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ArribaAbajo- XXVIII -

Delirio. Fanatismo


Hubo una pausa, durante la cual la madre y el hijo se contemplaron.

-¿Pero no me has dicho, no has resuelto...? -manifestó Esther llena de confusión.

-Usaré la palabra propia, aunque, a primera vista me desfavorezca. Mi conversión es una impostura.

-Explícamelo bien, porque me vuelves loca.

-Mi conversión es una mentira... ¿no sabes lo que es una mentira?...

-Tú me lo has dicho.

-Es que determiné que este engaño no fuera de nadie conocido. Lo he revelado por escrito a mi padre. A ti debo revelarlo también.

-¿Luego engañas a esa pobre joven, engañas a una honrada familia? -dijo Esther apartando   —290→   de sí con ambas manos la cabeza de su hijo-. ¡Daniel, impostor! ¡Oh! lo que ahora me revelas es tan indigno de ti como la apostasía. ¡Tu corazón se ha corrompido! Tú no eres tú... ¿Sabes lo que es la mentira, una mentira de esa magnitud? Daniel, vuelve en ti.

-Si no sabes aún mi secreto, mujer, ¿para qué hablas? -repuso el joven con cierto enojo.

-Tu secreto es que finges hacerte cristiano para salvar a esa joven de la tiranía de sus parientes, del ascetismo, de la deshonra. Esta conducta es más vituperable que dejarla abandonada a su suerte. Yo correré a casa de esa noble familia, y diré: «Mi hijo os engaña: no le creáis».

-Me creerán porque los hechos confirmarán mis palabras -dijo Daniel besándole las manos-. Óyeme, madre querida. Ayer por la mañana vagaba yo por la playa, interrogando a mi conciencia. ¡Ay! no puedes tener idea de aquellas terribles horas de duda. Yo tenía dos conciencias igualmente poderosas, ¿comprendes esto?... dos conciencias que daban la más horrenda batalla dentro de mí. ¡Renegar!... ¡Abandonar a un ser querido que me debe su dolor!... Ninguna de estas dos ideas podía aniquilar a la otra, y cuanto más fiero se mostraba uno de los dos dragones, con más rabia   —291→   le mordía el otro... Imploré a Dios, gritando en medio del estruendo del mar: «¡O la solución o la muerte!...». Entonces una idea iluminó de improviso mi espíritu. Sentí la alegría del que se ve rodeado de claridad celeste después de haber vivido largo tiempo en horribles tinieblas... ¡Oh! madre mía, si es cierto que el Espíritu creador y gobernador de todas las cosas habla alguna vez directamente a la razón del hombre, el Señor, Jehová, o como quieras llamarle, deslizó su palabra dentro de mí en aquel momento. Yo le sentía, sentía su voz, un divino soplo entrando en mí y llenándome; yo le sentía penetrarme todo en la forma de una convicción consoladora; y mi fatigada conciencia admitía aquel sobrehumano aviso con la emoción grande, con la turbación piadosa que sólo pueden ser producidas por la directa voz de Dios diciendo: «estoy contigo». La idea de conquistar mi bien perdido, mi esposa, por medio de una fingida conversión al cristianismo se clavó entonces en mi cerebro para no ser arrancada jamás.

-¿Quieres hacerme creer que Dios, que es la verdad, te sugirió esa indigna idea? -dijo Esther con incredulidad-. Daniel, tu imaginación delirante fue la que te ha hablado.

-¡Oh! ¡si yo pudiera llevar a tu espíritu la   —292→   convicción que hay en el mío!... Infame es la mentira; pero la situación especial de mi esposa la disculpa. Aun este motivo no sería bastante poderoso; pero hay otro mucho más grande. No te quede duda de que el Ordenador de todas las cosas habló a mi alma. ¡Qué alborozo tan vivo inundó mi corazón! Mi pensamiento gustó las delicias del más puro bien, cuando cruzaba por él esta idea inefable: «Gloria dejará de ser cristiana».

-¡Qué extraña y loca idea!

-Madre querida -exclamó Daniel con cierto desvarío-, comprende al fin la grandeza de un plan en que se conciertan el amor más ardiente y la religiosidad más valerosa. Yo traeré al reino de la verdad esa alma que ha debido estar siempre en él, esa alma cuyo único defecto es hallarse ligada al vano sentimentalismo del Crucificado, y a la engañosa filosofía del supuesto Mesías... Tú sabes cuáles son mis ideas y su admirable extensión. Ya comprenderás que mi conquista no ha de reducirse a tener un adepto al rito hebraico, que considero estrecho e insuficiente. No, yo adoro al Dios grande, al Jehová primitivo y augusto, al que dio los diez mandamientos y desde entonces no dijo más porque no había más que decir; al que en su grandeza no exige ofrendas   —293→   de verdad, justicia y bondad, no formas de culto idolátrico; nos exige pensamientos, amor, acciones y esa mirada interna que purifica, no palabras rezadas, ni retahílas dichas de memoria. A ese Dios pienso llevar a la que amo, porque Él es digno de ella y ella digna de Él. ¡Admirable triunfo y conquista preciosa! Será necesaria una superchería; ¿pero qué importa? ¿qué vale esto en comparación del bien que resulta? La salvo de su familia, del convento, del ascetismo que es la tisis del espíritu; le devuelvo la salud del cuerpo, la arranco de este horrible país, la hago mi esposa, la salvo de la idolatría del Nazareno y de ese fetichismo vacío, indigno de la elevación y pureza de su alma... ¡Oh! tengo inmensa fe en el éxito de mi empresa. No puedo equivocarme, es imposible que me equivoque. Siento el divino acento en mi oído; y el resuello a cuyo influjo existieron los mundos llega a mí y penetra como tempestad en mi corazón.

Esther le miró atentamente y con espanto, diciendo para sí con acento de vivísima amargura: -Señor, Señor, ¿has quitado la razón a mi hijo?

-¿No hallas bastante justificada mi impostura con estas razones de conciencia?

-¡Donosas razones!...

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-Tu ironía me mata. ¿Quieres una razón que es de conciencia y además mundana? Estos son los argumentos que a ti te convencen. Óyela. Has de saber que yo tengo un hijo.

Esther moviose sacudida violentamente por el asombro.

-Un hijo que se llama Jesús -añadió Daniel con sarcasmo parecido al de aquellos que decían: Si eres hijo de Dios, baja de esa cruz.

-¡Un hijo! -gritó madama Spinoza-. ¡De esa mujer!...

-¿Concibes tú que la abandone? ¿Concibes tú que deje en manos de los católicos a ese infeliz niño, reproducción de mí mismo? Él ha encendido en mi corazón los sentimientos más delicados y más puros. Me ha bastado saber que existía para reconocerme otro, creyéndome capaz de los mayores sacrificios. Veo en él al heredero de mi nombre, de mis creencias, de mi persona toda; y la idea de que no ha de vivir al lado mío, de que recibirá de persona extraña el pan de la instrucción, me aterra, madre querida. Supón que cuando yo era niño me hubieran arrancado los papistas de tu seno, cual otro niño Mortara, criándome en el odio de nuestra raza y enseñándome a maldecir tu nombre.

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-No digas eso -exclamó la madre con espanto.

-¿No hace fuerza en tu mente esta razón?

-Alguna -repuso Esther con perplejidad-; pero nada justifica el engaño.

-Dios ve mi conciencia. ¿Qué importa engañar al Nazareno? ¿Acaso él, que se llamó Dios sin serlo, merece la verdad?... Mi conciencia está tranquila. Ha penetrado en mí, dulce y elocuente como cosa del cielo, el convencimiento de que obro bien y de que agrado a mi Dios en esto. Él me dice: «Realiza tu engaño; pero me has de traer al reino de la verdad a la madre y al hijo».

-¡Fanático! ¡Fanático incorregible! -exclamó con agitación Esther, clavando los ojos compasivamente en su hijo-. Quieres dar un tinte religioso a tu acción, cuando lo que te mueve es el torpe egoísmo del amor mundano. Es común en todas las religiones que los enamorados se vuelvan místicos o por astucia o por candidez, y que sean arrastrados por su pasión a las mayores locuras, suponiendo que les inspira una idea religiosa. Hacen de la religión un madrigal, engañando a todos y a sí mismos.

-Por tu vida, ¿me crees de esos?

-Sí, porque siempre tuviste demasiado entusiasmo por la Escritura, y has pasado parte   —296→   de tu vida comentándola y ahondando en ella, buscándole sus secretos, sus más impenetrables misterios, es decir, echándola a perder. Últimamente, cuando volviste a casa después de tu naufragio, te engolfaste de tal modo en la teología rabínica, que tuvimos que tapiar tu biblioteca, como la del gran caballero español. Vivías exaltado y melancólico... ¡Pobre hijo mío! ¡Cuán cierto fue mi presagio de que tu mente se desquiciaba!... En todo lo que hoy meditas y proyectas noto los extravíos del visionario y los delirios más absurdos. No puedo decir que no haya cierta grandeza en tus concepciones; pero lo que sí aseguro es que no hay en ellas sentido común.

-Yo creí -dijo Morton con desaliento-, que tu superior inteligencia las comprendería y las estimaría.

-A nosotros nos han educado en lo práctico, hijo querido. Esta costumbre de vivir y pensar en lo práctico me hace ver muchos inconvenientes en tu proyecto. El principal es que no podrás quebrantar la firme fe de la que llamas tu esposa. Deséngañate, ningún católico se convierte a nuestra pobre ley olvidada y sin prestigio, ni tampoco a ese deísmo vago y sin culto, grande si quieres, pero que todo lo dice a la razón y es mudo para la fantasía, para el   —297→   corazón y para los sentidos. Aun considerando en esa joven el amor más ardiente hacia ti, no concibo que reniegue de la religión de sus padres, de esa religión viva y que salta a la vista y se oye y se habla. La nuestra y tu deísmo son como el idioma hebreo, una lengua sublime, pero que nadie entiende. ¡Infeliz hijo mío, infeliz mozo, extraviado por los delirios de la mente! No supongas en ese Dios grande, como dices, en ese Dios frío y sencillo como las ideas, una atracción que no tiene. ¡Esperas desencantar a una cristiana, a una mujer que ha nacido enamorada ya del hombre clavado en la cruz! Antes saldrá el sol por Occidente.

-Madre, tú no tienes entusiasmo. Tus ideas religiosas son rutinarias. La rutina no hará ninguna maravilla en el orden moral.

-Pasó el tiempo de las predicaciones y de las guerras por la fe. Cada cual debe arreglarse con lo que tiene, sin ir a buscar nada a casa del vecino... ¡Cómo te engaña tu fanatismo! Ya verás cómo te desprecia esa mujer cuando descubra tu taimado plan, obra no sé si de la voluptuosidad más loca, o del misticismo más insensato.

-Tú no sabes bien cuánto me ama ni conoces el fatal encadenamiento que tiene su alma con la mía. La viveza de su entendimiento y la   —298→   misma elevación de su espíritu que propende a las cosas extraordinarias, superiores al criterio del vulgo, la someterán fácilmente a mí. Además, Gloria no es católica.

-¿Qué no es católica?

-No, porque no pertenece a esa religión quien no se somete ciegamente a la autoridad, quien de los dogmas escoge el que más le agrada y rechaza los demás. Sus creencias no pueden ser más endebles: lo sé yo que he recibido los más íntimos secretos de su conciencia, la cual el amor ha puesto transparente y clara ante mis ojos. Es un alma llena de dudas, y de dudas acerca de lo más fundamental. Me ha confiado las rebeldías de su razón, y oyéndola, ¡cuántas veces he deseado tener ocasión de sembrar en aquel espíritu una semilla nueva! Toda su doctrina religiosa vendrá abajo de un soplo, madre mía. En ella no existe de sólido y temible más que la fascinación de Cristo, de aquel hombre extraordinario que supo presentar las antiguas verdades con forma encantadora. Tiene Gloria aquel sentimiento fervoroso fundado en la compasión y en la admiración, porque nada es tan conmovedor como el padecimiento ni nada conquista los corazones como el espectáculo de una víctima. Esa simpatía por el mártir constituye el nervio de   —299→   la religión cristiana. Más prosélitos ha hecho la compasión que todos los principios y todas las ideas, porque la humanidad es así. Hace muchos siglos que se ha vuelto mujer, dejándose dominar por los llorones.

-Pues yo te digo -replicó Esther con energía-, que antes te beberás todo el océano que arrancar del corazón de una mujer cristiana la fascinación del hombre clavado, la simpatía del mártir, la compasión por la víctima. ¡Oh! los que idearon esa historia ya supieron lo que hacían... conocían el corazón humano y el gran flaco de la humanidad, es decir, lo que esta tiene de mujer.

-Yo confío en que lo arrancaré, madre -afirmó Daniel con balbuciente voz-. Todo cuanto vive en mí me dice que venceré. ¡Esta idea, madre, es demasiado grande para ser mía! Es de Dios.

La gravedad de su acento y su emoción afligieron a Esther. Comprendió al punto que la mente de Daniel se hallaba en estado de vivísima sobreexcitación, y no quiso contrariarle.

-La revelación de tu secreto -le dijo abrazándole con ternura-, ha modificado un poco mi juicio. Quizás logres convencerme. ¿Por qué no aplazas tu determinación?

-No puede ser, madre, no puede ser -dijo   —300→   Morton bruscamente levantándose con muestras de agitación.

-Un día, un solo día... Hablaremos.

-Ni un día, ni una hora. Mañana, mañana.

-Pues sea. Yo no he de contrariarte ya -dijo la madre con resignación-. Pero necesitas descanso. Temo por tu salud. ¿Por qué no duermes?

-No puedo dormir.

-¿No te acuestas?

-No... necesito estar en vela, meditar...

-¿Más todavía?

Esther, llena de amargura, contempló a su hijo como se mira un bien próximo a perderse, y estrechándole en sus brazos y cubriéndole de ardientes besos, le dijo:

-Ya que te pierdo mañana, hijo de mi corazón, conságrame esta noche; no te separes de mi lado, inclina tu cabeza sobre mi regazo y descansa; reposa tu cerebro que hierve como un volcán.

-Quiero meditar -repitió Morton cediendo a la atracción de su madre y sentándose junto a ella.

-Medita aquí sobre mi pecho lleno de amor por ti -dijo Esther obligándole a reclinarse en el sofá y a que recostara su cabeza sobre el regazo de ella-. Sea esta una noche de despedida.   —301→   Hablemos de nuestra casa, de nuestro jardín, de tus hermanos, de tu padre, de Altona, donde todos hemos nacido... Hijo querido, no me niegues este consuelo.

-No te lo puedo negar. Hablemos de todo eso tan caro a mi corazón. Hablemos toda la noche hasta que venga el día, hasta que llegue la hora.

Largo rato se oyeron las voces de la madre y el hijo en sereno coloquio. Por último, ya muy tarde se fueron extinguiendo; la voz de Daniel dejó de oírse. Suspiraba la madre y él dormía.

¡Oh! ¡cuánto deploró Isidorita que todos los humanos no hablasen un mismo idioma! ¡Con cuánta rabia vituperó los pecados de los hombres que trajeron la pícara multiplicación de las lenguas!... Porque si Esther y Daniel no hubieran hablado en inglés, ella, Isidorita la del Rebenque, se habría enterado de todo para contarlo a sus amigas.



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ArribaAbajo- XXIX -

El catecúmeno


El Sábado Santo ofició Su Eminencia en la Abadía, celebrando las hermosas ceremonias de la bendición del agua y el fuego. Después fue a su casa rodeado de inmenso pueblo, y comió con toda la familia y con el cura, a quien no cesaba de felicitar por su sermón de la Soledad predicado en la tarde del día anterior. El buen Romero, empleando las figuras más patéticas, dando realce a las ideas por medio de la expresión, del dramático gesto, de las inflexiones vocales, había hecho llorar a todo el auditorio. Cuando dirigió la palabra a la propia imagen de la Soledad, diciéndole: «Señora, ¿dónde está vuestro amado Hijo?» un estremecimiento de compasión corría por toda la iglesia de alma en alma, y aquel mar se alborotaba con olas de congojas y vientecillo de suspiros.

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Después de la comida, pasó algún tiempo dedicado a conversación grata sobre diferentes asuntos, y D. Silvestre ponderó el buen estado de los campos y la probabilidad de una buena cosecha. Dijo que él había esparcido ya las toperas en sus prados y que los estaba abonando con ceniza y estiércol; que debía anticiparse unos días la siembra del maíz, por estar bien enjugada y rastrada la tierra, y que él (D. Silvestre) no aguardaba para echar el grano sino a que estuvieran arreglados los setos, destruidos por las derrotas. Aseguró que los semilleros que estaba preparando en cama caliente le darían las ensaladas más ricas que había visto hasta entonces la provincia, y que por haber sido Marzo y Abril poco ventosos estaban los frutales que parecían árboles del cielo. Sus injertos de aquel año daban envidia.

D. Ángel mandó a su sobrina que se vistiera de ceremonia, y aunque Gloria quiso hacer alguna objeción no fue oída, y repitiose la orden. También Serafinita se decoró un poco, sin salir de su ordinaria modestia.

Pasó algún tiempo en estas cosas; que aun las monjas, como mujeres que son, no se ponen una toca en cinco minutos. D. Ángel dio un paseo por el jardín, quejándose del descuido en que estaba y de la ofensa que su sobrina hacía   —304→   a Dios, matando de sed a las pobres flores. Después llamó a Gloria y encerrose con ella en la capilla de la casa, siendo la conferencia de dos horas largas. Al salir de la capilla, la joven tenía los ojos encendidos; pero su apariencia era la de un alma tranquila y confiada. Oraron con Su Eminencia en la capilla durante otro rato no pequeño Gloria y Serafinita, mientras D. Silvestre y D. Buenaventura, charlando en el jardín, chupaban magníficos puros, concupiscencia que no está literalmente comprendida en las abstinencias propias de la semana de vigilia.

El día no podía ser más placentero. No corría aire, ni la más delicada mata de los árboles se movía: no se oía el ruido del mar. Todo era silencio y quietud, cual si en la Naturaleza hubiera solemne pausa de expectativa o el asombro precursor de un gran suceso. Su Eminencia marchó al fin a la sala seguido de las dos mujeres, a punto que del despacho bajaba el doctor Sedeño, después de escribir varias cartas por orden del prelado. Ninguno hablaba, y en la familia toda había un aspecto común de meditación y solemnidad, señal evidente de que para todos los miembros de ella aquel día no era como los demás días.

Entró D. Ángel en la sala y tomó asiento   —305→   en el sofá, que era en tal sitio lo que el altar en la iglesia, y a su sobrina le señaló el asiento de la izquierda, después de que su hermana depuso su carne mortal en el de la derecha. Más lejos tomaron asiento el cura y el secretario. D. Buenaventura había salido para volver pronto.

La cara angelical del señor arzobispo revelaba preocupación; pero en muy poca dosis. Estaba como el cielo cuando hay en él una sola nube. A veces sonreía, como queriendo dar a entender que gustaría de ver alegres a los demás; pero Serafinita fruncía el ceño, porque las cosas graves exigían, según ella, la mayor compostura. Gloria miraba alternativamente al suelo y a su tío, como el que no tiene más que dos pensamientos, la muerte y Dios. O por llanto reciente o por una exagerada movilidad de su corazón y de su sangre anhelantes de vida, se habían encendido con vivos colores sus mejillas, tanto tiempo pálidas. Aquel abrir de las rosas de su cara parecía anunciar una primavera después tantas tempestades, y con ellas había vuelto todo el esplendor de su hermosura. Pero, ¡qué gran diferencia desde que la vimos por primera vez! La inquietud graciosa y las volubles miradas de entonces se habían mudado en una actitud reflexiva y circunspecta,   —306→   cual si para ella no hubiera ya más motivo de atención que ella misma. Desde entonces hasta el momento en que ahora la vemos habían transcurrido esa distancia inmensa y ese largo siglo que median entre el no amar y la maternidad, paso de un planeta a otro, intermedio que equivale a cien vidas, mar entre dos orillas cercanas; mas lleno de dolores, júbilo, palpitaciones, pureza y miserias, gracia, terror, esperanza, desconsuelo, devoción, risa y llanto.

Había pasado breve rato después que entraron en la sala, cuando Gloria dijo para sí:

-Si pudiera conservarme serena cuando venga, de modo que no se conozca lo que hay en mi alma... Pero así como yo leo en la suya, leerá él en la mía

El rostro de Gloria, que estaba tan encendido, se quedó como el mármol cuando entró D. Buenaventura acompañado de Daniel Morton.

-¡Qué cara!... ¡pobrecito! ¡me muero de pena viéndole! -pensó Gloria, mirando al que entraba-. Parece un reo que va al patíbulo.

Después de contestar afablemente a su saludo, D. Ángel rogó a Daniel que se sentase. Hízolo este, y el cardenal, dijo:

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-Ha llegado el momento de que mi familia, Sr. Morton, abra a usted los brazos, perdonándole. Ha llegado el momento de que cesen tantos males y de que un abrazo de paz y las bendiciones de la Iglesia terminen la grandísima consternación en que todos estábamos. ¡Bendita sea la misericordia del Señor! Señores -añadió dirigiéndose a sus amigos y hermanos-, este hombre da lealmente su mano de esposo a mi sobrina en justa reparación de...

Aquí la fácil elocuencia del prelado tuvo un ligero tropiezo, mas al punto se enderezó tomando mejor rumbo.

-Entrará en nuestra familia -añadió-. Yo le recibo con los brazos abiertos. Doblemente lisonjero es este suceso, porque el matrimonio que tantos bienes traerá consigo irá acompañado de un prodigioso triunfo de nuestra Fe. Sr. Morton, ¿persiste usted en su idea de abrazar la religión cristiana, única verdadera?

-Sí señor -repuso Daniel con gravedad, y al mismo tiempo fijó los ojos en un retrato de D. Juan de Lantigua, que le miraba de un modo particular.

-¡Oh! ¡qué gran júbilo da usted a mi alma, Sr. Morton! -exclamó el obispo-. En el día de hoy, la Iglesia administra el primer Sacramento a los catecúmenos, después de bendecir   —308→   el agua nueva... Durante el oficio he sentido hoy más emoción que nunca en igual día, y no he dejado de pensar en esta conquista preciosa que acabamos de hacer... Ahora, Sr. Morton, debo decir a usted que va a recibir el Sacramento del bautismo, regenerado por la virtud del espíritu celestial; que este acto imprimirá a usted el carácter de cristiano, le dará gracia habitual y justa, y que por él se redime todo pecado original y temporal. Jesucristo instituyó el bautismo de agua con el amor del Espíritu Santo que descendió del cielo en figura de paloma. La ablución establecida por la Iglesia con las palabras sacramentales son la demostración simbólica bajo la cual está oculto el amor que Dios comunica al alma de la criatura purificada por la gracia. Es el bautismo un rayo de fuego celestial emanado de la esencia divina. Para recibirlo, amigo mío, es indispensable que usted prepare su entendimiento a la penetración de los dogmas sagrados; necesita usted someterse, aunque por muy poco tiempo, en vista de la urgencia del caso, a las enseñanzas y prácticas que la Iglesia establece.

-Ya lo sé -dijo Morton sombríamente-. Estoy dispuesto a todo.

-En ese caso -prosiguió Su Eminencia revelando en su semblante plácida alegría-, pregunto   —309→   a usted si no tiene inconveniente en someterse por completo a mi voluntad por un plazo que no pasará de dos días, comprometiéndose antes de que se celebren juntamente bautismo y matrimonio, a recibir de mí la instrucción evangélica, a verificar las prácticas que yo le indique, a...

D. Ángel se detuvo, distraído por uno de esos accidentes importunos que turban la solemnidad de las escenas capitales de la vida, como un duelo, la agonía de un moribundo, la celebración de un contrato. Ocurre comúnmente que dichos accidentes importunos sean un gato que entra metiendo ruido, plato que se rompe, o sombrero que cae rodando de una silla y suena huecamente al dar en el suelo. Pero en aquel solemnísimo momento no fue nada de esto lo que hizo callar al señor cardenal, sino la aparición inesperada de un humano rostro en la puerta de la sala, suavemente abierta. Era la cara de D. Juan Amarillo.

Reinó silencio en la sala, y con el silencio un estupor profundo al ver que el señor alcalde no venía solo. Con él venía madama Esther. Al ver entrar a una señora, levantáronse todos, incluso el señor arzobispo; pero ninguno decía nada. El primero que habló, turbadísimo, fue D. Juan Amarillo, que dijo:

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-Perdóneme Su Eminencia, perdónenme todos, si he entrado... ¡Vengo como autoridad!

-¡Como autoridad!

Serafinita contemplaba la escena con la calma de quien no da importancia a las cosas de la tierra; los demás eran estatuas.

-¡Como autoridad! -repitió D. Juan-. Esta señora...

Esther avanzó gravemente, y sin revelar turbación ni enojo, ni despecho, ni burla, dirigiose a su hijo, y poniéndole la mano en el hombro, exclamó con voz sonora:

-Ya estoy yo también aquí.

-¿Qué quieres, madre? -preguntó Daniel con terror de infierno.

Esther, fijando los ojos en el señor cardenal y rodeándolos después para abarcar con una mirada a toda la familia, respondió:

-Quiero impedir un mal diciendo a esta noble familia lo que no sabe.

-¿Qué?... Señora, su hijo de usted nos ha hablado muy claramente -dijo el señor cardenal creyendo comprender lo que veía-. Es natural que usted se oponga... Nosotros nos atenemos al piadoso deseo, manifestado explícitamente.

-Es que yo debo declarar algo -dijo Esther   —311→   con expresión dramática-. Yo debo declarar lo que aquí no sabe nadie, y es... que mi hijo no merece pertenecer a esta familia.

-¡Señora!

Daniel apareció trémulo, pálido como un cadáver, ahogado por su propia voz que no podía salir del pecho. Al fin, más con rugido que con palabras, dijo:

-Mi madre no dice la verdad.

Esther miró a su hijo de tal modo que con los ojos le apuñalaba12.

-Retírate -dijo Morton con imperioso acento señalando la puerta.

-Sí, me retiraré, después que te conozcan.

Y volviéndose al cardenal, añadió:

-Me es muy doloroso tener que presentarme acompañada de la autoridad. Los móviles que aquí me traen nada tienen que ver con la religión.

-Diga usted... señora... diga... -añadió Su Eminencia con gran ansiedad.

-Es demasiado vergonzoso para que lo diga una madre... -afirmó Esther con desconsuelo-. El alcalde, que sabe cumplir su deber, hablará.

-Tengo el sentimiento de manifestar13 -dijo D. Juan Amarillo mostrando a Daniel su bastón-, que me veo precisado a prenderle.

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-¡A mí!

-¡Prenderle!

-Sí, señores, sí... y lo siento muchísimo. Le prendo de orden del señor Gobernador de la provincia, el cual ha recibido igual mandato del señor Ministro a petición de la Embajada inglesa...

-Este hombre miente villanamente -gritó Daniel ciego de ira.

-Caballero -vociferó D. Juan mostrando el puño del bastón con tanta energía, que parecía querer meterlo por los ojos a todos los presentes.

-Paz, paz -dijo el arzobispo corriendo a interponerse-. Sr. Morton, el primer deber de cristiano es la obediencia.

Daniel parecía dispuesto a estrangular al señor alcalde. Cuando oyó la dulce voz del prelado, se detuvo. D. Ángel le puso la mano en el hombro, diciendo:

-Se ha sometido usted a mi voluntad, para que yo dirija sus acciones conforme a la doctrina evangélica... Pues bien: yo le mando a usted que no haga resistencia a la autoridad.

-No puedo obedecer -repuso Morton sombríamente y con respiración fatigosa.

-Es preciso que el señor parta mañana para   —313→   Inglaterra -añadió el fiero alcalde-, por cuyo gobierno es reclamado en calidad de reo, que ha cometido un crimen en su país.

-¡Yo!... ¡un crimen yo! -exclamó Daniel.

-Un crimen horrendo contra la autoridad paterna -prosiguió D. Juan Amarillo.

Morton, cuya alma era un volcán, trató de abalanzarse sobre el alcalde. D. Buenaventura y Romero le sujetaron.

-¡Oh! ¡miserable! -gritó-. Eres una víbora; pero el veneno de tu infame picadura no me matará.

-Paz, paz -repitió afligidamente el obispo extendiendo las manos.

Serafinita había acudido a su sobrina, que, incapaz de sostenerse más tiempo en pie, dejose caer en una silla.

-Será preciso que yo manifieste claramente toda la horrible verdad -dijo D. Juan Amarillo enarbolando el bastón y tomando el aspecto más dictatorial que le fue posible-. Pues la diré; sí, señores, la diré: el Sr. Daniel Morton y Spinoza ha sido condenado por los tribunales de Londres a tres años de prisión por un delito infame, cual es... ¡oh, señores! la lengua se niega a revelarlo!... cual es el haber defraudado el tesoro paterno falsificando unas letras... por valor de muchos miles de libras, y después   —314→   de haber maltratado de palabra y obra al autor de sus días.

Un murmullo de horror resonó en la sala. Esther se había apartado y miraba al suelo hoscamente.

-¡Oh! ¡cuánta vileza!... -rugió Daniel accionando como un insensato-. Monstruo; que se acabe el mundo en este momento, si no te arranco la lengua y la vida.

Hizo movimientos desesperados para desasirse de los que le sujetaban.

-Paz, paz -repitió el arzobispo que casi estaba a punto de llorar.

-¿De quién es esa infernal idea, de quién? -murmuró con desesperación Daniel-. ¡Quién ha ideado deshonrarme, aquí, en este acto solemne, delante de esta familia que respeto, delante de la mujer que adoro más que a mi vida!... Gloria, esposa mía, dejarías de ser quién eres, si creyeras las palabras de este hombre.

Gloria se levantó y lentamente marchó hacia el grupo que los contendientes formaban en el centro de la sala.

-El señor -añadió D. Juan Amarillo con calma imperturbable-, fue condenado a prisión; pero huyó sin que le pudiera alcanzar la policía inglesa. Pero aquí estoy yo, señores,   —315→   resuelto a poner la ley, el principio de autoridad y la vindicta pública, sí, por encima de todas las cosas, pese a quien pese. Ya todos me conocen.

-Madre, madre -gritó Morton clavando la crispada mano en su cabeza-, tú, tú oyes estas infames calumnias y no las desmientes! ¡Oyes deshonrar a tu hijo y callas!...

Todas las miradas se fijaron en Esther. Ella los miró a todos y con acento patético dijo lentamente estas palabras:

-¡Lo que el señor alcalde ha dicho... es verdad!

-Basta, basta -dijo el arzobispo haciendo ademán de retirarse escandalizado.

-¡Madre, madre!... -gritó Daniel con frenético acento.

Sus ojos saltaban del cráneo.

-Mi hijo -añadió Esther, como quien hace un esfuerzo-, tiene el hábito de la mentira y el fingimiento. Me es muy doloroso decir que nada debe creérsele. Si esta familia quiere recibirle en su seno, yo no me opongo. No me importa tampoco que cambie de religión quien no tiene ninguna. Pero los tribunales lo reclaman y la ultrajada autoridad paterna pide castigo.

-¡Madre, madre! -gritó Daniel con desesperación-...   —316→   ¿Pero será posible que crean lo que esta mujer dice?

-Es su madre -murmuró el arzobispo mirando a todos con afligidos ojos.

-Esta mujer no es mi madre, no lo es -dijo Morton.

Y él, como los demás, observaron a Gloria que se acercaba.

-No podemos de ningún modo seguir adelante -dijo Su Eminencia mirándola-. Las revelaciones de esta señora...

-Es necesario que eso se pruebe -indicó don Buenaventura fijando una mirada de enojo en madama Esther.

-Suficientes medios tendrá de probarlo -dijo Serafinita-. Después de lo que hemos oído, no se cuente conmigo para nada.

D.ª Serafina dio un paso hacia la puerta. Gloria la detuvo.

Corriendo en seguida hacia Morton y poniéndole la mano en el pecho, como quien la pone sobre los Evangelios para jurar, la huérfana de Lantigua, con voz de ángel más que de mujer, dijo así:

-Si para todos eres criminal, para mí eres inocente.

-¡Oh, bendita tú mil veces! -exclamó Morton abrazándola con violencia, antes de que nadie   —317→   lo pudiera impedir-. ¡Y habrá quien pretenda separarme de ti!... Eres mi esposa... Me perteneces... Te reclamo... te llevaré conmigo de grado o por fuerza, sin consideración a nadie ni a nada... ¡Señor cardenal, señores, repito que quiero ser cristiano... pronto!

El cardenal tomó a Gloria de la mano y la apartó del hebreo.

-Nosotros... -balbució frunciendo el ceño-. Nosotros... Las circunstancias han cambiado.

Todos volvieron a mirar a Esther, que se abalanzó hacia su hijo, y con violento gesto y tono imperativo exclamó:

-Vámonos de aquí. ¿No ves que te arrojan?

Hubo un momento de perplejidad. Los Lantiguas se miraban unos a otros consultándose con los ojos.

-Es preciso -dijo Amarillo desde cierta distancia-, que el señor se embarque hoy mismo para Inglaterra.

-Esto es una farsa -dijo D. Buenaventura enérgicamente.

-¡Sí, una farsa! -repitió Morton.

-Señora -exclamó lleno de enojo el banquero-, ruego a usted que se retire de nuestra casa.

  —318→  

-¡Es a ti a quien arrojan, madre! -gritó Daniel dando algunos pasos hacia ella.

-Y me retiraré -dijo Esther.

-Señora... -balbució el cardenal queriendo ser cortés y al mismo tiempo justo, y riguroso y blando, y queriendo entender lo inteligible y resolver lo insoluble.

Dentro de la cabeza de Su Eminencia había una madeja que no se podía desenredar. Don Ángel llamaba en su ayuda al Espíritu Santo, y el Espíritu Santo vino. He aquí cómo.

Gloria fue el Verbo que puso fin a la pavorosa contienda de tantos sentimientos, diciendo:

-Querido tío, ¿por qué tanto afán? Yo no quiero casarme.

-¡Tú...!

-No señor; Dios no quiere que sigamos ese camino, y hablando en mi interior, me señala el único posible. Quiero retirarme a un convento.

Y al decir esto, fue estrechada por los amantes brazos de D.ª Serafina, que lanzó una exclamación de júbilo. ¡Había triunfado después de prueba tan peligrosa, y abrazaba a su víctima cual si temiera que aún se le escapase otra vez! No daremos a aquella santa señora un nombre verdaderamente propio y característico, si no la llamamos el Mefistófeles del Cielo.

  —319→  

D. Ángel, D. Buenaventura y los demás presentes se quedaron lelos. Esther extendió su varonil brazo y dejó caer su mano sobre el hombro de Daniel, que sintió encima el peso de una losa. Abrumado y atónito, su espíritu no tenía ya fuerzas ni para sentir ni para razonar.

Gloria tomó el brazo de su tía, y dando la izquierda mano al cardenal, que la estrechaba con cariño, dirigiose lentamente a la puerta. Con su última mirada, semejante al postrer rayo del sol que se pone dando paso a la noche más negra, echó fuera de su alma toda aquella esencia, a la par deliciosa y terrible, que por tanto tiempo la había llenado. Fue como un vaso de perfume que se vacía por completo.

D. Buenaventura siguió a la familia, que se retiraba. D. Juan Amarillo, deseando ponerse a mayor distancia de Daniel Morton, salió andando con las puntas de los pies; hizo señas al cura y a Sedeño, y poco después los tres susurraban en el comedor.

Morton había caído en una silla, y su cabeza, sostenida entre los brazos, descansaba en el respaldo de ella. Esther puso su blanca mano sobre los cabellos del joven, y con voz trémula y cariñosa dijo así:

-¡Te he salvado... hijo de mi corazón! Al fin eres mío otra vez.

  —320→  

-¡Salvarme! -repuso Morton alzando con violencia el rostro-. Yo probaré la falsedad de tus palabras... Me será muy fácil probarla... Mañana.

-No será fácil. He tomado mis medidas.

-Me has deshonrado de una manera cruel.

-¿Qué me importa tu deshonra en este lugarón oscuro y vil? En todo el mundo brilla tu honor como el sol... Ya eres mío. Mi ingenio y la súbita resolución de esa buena joven, que sin duda ha conocido tu impostura, nos han salvado... Eres mío -añadió con inmenso júbilo-, eres nuestro Daniel; no abjuras, no abandonas nuestra religión... ¡Oh, hijo mío, me parece que te he dado a luz dos veces!

-No cantes victoria todavía... Ya oíste lo que dijo ella. No te creyó, ella no duda de mi inocencia.

-Pero ha renunciado a ser tu mujer. Ha demostrado tener un buen juicio y una rectitud que tú no conoces.

-¡Impostora!

-¡Y lo dices tú! Yo he aprendido de ti. También Jehová ha hablado a mi corazón y me ha dicho: «sálvale»... ¿Crees que tú solo eres capaz de ser iluminado? -añadió con ironía-. O el Señor habla para todos o para ninguno.

  —321→  

-¡Ella no te ha creído! no, no podía creerte. Entre su pensamiento y el mío, como entre nuestros corazones, existe una cadena misteriosa.

-Ella no me ha creído; pero me han creído los demás. Esta honrada familia no querrá cuentas contigo.

-Probaré mi inocencia.

-Así como es fácil infundir sospechas, es muy difícil destruirlas. El ser humano es así. Te exigirán pruebas que a mí no me han exigido.

-Las daré.

-Tendrás que ir a Inglaterra, volver...

-Iré, volveré.

-Pero en tanto tiempo... Por ahora eres mío. Tengo el apoyo de una autoridad, cuyo celo podrás tener idea, observando que en mi dedo no existe ya el brillante de gran tamaño que me regalaste.

Esther mostró su mano derecha.

-Ese horrible alcalde -dijo Morton-, no podrá prolongar mucho su indigna farsa venal.

-El cónsul llega esta tarde. También es mío.

-Me presentaré al Gobernador.

-Para eso se necesita tiempo... y yo, una   —322→   vez conseguido mi principal objeto, que es poner una insuperable barrera de sospechas entre ti y los Lantiguas, no te molestaré más.

-¿Qué barrera es esa?

-Enseñar a esa gente la carta en que manifiestas a tu padre el secreto de tu cristianismo.

-No puedes tener esa carta.

-He telegrafiado a tu padre, diciéndole que me la mande en cuanto la reciba -dijo Esther con la severidad de un juez que sentencia-. Entretanto mi deseo ha sido aplazar, detener. La comedia de hoy no ha tenido otro objeto.

-¡Aplazar, detener! -murmuró Daniel, meditando en cosa tan sencilla, cual si se hubiera vuelto idiota.

-Sí, el alcalde me ha asegurado que podría detenerte hasta tres días, amparado del desgobierno que hay en España... Dirá después que se equivocó, que estabas predicando el hebraísmo en las calles... dirá cualquier cosa, y no perderá su vara por eso... Además de esto, los Lantiguas, si no están absolutamente convencidos de tus maldades, sospechan, y mientras sospechen, no habrá conversión, ni matrimonio, ni nada... En tanto llega la carta que escribiste a tu padre...

  —323→  

-Yo desbarataré tus maquinaciones. Esto no puede ser. Tendrás compasión de mí: soy tu hijo. ¡Y dices que me has dado a luz dos veces!... Yo digo que la única ha estado de más.

-¿Para qué te afanas por lo imposible? -dijo la madre cariñosamente-. Mis estratagemas lo mismo que tu febril desasosiego no tienen objeto ya. Tu esposa te ha despedido. Tu esposa se divorcia y toma otro marido, el hombre clavado. Y todavía dudas, todavía tu alma se apega a ella, que te desprecia...

-Eso no puede ser.

-¿No la oíste?

-Sí; pero será un capricho momentáneo... Pasará, recobrará su buen juicio.

Entró en el mismo instante D. Buenaventura, serio como quien asiste a un funeral, y con voz conmovida dijo:

-La resolución de mi sobrina es irrevocable. Todo ha concluido.

-¿Verdad que no hay esperanzas? -dijo Esther.

-Ninguna. Mañana partirá Gloria para Valladolid con mi hermana.

En la pieza inmediata habían cesado los susurros del alcalde, Sedeño y Romero; los tres atendían.

  —324→  

-Salgamos de aquí -dijo Esther con impaciencia tomando el brazo de su hijo.

-Todo ha concluido -repitió el banquero abrumado de pena-. Dios no quiere, no quiere, porque en verdad... se ha hecho todo lo que se ha podido.

Daniel se levantó. Parecía que llevaba encima todo el peso del mundo.

Esther y su hijo salieron. Ella iba como quien va a la patria, él como quien marcha al destierro. Al poner el pie en el jardín, el hebreo se estremeció de pies a cabeza, sintiendo una voz... Era la voz de Gloria que reía. Nunca había oído Daniel aquella hermosa voz desplegarse en risa semejante.

-Adelante; no te detengas -dijo Esther guiándole como un lazarillo un ciego-. Ya estamos en salvo.

Unos cuantos pasos más, y salieron del jardín en cuya puerta estaba Sansón, como gigante de centinela en el pórtico de un castillo de hadas.



  —325→  

ArribaAbajo- XXX -

La visión del hombre sobre las aguas


Gloria y sus tíos subieron tan taciturnos los cuatro, que parecían estatuas movibles. Por la fisonomía de cada uno podía colegirse el estado de su alma. Serafinita y el arzobispo oraban, D. Buenaventura renegaba. Gloria sonreía, y al mismo tiempo su palidez tomaba un tinte cadavérico. Al entrar en su cuarto se sentó entre Serafinita y el prelado, cada uno de los cuales le tomaba una mano.

-¿Qué tal te encuentras, chiquilla? -dijo Su Eminencia tratando de dar un giro festivo a la situación.

-Muy bien, tío.

-Mira tú por dónde ha venido a resultar que escogieras el camino más corto para llegar al Cielo -añadió D. Ángel-. Dime la verdad, ¿está tu alma tranquila?

  —326→  

-Sí señor, me parece que tengo tranquilidad, o una cosa que es como la tranquilidad -dijo Gloria oprimiéndose el pecho.

-¿Estás contenta?

-Sí señor. Cuando dije lo que puso fin a las cuestiones, lo dije... qué sé yo... Parece que brotó en mi alma un surtidor, una fuente... El agua de ella fueron mis palabras.

-¡Bendito sea el Señor! -exclamó Su Eminencia juntando las manos en actitud de oración.

Por las mejillas, siempre sonrosadas de Serafinita, corría una lágrima.

-¡El Señor es demasiado bueno con nosotros! -exclamó la dama juntando también las manos como D. Ángel-. Nos da satisfacciones y regocijos que no merecemos.

-Querida tía -dijo Gloria mostrando de nuevo aquella lúgubre sonrisa que sobre su rostro hacía el efecto de las flores de trapo que se ponen a los niños muertos-. Cuando usted quiera nos iremos a Valladolid.

-Mañana -repuso el Mefistófeles del Cielo con viveza suma enlazando con ambos brazos el cuerpo de su sobrina.

-¿Para qué tanta prisa?

-Mañana, mañana -repitió Gloria-. Deseo morir.

  —327→  

-¿Qué es eso de morir? -dijo Su Eminencia examinando con recelo el semblante de la joven.

-Llamo yo morir a esto.

-Tiene razón -indicó Serafinita-. Morir para todo y vivir sólo para Dios.

D. Buenaventura salió del cuarto para anunciar al hebreo que la resolución de la huérfana era irrevocable.

-Irás al convento cuando te repongas un poco -dijo el prelado-. Tu salud no es buena, ¡pobre y desgraciada niña! No puedes ocultar que padeces mucho. La resolución heroica que has tomado, esta resolución que bastaría, por la inmensidad del sacrificio que encierra, a aligerar tu alma del peso de las más grandes culpas si las tuvieras; esta grande y meritoria abnegación que con asombro hemos presenciado, no puede menos de producir un gran trastorno en tu ya decaída salud. ¡Oh! ¡qué hermosa y grande me has parecido! Bien conozco el estado de tu alma; bien sé que si no está limpia aún del tenebroso amor que la ha oscurecido, hase purificado de toda intención pecaminosa. Bien sé que en ella todo es rectitud, deseo de enmienda, afán de poseer a Dios, anhelo de humillación y de padecimientos. Y si no tuviera yo respecto a ti tal convencimiento por la   —328→   confesión que me has hecho, bastaría el acto que acabamos de presenciar para creerte regenerada. Y si ya no te lo hubiera dicho, ahora te diría con todo mi corazón: «Levántate: todos tus pecados te son perdonados. Yo te bendigo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo».

Gloria humilló su preciosa cabeza, sobre la cual el apóstol puso su santa mano.

-Por una circunstancia estimo meritoria y sublime tu determinación -añadió dejando el tono evangélico-. Tú afirmaste no creer nada de lo que la madre de ese hombre nos dijo.

-¿Cómo he de creerlo? Al punto comprendí que era una farsa -repuso la joven.

-Pues si le crees bueno y honrado (y en eso no sé qué decir, pues tengo mis dudas); si al mismo tiempo le veías próximo a abrazar tu religión; si todo se te presentaba propicio, todo lisonjero, ¡qué grande has sido al decir: «renuncio a todo, desprecio todos estos bienes temporales y transitorios, y quiero perderme por salvarme, quiero dejarlo todo por ti, Dios y Señor mío!».

-Antes moriré que poner discordia entre una madre y un hijo -dijo Gloria mirando al cielo-. Además no creo en la sinceridad de su conversión, y el camino escogido aquí para   —329→   traer esa alma preciosa al reino de la verdadera luz, no es el más a propósito. Hay otro mejor.

-Sí, hay otro, el único -exclamó Serafinita con místico arrebato, tomando una mano de Gloria y estrechándosela contra su pecho.

-Él será cristiano -afirmó Gloria con emoción.

-Será cristiano -repitió Serafinita.

-Cúmplase la voluntad de Dios -dijo el prelado mirando al cielo-. Ahora, querida niña, procura tranquilizarte. Serénate, irás al convento cuando estés más sosegada.

Gloria volvió a sonreír.

-¿Estás alegre?

-Sí; por delante de mí -repuso la joven con cierto desvarío-, pasan unas cosas que me hacen reír. Son tan graciosas...

De pronto lanzó la carcajada que Daniel había oído al salir de la casa.

D. Ángel y su hermana, asombrados y temerosos, la miraron.

-Gloria, hija mía, ¿qué tienes?

-¿Por qué ríes así?

La joven reclinó su cabeza en el respaldo del sofá y poco a poco fue extinguiéndose en sus labios la risa y se quedó seria; tomó su cara la taciturna seriedad de los muertos.

  —330→  

-¡Pobre hija de mi corazón! -dijo el pelado, contemplándola con lágrimas en los ojos-. Buenaventura, Buenaventura.

El banquero subió con presteza.

-Si no tengo nada -dijo Gloria apartando a un lado y otro de la frente sus cabellos-. ¿Qué hablan ustedes ahí de médicos y de medicinas? Yo no tengo nada. Sólo estoy pensando en que antes moriré que separar a un hijo de la madre que le adora.

Y levantándose dio algunos pasos con agilidad graciosa por la habitación.

-No, no, esa carne mortal no está buena -dijo Su Eminencia con disgusto-. Buenaventura, manda llamar a D. Nicomedes.

-Acaba de llegar y está abajo charlando con el cura y con D. Juan Amarillo.

El médico subió, y sus chistes, sus oportunas observaciones, sus cariñosos comentarios acerca del mal de Gloria alegraron por breve rato a toda la familia. Era un hombre que infundía a los enfermos un espíritu de fortaleza tal que no podía menos de influir lisonjeramente en la salud. Curaba como cualquier otro buen médico; pero sus enfermos tenían, mediante él, la fe y la devoción de curarse. Para hacer sus diagnósticos empleaba las más gallardas figuras. Según él el corazón de Gloria era un caballo desbocado.   —331→   Su pensamiento un pájaro que habiendo remontado mucho el vuelo, se había cansado y no hallaba monte en que posarse y tenía que seguir volando o dejarse caer. Sus nervios eran una casa de fieras, en la cual se hubieran abierto todas las jaulas. Con esto se reía la familia.

Antes de retirarse, D. Nicomedes dijo confidencialmente al prelado y a su hermano que el estado de Gloria le alarmaba mucho; que el desorden de su naturaleza era completo; que un absoluto reposo físico y moral sin ninguna emoción era indispensable para salvar tan preciosa existencia, y que esta, sujeta a terrible crisis nerviosas, podía llegar a depender de un cabello.

Con tales advertencias juzgaron conveniente someterla a un régimen de descanso. Después de obligarla a acostarse, todos la acompañaron en la primera parte de la noche, compitiendo en manifestaciones cariñosas y tratando a porfía de dar a la tertulia el tono más alegre. Por consejo de D. Buenaventura no se habló nada absolutamente de religión, ni de la escena de aquella tarde, ni del convento de Valladolid, ni de sacrificios, ni de padecimientos, ni de cruces, ni de calvarios.

El pobre banquero estaba afligidísimo por ver malogrados sus generosos planes, y sentía   —332→   la compasión más viva hacia su sobrina. Al anochecer tuvo que habérselas con D. Juan Amarillo, que, sin reparar en conveniencia alguna, abordó el asunto de la compra de la casa. Pero hallándose D. Buenaventura de muy mal talante, el alcalde no pudo obtener tampoco aquella vez una respuesta categórica, por lo cual se retiró triste y mustio, sin tener más consuelo que mirar desde el jardín la fachada del edificio y pensar en las reparaciones que le harían por dentro y por fuera cuando Dios quisiera ponerle en sus manos.

D. Buenaventura dio una vuelta por el pueblo, con objeto de ver algunas personas. Después volvió a la casa. Era tarde. La familia había cenado ya y el prelado se retiraba a su cuarto. Gloria aprovechó un instante en que estaba solo con ella en la alcoba su tío D. Buenaventura, y le llamó con la mano. Acercose el banquero.

-Tío -dijo Gloria con voz muy débil-, ¿quiere usted decirme una cosa?

-Lo que quieras, queridita -repuso Lantigua con el mayor criterio-. ¿Qué deseas saber?

-Una cosa. ¿Se han ido?

-¿Quiénes?

-Esa gente.

-¿Los...?

  —333→  

-Los judíos -dijo Gloria bajando tanto la voz que apenas se oía.

-¿A qué te afanas por lo que no te importa? Duerme en paz...

-Deseo saberlo... lo deseo mucho.

-Pues bien, niña mía, se van mañana temprano. La madre y el hijo están preparando todo.

-¿Les ha visto usted?...

Los ojos de la huérfana brillaban tristes y curiosos.

-Sí y no... He visto al hijo. Hace un momento entraba en casa de Caifás... A dormir, señorita, a descansar.

Y cariñosamente besó sus abrasadas mejillas. El arzobispo y Serafinita entraron. Los tres contemplaron en silencio a la joven, que cerrando los ojos parecía ceder a las primeras caricias del sueño. D. Ángel le dijo frases placenteras, graciosas y llenas de caridad como él sabía hacerlo cuando visitaba enfermos. Tomole el pulso, encontrolo excitado, mas no alarmante; recomendole que rezara brevemente sin fatigar mucho la imaginación, y por último manifestó el deseo de que no se quedara sola aquella noche. Quiso velar junto a ella Serafinita; pero Su Eminencia se opuso resueltamente a ello. Instó la dama, púsose Gloria de   —334→   parte de su tío, estuvo a punto de enfadarse el metropolitano, y entonces Serafinita, cuya ley era la obediencia, cedió el puesto a Francisca. Esta trajo su colchón, encendió la lampara de velar enfermos, y se dispuso a pasar allí la noche. Retiránronse los demás.

Pasaron las horas. La casa estaba en profundo silencio. Gloria se sumergió lentamente en las cóncavas honduras de un letargo febril. La pobrecita padecía, porque su espíritu pugnaba por vencer aquel sopor de muerte, y en sus esfuerzos había la trémula ansiedad del que suspendido sobre un abismo se agarra a la débil rama de un árbol para no caer. Aquel abismo era la muerte. La infeliz se abandonó al fin, y llena de angustia, dijo en su alma: «Me muero». Y en la vaguedad de sus sensaciones y de sus ideas, se figuraba que su persona era simplemente un nombre escrito y decía: «Me borro».

Al mismo tiempo estrechaba sus dos brazos fuertemente contra el pecho. Aquel ademán era el amoroso y último adiós a dos seres queridos. Gloria les besaba en idea, y dándoles vida y cuerpo en su fantasía poderosa les prodigaba tiernas caricias y los nombres más dulces del lenguaje del corazón... La pobre enferma seguía descendiendo. Pareciole que venía contra ella un soplo helado, y agitándose   —335→   y gimiendo como una llama, se apagó. Entonces dijo: «Verdaderamente estoy muerta. Ya no veré más a las prendas de mi corazón».

La pobre se sintió llorada por su familia, se sintió amortajada por la piadosa mano de su tía, que se le representaba como un ángel blanco y sereno; se sintió puesta en una caja fría y dura, y fue rodeada de silencio y alumbrada de tristes luces. Y sin embargo, en medio de tan lúgubre silencio, ella atendía al fenómeno de su muerte, lo observaba, se miraba en él como en claro espejo y en él veía reflejarse su hermosura, su amor, sus padecimientos, todo lo que constituía la desgraciada personalidad que en el mundo llevaba el nombre de Gloria.

Se sintió bajada a un antro cavernoso y húmedo y encerrada en estrecho espacio, sin aire, sin luz. Enorme peso había caído sobre ella; junto a sus brazos extendíanse entrelazadas como culebras las raíces de los árboles, de los mismos árboles que más arriba mecían en clara y tibia atmósfera sus hojas, dando albergue a los pájaros. Desde aquella profundidad sintió los pasos de los que aún vivían, y entonces pensó con más fuerza en las prendas de su corazón. Pensó tanto, que las lágrimas brotaron de sus ojos, corriendo como manantial escondido por aquella oscura entraña de la tierra. Entonces   —336→   Gloria vio la extensión de los cielos, el mar, pero no la tierra ni el sitio donde estaba. Todo era claridad, luz, día infinito. Allá lejos distinguió al fin una especie de ribera mezquina, montes, una torre, una torre, y desde aquel horizonte venía un hombre, marchando a pasos de gigante. Crecía al avanzar, y avanzaba tanto, que al llegar junto a la muerta tocaba el cielo con su cabeza. Pasó sin verla, y entrando en el mar, corrió por encima de él. Se deslizaba como una nube. En sus brazos llevaba un pequeño ser, un niño cuyos ojos brillaban como astros negros sobre la claridad del día. Gloria vio aquel precioso rostro infantil, tan lindo que el Niño Jesús comparado con él era feo, y al verle su corazón se partió en dos. Observó la hermosa visión y cómo alejándose disminuía. El padre miraba siempre adelante, el niño hacia atrás. Resbalaban sobre las aguas...

Gloria dio un grito, hizo un esfuerzo supremo, uno de esos esfuerzos del alma que son capaces de tornar a infundir la vida en la carne abandonada; rompió sus ligaduras, levantó aquella enorme mole de tierra que tenía encima, y si tuviera por cenotafio la pirámide de Cheops la levantara lo mismo; se incorporó, se puso en pie, corrió...

  —337→  

Francisca soñaba también, mas soñaba cosas placenteras, a saber: que había venido su hermano de América, trayendo mucho dinero. Ambos eran ricos y felices. Y al compás con esta delectación de su espíritu roncaba el cuerpo con estrépito. Pero después tuvo una pesadilla horrible, despertó sobresaltada, miró al lecho de su amita, y a la indecisa luz de la lámpara observó que estaba vacío... Miró a todos lados... Gloria no estaba en la alcoba. La pobre mujer sintió pavor inmenso, y en el primer instante no pudo gritar, porque le pareció que tenía un dogal al cuello... pero al fin gritó, y saliendo despavorida del cuarto, llamó a D. Buenaventura, a Serafinita, al cardenal. Mayor fue su consternación al ver que despuntaba la aurora. El grito de la buena mujer era:

-La señorita no está. ¡Se ha escapado!



  —338→  

ArribaAbajo- XXXI -

Mater amabilis


Había huido a las doce, valiéndose de los mismos medios que empleara algunas noches antes. El profundo sueño de Francisca favoreció su evasión del cuarto, y las llaves que guardaba le abrieron las puertas de la casa. Iba ligeramente vestida y con la cabeza mal cubierta por un pañuelo.

Andaba cautelosamente al recorrer la casa; pero con firmeza, derecha a su objeto, sin vacilar, con marcha y ademán que indicaban enérgica resolución. Cuando se vio en campo libre, dijo:

-Corre, alma mía, corre.

Y con pie ligero avanzó a la carrera por el camino real. Su vestido claro, flotando al viento, dábale aspecto de una medrosa aparición de la noche. Agitado su aliento por la velocidad   —339→   de su marcha, tuvo que detenerse y dijo:

-¡Oh qué lejos está Villamores!... No es todavía... Yo creí que llegaría de una carrera, pero es más allá... más allá... detrás de aquella piedra.

De nuevo emprendió la marcha, primero despacio, luego precipitadamente, y se detuvo junto a una pared ruinosa, medio cubierta de yerba.

-No es todavía -murmuró dando un suspiro-. Es más lejos aún... Detrás de aquel árbol que está solo en medio del prado... Por aquí se llega más pronto que por el camino real.

Abandonando el camino real, tomó la vereda que cruzaba un prado y corrió por ella. En la mitad de la senda detúvose mirando al suelo tapizado de flores, que apenas se distinguían en la oscuridad de la noche, como juguetonas cabecitas agitadas por el viento, todas de un color, diseminadas en infinita muchedumbre, formando misteriosa armonía con las estrellas, que abrían sus corolas de luz en la inmensa concavidad del cielo. Gloria se arrodilló y dijo en alta voz:

-Le llevaremos un ramo.

Con su mano derecha arrancaba rápidamente las flores juntándolas con los dedos de   —340→   la mano izquierda. El ladrido de un perro, dándole mucho miedo, la hizo levantarse y seguir a corriendo. Al llegar tras un gran castaño, reconoció con asombro el terreno diciendo:

-Si no he llegado todavía... Es más lejos. Detrás de aquella casa... Un esfuerzo más y llegaré pronto.

La luna había salido de entre un grupo de nubes, como una belleza que arroja sus tocas, y se lanzaba locamente a la carrera por el azul profundo. Como ella, Gloria no volvía la vista atrás y avanzaba siempre, avivando el paso a cada instante con la esperanza de llegar pronto. Apretaba contra el pecho su ramo, y diciendo:

-Es mi último regalo... Ya me parece que voy llegando. Sí, llegaré a tiempo de impedir... Si tardo no los encontraré. Corre, alma mía, corre.

Pasando más allá de la casa, se sentó sin aliento sobre una piedra.

-¡Oh, Dios mío! -exclamó oprimiéndose el pecho-. ¡Qué lejos está Villamores!... ¡Parece que huye de mí!

Echose atrás el pañuelo descubriendo su cabeza.

-No, no falta mucho... -añadió-. En subiendo esta cuesta... ¡Qué fatigada estoy!...   —341→   Se me rompe el corazón... No sé cómo me canso, si no tengo cuerpo... Lo he dejado en la fosa.

Subió la cuesta y sus ojos pudieron abrazar ancho horizonte. Se veía el mar a lo lejos, confundiéndose con el cielo; por otro lado elevadísimas sombras brumosas, los montes, las blancas casas, destacándose confusamente sobre la oscuridad de árboles y praderas.

-¡Oh!... aquella torrecita chica que parece un dedo señalando al cielo -dijo Gloria inundada de alegría-, aquella es. Poco me falta. ¿Qué hay de aquí allá? Cuatro pasos... Llegaré a tiempo.

Faltábale por andar la mitad del camino, tres cuartos de legua. La torre semejante a un dedo se veía durante el día; pero de noche Gloria no podía verla sino en su imaginación.

-Un esfuerzo más. Cuatro pasos me faltan... Los andaré en una carrera, porque tengo miedo de que vengan detrás de mí y me cojan... ¿En dónde está mi ramo?

Miró asombrada alrededor suyo. Había perdido las flores.

-Más adelante cogeré otras -añadió-. Ahora no me puedo detener. Si llego tarde no veré a las prendas de mi corazón, que huyen corriendo como las nubes sobre el mar... ¡Oh! ¡Desgraciada   —342→   de mí! ¡Estar muerta y no poder seguirles!... ¡Estar en la fosa de Ficóbriga!...

Y se lanzó a la carrera hasta que le faltó la respiración. Oyó canto a los gallos; vio pasar a dos hombres; ladráronle algunos perros y una cabra saltando sobre las ramas hízola temblar de miedo.

-Adelante, adelante. Ya no me falta nada -decía-. Alas, Dios mío, yo quiero tener alas como esas con que vuelan de mundo en mundo tus ángeles.

Después de haber gastado sus escasas fuerzas en febril carrera, encontrose casi imposibilitada de andar. Sus rodillas se doblaban, su cuerpo desmayado y flojo apenas podía mantenerse derecho. Sólo por un vigoroso esfuerzo de voluntad que arrancaba del potente sentimiento de su alma, pudo andar con trabajo y lentamente un buen espacio. A cada poco tiempo tenía que sentarse sobre una piedra o en el suelo.

-¡Oh! Dios mío -exclamó apoyando su cabeza en las rodillas-. Si no podré llegar... Si me quedaré en este camino solo y frío...

Abrasadas lágrimas caldearon entonces sus mejillas, y con esta rápida expansión verificose en su mente como un deshielo y tuvo ideas claras y exacta conciencia de la realidad.

  —343→  

-¡Me he creído muerta! -dijo cruzando las manos-. Viva estoy, pues que padezco... ¿Por qué he venido aquí?... Es mi corazón el que ha salido y ha echado a andar en medio de las confusiones de un delirio... He tenido una congoja horrible, un presentimiento. Mi corazón ha gritado: ¡ladrones!... No sé lo que es esto. Sin duda un disparate... Pero yo quiero verle, quiero verle a todo trance esta noche, porque mañana entraré en un convento o moriré... Yo me creía ya muerta... ¿Puedo asegurar que no lo estoy? Si parece que mi cuerpo se clava en la tierra, que toda mi vida se paraliza... Señor, dame aliento y un poco de vida... Es preciso seguir adelante.

Y siguió hasta que pudo ver de cerca la torre semejante a un dedo.

-¡Ya estoy, ya estoy!... -gritó con placentera sonrisa de alegría-. Me arrastraré si no puedo andar.

Un cuarto de hora más tardó; pero al fin, apoyándose en una cerca de piedra y en los troncos de los árboles, pudo llegar a la anhelada ermita de Villamores.

Villamores es una aldea cuyas casas diseminadas en gran extensión, se ven formando   —344→   grupos entre las verdes mieses. Constituyen el grupo principal la iglesia, la taberna y dos casas infanzonas de lúgubre aspecto. La iglesia es una humildísima y caduca construcción con puerta románica, tejavana de podridas maderas y una torre. Junto a la iglesia, formando como una sola pieza, se ve una casa que parece domicilio del sacristán, y en le vestíbulo existían (ya han sido derribados) enormes y espesos árboles que daban sombra a todo el edificio haciéndole más negro de lo que era. Parecía un anacoreta tapujado con el capuchón.

Aquella noche veíase claridad en la puerta de la casa, luminosos rayos que salían por las hendiduras de la madera. Acercose Gloria, y al mismo tiempo oyó voces.

-Están despiertos -dijo-. Es cosa muy rara. ¿Qué hora será?

Acercose más. Creyó sentir ruido en la iglesia, y vio también luz al través de la ventana de ella...

-Estarán preparando la misa de alba -pensó-. Llamaré en casa de María Juana.

En la puerta de la casa había una gran hendidura. Gloria miró por ella y estuvo a punto de perder el conocimiento; tan grande fue su estupor.

  —345→  

¿Qué veía? Lo primero que vio fue un hombre alto, rubio y grueso, un gigante, un San Cristóbal, que estaba frente a la puerta. Después vio la espalda y la cabeza de otro hombre sentado junto a una mesa. Gloria no daba podía creer a sus ojos, porque aquel hombre era Daniel Morton. La desgraciada joven sintió un temblor tan vivo que no pudo ni huir, ni llamar, ni hacer movimiento alguno.

También vio una mujer. Era María Juana, pobre viuda a quien D.ª Serafina había confiado la lactancia y la crianza del pobre niño. María Juana era de buena edad, guapa, robusta, honrada y discreta. La elevación de su hijo mayor al sacristanato de Villamores, después de que quedó viuda, habíale proporcionado aquella residencia que no tenía en verdad nada de fastuosa.

María Juana estaba junto a la mesa, frente al caballero. Sobre la mesa había una luz. El caballero había sacado una cartera del bolsillo y empezaba a contar monedas de oro. Poníalas en pequeñas filas delante de María Juana, cuyos ojos devoraban con expresión de ansioso arrobamiento aquel tesoro que surgía delante de ella como los inverosímiles caudales de los cuentos.

  —346→  

En la mente de Gloria vibró como un rayo la idea engendrada por aquel espectáculo. Con hondísima turbación exclamó, rasguñando la puerta y dando golpes en ella:

-No me engañé... ¡Está comprando a mi hijo!... Juana, Juana, abre.



  —347→  

ArribaAbajo- XXXII -

Pascua de Resurrección


Los dos hombres se levantaron y Juana recogió con presteza el dinero. Dio varias vueltas antes de abrir la puerta, porque su azoramiento y confusión la mareaban.

-¡Señorita Gloria! -dijo torpemente al abrir-. Usted aquí... sola... ¡Dios nos valga!

-¿En dónde está? -dijo Gloria mirando a todos lados con desvarío.

-En la alcoba... señora -balbució la madre del sacristán-. ¿En dónde había de estar?... tan hermoso como siempre... No esperaba esta visita de su mamá.

Gloria voló a la alcoba. Todos fueron tras ella, menos Sansón, a quien su amo mandó que saliese. Juana alumbraba. La madre corrió hacia la cuna, donde se veía la cara de un dormido   —348→   ángel sonrosado con cabellos negros, y dos puños de rosa cerrados fuertemente, cual si quisieran apretar el aire.

-¡Hijo mío! -exclamó la madre con desgarrador acento cayendo de rodillas junto a la cuna-. ¿Por cuánto dinero te han comprado?

María Juana murmuró algunas palabras para disculparse.

-Te perdono -afirmó Gloria sin mirarla.

Y volviéndose a Morton, le dijo sin rencor:

-¿Es cierto que le comprabas?

-Es cierto -repuso gravemente-. Una monja no es una madre. Quiero llevármelo y me lo llevaré.

Gloria se quedó meditabunda junto a la cuna.

-Parece que Dios me ha traído aquí -dijo después de una pausa silenciosa y solemne-, para impedir que roben a mi hijo.

-¡Robar!... ¿eso puede decirse de un padre?

-Es verdad, he dicho mal -repuso Gloria mirándole con ternura-. Pero no: muerta yo, mi hijo debe quedar al cuidado de mi familia.

-¿Y por qué no al cuidado mío?

-Porque estará demasiado lejos. Yo no le veré más. Pero sabiendo que mi sepultura no está muy distante de la tierra donde él viva,   —349→   me consolaré con la idea de sentir desde allá abajo sus primeros pasitos... Mas no debo expresarme de este modo ¿no es verdad? Mi pobre cuerpo será polvo y nada sentirá. En el Purgatorio, donde padecerá mi alma, tendré el consuelo de suponer a mi hijo en tierra de cristianos.

María Juana salió dejándolos solos. La alcoba era estrecha, pero aseada. El lecho, la cuna y dos sillas la ocupaban casi toda, y en la pared, además de un Cristo en estampa, había varias láminas devotas, entre ellas una que representaba, dibujadas con lentejuelas, la planta del pie de Nuestro Señor Jesucristo y la de su Madre.

Daniel y Gloria se sentaron junto a la cuna. La joven apoyaba fatigadamente su busto en el lecho cercano. Tenía su semblante una sombra lúgubre; a ratos temblaba con frío de enfermedad, y si sus ojos relucían con extraordinaria viveza, su hermosa cabeza apenas podía sostenerse sin el auxilio de la mano.

-Gloria, vida mía -dijo el hebreo rodeándole los hombros con su brazo-. Tú estás intranquila. Si es por lo que he hecho esta noche, cálmate. No haré sino tu voluntad.

-Ya no tengo voluntad.

-La has tenido bien firme y bien enérgica   —350→   -dijo Morton en tono de amarga queja-, para rechazarme, para renunciar a ser mi esposa y consagrarte al ascetismo en un convento cristiano... ¡Y qué momento has escogido para abandonarme! El momento en que yo hacía por ti el más grande y el más doloroso de los sacrificios.

-Ya lo sé: el sacrificio de aceptar una religión que aborreces. ¡Terrible cosa es obligar al alma a una impostura semejante!... ¡Cuán claramente he leído en tu corazón! Tú me has dicho que nada de lo que siento se te oculta.

-Es verdad.

-Igual me pasa a mí. Hoy te he visto en espantosa lucha con tu conciencia y me ha dado miedo.

-¡Miedo!

-Sí; me he horrorizado de verte haciendo el sobrehumano esfuerzo de jurar un Dios en quien no crees. Admiro el sacrificio y lo agradezco en mi corazón de mujer; pero no puedo aceptarlo. Mis tíos, que son tan sabios cayeron en el lazo; pero yo que soy tonta, te miré a los ojos y leí tu intención... Hace tiempo que Dios me ha dado una perspicacia asombrosa. No, no serás cristiano, si mi Dios no te ilumina; y mi Dios no te ha iluminado todavía.

  —351→  

-Es verdad -dijo Morton confuso-, que mi conversión era fingida. ¿A qué negártelo? No podía ser de otra manera. Pero tú me debiste admitir tal cual yo iba en busca tuya; debiste confiar en que tal vez nos entenderíamos después de casados.

-Así lo pensé -repuso Gloria amorosamente-. Yo decía para mí: «él viene con engaño; pero cuando viva constantemente a mi lado, confundidos nuestros pensamientos como nuestra vida, yo le haré cristiano verdadero. Insensiblemente vendremos a pensar y creer lo mismo».

-¿Y por qué, por qué no has persistido en esa noble idea? -exclamó Daniel con desesperación-. ¿Por qué cuando yo estaba a punto de salvarte has huido, desairándome de un modo incomprensible?

-¡Ah!... Mi conciencia no me permitía privarte de tu madre. Yo la vi como una leona a quien han robado sus hijos. Las terribles injurias que dijo de ti, hiciéronme comprender la grandeza de su amor materno y de su fanatismo religioso.

-No lo tiene: su fanatismo es de raza.

-Lo mismo da. Al momento comprendí que ibas a perder a tu madre por mí. ¡Si vieras qué espantoso eco produjo en mi amor materno la   —352→   desesperación de tu madre!... Lo que ella sentía lo sentía yo también. Pensé en mi hijo... ¡Ay de mí! Si yo viviera muchos años y le viera grande, y de improviso me abandonara para unirse a una mujer de otra religión... ¡Esta idea me mata!... Esto no se puede imaginar.

Mirando a su hijo exclamó con terror:

-¡Si yo viviera, si yo te viera grande y huyendo de mí para amar a una mujer enemiga de Jesucristo...!

Horrorizada se cubrió el rostro con ambas manos.

-¡La religión! -dijo Morton sombríamente-. ¡Siempre el mismo fantasma pavoroso que nos persigue atormentándonos! Sombra terrible proyectada por nuestra conciencia, en todas partes la encontramos; no nos permite ni una idea libre, ni un sentimiento, ni un paso. Es en verdad tremendo que lo que viene de Dios parezca a veces una maldición.

-No hables así -dijo la joven con pena-. ¿Pues qué, hemos de afligirnos por estas contrariedades de la tierra? La tierra es pequeña, el Cielo grande. Aquí todo es esclavitud, allí libertad completa. Las aspiraciones sublimes del alma son aquí esfuerzos que se estrellan contra invencibles muros, allá son un vuelo majestuoso   —353→   que no tiene fin. ¿Por qué te afanas? ¿Por qué das tanta importancia a lo que he hecho esta tarde? ¿Qué importa eso? Las separaciones de la tierra son las uniones de allá.

-Tu fe es mucha.

-Sí. Mi fe es grande, y la tuya lo será también, porque tú serás salvo, Dios hablará en ti, tú serás cristiano. No ha llegado la hora; pero llegará. Esto es en mí más claro que la luz. Además, ¿qué cosa enaltece y glorifica al alma tanto como el sacrificio? Yo quiero y debo hacerlo. Todo lo que aquí sea privación, allá será regalo.

-¡Pobrecita! -exclamó Daniel-. Un exaltado idealismo te trastorna. Por piedad, no violentes la idea del sacrificio haciéndola contraria a las leyes que nos ha dado Dios. Si me amas, ¿a qué esa renuncia cruel?...

-Para salvarte. No hay redención sin víctima.

-Sí, yo aseguro que la puede haber, lo aseguro.

-Tú serás salvo.

-Mi salvación es amarte: no quiero otra.

-Entrarás conmigo en el Paraíso.

-Estando a tu lado estoy en él.

-Yo estoy llena de tranquilidad, tú de agitación. Yo confío y espero, tú dudas. Yo abrigo la seguridad de nuestra dicha futura, pero tu   —354→   alma, incapaz de comprender esto, vacila y lucha con los errores que la poseen. Pero ella saldrá de ese caos; ella que merece la luz, la tendrá. ¡Oh! ¡cuánto hubiera sentido morirme sin decirte estas cosas! Mi pena más grande, aquella a que no podía resignarme, era la de verme al borde del sepulcro y no tener un instante a mi disposición para poder decir esto que te digo. He delirado como los que se mueren; he sentido que la vida se iba acabando en mí... desesperada y confusa he dicho mil disparates, he reído como los tontos... he notado que cada parte de mi ser se dislocaba con las espantosas contracciones de la muerte... No sé qué idea terrible, qué fuerza misteriosa me arrojó de mi cama y me trajo aquí. Entre tanto desvarío, mi pobre razón vio con claridad una cosa... que me robarías a mi hijo para poseerme en él. Mi tío me dijo que te había visto entrar en casa de Caifás... Sospeché. Yo me moría, pero no estaba muerta, y si hubiera estado muerta, habría resucitado... Salí, corrí, volé... ¡Qué dicha tan grande poderte confiar mis últimos pensamientos antes de morir! Estos pensamientos me hubieran pesado mucho llevándomelos conmigo.

Inclinó la cabeza sobre el lecho cercano. Daniel acudió a ella.

  —355→  

-¡Oh! ¡qué bien estoy aquí! -dijo Gloria mirando a los ojos de su amigo a distancia de pocos dedos-. ¡Mi hijo! ¡tú!... lo que más amo en el mundo.

-Esos son los sentimientos más legítimos, más naturales y más caros a tu Dios y a todos los dioses -dijo Morton-. ¿Por qué no has ajustado tus acciones a ellos, despreciando todo lo demás?

-Amigo mío -dijo ella cerrando los ojos-, Dios me demuestra su bondad, permitiéndome morir así.

-No pienses en muerte -indicó Daniel extraordinariamente alarmado del aspecto abatido de su amiga-. ¿Quieres que llame?... ¿Qué tienes?

-Nada, nada -repuso Gloria mirándole más de cerca aún, tan de cerca que los ojos de entrambos cambiaban sus reflejos de pupila a pupila-. No llames a nadie. Si entrara alguien, no estaríamos solos. ¡Qué bien me siento! ¿En dónde está mi hijo?

-Aquí, ¿no lo ves?

-¿Quieres hacerme un favor?

-¿Qué?

-¡Ay! no puedo moverme. Parece que todo lo que hay en mí de vida se detiene y sólo queda con movimiento el incansable corazón.   —356→   Levántame en tus brazos y recuéstame en ese lecho. Pon después al niño junto a mí...

Daniel hizo lo que ella le mandaba.

-Voy a llamar -dijo después.

-No, te ruego que no llames. No necesito nada. Ahora estoy muy bien. Me siento ahora como nunca. Pero dime, ¿estamos solos?

-Enteramente solos... ¿Por qué no duermes, amor mío? -dijo el hebreo abrazando con pasión su hermosa cabeza.

-A eso voy, querido -dijo Gloria con festiva confianza-. Y te aseguro que tardaré un ratito en despertar.

-Voy a llamar a esa mujer -repitió Morton cada vez más inquieto.

-Si la llamas me voy a dormir a mi casa -dijo Gloria deteniéndole por un brazo-. Para el mal que yo siento, tu compañía sola y la de este niño es lo que más me agrada.

-¡Oh, qué benditas palabras estás diciendo! -exclamó Daniel trastornado de júbilo y emoción-. ¡Y siendo como eres, no puedo llamarte mi esposa! Esto es un crimen, un crimen horrendo, del cual Dios, tu Dios o el mío, cualquiera de ellos, nos ha de pedir cuenta en la otra vida.

-Ves esto con mirada baja y pequeña. Yo llevo la idea de nuestros desposorios por caminos   —357→   más altos. Tú la verás cuando seas salvo, y entonces me darás las gracias, pobre ciego... Pero dime, ¿estamos en efecto solos?

-Solos. ¡Oh! si pudiéramos estar así toda la vida, si pudiéramos huir, romper con todo el mundo, labrarnos un mundo para nosotros; si pudiéramos gozar de esta grata soledad perpetuamente, como es nuestro destino, ¡cuán pronto, querida mía, derribaríamos los vanos altares en cuya piedra nos han degollado, y levantaríamos en su lugar otro, uno solo para los dos!

-Eso sucederá cuando tú vengas a Jesucristo -repuso la joven con alegría-. Yo estaré entonces muy lejos; pero por grande que sea la inmensidad infinita, te reconoceré en ella y te daré la mano.

-Jesucristo!... ¡Siempre ese nombre!...

-¡Siempre! Sé que entrarás en su reino y ese es mi consuelo, es la idea que me ha salvado de la desesperación y del infierno, es la idea que me proporciona una dulce muerte, la purificación de mi alma y la seguridad de mi entrada en el Cielo. Por esa idea, la muerte es dulce para mí, y ella basta a llenar de gozo mis últimos momentos.

-Por Dios, no hables de morir... -dijo Morton-. Vivirás y serás mía. Dame la mano.

  —358→  

-¡El corazón te doy! -exclamo Gloria con la voz más divina que puede oírse, tomando la mano de su amigo y oprimiéndola contra su pecho-. Desde que al nacer dio el primer latido fue tuyo. Te amó judío lo mismo que te habría amado cristiano, porque te amó en Jesucristo para quien todos los hombres son iguales. ¡Esposo! te doy con la boca el mismo nombre que hace tiempo y a todas horas te doy con mi pensamiento... He vivido en ti y en ti muero.

-Y sin embargo, cruel, tuya es la culpa de nuestra separación, porque siendo sin saberlo cómplice de mi madre, has desbaratado juntamente con ella mi proyecto.

-Lo he desbaratado porque hubiera tenido sobre mi conciencia la desesperación de tu madre. Al verla dije: «antes moriré que poner discordia entre un hijo y una madre». Además tu conversión no era sincera. Sobre todas las cosas me cautivaba en aquella hora la idea de que este horrible conflicto en que se encuentran nuestras almas no había de concluir sino por un gran sacrificio, y de que este sacrificio debía hacerlo yo... Y no dará sus frutos en este mundo miserable, sino en otro, allá donde brotan y se alzan llenas de aromas y bellezas las flores cuya semilla hemos arrojado aquí.

  —359→  

-Yo admiro tu sacrificio, pero no lo comprendo -dijo Daniel con amargura-. Esa solución de que hablas, ¿dónde ha de ser realidad? ¿en ese horrible convento donde te encerrarás desde mañana?

-No... en el Cielo -repuso Gloria con angelical sonrisa-. Me alegro de que la muerte me impida ir al convento. Así es mejor, mucho mejor. En el convento me habría sido imposible convertir el amor que te tengo en la pasión mística que mi tía me presenta como modelo de la perfección cristiana, me habría sido imposible olvidar a mi hijo y dejar de consagrarle todas las horas. De este modo, muriendo después de haber renunciado todos los goces, creo haber llevado bastante mi cruz, y expiro confiando en que Dios ha de salvarnos a los dos.

-¡Oh! tú no morirás, Gloria, no morirás todavía -exclamó Daniel besando su frente-; pero si murieras, tu muerte sería un suicidio, habrías sucumbido a esa insensata mortificación moral, a esa cruel renuncia de bienes legítimos. ¡Pobre ángel extraviado! Te has estado matando lentamente, día tras día. El padecer será meritorio; pero el padecer por el padecer no puede ser una religión. Has sacrificado un porvenir que podía haber sido risueño; has ahogado una familia naciente. Siempre que se   —360→   puede hacer el bien, debe hacerse en vida, mayormente si se hace también a los demás. Tú impidiendo que nos entendiéramos, impidiendo que nos uniéramos en vínculo civil, para poder llegar a la reconciliación de nuestras ideas, te has matado a ti misma y me has matado a mí, y difieres nuestra dicha y nuestra unión para la otra vida, pudiendo haberla realizado en esta. Te entrometes en la obra de Dios, querida.

-No eres cristiano: ¿cómo has de comprender esto? ¡Pero tú lo comprenderás!... En este mundo no podía ser yo tu esposa, porque tu conversión era una falsedad. No hay que afligirse: el alma es libre, y su inmortalidad le ofrece tiempo, caminos sin fin para alcanzar el bien que desea... Yo muero con gozo, y muriendo siento inefable regocijo al decirte: «Daniel, tú serás salvo, por mi mediación». Mi fe en Jesucristo me inspira esta confianza.

Debilitándose su voz, empezó a temblar con leves convulsiones.

-Tengo frío -murmuró-; abrígame. Que estos últimos cuidados que me prestas sirvan para fijar más en ti mi memoria. Dios me ha concedido el beneficio de morir en tus brazos, para que de este modo mi muerte selle tu persona y quedes marcado para la redención que vendrá.

  —361→  

-No hables de morir, no hables de eso -exclamó Daniel, arropándola con las mantas.

-Hace tiempo que estoy muriendo. Mi corazón que es el que tiene la herida me anunció el fin. Ahora mismo parece que él está tirando, tirando para arrancar sus propias raíces.

-Tu delirio te engaña. Vive, aunque no seas para mí, aunque mueras de otra manera en esa equivocada perfección del convento cristiano.

-¡Qué bueno ha sido Dios para mí!... ¡Sí, qué bueno! -dijo Gloria-. Bueno, porque me permite morir a tu lado, bueno porque me evita entrar en el claustro, donde tu recuerdo y el de mi hijo no me habrían permitido ser santa. ¡Oh, qué imperfecta soy! En mí todo es humano y el misticismo, esa singular manera de amar a Dios con pasión, sobresalto y congojas de enamoramiento no caben en mi espíritu. Muero sin poder desarraigar de mi pecho lo mundano. Pero Jesucristo, a quien adoro, tendrá misericordia de mí, me enseñará otros caminos mejores, y aprenderé el amor divino y me abrasaré con gozo en esa pasión, siempre que en ella haya algo de ti y de mi hijo, pues sin uno y otro no comprendo nada de amor.

Debilitándose más, añadió:

-Me siento morir. Yo creo que estoy muerta   —362→   ya y que hablo y te miro por especial favor de Dios, para que no te quedes solo todavía. Todo en mi ser se acaba. Toca mi corazón, verás cómo apenas late. Mi vista se turba ya... ¿En dónde está mi hijo?

-Aquí... ¿no lo ves?

Gloria se volvió sobre su derecha para abrazar al pobre niño, que seguía durmiendo.

-Un favor te pido, segura de que me lo has de conceder -dijo Gloria, tomando la mano de su amigo.

-Di.

-Que no robes a mi hijo, ni lo compres, ni intentes arrebatarlo jamás a la patria y a la familia de su madre. Quiero que sea educado entre cristianos.

-Yo te juro que se cumplirá tu deseo -repuso Morton con voz turbada.

-No te alejes, esposo mío, no te separes de mí ni un solo momento.

-Si estoy aquí...

Daniel la observó con terror, y vio que sus facciones tomaban un tinte lúgubre y que sus hermosos ojos se nublaban.

-¡Qué placer! -dijo cerrando los ojos y estrechando con su brazo derecho al pobre niño, que seguía durmiendo-. Te suplico que ames mucho a mis tíos; pues todos son buenos y han   —363→   deseado mi bien... Me enterrarán al lado de mi padre y de mis hermanitos.

El hebreo sintió la más horrible angustia. Comprendiendo la gravedad del estado de Gloria, no se atrevía a separarse de ella. Y sin embargo, era indispensable llamar, pedir socorro. Llamó a la dueña de la casa, pero nadie le respondió.

-¿Están ahí mis tíos? -dijo Gloria abriendo los ojos-. Sí, les veo, ahí están. Sentiría no despedirme de ellos... Ya, querida tía, estará usted contenta de mí. El sacrificio que usted me pedía, ¿no está hecho? La renuncia que usted me aconsejaba, ¿no está hecha?

Su espíritu, después del período de lucidez en que le hemos visto, había sido de nuevo arrastrado a las tenebrosas corrientes circulares del delirio, estado vertiginoso tan semejante a los remolinos del agua en la tromba.

-Pero la idea de usted, querida tía -prosiguió la enferma-, no ha podido triunfar completamente en mí, y al presentarme delante de Dios, le presento las prendas de mi corazón y los nobles afectos de que no puedo desprenderme... ¡Oh Dios mío! no me es posible amarte como a un novio. No te veo grande y superior a todas las cosas, sino cuando veo bajo tu sombra a los que he amado en el mundo. Por Ti   —364→   mi esposo y mi hijo subirán conmigo a descansar a la sombra de ese árbol celestial en cuyas ramas cantan los ángeles.

Su voz se fue apagando y sus facciones se alteraron demacrándose. Morton no pudo resistir más aquella situación y salió corriendo. En la sala inmediata no había nadie. Vio una puerta que conducía a oscuro pasillo, entró por él, y después de andar regular trecho en tinieblas, salió a un recinto alumbrado: era una iglesia. En el altar donde ardían algunas luces, un pobre y humilde cura con la casulla raída empezaba la misa de alba. La tercera parte de la iglesia estaba llena de aldeanos. Morton desde la puerta de la sacristía gritó con todas las fuerzas de su voz:

-¡Socorro!.

Mientras él estuvo fuera, Gloria, sin notar su ausencia, hablaba de este modo:

-¡Oh, querido tío... ha vencido usted... qué grato consuelo para mí!... Mi conciencia no me acusa de nada, y muero tranquila con la santa absolución que usted me dio esta tarde en nuestra capilla. ¿Está usted contento de mí? Lo espero... Ningún nuevo pecado tengo que revelar. ¿No dije que me era imposible dejar de amarle? Si ahora está a mi lado, no le acuse usted a él. Yo he venido aquí y he venido   —365→   sin culpa. Dios nos ha puesto juntos, en señal de nuestra unión eterna, allá donde no hay más que una religión... Usted llora, querido tío, ¿por qué? Soy feliz. Esta tarde, al confesarme, le dije que me cautivaba la idea del sacrificio y que deseaba hacerlo. Usted no lo aprobó, aconsejándome el casamiento que ya era posible... pero se presentó la madre, vinieron obstáculos... aproveché la ocasión, me declaré libre... renuncié. ¿Qué mayor gozo que realizar en el Cielo fácilmente lo que en la tierra es tan difícil...? Usted sonríe. ¿No es verdad que tengo razón? ¡Bendita sea esta grandiosa idea! ¡Renunciar para poseer! ¡Morir para vivir! ¡Decir que no para que Dios nos diga !... Bienaventurados los que padecen... Usted llora, querido tío, y llorando me bendice... Ya estoy cerca, adiós...

Morton volvió corriendo al lado de ella. Tras él venían María Juana y otras dos mujeres.

-¡Se muere, se muere! -exclamó Daniel con desesperación.

-Avisemos a la casa.

-Sí, sí. ¿No hay un médico aquí?

-Sí señor; le llamaremos... Corre, corre tú...

-Gloria, Gloria -dijo el hebreo llamando a su amiga-. ¿No me oyes?

  —366→  

-Sí -contestó con entera voz-. Esposo, esposo mío, soy feliz, porque estaré unida a ti en la vida sin fin. ¿Dónde estás?

-Aquí... contigo... ¿no me ves?

-¿Y mi hijo?

-Aquí también.

-Ya te veo, ya le veo -exclamó demostrando en su mirar y en el tono de su voz que se hallaba de nuevo en estado de lucidez.

Su espíritu aleteaba entre el cielo y la tierra.

Daniel la besó ardientemente, intentando reanimar, con el calor de su boca, aquel hermoso cuerpo, que iba cayendo en el frío abismo de la muerte. Gloria abrió los ojos, y su mirada parecía una resurrección, porque puso en ella toda la expresión, toda la vida, todo el sentimiento y la gracia de sus más felices días. Al mismo tiempo sonreía. La que había sido gala de la tierra y regocijo de la Humanidad, se detenía aún en la puerta del cielo, y vuelta hacia el valle de lágrimas, le consagraba su última mirada y su última sonrisa, como el desterrado que ha tomado cariño al país de su destierro y desde la frontera de su patria lo contempla.

Elevando entonces los ojos al cielo, y enlazando sus manos con las del autor de su desgracia, exclamó:

  —367→  

-Creo en Dios, en mi alma inmortal, inmerecedora del bien si Jesucristo no la hubiera redimido del pecado original, creo en Jesucristo, que murió por salvarnos, en el juicio final, en la remisión de los pecados...

Con los labios, con el corazón que se le partía de dolor, y expulsando el juicio de sí en aquel instante supremo, Daniel dijo:

-También yo creeré todo lo que tú crees.

La moribunda hizo un esfuerzo por incorporarse. murmurando:

-En Jesucristo -murmuró.

-También -dijo Morton, creyéndose el más cruel de los hombres si no lo decía.

-En el único Dios -añadió ella.

-¡Esa, esa... esa es la mejor religión!... -exclamó el israelita estrechándola en sus brazos con delicadeza-. Creo en ti, en la fuerza inmensa de tu espíritu divino, al cual espero estar unido por toda la vida, allá donde no hay más que una religión.

-¡La mía! -balbució la moribunda con sonrisa inefable.

-¡La nuestra! -dijo Morton traspasado de angustia.

Hubo un instante de silencio. El hombre contempló en las pupilas de su amada el tenebroso hundimiento de la vida en los abismos   —368→   ocultos, cuya luz no vemos los de acá. Sintiose fuertemente asido, como presa que va a ser arrastrada, y con los últimos alientos de la joven oyó estas palabras.

-Mañana... mañana serás conmigo en el Paraíso.

Todo el movimiento y la fuerza nerviosa que estrechaban el cuello del hebreo cesaron. Separose la persona de Gloria de la armonía de lo viviente y su bella faz se fue apagando como ascua, quedando en perfecta calma aquella ceniza hermosa y tibia, a cada instante más fría, más blanca y más inmóvil. Creeríase que aún susurraba la vida en sus labios; mas era ilusión. Era que persistía la expresión sublime de sus sentimientos, y aquella ceniza sin lumbre amaba al parecer todavía. Los ángeles, acercándose suavemente, la tocaron con sus blandas manos, la examinaron, la suspendieron, y el fatigado espíritu suspiró al tener conciencia de su nueva vida. A punto que el alma libre tendía su primera mirada por lo infinito, Daniel Morton oyó las campanas que dentro y fuera de la iglesia sonaban con estrépito. Era el momento en que el cura cantaba con su vieja vocecilla Gloria in excelsis Deo. Todo era alegría en memoria de la resurrección del Señor.



  —369→  

Arriba- XXXIII -

Todo acabó


Poco después entró a iluminar el fúnebre cuadro un rayo de sol, única antorcha digna de aquel cadáver. Con el día llegaron anhelantes y llenos de congoja D. Buenaventura, Serafinita y varios criados de la casa. Puede comprenderse su consternación al ver lo que encerraba la triste alcoba, donde los gemidos de un hombre y el llanto de un niño que se comía los puños hacían más tétrico el silencio inalterable de aquellos labios cuyas palabras habían dado alegría al mundo.

D.ª Serafina cayó de rodillas invocando al Señor, y su hermano, después de los primeros momentos de sorpresa y dolor, pidió explicaciones que no le fueron dadas. Más tarde, y cuando lo que restaba de la señorita fue trasladado a Ficóbriga, D. Buenaventura, a quien acompañó por el camino el hebreo, parecía no tener dudas acerca de la inocencia de este en tan desastroso fin.

D. Ángel, medio muerto de pena, no quiso   —370→   salir de su habitación. Madama Esther, encerrada también en la suya, tenía los ojos encendidos de tanto llorar. Fue un día de general lástima y pena en la villa marítima, y el tiempo apacible desapareció, poniéndose oscuro, ceñudo y llorón el cielo. Corrían los vientos, y quejándose alborotada la mar, dejaba oír en toda la costa sus mugidores ayes.

A la mañana siguiente hubo entierro, al que asistió gran gentío, la mayor parte de él por verla; que ninguna curiosidad es tan viva como la que inspiran los muertos que en vida han sido objeto de la atención pública. Muchos lloraban durante la triste ceremonia; Caifás parecía un muerto que salía del hoyo para enterrar a un vivo; el cura, dragón formidable de los mares y de los montes, sollozaba como un niño; D. Juan Amarillo simbolizaba correctamente la tristeza oficial; muchos asistentes decían con más asombro que compasión:

-Todavía está guapa.

A las diez de la mañana la tierra había ya pasado su nivel sobre el cuerpo, y el mundo seguía su marcha. Ideas y acontecimientos, todo marchaba en la rueda fatal, dejando atrás aquella idea y aquel suceso caídos ya y segregados del movimiento humano. En tal movimiento debemos comprender la dispersión de   —371→   los personajes principales de esta historia, dispersión lúgubre y oscura, como la retirada de los ejércitos que han dado encarnizadas batallas sin victoria. También aquellos nobles corazones habían venido de lejanas y contrapuestas tierras para pelear; habían peleado y se retiraban después chorreando sangre preciosa. ¿Quién los lanzó al bárbaro combate? ¿Volverían a empeñarlo? La querella subsistía, subsiste y subsistirá pavorosa, y antes de que se acabe, muchas Glorias sucumbirán, ofreciéndose como víctimas para aplicar al formidable monstruo que toca con la mitad de sus horribles patas a la historia y con la otra mitad a la filosofía, monstruo que no tiene nombre, y que si lo tuviera lo tomaría juntando lo más bello, que es la religión, con lo más vil, que es la discordia; muchas Glorias sucumbirán, sí, arrebatándose del mundo que encuentran despreciable a causa de las disputas, y corriendo a presentar su querella ante el Juez absoluto.

En el mismo día partieron D. Ángel y su hermana, el uno para su diócesis, la otra para su convento o antesala de la bienaventuranza eterna. Partieron también los hebreos, como desterrados. D. Buenaventura se quedó dos días más para arreglar ciertas cosas; pero al fin marchó también. Rechinaron las llaves de la casa,   —372→   se cerró todo; no quedó allí más que el viento, que jugaba con las persianas rotas y daba vueltas por las cuatro fachadas. De la que regocijaba el universo con su presencia no quedaba nada visible, y donde ella había vivido no había más que soledad, silencio, olvido.

El año pasado, o si se quiere, cuatro años después de los sucesos referidos, vimos restaurada la casa de Lantigua. D. Juan Amarillo no había podido atrapar tan hermosa finca y estaba lívido de desesperación, tristeza y codicia, por lo cual burlonamente le llamaban los de Ficóbriga D. Juan Verde. Su esposa, atacada de una ictericia crónica, se consumía tristemente roída por un diente de cobre que le destrozaba las entrañas.

Habiendo conservado la casa para sí D. Buenaventura, pasaba en ella los veranos con su simpática familia. De la señorita Gloria nadie o casi nadie se acordaba ya. La aureola de memorias humanas se había marchitado en su frente; pero, ¿qué le importaba si tenía otra de luz inextinguible, cuyo resplandor, no por sernos oculto es menos vivo? Sobre su tumba habían grabado catorce apellidos. D. Silvestre   —373→   quiso que se pusiera también un verso, un elogio, cualquier cosita aconsonantada de esas que constituyen la fúnebre gacetilla de los cementerios; pero D. Buenaventura no lo consintió. El olvido en que poco a poco ha ido quedando su preciosa memoria debe ser para ella muy placentero, si desde la celestial inmortalidad donde reside puede dirigir una mirada de lástima a Ficóbriga.

De Serafinita se tenían noticias edificantes. Su santidad crecía sin que disminuyera su bondad, lo que era garantía de la salvación de alma tan notable. D. Ángel no volvió más a Ficóbriga, y seguía gobernando su diócesis como él sabía hacerlo. Ahora se dice que le van a trasladar a otro arzobispado de más importancia, y en verdad lo merece. Recordaba siempre con amargo disgusto los sucesos del Sábado Santo de aquel año y la problemática conversión... ¿pero qué podía él hacer, santo varón en medio de la terrible batalla de las conciencias? Si en aquel día no entró alma nueva en el reino de Dios, no fue por culpa del digno y solícito pastor.

En el mismo año a que me refiero, es decir, cuatro después de aquella Semana Santa célebre en Ficóbriga por sus espléndidas procesiones (y no hubo más, porque D. Buenaventura dedicó   —374→   su dinero a empedrar la villa), cuatro años más tarde, repito, un precioso niño jugaba en el jardín de Lantigua. Era y es la imagen viva de aquel chiquillo divino, cuyos ojos tan lindos como inteligentes miraron con amor al mundo antes de reformarlo. Diríase de él que no nació de madre, sino por milagro del arte y de la fe; que le dio cuerpo y vida la ardiente inspiración de Murillo. En Ficóbriga le llamaban y le llaman el Nazarenito. Tiene los ojos de su madre y el perfil de su padre, gracia, armonía, cierta severidad, lumbre extraordinaria en la fisonomía, el cabello castaño y rizado. Todos le adoran; le crían hasta con mimo, porque D. Buenaventura no sabe negarle nada, y es de oír el horrible estrépito que hacen en la casa sus caballos de palo, sus aros con timbre, sus carretones, sus trompetas, sus velocípedos, sus fusiles, sus tambores y demás instrumentos de juego con que le obsequian un día y otro sus primitas, su mamá Antonia y su tío Ventura.

Entonces, es decir, el año pasado, estaba vestido de luto. Él no sabía por qué; pero había una razón y era que su padre había muerto en Londres. ¿De qué clase de muerte? mejor dicho, ¿de qué enfermedad? De una que no tiene nombre. Había muerto después de dos años de locura, motivada por la extraña y sin igual   —375→   manía de buscar una religión nueva, la religión única, la religión del porvenir. Él decía que la había encontrado. ¡Pobre hombre!... Meditando se consumió, perdió la razón, y al fin se apagó como una lámpara a la cual dan un soplo.

¿Encontraría su idea allá donde alguien le esperaba impaciente y quizás con hastío del Paraíso mientras él no fue?... Es preciso contestar categóricamente que o dar por no escrito el presente libro.

Y en tanto aquí, ¿no debemos aspirar a que sea verdad en lo posible lo que soñaron la enamorada de Ficóbriga y el loco de Londres? Tú, precioso y activo niño Jesús, estás llamado sin duda a intentarlo; tú, que naciste del conflicto y eres la personificación más hermosa de la humanidad emancipada de los antagonismos religiosos por virtud del amor; tú, que en una sola persona llevas sangre de enemigas razas, y eres el símbolo en que se han fundido dos conciencias, harás sin duda algo grande.

Hoy juegas y ríes e ignoras; pero tú tendrás treinta y tres años, y entonces quizás tu historia sea digna de ser contada, como lo fue la de tus padres.






 
 
FIN DE LA NOVELA