramente para explicarnos y para que recíprocamente nos entendamos. Pues, ¿qué teología escolástica de mis pecados es esta que está fundada en la filosofía peripatética? Vaya, que cuando escribió esto, todavía le debía durar el vértigo al santo padre.

11. »¿Y con qué conciencia dice que «ainda no vio teólogo alguno de los que abrazaron con todo su corazón el peripato, que queriendo censurar a los que introdujeron el método moderno, tomase el trabajo de examinar bien las razones en que se fundan los contrarios»? ¿De qué método habla su paternidad muy arcediana? Porque si habla del método de la teología escolástica (que es la teología en cuestión), ni los modernos, ni los antiguos, ni los peripatéticos, ni los newtonianos han inventado otro método que el que introdujo Pedro Lombardo, imitó Santo Tomás y siguieron después todos los demás. Y si no, díganos su merced, por su vida, dónde encontró otro método de teología escolástica. Si habla de la teología puramente dogmática (que será un grande despropósito para el asunto), lo primero, hasta ahora no se ha escrito cuerpo alguno entero que comprehenda metódicamente todos los tratados pertenecientes a esta teología. Y si no, díganos el señor Barbadiño cómo es la gracia del autor que los escribió, o que a lo menos hizo la colección de ellos. Lo segundo, en los innumerables tratados dogmáticos que se han escrito, cada autor ha seguido el método que mejor le ha parecido, o el que le ha venido más a cuento: unos, oratorio; otros, académico; éstos, con ergos; aquéllos, sin ellos; los más, por libros o tratados; muchos, por disputas y cuestiones; algunos, en figura de diálogos; y finalmente, los dogmáticos modernísimos que han escrito contra las herejías del tiempo, y especialmente contra la que hoy es de la gran moda, de la cual muestra tener grandes noticias el señor fray arcediano, han preferido el método de cartas dialogizadas, el idioma vulgar y el aire un poco chufletero, para lo cual no les han faltado buenas y sólidas razones. Ningún teólogo escolástico y católico ha censurado hasta ahora alguno de estos métodos. O señálenosle con el dedo el padre de las barbas a tiros largos. Pues, ¿para qué es meter tanta bulla y fingir fantasmones para dar de palos al aire?

12. »Mas no es ésta la madre del cordero. Con el sobreescrito del método, su verdadero intento es desterrar del mundo la teología escolástica, como él mismo lo confiesa sin rebozo; pues de ella dice constantemente que no sólo es superflua, sino perjudicial a los dogmas de la religión. Esto hiede que apesta. Lutero, Beza, Calvino, Melanchton y el Barbadiño de su tiempo, Erasmo de Rotterdam, dijeron lo mismo en propios términos. Los amigotes del señor arcediano son de la misma opinión; y nada acredita más la utilidad y aun la necesidad de la teología escolástica, para la inteligencia y para la defensa de los dogmas, que lo mucho que incomoda a estos monsieures.

13. »Pues el padre de las barbas postizas escribe dentro de Italia, ya tendrá noticia (si no la tiene, yo se la doy ahora) de las obras de Benedicto Alctini, alias el padre Benedicti, jesuita, y de las explicaciones teológicas de los cánones del Concilio de Trento sobre los sacramentos que el sabio servita Juan María Bertoli imprimió en Venecia el año de 1714. Lea lo que escribieron estos dos autores de a folio contra cierto autorcillo italiano que salió por entonces con el mismo proyecto con que sale ahora el señor Barbazas, de querer desterrar del mundo la teología escolástica, para sustituir en lugar de ella la lección y la explicación de las obras de los Santos Padres. Allí verá que el autor italiano supone, tan en falso como el señor portugués, que en las escuelas no se hace caso del estudio de los Santos Padres. ¡Impostura palmaria! Pues la teología escolástica apenas es más que un compendio de sus obras, en el cual, o se examinan sus diferentes opiniones sobre principios ciertos, comunes y admitidos por todos ellos, o se comparan y se cotejan unos con otros para discernir por medio de este examen y comparación lo que en su modo de hablar no parece tan exacto; o juntando las opiniones de todos acerca de los dogmas, se forma una especie de cadena y serie cronológica de tradición; y en fin, en ella se encuentra toda la doctrina de los Padres, pero digerida según el orden de las materias, desembarazada de digresiones inútiles, limpia, y como acribada de todos los descuidos que pudo mezclar en ella la flaqueza humana, ilustrada y confirmada con las autoridades de la Escritura y con el peso de la razón. De manera que estudiar teología escolástica es estudiar a los Santos Padres, pero estudiarlos con método. «El autor italiano -dice el sabio servita (y óigalo con atención, con docilidad y con espíritu de compunción el seudocapuchino)-, el autor italiano y sus semejantes, poco versados en este género de estudios, ingenios y genios superficiales, amigos de la novedad, que, afectando hacerse distinguir, se apartan del camino carretero, introducirían en las escuelas una extraña confusión si llegase a abrazarse su proyecto. El estudio vago y mal arreglado de los Santos Padres, reducido a leer sus obras sin haberse instruido antes en los principios necesarios para entenderlas bien y para formar recto juicio de lo que quieren decir, llenaría al mundo de herejes o de sabios de perspectiva; bien cargada su memoria de lugares, de sentencias y de centones en montón; pero su pobre entendimiento más oprimido que ilustrado con todo aquel estudio o embolismo». Hasta aquí el docto servita.

14. »¡Y luego nos dirá en nuestras barbas el barbadísimo y aun barbarísimo señor que la teología escolástica no sólo es superflua, sino perjudicial a los dogmas de la religión! Sea por amor de Dios la desvergüenza. Si se contentara con decir que en casi todos los tratados de ella se mezclan cuestiones inútiles que pudieran y aun debieran ahorrarse; que aun muchas de las útiles y necesarias se tratan con una prolijidad intolerable; que en varias de ellas, de cada argumento se ha formado una cuestión, y aun una disputa, y aun tal vez una materia entera, para cuyo estudio no sé yo si el mismo Job tendría bastante paciencia, adelante. Ya se le oiría con cristiana conformidad, y aun puede ser que en esta opinión no fuese solo. Pero espetarnos a red barredera y en cerro que la teología escolástica no sólo es superflua, sino perjudicial a los dogmas de la religión, ¡voto a... que si yo fuera inquisidor general! Mas tomemos un polvo, mi padre fray Gerundio, y refresquémonos un poco; que ya me iba calentando.

15. Con efecto; le tomó el bueno del beneficiado, sonose, gargajeó y prosiguió en su tono y frescura natural:

-No es tan lerdo el Barbadiño, que no conociese que luego le habían de dar en las barbas con los patronos y secuaces de la teología escolástica como, verbigracia: Alberto Magno, Santo Tomás, San Buenaventura, San Juan Capistrano, y en fin todos los santos teólogos que han florecido desde el siglo XII acá; porque su paternidad no quiere hacer más anciana a dicha teología; a algunos de los cuales santos los tiene admitidos la Iglesia por sus Doctores; y parece terrible osadía decir que los Doctores de la Iglesia enseñaron una teología perjudicial a los dogmas de la religión. No disimula el padre Barbeta este feroz argumento, aunque es verdad que le propone blandamente y como al soslayo. Pero ¿qué solución dará a él?

16. »Dice, lo primero, que esto importa un bledo, «porque los santos florecieron en un siglo en que casi no se sabía otra cosa, y que conformándose con lo que se practicaba en su tiempo, tienen alguna disculpa». Vamos, que la solución se lleva los bigotes; y queda el entendimiento plenamente satisfecho de que la Iglesia pudo, con grandísima razón y con no menor serenidad de conciencia, colocar en la clase de sus Doctores a unos santos que enseñaron una teología perjudicial a sus dogmas, por cuanto, los pobres, no tuvieron la culpa de florecer en un siglo en que casi no se sabía otra cosa; y en caso de tener alguna en conformarse con lo que se practicaba en su tiempo, sería una culpilla venial que se quitaba con agua bendita, y no podía perjudicarles para obtener la suprema borla de Doctores de la Iglesia.

17. »Pero vaya una preguntita, así como de paso y sobre la marcha: ¿Con qué teología confundió Santo Tomás a los herejes que se levantaron en su tiempo? ¿Fue con la que aprendió y enseñó, o con la que todavía no se había fundado, ni se fundó hasta que esos teologazos modernos, llenos de celo y de caridad, abrieron los ojos a la pobre Iglesia, que por tantos siglos los había tenido lastimosamente cerrados o a lo menos legañosos? ¿Y en qué consistirá que «todos los herejes están de tan mal humor con este Santo Doctor», como dice con discreción cierto moderno? Si su teología es tan perjudicial a los dogmas de la religión, ¿por qué no la abrazan, por qué no la siguen, por qué no hacen muchas cortesías al Santo y celebran su fiesta con un octavario de sermones? El hecho es, dice el citado recencior, que el verdadero motivo «por que todos los herejes están tan avinagrados contra este admirable Doctor, es porque a él se le debe aquel método regular que reina en las escuelas, con el cual se desenredan las opiniones, se quita la mascarilla al error, se pone de claro en claro la verdad, se explican con limpieza y con claridad los dogmas de la fe, según el verdadero sentido de la Iglesia y de los Padres». Y concluye: «No ha tenido la herejía enemigo mayor que nuestro Santo, porque nunca ha podido defenderse contra la solidez y, si me es lícito hablar así, contra la casi infalibilidad de su doctrina». ¡Ah, seó Calcillas! ¿Y todavía dirá vuestra merced y lo dirá constantemente, que la teología escolástica es perjudicial a los dogmas de la fe? Pues yo también le diré a vuestra merced constantemente que creo a ciegas en la del símbolo de los Apóstoles; mas para creer en la que vuestra merced profesa, necesito mucho examen. Y le advierto a vuestra merced que el autor de dichas palabras no es algún padre dominico a quien le ciegue la pasión, sino otro de profesión muy diferente que sabe venerar las opiniones del Santo Doctor y, si algunas no le arman, separarse de ellas con reverencia.

18. »Dice, lo segundo, que «si Alberto Magno y su discípulo Santo Tomás comentaron a Aristóteles, no fue -a lo que él cree- porque lo juzgasen útil, sino por hacer ese servicio al público, que en aquel tiempo estaba muy preocupado por Aristóteles». Hizo bien en añadir a lo que creo, porque el hombre da muchos indicios de creer enrevesadamente. Esto es decir en buenos términos que cree que Alberto Magno y Santo Tomás fueron unos hombres aduladores, unos doctores lisonjeros, unos maestros de aquellos que caracteriza San Pablo; los cuales, por acomodarse al gusto y a las pasiones del pueblo, le enseñan doctrina falsa, inútil y aun perniciosa, y, apartando voluntariamente los ojos de la verdad, aunque saben muy bien hacia dónde cae, le embocan fábulas, patrañas o embelecos inútiles. ¡Pobres lumbreras de la Iglesia, y en qué manos habéis caído! Siquiera no os deja el carácter de hombres de bien, de honor y de sinceridad, que no saben engañar a nadie sin que primero se engañen a sí mismos; y cuando en cualquiera materia es la mayor vileza de un autor escribir contra lo que siente, por lisonjear el mal gusto del público, en una materia de tanta gravedad y de tanta importancia como la Sagrada Teología, no repara en hacer reos de semejante ruindad a unos hombres como Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino; a quienes sobraba su santidad, y bastaría al uno su dignidad de obispo de Ratisbona, y al otro su nacimiento, para que los hiciese más merced y más justicia. Si esto lo dijera un rapagón desbarbado, adelante; pudiera pasar por rapazada. Pero decirlo y estamparlo un hombre que afecta profesión de barbas largas, ¿no merecía que se las arrancasen?

19. »Ora bien, mi sincerísimo padre fray Gerundio: un año duraría nuestra conversación, si hubiera de seguir pie a pie al Barbadiño en todos los disparates que dice, con su acostumbrada satisfacción y regüeldos, en sola esta carta sobre el método con que se estudia la teología escolástica, y si me hubiera de empeñar en impugnarlos. Yo estoy ya cansado, y sólo el hablar de este hombre me fastidia. El abrirle los ojos a él, que los tiene cerrados con la presunción, y el abrírselos a sus apasionados, que se conoce lo son a cierra ojos, y no más que por el sonsonete, sería una grande obra de caridad; pero sería obra muy larga, aunque no muy dificultosa. Porque yo, con ser así que soy un pobre pelón, me atrevía a hacerle ridículo y a poner de par en par más claros que la luz que nos alumbra los innumerables desbarros que profiere en casi todas las materias que trata, aunque, como dije a usted al principio de nuestra conversación, no deje de traer muita coisa boa. Pero ni yo estoy de vagar, ni esto es por ahora de mi instituto. Sólo diré a usted que en esta carta sobre la teología escolástica, muestra una grande adhesión a los enemigos más solapados y más perniciosos de la Iglesia; que adopta sus máximas; que celebra sus libros o sus ediciones de las obras de los Santos Padres, que están prohibidas por adulteradas; que insinúa con grande artificio su doctrina; y en fin, que todas cuantas reflexiones hace sobre la teología escolástica, con intento de desterrarla del mundo, de ellos las tomó, y en sus cenagosos charcos las bebió; especialmente de los seis libros que el año de mil y setecientos dio a luz Juan Owen, no el célebre poeta inglés, sino otro de su mismo nombre y apellido, que los intituló De natura, ortu, progressu et studio verae theologiae. Y ya que hablamos de Juan Owen, no debe llevar a mal el padre Barbadiño que me den en rostro muchas cosas suyas, cuando hago justicia al mérito de otras, siquiera porque no me comprehenda la paulina del poeta al principio de sus epigramas:


Qui legis ista, tuam reprehendo, si mea laudas
omnia, stultitiam; si nihil, invidiam.



Y porque temo que el latín que enseñó a usted el dómine Zancas-Largas no alcanza a que entienda de repente este epigrama, allá va su traducción en esta cuarteta, que se me antojó hacer ahora para alegrar un poco la conversación:


Desde luego te declaro,
lector de estos epigramas,
por necio, si alabas todo;
por envidioso, si nada.



20. »Pero me hace lástima acabar esta conferencia sin que usted me ayude a reír del método que propone el Barbadiño para estudiar la verdadera y provechosa teología, después de haber hecho tan solemne burla del que se observa para estudiar la que él llama inútil y perjudicial.

21. »Dice, pues, que «el primer prolegómeno de la teología ha de ser la historia eclesiástica y civil, antes de Cristo y después de Cristo»; que, consiguientemente, «la primerita cosa que ha de hacer el estudiante que entra en la teología, es estudiar en breve la historia del Testamento Antiguo; después la de Cristo para acá; después la de los emperadores romanos, por lo menos hasta el sexto siglo, y que ésta se ha de estudiar muito bem». Que como no se puede estudiar ni entender bien la historia sin la cronología y la geografía, «ante todas cosas debe buscar una tabla cronológica de éstas que se encuentran en un pliego de papel de marca, y encajar bien en la cabeza las principales épocas de la historia civil, observando bien el orden y la serie de los tiempos». Que una vez metida bien en los cascos la cronología, debe tener siempre a la vista el tal estudiante o teólogo catecúmeno «una carta geográfica, esto es, un mapa general o muchos particulares, en los cuales, siempre que se habla de algún suceso particular, ha de buscar la provincia y el lugar donde sucedió, y de esta manera irá aprendiendo facilísimamente la geografía sin trabajo y como por entretenimiento».

22. »Y por cuanto el pobre teólogo neófito no puede tener noticia de adónde caen estos mapas, ya el caritativo Barbadiño toma el trabajo de darle razón de los que a su parecer fueron los mejores autores geográficos, aprovechando esta bella ocasión de lucir su vasta erudición en la geografía; siendo así que ciertamente no le costó más que abrir el primer catálogo de alguna famosa librería que tuvo a mano, buscar el título de los autores geográficos, y trasladar al papel los primeros que se le vinieron a la pluma.

23. »Dice, pues, que es indispensable de toda indispensabilidad que el tal candidato de teólogo se arme con el Atlas geográfico de Janson, que se compone de ocho grandes volúmenes; o por lo menos con el compendio de él, que se reduce a un volumen de a folio, se entiende en papel de marca, como libro de coro o de solfa de facistol. Ítem, del Atlas de Blaeu, que son once grandes volúmenes del mismo tamaño. Ítem, del Atlas más breve de los señores Sanson. Ítem, del de monsieur de L'Isle. Y basta esto para cartas generales. Para las particulares no se le puede dispensar en que haga provisión de las siguientes: de las de Inselim, que comprehenden la Inglaterra, Países Bajos, Francia, España y Portugal; de las de Nolin, que describen la Venecia y la Istria; de las del padre Plácido, que siguen todo el curso del Po; de las de Ensishmid, que representan la Alemania; y de las de Scheuchzero, que demarcan la Helvecia. «Estos autores -aquí llamo la atención de mi auditorio- débense saber para buscarse en las ocasiones». Conque si estos autores no se saben, y consiguientemente si no se tienen, voló el primer prolegómeno de la teología; y el que tuviere vocación de estudiarla ofrezca al Señor sus buenos deseos y aprenda otro oficio.

24. »Bueno es que hasta aquí estábamos todos en la persuasión de que para equipar a un estudiante teólogo no era menester más que proveerle de un vade, que no pasase de catorce cuartos; de un plumero, que se arma en un abrir y cerrar de ojos con un par de naipes; de una redoma de tinta; de media docena de plumas; de la cuarta parte de una resma de papel; sus hopalandas raídas; y adiós, amigo. Al teólogo que no fuese por la pluma, con meterle en una alforja el par de tomos de Gonet, estaba ya ajustado por todo su matalotaje escolástico; y si se le añadía a Zárraga o a la Suma de Busembaum, era una India. Y ahora, según el nuevo método barbadiñal, ve aquí usted que un triste aprendiz de teólogo, sólo para libros, ha menester llevar más equipaje que un mariscal de campo. Porque ¿qué piensa usted? ¿Que aun precisamente para la geometría se contenta con los citados? ¡Bueno era eso para su humor! Todavía le encaja otra runfla de ellos, que debió encontrar después en otro catálogo: especialmente de diccionarios geográficos, de los cuales protesta que también es necesario tener noticia, como son del de Varea, Baudrand, Ferrario, Maty y, sobre todo, del de Martinière.

25. »Sigamos después los libros cronológicos que ha de llevar para mantenerse los primeros meses de estudiante teólogo. En esto está parco el Barbadiño; porque la cronología es algo indigesta, y pudiera ocasionar crudezas al estudiante si cargara de ella el estómago con demasía. Conténtase con que al principio no coma más que Strauchio o Beveregio, y algo del Rationarium del padre Petavio. Pero quien se sintiere con calor para digerir mayores noticias, puede engullirse la Doctrina temporum del mismo Petavio, la Chronologia sacra de Userio, y con el tiempo podrá cargar de más vianda si su estómago lo consintiere.

26. »Pero lo que no tiene remedio es que para la historia universal se eche en el maletón la primera parte del Rationarium del susodicho Petavio; el compendio latino de Celario; y no le hará daño el del padre Turselino, aunque éste -dice él- es más estimado por el latín que por la historia; el Compendium historiae universalis de Gotlob Krancio, («éste -dice el padre calificador- es el mejor de todos»); el de Brietio, especialmente después de Cristo; y el de Loschi, «que es buen autor». Para historia eclesiástica hasta Cristo, el compendio de Bolerano, que es sufrible para un principiante; después de Cristo, provéase de Riboty y de Graveson. Y porque no le tengan por impertinente, o por hombre que receta libros como píldoras un médico charlatán, concluye con grandísima bondad: Isto basta para um principiante. Yo añado que esto sobra para conocer que no sólo le duraba el vértigo al santo padre cuando escribió esto, sino que debía estar en la fuerza de su mayor vigor. Porque si cree que todo esto es necesario saber como primer prolegómeno de la teología, a los orates; y si no lo cree, ¿para qué se quebró la cabeza y nos la rompió a nosotros?

27. »Ex ungue leonem, padre mío fray Gerundio. Por aquí conocerá usted qué cosazas no dirá nuestro metodista cuando entra en lo vivo de la teología y del método que se ha de observar en su estudio. Es un embrollo de embrollos, un embolismo de embolismos y un lazo de lazos para enredar a los incautos. En los lugares teológicos que señala, hace distinción entre la Iglesia Universal y la Iglesia Romana, como si hubiera más que una Santa Iglesia Católica Apostólica Romana; no toma en boca al Papa para nada; dice que la autoridad de la Iglesia Universal, de la Iglesia Romana y de los concilios generales «nace de la tradición»; enseña que antes que Cristo viniese al mundo, en el pueblo judaico y en la ley escrita, «la declaración del sumo sacerdote lo terminaba todo»; pero después que vino Cristo a completar as coisas, «su doctrina se conserva pura en los prelados, de los cuales la pudiesen aprender los fieles». En conformidad de este su amado principio, afirma que «creen los católicos que la mayor parte de los obispos cristianos -como si hubiera verdaderos obispos que no lo fuesen-, unidos al Papa, no puede errar en las definiciones de fe». Lo que creemos los católicos que estudiamos por Astete, es que el Papa para nada ha menester la mayor ni la menor parte de los obispos para no errar en dichas definiciones, porque la infalibilidad no se la prometió Cristo a éstos, sino a aquél. Déjase caer, así como al soslayo, lo que sucedió en los dos conciliábulos de Rímini y de Seleucia, en que los padres, engañados en uno y violentados en otro, admitieron primero y confirmaron después una confesión de fe verdaderamente arriana. Y diciendo, como quien no quiere la cosa, que presidieron en ellos dos legados de la Santa Sede, y que el número de los obispos «fue más que bastante para formar un concilio general», deja el argumento así, contentándose con decir que sin el socorro de la historia no se puede desatar. ¿Qué le costaba añadir siquiera una palabrita por donde se conociese que dichos concilios habían sido ilegítimos, no en su convocación, sino en su prosecución; que los legados habían sido depuestos y anatematizados; y que el Papa estuvo tan lejos de aprobar sus actas, que antes las condenó, primero por sí, y después en un concilio? Pero esto no le venía a cuento para sus ideas, ni para el nuevo método que propone de estudiar teología. Líbrenos Dios, que sí librará, de que se introduzca en su Iglesia; porque la quiere mucho, la tiene prometida su asistencia, y los esfuerzos del metodista no prevalecerán contra ella.

28. »A vista de esto, mi padre fray Gerundio, ¿se confirma usted en su opinión, con autoridad del Barbadiño, de que la teología escolástica es inútil y aun perjudicial, y en que no quiere estudiarlas?

-Señor beneficiado -le respondió con tanto candor como frialdad nuestro fray Gerundio-, es cierto que ya no me suenan tan bien las cosas de ese padre portugués como me sonaban antes, y que no sé qué diantres de reconcomios siento acá dentro del corazón, que me dan muy mala espina acerca de este sujeto. Al fin, Dios le haga mucho bien, pero a mí Su Majestad no me lleva por las cátedras, sino por los púlpitos; y así estudiaré yo teología escolástica como ahora llueven albardas.

-Si llovieran -replicó el beneficiado-, se malograrían todas las que no cayesen sobre las costillas de usted.

Y haciéndole una cortesía, se salió algo enfadado de su celda, y se volvió a la otra de donde había salido.

29. Esperábanle con impaciencia aquellos dos graves y doctos religiosos con quienes había tenido la conferencia acerca de fray Gerundio; y como duraba tanto la sesión, apenas dudaban ya de que lo había convencido. Luego que le vieron entrar, le preguntaron ansiosos cómo le había ido con el padre colegial. A lo que el socarrón del beneficiado respondió con gran cachaza:

-Saque cualquiera de vuestras reverendísimas la caja, denme un polvo y óiganme un cuento. Había en la Universidad de Coimbra un mediquillo teórico, gran disputador y muy presumido, pero ignorante y necio a par de su presunción. Tenía estomagados a todos los de la facultad; y habiendo de presidir unas conclusiones públicas, rogaron al famoso Curvo Semedo que tomase de su cuenta argüirle, concluirle y correrle para alejarle la vanidad. Juan Curvo le arguyó de empeño, y a pocas paletadas, para los inteligentes, le tumbó patas arriba; pero el mediquillo garlaba, manoteaba, se reía, le despreciaba, y en fin se llevó la voz del populacho. Concluida la función, uno que no había asistido a ella preguntó a Curvo cómo le había ido con el presidente, a lo que respondió el discreto portugués: Tâo grandíssimo burro é, que nâo le pudem convencer. Adiós, padres míos; que es tarde, y el ama estará esperando.

Dijo, y retirose a su casa.




ArribaAbajoCapítulo VIII

Predica Fray Gerundio el primer sermón en el refectorio de su convento, encaja en él una graciosísima salutación, y deja los estudios


Ello no tuvo remedio: cerrose fray Gerundio en que había de ahorcar los hábitos filosóficos, y que no había de tomar los teologales, a excepción del de la fe, que ése ya le tenía desde el bautismo; el de la esperanza de salvarse, a lo menos per modum hereditatis, no le podía faltar; y con el de la caridad debemos piadosamente suponerle; porque parecía buen religioso, salvo sus manías y caprichos, que absolutamente podían ser sin mucho perjuicio de su conciencia. Viéndole los prelados de la religión y los padres graves del convento tan displicente con la filosofía, y tan empeñado en que no había de estudiar teología, pues para ser predicador conventual y para predicar, como predicaban otros muchos, con grande séquito, aplauso y provecho de su peculio, decía que no la había menester; y a fe que en eso le sobraba la razón por los tejados. Observando, por otra parte, que mostraba bastante despejo, que tenía buena voz, que era de grata presencia, aseado, limpio, prolijo, tanto que picaba en pulcro; pareciéndoles, en fin, que llevándole la inclinación por allí con tanta vehemencia, como le armasen de buenos papeles, que no faltaban en la orden, pues se conservaban los que habían dejado en sus espolios algunos famosos predicadores, podría acaso parecer hombre de provecho, acreditar la religión y ganar su vida honradamente, resolvieron condescender con sus deseos. Pero antes les pareció conveniente experimentar qué era lo que se podía esperar de sus talentos pulpitables.

2. Es loable costumbre de la orden ejercitar a los colegiales jóvenes, así artistas como teólogos, en algunos sermones domésticos que se predican privadamente a la comunidad, mientras se come en el refectorio, dándoles tiempo limitado para componerlos; llevando en esto la mira, lo primero, de descubrir los talentos que muestra cada uno; lo segundo, de que se vayan desembarazando y acostumbrando a hablar en público, para cuando llegue el caso de hacerlo en teatros más numerosos; y, lo tercero, de que también vayan aprendiendo a ejercitar un ministerio que debe saber ejercitar todo religioso sacerdote, siga la carrera que quisiere. En otras religiones, donde se practica también esta loable costumbre, los sermones de refectorio son por lo común sobre las festividades de año, y se suelen predicar en los mismos días en que se celebran, siendo de cargo del lector, con acuerdo del prelado, nombrar al colegial que quiere que predique. Pero como en cada religión hay sus estilos, en la de nuestro fray Gerundio esta incumbencia es privativa del predicador mayor de la casa; al cual, avisado por el superior, toca nombrar el colegial predicador y señalarle para el sermón el asunto, misterio o santo que quisiere, con todas las circunstancias que a él se le antojaren, con tal que sean de aquellas que suelen concurrir en los sermones y es gala precisa hacerse cargo en la situación de todas ellas.

3. Apenas, pues, volvió el padre fray Blas, predicador mayor de la casa, de predicar su famoso sermón de San Benito del Otero en Cevico de la Torre, cuando fue a presentarse al prelado y a tomar, según la ley, su benedicite. Hechas las preguntas acostumbradas (por algunos pocos superiores menos prudentes, y muy ajenas de los más, que verdaderamente son hombres serios y cuerdos) de cómo lo había pasado, cómo se habían portado los mayordomos, cuánto le había valido el sermón, qué comida había habido, y si traía algunas misas para el convento; y habiéndole satisfecho a todo fray Blas, entregándole por conclusión doscientos reales, limosna de cien misas que había sacado, y por otra parte ochenta, para que su paternidad muy reverenda dijese otras veinte a razón de cuatro reales; oído y recibido todo con extraña benignidad por el afabilísimo prelado, que con esta ocasión volvió a confirmar a fray Blas la licencia general que le tenía dada, para que durante su gobierno admitiese con la bendición de Dios cuantos sermones le encomendasen, le dijo por fin y por postre:

-Váyase, padre predicador, a desalforjar y a descansar a su celda, y antes que se me olvide, encargue luego un sermón de refectorio a fray Gerundio, que tenga algunas circunstancias. Pero le prevengo que no se le componga el padre predicador, y déjele que le trabaje él enteramente; porque, como ese muchacho hipa tanto por el púlpito, queremos saber lo que él puede dar de suyo.

4. En un manuscrito antiguo del convento se halló advertido a la margen que, al oír fray Blas este encargo del prelado, y trasluciendo por él que con efecto pensaban en echar por la carrera del púlpito a su queridito fray Gerundio, que era lo que los dos tantas veces habían tratado en la celda a puertas cerradas, se alborozó tanto, que con aquel primer ímpetu del gozo ya había echado mano a la faltriquera para sacar el doblón de a ocho que le había valido el sermón y regalársele al prelado. Pero, pensándolo mejor en el mismo instante, sacó el pañuelo, limpiose los mocos, ofreció hacer al punto cuanto le había mandado, y partió aceleradamente.

5. Aún estaba con los hábitos arremangados, cuando, sin ir a su celda, se entró de golpe y como galopeando en la de fray Gerundio. Encontrole descuidado, asustole un poco, arrojose sobre él, diole cien abrazos, y sólo le dijo:

-Vamos, chico, vamos a mi celda; que te traigo un obispado. Siguiole fray Gerundio, que se recobró presto del susto, y en el camino le preguntó:

-Oye usted, ¿y cómo salió el vernal paralelo?

-Hijo mío, ¡de los cielos! -le respondió el predicador.

-¿Y aquello de las grandes risadas? Et grandes mirata est Roma cachinos.

-Amigo, a pedir de boca, porque a carcajadas se hundía la ermita.

-Pues yo sé -añadió fray Gerundio- que lo de puer nudus, alatus, myrthoque coronatus, qui humi sedebat daría gran golpe.

-¿Qué llama golpe? Dio tal porrazo, que un bachiller por Sigüenza dijo públicamente en la mesa que él había oído más de mil sermones de San Benito; pero que cosa más propia para representarse al Santo cuando se revolcaba en la zarza, no la había oído.

-¿Más de mil? -replicó fray Gerundio.

-No seas material -respondió el predicador-; que eso se entiende dos ceros más o menos.

6. Con esta conversación entraron en la celda de fray Blas. Desalforjose éste, quitose las polainas, bajose la saya, echó las dos manos a la capilla, que aún se mantenía descolgada, cogió vuelo; y arrojándosela primero toda sobre la cabeza de manera que ya le cubría por la parte anterior hasta muy entrado el pecho, volvió después con una especie de columpio a ponerla simétricamente sobre la mitad del cerquillo, y en fin la bajó hasta el medio del pescuezo, colgando por la parte anterior iguales las dos puntas en los lados. Tomó un peine que estaba sobre la mesa, atusose el cerquillo y el copete, abrió una alacena, sacó un frasco de vino de la Nava con bizcochos; echaron los dos un traguito, y aún no había colocado bien el último sorbo por el gaznate de fray Gerundio, cuando éste le preguntó con impaciencia qué obispado le traía.

7. -¿Qué obispado te he de traer? -le respondió fray Blas todo alborozado-; que el prelado me dio a entender que querían sacarte de los estudios y aplicarte a la carrera del púlpito. ¿Puede haber mejor obispado para ti? Si logras esto, ¿no lo pasarás, no digo yo como un obispo, sino como un arcediano? Y más con las reglecitas que yo te daré a su tiempo.

-Padre predicador, ¿qué dice? -le replicó fray Gerundio.

-Lo dicho, dicho -respondió el predicador.

-Díjome que luego te encargase un sermón del refectorio, y que no te lo compusiese yo; porque, como muestras tanta inclinación a sermo sermonis, y tan poca a silogismos y a ergos,querían ver hasta dónde llegaba, o a lo menos lo que prometía, tu cosecha. Y así amigo mío, apretar los codos; que a lo menos en este sermón yo no te he de decir palabra, y te he de dejar que vayas por los senderos de tu corazón. En saliendo de este barranco, será otra cosa: mis papeles serán tuyos, porque tus lucimientos serán míos.

8. En el mismo manuscrito antiguo donde se encontró la nota pasada, se halló otra que dice de esta manera: «Atónito estuvo oyendo fray Gerundio esta noticia, y le embargó tanto el gozo, que estuvo como fuera de sí por espacio de tres o cuatro credos rezados con pausa». Luego que se recobró, echó los brazos al cuello al predicador mayor de la casa, y le dijo:

-Pues ahora bien: despachemos cuanto antes, y señáleme usted luego el sermón que tengo de predicar; pues, aunque diga cien disparates en él, a lo menos ninguno me ha de dar plumada. Todo ha de salir de mis cascos, y tanto como el garbillo y el modo de decir, no ha de descontentar, aunque parezca mal que yo lo diga. Y diciendo y haciendo, se subió sobre una silla o taburete (que en esto hay variedad de leyendas, y no están concordes los autores), igualó las dos puntas delanteras de la capilla, metió los dos dedos de la mano derecha por entre ella y la nuez de la garganta, como para desahogarse, miró hacia todas partes con desdén y majestad, sacó después un pañuelo de seda y se sonó con autoridad, metiole en la manga izquierda, y de la derecha sacó otro pañuelo blanco, con el cual hizo como que se limpiaba los ojos. Entonó el Alabado sea, etc., con voz grave, ahuecada y sonorosa, persignose magistralmente con la mano muy extendida, y tanto, que al llegar al palo de la cruz que se forma desde la punta de la nariz hasta la barba, parecía que hacía la mamola. Tomó por tema: Caro mea vere est cibus, et sanguis meus vere est potus, con aquello de ex evangelica lectione Joannis capite tertio decimo; y prorrumpió en esta disparatadísima cláusula que había tomado de memoria, habiéndola oído a otro colegial, amigo suyo, en un sermón del refectorio, y él la decoró teniéndola por cosa grande: «Al pautar las desigualdades de mi grosero pensar, fui desenhebrando las líneas de mi discurso, tirando los primeros barruntos de mi imaginativa hacia el escrutinio del Evangelio Sagrado. Caro mea ¡Qué elegante está el profeta!» Y callando de repente, porque no sabía más, prosiguió predicando un sermón mudo, manoteando y remedando todas las acciones, gestos y posturas que había observado en los predicadores y a él le habían caído más en gracia; tan enfrascado en esto, que aun el mismo predicador mayor se tendía de risa por aquellos suelos, y aun llegó a temer si se había vuelto loco el pobre fray Gerundio.

9. Cerca de una hora duró esta silenciosa muestra de sus predicaderas, en el cual espacio de tiempo el buen frailecito se zarandeó tanto aquel cuerpo, con tales movimientos, con tantas posturas, con tan violentas convulsiones, unas veces cruzando los brazos, otras abriéndolos y extendiéndolos en forma de cruz, ya amagando a echarse de bruces sobre el púlpito, ya arrimándose contra la pared, a ratos poniéndose de asas, a ratos levantando el dedo hacia arriba, a manera de cuadro de San Vicente Ferrer, que al fin quedó tan sudado y tan rendido como si hubiera predicado de veras; y fue preciso volver a reconvenir al frasco y a refrendar los bizcochos, lo que hizo también con especial gusto, por ser esta ceremonia precisa cuando se acaba el sermón.

10. Después que descansó algo de su fatiga y estuvo un poco sereno, y después también que el predicador se recobró de lo mucho que había reído durante aquella extraña función, le dijo éste:

-Es cierto, fray Gerundio, y no se puede negar, que tienes talento conocido. Especialmente algunas acciones salen que ni pintadas; y aunque no hablabas palabra, claramente conocía yo lo que querías decir con ellas. Parece que tienes en las manos los sermones. Y aquí viene de perlas aquello del sabio: In manu illius nos et sermones nostri. Porque, aunque en realidad allí habla de cosa muy diferente, ¿quién me quita a mí aplicarlo a otra muy distinta, cuando viene el texto tan clavado? Ahora bien: manos a la obra; que yo quiero ya señalarte el asunto a que has de predicar, y las circunstancias de que te has de hacer cargo en el sermón.

11. »Ya sabes que en la parroquia de la Santísima Trinidad hay una capilla dedicada a Santa Ana, que pertenece a la cofradía de la Santa, a quien la misma cofradía celebra una fiesta muy solemne. Ya sabes que este año son mayordomos don Luis Flores y don Francisco Romero, regidores de este pueblo. Y ya sabes, en fin, que estos dos caballeros desterraron a algunas mujeres públicas que habían venido a avecindarse en él, cuya obra fue sin duda muy grata a los ojos de Dios y muy aplaudida de todos los buenos. Éste es el asunto; éstas, las circunstancias que has de tocar precisamente. No tienes más que ocho días de término, porque no da más la orden. No hay que perder tiempo, a trabajar; y adiós, amigo.

12. ¿Has visto tal vez un cohete cuando, prendiendo la mecha en el cebo de la caña que sostenían blandamente los dos dedos de la mano derecha, en un abrir y cerrar de ojos parte desde la mano hasta lo más elevado de la esfera; y aquella misma vara, que poco ha casi tocaba con su extremidad el suelo, ya se la ve remontada hasta dar susto a las mismas estrellas, tanto, que la constelación de Virgo acude pronta a tapar la cara con las dos manos, temiendo que la va a sacar un ojo? Pues así, ni más ni menos, partió nuestro fray Gerundio derecha y rápidamente desde la celda del predicador a la librería del convento. Allí cargó con la Biblia políglota de Alcalá, con las Concordancias de Zamora, con el Theatrum vitae humanae de Beyerlinck, con los Saturnales de Macrobio, con la Mitología de Ravisio Textor, con el Mundo simbólico de Picinelo, con los calendarios mitológicos de Reusnero, Tamayo, Masculo y Rosino; que eran los libros y los Santos Padres que veía revolver a su hombre el predicador fray Blas cuando tenía que predicar algún sermón. No se puede ponderar lo que él leyó, lo que él hojeó, lo que él revolvió en aquellos ocho días, ni las innumerables ideas que se ofrecían de tropel a aquella inquieta y turbulenta imaginación, todas a cuál más confusas, a cuál más embrolladas, a cuál más extravagantes. Nada leía, nada veía, nada oía que no le pareciese que venía de perlas para su asunto, o por símil, o por comparación o por texto. Apuntaba, notaba, quitaba, añadía, borrajeaba hasta que en fin, después de tres borradores, sacó su sermón en limpio. Estudiole, repasole, representole y se ensayó mil veces a predicarle en la celda, sobre todos los cachivaches que había en ella: sobre la silla, sobre el taburete, sobre la mesa, sobre un banco y hasta sobre la misma cama. Pues dos días antes de la función, cuando entró el despertador a darle luz, le encontró en camisa predicándole sobre la tarima; y es que se había levantado en sueños, sin saber lo que se hacía.

13. Como estas especies se habían esparcido por el convento, era grandísima la expectación en que estaba toda la comunidad para oírle. Amaneció en fin el día deseado, y se dejó ver nuestro fray Gerundio, ante todas cosas, afeitado, rasurado y lampiño, que era una delicia mirarle a la cara. Estrenó aquel día un hábito nuevo que para el efecto había pedido a su madre, encargando mucho que viniese bien doblado, y, sobre todo, que se pasase la plancha por encima de los dobleces para que se conociesen mejor, porque esto da a la saya no sé qué gracia; y de camino pidió un par de pañuelos de a vara, uno blanco y otro de color, porque ambos eran alhajas muy precisas para la entradilla. Todo se lo envió la buena de la Catanla con mil amores, sólo con la condición de que, ya que ella no podía oírle, la había de enviar el sermón para que se le leyese el señor cura, o su padrino el licenciado Quijano.

14. Llegada la hora y hecha con la campana la señal para comer, no faltó aquel día del refectorio ni el más ínfimo donado de la comunidad, porque en realidad todos querían bien a fray Gerundio, así por su buen genio como porque era liberal y dadivoso, y también porque a todos los picaba la curiosidad viéndole con tanta manía de púlpito, la cual entendían era más inocencia que malicia, ni mucho menos inclinación a ser haragán. Subió, pues, al púlpito del refectorio con gentil donaire; presentose en él con tanto desembarazo, que casi comenzó a tenerle envidia el mismo predicador mayor. Echó un par de ojeadas con desdén y con afectada majestad hacia todas las partes del refectorio. Y precediendo aquellos precisos, indispensables prolegómenos de tremolar sucesivamente el par de pañuelos blanco y de color, que había hecho venir expresamente para el intento, entonó ante todas cosas con voz hueca y gutural el Sea alabado, bendito y glorificado el Santísimo Sacramento, concluyendo con lo de En el primer instante de su purísimo, sagrado ser y natural animación: cláusula que siempre le había dado gran golpe. Santiguose con pleno magisterio, propuso el tema, sin omitir lo de ex evangelica lectione, capite quarto decimo; relinchó dos veces; y rompió la salutación de esta manea, advirtiendo que no se añade ni se quita una sílaba de como se encontró de su misma letra.

15. «No es de menos valor el color verde por no ser amarillo, que el azul por no ser encarnado: Dominus, o altitudo divitiarum sapientiae et scientiae Dei!; como ni tampoco faltaron los colores a ser oráculo de la vista, ni las palabras en la fe de los oídos, como dijo Cristo: Fides ex auditu; auditus autem per Verbum Christi. Nació Ana, como asegura mi fe por haberlo oído decir, de color rojo; porque las cerúleas ondas de su funesto sentir le hicieron palpitar en el útero materno: Ex utero ante luciferum genui te. A este, pues, ángel transparente, diáfana inteligencia y objeto especulativo de la devoción más acre, consagra esta extática y fervorosa plebe estos cultos hiperbólicos; pues tiene, como allí se ve, hermoso y airoso bulto: Vultum tuum deprecabuntur omnes divites plebis. Déjome de exordios y voy al asunto, aunque tan principal. Empiece pues el curioso a percibir: Qui potest capere, capiat.

16. »Fue Ana, como todos saben, madre de nuestra Señora, y afirman graves autores que la tuvo veinte meses en su vientre: Hic mensis sextus est illi. Y añaden otros que lloró: Plorans ploravit in noctem. De donde infiero que fue María zahorí: Et gratia eius in me vacua non fuit. Atienda pues el retórico al argumento: Santa Ana fue madre de María; María fue Madre de Cristo; luego Santa Ana es abuela de la Santísima Trinidad: Et Trinitatem in unitatem veneremur. Por eso se celebra en esta su casa: Haec requies mea in saeculum saeculi.

17. »¿Y qué te dan, Ana, en retribución por tus compendios? Quid retribuam Domino? ¿Qué paralelos podrán expresar mis voces al decir tus alabanzas? Laudo vos? In hoc non laudo. Eres aquella misteriosa red en cuyas opacas mallas quedan presos los incautos pececillos: sagenae missae in mari. Eres aquella piedra del desierto que en los damascenos campos erigió el amante de Raquel, para dar a su ganado agua: Mulier, da mihi aquam. Pero menos mal lo diré siguiendo el tema del Evangelio. Es Santa Ana aquella preciosa margarita que, fecundada a insultos del horizonte, deja ciego a quien la busca: quaerentibus bonas margaritas. Es aquel tesoro, ya escondido, thesaurus absconditus, ya oculto, nihil occultum, que reservó el alma santa para los últimos fines de la tierra: de ultimis finibus pretium eius. Es aquel dios escondido, como decía Filón: tuus Deus absconditus. Es el mayor de los milagros, como decía Tomás: miraculorum ab ipso factorum maximum.

18. »Varias circunstancias ennoblecen la fiesta. Unas son agravantes: tolle grabatum tuum;otras que mudan de especie: specie tua, et pulchritudine tua. Y es que los señores Flores y Romero, nobles atlantes de este pueblo, llaman, o anoche hicieron llamar, con aquellos truenos, hijos relámpagos del huracán más ardiente, que subían y bajaban a modo de aquellos rapidísimos espíritus de la escala de Jacob: Angelos quoque ascendentes et descendentes. Y es la razón natural, porque todo lo que baja, sube; y todo lo que sube, baja: Zachee, festinans descende.

19. »Cese la energía de los labios, y contemplen mis ojos, como áncoras festivas, un texto muy literal que me ofrecen los Cantares. Dice así. Vox turturis audita est, flores apparuerunt in terra nostra; tempus putationis advenit. Cantó la tórtola bella en nuestra macilenta tierra, vinieron a celebrarla las flores, y estas mismas flores desterraron las rameras: tempus putationis advenit. Es tan literal el texto, que no necesita de aplicación. Pero diré con brevedad para el erudito: está representada en la tórtola Santa Ana; porque, si esta triste y turbulenta avecilla es trono jeroglífico de la castidad, Ana fue casta, pues no tuvo más que una hija: Filia mea male a Daemonio vexatur. Lo de tempus putationis viene tan al pie de la letra; pues los ínclitos caballeros mayordomos desterraron aquellas samaritanas que alborotaban el barrio.

20. »Ahora me acuerdo de otro texto que, aún más bien que el pasado, comprehende todas las circunstancias del asunto: de aquella gran mujer Ana, enemiga de Fenema, como se dice en el libro de las personas reales, la cual a impulso de sus deprecaciones, ayudándola Helí, tuvo un hijo llamado Samuel. Atienda, pues, el retórico al argumento: Helí, en anagrama, suena lo mismo que Joaquín: Sonet vox tua in auribus meis. Samuel fue profeta, María fue profetisa: conque, en el sentido místico, lo mismo es Samuel que María. Tengo probado difusamente el asunto, y sólo falta aplicarle a los Romeros. Pero supuesto que el romero tiene flor, dicho se estaba ello: Flores apparuerunt in terra nostra.

21. »Mas todavía quiero apropiar con más propiedad las circunstancias al asunto. Publicando están las historias que la Virgen Santísima tendía los pañales de su recién nacido hijo de Dios sobre los romeros. Y esto, ¿quién se lo enseñó? Su madre Santa Ana; pues todo cuanto supo, ella se lo enseñó: Ipse vos docebit omnia. Conque Santa Ana tendía los pañales sobre los romeros. Conque los romeros servían a Santa Ana. Pues eso es lo que hacen el día de hoy; conque tenemos lo que hemos menester.

22. »Ea, pues; pidamos la gracia. Pero, ¿quién la pedirá? ¿Isaías? Ea que no. ¿Gregorio? Ea que sí. La hija ayudará en la labor a su madre: Filia regum in honore suo. Ea, pues; digámosla aquella acróstica oración que ella en sus niñeces enseñó a su hija María; porque, como buena madre, al punto la enseñó a rezar el... Ave María».

23. Ésta fue, sin quitar ni poner, la famosísima salutación que el incomparable fray Gerundio de Campazas encajó en el refectorio de su convento, por estrena y muestra de paño de sus predicaderas, en presencia de toda aquella venerable comunidad, incluso el reverendísimo padre maestro provincial, que por feliz casualidad había llegado la noche antes a visitar el convento. Ésta es aquella salutación que debiera perpetuarse en los moldes, eternizarse en las prensas, inmortalizarse en los mármoles, buriles y sinceles, por pieza original, pieza única, pieza rara, pieza inimitable en su especie. Y Dios se lo perdone al reverendísimo padre provincial que, por su genio grave, serio, maduro y demasiado circunspecto, después de haber echado un jarro de agua a la fiesta, privó el cuerpo del sermón a la república de las letras, la cual ha hecho en esto una pérdida que jamás la podrá llorar bastantemente. Porque, ¿quién duda sino que sería un modelo de despropósitos, de locuras, de necedades, de herejías, de cosas inconexas y disparatadas el más gracioso y el más divertido que ha salido hasta ahora del fondo o del sudor de las agallas? Pues aunque en realidad andan por ahí impresos innumerables, infinitos sermones, especialmente de estos que llaman circunstanciados, los cuales, a lo menos en la salutación, que es lo que hemos visto del de fray Gerundio, no le pierden pinta, pero es de creer que en el alma y en el chiste no llegarían al zancajo del de nuestro recién nacido predicador.

24. Fue, pues, el caso que como durante la salutación hubo tanta bulla, tanta risa, tanta zambra en el refectorio, que a cada paso resonaban las carcajadas a mandíbulas batidas, hasta llegar un padre presentado a vomitar la comida de pura risa, el lector del caso a atragantarse con un bocado de queso, y hasta el lego que andaba con la cajeta, siendo así que no entendía mucho de sermones ni de latines, cogiéndole uno de los despropósitos con el jesús en el pico, volvió a arrojar en él por boca y por narices como de media azumbre que ya se había embanastado, con tal ímpetu, que asperjeó y roció medianamente a los dos colaterales. Digo, pues, que como por todos estos incidentes fuese menester que fray Gerundio se parase a cada paso, haciendo mil pausas para dar lugar a la mosquetería, y ya estuviese para acabarse la mesa; pero principalmente porque el padre provincial hizo escrúpulo de dejarle proseguir en tanta sarta de disparates, y más, que ya le pareció aquélla demasiada bulla para un acto de comunidad tan serio; por todos estos motivos, le mandó que lo dejase y que se bajase del púlpito, lo que fue para el pobre fray Gerundio un ejercicio de obediencia lleno de amarguísima mortificación, sucediendo después lo que verá el curioso lector en el capítulo siguiente.




ArribaAbajoCapítulo IX

De los varios pareceres que hubo en la comunidad acerca de la salutación y talentos de nuestro Fray Gerundio, y de cómo prevaleció en fin el de que era menester hacerle predicador


La primera diligencia que hizo el padre provincial, luego que salió del refectorio, fue pedir a fray Gerundio el papel; y mientras éste comía la segunda mesa, se leyó todo el sermón en la celda de su reverendísima, adonde concurrieron a cortejarle todos los padres graves del convento, sirviendo esto de rato de conversación. Y aunque allí se repitieron con más libertad las carcajadas, porque aseguraron los que fueron testigos de oídas que el cuerpo del sermón no le iba en zaga a la salutación, no hubo forma de quererle soltar jamás el provincial, por más instancias que le hicieron aquellos reverendos padres, excusándose con que hacía escrúpulo de exponerle a que se hiciese más ridículo; y sólo a duras penas alargó la salutación, permitiendo que se sacasen algunas copias, por cuanto ésta ya la había oído toda la mosquetería y populacho del convento.

2. Después, vuelto a los padres que le cortejaban, dijo con seriedad:

-Es cierto que me lastima este mozo. El talento exterior no sólo es bueno, sino sobresaliente; pero los disparates que ensarta no se pueden tolerar. Y todos nacen, lo primero, de la falta de estudio; y, lo segundo, de los cenagales donde bebe, o de los malditos modelos que se propone para imitarlos, los cuales no pueden ser peores por el modo y por la sustancia.

Maliciaron algunos que esto último lo decía el provincial por el predicador mayor de la casa; pues no ignoraba la amistad particular que profesaban los dos, ni las pésimas instrucciones que le daba; y aun el mismo predicador debió de sospechar algo, porque es fama que se puso colorado.

-Pero, sea lo que fuere -prosiguió el provincial-, yo quiero ver, en presencia de vuesas paternidades, si con maña y con suavidad puedo hacer que este muchacho conozca su bobería, estudie, se aplique y lea a lo menos buenos libros de sermones, para que tome el verdadero gusto de predicar, y la orden se aproveche de sus especiosos talentos.

Mandó, pues, al lego su socio, que había ido a servir a aquellos padres un traguito de vino rancio y unos bizcochos de canela por modo de postre, que bajase al refectorio y dijese a fray Gerundio que en acabando de comer subiese a la celda del provincial.

3. Subió al punto apresurado, sobresaltado y azorado; pero luego se serenó viendo que el provincial le decía con mucho agrado:

-Venga acá, hijo, y deme un abrazo; que lo ha hecho ni más ni menos como yo esperaba. Y si no le permití que acabase su sermón, no fue porque no le oyésemos todos con gran gusto, pues ya vio cuánto se celebró, sino porque estaba ya acabando de comer la comunidad.

No es creíble cuánto se solazó y cuánto se alentó fray Gerundio al oír hablar a su provincial en un tono que ciertamente no esperaba. Pero, llevando éste adelante su prudente artificio, le preguntó:

-Ea, dígame la verdad, ¿quién le compuso la salutación?

-Padre nuestro -le respondió con una intrepidez y una sinceridad columbina-, lléveme el diablo si no la saqué yo toda de mi cabeza.

-Pues aquellos textos tan literales y tan apropiados -le replicó el provincial-, ¿cómo los podía saber si nunca ha leído la Biblia?

-Padre nuestro -respondió fray Gerundio-, eso, con una leccioncita que me dio en cierta ocasión el padre predicador mayor, es para mí la cosa más fácil del mundo.

-Pues, ¿qué leccioncita fue ésa?

-Díjome que cuando quisiese aplicar algún texto a cualquiera palabra castellana, no tenía más que buscar en las Concordancias la palabra latina que la correspondiese, y que allí encontraría para cada voz textos a porrillo, con que podía escoger el primero que me diese la gana. Así lo hice, y en verdad que los textos, si no me engaño mucho, me salieron a pedir de boca. Por eso, cuando dije que Santa Ana palpitaba en el útero materno, luego encajé: Ex utero ante luciferum genui te. Mire vuestra paternidad el útero clarito como el agua. Cuando dije que tenía hermoso y airoso bulto, al instante espeté lo de vultum tuum deprecabuntur, que ni de molde podía venir mejor. En hablando de hija, allí está, en las Concordancias, filia mea male a Daemone vexatur; y si hubiera querido traer otros cien textos de filia, también pude. Para las circunstancias agravantes, mire vuestra paternidad si el tolle grabatum tuum podía venir más al caso; y para aquello de las rameras, el tempus putationis advenit me parece que vino como nacido.

4. -¿Conque esa leccioncita le dio el padre predicador mayor? -le replicó el provincial con un poco de retintín.

-Sí, padre nuestro -respondió el inocente fray Gerundio-; y con ella no temo predicar el sermón más dificultoso y de circunstancias más enrevesadas que puede haber; pues como yo encuentre en las Concordancias la voz correspondiente, bien pueden llover circunstancias sobre mí, que también lloverán textos literales sobre el auditorio.

-Pero, ¿no ve, hijo -le replicó el provincial-, que esa regla no es buena, porque puede el predicador querer probar una cosa, y el texto, donde se halla la palabra que va a buscar, hablar de otra que no tenga conexión ni parentesco con lo que él intenta? Pongo por ejemplo: ¿qué tiene que ver que Santa Ana palpitase o no palpitase en el vientre de su madre (dejo a un lado el disparate) con la generación eterna del Verbo en la mente divina, de la cual en la sentencia más común habla el texto: Ex utero ante luciferum genui te?

-Ello, padre nuestro -respondió fray Gerundio-, allí hay cosa de útero; y si no viniere el texto al palpitar, vendrá al útero, y eso basta al predicador.

5. -Pero dígame: ¿y a qué vino el vultum tuum deprecabuntur?

-¿A qué había de venir? A lo de hermoso y airoso bulto.

-¡Pecador de mí! -exclamó el provincial-. Pues, ¿no sabe que vultus, vultus, vultui significa «el semblante»?

-Sí, padre nuestro, ya lo sé; pero significa «el semblante de bulto»; porque si no, diría faciem tuam, os tuum.

Con dificultad pudo el provincial contener la risa al oír tan furioso despropósito.

-Y lo de tolle grabatum tuum, ¿a qué lo trajo? -le preguntó el provincial.

-¿A qué lo había de traer? -respondió fray Gerundio-. Pues, ¿no se acuerda vuesa ternidad que lo traje a lo de circunstancias agravantes? ¿Hay cosa más parecida que agravantes y grabatum? Yo a la verdad no sé lo que significa grabatum; pero a mí me suena a cosa de agravante, y lo mismo sonará a cualquiera auditorio que tenga buen oído; y como al auditorio le suene, no es menester más para que venga bien.

6. No obstante la natural seriedad y circunspección del padre provincial, le retozaba tanto la risa al oír tan continuados y tan tremendos desatinos, que apenas podía reprimirla. Pero al fin, conteniéndola lo mejor que pudo, y empeñado ya en tocar, aunque de paso, los muchos disparates de otra especie que había dicho en la salutación, le preguntó:

-¿Y qué graves autores son los que enseñan que Santa Ana tuvo a nuestra Señora veinte meses en su vientre?

-Padre nuestro -respondió fray Gerundio-, yo no lo sé, porque en ninguno lo he leído. Pero como oigo a cada paso decir a los predicadores más famosos afirman graves autores, dicen graves autores, enseñan graves autores, sienten graves autores, yo creí que ésa era una de las muchas fórmulas que se usan en los sermones, como cuando se dice aquí conmigo, ahora a mi intento, vaya para el teólogo, note el discreto, de las cuales fórmulas cada cual puede usar libremente cuando le diere la gana; y que, aunque ningún autor haya soñado en decir lo que dice el predicador, éste puede citar a bulto autores, Padres, concilios y teólogos siempre que le viniere a cuento, como también versiones, exposiciones y leyendas. Porque lo demás, padre nuestro, ¿adónde íbamos a parar? ¿Ni quién había de ser predicador si todas las noticias, erudiciones y textos que se traen en los sermones se habían de encontrar en los libros?

7. -Pues, ¿no ve, hijo mío -replicó el provincial-, que eso es mentir; y que la mentira, sobre ser vergonzosa e indigna de un hombre de bien en cualquiera parte, en el púlpito, que es la cátedra de la verdad, es una especie de sacrilegio?

-¡Buenos escrúpulos gasta vuestra paternidad! -respondió fray Gerundio-. Yo no he oído tantos sermones como vuestra paternidad, porque hasta ahora he vivido poco; pero puedo asegurar que en ninguna parte he oído tantas mentiras como en los púlpitos. Allí se dan a las piedras las virtudes que no tienen; se fingen flores, árboles, frutas, aves, peces, animales y plantas que no se encuentran en toda la naturaleza. Allí se hace decir a los Padres y a los expositores lo que no les pasó por la imaginación; y a mi parecer hacen muy bien los que lo hacen, porque si los Padres y los expositores no dijeron aquello, pudieron decirlo, y nadie los quitó que lo dijesen. Allí no pocas veces se fingen textos aun de la misma Sagrada Escritura, que no se hallan en ella; y esto, a mi ver, no tiene inconveniente; porque así como el Espíritu Santo inspiró a los Profetas y a los Evangelistas las cosas que dijeron, así puede inspirar a los predicadores las que ellos dicen. A lo menos, cierto predicador de mucha fama así me lo dijo a mí; y aunque es verdad que esta doctrina no asentó muy bien a mi razón, pero al fin bien conocí que era de mucha conveniencia. Finalmente, allí se fingen o se cuentan sucesos y ejemplos trágicos y horrorosos que nunca sucedieron, adornándolos y vistiéndolos con tan extrañas circunstancias, que claramente se conoce que son novelas; y con todo eso, vemos que hacen mucho fruto, porque la gente gime, llora, suspira y se compunge. Mire ahora vuestra paternidad si se miente en los púlpitos.

8. -No le puedo negar que por nuestros pecados hay mucho de eso -replicó el provincial-, pero siempre es un atrevimiento y aun una desvergüenza intolerable. Y a cualquiera predicador a quien le cogieran en alguna de esas imposturas, se le debiera castigar severamente y quitarle para siempre la licencia de predicar.

-¡Ah padre nuestro! -respondió fray Gerundio-. Si se hiciera eso, ¿quién había de predicar los sermones de cofradía? ¿Y cuántos hombres honrados quedarían por puertas, o necesitarían aprender otro oficio?

9. -Pero dígame, hijo: ya que por esos disparatados motivos levantó a esos graves autores el falso testimonio de que afirmaban que Santa Ana había tenido a la Virgen veinte meses en su vientre, ¿a qué propósito, o a qué despropósito, trajo para probarlo el texto de hic mensis sextus est illi? ¿Seis meses son por ventura veinte?

-Lo primero, padre nuestro, que yo no traje el texto para lo de veinte, sino para lo de meses; y para eso el hic mensis venía que ni de molde. Lo segundo, que aunque le hubiera traído para lo de veinte, tampoco podía venir más al caso; porque la cuenta es clara: donde hay seis, hay cinco; seis y cinco son once; donde hay once, hay nueve; y nueve y once son veinte. Conque vele ahí los veinte clavados por las equipolencias; que no estoy tan en ayunas de súmulas como algunos piensan.

10. Reventaba de risa el provincial, no obstante su genio adusto y algo cetrino, al oír unos disparates, por una parte tan garrafales, y por otra tan inocentes; y prosiguiendo ya por entretenimiento lo que había comenzado por vía de amorosa corrección, le preguntó:

-¿Y qué graves autores dicen que Santa Ana fue abuela de la Santísima Trinidad? ¿No ve que ésa es una herejía formalísima; porque la Santísima Trinidad es increada, es improducible, es eterna, y consiguientemente no puede tener madre ni abuela? Por aquí conocerá ahora cuánto le conviene estudiar teología, aun para ser predicador; porque si la estudia, no dirá herejías como ésta.

-Como yo no diga otras herejías -respondió fray Gerundio-, no me llevarán a la Inquisición.

-También yo lo creo -replicó sonriéndose el provincial-, porque a la Inquisición no llevan a los tontos. Pero, ¿dejará de conocer que ésa es herejía?

-¡Buena herejía de mis pecados! -dijo fray Gerundio-. Pues dígame vuestra paternidad, padre nuestro, ¿Santa Ana no fue madre de nuestra Señora? Sí, porque así lo dice el texto: Dixit discipulo: Ecce mater tua. ¿Nuestra Señora no fue madre de Cristo? También, porque así lo afirma San Juan: Dixit matri suae: Ecce filius tuus. Luego Santa Ana fue abuela de la Santa Trinidad.

-Si no estuviera más en ayunas de súmulas de lo que piensa -replicó el provincial-, no había de sacar esa consecuencia, sino ésta: Luego Santa Ana fue abuela de Cristo.

-Pues, ¿qué más me da una que otra, padre nuestro? -preguntó fray Gerundio.

-Pues, ¿qué? -le dijo el provincial-. ¿Cristo es la Santísima Trinidad?

-Así lo fuera yo -respondió fray Gerundio. Et Trinitatem in unitatem veneremur. Conque ¿me negará vuestra paternidad muy reverenda que Cristo es la Santísima Trinidad?

-¡Y cómo que lo negaré! -respondió el provincial-. Es la segunda persona de la Trinidad, pero no es la Trinidad; así como fray Gerundio es persona del convento, pero no es el convento. Y si no, argüiría bien el que dijese: Cecilia Rebollo fue madre de Catanla Cebollón; Catanla Cebollón fue madre de fray Gerundio de Zotes, persona del convento de Colmenar de Abajo; luego Cecilia Rebollo fue abuela del convento de Colmenar de Abajo. Tampoco arguyó bien el hermano fray Gerundio; y cierto hubiera sido mejor que el retórico no hubiese atendido al argumento.

-Padre nuestro -le respondió fray Gerundio-, «todas ésas son galanterías de la escuela», como dice el Barbadiño.

11. -¿Y son galanterías de la escuela -replicó el provincial- decir que Santa Ana, como buena madre, enseñó a la Virgen a rezar el avemaría?

-Pues, ¿qué? -dijo fray Gerundio-. ¿Querrá vuestra paternidad negar también una verdad tan clara y tan patente? Una madre tan santa y tan cuidadosa de la buena crianza de su hija como fue la señora Santa Ana, ¿dejaría de enseñarla la doctrina cristina, ni más ni menos como está en el catecismo de Astete, comenzando por el Todo fiel cristiano hasta acabar? Y más; que hay quien diga que también la enseñó aun el mismo ayudar a misa, y que la santa niña a los siete años de su edad ayudaba a todas las misas que se decían en la iglesia de su lugar, con mucha devoción y con mucha gracia; porque ya sabe vuestra paternidad que en tiempos antiguos, como lo leí en no sé qué libro, las mujeres ayudaban a misa.

-Déjelo, fray Gerundio, déjelo; que no hay paciencia para oírle ensartar tantos y tan furiosos disparates -repuso el provincial-. ¿Es posible que sea tan pobre hombre que no advierta que el avemaría es una oración que se reza a la misma Virgen; y que si Santa Ana se la hubiera enseñado, la enseñaría a que se rezase a sí misma? ¿No ha leído siquiera en el catecismo aquella pregunta: «¿Quién dijo el avemaría? El arcángel San Gabriel, cuando vino a saludar a la Virgen»; y que ésta fue la primera avemaría que se rezó en el mundo, cuando ya no estaba en él la gloriosa Santa, que había muerto tres años antes que esto sucediese?

12. »No quiero ya hacerle más preguntas sobre la sustancia de la salutación, porque sería nunca acabar; pero no puedo menos de hacerle algunas acerca del estilo, porque algunas cláusulas me dieron mucho golpe. Verbigracia: ¿qué quiso decir en esta prodigiosa cláusula: «A este, pues, ángel transparente, diáfana inteligencia y objeto especulativo de la devoción más acre, consagra esta extática y fervorosa plebe estos cultos hiperbólicos»?

-Padre nuestro -respondió fray Gerundio-, lléveme el diablo si yo sé lo que quise decir. Sólo sé que la cláusula es retumbante, y que en sonando bien a los oídos no hay que pedirla más. Y si no, dígame vuestra paternidad quién hasta ahora ha puesto tachas a estas cláusulas que andan impresas en un solo sermón de San Andrés, y en verdad que no son más claras que la mía.

13. »Y porque el lleno de tan celestes luces no ofusque atingencias visuales, atemperaré la discreción atenta con las lustrosas circunstancias del asunto... Al destellar los crepúsculos matutinos, iluminaban el templo de flamantes resplandores, siendo el brillante candor feliz penegiris de su

acra solemnidad... Nítidos ráfagos de flamulosas antorchas, brillantes destellos de solares luces animaban afectos obsequiosos, excitando admiraciones festivas: Candidus insuetum miratur lumen Olympi». Y note vuestra paternidad de paso el modo de traer los textos, ni más ni menos como yo los traigo. Y más abajo: «En el hermoso cielo de esta magnífica capilla brillan soles en número distintos, Cristo y nuestro glorioso Santo: Fulserunt quondam candidi tibi soles; pero los identifica afectivamente la fineza, porque Cristo vitaliza con los ígneos destellos de su amor al amante corazón de San Andrés: Lampades ignis: in me manet, et ego in illo. [¡Cosa divina! Y luego me condenará vuestra paternidad el Trinitatem in unitate veneremur]. Con esta constelación hermosa, ya no hay que temer fascinaciones de la esfera; porque las luces, que podían recomendar propios resplandores, gloria stellarum, [¡Ay qué gloria! Como quien dice vultum tuum deprecabuntur], emplean hoy sus brillos en obsequiar de San Andrés glorias: Et opera manuum ejus annuntiat firmamentum». Mire vuestra paternidad si yo mismo pudiera traer texto más al caso.

14. »Padre nuestro, por ahora no quiero cansar más la atención de vuestra paternidad con alegarle más cláusulas, no sólo de este sermón, sino de otros treinta y uno que están impresos con él, y se contienen en un gran libro de a folio; los cuales todos toditos están en este mismísimo estilo, que es un pasmo, es una admiración, es una borrachera.

-Ahora lo dijo todo -replicó el provincial- sin saber lo que se dijo; porque no puede haber epíteto que cuadre ni explique mejor lo que es ese género de estilo, pues sólo un hombre embriagado con el vino de la ignorancia, de la insensatez y de la presunción puede gastarle. Y digo que tiene muchísima razón: que ese estilo y el de su salutación, esas cláusulas y las suyas, son tan parecidas como una castaña a otra castaña. Pero ¿es posible que me diga que hay un libro de sermones impresos en ese estilo? No lo creo; porque ¿quién lo había de permitir? ¿Qué tribunal había de dar licencia para eso? ¿Cómo había de tolerar que una obra como ésa nos expusiese a la risa, a la burla y aun al desprecio de los extranjeros que no nos quieren bien? Y al autor que seriamente pretendiese imprimir semejantes locuras, ¿cómo podían menos de declararle por falto de juicio y de llevarle por caridad a la casa de la misericordia de Zaragoza, o a la de los orates de Valladolid?

15. -¿Conque vuestra paternidad no quiere creer que ande impreso tal libro, y con todas las licencias necesarias, y con aprobaciones rumbosas y de muy elevado coturno?

-Digo que no lo quiero creer -respondió el provincial-, y que aunque lo vea, pensaré que sueño.

-Pues espere un poco vuestra paternidad, que yo haré que lo vea y que lo palpe.

Y diciendo y haciendo, sale fray Gerundio precipitadamente de la celda del provincial, vase corriendo a la suya, vuelve volando, trae un libro de a folio muy manoseado; porque no le dejaba de la mano el bueno del frailecito, y casi le sabía todo de memoria. Preséntale al provincial y le dice:

-¿Está impreso este libro?

-Sí, impreso está -respondió su reverendísima.

-Pues lea vuestra paternidad -continuó fray Gerundio- el primer sermón de San Andrés.

Hízolo y leyó a la letra las cláusulas arriba citadas, ni más ni menos como las había recitado fray Gerundio. Quedose pasmado; y viendo fray Gerundio que triunfaba, añadió:

-Pues ahora ábrale vuestra paternidad por cualquiera parte, y verá si se desmiente el autor, y si no es todo semejantísimo a sí mismo.

16. Abriole por el sermón que se seguía de la Concepción, y tropezó luego con esta cláusula: «Veamos, pues, en aquellas occidentales fabulosas sombras, dibujadas estas orientales marianas luces; que no es improperio a las soberanas luces el brillar entre las sombras: Lux in tenebris lucet; pues consta que entre la primordial tenebrosidad brilló la concepción de la luz: Tenebrae erant super faciem abyssi... et facta est lux». Y más abajo: «Rosas que, siendo timbre de su original pureza, carecen de las espinas de la troncal mácula: ex spinis sine spina, que puso el simbólico; porque a estas espinas preocuparon giros de radiantes estrellas: in capite ejus corona stellarum». Y para acabar la salutación: «Para ponderar la gloria que resulta a nuestra soberana Reina de su original gracia, pidamos la gracia que la comunica su gloria». Aquí se paró un poco el juicioso provincial, y dijo:

-Este predicador sabía tanta teología como fray Gerundio, pues por aprovechar un insulso retruecanillo encajó un error teológico. La gloria a ningún bienaventurado comunica gracia, ni le añade un solo gradito más a la que tenía cuando entró en ella. Pero vamos adelante.

17. Abriole en el sermón siguiente de la Expectación, y luego incontinenti se halló al principio con esta primera cláusula: «Tan complicado genio anima en la común expectación la esperanza, que su posesión y carencia son inexorables parcas de la vida».

-¡Qué diantres quiere decir aquí! -exclamó el provincial.

-No lo sé, padre nuestro -respondió fray Gerundio-; pero ahí está el primor de ese inimitable estilo: hablar al parecer en castellano, y no haber ningún castellano que lo entienda.

-Pero tenga -añadió el provincial-, que ya por el latín que se sigue saco lo que quiso decir: Nec tecum possum vivere, nec sine te. Sin duda quiso decir que con esperanza no se puede vivir, y sin esperanza tampoco; que la esperanza mata, y la falta de esperanza también.

-Vaya, que eso es, reverendo padre -dijo fray Gerundio-. Por eso dice posesión y carencia, esto es, esperanza y falta de ella; y por eso también concluye que ambas «son inexorables parcas de la vida», esto es, que la quitan. Por el hábito de mi padre Santo Toribio, que esto es hablar culto y elevado, y que yo me muero por esto.

Sin hacer caso el provincial de la sandez de fray Gerundio, prosiguió leyendo: «Complica la esmeralda púrpura flamante con esplendor virente... El Evangelio y el asunto enuncian natural incoherencia; porque si el Evangelio enuncia a Cristo en María concebido, el misterio asunta a Cristo de María suspiradamente deseado. [Ya escampa, y llovían necedades]... Áureo tritíceo cúmulo, descienden a la Aurora mariana el Verbo eterno: Ego sum panis vivus qui de coelo descendit, dice el mismo; Frumentum electorum, predijo Zacarías. Amaltea sacra, nuestra Emperatriz excelsa, a riegos de perlas, a fomentos de suspiros, anima su corazón sacra cornucopia de celestiales flores: acervus tritici vallatus floribus».

-¡Jesús! ¡Jesús! -exclamó el provincial-. ¡Y esto se predicó! ¡Y se predicó esto a un ilustrísimo cabildo! ¿Y no echaron al predicador el perrero, en vez de echarle el órgano? ¡Y esto se imprimió con todas las licencias necesarias! Vaya, hijo fray Gerundio, que ahora le disculpo.

18. «Respecto de las cláusulas que he leído, son tortas y pan pintado aquellas cláusulas de su salutación que tanto choz nos hicieron a todos: «¿Y qué te dan, Ana, en retribución por tus compendios? ¿Qué paralelos podrán expresar mis voces al decir tus alabanzas?... Es Santa Ana aquella preciosa margarita que, fecundada a insultos del horizonte, deja ciego a quien la busca... Cese la energía de los labios, y contemplen mis ojos, como áncoras festivas, un texto muy literal que me ofrecen los Cantares... Porque si esta triste y turbulenta avecilla es trono jeroglífico de la castidad, etcétera... Ea, pues; digámosla aquella acróstica oración que en sus niñeces enseñó a su hija María». Digo que estas cláusulas no merecen descalzar el pie a las otras, y que teniendo fray Gerundio estos modelos, no extraño que hubiese ensartado tan furiosos disparates. Ya no tengo paciencia para leer más, porque está bien vista la muestra del paño; y desde luego aseguro que el autor de estos sermones es sin duda algún mozalbetillo barbiponiente y atolondrado de estos que aún están con el vade en la cinta; que habiendo leído cuatro libros de estilo cultilatinorrumbático, y teniendo media docena de poetas, de mitológicos y de emblemistas, sin saber siquiera qué cosa es estilo, ni ser capaz de saberlo, se ha formado una idea de locución estrafalaria y pedantesca, y encaja ab hoc et ab illo todo cuanto se le pone delante.

19. -Poco a poco, padre nuestro -replicó fray Gerundio-; que vuestra paternidad padece en eso una enorme equivocación. El autor no es lo que vuesa paternidad piensa: no es por ahí un autorcillo como quiera; es mucho hombre, es hombrón, y ha hecho tanto ruido en España, que pocos han hecho más, ni aun tanto. Vea vuestra paternidad la primera llana del libro: lea el título de la obra y los dictados del autor, y después me dirá vuestra paternidad si es rana.

Aunque ya había cerrado el libro el provincial, y aun había hecho ademán de arrojarle con indignación por una ventana, oyendo esto a fray Gerundio, le picó la curiosidad, abrió el frontis de la obra, leyó el título y halló que decía así, ni más ni menos: Florilogio sacro. Que en el celestial, ameno, frondoso Parnaso de la Iglesia riega (místicas flores) la Aganipe sagrada, fuente de gracia y gloria, Cristo; con cuya afluencia divina, incrementada la excelsa palma mariana (triunfante a privilegios de gracia) se corona de victoriosa gloria. Dividido en discursos panegíricos, anagógicos, tropológicos y alegóricos, fundamentados en la Sagrada Escritura, roborados con la autoridad de Santos Padres y exegéticos, particularísimos discursos de los principales expositores y exornados con copiosa erudición sacra y profana, en ideas, problemas, hieroglíficos, filosóficas sentencias, selectísimas humanidades. Su autor el R. P. Fr., etc.

20. Por un gran rato quedó atónito el bueno del provincial, no sabiendo lo que le pasaba y pareciéndole que con efecto era sueño lo que le sucedía. Pero al fin, volviendo en sí, estregándose los ojos y palpando el libro, conoció que no soñaba. Quiso ver quién había tenido valor para aprobar aquel inmenso conjunto de desatinos y para votar que se diesen a luz unos sermones que, no sólo no debieran imprimirse, aunque no fuese más que por el honor de la nación, pero ni debieran los superiores, a quienes tocaba, haber permitido que se predicasen.

-Pues, no metiéndonos por ahora en más honduras y sin detenernos en examinar una infinidad de proposiciones osadas, disonantes y aun erróneas respectivamente, sólo la broza, el fárrago, el hacinamiento pueril de citas, textos, autoridades y lugares de todas especies, traídos sin método, sin juicio, sin elección, sin oportunidad, y las más veces por pura asonancia; sólo el intolerable abuso de valerse, por lo menos, tanto de los autores profanos como de los sagrados, hombreando Marcial, Horacio, Catulo y Virgilio con San Pablo y con los profetas, y usando más de Beyerlinck, Mafejan, Aulio Gelio y Natal Cómite que de los Padres de la Iglesia; sólo el estrafalario, el loco y aun el sacrílego empeño de apoyar los misterios más sagrados y las acciones más ejemplares y más serias de los santos con una fábula, con una noticia mitológica o con una superstición gentílica; sólo el estilo tan fantástico, tan estrambótico, tan puerilmente hinchado y campanudo; sólo un lenguaje tan esguízaro, tan bárbaro, tan mestizo, que ni es latino, ni griego, ni castellano, sino una extravagantísima mezcla de todos estos tres idiomas; sólo por esto, vuelvo a decir, que verá y notará cualquiera que tenga ojos en la cara, merecía el tal predicador que desde el primer sermón le hubieran quitado la licencia de predicar. Pero, ¡no sólo no haber hecho esto, sino haberle permitido que imprimiese tales sermones! ¡Haber encontrado quién se los aprobase! Veamos quiénes fueron los censores.

21. Aún más pasmado quedó el celoso provincial cuando leyó el número, la autoridad y los elogios que daban al autor los aprobantes. Es verdad que en medio de los elogios, le pareció como que divisaba algunas cláusulas que le sonaban a pullas, o a discretas advertencias del modo con que el padre predicador apostólico debiera haber escrito, bien que temió que esto acaso podía ser malicia suya.

-Los primeros aprobantes dicen que han «leído el Florilogio sacro con singularísimo gusto»; y añaden inmediatamente: «¡Ojalá que con igual aprovechamiento!» ¿Qué sabemos si en esto quisieron decir: ¡Ojalá que el padre predicador apostólico nos hubiera edificado tanto como nos ha divertido! ¡Ojalá que hubiera hablado más al alma y al aprovechamiento, que al gusto y a la diversión! ¡Ojalá que se hubiera dejado de flores, y de flores tan vulgares, tan inútiles y tan silvestres, y que nos hubiera dado sazonados frutos!

Notó también que dichos aprobantes aplicaban a la obra un elogio que Cino y Praxitelo dieron a la Cloaca de Galeno, y se le ofreció si acaso lo decían por lo que esta obra tiene también de sentina, pues toda ella huele a gentilidad y a pedantismo que apesta.

22. -El segundo aprobante, sumamente respetable por todas las circunstancias de su dignidad y de su persona, da bastantemente a entender que aprobó la obra in fide parentum, y que la leyó por poderes, siendo muy verosímil que sus muchas y graves ocupaciones no le diesen lugar para registrarla de otra manera. Y a la verdad fue disculpable en los excesivos elogios que la dio; porque ¿quién se había de persuadir a que no los merecían unos sermones que pretendía estampar un predicador apostólico, un lector de teología y un cronista de su orden? Fuera de que quizá tendría presente lo que dijo cierto poeta en caso semejante: «Que los poetas que alaban y los censores que aprueban, nunca dicen lo que los autores son, sino lo que debieran ser». Finalmente, en todo caso, al fin de la censura, hablando de cierto sermón que el autor predicó en la misma ciudad donde vivía a la sazón el reverendísimo, dice que tuvo «la fortuna ingrata de no haberlo oído». Y si yo me conozco en desengaños, no es corto el que le ofrece en esta breve cláusula; pues ello, ingrata o no ingrata, ya dice que el no haberle oído fue fortuna suya. Yo a lo menos por tal la tengo.

23. «El tercer aprobante, de circunstancias no menos respetables que el segundo, no se anda en dibujos; y, con toda la claridad y gravedad que correspondía a su elevado carácter, desde luego le declaró lo mucho que le sobresaltó el título de Florilogio sacro, que le hizo entrar ya leyendo el libro «con advertencia», que es decir, en cortesía, con desconfianza por lo mucho que disuena lo florido con lo apostólico, siendo muy extrañas del apostólico predicador las flores. Y aunque después procura dorarle suavemente la píldora para que la trague, en todo acontecimiento el acíbar medicinal allá va. Si no hiciere buen efecto, atribúyalo el enfermo a su mala disposición.

24. «Pero al fin -concluyó el provincial, volviéndose a fray Gerundio-, sea lo que fuere de las aprobaciones, dígole que no le he de volver este libro; porque cosa más a propósito para acabarle de rematar en ese perverso gusto que tiene de componer sermones, es imposible que se haya estampado, ni que se estampe en todos los siglos de los siglos.

-Padre nuestro -dijo fray Gerundio-, el libro me le volverá vuestra paternidad, porque no es mío.

-Pues, ¿de quién es? -preguntó el provincial.

-No se lo puedo decir a vuestra paternidad -respondió fray Gerundio-, porque me le prestaron en confesión.

Resonó en toda la celda una espantosa carcajada al oír tan gracioso despropósito; pero fray Gerundio, sin turbarse, prosiguió diciendo:

-Y en orden a las tachas que vuestra paternidad le pone; lo que yo veo es que corre con grande aplauso; que la impresión se despachó luego, y no se halla uno por un ojo de la cara, porque los que le tienen le guardan como oro en paño; y en verdad que todos son hombres de buen gusto; y que el autor se hizo famosísimo en España por una obra que publicó, dicen que en el mismo estilo que el Florilogio, contra cierto escritor que ha metido gran ruido en este siglo. Conque si esto es predicar mal y con mal estilo, yo digo claramente a vuestra paternidad que no pienso predicar con otro estilo, ni de otra manera, mientras Dios me guarde el juicio.

Dijo, y sin hablar más palabra volvió las espaldas, y se despidió broncamente de aquella reverendísima asamblea.

25. No se puede ponderar lo irritado que quedó el provincial a vista de aquel desahogo y de una despedida tan irreverente y tan desatenta. Iba a mandar con el primer movimiento de la cólera que le emparedasen; pero algunos padres maestros, que conocían mejor la candidez de fray Gerundio, le aseguraron que aquélla no era malicia, sino pura inocencia y una mera simplicísima intrepidez. Con esto se sosegó, y se contentó con decir que si como él estaba ya para acabar el provincialato hubiera de proseguirle, tarde subiría al púlpito el majadero de fray Gerundio: expresión que no se sabe cómo se le escapó, porque era hombre moderado y comedido. Pero Dios nos libre de un hombre colérico cuando todavía están calientes las paredes.

26. Mientras pasaba esto en la celda del provincial, andaba una terrible zambra en el convento entre los frailes de escalera abajo sobre la misma salutación. Es verdad que los más eran de la propia opinión que nuestro padre, conviene a saber: que era imposible predicarse cosa más disparatada. Pero otros defendían que había sido un asombro; y aunque no dejaban de conocer que había dicho muchos desatinos, pero los disculpaban con la poca edad, con los ningunos estudios, y en fin decían que el talentazo, el garbo, la voz y la presencia lo suplían todo. Sobre todo, el formidable partido de los legos se le calzó enteramente, y no le faltó siquiera un voto para que desde luego le ordenasen y le hiciesen predicador. Pero los que más a banderas desplegadas se declararon por él entre los legos, fueron el socio del provincial y el sacristán segundo de la casa. Éstos eran votos de grande consecuencia; porque el socio había cogido al bueno del provincial las sobaqueras, de tal manera, que hacía más caso de él que de muchos padres graves, y era voz común en la provincia que le dominaba.

27. El sacristancillo segundo por su término no le iba en zaga. Era un leguito que ni de molde: de mediana estatura, carirredondo, agraciado, lampiño, ojos alegres y chuscos, pulcrísimo de hábito, vivaracho, oficioso, servicial y mañoso, porque sabía hacer mil enredillos de manos. Cortaba flores, dibujaba decentemente, componía relojes, acomodaba vidrios; y para una cazuelita, para una tarta, para una bebida tenía unas manos de ángel. A favor de estas habilidades y de su genio blando y un si es no es zalamero, se insinuaba en las celdas, con especialidad de los padres graves, hacíalos la cama, limpiábales las mesas, batíalos el chocolate, servíalos en otros mil menesteres; y como le encontraban pronto para todo, se había granjeado, no sólo el cariño, sino la confianza de los más, que casi los daba la ley y los hacía querer todo lo que él quería, y alabar todo lo que él alababa. No es decible cuánto importaron a fray Gerundio estos dos votos, y después el de los demás legos; porque los dos primeros llegaron a hacer blandear, el uno al provincial, y el otro a casi todos los padres gordos; y los demás, como cada cual tenía su santo de devoción, poco a poco le fueron conquistando a los frailes de misa y coro, de manera que en breves días ya casi todo el convento se declaró a favor de sus predicaderas.




ArribaAbajoCapítulo X

En que se trata de lo que verá el curioso lector, si le leyere


Pues con estos batidores, muñidores y panegiristas, viérades volverse la tortilla a favor de fray Gerundio; de manera que toda la comunidad, a excepción de algunos pocos hombres sesudos y religiosos de cuatro suelas, se echó sobre el provincial para que, supuesta su aversión al estudio escolástico y su inclinación al púlpito, le diese dimisorias para ordenarse y le nombrase predicador sabatino. Aun así y todo, costó mucho trabajo doblar la entereza del reverendísimo provincial. Pero al fin acabó de rendirle el socio de su reverendísima, que le sabía mejor que otros las escotaduras; bien que no se rindió del todo hasta que uno de los padres más graves y más maduros del convento, que quería mucho a fray Gerundio pero que contaba más de lo justo sobre su docilidad, salió por fiador de que se enmendaría en el modo de predicar, tomando de su cuenta instruirle muy de propósito en que a lo menos predicase con juicio. Pareciéndole al prelado que de esta manera aseguraba su conciencia, y debajo de estas condiciones, consintió en que se ordenase de sacerdote y le hizo predicador sabatino de aquel mismo convento, con aplauso universal.

2. El que lo celebró más que todos fue el padre fray Blas, predicador mayor de la casa y el oráculo en materia de predicar de nuestro fray Gerundio; porque, agregado ya a su gremio y hecho en cierta manera subalterno y dependiente suyo, le tenía como a su mandar para hacerle enteramente a su mano, y se proponía sacar en él un discípulo que eternizase la fama del maestro, como el tiempo lo acreditó.

3. Receloso de esto aquel padre grave que había salido por fiador de su enmienda y se había ofrecido al provincial a instruirle, antes que le acabase de pervertir el padre fray Blas, con el pretexto de ir a recrearse algunos días a cierta granja del convento, le llevó en su compañía, y de propósito se detuvo en la casa de campo un mes cumplido para tener más tiempo de insinuarle con destreza sus instrucciones, esperando que se le pegarían, por cuanto no tenía al lado al predicador mayor, que era el que principalmente embarazaba prendiese en él la semilla de la buena doctrina que le daban; porque con sus disparatadas lecciones, y mucho más con sus ejemplos, todo lo echaba a perder. Llamábase el maestro Prudencio este padre grave, y le cuadraba bien el nombre; porque era hombre prudente, sabio, más que regularmente erudito, de genio muy apacible, aunque demasiadamente bondadoso, y por eso fácil a persuadirse a cualquiera cosa y también a ser engañado.

4. La primera tarde, pues, que salieron los dos a pasearse por entre una frondosa arboleda, dijo el maestro Prudencio a fray Gerundio con llaneza y con cariño:

-¿Conque en fin, amigo fray Gerundio, ya eres sacerdote del Altísimo y predicador sabatino del convento?

-Sí, padre maestro -respondió fray Gerundio-, gracias a Dios, a la intercesión de vuestra paternidad y a la de otras buenas almas.

-Ya sabes -continuó el maestro Prudencio- que salí por fiador con nuestro padre provincial de que cumplirías con tu obligación, y de que no nos sonrojarías.

-De eso pierda cuidado vuestra paternidad -respondió fray Gerundio-; que espero en Dios desempeñarle a satisfacción, y que no se arrepienta de la fianza.

-Pero, hombre, ¿cómo ha de ser eso -le replicó el padre maestro-, si no has estudiado palabra de filosofía, ni de teología, ni de Santos Padres, ni de retórica, ni de elocuencia y, en fin, de ninguna otra facultad? Y un perfecto orador, dice Cicerón, nada debe ignorar, porque se le han de ofrecer mil ocasiones de hablar de todo.

5. -Cicerón, padre maestro -dijo fray Gerundio-, hablaba de aquellos oradores profanos y gentiles que trataban en cosas muy distintas que nuestros predicadores.

-Pues, ¿de qué trataban? -le preguntó el padre maestro.

-Yo no lo sé -respondió fray Gerundio-; porque no he visto cosa alguna de aquellos oradores, más que unas pocas de oraciones del mismo Cicerón, que nos hacía construir el dómine Zancas-Largas; y ésas parece que todas se reducían, o a defender a un acusado, o a acusar a un reo, o a excitar los ánimos del pueblo y de la república a alguna resolución o empresa que fuese útil para todos. Y también me acuerdo haber construido una u otra que parecía elogio de algún ciudadano que había hecho servicios importantes a la república, o acciones gloriosas que podían ceder en esplendor y mayor lustre de toda ella.

6. -Con efecto; de eso trataban los oradores gentiles -replicó el padre maestro-; y a eso se reducía el fin y la materia de todas sus oraciones, a mejorar las costumbres. Y para eso sólo se valían de tres medios: de defender la virtud injustamente acusada y perseguida, de acusar al vicio inicuamente abrigado y defendido, y de elogiar a los virtuosos, proponiéndolos al pueblo por dechado y exhortándole a la imitación. Pues ves aquí, amigo fray Gerundio, como por tu misma confesión, aunque sin reparar en ello, el mismo fin debe ser el de un orador cristiano en sus sermones, que era en sus oraciones el de un orador gentil; y los mismos deben ser los medios. El fin es mejorar las costumbres, y los medios son: enamorar de la virtud, representando su hermosura y conveniencias (y esto se llama defenderlas); o infundir horror al vicio, pintando con viveza su deformidad y las desdichas aun temporales que arrastra (y esto se llama acusarle); o, finalmente, elogiar a los santos y a los hombres virtuosos, proponiéndolos por modelo al pueblo cristiano y exhortándole a la imitación de sus ejemplos. De manera que la famosa división de nuestros sermones en panegíricos y en morales está reducida a esto, y a esto también se reducía la división de las oraciones profanas. Conque, si Cicerón pedía en el orador profano tanto fondo de doctrina, porque se le habían de ofrecer mil ocasiones de tratar de todo, lo mismo se debe pedir del orador cristiano. Y consiguientemente, sabiendo yo que tú eres un pobre ignorante, discurre si me dará cuidado mi fianza.

7. -No tiene que dársele a vuestra paternidad -replicó fray Gerundio-; lo primero, porque andan por ahí muchísimos que no saben más que yo y son unos espantapueblos en esos púlpitos de Cristo; y, lo segundo, porque Cicerón no es algún Evangelista ni Padre de la Iglesia, y así importa un pito que él pida tanta sabiduría en el orador.

-No es Padre de la Iglesia ni Evangelista -respondió el maestro Prudencio-; pero es, y se llama con mucha razón, el príncipe de los oradores; y, como tal, pocos supieron mejor que él lo que es menester saber para persuadir a los hombres a que sean mejores, que es el fin de todo orador, como ya llevamos dicho.

-Y para saber persuadir a los hombres a que sean mejores -preguntó fray Gerundio- ¿es menester saberlo todo?

8. -Sí -respondió el maestro Prudencio-; en sentir de Cicerón, menos algunas curiosidades de astrología, de matemáticas y de física, que sirven más para la diversión que para el aprovechamiento, el orador debe saber, o a lo menos estar más medianamente tinturado, en todas aquellas facultades que dicen relación a las costumbres y a las inclinaciones del hombre. Para combatir unas pasiones y excitar otras, debe estar instruido en la naturaleza de todas, y esto no puede ser sin estar bien informado de su composición. Ve aquí la necesidad de la filosofía. Para definir, proponer, dividir, probar y discernir entre sofismas y razones, entre paralogismos y discursos sólidos, es menester la lógica o la dialéctica. Sin un grande conocimiento de las leyes divinas y humanas, no es fácil distinguir qué acciones de los hombres son conformes a ellas o disformes, cuáles se han de aplaudir, cuáles se han de condenar. Y esto ya ves que no se puede saber sin tener muy profunda noticia de la teología moral, más que mediana del derecho canónico y una tintura por lo menos del derecho civil. Como las pasiones humanas nunca se conocen mejor que por los hechos, y como sola la historia es la que nos da noticia de los pasados, conocerá muy mal a los hombres el orador que no estuviese muy versado en la historia antigua y moderna, sagrada, eclesiástica y profana. ¿Y quién creerá que hasta la poesía es muy necesaria al orador? Pues lo dicho, dicho: ninguno será buen orador, si no tiene algo y aun mucho de poeta. No hablo de aquella poesía que facilita el modo de hacer versos, esto es, de hablar o de escribir en determinado número y medida; que esto es cosa muy accidental a la poesía. Hablo del alma, de la sustancia, del espíritu de la misma poesía, que consiste en la elevación de los pensamientos, en lo figurado de las expresiones, en la invención, idea y novedad de los discursos. Porque, sin esto, ¿cómo se pueden pintar con viveza los caracteres? ¿Cómo se pueden mover y remover con eficacia los afectos? ¿Cómo se pueden proponer las verdades más triviales con novedad y con agrado? Y ves aquí por qué dice Cicerón (éstas son sus formales palabras) que «el orador debe poseer la sutileza del lógico, la ciencia del filósofo, casi la dicción del poeta, y hasta los movimientos y las acciones del perfecto actor o representante». Y has de estar en la inteligencia de que el nombre de filósofo, en la antigüedad, no significaba un hombre precisamente versado en aquella ciencia que ahora llamamos filosofía; significaba un hombre lleno, un hombre verdaderamente sabio en todas las facultades. El orador que no está versado en ellas, aunque tenga buenos talentos, a la legua se le conoce. Anda arañando aquí y allá noticias triviales, conceptillos comunes para llenar su sermón, que al cabo sale un descamado esqueleto, mostrando bien, como dice cierto ilustrísimo prelado, que «no habla porque está lleno de verdades, sino que anda buscando verdades porque tiene precisión de hablar».

9. -Eso sería bueno -replicó fray Gerundio- si los predicadores hubiesen de predicar de repente. Pero en no admitiendo sermones si no es con dos o con tres meses de término, está todo remediado; porque en este tiempo se pueden tomar de las bibliotecas y de las polianteas cuantas especies se quieran de todas las facultades, no sólo para llenar, sino para atestar un discurso.

-Así saldrá él -respondió el maestro Prudencio-, y no habrá hombre entendido que no lo conozca. A las mujeres, al populacho y a aquellos semisabidillos que solamente lo son por lectura de socorro, puede ser que les parezca cosa grande; pero los que tienen buenas narices al punto perciben el fárrago, la inconexión, el hacinamiento y la indigestión de las especies, que ninguno tiene peor sabidas que el mismo que las ostenta con tanto aparato. No hizo más que trasladarlas del libro al papel, del papel a la memoria, de la memoria a los labios; y si se las tocan dos días después, le cogen tan de repente como si jamás las hubiera decorado. Predicadores jornaleros, que sólo trabajan lo que basta para salir del día. Quien no gasta muchos años en prepararse de antemano, nunca se preparará de repente; y al contrario, presto se dispondrá bien para un sermón particular el que anticipadamente se halla ya prevenido para todos.

10. -Y esa prevención, padre maestro -preguntó fray Gerundio-, ¿cómo se ha de hacer?

-Ya te lo he dicho -respondió el maestro Prudencio-: primeramente estudiando las facultades necesarias, y después leyendo con mucha reflexión, observación y penetración a los Santos Padres, a los expositores y oradores más acreditados.

-¡Jesús, padre maestro! -replicó fray Gerundio-. Sería ya un hombre carcuezo antes de ser predicador, porque para estudiar todo eso eran menester muchos años.

-A lo menos -respondió el maestro- ninguno debiera ser predicador que no fuese maduro y bien adulto; porque el demasiadamente joven puede tener ingenio, puede tener habilidad, puede tener viveza, puede tener talentos y todo lo demás que se quisiere; pero no puede tener la ciencia, noticias, especies y extensión necesaria, porque ésta no se adquiere sin mucho estudio y lectura, y para la mucha lectura son menester muchos años. Añádese que a los predicadores demasiadamente jóvenes, si no suplen la falta de representación con una virtud extraordinaria, nunca se les puede tener el respeto y la veneración que son tan necesarias para que hagan fruto los que ejercitan este sagrado ministerio, sin hablar de otros inconvenientes que no es menester decirlos para que cualquiera se haga cargo de ellos.

11. -Pues, ¿por qué se empeñó vuestra paternidad -le preguntó fray Gerundio- en que a mí me hiciesen predicador, siendo así que apenas he hecho más que cumplir los veinte y cinco?

-Extraño mucho que me hagas esa pregunta -respondió el padre maestro, no sin algún enfadillo-. ¿Tan presto te has olvidado de lo que tú mismo me importunaste para que hiciese este empeño? Fuera de que, viéndote encaprichado en no seguir los estudios y que echabas los bofes por aplicarte a esta otra carrera, quise ver si podías servir de algo en la religión, especialmente que los predicadores sabatinos apenas son más que aprendices de predicadores; porque solamente se les encargan algunos sermoncillos domésticos, de poco o ningún concurso, para que se vayan ensayando; y me pareció que en este tiempo podría suplir el arte lo que faltaba al estudio y a la edad.

12. -¿Conque el arte ya puede suplir eso? -replicó fray Gerundio.

-Enteramente no lo puede suplir -respondió el padre maestro-, pero de alguna manera sí.

-Por Dios, dígame vuestra paternidad, ¿cómo podrá suplirlo?

-Leyendo con cuidado buenos originales -respondió el maestro Prudencio-, esto es, los sermonarios de los mejores predicadores que han florecido en España, y procurando imitarlos, así en la sustancia como en el modo.

-Pero ¿cuáles tiene vuestra paternidad por los mejores sermonarios? -preguntó fray Gerundio.

-Toda comparación es odiosa -respondió el padre maestro-; así, no metiéndome por ahora en calificaciones respectivas, te digo que los sermones de Santo Tomás de Villanueva, en la naturalidad, en la suavidad y en la eficacia, son un hechizo del entendimiento y del corazón. Los de fray Luis de Granada, a quien llamaron con razón el Demóstenes español, en el nervio, en la solidez y en aquella especie de elocuencia vigorosa que, a guisa de un torrente impetuoso, todo lo arrastra tras de sí, acaso tendrán pocos semejantes. La novedad de los asuntos, la ingeniosidad de las pruebas, la delicadeza de los pensamientos, la oportunidad de los lugares, la viveza de la expresión, la rapidez de la elocuencia que reinan en los más de los sermones del padre Antonio Vieira, quizá le merecieron el epíteto, que le dan muchos, de monstruo de los ingenios y príncipe de nuestros oradores.

13. -En verdad -replicó fray Gerundio- que entre esos muchos, no tiene vuestra paternidad que contar al autor del Verdadero método de estudiar, el cual dice que «en sus sermones no se hallará artificio alguno retórico, ni una elocuencia que persuada». Que «por haberse dejado arrebatar del estilo de su tiempo, tal vez fue aquel que con su ejemplo dio materia a tantas sutilezas, que son las que destruyen la elocuencia». Que «sus sermones están llenos de galanterías que divierten, pero que no persuaden». Que «los que les aplican aquellos grandes epítetos de maestro del púlpito, príncipe de los oradores, maestro universal de todos los declamadores evangélicos, águila evangélica, o no le entienden, o hablan apasionados». Finalmente, que «era un hombre estimado en Portugal, pero no en Roma», como se lo oyó el autor «a muchos jesuitas que tenían de él perfecta noticia».

14. -También yo la tengo -respondió el maestro Prudencio- de eso y de todo lo demás que dice el Barbadiño, autor de esa obra que me citas, contra este insigne hombre. Debiera éste quejarse si le tratara a él de otra manera que trata a casi todos los hombres grandes que florecieron en todas las facultades, siendo su empeño conocido dar a entender que todo el mundo tenía los ojos cerrados hasta que él vino a abrírselos por caridad, haciéndole ver que eran unos pobres idiotas los que él calificaba por maestros. Nada se le dará al padre Antonio Vieira, antes le estará muy agradecido, de que en materia de elocuencia cristiana le lleve a él por el mismo rasero por donde llevó, en materia de teología a Santo Tomás, San Buenaventura, Suárez, Vázquez y a todos los escolásticos; en materia de filosofía, a todos cuantos no la escribieron à la dernière, et sic de reliquis. No obstante, si su crítica no fuera tan universal, tan despótica y tan indigesta; si se hubiera contentado con decir que el padre Vieira, especialmente en algunos de sus sermones panegíricos, se dejó llevar, con algún exceso, y aunque dijese con mucho, de aquella especie de entusiasmo que arrebataba a su fogosa imaginación, y que rompía en las primeras ideas que le ocurrían a ella, las cuales eran por lo común sutilísimas, agudísimas, pero menos sólidas, adelante; yo por lo menos no me opondría a eso; porque estoy persuadido a que muchos de sus sermones, singularmente de los panegíricos, adolecen de este achaque. Por eso pudiste notar que yo no te lo propuse por modelo en todos, aun en aquellas determinadas cosas de que le alabé, sino en los más. Pero pronunciar en cerro y, como dicen, a red barredera que en sus sermones no se hallará artificio alguno retórico, ni una elocuencia que persuada, no fue tirar la barra de la crítica más allá de lo justo; fue propiamente tirar a desbarrar.

15. «En cuanto al artificio retórico, ni uno solo se señalará de sus sermones que no esté dispuesto con el más perfecto, con el más vivo, con el más natural y, al mismo tiempo, con el más disimulado; si es que efectivamente hay otro artificio retórico que un entendimiento bien lleno de su asunto, una imaginación fecunda, viva, espiritosa y animada, con una facundia natural, pronta, abundante y expresiva. El que estuviere dotado de estas prendas, como lo estaba el padre Vieira en superlativo grado, hará, sin pretenderlo y aun sin advertirlo, unas composiciones tan retóricas, que el mismo Tulio las admiraría; y colarán naturalísimamente de su boca y de su pluma, no sólo aquellos tropos y figuras que hizo advertir la observación, sino otras muchas que no se habían observado y que quizá son más enérgicas que las ya sabidas. Quien no descubriere este artificio en cualquiera de los sermones del padre Vieira, no entre a leer los libros sin lazarillo.

16. «Por lo que toca a la elocuencia que persuada (que es la única que merece el nombre de elocuencia castiza y de ley), quisiera yo me señalase con el dedo el Barbadiño otra más activa, más vigorosa, más triunfante que la del padre Antonio Vieira, singularmente en todos los sermones puramente morales, y también en muchos panegíricos. Lea con reflexión los capitales asuntos que trata en los sermones de Adviento y de Cuaresma, donde desmenuza los novísimos y promueve las verdades más terribles de la religión; y dígame qué orador antiguo ni moderno trató jamás estos puntos con mayor viveza, con mayor solidez, con mayor valentía, ni con más triunfante eficacia. Es un Ródano, es un Danubio, es un Tekesel que quiere decir espantoso, río de la Etiopía llamado así por su asombrosa rapidez: todo lo lleva tras sí, todo lo arrastra, todo lo arrebata. No hay entendimiento que no se rinda a la convincente solidez de sus razones, y apenas hay corazón que resista al rápido, vigoroso impulso con que le combate; tanto, que oí decir a un célebre misionero jesuita que si se formase un cuerpo de misión de los sermones del padre Vieira, entresacando los que corresponden a los asuntos que se suelen predicar en esta sagrada batería, con dificultad habría otros que conquistasen más almas, especialmente en auditorios cultivados y capaces. Y en efecto: consta de la vida de este hombre prodigioso que no hizo menos fruto en los corazones con sus sermones morales, que causó admiración, así en España como en Italia, con la mayor parte de los panegíricos.

17. «En Italia, vuelvo a decir, por más que el cetrino Barbadiño nos quiera persuadir que oyó a muchos jesuitas italianos que «el padre Antonio Vieira era un hombre estimado en Portugal, pero no en Roma». ¿A qué jesuitas pudo oír semejante despropósito, sino que fuese a los cocineros de las muchas casas que tiene la Compañía en aquella corte? Estoy por decir que aun éstos no ignoran el gran ruido que hizo en ella, cuando fue llamado de su general por haberle significado el papa Alejandro VII, muchos cardenales y la famosa reina Cristina de Suecia la gana que tenían de oírle, por lo mucho que había publicado de él la fama en toda Europa. No ignoran que después de haber predicado varias veces en presencia del Sacro Colegio, convinieron todos en que era aún mucho mayor que su fama. No ignoran que habiendo predicado, digámoslo así, a competencia con el mayor orador que tuvo la Italia en aquel siglo, el reverendísimo padre Juan Paulo Oliva, predicador apostólico de tres Sumos Pontífices y general de toda la Compañía; no obstante el elevado mérito de este hombre verdaderamente grande; no obstante el estar reputado, y con razón, por el evangélico Demóstenes de Italia; no obstante la pasión natural con que necesariamente le habían de mirar todos los patricios; no obstante el peso que había de hacer en la balanza, o el respeto, o la dependencia, o la adulación, o todo junto, viéndole cabeza suprema de toda su religión, y con una autoridad casi despótica en la corte de Roma por la grande estimación que hicieron de él los tres Sumos Pontífices que le alcanzaron: no ignoran, vuelvo a decir, los jesuitas que, no obstante todo esto, en los dos sermones que en la fiesta de San Estanislao de Kostka predicaron el general y el súbdito, el italiano y el portugués, los extraños y los domésticos dieron al de éste la preferencia.

18. «No ignoran que el mismo general, en una carta que le escribió después, desde Roma a Lisboa, le llama «intérprete verdadero de la Escritura, singular órgano o arcabuz del Espíritu Santo, modelo de oradores y padre de la elocuencia»; siendo así que los superiores de la Compañía, y especialmente el supremo de todos, en las cartas que escriben a sus súbditos, aunque no les escaseen las expresiones paternales, les dispensan con mucha circunspección y con grande economía los elogios. Éstos que el reverendísimo Oliva dedicó al padre Vieira, no sólo no los ignoran los jesuitas de Roma, pero pudiera y debiera no ignorarlos el mismo Barbadiño; pues se hallan estampados en uno de los dos tomos de cartas de dicho general que se dieron a la luz pública. Finalmente, no ignoran los jesuitas que el mismo papa Alejandro y la reina Cristina desearon con ansia que se quedase en aquella corte; el uno, para oráculo de su capilla pontificia; y la otra, para ornamento de su real, discretísimo y doctísimo gabinete, donde concurrían los hombres más sabios y más eminentes de la Europa toda, que eran los que principalmente componían la corte de aquella extraordinaria princesa; por lo que dijo de ella con singular discreción Samuel Bochart, haciendo el cotejo entre la reina de Sabá, que fue a conocer y a consultar a Salomón, y la reina Cristina:


Illa docenda suis Salomonem invisit ab oris;
undique ad hanc docti, quo doceantur eunt.

Que tradujo así un poeta castellano:


Aquélla, por oír a un sabio,
su corte y su patria deja;
los sabios dejan las suyas
sólo por oír a ésta.

Pero así el Papa como la reina desistieron de su empeño por no mortificar al religiosísimo y celosísimo padre; que, habiéndose dedicado con voto al apostólico cultivo de los negros bozales del Brasil, y haciéndose intolerables los aplausos que le tributaba la Europa, suplicó rendidamente a la cabeza de la Iglesia y a aquella sabia princesa le permitiesen restituirse adonde le llamaba su espíritu y el de la divina vocación.

19. «Así lo hizo, sin que tampoco fuesen capaces de detenerle en Lisboa las instancias del rey de Portugal, que quiso fijarle en ella para tener el consuelo de oírle como maestro desde el púlpito y obedecerle como padre en el confesionario, fiándole la dirección de su real conciencia. Mas el gran Vieira, firme en su apostólica vocación y superior a todas las fugaces honras con que le brindaba el mundo, enamorado de sus portentosos talentos, renovó en la corte del rey don Pedro el ejemplo que ciento y treinta años antes había dado San Francisco Javier en la del rey don Juan; pues supo representar con tanta eficacia a aquel monarca cuánto más y cuánto mejor le serviría en el Brasil, que el príncipe se dejó persuadir. Nada de esto ignoran los jesuitas italianos. Pues, ¿quiénes pudieron ser aquellos muchos jesuitas romanos a quienes oyó el Barbadiño que el padre Vieira era hombre estimado en Portugal, pero no en Roma? Harto será que cuando le pareció oír esto, no tuviese arromadizados los oídos, o a lo menos atronados, con el sonido de la tuba magna, de cuyos estruendosos ecos da muestras de gustar mucho en varias partes del Método, pero con más especialidad en su furiosa Respuesta a las reflexiones de fray Arsenio de la Piedad.

20. «Y de paso puedes notar la injusticia, y aun la temeridad, con que el Barbadiño atribuye esta que él llama falta de artificio retórico y de elocuencia que persuada «al deseo que el padre Antonio Vieira muestra, en casi todos sus sermones, de agradar al público». Un hombre que con tanta modestia y con tanto empeño huía los aplausos de la primera corte del mundo, y las honras con que ésta y la de Portugal a competencia le brindaban, por ir a emplear sus raros talentos entre los zafios y tostados negros del Brasil, ¿qué caso haría de agradar al público en sus sermones, sino que fuese de aquel racional agrado que debe pretender todo orador, para que le oigan con gusto y abra el camino al provecho? Porque, al fin, aquel agrado y aquel aplauso que consiste en las obras más que en las palabras, no es impropio, antes es muy digno, de cualquiera orador cristiano. San Crisóstomo, que ciertamente no solicitaba en sus sermones el aura popular del auditorio, no sólo no hacía ascos de este agrado, sino que le solicitaba: Plausum illum desidero, quem non dicta, sed facta conficiant.

21. «No obstante lo dicho, yo convengo de buena gana con el señor arcediano de Évora (pues ya sabemos todos que lo es por la gracia de Dios y la de la Santa Sede Apostólica el llamado Barbadiño) en que, no «casi todos», sino muchos de los sermones panegíricos, y aun tal cual de los morales del padre Vieira, están llenos de pensamientos más brillantes que sólidos, más ingeniosos que verdaderos, como también de lugares de la Escritura y de exposiciones traídas o aplicadas con mayor agudeza que solidez; y, consiguientemente, que sus pruebas deslumbran, pero no persuaden; deleitan, mas no convencen. Tampoco me opondré del todo a lo que añade el Barbadiño de que «tal vez fue aquel que con su ejemplo dio materia a tantas sutilezas, que son las que destruyen la elocuencia»; con tal que no quiera significar por estas palabras, como parece lo da a entender, que el padre Vieira fue el que introdujo en el mundo este mal ejemplo, siendo el primer inventor de estas sutilezas que no hacen merced a la Escritura y hacen añicos la elocuencia.

22. «En ese caso reñiremos; porque, siendo tan erudito el señor arcediano, como ciertamente lo es, no puede ignorar que cuando nació el padre Vieira, ya estaba el mundo atestado de libros de Conceptos predicables, así en portugués como en castellano, en italiano, en latín, y aun había algunos en francés, que tenían desterrada de los púlpitos la elocuencia verdadera y la genuina y literal explicación o aplicación de la Sagrada Escritura. Dejo aparte el reinado del sentido alegórico, que, aunque propio, es el más arbitrario y consiguientemente el más expuesto a desbarrar, si no se maneja con mucho pulso y con gran tiento; el cual se apoderó de todo el siglo decimosexto y de mucha parte del decimoséptimo, en que nació el padre Vieira. Y encontró éste muy celebradas en los púlpitos las sutilezas de Mendoza, las metafísicas de Silveira, los arrojos de Guevara, los reparillos de fray Felipe Díez; y también en Italia, y aun en Francia, habían hecho grandes estragos en la elocuencia sagrada las delicadezas de los Berninis, de los Maronis y de los Mercenières.

23. «Basten estos ejemplares para probar que no fue el padre Vieira el inventor de las sutilezas del púlpito, y para que no se le recargue con que tal vez fue aquel que con su mal ejemplo dio materia para que éstas se introdujesen en perjuicio de la verdadera elocuencia. No por eso negaré que los sermones panegíricos, con especialidad, están demasiadamente cargados de ellas, y por eso no te los propongo absolutamente por modelo. Pero los morales, con toda seguridad, pueden servirte de ejemplar, aunque se encuentre en ellos tal cual agudeza o pensamiento no tan sólido; pues morales y muy morales son todas las homilías de San Juan Crisóstomo, y no obstante encontrarse en ellas uno u otro pensamiento que no parezca tan cimentado, no hay en la Iglesia de Dios modelo de elocuencia más acabado ni más perfecto.

24. Insensiblemente fueron caminando cerca de una legua en esta conversación el maestro Prudencio y nuestro fray Gerundio, el cual daba muestras de oírla con atención y con gusto: tanto, que rogó al padre maestro que tuviese la bondad de irle instruyendo poco a poco en aquellas materias, y aun le suplicó que le diese unas reglas breves, claras y comprehensivas para componer todo género de sermones panegíricos, morales, y también las que se llaman oraciones fúnebres, a cuyas tres clases pueden reducirse todas las especies de sermones que se predican. Pidiole más: que no sólo le diese reglas para componerlos, sino también para el modo de predicarlos, descendiendo hasta las mayores menudencias del gesto de la persona, de la decencia del traje, del juego de la voz y del movimiento y decoro de las acciones. Todo se lo ofreció el bueno del maestro Prudencio, bañándose, como dicen, en agua rosada y rebosando en el semblante una suma complacencia, por parecerle que le iba saliendo bien su traza, y muy persuadido ya a que había de sacar en fray Gerundio un predicador de gran pro, con desempeño de la fianza que había hecho, no sin acreditar en ella la bondad de su corazón más que la bellaquería de su buen juicio. Pero como el paseo había sido largo, era hora de comer, y los ácidos hacían su oficio en los estómagos de los dos, especialmente en el del robusto fray Gerundio, se limitó la sesión para ocasión más oportuna, y se retiraron a la granja a acallar las justas quejas de las túnicas estomacales.





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