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Capítulo VI

Sale bien con el hurto Guzmán de Alfarache, dale a Aguilera lo que le toca y vase a Génova con su criado Sayavedra


La esperanza, como efectivamente no dice posesión alguna, siempre trae los ánimos inquietos y atribulados con temor de alcanzar lo que se desea. Sola ella es el consuelo de los afligidos y puerto donde se ferran, porque resulta della una sombra de seguridad, con que se favorecen los trabajos de la tardanza. Y como con la segura y cierta se dilatan los corazones, teniendo firmeza en lo por venir, así no hay pena que más atormente que si se ve perdida, y muy poquito menos cuando se tarda.

Cuántos y cuán varios pensamientos debieron de tener mis dos encomendados en este breve tiempo, que como ni les di más luz y los dejé con la miel en la boca, debieron de vacilar y dar con la imaginación más trazas que tiene un mapa, unos por una parte y otros por otra. ¡Cuáles andarían y con qué cuidado, deseando los fines prometidos, que no se les debieron de hacer poco dudosos!

Ya, cuando vieron amanecer el sol del día dellos tan deseado y de mí no menos, y Aguilera me trujo el libro borrador que le pedí, busqué una hoja de atrás, donde hubiese memorias de ocho días antes, y en un blanco que hallé bien acomodado puse lo siguiente: «Dejóme a guardar don Juan Osorio tres mil escudos de oro en oro, los diez de a diez y los más de a dos y de a cuatro. Más me dejó dos mil reales, en reales.» Luego pasé unas rayas por cima de lo escrito y a la margen escrebí de otra letra diferente: «Llevólos, llevólos.» Con esto cerramos nuestro libro y díselo.

Mas le di diez doblones de a diez y díjele que, abriendo el escritorio, sacase ciento del gato y metiese aquéllos en su lugar. Dile más dos bervetes, uno en que decía: «Estos tres mil escudos en oro son de don Juan Osorio»; y el otro: «Aquí están dos mil reales de don Juan Osorio, su dueño.» Advertíle que si dentro del gato hubiese algún otro bervete, lo sacase y dejase sólo el mío, y el de los dos mil reales lo metiese dentro de un talego, en que me dijo haber otros diez y siete mil, poco más o menos, que no sabía lo justo, porque cada día se iban echando dineros en él, y que advertiese que aqueste de la plata estaba en un arcón de junto a el escritorio y tenía por señas el talego una grande mancha de tinta junto a la boca.

Con esto se fue Aguilera, llevando de orden que aquella noche sin falta lo dejase puesto cada cosa en su lugar, según se lo había dicho. El siguiente día, después de comer, me fui a la tienda del mercader muy disimulado, mi criado detrás, nuestro paso a paso. Cuando allá llegamos y él me vio, se alegró mucho, creyendo que ya le llevaba lo que le vine a pedir.

Conformidad teníamos ambos en engañar; mas eran muy diferentes de las mías las trazas que él debía de tener pensadas. Cuando nos hubimos ya saludado, le dije:

-Aqueste criado vendrá por la mañana con un talego y un papel mío. Mande Vuestra Merced que se le dé todo buen despacho.

El hombre, como debía de ir más caballero en su malicia que receloso de la mía, creyó que le decía que por la mañana le llevarían el dinero y díjome:

-Todo se hará como Vuestra Merced lo manda.

Fuime la puerta fuera y, a menos de veinte pasos andados, di la vuelta y díjele:

-Después que de aquí salí, se me ha ofrecido a el pensamiento que importa llevar luego ese dinero para cierto efeto. Mándemelo dar Vuestra Merced.

El hombre se alteró y dijo:

-¿Qué dinero es el que Vuestra Merced manda que dé?

Y díjele:

-Todo, señor, todo; porque todo lo he menester.

Él entonces dijo:

-¿Cuál todo tengo de dar?

Volvíle a decir:

-El oro y la plata.

-¿Qué oro y plata? -me respondió.

Y respondíle:

-La plata y oro que Vuestra Merced acá tiene mío.

-¿Yo de Vuestra Merced oro ni plata? -me dijo-. Ni tengo plata ni oro ni sé lo que se dice.

-¿Cómo no sé lo que me digo? -le respondí alborotado-. ¡Bueno es eso, por mi vida!

-¡Mejor es esotro -dijo él-, pedirme lo que no me dio ni tengo suyo!

-¡Mire Vuestra Merced lo que dice! -le volví a decir-, que para burlas bastan, y son éstas muy pesadas para quien le falta gusto.

-¡Eso está bueno! -me dijo-. Las de Vuestra Merced lo son. Váyase enhorabuena, suplícole.

-¿Que me vaya dice? Antes no deseo ya otra cosa. Mándeme dar Vuestra Merced aquese dinero.

-¿Cuál dinero tengo yo de Vuestra Merced que me pide, para que se lo dé?

-Pídole -dije- los escudos y reales que le dejé a guardar el día pasado.

-Vuestra Merced -me respondió- nunca me dejó escudos ni reales ni tal tengo suyo.

Y díjele:

-Pues acaba en este momento de confesarme delante de todos estos caballeros, cuando le dije que vendría mañana mi criado por ellos, que se los daría, ¿y agora que vuelvo yo, me los niega en un momento?

-Yo no niego a Vuestra Merced nada -me dijo-, porque no tengo recebido algo que poder volver.

-Yo le truje a Vuestra Merced habrá ocho días mi hacienda -le dije- y se la di que me la guardase y la tiene recebida. Mándemela luego dar, porque no es mi voluntad tenerla más un momento en su poder.

-En mi poder no tengo un cuatrín ajeno; váyase con Dios, no sea el diablo que nos engañe a todos.

-A mí fue a quien ya engañó, en darle a Vuestra Merced mi hacienda.

Y con una cólera encendida, que parecía echar fuego por todo el rostro, dije:

-¿Qué quiere decir, no darme mi dinero? Aquí me lo ha de dar luego de contado, sin faltar un cuatrín, o mire cómo ha de ser.

Mostróse tan turbado y temeroso viéndome tan colérico y resuelto, que no supo qué responder. Y como sonriéndose, haciendo burla de mis palabras, decía que me fuese con Dios o con la maldición, que ni me conocía ni sabía quién era ni cómo me llamaba ni qué le pedía.

-¿Agora no me conoce ni sabe quién soy, para levantarse con mi hacienda? Pues aún tiene justicia Milán, que me hará pagar en breve tres pies a la francesa.

El hombre más negaba, diciendo andar yo errado, que podría ser haberlo dado a guardar en otra parte, porque ni tenía dinero mío ni me lo debía, no obstante ser verdad que yo le dije que se lo quise dar a guardar; empero que no había vuelto con él, que me fuese a quejar a la justicia enhorabuena y, si algo me debiese, que llano estaba para pagármelo.

Con esta resolución largué los pliegues a la boca, lanzando por ella espuma, y a grandes gritos dije:

-¡Oh, traidor, falso! ¡Justicia del cielo y de la tierra venga sobre ti, mal hombre! Así me quieres quitar mi hacienda delante de los ojos, dejándome perdido. La vida me has de dar o mi dinero. Vengan aquí luego mis tres mil escudos, digo. No ha de aprovecharos el negarlos, que os los tengo de sacar del alma o me los habéis de poner en tabla, en oro y plata, como de mí lo recibistes.

Alborotóse la casa con los que allí habían estado presentes a el caso desde el principio. Juntóse con ellos de los que pasaban por la calle y de otros vecinos, tanto número de gente llamándose con el alboroto los unos a los otros, que ya nos ahogaban y no nos entendíamos. Andábanse preguntando todos qué voces eran o sobre qué reñíamos. Aquí y allí lo contaban ciento y cada uno de su manera, y nosotros allá dentro que nos hundíamos con la reyerta.

En esto llegó un bargelo, que es como alguacil en Castilla, pero no trae vara, y haciendo lugar por medio de la gente, llegó donde estábamos, que ya nos ardíamos. Yo cuando vi justicia presente -aunque no sabía quién fuese más de ser justicia- vi mi pleito hecho y dije luego:

-Señores, ya Vuestras Mercedes han visto lo que aquí ha pasado y de la manera que aqueste mal hombre me niega mi hacienda. Su mismo criado diga la verdad y, si lo negaren, dígalo su mismo libro, donde se hallará escrito lo que de mí recibió y en qué partidas, de la manera que se las entregué, para que se nos conozca bien quién es cada uno y cuál dice verdad. ¿Yo había de pedir lo que no le di? Dentro de un gato suyo metió en aquel escritorio tres mil escudos de a dos y de a cuatro y, por señas más verdaderas y ciertas, hay entremedias diez escudos de a diez, que todos hacen los tres mil a el justo. Y en un talego que puso a guardar dentro de aquel arca, en que me dijo que habría entonces hasta diez y siete mil reales poco más o menos con los míos, metió los dos mil que le di. Si no fuere como lo digo, que se quede con ello y me quiten la cabeza como a traidor, con tal que luego se averigüe mi verdad, en presencia de Vuestras Mercedes, antes que tenga lugar de poderlo trasponer en otra parte.

Y señalando a el bargelo, dije:

-Véalo Vuestra Merced, véalo y vea quién trata falsedad y engaño.

El mercader dijo entonces:

-Yo lo consiento, tráiganse mis libros, véanse todos y cuanto dinero tengo en toda mi casa. Si tal así pareciere, yo quiero confesar que dice verdad y ser el que miento.

Los que presentes había dijeron:

-Acabado es el pleito. Justificados están. La verdad se verá bien clara y presto, en lo que ambos dicen.

El mercader mandó a su cajero sacase su libro mayor y, cuando lo trujo, dije:

-¡Oh, traidor, no está en ese libro, sino en el manual!

Pidió el manual de la caja y, cuando lo vi, volví a decir:

-No, no, no son aquí menester tantos enredos, engañándonos con libros; que no digo ésos. No hay para qué roncear; en el que se asentaron las partidas no es tan grande. Un libro es angosto y largo.

Entonces dijo Aguilera:

-En el de memorias debe de querer decir, según da señas dél, que no hay otro en esta casa de aquella manera.

Y sacándolo allí, dijo:

-¿Es por ventura éste?

-Éste sí, éste sí, él es, véase lo que digo, no hay para qué asconderlo ni encubrirlo, aquí se hallará la verdad.

Anduvieron hojeando un poco y, cuando reconocí las partidas y letra, dije:

-Vuestras Mercedes vean lo que aquí dice, lean estas partidas que me tiene testadas y adicionadas a la margen; pues no le ha de valer tampoco por ahí, que mi dinero me tiene de dar.

Vieron todos las partidas y ser como yo lo decía, y el mercader estaba tan loco que no sabía qué decir, más de jurar mil juramentos que tal no sabía cómo ni quién lo hubiera escrito.

Yo les dije:

-Yo mismo lo escrebí, mi letra es; pero la del margen es diferente y falsamente puesto y testadas, que no me han vuelto nada. Y en aquel escritorio, si no lo ha sacado, allí están mis escudos.

Hacía unos estremos como un loco furioso, de manera que creyeron ser sin duda verdad cuanto decía. Y procurándome sosegar, decían que me apaciguase, que no importaba estar testadas las partidas ni escrito a la margen habérmelos vuelto, si en lo demás era según lo decía.

Díjeles luego:

-¿Qué mayor verdad mía o qué mayor indicio de su malicia puede haber que decir poco ha que no le había dado blanca y hallarlo aquí escrito, aunque testado? Si lo recibió, ¿por qué lo niega? Y si no lo recibió, ¿cómo está escrito aquí? Ábrase aquel escritorio, que dentro estarán mis doblones y los diez de a diez entremedias dellos.

Porfiaba el mercader y deshacíase, diciendo con varios juramentos y obsecraciones que todo era maldad y que se lo levantaba, porque doblones de a diez, uno ni más había en toda su casa.

Tanto porfiaron y el bargelo tanto instó en que diese las llaves del escritorio, porque las resistía, no queriéndolas dar, que le juró, si no se las diese, que se lo sacaría de casa, hasta dar noticia de todo a el capitán de justicia -que allí es como en Castilla un corregidor-, para que, depositado, se supiese la verdad.

Finalmente las dio, y en abriéndolo d[i]je:

-Allí en aquella gaveta los metió en un gato pardo rodado.

Abrieron la gaveta y sacaron el gato, y, queriendo contar el dinero para ver si estaba justo, salió el bervete y dije:

-Lean ese papel, que ahí dirá lo que hay dentro y cúyo es.

Leyéronlo y decía ser de don Juan Osorio. Contáronlo y hallaron justos los tres mil escudos con los diez de a diez que yo decía. Ya en este punto quedó el mercader absolutamente rematado, sin saber qué decir ni alegar, pareciéndole obra del demonio, porque hombre humano era imposible haberlo hecho. Demás que si yo tuve mano para ponérselos allí, con mayor facilidad se los pudiera, sin esto, haber llevado. Estaba sin juicio y daba gritos que todo era mentira, que se lo levantaban, que aquel dinero era suyo y no ajeno; que, si el diablo no puso allí aquellos doblones, que no los puso él; que me prendiesen porque tenía familiar.

Yo decía:

-Préndanme muy enhorabuena, con tal que me deis mi dinero.

Dábale terribles voces, diciéndole:

-¡Ah, engañador! ¿Aún tenéis lengua con que hablar, viéndose la maldad tan evidente? Abran aquel arcón, que allí está la plata y dentro la puso.

-No hay tal -decía él-, que la plata que allí hay toda es mía y lo son los tres mil escudos.

-¿Cómo son vuestros -le dije-, si acabáis de confesar que no teníades doblones de a diez? Que Dios ha permitido que se os olvidase de haberlos recebido, para que yo no perdiese mi hacienda. El que ha de negar lo ajeno, ha de mirar lo que dice. Cuando aquí llegué, me dijistes delante de aquestos caballeros que mañana me daríades mi hacienda y, luego que os la volví a pedir, delante dellos mismos, me la negastes. Ábrase aquel arca, sáquese todo, sépase quién es cada uno y cómo vive.

Abrieron el arca y, cuando vi el talego, aunque había otros con él, de más y menos dineros, largando el brazo lo señalé con el dedo:

-Ese de la mancha negra es.

En resolución, se halló verdad cuanto les había dicho, y más quedaron certificados cuando, trastornando aquel talego para contar los dineros, hallaron el otro bervete que decía estar allí míos dos mil reales. Yo gritaba:

-Mal hombre, mal tratante, enemigo de Dios, falto de verdad y de conciencia, ¿y cómo, si teníades mis dineros, de la manera que todo el mundo lo ha visto y sabe, me borrábades lo escrito? ¿Cómo decíades que nada os había dado? ¿Cómo que no me conocíades ni sabíades quién era ni cómo me llamaba? Ya ¿qué tenéis que alegar? ¿Tenéis más falsedades y mentiras que decir? ¿Veis como Dios Nuestro Señor ha permitido que os hayáis tanto cegado, que ambos bervetes no tuvistes entendimiento para quitarlos ni esconder la moneda? ¿Veis como ha vuelto su Divina Majestad por mi mucha inocencia y sencillez con que os di a guardar mi hacienda creyendo que siempre me la diérades, y que quien me aconsejó que os la diese debió de ser otro tal como vos y echadizo vuestro para quedaros con ella?

Cuantos estaban presentes quedaron con esto que vieron y oyeron tan admirados, cuanto enfadados de ver semejante bellaquería, satisfechos de que yo tenía razón y justicia. Eran en mi favor la voz común, las evidencias y experiencias vistas y su mala fama, que concluía, y decían todos:

-Mirad si había de hacer de las suyas. No es nuevo en el bellaco logrero robar haciendas ajenas. ¿No veis como a este pobre caballero se le quería levantar con lo que le dio en confianza? Que, si no fuera por su buena diligencia, para siempre se le quedara con ello.

El mercader, que a sus oídos oía estas y otras peores palabras, no tenía tantas bocas o lenguas para poder satisfacer con ellas a tantos, ni era posible abonarse. Quedó tal, que ni sabía si soñaba o si estaba dispierto. Paréceme agora que se pellizcaría las manos y los brazos para recordar o que le pasaría por la imaginación si había perdido las dos potencias, entendimiento y memoria, y le quedaba la sola voluntad, según lo que había pasado. Él -como dije- tenía mal nombre, que para mi negocio estaba probado la mitad. Y aquesto tienen siempre contra sí los que mal viven: pocos indicios bastan y la hacen plena.

Con esto y con lo que juraron los que allí estaban de los primeros, que, pidiéndole yo mi dinero, dijo que otro día me lo daría, o a mi criado, y cómo luego que volví por él me lo negó. Su criado juró cómo llegué a su tienda y en su presencia le rogué que me guardase tres mil escudos, pero que no sabía si se los di, que a lo escrito se remitía, porque muchas veces faltaba de la tienda y no sabía más de lo dicho. Mi criado juró su verdad, que por su mano los había contado y entregado a el mercader en presencia de otros hombres que no sabía quién eran, porque como forastero no los conoció. Y con la evidencia cierta de todo cuanto dije y ver testadas las partidas, estar la moneda señalada, tener cada talego su bervete de cúyo era, confirmó los ánimos en mi favor, volviéndose con él sin dejarle dar disculpa ni querérsela oír. Ni él tenía ya espíritu para hablar. Porque con su mucha edad y ver una cosa tan espantosa, que no acababa de sospechar qué fuese, se quedó tan robado el color como si estuviera defunto, quedando desmayado por mucho espacio. Ya creyeron ser fallecido; mas volvió en sí como embelesado, y tal, que ya me daba lástima. Empero consolábame que si se finara me hiciera menos falta que su dinero.

No hubo persona de cuantos allí se hallaron que no dijese que se me diesen mis dineros. Yo, como sabía que no bastaba decirlo el vulgo para dármelos, que sólo el juez era parte para podérmelos adjudicar, preveníme de cautela para lo de adelante y, cuando todos a voces decían: «Suyo es el dinero, dénselo, dénselo», respondía yo: «No lo quiero, no lo quiero; deposítense, deposítense.» Con esta mayor justificación el bargelo que allí se halló presente sacó el dinero de mal poder y lo puso depositado en un vecino abonado. De donde con poco pleito en breves días me lo entregaron por sentencia, quedándose mi mercader sin ellos y condenado en costas, demás de la infamia general que le quedó del caso.

Después que vi tanto dinero en estas pobres y pecadoras manos, me acordé muchas veces del hurto que Sayavedra me hizo, que, aunque no fue tan poco que para mí no me hubiera hecho grande falta, si aquello no me sucediera tampoco lo conociera ni con este hurto arribara; consolábame diciendo: «Si me quebré la pierna, quizá por mejor; del mal el menos.» A todos nos vino bien, pues yo de allí adelante quedé con crédito y hacienda, más de lo que me pudieron quitar; Sayavedra quedó remediado y Aguilera remendado.

Llevé a mi casa mis dineros con todo el regocijo que podéis pensar, guardélo y arropélo, porque no se arromadizase. Y con ser esto así, aún mi criado no lo acababa de creer, ni tocándole las manos. Parecíale todo sueño y no posible haber salido con ello. Santiguábase con ambas manos de mí, porque aunque cuando en Roma me conoció supo mi vida y tratos, teniéndome por de sutil ingenio, no se le alcanzó que pudiera ser tanto y que las mataba él en el aire, pudiendo ser muchos años mi maestro y aun tenerme seis por su aprendiz.

Entonces le dije:

-Amigo Sayavedra, ésta es la verdadera ciencia, hurtar sin peligrar y bien medrar. Que la que por el camino me habéis predicado ha sido Alcorán de Mahoma. Hurtar una saya y recebir cien azotes, quienquiera se lo sabe: más es la data que el cargo. Donde yo anduviere, bien podrán los de vuestro tamaño bajar el estandarte.

De allí a dos días vino Aguilera por su parte una noche, aunque si no fuera por Sayavedra, yo hiciera con boda y bodigos el alto de Vélez, mas, porque no me tuviese sobre ojos en mala reputación y quedase con algún mal conceto de mí, diciendo que quien mal trato usa con otro también lo usaría con él, no quise por lo menos aventurar lo más.

Díjome que su amo estaba muriéndose del enojo, loco de imaginar cómo pudo ser aquello y aun le pasó por la imaginación no ser otra cosa que obra del demonio. Descontéle cien escudos de los que había recebido ya de su mano, por los diez doblones, y dile lo que a el justo le cupo, conforme a el concierto. Después acometí a darle a Sayavedra su parte, con la de la ganancia de los quinientos escudos, y dijo que allí lo tenía cierto para cuando lo hubiese menester, que, pues él no tenía dónde, lo guardase yo hasta mejor comodidad.

Estuvimos en Milán otros diez o doce días; aunque siempre como asombrados y temerosos, por lo cual fuimos de acuerdo salir de allí para Génova, no dando nunca cuenta de nuestro viaje a persona de las del mundo, ni alguno supo de nuestra boca dónde íbamos, por lo que pudiera suceder. Antes dábamos el nombre para otra parte muy diferente, fabricando negocio a que decíamos importarnos mucho acudir.

Íbame yo paseando por una de las calles de Milán, adonde había tantas y tan variadas cosas y mercaderías, que me tenían suspenso, y acaso vi en una tienda una cadena que vendían a un soldado, a mis ojos la cosa más bella que jamás vieron. Diome tanta codicia, que ya por comprarla, si acaso no se concertasen, o para mandar hacer otra semejante, me llegué a ellos y estúvela mirando, sin dar a entender mi deseo. Y codiciéla tanto, que luego en aquel espacio breve, teniéndola por fina, se me ofreció traza como llevármela de camino y sin pesadumbre.

Atento estuve al concierto, y tan vil era el precio de que se trataba, que creí ser de sola su hechura; mas, como no se concertasen, comencé luego mi enredo preguntando lo que valía y lo que pesaba. El mercader se rió de oírme y dijo:

-Señor, esto no se vende a peso; sino así como está, un tanto por toda.

En sola esta palabra conocí ser falsa y pareciéndome mucha bajeza por cosa tan poca gastar almacén y traza que pudiera después acomodarse mejor en ocasión grave y de importancia, demás que no se debe arriscar por poco mucho, y, si por ventura yo allí segundaba, diera indicios de haber sido embeleco el pasado, concertéme con él y paguésela con tanto gusto como si fuera pieza de valor.

Y no la estimaba en menos, por lo que con ella interesaba. Que se me representó serme de importancia para lo de adelante. Y luego acordé hacer otra de oro fino de la misma hechura y traza. Fuime a un platero. Hízola tal y tan semejante, que puestas ambas en una mano era imposible juzgarlas, ecepto en el sonido y peso, porque le falsa era más ligera un poco y de sonido campanil; que el oro lo tiene sordo y aplomado. Túvome de toda costa seiscientos y treinta escudos, poco más o menos, y holgara más de que fueran mil, que tanto más me había de valer la otra.

Compré juntamente dos cofrecitos pequeños en que cupiesen a el justo, uno para cada una, en que llevarlas. Y porque aún todavía todas las coyunturas de mi cuerpo me dolían, pareciéndome tener desencasadas las costillas, de la noche buena que me dio el señor mi tío, que la tenía escrita en el alma y aún la tinta no estaba enjuta, viéndome de camino para Génova, dile a Sayavedra parte del mi pensamiento, no contándole lo pasado, más de que, cuando por allí pasé siendo niño, me hicieron cierta burla, porque no me vieron en el punto que quisieran para honrarse comigo.

Y en el alma me pesó de haberle dicho aun esto, porque no me hallara en mentira de lo que le había dicho antes. Mas no reparó en ello. Díjele juntamente con ello:

-Si tú, Sayavedra, como te precias fueras, ya hubieras antes llegado a Génova y vengado mi agravio; mas forzoso me será hacerlo yo, supliendo tu descuido y faltas. Y porque también será bien chancelar aquella obligación y pagar deudas, porque la buena obra que me hicieron quede con su galardón bien satisfecha. Demás que para desmentir espías conviene hacer lo que tu hermano y tú hicistes, mudar de vestidos y nombres.

-Paréceme muy bien -dijo Sayavedra-, y digo que quiero heredar el tuyo verdadero, con que poderte imitar y servir. Desde hoy me llamo Guzmán de Alfarache.

-Yo, pues -dije-, me quiero envestir el proprio mío que de mis padres heredé y hasta hoy no lo he gozado, porque un don, o ha de ser del Espíritu Santo para ser admitido y bien recebido de los otros, o ha de venir de línea recta; que los dones que ya ruedan por Italia, todos son infamia y desvergüenza, que no hay hijo [de] remendón español que no le traiga. Y si corre allá como acá, con razón se les pregunta: «¿Quién guarda los puercos?» Yo me llamo don Juan de Guzmán y con eso me contento.

Entonces dijo Sayavedra con grande alegría:

-¡Don Juan de Guzmán, vítor, vítor, vítor, a quien tan buena pantorrilla le hace, aquese sea su nombre! ¡Mal haya el traidor que lo manchare! Quien te lo quitare, hijo, la mi maldición te alcance.

Hice sacar lo necesario para un manteo y sotana de rico gorbarán, con que salimos nuestro camino de Génova.




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Capítulo VII

Llega Guzmán de Alfarache a Génova, donde, conocido de sus deudos, lo regalaron mucho


Largo tiempo conservará la vasija el olor o sabor con que una vez fuere llena. Si el curso del mío, las ocasiones y casos, amor y temor no abrieren los ojos a el entendimiento, si con esto no recordare del sueño de los vicios, no me puedo persuadir que puedan fuerzas humanas. Y aunque con estratagemas, trazas y medios, pudiera ser alcanzarlo, no a lo menos con tanta facilidad, que no sea necesario largo discurso, con que haga su eleción el hombre, destinguiendo lo útil de lo dañoso, lo justo de lo injusto y lo malo de lo bueno. Y ya, cuando a este punto llega, anda el negocio de condición que quien se quisiere ayudar a salir del cenagal, nunca le faltarán buenas inspiraciones del cielo, que favoreciendo los actos de virtud los esfuerza, con que, conocido el error pasado, enmienden lo presente y lleguen a la perfeción en lo venidero.

Mas los brutos, que como el toro cierran los ojos y bajan la cabeza para dar el golpe, siguiendo su voluntad, pocas veces, tarde o nunca vendrán en conocimiento de su desventura. Porque como ciegos no quieren ver, son sordos a lo que no quieren oír ni que alguno les inquiete su paso. Huelgan irse paseando por la senda de su antojo, pareciéndoles larga, que no tiene fin o que la vida no tiene de acabarse, cuya bienaventuranza consiste sólo en aquella idolatría.

Son gente de ancha vida, de ancha conciencia, quieren anchuras y nada estrecho. Saben bien que hacen mal y hacen mal por no hacer bien. Danse para lo que quieren por desentendidos y no ignoran que se les va gastando la cuerda, estrechándose la salida y que al cabo hay eternos despeñaderos. Mas como vemos a Dios las manos enclavadas y dolorosas, parécenos que le lastimará mucho cuando quiera lastimarnos.

Dicen los tontos entre sí: «Nada nos duele, salud tenemos, dinero no falta, la casa está proveída: durmamos agora, holgúemonos lo poco que nos cabe, tiempo hay, no es necesario caminar tan apriesa quitándonos la vida que Dios nos da.» Dilátanlo una hora y pasa un día; pásase otro día, vase la semana, el mes corre, vuela el año, y no llega este «cuando», que aun si llegase bien sería, no llegaría tarde. Aquesta es la deuda de quien se dijo que se cobra en tres pagas; empero págase la pena, cuando se nos hace cierta, cruel y presto.

¿Quién considera un logrero, que, olvidado de Dios, no piensa que lo hay, sino en aquella vil ganancia? ¿Quién ve un deshonesto, que con aquel torpe apetito adora lo que más presto aborrece y allí busca su gloria donde conoce su tormento? ¿Un glotón, un soberbio, hijo de Lucifer, más que Diocleciano cruel, acostumbrado a martirizar inocentes, agraviando justos y persiguiendo a los virtuosos? ¿Un murmurador sin provecho, que, pensando hacer en sí, deshace a los otros y escarba la gallina siempre por su mal? Son los murmuradores como los ladrones y fulleros.

El hombre honrado, rico y de buena vida no hurta, porque vive contento con la merced que Dios le ha hecho. Con su hacienda pasa, della come y se sustenta. Suelen decir los tales: «Yo, señor, tengo lo necesario para mí y aun puedo dar a otros.» Hacen honra desto, diciendo sobrarles que poder dar.

El fullero ladrón hurta, porque con aquello pasa; como no lo tiene, trata de quitarlo a otros, dondequiera que lo halla. Desta manera, el noble tiene para sí la honra que ha menester y aun para poder honrar a otros, y el murmurador se sustenta de la honra de su conocido, quitándole y desquilatándole della cuanto puede, porque le parece que, si no lo hurta de otros, no tiene de dónde haberlo para sí.

¡Gran lástima es que críe la mar peces lenguados y produzca la tierra hombres deslenguados! Pues un hipócrita, de los que dicen que tienen ya dada carta de pago a el mundo y son como los que juegan a la pelota, dan con ella en el suelo de bote, para que se les vuelva luego a la mano y, dándoles de voleo, alarguen más la chaza o ganen quince. Desventurados dellos, que, haciendo largas oraciones con la boca, con ella se comen las haciendas de los pobres, de las viudas y huérfanos. Por lo cual será Dios con ellos en largo juicio. Suele ser el hipócrita como una escopeta cuando está cargada, que no se sabe lo que tiene dentro y, en llegándole muy poquito fuego, una sola centella despide una bala que derriba un gigante. Así con pequeña ocasión descubre lo que tiene oculto dentro del alma. Derrenegad siempre de unos hombres como unos perales enjutos, magros, altos y desvaídos, que se les cae la cabeza para fingirse santos. Andan encogidos, metidos en un ferreruelo raído, como si anduviesen amortajados en él. Son idiotas de tres altos y quieren con artificio hacernos creer que saben. Hurtan cuatro sentencias, de que hacen plato, vendiéndolas por suyas. Fingen su justicia por la de Trajano; su santidad, de San Pablo; su prudencia, de Salamón; su sencillez, de San Francisco, y debajo desta capa suele vivir un mal vividor. Traen la cara marcilenta y las obras afeitadas, el vestido estrecho y ancha la conciencia, un «en mi verdad» en la boca y el corazón lleno de mentiras, una caridad pública y una insaciable avaricia secreta. Manifiéstanse ayunos, así de manjares como de bienes temporales, con una sed tan intensa que se sorberán la mar y no quedarán hartos. Todo dicen serles demasiado y con todo no se contentan. Son como los dátiles: lo dulce afuera, la miel en las palabras y lo duro adentro en el alma. Grandísima lástima se les debe tener por lo mucho que padecen y lo poco de que gozan, condenándose últimamente por sola una caduca vanidad en ser acá estimados. De manera que ni visten a gusto ni comen con él; andan miserables, afligidos, marchitos, sin poder nunca decir que tuvieron una hora de contento, aun hasta las conciencias inquietas y los cuerpos con sobresalto. Que, si lo que desta manera padecen, como lo hacen por sólo el mundo y lo exterior en él para sólo parecer, lo hicieran por Dios para más merecer y por después no padecer, sin duda que vivirían aun con aquello alegres en esta vida y alegres irían a gozar de la eterna.

Digamos algo de un testigo falso, cuya pena deja el pueblo amancillado y a todos es agradable gustando de su castigo por lo grave de su delito. ¡Que por seis maravedís haya quien jure seis mil falsedades y quite seiscientas mil honras o interés de hacienda, que no son después poderosos a restituir! ¡Y que de la manera que los trabajadores y jornaleros acuden a las plazas deputadas para ser de allí conducidos a el trabajo, así acuden ellos a los consistorios y plazas de negocios, a los mismos oficios de los escribanos, a saber lo que se trata, y se ofrecen a quien los ha menester! No sería esto lo peor, si no los conservasen allí los ministros mismos para valerse dellos en las ocasiones y para las causas que los han menester y quieren probar de oficio. No es burla, no encarecimiento ni miento. Testigos falsos hallará quien los quisiere comprar; en conserva están en las boticas de los escribanos. Váyanlos a buscar en el oficio de N. Ya lo quise decir; mas todos lo conocen. Allí los hay como pasteles, conforme los buscaren, de a cuatro, de a ocho, de a medio real y de a real. Empero, si el caso es grave, también los hay hechizos, como para banquetes y bodas, de a dos y de a cuatro reales, que depondrán, a prueba de moxquete, de ochenta años de conocimiento. Como lo hizo en cierta probanza de un señor un vasallo suyo, labrador, de corto entendimiento, el cual, habiéndole dicho que dijese tener ochenta años, no entendió bien y juró tener ochocientos. Y aunque, admirado el escribano de semejante disparate, le advirtió que mirase lo que decía, y respondió: «Mirá vos cómo escrebís y dejad a cada uno tener los años que quisiere, sin espulgarme la vida.» Después, haciéndose relación deste testigo, cuando llegaron a la edad, parecióles error del escribano y quisiéronle por ello castigar; mas él se desculpó diciendo que cumplió en su oficio, en escrebir lo que dijo el testigo. Que, aunque le advirtió dello, se volvió a ratificar diciendo tener aquella edad, que así lo pusiese. Hicieron los jueces parecer el testigo personalmente, y preguntándole que por qué había jurado ser de ochocientos años, respondió: «Porque así conviene a servicio de Dios y del Conde, mi señor.» Testigos falsos hay: las plazas están llenas, por dinero se compran y, el que los quisiere de balde, busque parientes encontrados, que por sustentar la pasión dirá contra toda su generación, y déstos nos libre Dios, que son los que más nos dañan.

Dejémoslos y vengamos a los de mi oficio y a la cofadría más antigua y larga. Porque no quiero que digas que tuve para los otros pluma y me quise quedar en el tintero, dejando franca mi puerta. Que a fe que tengo de dar buenas aldabadas en ella y no quedarme descansando a la sombra ni holgando en la taberna.

Un ladrón ¿qué no hará por hurtar? Digo ladrón a los pobres pecadores como yo; que con los ladrones de bien, con los que arrastran gualdrapas de terciopelo, con los que revisten sus paredes con brocados y cubren el suelo con oro y seda turquí, con los que nos ahorcan a nosotros no hablo, que somos inferiores dellos y como los peces, que los grandes comen a los pequeños. Viven sustentados en su reputación, acreditados con su poder y favorecidos con su adulación, cuyas fuerzas rompen las horcas y para quien el esparto no nació ni galeras fueron fabricadas, ecepto el mando en ellas de quien podría ser que nos acordásemos algo en su lugar, si allá llegáremos, que sí llegaremos con el favor de Dios.

Vamos agora llevando por delante los que importa que no se queden, los tales como yo y mi criado. No se ha de dar puntada en los que roban la justicia, pues no los hay ni lo tal se sabe. Mas por ventura si alguno lo ha hecho, ya se lo dijimos en la primera parte. No del regidor, de quien también hablamos, que no es de importancia ni de sustancia su negocio, pues fuera de sus estancos y regatonerías, todo es niñería.

Dirán algunos: «Tal eres tú como ellos, pues quieres encubrir sus mentiras, engaños y falsedades. Que, si se preguntase qué hacienda tiene micer N., dirían: 'Señor, es un honrado regidor.' ¿No más de regidor? ¿Pues cómo come y se sustenta con sólo el oficio, que no tiene renta, sustentando tanta casa, criados y caballos?»

Bueno es eso, bien parece que no lo entendéis. Verdad es que no tiene renta, pero tiene renteros, y ninguno lo puede ser sin su licencia, pagándole un tanto por ello, lo cual se le ha de bajar de la renta que pone, rematándosela por mucho menos.

¿Por qué no dices lo que sabes desto y que, si alguno se atreve a hablar o pujar contra su voluntad, lo hacen callar a coces y no lo dejarán vivir en el mundo, porque como poderosos luego les buscan la paja en el oído y a diestro y a siniestro dan con ellos en el suelo, y que son como las ventosas, que, donde sienten que hay en qué asir, se hacen fuertes y chupan hasta sacar la sustancia, sin que haya quien de allí las quite, hasta que ya están llenas? Di ¿cómo nadie lo castiga?

Porque a los que tratan dello les acontece lo que a las ollas que ponen llenas de agua encima del fuego, que apenas las calienta, cuando rebosa el agua por encima y mata la lumbre. ¿Has entendídome bien? O porque tienen ángel de guarda, que los libra en todos los trabajos del percuciente.

Di también -pues no lo dijiste- que si a los tales, después de ahorcados les hiciesen las causas, dirían contra ellos aquellos mismos que andan a su lado y agora con el miedo comen y callan. Di sin rebozo que, por comer ellos de balde o barato, carga sobre los pobres aquello y se les vende lo peor y más caro. Acaba ya, di en resolución, que son como tú y de mayor daño, que tú dañas una casa y ellos toda la república.

¡Oh qué gentil consejo que me das ése, amigo mío! ¡Tómalo tú para ti! ¿Quieres por ventura sacar las brasas con la mano del gato? Dilo, si lo sabes; que lo que yo supe ya lo dije y no quiero que comigo hagan lo que dices que con los otros hacen. Basta que contra la decencia de su calidad y mayoría me alargue más de lo lícito, sin que de nuevo quieras obligarme a espulgarles las vidas, no siendo de provecho. Si acá en Italia corre de aquesa manera, gracias a Dios que me voy a España, donde no se trata de semejante latrocinio.

Bien sé yo cómo se pudiera todo remediar con mucha facilidad, en augmento y de consentimiento de la república, en servicio de Dios y de sus príncipes; mas ¿heme yo de andar tras ellos, dando memoriales, y, cuando más y mejor tenga entablado el negocio, llegue de través el señor don Fulano y diga ser disparate, porque le tocan las generales y dé con su poder por el suelo con mi pobreza? Más me quiero ir a el amor del agua lo poco que me queda.

Por decir verdades me tienen arrinconado, por dar consejos me llaman pícaro y me los despiden. Allá se lo hayan. Caminemos con ello como lo hicieron los pasados, y rueguen a Dios los venideros que no se les empeore. Diré aquí solamente que hay sin comparación mayor número de ladrones que de médicos y que no hay para qué ninguno se haga santo, escandalizándose de oír mentar el nombre de ladrón, haciéndole ascos y deshonrándolos, hasta que se pregunte a sí mesmo, por aquí o por allí, qué ha hurtado en esta vida, y para esto sepa que hurtar no es otro que tener la cosa contra la voluntad ajena de su dueño.

No se me da más que ya no lo sepa como que lo dé con su mano, si es por más no poder o por allí redimir la vejación. Comencélo desde la niñez, aunque no siempre lo usé. Fui como el árbol cortado por el pie, que siempre deja raíces vivas, de donde a cabo de largos años acontece salir una nueva planta con el mismo fruto. Ya presto veréis cómo me vuelvo a hacer mis buñuelos. El tiempo que dejé de hurtar, estuve violentado, fuera de mi centro, con el buen trato; agora doy a el malo la vuelta.

Cuando muchado, estaba curtido y cursado en alzar con facilidad y buena maña cualquiera cosa mal puesta. Después, ya hombre, a los principios me parecía estar gotoso de pies y manos, torpe y mal diestro; mas en breve volví en mis carnes. Continuélo de manera, preciábame dello tanto como de sus armas el buen soldado y el jinete de su caballo y jaeces. Cuando había dudas, yo las resolvía; si se buscaban trazas, yo las daba; en los casos graves, yo presidía. Oíanse mis consejos como respuestas de un oráculo, sin haber quien a mis precetos contradijese ni a mis órdenes replicase. Andaban tras de mí más praticantes que suelen acudir al hospital de Zaragoza ni en Guadalupe. Usábalo a tiempo y con intermitencias, como fiebres. Porque cuando todo me faltaba, esto me había de sobrar. En la bolsa me lo hallaba, como si lo tuviera colgado del cuello en la cadenita del embajador mi señor, que aún la escapé de peligro mucho tiempo. Era tan proprio en mí como el risible, y aun casi quisiera decir era indeleble, como caráter, según estaba impreso en el alma. Pero, cuando no lo ejercitaba, no por eso faltaba la buena voluntad, que tuve siempre prompta.

Salimos de Milán yo y Sayavedra bien abrigados y mejor acomodados de lo necesario, que cualquiera me juzgara por hombre rico y de buenas prendas. Mas cuántos hay que podrían decir: «Comé, mangas, que a vosotras es la fiesta.» Tal juzgan a cada uno como lo ven tratado. Si fueres un Cicerón, mal vestido serás mal Cicerón; menospreciaránte y aun juzgaránte loco. Que no hay otra cordura ni otra ciencia en el mundo, sino mucho tener y más tener; lo que aquesto no fuere, no corre.

No te darán silla ni lado cuando te vieren desplumado, aunque te vean revestido de virtudes y ciencia. Ni se hace ya caso de los tales. Empero, si bien representares, aunque seas un muladar, como estés cubierto de yerba, se vendrán a recrear en ti. No lo sintió así Catulo, cuando viendo Nonio en un carro triunfal, dijo: «¿A qué muladar lleváis ese carro de basura?» Dando a entender que no hacen las dinidades a los viciosos. Pero ya no hay Catulos, aunque son muchos los Nonios. Cuando fueres alquimia, eso que reluciere de ti, eso será venerado. Ya no se juzgan almas ni más de aquello que ven los ojos. Ninguno se pone a considerar lo que sabes, sino lo que tienes; no tu virtud, sino la de tu bolsa; y de tu bolsa no lo que tienes, sino lo que gastas.

Yo iba bien apercebido, bien vestido y la enjundia de cuatro dedos en alto. Cuando a Génova llegué, no sabían en la posada qué fiesta hacerme ni con qué regalarme. Acordéme de mi entrada, la primera que hice, y cuán diferente fui recebido y cómo de allí salí entonces con la cruz a cuestas y agora me reciben las capas por el suelo.

Apeámonos, diéronme de comer, estuve aquel día reposando, y otro por la mañana me vestí a lo romano, de manteo y sotana, con que salí a pasear por el pueblo. Mirábanme todos como a forastero, y no de mal talle. Preguntábanle a mi criado que quién era. Respondía: «Don Juan de Guzmán, un caballero sevillano.» Y cuando yo los oía hablar, estirábame más de pescuezo y cupiéranme diez libras más de pan en el vientre, según se me aventaba.

Decíales que venía de Roma. Preguntábanle si era muy rico, porque me vían llegar allí muy diferente que a otros. Porque los que van a la corte romana y a otras de otros príncipes acostumbran ser como los que van a la guerra, que todo les parece llevarlo negociado y hecho, con lo cual suelen alargarse a gastar por los caminos y en la corte misma, hasta que la corte les deja de tal corte, que todo su vestido lo parece de calzas viejas. Después vuelven cansados, desgustados y necesitados, casi pidiendo limosna. Pasan gallardos y, como los atunes, gordos, muchos y llenos; mas, después que desovan, vuelven pocos, flacos y de poco provecho.

Preguntábanle también si había de residir allí algunos días o si venía de paso. A todo respondía que era hijo de una señora viuda rica, mujer que había sido de cierto caballero ginovés y que había venido allí a esperar unas letras y despachos para volverse otra vez a Roma y en lo ínterin gustaba de ver a Génova, porque no sabía cuándo sería su vuelta o por dónde ni si tendría tiempo de poderla volver a ver.

Era la posada de las mejores de la ciudad y adonde acudían de ordinario gente principal y noble. Allí estuvimos holgando y gastando, sin besar ni tocar en cosa de provecho. Empero, con estar parados, ganábamos mucha tierra. No está siempre dando el reloj; que su hora hace y poco a poco aguarda su tiempo. Algunas veces los huéspedes y yo jugábamos de poco, sin valerme de más que de mi fortuna y ciencia, sin ser necesaria la tercería de Sayavedra. Que aquello no solía salir sino con el terno rico, a fiestas dobles. Que, cuando la pérdida o ganancia no había de ser de mucha consideración, era muy acertado andar sencillo. Empero deste modo iba continuamente con pie de plomo, conociendo el naipe: si no me daba y acudía mal, dejábalo con poca pérdida; mas, cuando venía con viento favorable, nunca dejé de seguir la ganancia hasta barrerlo todo.

Como ganase un día poco más de cien escudos y hubiese halládose a mi lado un capitán de galera, de quien sentí haberse aficionado a mi juego y holgádose de la ganancia, y que no andaba tan sobrado que se hallase libre de necesidad, volví la mano y dile seis doblones de a dos, que seis mil se le hicieron en aquella coyuntura. Tiempos hay que un real vale ciento y hace provecho de mil. Quedóme tan reconocido, cual si la gracia hubiera sido mayor o de más momento.

Sucedióme muy bien, porque desde que dél entendí a lo cierto su dolencia, se me representó mi remedio, y hallé haber sido aguja de que había de sacar una reja. Mi hacienda hice. De balde compra quien compra lo que ha menester. A los más de la redonda también repartí algunos escudos, por dejarlos a mi devoción y contentos a todos.

Con lo cual, viéndome afable, franco y dadivoso, me acredité de manera que les compré los corazones, ganándoles los ánimos. Que quien bien siembra, bien coge. Yo aseguro que cualquiera de todos cuantos comigo trataban pusiera su persona en cualquier peligro para defensa de la mía. Y quedaba yo tan ufano, tan ligera la sangre y dulce, que se me rasaban los ojos de alegría.

Este capitán se llamaba Favelo, no porque aqueste fuese su nombre proprio, sino por habérselo puesto cierta dama que un tiempo sirvió, y siempre lo quiso conservar en su memoria, de su hermosura y malogramiento, cuya historia me contó, de la manera con que della fue regalado, su discreción, su bizarría. Todo lo cual, con el cebo de falsas aparencias, quedó sepultado en un desesperado tormento de celos, necesidad y brutal trato. Nunca de allí adelante dejó mi amistad y lado. Supliquéle se sirviese de mi persona y mesa y, aunque aquesta no le faltaba, lo acetó por mi solo gusto.

Siempre lo procuré conservar y obligar. Llevábame a su galera, traíame festejando por la marina, cultivándose tanto nuestro trato y amistad, que si la mía fuera en seguimiento de la virtud, allí había hallado puerto; mas todo yo era embeleco. Siempre hice zanja firme para levantar cualquier edificio. Comunicábamonos muy particulares casos y secretos; empero que de la camisa no pasasen adentro, porque los del alma sólo Sayavedra era dueño dellos.

Acá entre nosotros corrían cosas de amores: el paseo que di, el favor que me dio, la vez que la hablé y cosas a éstas semejantes, que no llegasen a fuego. Que no los amigos todos lo han de saber todo. Los llamados han de ser muchos; los escogidos pocos, y uno solo el otro yo.

Era este Favelo de muy buena gracia, discreto, valiente, sufrido y muy bizarro, prendas dignas de un tan valeroso capitán, soldado de amor y por quien siempre padeció pobreza; que nunca prendas buenas dejaron de ser acompañadas della. Yo, como sabía su necesidad, por todas vías deseaba remediársela y rendirlo. Tan buena maña me di con él y los más que traté, que a todos los hacía venir a la mano y a pocos días creció mi nombre y crédito tanto, que con él pudiera hallar en la ciudad cualquiera cortesía. Con esto por una parte, mis deseos antiguos de saber de mí, por no morir con aquel dolor, habiendo andado por aquellas partes -en especial considerando que con las buenas mías y las de la persona pudiera quien se fuera tenerse por honrado emparentando comigo-, y los de perversa venganza que me traían inquieto, a pocas vueltas hallé padre y madre y conocí todo mi linaje. Los que antes me apedrearon, ya lo hacían quistión sobre cuál me había de llevar a su casa primero, haciéndome mayor fiesta.

En sólo el día primero que hice diligencia me vine a hallar con más deudos que deudas, y no lo encarezco poco. Que ninguno se afrenta de tener por pariente a un rico, aunque sea vicioso, y todos huyen del virtuoso, si hiede a pobre. La riqueza es como el fuego, que, aunque asiste en lugar diferente, cuantos a él se acercan se calientan, aunque no saquen brasa, y a más fuego, más calor. Cuántos veréis al calor de un rico, que, si les preguntasen «¿Qué hacéis ahí?», dirían «Aquí no hago cosa de sustancia». Pues, ¿danos alguna cosa, sacáis algo de andaros hecho quitapelillo, congraciador, asistente de noche y de día, perdiendo el tiempo de ganar de comer en otra parte? «Señor, es verdad que de aquí no saco provecho; pero véngome aquí al calor de la casa del señor N., como lo hacen otros.» Los otros y vos decíme quién sois, que no quiero que os quejéis que os llamo yo necios.

Ahora bien, acercáronseme muchos, cada cual ofreciéndose conforme a el grado con que me tocaba, y tal persona hubo que para obligarme y honrarse comigo alegó vecindad antigua desde bisabuelos.

Quise por curiosidad saber quién sería el buen viejo que me hizo la burla pasada y, para hacerlo sin recelo ajeno, pregunté si mi padre había tenido más hermanos y si dellos alguno estaba vivo, porque siempre creí ser aquél tío mío. Dijéronme que sí, que habían sido tres, mi padre y otros dos: el de en medio era fallecido, empero que el mayor de todos era vivo y allí residía. Dijéronme ser un caballero que nunca se había querido casar, muy rico y cabeza de toda la casa nuestra. Diéronme señas dél, por donde lo vine a conocer. Dije que le había de ir a besar las manos otro día; mas, cuando se lo dijeron y mi calidad, aunque ya muy viejo, mas como pudo con su bordón, vino a visitarme, rodeado de algunos principales de mi linaje.

Luego lo reconocí, aunque lo hallé algo decrépito por la mucha edad. Holguéme de verlo y pesábame ya hallarlo tan viejo; quisiéralo más mozo, para que le durara más tiempo el dolor de los azotes. Yo hallo por disparate cuando para vengarse uno de otro le quita la vida, pues acabando con él, acaba el sentimiento. Cuando algo yo hubiera de hacer, sólo fuera como lo hice con mis deudos, que no me olvidarán en cuanto vivan y con aquel dolor irán a la tierra. Deseaba vengarme dél y que por lo menos estuviera en el estado mismo en que lo dejé, para en el mismo pagarle la deuda en que tan sin causa ni razón se quiso meter comigo.

Hízome muchos ofrecimientos con su posada; empero aun en sólo mentármela se me rebotaba la sangre. Ya me parecía picarme los murciélagos y que salían por debajo de la cama la marimanta y cachidiablos como los pasados. No, no, una fue y llevósela el gato ya, dije. Sólo Sayavedra me podrá hacer otra; empero no por su bien. Empero después dél, a quien me hiciere la segunda, yo se la perdono.

Hablamos de muchas cosas. Preguntóme si otra vez o cuándo había estado en Génova. «¿Esas tenéis? -dije-. Pues por ahí no me habéis de coger.» Neguéselo a pie juntillo; sólo le dije que habría como tres años, poco menos, que había por allí pasado, sin poder ni quererme detener más de a hacer noche, a causa de la mucha diligencia con que a Roma caminaba en la pretensión de cierto beneficio.

Díjome luego con mucha pausa, como si me contara cosas de mucho gusto:

-Sabed, sobrino, que habrá como siete años, poco más o menos, que aquí llegó un mozuelo picarillo, al parecer ladrón o su ayudante, que para poderme robar vino a mi casa, dando señas de mi hermano que está en gloria, y de vuestra madre, diciendo ser hijo suyo y mi sobrino. Tal venía y tal sospechamos dél, que, afrentados de su infamia, lo procuramos aventar de la ciudad y así se hizo con la buena maña que para ello nos dimos. Él salió de aquí huyendo, como perro con vejiga, sin que más lo viésemos ni dél se supiese muerto ni vivo, como si se lo tragara la tierra. De la vuelta que le hice dar me acuerdo que se dejó la cama toda llena de cera de trigo: ella fue tal como buena, para que con el miedo de otra peor huyese y nos dejase. Y pues quería engañarnos, me huelgo de lo hecho. Ni a él se le olvidará en su vida el hospedaje, ni a mí me queda otro dolor que haberme pesado de lo poco.

Refirióme lo pasado con grande solemnidad, la traza que tuvo, cómo no le quiso dar de cenar y sobre todas estas desdichas lo mantearon. Yo pobre, como fui quien lo había padecido, pareció que de nuevo me volvieron a ello. Abriéronseme las carnes, como el muerto de herida, que brota sangre fresca por ella si el matador se pone presente. Y aun se me antojó que las colores del rostro hicieron sentimiento, quedando de oírlo solamente sin las naturales mías. Disimulé cuanto pude, dando filos a la navaja de mi venganza, no tanto ya por la hambre que della tenía por lo pasado, cuanto por la jatancia presente, que se gloriaba della. Que tengo a mayor delito, y sin duda lo es, preciarse del mal, que haberlo hecho.

Pudriendo estaba con esto y díjele:

-No puedo venir en conocimiento de quién puede haber sido ese muchacho que tanto deseaba tener parientes honrados. En obligación le quedamos, cuando acaso sea vivo y escapase con la vida de la Roncesvalles, que entre tanta nobleza nos escogió para honrarse de nosotros. Y si a mi puerta llegara otro su semejante, lo procuraría favorecer hasta enterarme de toda la verdad, que casos hay en que aun los hombres de mucho valor escapan de manera que aun de sí mismos van corridos, y ese rapaz, después de conocido, lo hiciera con él según él hubiera procedido consigo mismo. Porque la pobreza no quita virtud ni la riqueza la pone. Cuando no fuera tal ni a mi propósito, procuráralo favorecer y de secreto lo ausentara de mí y, cuando en todo rigor mi deudo no fuera, estimara su eleción.

-Andad, sobrino -dijo el viejo-, como nunca lo vistes, decís eso; yo estoy contentísimo de haberlo castigado y, como digo, me pesa, si dello no acabó, que no le di cumplida pena de su delito, pues tan desnudo y hecho harapos quiso hacerse de nuestro linaje. Pues que no trujo vestido de bodas, llévese lo que le dieron.

-En ese mismo tiempo -dije- yo estaba con mi madre allá en Sevilla y no son tres años cumplidos que la dejé. Nací solo, no tuvieron mis padres otro.

Aun aquí se me salió de la boca que tuve dos padres y era medio de cada uno; mas volvílo a emendar, prosiguiendo:

-Dejóme de comer el mío; aunque no tanto que me alargue a demasías, ni tan poco que bien regido me pudiera faltar. No me puedo preciar de rico ni lamentar pobre. Demás que mi madre siempre ha sido mujer prudente, de gran gobierno, poco gastadora y gran casera.

Holgáronse de oírme los presentes y no sabían en qué santuario ponerme ni cómo festejarme, ni se tenía por bueno el que no me daba su lado derecho y entre dos el medio.

Entonces dije comigo mismo entre mí: «¡Oh vanidad, cómo corres tras los bien afortunados en cuanto goza de buen viento la vela; que si falta, harán en un momento mil mudanzas! ¡Y cómo conozco de veras que siempre son favorecidos aquellos todos de quien se tiene alguna esperanza que por algún camino pueden ser de algún provecho! ¡Y por la misma razón qué pocos ayudan a los necesitados y cuántos acuden favoreciendo la parte del rico! Somos hijos de soberbia, lisonjeros; que, si lo fuéramos de la amistad y caritativos, acudiéramos a lo contrario. Pues nos consta que gusta Dios que como proprios cada uno sienta los trabajos de su prójimo, ayudándole siempre de la manera que quisiéramos en los nuestros hallar su favor.»

Yo era el ídolo allí de mis parientes. Había comprado de una almoneda una vajilla de plata, que me costó casi ochocientos ducados, no con otro fin que para hacer mejor mi herida. Convidélos a todos un día, y a otros amigos. Híceles un espléndido banquete, acariciélos, jugamos, gané y todo casi lo di de barato. Y con esto los traía por los aires. Quién les dijera entonces a su salvo: «Sepan, señores, que comen de sus carnes, en el hato está el lobo, presente tienen el agraviado, de quien se sienten agradecidos. ¡Ah! si le conociesen y cómo le harían cruces a las esquinas, para no doblárselas en su vida. Porque les va mullendo los colchones y haciendo la cama, donde tendrán mal sueño y darán más vueltas en el aire que me hicieron dar a mí sobre la manta, con que se acordarán de mí cuanto yo dellos, que será por el tiempo de nuestras vidas. Ya mi dolor pasó y el suyo se les va recentando. Si bien conociesen al que aquí está con piel de oveja, se les haría león desatado. Bien está, pues pagarme tienen lo poco en que me tuvieron y lo que despreciaron su misma sangre. Gran añagaza es un buen coram vobis, gallardo gastador, galán vestido y don Juan de Guzmán. Pues a fe que les hubiera sido de menos daño Guzmán de Alfarache con sus harrapiezos, que don Juan de Guzmán con sus gayaduras.»

Muchas caricias me hacían; mas yo el estómago traía con bascas y revuelto, como mujer preñada, con los antojos del deseo de mi venganza, que siempre la pensada es mala. Estudiábala de propósito, ensayándome muy de mi espacio en ella, y en este virtuoso ejercicio eran entonces mis nobles entretenimientos, para mejor poder después obrar. Que fuera gran disparate haber hecho tanto preparamento sin propósito, y es inútil el poder cuando no se reduce al acto. Paso a paso esperaba mi coyuntura. Que cada cosa tiene su «cuando» y no todo lo podemos ejecutar en todo tiempo. Que demás de haber horas menguadas, hay estrellas y planetas desgraciados, a quien se les ha de huir el mal olor de la boca y guardárseles el viento, para que no pongan a el hombre adonde todos le den.

Así aguardé mi ocasión, pasando todos los días en festines, fiestas y contentos, ya por la marina, ya por jardines curiosísimos que hay en aquella ciudad y visitando bellísimas damas. Quisiéronme casar mis deudos con mucha calidad y poca dote. No me atreví, por lo que habrás oído decir por allá y huyendo de que a pocos días habíamos de dar con los huevos en la ceniza. Mostréme muy agradecido, no acetando ni repudiando, para poderlos ir entreteniendo y mejor engañando, hasta ver la mía encima del hito. Que cierto entonces con mayor facilidad se hiere de mazo, cuando el contrario tiene de la traición menos cuidado y de sí mayor seguridad.




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Capítulo VIII

Deja robados Guzmán de Alfarache a su tío y deudos en Génova, y embárcase para España en las galeras


Nunca debe la injuria despreciarse ni el que injuria dormirse, que debajo de la tierra sale la venganza, que siempre acecha en lo más escondido della. De donde no piensan suele saltar la liebre. No se confíen los poderosos en su poder ni los valientes en sus fuerzas, que muda el tiempo los estados y trueca las cosas. Una pequeña piedra suele trastornar un carro grande, y cuando a el ofensor le parezca tener mayor seguridad, entonces el ofendido halla mejor comodidad. La venganza ya he dicho ser cobardía, la cual nace de ánimo flaco, mujeril, a quien solamente compete. Y pues ya tengo referido de algunos y de muchos que han eternizado su nombre despreciándola, diré aquí un caso de una mujer que mostró bien serlo.

Una señora, moza, hermosa, rica y de noble linaje, quedó viuda de una caballero igual suyo, de sus mismas calidades. La cual, como sintiese discretamente los peligros a que su poca edad la dejaba dispuesta cerca de la común y general murmuración -que cada uno juzga de las cosas como quiere y se le antoja y, siendo sólo un acto, suelen variar mil pareceres varios, y que no todas veces las lenguas hablan de lo cierto ni juzgan de la verdad-, pareciéndole inconveniente poner sus prendas a juicio y su honor en disputa, determinóse a el menor daño, que fue casarse.

Tratábanle dello dos caballeros, iguales en pretender, empero desiguales en merecer. El uno muy de su gusto, según deseaba, con quien ya casi estaba hecho, y el otro muy aborrecido y contrario a lo dicho, pues, demás de no tener tanta calidad, tenía otros achaques para no ser admitido, aun de señora de muy menos prendas. Pues como con el primero se hubiese dado el sí de ambas las partes, que sólo faltaba el efeto, viendo el segundo su esperanza perdida y rematada, su pretensión sin remedio y que ya se casaba la señora, tomó una traza luciferina, con perversos medios para dar un salto con que pasar adelante y dejar a el otro atrás.

Acordó levantarse un día de mañana y, habiendo acechado con secreto cuándo se abriese la casa de la desposada, luego, sin ser sentido, se metió en el portal, estándose por algún espacio detrás de la puerta, hasta parecerle que ya bullía la gente por la calle y todas las más casas estaban abiertas. Entonces, fingiendo salir de la casa, como si hubieran dormido aquella noche dentro della, se puso en medio del umbral de la puerta, la espada debajo del brazo, haciendo como que se componía el cuello y acabándose de abrochar el sayo. De manera que cuantos pasaron y lo vieron, creyeron por sin duda ser él ya el verdadero desposado y haber gozado la dama.

Cuando tuvo esto en buen punto, se fue poco a poco la calle adelante hasta su posada. Esto hizo dos veces, y dellas quedó tan público el negocio y tan infamada la señora, que ya no se hablaba de otra cosa ni había quien lo ignorase en todo el pueblo, admirados todos de tal inconstancia en haber despreciado el primer concierto de tales ventajas y hecho eleción del otro, que tan atrasado y con tanta razón lo estaba.

Pues como se divulgase haberlo visto salir de aquella manera, medio desnudo, cuando llegó a noticia del primero, tanto lo sintió, tanto enojo recibió y su cólera fue tanta, que, si amaba tiernamente deseándola por su esposa, cruelmente aborreció huyéndola. Y no sólo a ella, mas a todas las mujeres, pareciéndole que, pues la que estimó en tanto, teniéndola por tan buena, casta y recogida, hizo una cosa tan fea, que habría muy pocas de quien fiarse y sería ventura si acertase con una.

Consideró sus inconstancias, prolijidades y pasiones y juntamente los peligros, trabajos y cuidados en que ponían a los hombres. Fue pasando con este discurso en otros adelante, que favorecido del cielo hicieron que, trocado el amor de la criatura en su Criador, se determinase a ser fraile, y así lo puso en obra, entrándose luego en religión.

Cuando a noticia de la señora llegó este hecho y la ocasión por lo que se decía en el pueblo y que ya no era en algún modo poderosa para quitar de su honor un borrón tan feo, sintiólo como mujer tan perdida, que tanto perdió junto, la honra, marido, hacienda y gusto, sin esperarlo ya más tener por aquel camino ni su semejante, sin poder jamás cobrarse. Fue fabricando con el pensamiento la traza con que mejor poder salvar su inocencia ejemplarmente, pareciéndole y considerándose tan rematada como su honestidad y que de otro modo que por aquel camino era imposible cobrarlo, pagando una semejante alevosía con otra no menos y más cruel.

Revistiósele una ira tan infernal y fuele creciendo tanto, que nunca pensó en otra cosa sino en cómo ponerlo en efeto. Líbrenos Dios de venganzas de mujeres agraviadas, que siempre suelen ser tales, cuales aquí vemos esta presente. Lo que primero hizo fue tratar de meterse monja -que aun si aquí parara, hubiera mejor corrido- y, dando parte de sus trabajos y pensamiento a otra muy grande amiga suya del proprio monasterio, lo efetuó con mucho secreto.

Luego fue recogiendo dentro del convento todo el principal menaje de su casa, joyas y dineros, anejándole por contratos públicos lo más de su hacienda. Esto hecho, estuvo esperando que se le volviese a tratar del casamiento de aquel caballero su enemigo, el cual a pocos días volvió a ello, dando por disculpa el amor grande que le tenía, por cuya causa desesperado usó de aquellos medios para poder conseguir lo que tanto deseaba. Mas, pues conocía su culpa y haber sido causa del yerro, quería soltar la quiebra ofreciéndose por su marido.

Ella, que otra cosa no deseaba para que su intención saliese a luz y resplandeciese su honor con ello, respondió que, pues el negocio ya no podía tener otro algún mejor medio, acetaba éste. Mas que había hecho un voto, el cual se cumplía dentro de dos meses, poco más, en que no le podría dar gusto, que, si el suyo lo fuese dilatarlo por este tiempo, que lo sería para ella. Empero que si luego quisiese tratar de verlo efetuado, había de ser con la dicha condición y juntamente con esto hacerlo muy de secreto, y tanto cuanto más fuese posible, hasta que pasado el término se pudiese manifestar.

Acetólo el caballero, hallándose por ello el hombre más dichoso del mundo y, prevenido lo necesario, se hicieron con mucho silencio los contratos con que fueron desposados. Estuvieron juntos muy pocos días, entretenido él con la esperanza cierta del bien cierto que ya poseía, y no menos ella con la de su venganza.

Una noche, después de haber cenado, que se fue a dormir el marido, ella entró en el aposento y, sentada cerca dél, aguardó que se durmiese y, viéndolo traspuesto con la fuerza del sueño primero, lo puso en el último de la vida, porque, sacando de la manga un bien afilado cuchillo, lo degolló, dejándolo en la cama muerto. A la mañana temprano salió de su aposento, y diciendo a la gente de su casa que había su esposo tenido mala noche, que nadie lo recordase hasta que fuese su gusto llamar o ella volviese de misa, cerró su puerta y con buena diligencia se fue al monasterio, donde luego recibió el hábito y fue monja, después de lavada su infamia con la sangre de quien la manchó, dando de su honestidad notorio desengaño y de su crueldad terrible muestra.

Viene muy bien acerca desto lo que dijo Fuctillos, un loco que andaba por Alcalá de Henares, el cual yo después conocí. Habíale un perro desgarrado una pierna y, aunque vino a estar sano della, no lo quedó en el corazón. Estaba de mal ánimo contra el perro, y viéndolo acaso un día muy estendido a la larga por delante de su puerta, durmiendo a el sol, fuese allí junto a la obra de Sancta María y, cogiendo a brazos un canto cuan grande lo pudo alzar del suelo, se fue bonico a él sin que lo sintiese y dejóselo caer a plomo sobre la cabeza. Pues como se sintiese de aquella manera el pobre perro, con las bascas de la muerte daba muchos aullidos y saltos en el aire, y viéndolo así, le decía: «Hermano, hermano, quien enemigos tiene no duerma.»

Ya otra vez he dicho que siempre lo malo es malo y de lo malo tengo por lo peor a la venganza. Porque corazón vengativo no puede ser misericordioso, y el que no usare de misericordia no la espere ni la tendrá Dios dél. Por la medida que midiere ha de ser medido. Hanlo de igualar con la balanza en que pesare a su prójimo. No se puede negar esto; mas también se me debe confesar que yerran aquellos que, sabiendo la mala inclinación de los hombres, hacen confianza dellos, y más de aquellos que tienen de antes ofendidos: que pocos o ninguno de los amigos reconciliados acontece a salir bueno.

Mucho de Dios ha de tener en el alma el que por solo Él perdonare. Pocos milagros habemos visto por este caso y sólo de uno vi en Florencia el testimonio, fuera de los muros de la ciudad en la iglesia de San Miniato, dentro en la fortaleza, que por ser breve y digno de memoria haré dél relación.

Un gentilhombre florentín, llamado el capitán Juan Gualberto, hijo de un caballero titulado, yendo a Florencia con su compañía, bien armado y a caballo, encontró en el camino con un su enemigo grande, que le había muerto a un su hermano. El cual, viéndose perdido y sujeto, se arrojó por el suelo a sus pies, cruzados los brazos, pidiéndole de merced por Jesucristo crucificado que no lo matase. El Juan Gualberto tuvo tal veneración a las palabras que, compungido de dolor, lo perdonó con grande misericordia. De allí lo hizo volver consigo a Florencia, donde lo llevó a ofrecer a Dios en la iglesia de San Miniato y, puesto delante de un crucifijo de bulto, le pidió Juan Gualberto que así le perdonase sus pecados, con la intención que había él perdonado aquel su enemigo. Viose visiblemente cómo, delante de toda la gente de su compañía y otros que allí estaban, el Cristo humilló la cabeza bajándola. Reconocido Juan Gualberto de aquesta merced y cortesía, luego se hizo religioso y acabó su vida santamente. Hoy está el Cristo de la forma misma que puso la humillación y es allí venerado por grandísima reliquia.

Cuando el perdón se hace sin este fundamento, siempre suele dejar un rescoldo vivo que abrasa el alma, solicitándola para venganza. Y aunque cuanto en lo exterior parece ya estar aquel fuego muerto, de tal agua mansa nos guarde Dios, que muchas y aun las más veces queda cubierta la lumbre con la ceniza del engañoso perdón; mas, en soplándola con un poco de ocasión, fácilmente se descubre y resplandecen las brasas encendidas de la injuria.

Por mí lo conozco, que tanto fue lo que siempre me aguijoneaba la venganza, que como con espuelas parecía picarme los ijares como a bestia. ¡Bien bestia!, que no lo es menos el que conoce aqueste disparate. Poníame siempre a los ojos aquel zarandeado de huesos y, reparando en ello, parecía que aún me sonaban como cascabeles. Con esto y con la dulzura que me lo habían contado y malas entrañas con que lo habían hecho, sin pesarles ya de otra cosa, más de haberles parecido poco, me hacía considerar y decir: «¡Oh, hideputa, enemigos, y si a vuestra puerta llegara necesitado, y qué refresco me ofreciérades para pasar mi viaje!»

Causábame cólera y della mucho deseo de pagarme de todos los de la conjuración; y dellos no tanto cuanto del viejo dogmatista como primero inventor y ejecutor que fue della y de mi daño. El tiempo iba pasando y con él trabándose más mis amistades, conociendo y siendo conocido. Tratábase con calor mi casamiento, deseando todos naturalizarme allá con ellos; visitaba y visitábanme; acudían a mi posada mis amigos y yo a la dellos; entraba ya como natural en todas partes y en las casas del juego. En mi posada también solía trabarse, ya perdiendo, ya ganando, hasta una noche que, acudiendo el naipe de golpe, truje a la posada más de siete mil reales, de que dejé tan picados a los contrayentes, que trataron de alargar el juego para la noche siguiente.

No me pesó de que se quisiesen alargar, porque ya yo estaba, como dicen, fuera de cuenta en los nueve meses, que me había dicho el capitán Favelo que se aprestaban las galeras y creía que para pasar a España con mucha brevedad. Esto me traía ya de leva, porque adondequiera que fueran había de ir en ellas; empero no me osaba declarar hasta que hubiesen de salir del puerto. Acetéles el juego, no con otro ánimo que de ir entreteniéndome con ellos largo y estar prevenido para darles, a uso de Portugal, de pancada. Perdí la noche siguiente; aunque no más de aquello que yo quise, porque ya me aprovechaba de toda ciencia para hacer mi hecho. Andábame con ellos a barlovento y siempre sacándole a mi amigo su barato, porque lo había de ser mucho más para mí.

Pocos días pasaron que, viéndolo triste, le pregunté qué tenía. Y respondióme que sólo sentir mi ausencia, porque sin duda sería el viaje dentro de diez días, a lo más largo, que así tenían la orden. Sus palabras fueron perlas y su voz para mí del cielo, como si otra vez oyera decir: «Abre esa capacha», porque con el porte desta pensaba quedar hecho de bellota.

Y apartándolo a solas, en secreto le dije:

-Señor capitán, sois tan mi amigo, estimo vuestras amistades en tanto, que no sé cómo encarecerlo ni pagarlas. Háseme ofrecido con vuestro viaje todo el remedio de mis deseos, que ya en otra cosa no consiste ni lo espero. Y si hasta este punto no tengo dada de mí la razón que a una fiel amistad se debe, ha sido porque, como tan cierto della, no he querido inquietar vuestro sosiego. Mi venida en esta ciudad no ha sido a verla ni por el mucho gusto y merced en ella recebida, cuanto a deshacer cierto agravio que aquí recibió mi padre, siendo ya hombre mayor, de un mancebo español que aquí reside. Obligóle a dejar la patria, porque, corrido y afrentado, no pudiendo a causa de su mucha edad satisfacerse como debiera, tuvo por menor daño hacer ausencia larga, y con este dolor vivió hasta ser fallecido. No tendrá razón de quejarse de mí quien a las canas de mi padre no tuvo respeto, que su proprio hijo lo pierda para él en su venganza. Y porque podría suceder que después de ya satisfecho dél, o con sus deudos o por su dinero, que no le falta, me quisiese hacer algún agravio, querría me diésedes vuestro favor, para que con sólo él y sin riesgo de vuestra persona, pusiésedes en salvo la mía con secreto. Dejaréisme con esto tan obligado, que me tendréis por esclavo eternamente, pues no tengo más honra de cuanta heredé y, si mi padre no la tuvo para dejármela, por habérsela un traidor enemigo quitado, también yo vivo sin ella y me conviene ganarla por mi proprio esfuerzo y manos. Que si mis deudos no lo han hecho, ha sido tanto por no perderse, cuanto porque, como luego se ausentó mi padre, todo se quedó sepultado, pareciéndoles menor inconveniente dejarlo así suspenso, que levantar el pueblo ni más publicarlo.

Atento estuvo Favelo a mis palabras y quisiera que se lo remitiera para que, haciéndose parte, como lo es el verdadero amigo, él mismo me dejara satisfecho. Y aunque para ello me importunó, haciendo grande instancia, no se lo quise admitir, diciéndole no ser conveniente ni justo que, siendo la injuria mía, otro se satisficiese della. Que sólo aqueso me sacó de mi tierra, España, y a ella no volvería en cuanto yo mismo no diese a mi enemigo su pago, de tal manera que conociese a quién y por qué lo hizo. Demás que me hacía notorio agravio en creer de mí que me faltaban fuerzas o ánimo para tales casos y tan del alma. Con lo que le dije quedó tan sosegado, que no me volvió a replicar en ello; empero díjome:

-Si algo valgo, si algo puedo, si mi hacienda, vida y honra fuere para vuestro servicio de importancia, todo es vuestro, y si para el resguardo de lo que os podría suceder queréis que yo y mi gente asistamos a la mira, ved lo que mandáis que haga: todo es vuestro y como de tal podréis en ello disponer a vuestro modo. Y tomo a mi cuenta que, una vez puestos pies en galera, no será parte todo el poder de Italia para sacaros del mío, aunque hiciese para ello y fuese forzoso algún gravísimo peligro de mi persona.

-De aqueso y lo demás estoy bien confiado -le dije-; mas creo que no será necesario tanto caudal de presente. Lo uno, porque tengo descuidado a el enemigo, y en parte que sólo con Sayavedra puedo salir con cuanto pretendo. Y esto quedará de modo que, cuando se quiera remediar o me busquen, ya no serán a tiempo de poderme haber a las manos con el favor vuestro. Lo que más me importa saber, para con mayor seguridad salir adelante con lo que se pretende, sólo es tener aviso a el cierto del día que las galeras han de zarpar, porque no pierda tiempo ni ocasión.

Así me lo prometió, y fuemos de acuerdo que poco a poco y con mucho secreto fuese haciendo pasar a galera mis baúles y vestidos con Sayavedra, porque no se aguardase todo para el punto crudo ni fuese necesario en él sino embarcarme.

No cabía en sí Favelo del gusto que recibió cuando supo haberme de llevar consigo. Prevínose de regalos con que poder entretenerme, como si mi persona fuera la del capitán general. Yo llamé a mi criado y díjele lo que me había sucedido, que ya era tiempo de arremangar los brazos hasta los codos, porque teníamos grande amasijo y harta masa para hacer tortas. Apenas hube acabádoselo de decir, cuando ya centelleaba de contento, porque deseaba salir a montear.

Luego se trató en el modo de la venganza y yo le dije:

-La mayor, más provechosa y de menor daño para nosotros es en dinero.

-Eso pido y dos de bola -dijo Sayavedra-, que las cuchilladas presto sanan; pero dadas en las bolsas, tarde se curan y para siempre duelen.

Yo le dije:

-Pues para que todo se comience a disponer de la manera que conviene, lo que agora se ha de hacer es comprar cuatro baúles. Los dos dellos pondrás en galera, en la parte que Favelo te dijere y los otros dos cargarás de piedras. Y sin que alguno sepa lo que traes dentro, los harás meter con mucho tiento en el aposento. Allí los irás envolviendo en unas harpilleras, porque dondequiera que fueren, aunque los traigan rodando, no suenen y vayan bien estibados, no dejándoles algún vacío ni lleven más peso de aquel que te pareciere conveniente, o satisfacer a seis arrobas escasas en cada uno.

Díjele más todo lo que había de hacer, dejándolo bien informado dello. De allí me fui a casa del buen viejo don Beltrán, mi tío, y estando en conversación, truje a plática lo mucho que temía salir de casa de noche, porque tenía en el aposento mis baúles, en especial dos dellos con plata, joyas de algún valor y dineros y, por decir verdad, mi pobreza toda. Él me dijo:

-Vuestra es la culpa, sobrino, que donde mi casa está no era necesario posada. Porque aunque la que tenéis es la mejor de aquesta ciudad, ninguna en todo el mundo es buena ni tal que podáis en ella tener alguna seguridad. Y porque sois mozo, quiero advertiros, como viejo, que nunca os confiéis de menos que muy fuerte cerradura en vuestros baúles, y otra sobrellave de algunas armellas y candado, que llevéis con vos de camino, y donde llegardes, la poned a las puertas de vuestro aposento. Porque ya los huéspedes o sus mujeres o sus hijos o criados, no hay aposento que no tenga dos y tres llaves y, a vuelta de cabeza, perderéis de ojo lo que allí dejardes con menos que muy buen cobro. Después os lo harán pleito, si lo trujistes o si lo metistes, y se os quedarán con ello. En la posada no hay cosa posada, nada tiene seguridad. Mas ya que, como mancebo, gustáis de no veniros a esta casa vuestra, si en ello recebís gusto, tráiganse acá los baúles y no dejéis allá más plata de la que tasadamente hubierdes menester para vuestro servicio. Que acá se os guardará todo en mi escritorio con toda seguridad y no andaréis tanto la barba sobre el hombro en cuanto aquí estuvierdes.

Yo se lo agradecí de manera como si los baúles valieran un millón de oro, y así lo debió creer o poco menos. Lo uno, porque ya él había visto mi buena vajilla, la cadena y otras cosas y dineros que llevaba, y lo segundo, por la instancia que hice sobre desear tenerlos a buen recado. Desta plática saltamos en la de mi casamiento, porque me dijo que ya tenía edad y perdía tiempo si hubiese de tomar estado, a causa que los matrimonios de los viejos eran para hacer hijos huérfanos. Que, si no gustaba de ser de la Iglesia, mejor sería casarme luego, tanto para mi regalo cuanto para el beneficio y guarda de mi hacienda. Porque los criados, aunque fieles, nunca les faltaban las más veces desaguaderos, ya de mujeres, juegos, gastos, vestidos y otras cosas, que, viéndose necesitados y apretados a cumplir con las cosas de su cargo, se venían después a levantar con todo, dejando robados a sus amos.

Púsome muchas dificultades en mi estado y fueme luego tras ello haciendo relación de las buenas prendas de la señora mi esposa, que, a lo que dél entendí, también era deuda suya por parte de su madre, de gente noble aunque pobre; pero podíase suplir por ser hermosa y que me daba con ella de adehala -como después vine a descubrir el secreto- una hija, que dijeron haber tenido por una desgracia de cierto mancebo ciudadano, que le dio palabra de casamiento y después, dejándola burlada, se desposó con otra. Ofrecióme con ella que tenía una madre, que sería todo mi regalo y de los hijos que Dios me diese, porque no hallaría menos con el suyo el de la que me parió. A todo le hice buen semblante, diciendo que de su mano de necesidad sería cosa tal cual a mí me convenía; mas que, para que no se perdiese cierto beneficio que me daban y quedase puesto cobro en él, era necesario regresarlo en un primo hermano mío, hijo de una hermana de mi madre, allá en Sevilla. Con esto lo dejé goloso y entretenido por entonces.

En esto hablábamos muy de propósito, cuando subió Sayavedra y, llegándoseme a el oído, hizo como que me daba un largo recado. Yo luego, levantando la voz, dije:

-¿Y tú qué le dijiste?

Él me respondió de la misma forma:

-¿Qué le había de responder, sino de sí?

-Mal hiciste -le dije-. ¿No sabes tú que no estoy en Roma ni en Sevilla? ¿No sientes el disparate que hiciste, haciéndome cargo de lo que no puedo? Llévale la cadena grande, dásela y dile que lo que tengo le doy, que no me ocupe más de aquello que me fuere posible, y me perdone.

Sayavedra me dijo:

-Bien a fe, ¿y quién ha de llevar a cuestas una cadena de setecientos ducados de oro? Será necesario buscar un ganapán alquilado que le ayude.

Díjele luego:

-Pues haz lo que te diré. Tómala y vete a casa de un platero y escoge de su tienda lo que bien te pareciere. Déjale la cadena y más prendas, que valgan lo que dello hubieres menester y págale un tanto por el alquiler, y aquesto será mejor, más fácil y barato de todo. Y si faltaren prendas, dáselas en escudos que lo monten. Con esto desempeñarás la necedad que hiciste; porque de otro modo no sé ni puedo remediarlo.

El tío, que a todo lo dicho estuvo atento, dijo:

-¿Qué prendas queréis dar o para qué?

Yo le dije:

-Señor, quien tiene criados necios, forzoso ha de hallar[se] siempre atajado en las ocasiones, cayendo en cien mil faltas o desasosiegos y pesadumbres. Aquí está una señora castellana, la cual trata de casarse con un caballero de su tierra: son conocidos míos y téngoles obligación. Hame querido hacer cargo de sus vestidos y joyas para el día de su desposorio, y es ya tan cerca, que no ha de ser posible cumplir como quisiera. Mire Vuestra Merced a qué árbol se arrima o adónde tengo yo de buscárselas. Dame mohína que aqueste tonto no haya sabido escusarme de lo que sabe serme tan dificultoso, si ya por ventura él no fue quien se convidó con ello. Porque no creo que mujer de juicio le pidiese a él semejante disparate y, si lo hizo, remédielo, allá se lo haya, mire lo que quisiere y hágalo.

El viejo me dijo:

-No toméis pesadumbre, sobrino: que todo eso es cosa de poco momento. A lugar habéis llegado, adonde no faltará cosa tan poca como esa.

Yo le volví a decir:

-Ya, señor, sé que todos Vuestras Mercedes me las harán muy cumplidas y que lo que tuvieren proprio no me podrá faltar; mas, como entre todo nuestro linaje no conozco alguno de los casados que las tenga, no me atrevo a suplicarles cosa en que tomen cuidado. En especial que habérmelas pedido a mí es haberme obligado a enviárselas como de mano de un hidalgo de mis prendas, y no todas veces hay joyas en todas partes que puedan parecer sin vergüenza en tales actos.

-Ahora bien -me respondió-, no toméis cuidado en ello, dormid sin él, que yo por mi parte y algunos de vuestros deudos por la suya buscaremos de las que por acá se hallaren razonables; y en lo demás, enviadme cuando mandardes los baúles.

Por uno y otro le besé las manos, agradeciéndoselo con las más humildes palabras que supe y se me ofrecieron, reconociendo la merced que me hacía en todo. Y despidiéndome dél, hice, luego que a casa volví, que cerrados con tres llaves cada uno de los baúles, los llevasen allá.

El tío, cuando vio entrar a Sayavedra y los ganapanes con ellos, que apenas podía cada uno con el suyo, considerada la fortaleza de la llaves que llevaban, con la desconfianza que del huésped hice y gran peso que tenían, acabó de certificarse que sin duda tendrían dentro gran tesoro. Preguntóle a Sayavedra:

-¿Qué traen aquestos baúles que tanto pesan?

Y respondióle:

-Señor, aunque lo que tiene mi señor dentro es de consideración, lo que vale más de todo es pedrería, que ha procurado recoger por toda Italia y no sé para qué ni adónde la quiere llevar.

El viejo arqueó las cejas y abrió los ojos, como que se maravillaba de tanta riqueza y, poniéndolos de su mano a muy buen cobro, debajo de siete llaves, como dicen, le quedaron en poder, volviéndose a la posada Sayavedra.

Como ya nos andábamos arrullando, procurábamos juntar las pajas para el nido. Aquella noche toda se nos pasó de claro, en trazas cómo luego por la mañana fuésemos con ellas a casa de otro mi deudo, mancebo rico y de mucho crédito, a darle otro Santiago.

Hícelo así, que, apenas el sol había salido y él de la cama, cuando tomando Sayavedra las cadenas en dos cofrecitos iguales y muy parecidos, con sus muy gentiles cerraduritas, el muelle de golpe, y, llevándolas debajo de la capa, fuemos allá y hallámoslo levantado, que ya se vestía. No me pareció buena ocasión y quisiera dejarlo para después de comer; mas, cuando le dijeron estar yo allí, mostróse muy corrido de que luego no hubiese subido arriba. Díjele haberlo dejado, por entender que aún estaría reposando. Con estos cumplimientos anduvimos y preguntándonos por la salud y cosas de la tierra, hasta que ya estuvo vestido, que nos bajamos a un escritorio. Cuando allí estuvimos un poco, me preguntó a qué había sido mi buena venida tan de mañana.

Yo le dije:

-Señor, a tener buenos días con los principios dellos, pues las noches no me han sido malas. Lo que a Vuestra Merced vengo a suplicar es que, si hay en casa criado alguno de satisfacción, se mande llamar.

Él tocó una campanilla y acudieron dos o tres y, eligiendo a el uno dellos, dijo:

-Aquí Estefanelo hará lo que Vuestra Merced le mandare.

-Lo que le ruego es -dije- que con mi criado Sayavedra se lleguen a casa de un platero y sepan los quilates, peso y valor de una cadena que aquí traigo.

Sayavedra me dio luego el cofrecillo en que venía la de oro fino y, sacándola dél, se la enseñé. Holgóse mucho de verla, por ser tan hermosa, de tanto peso y hechura extraordinaria, pareciéndole no haber visto nunca otra su semejante, para ser de oro, lisa, sin esmalte ni piedras. Volvísela luego a dar a mi criado y fuéronse juntos ambos a hacer la diligencia, en cuanto quedamos hablando de otras cosas.

Cuando volvieron trujeron un papel firmado del platero, en que decía tocar el oro de la cadena en veinte y dos quilates y que valía seiscientos y cincuenta y tres escudos castellanos, poco más. Y viendo esto concluido, volvíle a pedir a Sayavedra que me la diese. Diome la falsa en el otro cofrecito abierto, de donde, sacándola otra vez, la estuvimos un poco mirando. Puesta en su cofrecito así abierto, le dije:

-Lo que agora, señor, vengo más a suplicar es lo siguiente: Yo he quedado picadillo de unas noches atrás con unos gentiles hombres desta ciudad, y no lo están menos ellos de que les tengo ganados más de cinco mil reales. Hanme desafiado a juego largo y querría, pues la suerte corre bien, irla siguiendo, probando con ellos mi ventura, que sería posible ganarles mucho aventurando muy poco. Y porque todo consiste o la mayor parte dello está en el bien decir y los que jugamos vamos tan dispuestos a la pérdida como a la ganancia, no querría hallarme tan limitado que, si perdiese, me faltase con qué poderme volver a esquitar y aun por ventura ganarles. Y pues por la misericordia de Dios no me falta dinero y tengo en casa del señor mi tío casi cinco mil escudos, no puedo tocar en ellos, porque, luego que aquí lleguen ciertas letras que aguardo de Sevilla, no podré dilatar una hora la paga ni mi partida para Roma, ya sea para pasar en mi cabeza cierto beneficio, ya sea para en la de otro mi primo hermano, según se dispusieren las cosas a la voluntad y gusto del señor mi tío. De manera, que no es justo ni me conviene tocar en aquella partida, por lo que podría después hacer falta; en especial pudiéndome agora valer de joyas de oro y plata, que no me son tan forzosas. Ni tampoco quiero sin causa y expresa necesidad malbaratarlas ni deshacerme dellas. Aquí tiene Vuestra Merced esta cadena y sabe lo que vale. Lo que suplico es que con secreto -que no quiero que me juzguen acá por tan travieso ni dar a todos cuenta de semejantes niñerías- se me tomen a cambio seiscientos escudos para la primera feria, que ya que gane o pierda, se pagarán o con la propria cadena, cuando todo falte, pues para eso la doy en resguardo, que Vuestra Merced la tenga en sí para el efeto y tome por su cuenta el cambio y a mi daño.

Díjele también cómo para otra semejante ocasión había dado una vez cierta vajilla de plata dorada nueva y el que la recibió se sirvió della, de manera que cuando me la volvió no estaba para servir en mesa de hombre de bien, y así la vendí luego, perdiendo las hechuras todas. Por lo cual, para evitar otro tanto, le suplicaba lo dicho y que no pasase la cadena en otro poder.

Él mostró correrse mucho, que para cosa tan poca le quisiese dar prenda; mas yo, dando con la mano a la tapa del cofrecillo, lo cerré de golpe y se lo di en las manos, diciendo que de ninguna manera recebiría la merced si allí no quedase. Porque demás que yo no la traía por hacer tanto bulto y pesar tanto, holgaría mucho que la tuviese consigo y la guardase. Y también le dije que como éramos mortales, por lo que de mí podría suceder, no era lícito hacerse otra cosa de como lo suplicaba.

Recibióla por la mucha importunación mía y ofrecióse a hacerlo en saliendo de casa. El mismo día, estando a la mesa comiendo, entró el mismo criado Estefanelo con los seiscientos escudos. Dile las gracias, que llevase a su amo; mas no tardó un credo, y casi el criado no había salido de la posada, cuando estaba en ella su amo y junto a mí. No me quedó en el cuerpo gota de sangre ni la hallaran dentro de mis venas, de turbado. Aquí perdí los estribos, porque, como acababa de recebir en aquel punto los escudos y luego subió el amo tras el criado, creí que hubiesen abierto el cofrecillo y hallase la cadena falsa y que vendría para impedir que no se me diesen. Mas presto salí de la duda y perdí el miedo, porque con rostro alegre se me volvió a ofrecer, si de alguna otra cosa tenía necesidad, y que aquellos dineros le había dado un su amigo a daño, mas que sería poco.

Entonces entre mí dije:

-Antes creo que, por muy poco que sea, no dejará de ser para vos mucho y mucho más de lo que pensáis.

Díjele que no importaba; que en más estaba la prenda que podrían montar los intereses. Allí estuvo parlando comigo un poco, cuando en su presencia entraron los del juego y, pidiendo naipes a Sayavedra, se comenzó una guerrilla bien trabada. Pareciéronle a el pariente largos los oficios, dejónos y fuese. Yo quedé tan emboscado en la moneda, teniendo en mi favor entonces a Sayavedra -porque como queríamos alzar de obra y coger la tela, no era tiempo de floreos-, que a poco rato me dejaron más de quince mil reales en oro.

Diles barato a los que se hallaron presentes; y a el capitán, de allí a poco que vino, le puse cincuenta escudos en el puño, que fue comprar con ellos un esclavo y todo mi remedio. Apartóme a solas y apercibióme para domingo en la noche, que fue dentro de cuatro días.

Ya cuando me vi apretado de tiempo, hice tocar las cajas a recoger, enviando billetes de una en otra parte, diciendo haber de ser la boda para el lunes, que se me hiciese merced en lo prometido.

No así las hormigas por agosto vienen cargadas del grano que de las eras van recogiendo en sus graneros como en mi posada entraban joyas, a quién más y mejores me las podía enviar. Tantas y tan ricas eran, que ya casi tenía vergüenza de recebirlas. Mas híceles cara, porque no me parecieron caras. De casa del tío me trujeron un collar de hombros, una cinta y una pluma para el tocado, que de oro, piedras y perlas valían las tres piezas más de tres mil escudos. Los demás me acudieron con ricos broches, botones, puntas, ajorcas, arracadas, joyeles, cabos de tocas y sortijas, todo muy cumplido, rico y de mucho valor. Lo cual, como iba viniendo, sin que lo sintiera el capitán, se iba poniendo en sus cajas dentro de los baúles, debajo de cubierta. Yo aquellos días los anduve visitando y agradeciendo las mercedes hechas, hasta que, viendo que las galeras habían de zarpar lunes de madrugada, domingo en la noche dije a el huésped:

-Señor huésped, a jugar voy esta noche a casa de unos caballeros. Allá creo que cenaré y por ventura sería posible, si se hiciese tarde, quedarme a dormir, si ya el juego se despartiese antes del día. Vuestra Merced mire por el aposento en cuanto Sayavedra o yo volvemos, que podría ser que él se viniese a casa.

Salí con esto favorecido de la noche, dejándole los baúles por paga del tiempo que me hospedó. Bien es verdad que con la priesa del viaje se los dejé llenos; empero de muy gentiles peladillas de la mar, que pesaban a veinte libras. Fuime a dormir a galera con el capitán Favelo, mi amigo.

No será posible decirte con palabras de la manera que aquella noche me sacó de Génova, el regalo que me hizo, la cena que me dio y la cama que me tenía prevenida. Preguntóme cómo dejaba hecho mi negocio. Díjele que muy a mi satisfación y que después le daría más por menudo cuenta de lo que me había pasado. Con esto no me volvió a hablar más en ello. Cenamos, dormíme, aunque no muy sosegado, no obstante que iba ya de espiga; empero llevaba el corazón sobresaltado de lo hecho.

Así como se pudo se pasó la noche y cuando el sol salía, sin haberme parecido menear ni un paso ni sentido el ruido menor del mundo, como si estuviera en la mayor soledad que se puede pensar, ya recordado y queriéndome vestir, entró mi capitán a decirme que habíamos doblado el cabo de Noli. Llevamos hasta allí admirable tiempo, aunque no siempre nos fue favorable, sino muy contrario, como adelante diremos. Que nunca siempre la fortuna es próspera: va con la luna haciendo sus crecientes y menguantes, y cuanto más ha sido favorable, mayor sentimiento deja cuando vuelve la cara.

Sólo un deseo llevé todo el camino, que fue de saber, cuando aquel primero día no volviese a la posada, qué pensaría el huésped; y al segundo, cuando no me hallasen, paréceme que llorarían todos por mí. ¡Cuántos escalofríos les daría! ¡Qué de mantas echarían, y ninguna en el hospital! ¡Qué diligencias harían en buscarme! ¡Qué de juicios echarían sobre adónde podría estar, si me habrían muerto por quitarme alguna ganancia, o si me habrían herido! Paréceme que imaginarían lo que fue: haberme venido con las galeras. Pues desconfiados ya de todo el humano remedio, ¡cuántas pulgas les darían muy malas noches por muchos días!

Agora los considero, la priesa con que descerrajarían los baúles para quererse pagar dellos, alegando cada uno su antelación de tiempo y mejoría en derecho. Paréceme que veo consolado y rico a mi huésped, con sus dos buenas piezas, que, tomadas a peso, valían cualquiera buen hospedaje; y había losa dentro, que le podía servir en su sepultura.

El tío viejo se hallaría bien parado con la pedrería que Sayavedra le dijo. Pues el pariente con su cadena, ¿quién duda que no burlase de los otros, por hallarse con una tan buena pieza, de donde podría pagar el principal y daños? Mas, cuando la hallasen de oro de jeringas, ¡qué parejo le quedaría el rostro, los ojos qué bajos, y cuántas veces los levantó para el cielo, no para bendecir a quien lo hizo tan estrellado y hermoso, sino para, con los demás decretados, maldecir la madre que parió un tan grande ladrón! Con esto se quedaron y nos dividimos. Pudiérales decir entonces lo que un ciego a otro en Toledo, que, apartándose cada cual para su posada, dijo el uno dellos: «¡A Dios y veámonos!»




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Capítulo IX

Navegando Guzmán de A[l]farache para España, se mareó Sayavedra; diole una calentura, saltóle a modorra y perdió el juicio. Dice que él es Guzmán de Alfarache y con la locura se arrojó a la mar, quedando ahogado en ella


Trujimos tan próspero tiempo a la salida de Génova, que, cuando el sol salió el martes, habíamos doblado el cabo de Noli, como está dicho, y hasta llegar a las Pomas de Marsella tuvimos favorable viento. Allí esperamos hasta la prima rendida, siéndonos todo siempre apacible, porque corría un fresco levante, con el cual navegamos hasta el siguiente día en la tarde, que se descubrió tierra de España, con general alegría de cuantos allí veníamos.

La fortuna, que ni es fuerte ni una, sino flaca y varia, comenzó a mostrarnos la poca constancia suya en grave daño nuestro, y -hablando aquí agora por los términos y lenguaje que a los marineros entonces les oí- cubrióse todo el cielo por la banda del maestral con oscuras y espesas nubes, que despedían de sí unos muy gruesos goterones de agua. Faltónos este viento, comenzando a entristecer los corazones, que parecía tener encima dellos aquella negregura tenebrosa; lo cual visto por los consejeros y pilotos, hicieron junta en la popa, con ánimo de prevenirse de remedio contra tan espantosas amenazas.

Cada uno votaba lo que más le parecía importante; mas viendo cargar el viento en demasía, sin otra resolución alguna ni esperarla, fue menester amainar de golpe la borda, que llaman ellos la vela mayor, y, poniéndola en su lugar, sacaron otra más pequeña, que llaman el marabuto, vela latina de tres esquinas a manera de paño de tocar. Hicieron a medio árbol tercerol, previniéndose de lo más necesario. Pusieron los remos encima de los filares. A los pasajeros y soldados los hicieron bajar a las cámaras, muy contra toda su voluntad. Comenzaron a calafatear las escotillas de proa, no faltando en todo la diligencia que importaba para salvar las vidas que tan a peligro estaban.

Cerróse la noche y con ella nuestras esperanzas de remedio, viendo que nada se aplacaba el temporal. Por lo cual, para evitar que los daños no fuesen tantos, mandaron poner fanales de borrasca. La mar andaba entonces por el cielo, abriéndose a partes hasta descubrir del suelo las arenas. Fue necesario poner en el timón de asistencia un aventajado. El cómitre se hizo atar a el estanterol en una silla, determinado de morir en aquel puesto sin apartarse del, o de sacar en salvamento la galera.

Allí le preguntábamos algunos a menudo, y muchas más veces de las que él quisiera, si corríamos mucho riesgo. Ved nuestra ceguera, que lo creyéramos más de su boca que de la vista de ojos, donde ya se nos representaba la muerte. Mas parecíanos de consuelo su mentira, como la del médico suele ser para el del afligido y enfermo padre que pregunta por la salud y vida del hijo, si por ventura ya es difunto, y responde que tiene mejoría. Desta manera, por animarnos decía que todo era nada, y dijo verdad, para lo que después a cabo de poco sobrevino. Porque no dejándonos el viento pedazo de la vela sano, y tanto, que fue necesario subir el treo, que es otra vela redonda con que se corren las tormentas, quiso nuestra desgracia que viniese sobre nosotros una galera mal gobernada y, embistiéndonos por la popa, nos echó gran parte a la mar, y diolo a tiempo que juntamente saltó el timón en que sólo teníamos esperanza, viéndonos faltos della y dél, ya rendidos a el mar y sin remedio. Mas para no dejar de usar de todos los que pudieran en alguna manera dárnoslo, hicieron pasar los dos remos de las espaldas a las escalas, de donde nos íbamos gobernando con grandísimo trabajo.

¿Qué pudiera yo aquí decir de lo que vi en este tiempo? ¿Qué oyeron mis oídos, que no sé si se podría decir con la lengua o ser creído de los estraños? ¡Cuántos votos hacían! ¡A qué varias advocaciones llamaban! Cada uno a la mayor devoción de su tierra. Y no faltó quien otra cosa no le cayó de la boca, sino su madre. Qué de abusos y disparates cometieron, confesándose los unos con los otros, como si fueran sus curas o tuvieran autoridad con que absolverlos. Otros decían a voces a Dios en lo que le habían ofendido y, pareciéndoles que sería sordo, levantaban el grito hasta el cielo, creyendo con la fuerza del aliento levantar allá las almas en aquel instante, pareciéndoles el último de su vida.

Desta manera padeció la pobre y rendida galera con los que veníamos en ella, hasta el siguiente día, que con el sol y serenidad cobramos aliento y todo se nos hizo alegre. Verdaderamente no se puede negar que de dos peligros de muerte se teme mucho más el más cercano, porque del otro nos parece que podríamos escapar; empero en mí esta vez no temí tanto aquesta tormenta ni sentí el peligro, respeto del temor de arribar: no por el mar, mas por la infamia. Harto decía yo entre mí, cuando pasaban estas cosas, que por mí solo padecían los más, que yo era el Jonás de aquella tormenta.

Sayavedra se mareó de manera que le dio una gran calentura y brevemente le saltó en modorra. Era lástima verle las cosas que hacía y disparates que hablaba, y tanto que a veces en medio de la borrasca y en el mayor aflicto, cuando confesaban los otros los pecados a voces, también las daba él, diciendo:

-¡Yo soy la sombra de Guzmán de Alfarache! ¡Su sombra soy, que voy por el mundo!

Con que me hacía reír y le temí muchas veces. Mas, aunque algo decía, ya lo vían estar loco y lo dejaban para tal. Pero no las llevaba comigo todas, porque iba repitiendo mi vida, lo que della yo le había contado, componiendo de allí mil romerías. En oyendo a el otro prometerse a Montserrate, allá me llevaba. No dejó estación o boda que comigo no anduvo. Guisábame de mil maneras y lo más galano -aunque con lástima de verlo de aquella manera-, de lo que más yo gustaba era que todo lo decía de sí mismo, como si realmente lo hubiese pasado.

Últimamente, como de la tormenta pasada quedamos tan cansados, la noche siguiente nos acostamos temprano, a cobrar la deuda vieja del sueño perdido. Todos estábamos tales y con tanto descuido, la galera por la popa tan destrozada, que levantándose Sayavedra con aquella locura, se arrojó a la mar por la timonera, sin poderlo más cobrar. Que cuando el marinero de guardia sintió el golpe, dijo a voces: «¡Hombre a la mar!» Luego recordamos y, hallándolo menos, le quisimos remediar; mas no fue posible, y así se quedó el pobre sepultado, no con pequeña lástima de todos, que harto hacían en consolarme. Sinifiqué sentirlo, mas sabe Dios la verdad.

Otro día, cuando amaneció, levantéme luego por la mañana, y todo él casi se me pasó recibiendo pésames, cual si fuera mi hermano, pariente o deudo que me hiciera mucha falta, o como si, cuando a la mar se arrojó, se hubiera llevado consigo los baúles. «Aquesos guarde Dios -decía yo entre mí-; que los más trabajos fáciles me serán de llevar.» No sabían regalo que hacerme ni cómo -a su parecer- alegrarme; y para en algo divertirme de lo que sospechaban y yo fingía, pidieron a un curioso forzado cierto libro de mano que tenía escrito y, hojeándolo el capitán, vino a hallarse con un c[a]so que por decir en el principio dél haber en Sevilla sucedido, le mandó que me lo leyese. Y, pidiendo atención, se la dimos y dijo:

«-En Sevilla, ciudad famosísima en España y cabeza del Andalucía, hubo un mercader estranjero, limpio de linaje, rico y honrado, a quien llamaban Micer Jacobo. Tuvo dos hijos y una hija de una señora noble de aquella ciudad. Ellos dotrinados con mucho cuidado, en virtud y crianza y en todo género de letras tocantes a las artes liberales, y ella en cosas de labor, con exceso de curiosidad, por haberse criado en un monasterio de monjas desde su pequeña edad, a causa de haber fallecido su madre de su mismo parto.

»Como los bienes de fortuna son mudables y más en los mercaderes, que traen sus haciendas en bolsas ajenas y a la disposición de los tiempos, no medió pie de la buena suerte a la mala. Sucedió que, como sus hijos viniesen de las Indias con suma de oro y plata, cuando ya llegaban a vista de la barra de San Lúcar y, como dicen, dentro de las puertas de su casa, revolvió un temporal, que con viento deshecho, trayéndolos de una en otra parte, dio con el navío encima de unas peñas, y abierto por medio se fue luego a pique sin algún reparo, ni lo pudo tener mercadería ni persona de todo él.

»Cuando a los oídos del padre llegó tan afligida nueva de pérdida tan grande, se melancolizó de manera que dentro de breves días también falleció.

»La hija, que residía en el convento, ya perdida la hacienda, los hermanos y padre defuntos, viéndose desamparada y sola, sintió su trabajo como lo pudiera sentir aun cualquiera hombre de mucha prudencia, por haberle faltado tanto en tan breve, que pudo decirse un día, y con ella la esperanza de su remedio, porque deseaba ser monja.

»Cesaron sus disinios, comenzó su necesidad; cesaron los regalos, comenzaron los trabajos y fueron creciendo de modo que ya no sabía qué hacer ni cómo poderse allí dentro sustentar. Y aunque las conventuales todas, que le tenían mucho amor por la nobleza de su condición, afabilidad, trato y más buenas partes, condolidas de su necesidad y pobreza, la quisieran tener consigo, mas como estaban subordinadas a voluntad ajena de su prelado, ni ellas lo pudieron hacer ni a ella fue posible quedar. Porque dentro de breve término se le notificó que saliese o señalase la dote, y, no pudiendo cumplir con lo segundo, tomó resolución en lo primero.

»Era tan diestra en labor, así blanca como bordados, matizaba con tanta perfeción y curiosidad, que por toda la ciudad corría su nombre. Con esto, las virtudes de su alma y hermosura de su rostro eran tan por exceso, que a porfía parece haberse fabricado por diestros diversos artífices en competencia. Y todo junto, en comparación de su recogimiento, mortificación, ayunos y penitencia, no llegaban. Viéndose, pues, desabrigada, con temor de la murmuración y de ocasión que le pudiera dañar, celosa de su honor, buscó un aposento en compañía de otras doncellas religiosas, donde sin tener otra sombra sino la de su trabajo, con él se alimentaba tasadísimamente y con grande límite, dando ejemplo de su virtud a todas las más doncellas de su tiempo.

»El arzobispo de aquella ciudad tuvo deseo de mandar hacer algunas cosas de curiosidad, hijuelas y corporales matizados, y no sabiendo ni hallándose quien como Dorotea lo hiciese -que así se llamaba esta señora- por las buenas nuevas que della tuvieron, la buscaron y encomendáronle aquesta obra, prometiéndole por ella muy buena paga.

»Era necesario para tanta curiosidad que fuera el oro el mejor, más delgado y florido que se pudiera hallar. Y porque sólo quien lo sabe gastar es quien lo sabe mejor escoger, ella propria en compañía de sus vecinas y amigas lo fueron a buscar a los batihojas, que son en Sevilla los oficiales que lo hacen y venden.

»Acertaron a entrar en casa de un mancebo de muy buena gracia y talle, que de muy poco tiempo había comenzado a usar el oficio y puesto tienda, que para más acreditarse procuraba que su obra hiciera ventajas conocidas a la de sus vecinos. Déste quisieran comprar lo que para toda su labor les fuera necesario -tanto por ser a su propósito, cuanto por escusar la salida de casa-, si el dinero les alcanzara; mas como sólo llevaban lo que para principio se les había dado, dijeron que llevarían un poco y volverían por más, como se fuese obrando y ella cobrando.

»El mancebo, cuando vio la hermosura y compostura de la doncella, su habla, su honestidad y vergüenza, de tal manera quedó enamorado, que lo menos que le diera fuera todo su caudal, pues en aquel mismo punto le había entregado el alma. Y sintiéndole que dejaba de comprar con su gusto por falta de dineros, tomando achaque para sus deseos de la ocasión que le vino a la mano, sin dejarla pasar ni soltarla della, dijo:

»-Señoras, si el oro es tal que hace a propósito para lo que se busca, escoja y lleve su merced lo que hubiere menester y no le dé cuidado pagarlo luego, que por la misericordia de Dios, ánimo tengo y caudal no me falta para poder fiar aun otras partidas más importantes, y no a tan buena dita. Vuestra Merced, señora, lleve lo que quisiere y pague luego lo que mandare, que lo más que restare debiendo me irá pagando, poco a poco, según lo fuere cobrando del dueño de la obra.

»Parecióles a todas el mozo muy cortés y buena la comodidad, según se deseaba. Dorotea le dio el dinero que tenía de presente y, habiendo escogido todo el oro que le pareció mejor y necesario, lo llevó consigo, dejándole dicha la calle y casa donde acudiese por la resta.

»Luego se fueron, quedando el pobre mozo tan amante y fuera sí, cuanto falto de todo reposo y combatido de varios desasosiegos. Rompióle amor las entrañas, no comía, no bebía ni vivía: tan ocupada tenía el alma en aquella peregrina belleza, espejo de toda virtud, que todo era muerte su trabajosa vida, sin saber qué hiciese. Y pareciéndole doncella pobre, que por medios del matrimonio pudiera ser tener buen puerto sus castos deseos, quísose informar de quién era, de su vida, costumbres y nacimiento.

»La relación que le hicieron y nuevas que della tuvo fueron tales, que con ellas quedó de nuevo muy más perdido y menos confiado, nunca creyendo poder alcanzar tan grande riqueza, hallándose siempre indigno de tanto bien como lo fuera para él poder alcanzarla por esposa.

»De todo desesperaba, en todo se conocía inferior. Mas, como no era posible ni en su mano volverse atrás, que las pasiones del alma no tocan menos a los más pobres que a los más poderosos y todos igualmente las padecen, aunque se hallaba tan atrás, nunca dejó de porfiar para pasar adelante, perseverando en su honesto propósito, por haberlo puesto en las manos de Dios, que siempre los favorec[e] y sabe acomodar con sola su voluntad las cosas de su servicio, represetándole siempre que no era otro su deseo que hallar compañera con quien mejor poderle servir, en especial aquella tan virtuosa y de su gusto, empero que así lo hiciese como mejor conviniese a su servicio.

»También se le representó que la mucha pobreza y discreción le harían por ventura fuerza, para que sólo mirando a su soledad y remedio, pospusiese pundonores vanos, acomodándose con el tiempo y, siéndole representado su honesto deseo de servirla, lo viniese a conceder. Con estos pensamientos y cuidados procuraba solicitar la cobranza, no apretando ni enfadando, antes tomando achaques, unas veces de ver su tan curiosa labor, otras por hacérsele paso, fingiendo lo que más a propósito venía para hacer visita y por tomar amistad. Que sólo a este fin iban por entonces encaminados sus deseos, para con ella poder mejor después entablar el juego y en el ínterin poder aquel espacio breve mitigar las ansias que siempre ausente le causaba su dama.

»En esto anduvo el mozo tan discreto como solícito y tan solícito como enamorado, procediendo con tan honrados y buenos términos, que muy en breves granjeó de todas las voluntades, no pesándoles de sus visitas, antes con ellas ya recebían regalo.

»Entre las que allí vivían, que eran cuatro hermanas, a la una dellas, la más venerable y grave, a quien tenían las otras todo respeto, tanto por su prudencia mucha cuanto por ser mayor en edad, se fue inclinando más en amistad y regalándola, conque después, andando el tiempo, en ocasiones que se ofrecían, poco a poco se fue descubriendo, haciéndola capaz de sus deseos, hasta de todo punto quedar aclarado con ella, suplicándole que, interponiendo para ello su autoridad, fuese parte que sus esperanzas no quedasen sin el premio que de su valor y discreción esperaba y que, siéndole favorable, la fuese disponiendo en las ocasiones que se ofreciesen, de tal manera que cualesquier dificultades quedasen llanas, pues de su parte ninguna se podía ofrecer que a brazos cruzados no se pusiese a hacer toda su voluntad.

»Los buenos terceros bien intencionados, que sin respetos humanos tratan de las cosas honestas con libertad y verdad, tienen siempre tal fuerza, que persuaden con facilidad, porque se les da todo crédito. Esta señora fue labrando en Dorotea de modo, de uno en otro lance, que, convencida de razón, vino a condescender en el consejo que le dieron y, obedeciéndolo como de su verdadera madre, le besó por ello las manos, dejándolo en ellas.

»El desposorio se hizo con gusto general y mayor el de Bonifacio -que así llamaban a el desposado-, porque se creyó hallar con aquella joya el más dichoso, bien afortunado y rico de los hombres, pues ya tenía mujer como la deseaba, en condición y de mayor calidad que merecía, y tal, que pudiera vivir con ella seguro y honrado, sin temor de celoso pensamiento ni de alguna otra cosa que le pudiera causar desasosiego.

»Vivían contentos, muy regalados y sobre todo satisfechos del casto y verdadero amor que cada cual dellos para el otro tenía. Él de ordinario asistía en la tienda, ocupado en el beneficio de su hacienda, y ella en su aposento, tratando de su labor, así doméstica como de aguja, gastando en sus matices y bordados parte de la que su marido hacía. Crecíales la ganancia y en mucha conformidad pasaban honrosamente la vida.

»El demonio vela y nunca se adormece; más y en especial vela en destruir la paz contra las casas y ánimos conformes, arma cepos y tiende redes con todo secreto y diligencia para hacer, como desea, el daño posible y dar con ello en el suelo. Andaba siempre acechando a esta pobre señora, procurando derribarla y rendirla y, cuando más no pudiese, que a lo menos trompezase. Y así en las visitas, en misa, en sermón, en las mayores devociones, en la comunión, aun en ella la inquietaba, presentándole los instrumentos de su maldad, mancebos galanes, discretos, olorosos y pulidos, que le saliesen a el encuentro, siguiéndola y solicitándola. Mas de todo sacaba poco fruto. Porque la casta mujer, mostrándose fuerte, siempre vencía con su honestidad semejantes liviandades. Y aunque para quitar la ocasión rehusaba cuanto más podía el salir de su casa y escasamente a lo muy forzoso y necesario, donde también era perseguida, rondábanle la puerta noche y día, buscaban invenciones y medios para verla. Empero nada les aprovechaba.

»Entre los galanes que la deseaban servir, que todos eran mozos y señores los más principales de la ciudad, era uno el teniente della, mancebo soltero y rico. Vivía frontero de la misma casa, en otras principales, altas y de buen parecer, que por ser más humildes y bajas las de Dorotea, no obstante que había calle de por medio, cuándo por los terrados, cuándo por las ventanas, la señoreaba cuanto hacía. Y tanto, que su esposo ni ella podían casi vestirse ni acostarse sin ser vistos, en especial estando con descuido y queriendo con cuidado asecharlos.

»Con esta ocasión el teniente andaba muy apasionado y cansado de hacer diligencias con extraordinaria solicitud. Al fin se hubo de volver, como los demás, al puesto con la caña, sin recebir algún favor ni visto sombra de sospecha con que poderlo pretender ni que desdorase un cabello del crédito de la mujer.

»Andaba también con los muchos en la danza un otro penitente de la misma cofradía de los penantes, muy llagado y afligido. Era burgalés, galán, mozo, discreto y rico, las cuales prendas, favorecidas de su franqueza pudieran allanar los montes. Mas a la casta Dorotea, ni las partes deste poder del teniente ni pasiones de los más le hacían el menor sentimiento del mundo, como si dél no fuera.

»Mostrábase a todos estos combates fortísima peña inexpugnable, donde los asiduos combates de las furiosas ondas del torpe apetito, no pudiendo vencer, quedaron quebrantadas. No hay duda que siempre continuaba velando su honestidad, como la grulla, la piedra del amor de Dios levantada del suelo y el pie fijo en el de su marido. Y fuera imposible herirla, si el sagaz cazador no le armara los lazos del engaño en la espesura de la santidad, para cazar a la simple paloma.

»Este burgalés, que se llamaba Claudio, tenía en su servicio una gentil esclava blanca, de buena presencia y talle, nacida en España de una berberisca, tan diestra en un embeleco, tan maestra en juntar voluntades, tan curiosa en visitar cimenterios y caritativa en acompañar ahorcados, que hiciera nacer berros encima de la cama.

»Llamóla un día, diole cuenta de su pena, pidiéndole consejo para salir con su pretensión adelante. La buena esclava, como haciendo burla, después de haberse bien satisfecho y enterado en el caso, riéndose, le dijo:

»-¡Pues cómo, señor! ¿Qué montes quieres mudar, qué mares agotar, a qué muertos volver el espíritu, cuál dificultad es tan grande la que te aflige y tanto me encareces? No son esas las cosas que a mí me desvelan; poco aceite y menos trabajo se ha de gastar en ello de lo que piensas; ya puedes hacer cuenta que la tienes par de ti; descuida y ten buen ánimo, que yo te daré la caza en las manos dentro de pocos días o no me llamen Sabina, hija de Haja.

»Tomó el negocio a su cargo y comenzó desde aquel punto a entablar el juego, dando trazas, como el que propone dar en el ajedrez un mate a tantos lances en casa señalada. Comenzó por el peón de punta, meneando los trebejos. Y componiendo un cestillo de verdes cohollos de arrayán, cidro y naranjo, adornándolo de alhaelíes, jazmines, juncos, mosquetes y otras flores, compuestas con mucha curiosidad, lo llevó a el batihoja, diciéndole ser criada de cierta señora monja de aquella ciudad, abadesa del convento, que, teniendo noticia de la obra tan buena que allí se hacía y necesidad forzosa de un poco de buen oro para unos ornamentos que dentro de la casa estaban acabando para el día de San Juan, la regalaba con aquel cestillo y suplicaba que del oro mejor que tuviese le diese dos libras para probarlo y que, saliendo tal como le habían certificado y era conveniente a su propósito, lo pagaría muy bien y siempre lo iría gastando de su casa, llevando para cada semana lo que se pudiese gastar en ella; demás que tendría mucho cuidado de regalarlo. Bonifacio se alegró con la buena ocasión de la ganancia y no menos con el cestillo de flores, que lo estimó en mucho por la curiosidad con que venía fabricado.

»El cual a el punto, luego que lo recibió, habiendo despachado la esclava con el oro, lo llevó a su mujer, poniéndoselo en las faldas con grande alegría, que no con menos fue recebido della. Preguntóle de quién lo había comprado y díjole lo que pasaba. Entonces lo estimó en más, porque le vino a la memoria el tiempo de su niñez, cuando con las más doncellas de su edad y monjas del convento se ocupaban en semejantes ejercicios. Rogó a su marido que, si otra vez volviese, la hiciese subir a su aposento, que holgaría de conocerla.

»Luego la semana siguiente, dentro de seis días, veis aquí donde vuelve Sabina muy regocijada, diciendo del oro que había sido bueno y a pedir otro tanto, que fuese de lo mismo, dándole un largo recabdo de parte de su señora y con él una imagen pequeña de alcorza y un rosario de la misma pasta, con tanta curiosidad obrado, que bien era dino de mucha estima. Así como lo vio, no quiso recebirlo, sino que de su mano lo diese a Dorotea, su esposa.

»Cayóle la sopa en la miel, sucediéndole lo que deseaba y a pedir de boca; mas haciéndose de nuevas, dijo:

»-¡Ay, mal hombre! ¿Dícelo de veras y casado es? No lo creo. Aun por soltero nos lo habían vendido y trataba ya mi señora de casarlo con una lega que tenemos, tan linda como unas flores, hermosa y rica.

»Bonifacio le respondió:

»-Rica y hermosa la tengo, como allá me la podían dar, y con quien vivo contentísimo. Subí, veréisla.

»Sabina le dijo:

»-En buena fe, no quiero; no sea que me burle, que es un traidor.

»-No burlo, de veras -le dijo Bonifacio-. Subí, amiga Sabina.

»Ella, cuando entró en la pieza y vio a Dorotea, desalada y los pechos por tierra se le lanzó a los pies, haciéndole mil zalemas, admirada de su grande hermosura; que, aunque había oídola loar, era mucho más la obra que las palabras. Quedó como embelesada de ver sus bastidores con los bordados y otras labores que le mostró en que se ocupaba, con cuánta perfeción y curiosidad estaba obrado, diciendo:

»-¿Cómo es posible no gozar mi señora de cosa tan buena? No, no; no ha de pasar así de aquí adelante, sin que con amistad muy estrecha se comuniquen. ¡Ay, Jesús, cuando yo le cuente a mi señora la abadesa lo que he visto, cuánta invidia me tendrá! Cuánto deseo le crecerá de gozar un venturoso día de tal cara. Por el siglo de la que acá me dejó y así su alma esté do la cera luce o que landre mala me dé, si no fuere alcahueta destos amores. Yo quiero de aquí adelante regalar a esta perla y visitarla muy a menudo.

»Con estas palabras y otras regaladísimas llevó su oro, después de haberse despedido. Y de allí en adelante, de dos a tres días continuaba la visita, ya por oro, ya diciendo hacérsele camino por allí, diciéndole a el marido que cometería traición si por allí pasase y dejase de entrar a ver aquel ángel.

»Otras veces, con achaque de traerle algún regalo, la iba disponiendo a que de su voluntad tuviese deseo de irse a holgar a el monasterio un día. Cuando ya le pareció tiempo, dio por allá la vuelta un lunes de mañana y llevóle dos canasticos, uno con algunas niñerías de conservas y otro de algunas frutas de aquel tiempo, las más tempranas y mejores que se pudieron hallar.

»Dióselos diciendo que, por ser del huerto de casa y lo primero que se había cogido, le pareció a su señora que no pudiera estar en otra parte tan bien empleado como en ella. Y que juntamente le suplicaba dos cosas. La primera y principal que, pues de allí a ocho días, el siguiente lunes, era la fiesta del glorioso San Juan Baptista y el domingo su santa víspera, le hiciese merced en hacer penitencia, pasando en el convento aquellos dos días, pues en su casa no eran de ocupación. Demás que tenían las monjas muchas fiestas y representaban una comedia entre sí a solas, que de nada gustaría, si aquesta merced no le hiciese. Y que otras señoras principales, parientas de las monjas, vendrían por allí, para que acompañándola se fuesen juntas.

»Lo segundo, que les diese tres libras de buen oro para fluecos de un frontal, que deseaban acabar para poner en un altar allá dentro, procurando, si fuese posible, se lo diese más cubierto y delgado. A lo del oro respondió Dorotea:

»-Dárelo de muy buena gana, que lo tengo en mi poder y también hiciera lo que mi señora la abadesa me manda; mas está en el de mi marido. Ya sabéis, hermana Sabina, que no soy mía. Mi dueño es el que os puede dar el sí o el no, conforme a su voluntad.

»-En buena fe -le respondió-: aun esa sería ella, si no me la diese. Nunca yo medre si de aquí saliese todos estos ocho días hasta llevarla. No sería razón que una cosa sola que mi señora suplica tan de veras, la primera y tan justa, se dejase de hacer, porque desea, como a la salvación, gozar de aqueste paraíso.

»-¡Ay!, callá, Sabina -dijo Dorotea-. No hagáis burla de mí, que ya soy vieja.

»-¡Vieja! -dijo Sabina-. ¡Sí, sí, dese mal muere! ¡Cómo decirme agora que la primavera es fin del año y cuaresma por diciembre! Dejémonos de gracias, que así, vieja como es, la goce su marido muchos años y les dé Dios fruto de bendición. Agora se haga lo que le suplico, que deseo ganar aqueste corretaje, que mi señora la retoce. ¡Ay, cómo se ha de holgar con esta traidora!

»Bonifacio y Dorotea se reyeron, y él con alegre semblante, sin ver la culebra que estaba entre la yerba ni el daño que le asechaba, por la grande confianza que de su esposa tenía, dijo:

»-Agora bien, por mi vida, que Sabina lo ha reñido y pleiteado con gracia. No se le puede negar lo que pide, habiéndolo enviado a mandar el abadesa mi señora. Idos a holgar esos dos días, que yo sé cuán de gusto serán para vos y no menos para mí porque lo recibáis. Hermana Sabina, decid a su merced que así se hará, como se manda y, cuando aquesas señoras que decís vayan al monasterio, pasen sus mercedes por aquí para que se vayan juntas.

»Agradeciólo Sabina con tales palabras, cuales de mujer tan ladina y que ya tenía negociado su deseo. Fuese a su casa tan contenta y orgullosa, que ya le parecía volverse atrás los pasos que adelante daba y que a su posada nunca jamás llegaría. El corazón le reventaba en el cuerpo de alegría. Quisiera, si fuera lícito, irla cantando a voces por las calles; echábasele de ver el contento en los visajes del rostro; hervíale la sangre, bailábanle los ojos en la cara; parecía que por ellos y la boca quería bosar la causa.

»Cuando en su casa entró, como una loca soltó los chapines, dejó caer de la cabeza el manto y, arrastrándolo por detrás, alzando con las manos las faldas por delante, que le impedían el correr, entró desatinada en el aposento de su señor, que la esperaba. Por decírselo todo, todo lo partía entre los dientes y la lengua, sin que alguna cosa dijese concertada. Ya comenzaba por ativa, ya lo volvía por pasiva. Bien o mal, tal como pudo, le dio el mensaje de modo que todos aquellos ocho días no acabaron ella de referirlo y él mil veces de preguntarlo.

»Volvía a cada paso a tratar una misma cosa, discantaban luego si aquello sería posible tener efeto. Parecíale que aquello, que dello hablaban, le había de servir y quedar por paga, sin acabar de creer que pudiera ser cierto un bien tan deseado ni llegar a gozar de tan alegre día. Para el concierto tratado hizo que se previniesen unas parientas y conocidas de casa, de quien tenía satisfación de cualquier secreto, que le ayudasen con su solicitud en este hecho.

»Llegado el domingo, día ya señalado, vistiéndose unas en hábito de casadas, otras de doncellas, de dueñas otras, fueron con Sabina por Dorotea. Tocaron a la puerta. Salió su esposo, que ya las esperaba, y como viese una tan honrada escuadra de mujeres, a el parecer principales, llamó a la suya que bajase presto, que la esperaban. Ella bajó tan simple como contenta. Habláronse todas con muy comedidos cumplimientos y, entregándosela el marido, la cogieron en medio y con ella y grande alegría fueron su viaje.

»Iban al monasterio encaminadas, cuando una de aquellas de tocas reverendas dijo:

»-¡Ay amarga de mí, cómo se nos ha olvidado ir por doña Beatriz, la desposada, que nos estará esperando y también la convidaron!

»Otra respondió luego:

»-Por los huesos de mis padres que dice verdad y que no me acordaba más della que de la primera camisa que me vestí. No podemos ir sin ella. Volvamos por aquí, que presto llegaremos allá.

»Dio entonces la vuelta uno de aquellos cabestros de faldas largas y rosario a el cuello por cencerro, tomando la delantera, y todas la siguieron hasta dar consigo en casa de Claudio. Llamaron a la puerta. Salióles a responder por la ventana una esclavilla, preguntando quién llamaba y lo que querían. Una dellas le dijo:

»-Entra presto y dile a tu señora que baje su merced presto, que la esperamos.

»Hizo como que fue a dar el recabdo y, cuando de allá dentro volvió con la respuesta, les dijo:

»-A Vuestras Mercedes suplica mi señora se sirvan de no tomar pesadumbre aguardando un poco en cuanto se acaba de tocar, que será en breve, y entretanto se podrán Vuestras Mercedes entrar a sentarse a la cuadra.

»Ellas entraron por el patio en una sala bien aderezada, donde se quedaron las más y solas dos pasaron adelante a una mediana cuadra con Dorotea. Estaba muy bien puesta, con sus paños de tela de plata y damasco azul y cama de lo proprio, la cuja de relieve dorada. Junto a ella estaba un curioso estrado, en que las tres tomaron sus asientos y de allí a muy poco dijeron:

»-¡Ay, Dios!, y qué prolija novia hace doña Beatriz, y si a mano viene, aún de la cama no se habrá levantado. Andad acá, hermana, sepamos cuándo habemos de ir de aquí.

»Salieron las dos, y, quedándose sola Dorotea, se desparecieron, que persona viviente no se conocía por la casa. Claudio entró luego y, tomando en el estrado una de aquellas almohadas junto a Dorotea, le comenzó a hacer muchos ofrecimientos, descubriéndole la traza que para su venida se había tenido, desculpando aquel proceder con lo mucho que le hacía padecer. De que no quedó la pobre señora poco turbada y triste, porque lo conocía de vista y sabía sus pretensiones. Viose atajada, no supo qué hacerse ni cómo defenderse. Comenzó con lágrimas y ruegos a suplicarle no manchase su honor ni le hiciese a su marido afrenta, cometiendo contra Dios tan grave pecado; empero no le fue de provecho. Dar gritos no le importunaba, que no había persona de su parte y, cuando de algún fruto le pudieran ser y gente de fuera entrara, quien allí la hallara forzoso habían de culpar su venida, sin dar crédito a el engaño. Defendióse cuanto pudo.

»Claudio, con palabras muy regaladas y obras de violencia, y contra su resistencia y gusto, tomaba de por fuerza los frutos que podía; pero no los que deseaba, con que se iba entreteniendo y cansándola. Finalmente, después que ya no pudo resistirle, viendo perdido el juego y empeñada la prenda en lo que Claudio había podido poco a poco ir granjeando de su persona, rindióse y no pudo menos. Ellos estaban solos a puerta cerrada, el término era largo de dos días, la fuerza de Claudio mucha, ella era sola, mujer y flaca: no le fue más posible.

»Bien se pudiera decir que había sido pendencia de por San Juan, si no se les anublara el cielo. Comieron y cenaron en muchas libertades y fuéronse a dormir a la cama; empero breve fue su sosiego y sobresaltado su reposo. Porque nunca el diablo hizo empanada de que no quisiese comer la mejor parte.

»Costumbre suya es, cuando hace junta semejante, formar una tienda o pabellón, convidando a que se metan dentro, que allí los encubrirá y nada se sabrá, haciéndose cargo del secreto, y después, cuando están encerrados en el mayor descuido y mal pensada seguridad, abre las puertas, descubre, derriba los pabellones, manifestando en público el vicio recelado y, tañendo su tamborino, a repique de campana, llama la gente para que allí acudan a verlos, dejándolos avergonzados y tristes, de que más él se queda riendo.

»¿Quién creyera que invención tan bien trazada viniera tan en breve a descubrirse por tan estraño camino? ¿Quién esperara de tan felices medios y principios, fines tan adversos y trágicos? Mal dije que no se podía esperar menos, considerada la danza y quien la guiaba. Demás que de necesidad había de castigar el cielo a letra vista semejante maldad y fuerza. Y aunque no fue la pena igual con el delito, fue a lo menos aldabada poderosa, para que cualquiera buen discursista reconociera la ofensa y hiciera penitencia della.

»Como aquel día todo anduvo tan sin cuenta ni orden, allá en su cuarto los criados ensancharon los vientres, quitaron los pliegues a los estómagos y las canillas a las candiotas; comieron y bebieron hasta ir a las camas gateando, dejándose la chimenea con toda la lumbre y cerca della mucha leña. El fuego se fue metiendo por los tueros y rajas, y ellos encendidos, comunicándose con los más que cerca estaban, de manera que casi a la media noche todo aquel cuarto se quemaba sin que persona lo sintiese, que dormían todos.

»Era víspera de San Juan. El teniente andaba de ronda y a el grande resplandor, que ya la lumbre se devisaba de muy lejos, viola y sospechó la verdad, que alguna casa se quemaba. Fuéronse por el rastro de la claridad hasta la casa de Claudio. Dieron voces y golpes a la puerta. La casa era grande. Los unos de cansados, los otros bien borrachos y otros abrasados, ninguno respondía. Levantóse por la vecindad mucho alboroto. Unos y otros vecinos, preveníase cada cual de su remedio. Fuese llegando mucha gente, y con fuerza que hicieron derribaron por el suelo las puertas. Entraron por la casa, creyendo que los della ya fueron consumidos con el fuego y cuando menos ahogados con el humo, pues alguno por toda la casa no parecía.

»Fueron las voces y el estruendo tanto, que Claudio recordó y, turbado de aquel ruido tan grande, sin saber lo que pudiera ser, con la espada en la mano y ambos desnudos, abrió la puerta del aposento y, cuando vio el fuego, volvióse adentro para cubrirse con algo y salir huyendo. El teniente creyó que la gente de fuera fue quien abrió aquella sala para entrar a robar. Acudió a la defensa con diligencia y halló a los dos amantes, que apriesa y por salvarse buscaban los vestidos y, teniéndolos en las manos, ninguno hallaba el suyo.

»Ya podréis considerar cuáles podrían estar y qué pudieran sentir, viéndose desnudos, la casa llena de gente y sobre todo su mayor enemigo el teniente, que los había cogido juntos. Volvamos, pues, a él, que luego conoció a Dorotea. Quedó tan fuera de sí, que de los tres no se pudiera hacer alguna diferencia cuál estaba más muerto. Porque nunca el teniente pudiera persuadirse de persona del mundo a semejante cosa. Pues, teniendo por testigos a sus proprios ojos, aún los tachaba.

»Viose tan turbado, tan abrasado de celos, tan desesperado y loco, que por vengarse dellos y sin otra consideración, los hizo llevar a la cárcel con ánimo de vengarse y más de Dorotea, que, por no haberle admitido, estaba resuelto de infamarla, buscando rastros para tener ocasión con que prender también a su marido, pareciéndole no haber sido posible no ser sabidor y consentidor del caso, dando a su mujer licencia que fuese a dormir con aquel mancebo, por interese grande que por ello le habría dado. Que una pasión de amor hace cegar el entendimiento, volviendo los ánimos tiranos y crueles.

»A ella la llevaron cubierta con su manto, con orden de que no fuese por entonces conocida hasta hacer la información, y a él por otra parte también lo llevaron preso. Y aunque hizo Claudio por impedirlo grandes diligencias, pretendiendo escusar los graves daños que dello pudieran resultar, ni ruegos ni dineros fueron parte a que la rabia del corazón se le aplacase a el juez.

»Ellos quedaron en su prisión y el juez echando espuma por la boca, hasta que se aplacó el fuego y lo dejó muerto; mas el de su corazón muy vivamente ardía. Era ya después de media noche. Había padecido mucho con el cansancio y más con el enojo. Fuese a dormir, si pudo, que se cumplió el refrán en él: Así tengáis el sueño.

»No lo tuvo bueno ni es de creer; antes con el enojo trazaría la venganza, guisándola de mil modos para que no escapasen o a lo menos limpia la honra. Mas estaba haciendo la cuenta sin la huéspeda. Que apenas él tenía los pies en la cama, cuando ya Dorotea tenía cobro.

»Dormía Sabina en un aposento más adentro del de su amo, para si en algo fuese menester de noche, y, como hubiese tenido atención a todo lo pasado, acudió presto a el remedio. Que siempre las mujeres en el primer consejo son más promptas que los hombres, y no ha de ser pensado para que acierten algunas veces. Sacó de su aposento un grueso capón que había quedado de la cena, el cual acomodó con un gentil pedazo de jamón de la sierra, con un frasco de generoso vino, buen pan y reales en la bolsa. Poniéndose un colchón, sábanas y un cobertor en la cabeza y la cesta en el brazo, se fue a la cárcel. Pidió al portero que le dejase meter aquella cama y cena para una dueña de su amo, que, porque se tardó en dar un caldero con que sacar agua para matar el fuego, la mandó traer el teniente presa. Con esta poca culpa y cuatro reales de a cuatro que le metió en la mano, le abrió las puertas, haciéndole cien reverencias, aunque con la ropa que sobre la cabeza llevaba no le vio la cara.

»Ella entró con su recabdo a Dorotea, que más estaba muerta que viva. Estuvieron hablando solas, porque las más presas ya dormían. Y de allí resultó que Dorotea, hecha Sabina y puesta una saya suya verde que llevaba, llamó a el portero y le dio la cena, diciendo que la dueña no la quería ni dormir en cama hasta salir de allí. Él vio su cielo abierto y al sabor del tocino se puso en manos del vino, guardando la resulta para el siguiente día.

»En cuanto el carcelero se ofrendaba, se cargó Dorotea el colchón en la cabeza y salió de la cárcel, dejando en su lugar a Sabina, y con dos de las mujeres del día pasado se volvió a casa de Claudio, hasta por la mañana, que con ellas y otras volvió a su casa, fingiéndose no haber estado buena de salud y que por eso se volvía.

»Ya el teniente andaba orgulloso para el siguiente día martes y no se olvidaba Claudio, porque, como ya sabía estar la señora en salvo, hizo que un su amigo hablase a el asistente, suplicándole que personalmente lo desagraviase, viendo la sinjusticia que le habían hecho. También el teniente, cuando fue a comer a su casa y se puso a la ventana, mirando con infernal celo a las de Dorotea, reconocióla y vio que, sentada con su marido, estaban comiendo juntos.

»Perdía el seso, estaba sin juicio, pensando qué fuese aquello. Envió a la cárcel a saber quién soltó la presa de la noche antes. Dijéronle que allí estaba. Ya pateaba en este punto, porque sin duda creyó estar loco, si acaso no hubiera sido sueño lo pasado. Así pasó aquel día hasta el siguiente, que, viniendo a la visita el asistente con sus dos tenientes, mandaron llamar a Claudio y a la mujer que con él había venido presa. Los cuales, como ya hubiesen dicho en su confisión quiénes eran y allí fuesen públicamente conocidos, fueron sueltos.

»Empero no tan libres que Claudio no purgase bien las costas. Porque cuando a su casa llegó, halló la mayor parte della y de sus bienes abrasados y juntamente a una su hermana honesta, de las que sacaron a Dorotea de su casa, la cual fue hallada con un su despensero en una misma cama muertos y otros tres criados. Tanto sintió este dolor, lastimóle de tal manera el corazón semejante afrenta, porque aquello había sido en toda la ciudad notorio, que de la intensa imaginación adoleció gravemente. Y no deseando salud para gozarse con ella, sino sólo para hacer penitencia del grave pecado cometido, convaleció y, sin dar cuenta dello a persona del mundo, se fue a el monte, donde acabó santamente, siendo religioso de la Orden de San Francisco.

»Dorotea se fue con su marido en paz y amistad, cual siempre habían tenido. El teniente se quedó muy feo, sin muchos doblones que le daban y sin venganza, y Bonifacio con todo su honor. Porque Sabina y las más que supieron su afrenta, dentro de muy pocos días murieron. Que así sabe Dios castigar y vengar los agravios cometidos contra inocentes y justos.»

Con esta historia y otros entretenimientos, venimos con bonanza hasta España, que no poco la tuve deseada, sin ferros, artillería, remos, postizas ni arrombadas. Porque todo fue a la mar y quedé yo vivo: que fuera más justo perecer en ella.

Desembarcamos en Barcelona, donde diciéndole a mi amigo el capitán Favelo que había votado en la tormenta de no hacer tres noches en parte alguna de toda España hasta llegar a Sevilla y visitar la imagen de Nuestra Señora del Valle, a quien me había ofrecido y héchole cierta promesa, si de allí escapase, llególe a el alma perder mi compañía. Mas no pude hacer otra cosa, que temí no viniesen en mi seguimiento con alguna saetía o algún otro bajel. Compré tres cabalgaduras en que llevar mi persona y los baúles. Recebí un criado y, diciendo ir mi viaje, sin que alguno supiese lo contrario, nos despedimos como para siempre.





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